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Más valioso que el dinero Estaba claro que aquello era cosa del destino... Joe Delachamp estaba sin habla: Louisa Clancy era la última persona que esperaba ver al entrar a aquella pastelería. Estaba tan guapa como la recordaba, pero al ver al pequeño de ojos verdes que había a su lado, el médico de urgencias se dio cuenta de que Louisa había estado guardando algunos secretos durante los últimos ocho años. Ahora tenía que buscar la manera de ganarse la confianza del hijo que no sabía que tenía... y el corazón de la mujer a la que jamás había dejado de amar. El mejor jefe Esposa y matrimonio eran dos palabras que no figuraban en su vocabulario. Cuando Libby Dumont reapareció en la vida de Neil O'Rourke, supo que debía mantenerse alejado de ella. Hacía ya diez años de aquel increíble beso, el mismo beso que había asustado tanto a la recatada Libby y había hecho que Neil se diera cuenta de que aquella mujer quería mucho más de lo que él podía darle. Libby Dumont no podía creer que Neil O'Rourke fuera de verdad su nuevo jefe. Aunque estaba más guapo que nunca, era obvio que estaba completamente fuera de su alcance. Pero entonces se vieron obligados a trabajar juntos en un proyecto... Huyendo del hombre perfecto Christina sabía que no había ningún caballero andante esperando para salvarla. La única manera de conseguir la libertad era luchando por ella, por eso, cuando aquel guapísimo desconocido se ofreció a ayudarla, Christina desconfió de él. Su desconfianza aumentó cuando empezó a trabajar para una princesa y volvió a aparecer el misterioso Luc Henri. Pero Christina no se dejó engañar por su encanto y sus atenciones, era imposible que ella fuera lo que él andaba buscando. Christina no creía en el amor ni en el hombre perfecto, pero por mucho empeño que pusiera en alejarlo de su lado, lo cierto era que no podía quitárselo de la cabeza.
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Seitenzahl: 541
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 585 - mayo 2025
© 2003 Holly Fuhrmann
Más valioso que el dinero
Título original: Dad Today, Groom Tomorrow
© 2004 Julianna Morris
El mejor jefe
Título original: The Bachelor Boss
© 1996 Sophie Weston
Huyendo del hombre perfecto
Título original: Avoiding Mr Right
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-570-4
Créditos
Índice
Más valioso que el dinero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Epílogo
El mejor jefe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Huyendo del hombre perfecto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
AARON Joseph, ni se te ocurra comerte eso –exclamó Louisa Clancy, aunque su sonrisa apagó el tono amenazador de sus palabras–. ¿Qué te he dicho de robar bombones? Estás comiéndote mis existencias.
–Oh, mamá –dijo el niño, con la exasperación de un crío de siete años al que hubieran pillado con las manos en la masa.
–Lo digo en serio –continuó Lou, resistiendo la tentación de agitar un dedo ante el rostro de su hijo–. Voy a cerrar la tienda dentro de quince minutos, y después iremos a casa a cenar. Los dos sabemos que si has estado comiendo chocolate, no cenarás.
–Pero sólo era para probarlo –dijo Aaron, justificando su travesura–. Es tu nuevo chocolate. ¿Y si es horrible? Todos tus clientes irían a otra tienda. Nos quedaríamos sin dinero y no podrías comprarme un videojuego nuevo.
–Ah, ¿así que robas chocolate para ayudarme? –preguntó ella.
Aaron asintió con tanta fuerza que Lou se preguntó cómo mantenía la cabeza sobre los hombros. Le revolvió el pelo, preguntándose cuándo había crecido tanto. Cada vez que lo miraba, tenía la impresión de que era un centímetro más alto.
–Bueno, gracias por pensar en mi negocio. Tendré en cuenta tu consideración, aunque sospecho que te preocupa más no poder comprar videojuegos que el que acabemos en la calle.
Suspirando por la injusticia de tener siete años, o quizá porque su intento de hurto hubiera fallado, Aaron fue hacia la trastienda.
Louisa miró a su alrededor, comprobando que todo estaba listo para cerrar Chocolate Bar, su tienda, situada en Perry Square.
«Su tienda». Las palabras sonaban tan dulces como el chocolate que vendía. Hacía menos de un año que era suya, pero ya daba beneficios, y se sentía allí como en casa.
La campanilla que había sobre la puerta repiqueteó alegremente cuando Louisa ponía un sobre detrás de un montón de tarjetas de cumpleaños.
Echó un vistazo al reloj. Faltaban cinco minutos para cerrar, atendería al último cliente del día. Se dio la vuelta y esbozó una profesional sonrisa de bienvenida.
–Hola. Bienvenido a Chocolate Bar.
Alzó la cabeza. Su sonrisa se borró lentamente al mirar los escrutadores ojos verdes que hacía casi ocho años que no veía.
–Joe –musitó, mirando fijamente al hombre al que no deseaba volver a ver en su vida. A su pesar, se le aceleró el corazón.
–Hola, Lou. Qué sorpresa encontrarte aquí.
Joseph Delacamp se habría abofeteado a sí mismo.
«Qué sorpresa encontrarte aquí» no era un saludo muy apropiado. Miró fijamente a Louisa Clancy. No había cambiado en los últimos ocho años. Al menos, no demasiado.
