María Nadie - Marta Brunet - E-Book

María Nadie E-Book

Marta Brunet

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Beschreibung

La vida apacible y conservadora de un pueblecito de montaña se ve sorprendida por la llegada de María, la nueva telefonista y heraldo de la transformación social que no todos en la comunidad de Colloco están dispuestos a aceptar. María viste pantalones, escucha la radio, no está casada ni busca marido, su deseo es "estar sola y en paz", con lo que despierta el deseo de algunos, la envidia de otros y el recelo de muchos. La crítica de su tiempo intentó asimilar la escritura de Brunet bajo la etiqueta de "criollista" a fin de reducir el efecto de su agudeza. Sin embargo, como indica en su prólogo la escritora Alia Trabucco Zerán: "en las antípodas de ese objetivo de ensalzamiento nacionalista, la mirada de Brunet recae persistentemente en las fisuras: atisba la hondura de la crisis del campo, exhibe la violencia contra las mujeres y se centra, además, en un sujeto femenino […] para complejizarlo y erigirlo en sujeto propiamente literario".

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COLECCIÓN VINDICTAS

NOVELA Y MEMORIA

ÍNDICE

ESCRIBIR FISURAS

ALIA TRABUCCO ZERÁN

MARÍA NADIE

EL PUEBLO

1. EL CAMINO SERPEABA POR LA MONTAÑA

2. EL RELOJ MARCÓ LA MEDIA HORA

3. EL CUARTO ENTRE SIETE HERMANOS

4. CON LAS MANOS SUMIDAS EN EL AGUA

5. LINDOR Y LA PETACA SE CONOCIERON EN EL PUEBLO

6. MISIÁ MELECIA TENÍA A SU CARGO EL CORREO

7. ¿A USTED LE PARECE DECENTE NO USAR POLLERAS?

8. A REINALDO

9. COMO EL PADRE, EL CHIQUILLO SE LLAMABA REINALDO

10. EL MURO DE PIEDRA QUE BORDEABA EL CAMINO

11. POR PRIMERA VEZ

12. LA MADRE Y ERNESTINA

13. LINDOR ENCONTRÓ AL SEÑOR LORENA EN LA ESTACIÓN

14. LA ENFERMEDAD DE CONEJO

15. LA VÍSPERA DE LA FUNCIÓN

16. ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO AQUÍ?

17. EN REINALDO EL AMOR POR LA MUCHACHA

18. MISIÁ MELECIA PRETENDÍA SER LA PRIMERA

LA MUJER

DOS PALABRAS PARA CALIFICARLA: MALA PÁJARA

NOTAS AL PIE

AVISO LEGAL

ESCRIBIR FISURAS

Desautorizar. Excluir. Arrinconar. Estereotipar. Mimetizar. Edulcorar. Masculinizar. Subestimar. Este puñado de verbos, en apariencia desconectados, describe sólo algunas de las operaciones emprendidas por el aparto crítico para desterrar del canon literario la producción de algunas o, en rigor, de casi todas las autoras latinoamericanas a lo largo de buena parte del siglo XX.

Incluso en aquellos casos en que la crítica sí accedió, excepcionalmente, a que ciertas autorías femeninas ingresaran al esquivo y homogéneo canon patriarcal, es posible observar estas operaciones en acción. Es lo que ocurrió con Gabriela Mistral, Premio Nóbel de Literatura en 1945, al ser calificada obstinadamente como “poetisa de la infancia”. Un apelativo reduccionista y condescendiente destinado a extirpar de su obra los temas “serios”, “adultos” o “verdaderamente literarios” y borrar, así, su trabajo ensayístico, sus intervenciones como intelectual pública, y la complejidad y hondura de una producción poética diversa en materiales y registros. Algo similar ocurrió con María Luisa Bombal, ampliamente leída en su tiempo y sin embargo cercada por un episodio singularísimo en su biografía: su autoría en un intento de asesinato que sería utilizado con sospechosa frecuencia para opacar una lectura cabal de su obra, y que la acabaría asociando al aterrador arquetipo de la femme fatale.

