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Él encontró algo mucho más dulce que la venganza. Carla Nardozzi, campeona de patinaje artístico, había perdido la virginidad con el aristócrata Javier Santino. Afectada por una tragedia familiar, se entregó a una apasionada noche de amor. Pero, a la mañana siguiente, se asustó y huyó a toda prisa. Tres años después, las circunstancias la obligaron a pedirle ayuda. Javier, que no había olvidado lo sucedido, aprovechó la ocasión para vengarse de ella: si quería salvar su casa y su estilo de vida, tendría que convertirse en su amante.
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Seitenzahl: 173
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Maya Blake
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más dulce que la venganza, n.º 2495 - septiembre 2016
Título original: Signed Over to Santino
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8766-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
CARLA Nardozzi aceptó la mano que el conductor del lujoso vehículo le había ofrecido. El trayecto desde el hotel del Upper East Side hasta el centro de Nueva York había sido tan frío como la temperatura del aire acondicionado, y la tensión del hombre que estaba a su derecha no había contribuido a mejorar las cosas: Olivio Nardozzi, su padre.
Si hubiera sido capaz, habría sonreído al amable chófer; pero los acontecimientos de la última semana la habían dejado en un estado de conmoción que le impedía pensar. Y aún faltaba lo más duro de todo.
Ajena a las luces y los sonidos de la ciudad, Carla alzó la cabeza y contempló el rascacielos donde se encontraba la sede de J. Santino Inc. Arriba, en el piso sesenta y seis, le esperaba un hombre al que no deseaba volver a ver.
Por desgracia, no tenía elección. Su padre y sus consejeros la habían presionado hasta conseguir que se reuniera con él. Le habían repetido constantemente que era una gran oportunidad, algo único en la vida, y que solo un loco la habría rechazado. Hasta el solemne y práctico Draco Angelis, su agente y amigo, se había sumado al bombardeo. Pero Draco desconocía los motivos que la llevaban a resistirse.
Carla no quería tener ninguna relación con el dueño de aquella empresa, una de las más importantes del mundo en el mercado de bienes de lujo. Y se habría negado hasta el final si las circunstancias no hubieran dado un giro en contra suya.
Resignada, se armó de valor para ver al hombre al que había rehuido durante tanto tiempo. El hombre con el que había perdido la virginidad. El hombre que le había regalado la noche más apasionada e intensa de su vida. El hombre que, a la mañana siguiente, había rechazado sus torpes palabras de amor con la precisión de un cirujano.
–Vamos, Carla… Por mucho que mires el edificio, ese acuerdo no se va a firmar solo –dijo su padre.
Carla sintió un escalofrío que no guardaba ninguna relación con la temperatura de aquella mañana de marzo. Estaba triste, enfadada y, sobre todo, decepcionada. Olivio Nardozzi tenía una forma verdaderamente extraña de demostrarle su afecto; una forma que no encajaba bien con el concepto de paternidad.
–No estaríamos aquí si tú no hubieras perdido…
–No empieces otra vez, Carla –la interrumpió–. Lo hemos hablado mil veces, y no quiero repetirlo en público. Tienes una imagen que mantener. Una imagen por la que tú y yo hemos trabajado mucho. En menos de una hora, nuestros problemas económicos serán cosa del pasado. Tenemos que mirar hacia delante.
Carla se preguntó cómo podía mirar hacia delante cuando estaba a punto de meterse en la guarida del león. Un león cuyo rugido le asustaba bastante más que el silencio que había guardado durante tres años.
Pero no podía hacer nada, así que respiró hondo y, tras pasar por la puerta giratoria del edificio, entró con su padre en el ascensor.
La sede de J. Santino Inc no era como se la había imaginado. Desde luego, tenía el ambiente frenético de cualquier empresa grande, pero se quedó asombrada cuando salieron del ascensor y entraron en un vestíbulo lleno de plantas, con paredes de un color cálido, sofás de aspecto cómodo y obras de arte latinoamericanas que, además de parecerle exquisitas, le recordaron el lado más pasional de Javier: su lado hispano.
Al cabo de unos segundos, se les acercó una mujer impresionante. Era la recepcionista, quien los saludó y los acompañó a una enorme sala de reuniones.