Seguía llevando largo el pelo castaño rojizo. Ese día estaba recogido en una cola de caballo, que le daba aspecto de tener dieciocho años, en vez de los veintisiete que tenía en realidad. Sus ojos azules lo evitaban.
Nunca había imaginado que la situación pudiera ser tan violenta. Pero tampoco había pensado nunca que se encontraría con Louisa en una tienda de golosinas. Durante años, se había imaginado verla en su ciudad natal, Lyonsville, en Georgia, pero nunca había ocurrido. Finalmente, decidió que ella nunca regresaría, pero eso no le había impedido seguir pensando en ella.
Y estaba allí delante.
–¿Cómo estás? –preguntó, aunque en realidad lo que deseaba era preguntar «¿Cómo pudiste hacerlo?»
–Bien. Bien. ¿Y tú?
–Bien.
Demasiada cortesía. Después de todo lo que habían compartido, la comunicación se limitaba a saludos banales sin ningún interés. El silencio era como una losa pesada y dolorosa.
–¿Qué te trae a Erie? –preguntó Louisa al fin, para romper el silencio.
–He aceptado un trabajo en Urgencias, en el hospital. Era una oferta fantástica. Además, tiene la ventaja de que al salir, se ve la bahía.
Deseó preguntarle si se acordaba de todas las veces que habían hablado del lago Erie, de vivir en una de sus orillas, de comprar un velero y salir todas las tardes a contemplar la puesta de sol.
Quiso preguntar, pero no lo hizo. Había pasado demasiado tiempo, los sueños de su adolescencia habían quedado atrás.
–Entonces, lo conseguiste. Eres médico –dijo ella–. No me sorprende. Siempre supe que podrías hacerlo, pero dudaba de que tus padres te lo permitieran. Y trabajas en la sala de urgencias. Sé que tu padre quería algo que estuviera más en consonancia con la imagen familiar. Que fueras cirujano, o alguna otra especialidad de renombre.
–No dejé que mi padre controlara mi vida cuando iba al instituto, y eso no ha cambiado –su tono expresó una acusación velada de que era lo único que no había cambiado.
Louisa podía tener el mismo aspecto que la chica a la que había conocido años antes, pero ya entonces no era como él había creído, y estaba seguro de que ahora se parecía aún menos al primer amor de lo que había imaginado.
–¿Y tú? –preguntó–. ¿Estudiaste márketing o publicidad, como habías planeado?
–No. Las cosas… –calló de repente.
Joe se preguntó qué había estado a punto de decir.
–Bueno –siguió ella–, mis planes cambiaron. Vine a trabajar a Erie. Abrí Chocolate Bar el año pasado. Es mía. Al menos,lo es con la ayuda del banco.
–Cuando vine aquí, no imaginé que te encontraría. Después de… –él se obligó a tragarse cualquier recriminación–. Nunca se me ocurrió que te hubieras trasladado aquí. De hecho, es el último sitio en el que habría pensado encontrarte.
–Te equivocaste –afirmó ella, encogiendo levemente los hombros.
–¿Por qué buscaste trabajo en Erie?
Erie, Pennsylvania. Cuando iban juntos al instituto, en Lyonsville, habían jurado que se marcharían de allí. Querían trasladarse a un lugar en el que nadie supiera quiénes eran los Clancy o los Delacamp. Querían ir a un sitio en el que pudieran ser anónimos, donde nadie conociera la historia de al menos tres generaciones de su familia.
Anhelaban la oportunidad de ser simplemente Joe y Louisa.
Joe recordó el día en que, de broma, tiraron un dardo al mapa. Había caído en el lago Erie, justo al lado de la orilla.
–Cuando me gradúe me iré a vivir a Erie –había dicho Louisa, riendo.
Después de tantos años, él aún recordaba el sonido de esa risa.
A pesar de todas las penalidades de su vida, el padre de Louisa había sido el borracho del pueblo antes de morir, y las dejó a ella y a su madre en la ruina, Lou se reía mucho. Era un sonido quedo y jubiloso que, unido al brillo que iluminaba sus ojos azules, siempre había hecho que le diera un vuelco el corazón.
En sus ojos ya no había risa, sólo recelo.
–La verdad es que siempre pensé que viviría aquí. Pasé muchos años soñando con uno de los grandes lagos, con un lugar en el que pudiera ser yo misma, no «la hija de Clancy», ya sabes que lo decían con una mezcla de desprecio y lástima en la voz. Quería dejar todo eso atrás.
Al dejar eso atrás, también lo había dejado atrás a él. Joe no lo había entendido entonces, ni lo entendía en ese momento, pero era demasiado orgulloso para preguntar por qué lo había hecho. Por qué lo había abandonado, cuando él la hubiera seguido hasta el fin del mundo.
–Conduje hasta aquí por capricho. Fui al muelle, que entones no era tan turístico como ahora. Me bajé del coche, vi la península al otro lado de la bahía y supe que éste sería mi hogar, como siempre había soñado.
–Así me sentí yo también –replicó él–. Trabajaba en el hospital de Lyonsville, pero quería hacer algo diferente. Un amigo me dijo que conocía a un empleado de un hospital donde se necesitaba un médico de urgencias. Cuando me interesé y me dijeron que era en Erie, supe que era el trabajo para mí, y aquí estoy.