El caso de Marta Brunet sigue un patrón muy similar. Autora prolífica y una de las cinco mujeres que han obtenido en Chile el Premio Nacional, Brunet no sólo fue reducida a la tranquilizadora figura de la escritora para niños, “soltera y virtuosa”, como subraya la crítica chilena Lorena Amaro.1 Su escritura, para ser calificada como seria o verdadera, fue masculinizada, en una elocuente demostración de las volteretas de las ideologías dominantes al enfrentarse a la posibilidad de una obra excepcional producida nada menos que por una mujer. “Este es un escritor, no una escritora, aunque sea una dama”, señaló Carlos Silva Vildósola en una frase que consuma la expulsión de lo femenino del campo literario a la vez que reafirma, de refilón, el cerco social asociado al papel de “dama”. La obra de Brunet, por otro lado –obra que abarcó novelas y cuentos, crónicas periodísticas, crítica literaria, periodismo y columnas políticas–,2 fue interpretada con insistencia como un ejemplo más de la corriente criollista, reduciendo con este apelativo una escritura que con los años se diferenció formal y sustancialmente de esa tendencia y que además innovó tanto en la representación del campo chileno como en la construcción del sujeto femenino moderno.

Modos de domesticar, formas de excluir, estrategias para reafirmar un canon patriarcal que sólo a partir de los años ochenta fue interrogado sistemáticamente por una crítica feminista que visibilizó estas operaciones de jerarquización y supresión, y que trazó un camino alternativo que recorremos todavía. Una crítica que, vale recordarlo, no sólo fue al rescate de aquellas obras borroneadas en su época –rescate del que la propia colección Vindictas es tributaria–, sino que ha apostado además por cuestionar la utilidad política de categorías como “escritura de mujeres” e interrogar la propia idea de canon como dispositivo de exclusión.3 Es gracias a esta labor de desvelamiento y de intensa relectura, que Mistral ha sido leída más ampliamente e incluso reivindicada en Chile como ícono queer y popular. Bombal, a su vez, es hoy considerada de manera transversal como una escritora vanguardista, precursora de la novela contemporánea. Y está en plena urdimbre una urgente relectura de la obra única y excepcional de la enorme Marta Brunet.

Es en este marco de cuestionamientos a los modos de producción y reproducción de poder en el campo literario, propiciados, qué duda cabe, por la fuerza de un movimiento feminista revitalizado y cuestionador, que escribo este prólogo a una de las novelas fundamentales del Chile del siglo XX. La tarea no es fácil, no sólo por la relevancia y calidad de la escritura brunetiana, sino por la responsabilidad de que mis palabras no caigan en los errores que acabo de acusar: reducir o simplificar, mimetizar o estereotipar una escritura multívoca y nada menos que brillante.

No lo escribo con liviandad: la vigencia de María Nadie, publicada por vez primera en 1957, es verdaderamente asombrosa. Una novela breve, certera y sin embargo abierta a lo que cada tiempo pueda hallar entre sus páginas, y que por ello invita a ser leída y releída una y otra vez.

Marta Brunet nació en Chillán en el ya remoto 1897 en el seno de una familia de clase alta, aunque no propiamente tradicional.4 Hija única de migrantes españoles dedicados al comercio en un medio rural, su posición económica le permitió acceder a una educación por sobre la prescrita para las mujeres de su época, viajar a Europa siendo aún una adolescente y a la vez observar de cerca el día a día del campo chileno, en ese entonces en plena crisis y transformación. Su primera novela, Montaña adentro, publicada en 1923, ya traza pinceladas de ese escenario resquebrajado, lo que le valió por un lado la atención crítica del centro capitalino y por otro las miradas de suspicacia de la alta sociedad chillaneja. “Cuando salió la novela, las señoras beatas de Chillán armaron un lío tremendo, acusándome de inmoral y de hereje. Las niñas de las familias bien recibieron orden de quitarme el saludo”, confiesa Brunet. Una escritura que generó incomodidad, capaz de inmiscuirse en grietas hasta entonces soslayadas por la literatura nacional, y que acaso por ello intentó ser domesticada a través de la etiqueta de literatura criollista. Un aspecto que la crítica Lorena Amaro identifica como una “operación mimética” para asimilar la obra de Brunet a “un engranaje ideológico (nacionalista)” y evadir así “el poder desestabilizador de sus textos”. Y que la académica Natalia Cisterna, a su vez, identifica con las operaciones de codificación de la literatura de mujeres que buscaban reducirlas a un ejemplo más de una corriente en curso –y, de hecho, en extinción– en lugar de admitir que las exploraciones escriturales en la obra de Brunet obedecían a transformaciones estéticas donde tuvieron impacto los lenguajes vanguardistas.

Y es que la escritura de Brunet, aunque profusa en chilenismos, se aleja no sólo de las descripciones pormenorizadas y naturalistas de la corriente criollista, sino de algunos de sus tópicos, como es la exacerbación de las tradiciones del campo y su consecuente reafirmación de un ideario de identidad nacional. En las antípodas de ese objetivo de ensalzamiento nacionalista, la mirada de Brunet recae persistentemente en las fisuras: atisba la hondura de la crisis del campo, observa la desigualdad heredera del modelo hacendal, exhibe la violencia contra las mujeres y se centra, además, en un sujeto femenino al que la autora, como subraya la escritora chilena Diamela Eltit, saca de los tópicos de la época –el romance o los temas domésticos– para complejizarlo y erigirlo en sujeto propiamente literario.5 De ello da cuenta buena parte de la obra de Brunet, pero sobre todo María Nadie, acaso su novela más conocida.