–El señor Santino estará con ustedes enseguida –dijo.
La aparición de Carla y Olivio causó un pequeño revuelo entre los miembros del equipo jurídico de Javier, que ya habían llegado. Sin embargo, Carla no les prestó mayor atención de la que había prestado a los suntuosos sillones, la gigantesca mesa de madera de roble y las preciosas vistas de Manhattan. Estaba demasiado preocupada ante la perspectiva de reunirse con Javier, así que se limitó a guardar silencio.
¿Cómo la mirarían sus ojos de color miel? ¿Seguirían llenos de ira, como la última vez? No tenía motivos para creer que su actitud hubiera cambiado; pero, si aún la odiaba, ¿por qué le había ofrecido aquel acuerdo? ¿Solo porque era una estrella del patinaje artístico? Ella no era la única deportista famosa del país. Podría haber buscado a otra. De hecho, había docenas de personas que podrían haber representado los intereses publicitarios de su empresa.
Por si eso no fuera bastante sospechoso, Javier había dejado las negociaciones previas en manos de sus abogados y ejecutivos. Era obvio que no la quería ver. Tan obvio que Carla tenía la sensación de haber caído en una especie de trampa.
Pero quizá estuviera exagerando. Conociendo a Javier, cabía la posibilidad de que la hubiera olvidado y de que aquel acuerdo fuera exactamente lo que parecía, un simple y puro negocio. A fin de cuentas, ella no había sido ni la primera ni la última mujer que había compartido su lecho. Javier se guiaba por dos normas que aplicaba a rajatabla: trabajar duro y divertirse mucho. Y, según la prensa amarilla, se estaba divirtiendo a lo grande.
¿Se habría equivocado al pensar que había surgido algo entre ellos? ¿Se habría engañado a sí misma al creer que su extraña noche de amor lo había cambiado todo?
–¿Se va a quedar de pie, señorita Nardozzi?
La voz de Javier Santino la sacó de sus pensamientos y la dejó momentáneamente sin aire. Estaba al otro lado de la mesa, tan formidable, masculino y sexy como lo recordaba. Llevaba camisa blanca, corbata azul y un traje de color gris oscuro que enfatizaba la anchura de sus hombros.
Carla clavó la vista en sus esculpidos pómulos y en sus sensuales labios, que siempre tenían un tono más rojizo de lo normal. Era como si los hubieran besado tanto que, al final, se hubiesen quedado así.
–Muy bien, si prefiere quedarse de pie… –continuó Javier, mirándola con sorna–. ¿Le apetece tomar algo?
Carla tuvo que hacer un esfuerzo para contestar.
–No, gracias.
–Entonces, será mejor que empecemos.
Él le ofreció una silla que estaba a su derecha, y ella no tuvo más remedio que aceptarla. El corazón le latía tan fuerte que casi se podía oír, pero su nerviosismo no estaba justificado. Ironías aparte, la actitud de Javier era absolutamente impersonal, típica de un hombre de negocios. No la miraba con ira. No la miraba con deseo. Nadie se habría podido imaginar que habían sido amantes.
–Tengo entendido que nuestros abogados se han puesto de acuerdo, y que está dispuesta a aceptar los términos que estipula el contrato.
Carla miró brevemente a su padre, que mantenía un silencio tenso y orgulloso. Ardía en deseos de abalanzarse sobre él y exigirle una explicación. Se había jugado todo su dinero, todo lo que había ahorrado con su trabajo. Se lo había jugado y lo había perdido, llevándola al borde de la bancarrota.
–Sí, así es. Estoy dispuesta a firmar.
–Sé que los pagos serán trimestrales –intervino Olivio–, pero ¿no es posible que se pague por adelantado, de una sola vez?
–No –dijo Javier, mirándolo a los ojos–. Y espero sinceramente que no hayan venido a esta reunión con intención de romper los términos del acuerdo a última hora.
–En absoluto –dijo ella–. A mí me parecen bien.
–Pero… –empezó a decir su padre.
–He dicho que me parecen bien –insistió Carla.
Javier la miró con dureza.
–¿Es consciente de que, debido al retraso en la firma del acuerdo, no habrá periodo de reflexión? El contrato entrará en vigor en cuanto lo firme.