–Bienvenido a Erie –echó una ojeada a la puerta de la trastienda y después a su reloj–. Me ha encantado hablar contigo, pero me temo que es hora de cerrar.
–Vine a comprar algo para las enfermeras y ayudantes del urgencias. Todo el mundo me ha ayudado mucho para establecerme, y quería agradecérselo.
–Muy bien, pero tendrá que ser rápido. ¿Qué idea tenías? –preguntó ella, echando un vistazo a sus espaldas.
Joe miró también, pero no vio más que una puerta rodeada de estantes, llenos de chucherías y baratijas.
–¿Tienes alguna sugerencia?
–¿Qué te parecen unos bombones variados? Así todos encontrarán alguno que les guste.
–Muy bien. Dame… ¿qué te parecen dos kilos?
–Bueno, eso garantizaría que hubiese para todos y en cantidad.
–Perfecto. Dos kilos.
Observó a Louisa agacharse tras la vitrina de cristal y seleccionar puñados de bombones de varios montones, hasta llenar una caja enorme.
Dos kilos de bombones eran una barbaridad. No sólo podría invitar a los empleados, sino también a todos los pacientes.
–Entonces, ¿la tienda es sólo tuya? –preguntó, para rellenar el silencio.
–Como dije antes, es mía y del banco. Compré todo el equipamiento de mi antiguo jefe cuando él decidió retirarse.
Sonrió al mencionar a su jefe y Joe sintió una oleada de calor. Se preguntó a qué se debía. No podían ser celos; hacía casi una década que Louisa y él no se veían. No tenían ningún derecho el uno sobre el otro. No había motivo para sentirse celoso.
–El contrato de arrendamiento de su local había finalizado –siguió ella–, así que me mudé aquí. Perry Square es un sitio perfecto. Hay muchos comercios y el turismo ha aumentado tanto que Chocolate Bar ha ido muy bien este primer año.
–Me alegro por ti –hizo una pausa, buscando algo más que decir–. ¿Vas de visita a casa alguna vez?
–No. Como mi madre murió seis meses después de que me fuera…, ya no hubo nada que me hiciera volver.
–Me enteré de lo de tu madre. Lo sentí mucho.
–Yo también. Le hubiera encantado… –Louisa dejó de hablar, lo miró fijamente y movió levemente la cabeza– …verme triunfar. Siempre dijo que podría hacer cualquier cosa que me propusiera.
–Era una mujer fantástica.
–Aquí tienes –dijo Louisa, poniendo la caja sobre el mostrador.
–¿Cuánto es?
–Nada. Regalo de la casa.
–No puedo llevármela sin pagar –se metió la mano en el bolsillo, sacó un billete y lo puso en el mostrador.
Louisa parecía a punto de discutir pero, en vez de eso, de repente dirigió la mirada justo detrás de Joseph.
–Eh, mamá, he acabado los deberes. ¿Puedo llevarme un pastel a casa para después?
Joe se volvió y se encontró cara a cara con un niño… un niño que tenía su pelo negro y sus ojos verdes.
–Aaron, sabes que no debes interrumpir cuando tengo clientes. Vuelve a la trastienda, iré a buscarte cuando acabe.
–Buf, sólo quería un pastel –farfulló el niño, dejando la habitación.
Joe se quedó inmóvil, incapaz de hablar, mientras intentaba procesar lo que acababa de ver. A quiénacababa de ver.
–¿Louisa? –dijo, volviéndose lentamente y enfrentándose a ella.
No hizo falta que contestara a la pregunta que no había llegado a formular. La respuesta estaba clara en su rostro. Culpabilidad.
–¿Por qué? –preguntó él. Quería saber por qué le había ocultado que tenía un hijo, ¡él tenía un hijo! Calculó rápidamente que debía tener unos siete años–. ¿Por qué? –repitió.
–No esperaba que te enterases nunca –musitó Louisa, blanca como una sábana.
–Eso es obvio –dijo él. No ocultó la amargura de su voz, no quiso hacerlo.
Aunque lo había abandonado sin darle una explicación, Joe habría jurado que Louisa no era capaz de hacer algo tan despreciable.
–Lo siento –murmuró ella–. Sé que no querías tener hijos…
–Tú no sabes nada.
–Sé lo suficiente. Y lamento que haya ocurrido esto. Siento que hayamos conmocionado tu bonito y ordenado mundo. Te aseguro que no era mi intención. Nunca quisiste tener hijos, lo dejaste muy claro. No planeé lo de Aaron, pero no me arrepiento. Es lo mejor que me ha sucedido en la vida. Simplemente, márchate y olvida que me has visto, que lo has visto a él. Vuelve a la vida que tus padres planificaron y organizaron para ti.
Cuando, adolescentes, hablaban sobre el futuro, él siempre había dicho que no tendrían niños. Al pensar en los padres de Louisa y en los suyos, y en su desastrosa forma de educar a sus hijos, había decidido que no se arriesgaría a seguir sus pasos.
Entonces había sido muy joven y lo único que había deseado era a la mujer que tenía ante él. Había creído que ella lo conocía de arriba abajo, pero si había pensado que la rechazaría porque estaba embarazada, lo cierto era que no lo conocía en absoluto.