Dividida en dos partes, la primera titulada “El pueblo” y la segunda “La mujer”, la novela narra, al menos en apariencia, la plácida cotidianeidad en el pueblo de Colloco, cuyo día a día gira en torno a la novísima industria maderera. Digo que ésta es sólo una apariencia en la novela porque ese pueblo pronto se transforma en el marco de irrupción de dos fuerzas arrasadoras: la modernización, por un lado, y su corolario de tensiones en una comunidad de corte tradicional, y la emergencia del sujeto femenino moderno, encarnado en la afuerina María López, quien con su llegada desajusta las convenciones del lugar.

Las primeras páginas del libro esbozan escenas breves y cotidianas que parecen cumplir el objetivo de trazar la normalidad de un pueblo arquetípico: un diálogo cómplice entre una madre y su hijo, el vozarrón del marido que exige su cena, dos muchachos que se divierten en el descampado. Los episodios de prosaica normalidad acaban por cimentar un escenario. Es sobre ese escenario que Brunet exhibe su doblez, incorporando figuras disruptivas como la de un joven viajero que aboga por la organización sindical y que busca, entre quienes lo escuchan, “la recóndita vertiente de la ira”. Y como ese joven, también desde afuera, extraña e inesperada, hace su aparición la protagonista, a quien veremos inicialmente sólo a través de los rumores de los demás. “Una debe vestirse como corresponde”, dice una voz horrorizada ante la visión de los pantalones de la afuerina. Mientras otra se alza en discordia con una frase que revela el que será uno de los ejes del texto: “los tiempos han cambiado”. Una afirmación que pronto se convertirá en dolorosa pregunta.

María López, apodada María Nadie por portar un nombre genérico, por ser una cualquiera, una más, es en realidad una muchacha moderna, que en lugar de afincarse en los quehaceres “propios de su género” llega a trabajar como telefonista a Colloco. Símbolo incuestionable de modernidad en un pueblo que aún se aferra a los tradicionalismos, María Nadie encarna la disrupción. Ante cada una de sus desobediencias –que no esté casada, que no tenga novio ni desee tenerlo y que no tenga hijos–, el pueblo se erige como una verdadera máquina de disciplinamiento y, a través de sus voceros, es decir, de todos y de nadie, la castiga. Ésa es la tensión que nos empuja. Ése es el hilo que se tensa. Porque de los rumores surge el miedo, del miedo brotan los prejuicios, y de allí a los malos entendidos y a la violencia hay apenas un milímetro. Así llegamos al final de la primera parte de esta novela, cuando los murmullos, finalmente, se transforman en gritos. “Mala pájara”, dice una mujer aludiendo a un supuesto adulterio. “Habría que echarla del pueblo”, agrega otra mientras los demás gritan, ya desatados: “¡Fuera, fuera!” Así queda exhibido el conflicto que despliega esta novela excepcional: por un lado, el rumor disciplinador de un colectivo y, por otro, María Nadie, que en su nombre porta a otras como ella que también padecen los condicionamientos apabullantes del género y que oscilan, perplejas, en el vaivén entre la adaptación o las consecuencias de la rebeldía o, como señala la escritora chilena Cynthia Rimsky, entre personajes que “parece que van a romper el espejo” y otros que “se lo quedan mirando congeladas o lo tapan para no ver”.6

Pero retrocedo unas páginas antes de volver a la reacción de ese pueblo, al cruel rumor del coro, y me remito a un episodio decisivo al que retornaré en unos párrafos más. Hacia el final de la primera parte, cuando María ya ha hecho su aparición y se encuentran desplegadas las tensiones, es cortejada por un hombre que la invita a pasear y le ofrece llevarla en su coche a donde ella quiera. La respuesta de María Nadie es elocuente: “volvió la cabeza en escorzo para que le viera a fondo la seria expresión de sus ojos y le dijo que no; que muchas gracias, que lo que deseaba era caminar sola y en paz”. Y así remata Marta Brunet, como si esa negativa reverberara como una campanada muda en su protagonista: “María López, que quería estar sola y en paz. No en relación únicamente a él, sino al resto del pueblo y tal vez del mundo, sola y en paz consigo misma, dentro de normas prefijadas por una voluntad sin fallas”.