Carla respiró hondo e intentó mantener el aplomo.
–Sí, soy perfectamente consciente. Pero no entiendo por qué se empeña en recordármelo. Mis abogados me lo han explicado con todo lujo de detalles, y estoy decidida a firmar –contestó–. Solo necesito una cosa: un bolígrafo.
Si Carla hubiera pronunciado esas palabras para provocar algún tipo de reacción, se habría sentido profundamente decepcionada. Él la miró con una falta de interés que rozaba la crueldad y, acto seguido, hizo un gesto a sus colaboradores.
Al cabo de unos segundos, le dieron los documentos en cuestión y un bolígrafo de diseño, con el que empezó a firmar en las páginas que le indicaron.
La suerte estaba echada. A partir de ese momento, pasaba a trabajar en exclusividad para J. Santino Inc. Sería la imagen pública de sus elegantes productos, y tendría que participar en campañas publicitarias y actos sociales cada vez que se lo pidieran.
Carla intentó animarse con la idea de que en esos momentos podría negociar con el banco y salvar la casa de su familia, que estaba en la Toscana. No podía decir que hubiera sido un verdadero hogar para ella, pero era el único que les quedaba. Ya habían perdido el piso de Nueva York y el chalet de Suiza.
Cuando terminó de firmar, dejó el bolígrafo en la mesa y se levantó.
–Gracias por su tiempo, señor Santino. Ahora, si nos disculpa…
–Aún no se puede ir, señorita Nardozzi.
Javier también se levantó.
–¿Por qué? ¿Es que queda algo por discutir?
Él sonrió y dijo:
–Sí, algo de carácter confidencial. Acompáñeme a mi despacho, por favor.
Carla no se movió. Le aterraba la perspectiva de estar a solas con él. Tenía miedo de perder el aplomo que, hasta entonces, había mantenido con grandes dificultades.
–Vamos, señorita Nardozzi –insistió Javier, tajante.
Ella tragó saliva y lo siguió a regañadientes. ¿Qué podía hacer? Al firmar el contrato, se había convertido en empleada de su empresa, y no se podía negar a una petición que, en principio, era perfectamente razonable.
Javier la invitó a entrar y cerró la puerta. Su despacho no se parecía en nada a los demás; todo en él, desde la enorme mesa de trabajo hasta los sillones negros, pasando por el equipo de música y televisión, era absoluta e indiscutiblemente masculino.
Carla se volvió a sentir insegura. Sabía que, si Javier intentaba seducirla, no sería capaz de resistirse. Pero no tenía motivos para desconfiar de sus intenciones. Desde que había llegado, la había tratado con frialdad y distanciamiento, como si no tuviera más interés en ella que el puramente económico.
¿Quién se iba a imaginar que la actitud de Javier cambiaría de repente? ¿Quién se iba a imaginar que, un segundo después de entrar en su despacho, se giraría hacia ella y la miraría a los ojos con el mismo calor de los viejos tiempos?
–Por fin estamos a solas –dijo él.
A Carla se le hizo un nudo en la garganta.
–¿Por fin? ¿Qué significa eso?
Javier se acercó un poco más, aumentando el efecto de su imponente presencia.
–Significa que ardía en deseos de volverte a ver. No sabes cuántas veces he estado a punto de tirar la toalla –contestó–. Pero, como bien dicen, la venganza es un plato que se sirve frío.
Carla se quedó helada.
–¿La venganza?
–En efecto. Menos mal que soy un hombre paciente. Estaba seguro de que, más tarde o más temprano, la avaricia de tu padre y tus propias circunstancias te forzarían a aceptar este acuerdo –contestó.
–Dios mío –dijo ella, horrorizada.
Javier le dedicó una sonrisa increíblemente maliciosa, que la llevó a clavar la vista en sus sensuales labios.
–Sí, Dios mío –ironizó él–. Llevo tres años esperando el momento en que volvieras a pronunciar esa expresión.
Carla se sintió como si estuviera fuera de la realidad, como si sus palabras la hubieran expulsado del mundo y la hubiesen dejado en una especie de animación suspendida. Oía la voz de Javier, pero muy lejos y mucho más baja que la voz de su propio pánico.