Pero la obligaría a hacerlo.
Joe necesitaba pensar. Necesitaba encontrar la manera de volver a respirar. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y no quedara oxígeno en la habitación.
Se dio la vuelta para marcharse. No para escapar, sino para asentar los pies en el suelo antes de decidir lo que haría en el futuro. Pero antes decidió hacer una pregunta más.
–¿Cómo se llama?
Durante un momento, creyó que Louisa no iba a responder, pero lo hizo tras soltar un suspiro.
–Aaron. Aaron Joseph Clancy.
Comprender que ni siquiera le había dado al niño su apellido incrementó su dolor. Se dio la vuelta y caminó, olvidando los bombones.
–Joe –llamó ella–. ¿Qué vas a hacer?
–Te lo haré saber cuando lo haya decidido.
Pero decidirse era mucho más difícil de lo que Joe había imaginado. Horas después, seguía sin tener ni idea. Su mente no podía centrarse más que en el hecho de que tenía un hijo.
Aaron. Se llamaba Aaron.
Se había perdido los primeros años de la vida del chico… de la vida de Aaron. Cada vez que pensaba en el nombre de su hijo lo invadía una sensación de asombro y maravilla.
Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró en el muelle.
–Aaron Joseph –dijo en voz alta. No dijo Clancy; el niño debería apellidarse Delacamp.
Louisa le había puesto Joseph como segundo nombre, pero eso era lo único que Aaron tenía de él. El niño había entrado en la habitación, había mirado a Joe a los ojos y no lo había reconocido.
Para Joe había sido obvio. Aaron era exactamente igual que él a esa edad. Larguirucho y desgarbado, con el pelo negro, y sus ojos. Aaron tenía sus ojos.
Joe le había dado su aspecto físico, pero nada más. No había sido por elección suya, pero eso no venía al caso. Se había perdido, muchas cosas, montones de cosas que debería haber hecho por y con su hijo.
Nunca le había cambiado un pañal, ni lo había acunado cuando lloraba. No había visto a Aaron dar sus primeros pasos, ni jugado con él al escondite. Nunca había pasado la noche en vela, a su lado, porque estuviera enfermo o tuviese miedo.
Nunca le había cantado una nana aunque, dada su forma de desafinar, seguramente Aaron no lo habría echado de menos. Pero Joe sí; sintió una oleada de profundo resentimiento.
La lista de cosas que nunca había hecho siguió creciendo mientras, sentado en un banco, al final del muelle, contemplaba el sol hundirse tras la península.
No había acompañado a Aaron en su primer día de colegio, ni lo había ayudado a hacer los deberes. No había tenido la oportunidad de enseñarlo a enfrentarse a los bravucones, ni a cómo defender a los más débiles.
Había demasiados «nuncas». La interminable lista pesó tanto sobre él que tuvo miedo de no poder volver a moverse. Joe ya no podía cambiar esos «nuncas» y le dolió el corazón al pensarlo.
Pero era lo suficientemente sensato para centrarse en lo realmente esencial: Joe Anthony Delacamp tenía un hijo, y no pensaba perderse ni un momento más de su vida. Era una promesa, a sí mismo y a su hijo.
–Mamá, hoy estás triste –le dijo Aaron esa noche.
Louisa había intentado mantener la normalidad por el bien de Aaron. En vez de hacer la cena, lo había invitado a una hamburguesa, como si fuera un día especial. Incluso había conseguido concentrarse lo suficiente para regañarlo cuando, después de que se duchara, descubrió una mancha en su brazo derecho.
–Jabón. No es una ducha de verdad si no te enjabonas todo el cuerpo –le había dicho.
Le había gustado que el rezongara, eso le parecía normal. Pero era lo único.
Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
El pensamiento no dejaba de rondar su cabeza, interponiéndose entre duchas y regañinas, provocándole espasmos en el estómago y dolor de cabeza.
–¿Mami? –insistió Aaron.
Acababa de terminar de leerle un capítulo del último libro de Harry Potter. Era lo que hacían todas las tardes. Ella disfrutaba sentándose a su lado, sintiendo su calor y compartiendo esos momentos de tranquilidad con su hijo. Su hijo.
Suyo, no de Joe. Él había dejado muy claro años antes que no quería tener niños, pero, cuando se había dado la vuelta y había visto a Aaron…
–Mamá, ¿qué te pasa?
Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
–Nada, sólo estoy cansada. Hasta mañana, campeón –fue lentamente hacia la puerta.
–Oye, ¿mamá?
Ella se volvió y miró a su hijo. Cuando él había empezado a hacer preguntas, le había dicho que había amado a su padre, pero que eran muy jóvenes, demasiado jóvenes para mantener una relación duradera.
Eso era verdad, al menos hasta cierto punto. También le había dicho que cuando fuera mayor lo ayudaría a buscar y conocer a su padre, si quería. Él niño aceptó la explicación y nunca parecía preocuparle su carencia.
¿Qué pensaría de Joe? ¿Qué pensaría Joe de él?