En la segunda parte del libro, titulada “La mujer”, ya no es el coro el que define a María, ya no se impone la mirada ajena, sino finalmente la propia. “Mala pájara”, repite ella, haciéndose eco de los rumores que acaban de herirla. “Mala. Mala”, dice María López como si probara esas palabras en su boca, como si quisiera percibir si acaso coinciden o no con su cuerpo. “¿Por haber sido una rebelde frente a la vida?”, se responde entonces. María Nadie, en este punto, emprende su relato. “Yo no acepté eso primordial que es la familia”, explica dando cuenta de su incomodidad con esa estructura a la que no desea pertenecer, y enseguida desvela las razones que han llevado a ese pueblo a alguien como ella, alguien a la que le resulta tremendamente difícil “ponerse a tono con el ambiente”.

El episodio crucial de esta narración remite a una relación atormentada con un hombre casado, del que María López parece obsesionada pese a no sentir por él ni un gran amor ni un gran deseo, un hombre del que luego queda embarazada y a quien abandona tras abortar de manera en apariencia espontánea. Es tras esa relación que la protagonista llega al pueblo de Colloco y es también esto lo que conduce al desenlace de la novela. Y es que tras ser expulsada por el pueblo y explicar las razones que la han llevado allí, María López no arremete contra el coro. No contesta al rumor. No encara. No confronta. No se queda. No pelea. María López se va. Y con esa partida concluye la novela y empiezan las apasionantes discusiones sobre las implicancias de ese final.

El crítico chileno Grinor Rojo, siguiendo a su vez una lectura de Kemy Oyarzún, proyecta en el libro y, en particular, en esta fuga final, un espejo del momento político que atravesaba el feminismo en el contexto de publicación de la novela.7 Un periodo que, tras la primera ola feminista y su conquista del derecho al voto, se caracterizó por el repliegue de las fuerzas transformadoras, una verdadera resaca si de olas de trata. El acto de partir de María Nadie es leído entonces como un síntoma de ese decaimiento del impulso militante, un “descontento acallado”, un “silencio que disiente sin confesar que disiente”, una “fuga perpetua”. María Nadie, para Grinor Rojo, elude la confrontación. “Ceder o huir son por consiguiente las únicas opciones que ella siente que están a su disposición cuando la presión social arrecia sobre su cabeza (o sobre su cuerpo) y ambas son negativas.”

Lorena Amaro, en tanto, tras describir a María Nadie como un sujeto “portador del estigma del otro no sometido (o al menos no por completo) al mandato social”, caracteriza a la protagonista como una “encarnación de un sujeto infantil, sin deseo (sexual ni político) y, por ello, sin posibilidad de alcanzar verdadera ciudadanía, al no lograr afirmar una identidad autónoma, en una metáfora que afecta el discurso sobre la inserción política y literaria de la mujer en Chile”. Y va más allá, al afirmar de manera taxativa que “María López no constituye, ni con mucho, una figura emancipada, no hay propuesta política, ni siquiera hay deseo”.

Fascinante resulta que esta novela dé pie a lecturas tan disímiles desde 1957 a la fecha. Y es que, pese a que las interpretaciones de Rojo y Amaro van en una dirección similar, me aventuro, acaso siguiendo el vaivén que sacude a la propia protagonista, con una nota disidente.

Es poco lo que María López afirma a lo largo de esta novela. Casi no responde que sí. No revela grandes ambiciones ni los deseos que se esperan de una mujer como ella. No acciona, más bien reacciona. “Yo no soy nada más que una mujer que espera”, señala dando cuenta del tono de su vida. La suma de sus gestos, sin embargo, de sus monosílabos, de sus desvíos, la acumulación de sus silencios, me permiten ver en sus actos una forma de resistencia. Como una Bartleby pueblerina, ante las exigencias de normalidad, ante las presiones de pasear con un muchacho o con otro del brazo, de ponerse un vestido, de ponerse a tono con los tiempos y lo que estos tiempos le exigen, la protagonista de esta novela parece decir, serena y desapegada, en un tono muy similar al del personaje de Melville, “preferiría no hacerlo”. En su acumulación de sutiles negativas, de muchas gracias pero no, de expresiones serias, agobiadas, María López se resiste. Como Bartleby, se niega serenamente a lo que le depara la vida. Y veo en esa resistencia lábil, tal vez poco épica y de seguro silenciosa, una resistencia al fin.