Le había tendido una trampa. Había buscado el cebo perfecto, y ella había picado sin darse cuenta de lo que pasaba, repitiendo el mismo error que había cometido con su padre. Por lo visto, estaba condenada a ser la víctima propiciatoria de los demás.
–¿Creías que me había olvidado de lo que pasó? –continuó Javier–. Pues te equivocas, Carla. ¿O prefieres que te llame como los periodistas? La Princesa de Hielo. Una descripción interesante, y hasta acorde a tu forma de vestir.
Ella bajó la cabeza y miró el conjunto que se había puesto: zapatos de tacón de aguja, falda de tubo, camisa blanca y una chaqueta de diseño cuyas mangas estaban abiertas hasta los codos, de tal manera que, cuando alzaba los brazos, la tela caía en vertical. Era una indumentaria perfectamente adecuada para una mujer de su profesión, que estaba en la cresta de la ola. Y también le había parecido adecuada para reunirse con Javier.
Pero había cambiado de opinión. Si aquella mañana hubiera sabido lo que iba a pasar, habría hecho caso omiso de los consejos de su estilista y se habría vestido de blanco. Del color de la inocencia. Del color de los corderos para el sacrificio.
Estaba tan desesperada e histérica que rompió a reír sin poderlo evitar. Y a Javier no le hizo ninguna gracia.
–¡Carla! –protestó.
Ella dejó de reírse al instante.
–Vaya, ¿vuelvo a ser Carla? Pensaba que, en lo tocante a ti, me había convertido en la señorita Nardozzi –dijo con sorna.
–¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó él, sorprendido.
–¿Y a ti qué te importa?
–Nada. No me importa nada –contestó–. Pero preferiría mantener una conversación con una mujer que parezca en sus cabales.
Carla sufrió otro ataque de risa.
–¿A qué viene esto? –insistió él.
–Ah… deberías verte la cara, Javier –dijo ella, sacudiendo la cabeza–. No te ha salido como te imaginabas, ¿verdad? Creías que me pondría a temblar como una tonta cuando me dijeras que me has tendido una trampa para vengarte de mí. Pues bien, no voy a…
Súbitamente, Javier avanzó hacia ella y la atrapó contra la pared.
–¿Qué estás haciendo? –continuó Carla.
Se miraron en silencio durante un par de segundos. Luego, él inclinó la cabeza y asaltó su boca de un modo tan apasionado y dominante que ella se olvidó de todo lo demás. Fue como si las sensaciones que había expulsado de su vida tras alejarse de Javier volvieran de golpe y se concentraran en la potente conexión de sus labios. Y no podía hacer nada salvo dejarse llevar y dejarle hacer.
Poco a poco, su propia excitación se fue imponiendo al resto de las consideraciones. Javier le mordió el labio inferior y, tras separarle las piernas, apretó su erección contra ella. Carla no se había sentido tan viva en mucho tiempo. Era una sensación maravillosa.
–¿Ya he conseguido tu atención? –preguntó él.
Carla lo miró con debilidad.
–¿Qué…? ¿Qué vas a hacer conmigo?
Javier le dedicó una sonrisa cruel y, a continuación, frotó su nariz contra la de ella en un gesto que no fue precisamente afectuoso.
–No pretenderás que te lo diga ahora… Perdería la gracia, principessa –respondió–. Pero te adelanto que, cuando haya terminado contigo, te arrepentirás de haberme usado y tirado hace tres años, como si fuera un objeto. Cuando termine contigo, Carla Nardozzi, te arrodillarás ante mí y me pedirás perdón.
Un mes después
–Señor, creo que debería encender el televisor.
–¿Para qué?
Javier Santino lo preguntó sin apartar la vista de los papeles que llenaban su mesa. Eran gráficos y fotografías de su nueva línea de tequilas, que estaban a punto de lanzar. Los publicistas habían hecho un trabajo excelente, y él estaba encantado.
Sin embargo, su secretaria estaba decidida a salirse con la suya. Cruzó el despacho y alcanzó el mando del televisor, arrancando un suspiro de impaciencia a su jefe. Era una mujer implacablemente eficiente; pero, de vez en cuando, se comportaba con un descaro que le sacaba de quicio.