Aaron estaba acurrucado bajo el edredón de tela vaquera que había hecho para él. Entonaba perfectamente con el color azul profundo de las paredes. Tras su cabeza había un póster gigante del planeta Tierra, y otras fotos del espacio salpicaban el resto de las paredes. Aaron soñaba con llegar a ser astronauta, y ella había hecho lo posible para que mantuviese su ilusión.
Lo que más deseaba en el mundo era que todos los sueños de su hijo se cumpliesen.
–¿Sí, Aaron?
–Te quiero.
–Yo también te quiero –musitó ella, esforzándose por contener las lágrimas que anegaban sus ojos. Apagó la luz y salió del dormitorio.
Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
Se sentía entumecida. En realidad, dolorida. Tenía un nudo en la garganta y la sensación de que iba a rompérsele el corazón otra vez.
Joseph Delacamp había entrado en su tienda y había descubierto que tenía un hijo. No le había gustado, su rostro lo había demostrado claramente.
Quizá temía que le pidiese ayuda para mantenerlo, o que intentara que se interesase por su hijo. A su esposa no le gustaría eso. A su madre le gustaría aún menos.
Louisa lo tranquilizaría. No quería nada de él. Podía quedarse con su esposa de la alta sociedad y con su vida social.
En un momento de su vida había creído que sería incapaz de vivir sin Joe…, pero no era así. Se había preguntado cómo era capaz de seguir respirando tras abandonar el pueblo… tras dejarlo a él. Sin embargo, día tras día, respiración a respiración, había sobrevivido.
A veces había resultado muy duro.
Se había trasladado a Erie cuando estaba embarazada de tres meses, y había trabajado a jornada completa en la bombonería de Elmer Shiner hasta que dio a luz. De alguna manera había conseguido superar la muerte de su madre, unas semanas antes de que naciera Aaron.
Elmer la había ayudado a hacerlo. También había sugerido que se llevara al bebé al trabajo. Había empezado siendo su jefe y se había convertido en su mejor amigo. Sonrió al pensarlo. Quizá fuera extraño tener a un hombre de setenta años como amigo, pero Elmer rebosaba vitalidad y sabiduría. Era la única figura paterna que había tenido Aaron.
Nunca podría pagar su deuda con él. Todo lo que tenía, se lo debía a Elmer.
Aaron nunca había tenido que ir a la guardería; había pasado los primeros cinco años de su vida en la tienda con ella. Los clientes lo adoraban.
Cuando el contrato de arrendamiento de la tienda finalizó, Elmer anunció que era hora de retirarse, y le vendió toda la maquinaria de la chocolatería a un precio irrisorio. La ayudó a encontrar la nueva tienda, a prepararlo todo y a iniciar el negocio. Aún pasaba por allí casi todos los días, para ver cómo le iba y para echar una mano si lo necesitaba.
Oyó un portazo en el piso inferior. Ella alquilaba el apartamento de arriba, Elmer el de abajo. Acababa de llegar a casa.
Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
Bajó corriendo la escalera de la parte de atrás, que conectaba los dos apartamentos, y llamó a la puerta.
–Entra, Louie –respondió él.
–Elmer… –quería contarle lo que había ocurrido e intentó pronunciar las palabras, pero se le cerró la garganta y sólo consiguió llorar.
–Vamos, vamos, preciosa. No llores –la rodeó con sus brazos y le dio una palmadita en la espalda.
–No lloro –sollozó ella.
–¿Qué ha pasado? –preguntó el hombre de pelo gris con voz ronca–. ¿Le ha ocurrido algo a Aaron?
–No –consiguió decir ella–. En realidad no, al menos que él sepa. Su padre entró en la tienda hoy.
–¿Qué hace en Erie? –Elmer la soltó y la miró–. Creí que lo habías dejado en Georgia.
–Lo mismo creía yo. Pero está aquí. Trabaja en el hospital, así que vive en Erie –tragó saliva compulsivamente–. Oh, Elmer, es horrible. Aaron entró y Joe se dio cuenta; no hubiera podido evitarlo. Aaron es su vivo retrato cuando tenía siete años. Joe se dio cuenta y parecía furioso. Probablemente lo preocupe que un hijo secreto trastorne la vida que sus padres planificaron para él, que trastorne a su perfecta esposa de la alta sociedad. No sé lo que va a hacer y estoy enferma de preocupación.
–Vamos, ¿de qué vas a preocuparte? Fue y se comprometió con otra mujer años atrás, a pesar de que te había pedido que te casaras con él. Bastará con firmar un papel diciendo que no quieres nada suyo, legalizar la situación –dijo Elmer–. Aaron y tú os habéis apañado sin él hasta ahora. Está claro que puedes mantenerlo. Tendrás que ir a un abogado y hacer una declaración legal, entonces no tendrá nada de lo que quejarse.
–¿Lo crees de veras? –Lou necesitaba que la tranquilizara. Había construido una vida maravillosa y feliz para su hijo y para ella. No quería que Joe Delacamp se la complicara.
–Claro que sí –Elmer le dio otra palmada en la espalda–. Vamos, deja de preocuparte y ve a descansar. Llama a un abogado. Donovan, el que tiene el despacho frente a la bombonería, parece bueno. Al menos, eso opina Sarah –soltó una risa.
Las bodas se estaban poniendo a la orden del día en el centro comercial de Perry Square.