Me atrevo incluso a ir a más allá. Porque hay veces, y no son pocas, en que lo que se niega es tan crucial como aquello que se afirma. Y es desde esa negación en apariencia pasiva desde donde brota el deseo en la novela. De la negación, una posibilidad. Porque hay tres cosas que María López sí quiere y las nombra. Quiere caminar y quiere hacerlo sola. Un deseo que, aún hoy, es revolucionario para las mujeres. Quiere estar en paz. Una paz que afirma una zona de autonomía. Y al quedar embarazada de un hombre al que efectivamente no ama ni desea –apartándose del deseo heterosexual como única forma de entender el deseo– María López afirma su anhelo de maternidad. “Yo quería mi hijo. Lo quería. Tal vez desde siempre lo que oscuramente quería era eso: un hijo.” Una maternidad de mujer sin marido, “mi hijo será mío, nada más”, con plena conciencia de lo que implica seguir adelante por fuera de la norma, y que expresa como un deseo hondo, casi desesperado, que la ubica en las antípodas de la infantilización y la sitúa en una zona de punzante resistencia. Dolorosa y fallida, es cierto, porque María López no tendrá ese hijo. En un desvío del problema moral –abortar o no hacerlo– experimenta un aborto descrito como espontáneo aunque en rigor causado por un acto sexual rayano en la violación, y pierde así su embarazo. Un destino que permite un paralelo biográfico con la autora, poco explorado y menos documentado, y que narra un embarazo también sin marido que acabaría en el nacimiento prematuro y la muerte de una hija.8

Un comentario aparte merece el final de la novela. Y es que María López, tras ser expulsada y humillada, tras enfrentar primero el rumor y luego el grito de un coro cruel, no arremete contra esas voces. María López se va de Colloco. Y con esa partida termina la novela y se abre la siguiente pregunta, que persiste con el libro ya cerrado: ¿qué hay en el gesto de irse de un lugar que te expulsa? ¿Debía acaso esa mujer quedarse a soportar el filo de los rumores? ¿Debía ponerse la falda y pasear del brazo de algún muchacho? ¿Hay otros caminos entre la martirización y el enjuiciamiento taxativo sobre una supuesta renuncia?

Marta Brunet, lejos de construir a una mujer que encarna una rebeldía estéril o un sujeto pasivo, lejos también de la construcción de un personaje ejemplarizante en su rebeldía, y muy pero muy lejos de una escritura pedagógica o militante, le ofrece un destino abierto a su protagonista. Le permite irse. Es más: le permite tomar, ella sola, por sí sola y para sí, la decisión de partir. De no ser una mártir ni volverse ella una voz de ese coro. María López “prefiere no hacerlo”, no quedarse, no ceder, no ponerse el vestido, no tener un marido, y no seguir escuchando esos gritos que la humillan. Se niega rotunda y firmemente a ser definida por esos gritos. “Me iré”, dice. “María Nadie también tendrá ante sí una puerta abierta. Será de nuevo María López. Una puerta abierta ante mí.” Pero a la vez, y esto habla de la lúcida ambigüedad de Marta Brunet, la autora la condena. A irse para siempre, a irse sin nunca llegar, nunca habitar, nunca arraigarse, porque María Nadie no pertenece ni pertenecerá a ningún pueblo. Con su escritura honda y afilada, incólume al paso del tiempo, Marta Brunet no esquiva la fisura entre el coro y el silencio, y nos deja un libro poroso, feroz y siempre abierto a que leamos en él un tiempo opaco del que no hemos salido todavía.

ALIA TRABUCCO ZERÁN

 

 

 

Nota del Editor: Las notas al pie que aparecen en esta edición de María Nadie pertenecen a la edición crítica de Natalia Cisternas publicada por la Universidad Alberto Hurtado.

MARÍA NADIE*

 

 

 

…nadar sabe mi llama la agua fría…QUEVEDO

EL PUEBLO

1

El camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa siguiendo el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en lo profundo del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que el camino subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda, perfumada, rumorosa e íntima. Porque a esa hora, inminente la noche, los arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles; pero hacia abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos seres cobraba un sostenido tono menor, de llamados, de arrullos, de admoniciones, de despedidas, todo como mullendo el silencio para hacerlo más silencio aún.

Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las tardas carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie grisazulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo que a veces producía la hondonada.

El camino nacía de los aledaños del pueblo, y era una invitación que a ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a caza de aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales salvajes, a adormilarse en la lenta caza de lagartijas; de trepar alto en procura de nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes,1 maqui,2 moras o murtillas.3

Por el camino, a la vista ya del pueblo, bajaba, rápido y sigiloso, un chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín, y las pecas diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban el tono de la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un hermoso cuerpo de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros conquistaba por la belleza expresiva del rostro.

La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su vez subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba la respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro a la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios, los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de maderas pintadas de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría. Sí, pueblo como de juguete para gentes felices.