–Quizá recuerde lo que le pidió al departamento de relaciones públicas. Les dijo que lo avisaran si alguno de nuestros clientes aparecía en las noticias.
–Sí, claro que me acuerdo.
–Pues acaban de llamar –dijo ella, encendiendo por fin el televisor–. Al parecer, Carla Nardozzi está en todos los canales.
Javier se quedó helado.
En sus treinta y tres años de vida, solo se había cruzado con dos personas que fueran capaces de dejarlo sin palabras: su padre, omnipresente durante sus tres primeras décadas, y Carla Nardozzi, a quien precisamente había conocido el día después de cumplir los treinta. Pero no entendía por qué le afectaba tanto aquella mujer.
Por mucho que le gustara, Carla carecía de importancia en términos absolutos. No era nadie. No era más que una espina clavada en su memoria; una molestia menor, de la que normalmente se habría librado sin pestañear. Y, sin embargo, había sido incapaz de olvidarla.
–Gracias por decírmelo, Shannon. Ya te puedes ir.
Su secretaria asintió y salió del despacho. Entonces, él subió el volumen del televisor y escuchó a la reportera que estaba hablando en ese momento. Para su sorpresa, se encontraba delante de un conocido hospital de Roma.
–«Por lo que hemos podido saber, la situación de la señorita Nardozzi es estable, aunque dentro de la gravedad. Los médicos la han sacado del coma inducido, y parece que reacciona bien al tratamiento. Como saben, Carla Nardozzi sufrió un accidente mientras estaba entrenando en la propiedad familiar de la Toscana. Según informaciones sin confirmar, la policía ha interrogado a su entrenador, Tyson Blackwell, sobre la caída que…»
–¡Shannon! –exclamó Javier.
Su secretaria apareció al instante.
–¿Sí, señor?
–Habla con mi piloto y dile que prepare el avión. Tengo que ir inmediatamente a Roma.
–Por supuesto.
Shannon no había cerrado aún la puerta cuando Javier se puso a hablar con Draco Angelis, a quien llamó por teléfono. Se sabía su número de memoria, aunque la relación que mantenían últimamente era más profesional que afectuosa.
–Supongo que has visto las noticias –dijo Draco.
–¿Cuándo ha sido? ¿Cómo es posible que nadie me informara? –quiso saber Javier.
–Tranquilízate, amigo. No te había llamado todavía porque estaba muy ocupado.
–¿Que me tranquilice? –exclamó Javier, indignado–. ¡Se supone que hay gente que se encarga de estas cosas! Si tú no me podías llamar, que me hubiera llamado otro. Sabes perfectamente que quiero saber todo lo que le pase a Carla Nardozzi.
–Sí, tienes razón, pero te aseguro que estaba a punto de llamarte –se excusó–. Te has adelantado por muy poco.
–Por el bien de nuestra relación, espero que estés diciendo la verdad.
Draco suspiró.
–¿A qué viene eso, Santino? Discúlpame, pero tu reacción me parece excesiva. ¿Hay algo que yo necesite saber?
Javier tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
–¿Al margen del hecho de que he invertido varios millones de dólares en tu cliente y de que estoy a punto de invertir muchos más? –replicó–. ¿No crees que tenía derecho a saber que había sufrido un accidente? Me he tenido que enterar por los medios de comunicación…
–Está bien. Asumo el error –dijo Draco.
–¿Cuándo ha sido? –insistió Javier.
–¿El accidente? Fue ayer.
–¿Y el coma inducido?
–Anoche, aunque no es tan grave como parece. Se lo indujeron porque no estaban seguros de que no hubiera sufrido daños cerebrales –contestó Draco–. Ya está consciente, y los médicos dicen que se pondrá bien.
Javier se sintió inmensamente aliviado.
–Estaré en Roma dentro de poco, pero te agradecería que me mantuvieras informado sobre su evolución.
–¿Vienes a Roma? –preguntó Draco, sorprendido.
–Por supuesto que voy. He invertido demasiado dinero en esa mujer, y quiero asegurarme de que se recupera –dijo–. Te veré dentro de siete horas.
–Muy bien. Hasta entonces.
Javier cortó la comunicación, alcanzó su maletín y salió del despacho.