Libby, la dueña de la peluquería, se había casado con su vecino, Josh, el oculista. Después, Sarah, la decoradora de interiores que había abierto la tienda más o menos al mismo tiempo que Louisa inauguró la Chocolate Bar, se había casado con Donovan, del despacho de abogados de al lado.
–Tienes razón. Mañana llamaré a Donovan.
–Avísame. Vigilaré la tienda mientras vas a verlo.
–Gracias, Elmer. No sé lo que haría sin ti.
–Bueno, no te dediques a pensarlo de momento. Pienso seguir por aquí mucho tiempo más –hizo una pausa y añadió–. ¿Te he dicho que tengo una cita?
–No –replicó Louisa, consciente de que intentaba cambiar de tema para animarla. Le agradeció el esfuerzo–. ¿Con quién?
–¿Conoces a Mabel, la acupuntora? Me pone un poco nervioso salir con una señora que se gana la vida clavando agujas, pero es un encanto.
Louisa no pudo evitar una sonrisa. Mabel visitaba la tienda con mucha frecuencia, pero sólo los días que Elmer estaba allí. Olfateó el romance en el ambiente.
–¿Cuándo vais a salir?
–La semana que viene. Me pidió que saliéramos este fin de semana, pero le dije que Aaron y yo teníamos otros planes.
–Oh, Elmer, deberías haberlos cancelado.
–¿Bromeas? Hay un montón de peces en el lago que llevan mi nombre escrito en la espalda. Además, compré entradas para un espectáculo que Mabel quiere ver, así que todo ha ido bien.
–Si estás seguro…
Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
Se preguntó por qué no podía dejar de pensarlo. Era porque Joe estaba en Erie. En algún sitio, afuera, Joe Delacamp paseaba, respirando el mismo aire que ella.
–Estoy encantado de ir a pescar con Aaron –como si hubiera percibido sus pensamientos, continuó–. No te preocupes por ese hombre, aunque no se merece que lo llame así. Se comprometió con otra persona, lo que implica que no sólo no es muy hombre, sino que además no es nada listo. Llama a Donovan mañana y veremos qué ocurre.
Louisa se sentía algo mejor cuando regresó a su apartamento. Elmer tenía razón. Joe no había querido hijos ocho años antes; tampoco querría a su hijo ahora.
La idea no la consoló tanto como debería haberlo hecho. Se puso el pijama y fue a su dormitorio. Sacó un diario verde oscuro del cajón de la mesilla y empezó a escribir.
Querido Joe, hoy has conocido a tu hijo, el hijo que nunca deseaste…
Mientras escribía, alzó la mirada a los ocho libros, de aspecto similar, que había en el estante superior, sobre la televisión. Había empezado un diario en cuanto descubrió que estaba embarazada y compró uno nuevo cuando nació Aaron. Desde entonces, había comprado un diario en cada cumpleaños de su hijo.
Si Aaron deseaba conocer a su padre algún día, pensaba dárselos a Joe, a modo de presentación. Una presentación a un hijo al que nunca había conocido ni deseado.
Se me heló el corazón en el pecho cuando entró Aaron. Vi tu mirada de comprensión, y después tu ira, fría y amarga. Quise decirte que lo sentía, pero habría sido una mentira. Por mucho que dijera tu madre, no planeé quedarme embarazada, no intentaba atraparte. Estabas comprometido con otra persona y me pediste que te diera tiempo. Te habría dado cualquier cosa… pero no podía darte tiempo. Tu madre tenía razón: Aaron y yo te habríamos apartado de la vida para la que naciste. Lo único que lamento es que nunca sabrás lo que te perdiste.
Dejó de escribir y se acostó. Su último pensamiento antes de dormirse fue que Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.
JOE ESTABA esperando delante de la bombonería, aún sin saber qué hacer ni qué decirle a Louisa.
Le había tocado el tercer turno la noche anterior, y había estado ocupado las ocho horas. Pero en los momentos más extraños, la imagen mental del niño, su hijo, invadía su mente.
Aaron.
Se había susurrado el nombre, maravillándose de tener un hijo y ahogándose con la pena de lo que se había perdido.
Vio a Louisa caminar hacia la tienda. Seguía siendo una de las mujeres más bellas que había conocido nunca. De esa clase de mujeres que no se daban cuenta de lo atractivas que eran.
Si no hubiera existido nada entre ellos, sería el tipo de mujer a la que pediría que saliera con él.
La expresión de su rostro al verlo no desveló su pensamiento ni lo que sentía. Muchas cosas de Louisa eran distintas de cómo él las recordaba, pero probablemente eso era lo que más había cambiado.
Cuando eran niños había sido capaz de leerla como a un libro. Pero en ese momento el libro estaba cerrado, al menos para él. Se negó a especular sobre la posibilidad de que otro hombre estuviera leyéndola.
Al mirar su rostro carente de emoción, se preguntó si se había equivocado; quizá sólo se había imaginado que la conocía cuando eran niños. La Louisa en la que él creía nunca habría hecho lo que había hecho ella.
–Louisa, tenemos que hablar –dijo.
–Entra –replicó ella secamente. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y dejó un montón de papeles en la parte derecha del mostrador–. ¿Qué quieres, Joe?
Lo que él quería era recuperar los primeros siete años de vida de su hijo, pero como era imposible, se conformó con hacer una pregunta.
–¿Por qué? –quizá si conseguía entenderlo, podría perdonarla. Ella lo miró y Joe notó su expresión de dolor.
–Joe, no quería que te enterases –dijo con voz suave–. Perp el hecho de que ahora lo sepas no cambia nada, si eso es lo que te preocupa. Voy a pedir cita con un abogado. Redactaré un documento formal y legal. Aaron y yo no esperamos nada de ti.
–Eso no contesta a mi pregunta, ¿no crees? ¿Cómo pudiste ocultarme que tenía un hijo?
–Joe, iba a decírtelo, pero entonces se publicó la noticia. Acababas de comprometerte con Meghan.
–Te lo expliqué.
–Me pediste tiempo… No tenía tiempo.
–Deberías habérmelo dicho.
–¿Para qué? ¿Habrías ido en contra de tus padres, puesto en peligro la fusión de las empresas y roto tu compromiso con Meghan?
–No era en serio. Nuestros padres creyeron que los accionistas se sentirían más seguros con la fusión de las empresas si creían que las familias también se unían mediante nuestro matrimonio. Pero no era real. Te lo dije. Debiste creerme.
–Lo hice. Te creí cuando me dijiste una y otra vez que no querías tener hijos. Toda tu vida estaba planificada. No podía robarte tus sueños.
–Tú eras mi sueño. Lo sabes.
–Joe, mírate, eres un médico que trabaja en urgencias. Conseguiste tus sueños. No podía quitártelos.
–¿Así que tomaste la decisión por mí? Te marchaste con mi hijo, un hijo que no sabía que existía.
Louisa había aprendido a ocultar sus emociones, pero Joe no podía hacerlo. Oyó el dolor de su propia voz, pero sabía que no reflejaba ni siquiera levemente lo que estaba sintiendo.
–Joe, no merece la pena hablar de mis porqués y del pasado. No podemos cambiarlo. Se acabó. Sé que te preocupa lo que pensará tu esposa, lo que pensará tu familia. No tienen por qué enterarse. Pediré que redacten una declaración eximiéndote de toda responsabilidad económica y te la enviaré. Ahora, si no te importa, tengo que trabajar.
Giró, como si fuera a marcharse, pero él la agarró del hombro y la volvió hacia sí.
Lo había ignorado, al no decirle que tenía un hijo, pero no volvería a permitir que lo ignorara de esa manera.
–Sí me importa –afirmó–. Tenemos que llegar a algún tipo de acuerdo aquí y ahora. Un acuerdo para el que no sea necesario consultar a un abogado.
Dejó caer la mano de su hombro. Louisa no se movió.
–No hay nada que acordar. Aaron es mi hijo –declaró ella, con voz plana y firme. Como si esperase que él se encogiera de hombros y se marchara, olvidándose de que tenía un hijo.
Quizá Louisa lo conocía tan poco como él a ella.
–También es mi hijo –dijo suavemente.
–Sólo en el sentido biológico. Tú no eres nada para él.
Fue un golpe directo. El comentario lo destrozó pero, en vez de permitirle que viera su dolor, intentó calmarse.
–Eso está a punto de cambiar.
En ese momento Joe no estaba seguro de casi nada, todo su mundo se había tambaleado, pero sabía, sin duda alguna, que no estaba dispuesto a perderse un solo minuto más de la vida de su hijo.
Notó que Louisa se estremecía al oír sus palabras.
–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó con voz temblorosa.
–Quiero conocer a mi hijo.
–No permitiré que vengas aquí, a perturbar su vida, para luego volver a desaparecer.
–No desapareceré. Tengo intención de quedarme. Me perdí los primeros siete años de su vida y no voy a perderme ni un minuto más. Tendrás que acostumbrarte a la idea de que voy a ser parte de su vida. Tendrás que compartirlo.
–¿Qué propones? ¿Custodia compartida? ¿Qué le parecerá eso a tu esposa?
–Nunca me casé con ella, Louisa –protestó él suavemente.
Le había explicado que sólo era una cuestión de negocios, que Meghan y él no eran más que amigos y ella había dicho que lo entendía; era obvio que no lo había entendido. Exactamente igual que él seguía sin entender por qué se había marchado, dejándolo.
Louisa no le estaba contando todo. Antes o después conseguiría las respuestas que deseaba, pero en ese momento quería concentrarse en obtener a su hijo.
–Te expliqué que mis padres lo habían organizado –continuó–. Tuve que esperar hasta que se realizara la fusión para romper el compromiso, pero después lo hice. No me casé con Meghan. No podía hacerlo, estaba enamorado de otra mujer, y en aquel entonces no había perdido la esperanza de que ella volviera conmigo.
Ella se quedó quieta un segundo, mirándolo, con una expresión en el rostro que Joe no pudo identificar.
–Pero no volvió –concluyó él.
–¿Qué quieres que haga? Que te presente y diga «Aaron, por cierto, este es tu padre y quiere pasar tiempo contigo, así que a partir de ahora andarás botando de la casa que conoces a la suya, y de vuelta».
–No quiero perturbarlo. Quiero lo mejor para él, y creo que yo lo soy. Pienso ser parte de su vida. Me he pasado la noche considerando las distintas opciones. Sugiero algo mejor que una custodia compartida.
–¿Como qué? –preguntó ella.
–Cásate conmigo.
Cásate conmigo.
Louisa había soñado con oír esas palabras cuando descubrió que estaba embarazada.
Cásate conmigo.
Era de lo que siempre habían hablado. Siempre había soñado que un día se casaría con Joe Delacamp, a pesar de no ser más que una Clancy. La hija pobre del borracho del pueblo.
Entonces él se había comprometido con Meghan Whitford, una chica de su misma clase social. Una chica de la que siempre había dicho que no era más que una amiga.
Le había contado que sus padres lo habían organizado todo. Ella le había pedido que rompiera el compromiso, pero Joe dijo que era imposible. Había un gran negocio en marcha, y romper con Meghan podría arruinarlo.
Louisa no entendía a la gente capaz de utilizar algo tan sagrado como el matrimonio, aunque inicialmente sólo fuera un compromiso, para llevar a cabo una fusión comercial.
Joe le había pedido que le diera tiempo. Pero Louisa no lo tenía. Llevaba dos meses embarazada, de un hombre que afirmaba rotundamente que nunca sería padre.
Aun así, a pesar de ese seudocompromiso, había pensado decírselo. Dejarle decidir qué quería hacer. Pero entonces su madre había ido a verla, y esa visita lo había cambiado todo…
Louisa se obligó a volver al presente.
Todo eso era historia. Historia pasada.
No podía cambiar lo que había hecho. En aquel momento pensó que era lo mejor para todos. Pero, al oírlo hablar sobre el hijo al que no había conocido, no estaba tan segura de haber acertado.
–Cásate conmigo –repitió él.
–¿Casarme contigo? –soltó una carcajada, atónita al notar la amargura que destilaba su voz–. Tienes que estar loco para pensar que me casaría contigo.
–Tú estás aún más loca si piensas que voy a compartir la custodia de Aaron. Lo quiero todo. Cada día. Quiero estar allí cuando vuelva a casa del colegio, cuando se levante por la mañana y desayune. Quiero estar presente cuando traiga las notas a casa, y preguntarle cómo le ha ido en el colegio. Quiero verlo jugar… ¿Practica algún deporte?
–Fútbol y fútbol americano –respondió ella.
–Entonces quiero ir a ver todos sus partidos –su expresión se tiñó de añoranza–. Me he perdido siete años y no perderé un momento más. A mi modo de ver, tengo dos opciones. Puedo demandarte y pedir la custodia total, o convertirme en parte de tu familia. Apartar a Aaron del único hogar y la única persona con la que ha convivido sería cruel. Así que tendré que ser parte de la familia. No creo que sea un buen ejemplo para él que nos limitemos a vivir juntos, incluso si no tenemos relaciones físicas. La única opción es el matrimonio.
–¿Y qué ocurre si yo ya tengo otra relación?
–Tendrás que romperla, por supuesto –Joe hizo una pausa y preguntó–. ¿La tienes?
–Eso no es asunto tuyo.
–No, supongo que no. ¿Cómo pudiste abandonarme de esa manera? –inquirió abruptamente.
Su voz se convirtió en un susurro.
–Te expliqué lo del compromiso y creí que lo entendías. De pronto, desapareciste. Pensé que eras demasiado joven, al fin y al cabo te sacaba tres años. Supuse que te lo habías pensado mejor, que estabas demasiado confusa para explicarlo y simplemente te fuiste. Pero ésa no era la razón. Te marchaste para tener a mi hijo en secreto. ¿Por qué? ¿Pensaste que sería como mis padres, que intentaría controlarlo y exprimirle la vida, gota a gota?
–Dijiste que no querías tener hijos.
–¿Pensaste que os abandonaría a ti y al bebé?
Louisa pensó que podría contarle la visita de su madre. Decirle que había sido más fácil marcharse que arriesgarse a que estuviera de acuerdo con sus padres, a que pensara que había intentado cazarlo.
De todo lo que que su madre le había dicho, ésa fue la que más le dolió. En aquel entonces, Louisa creía lo que decía todo el pueblo, que no era más que «la chica Clancy», una chica de la peor clase. Creyó que todo el mundo pensaría, igual que la madre de Joe, que había intentado atraparlo.
Creyó que sus padres lo desheredarían, obligándolo a dejar de estudiar para mantenerla a ella y al bebé, que le robarían su sueño de ser médico.
Quizá habrían encontrado otra manera de enfrentarse a todo eso. Hacía mucho que no le importaba lo que los demás pensaran de ella. Pero una parte de sí misma había creído que, con el tiempo, Joe pensaría igual que los demás. Que llegaría a pensar que lo había atrapado y convertido sus sueños en humo.
No hubiera sido capaz de vivir con eso.
¿Qué había hecho?
Se había sentido tan dolida, traicionada y asustada, que se había ido. En lo más profundo de su corazón, nunca había entendido cómo podía quererla Joe.
Se preguntó por qué había dudado de él. Al ver el dolor que reflejaba su rostro en ese momento, comprendió que nunca habría abandonado a su hijo, por nada.
–¿Louisa? –dijo Joe–. Pareces a punto de desmayarte. Siéntate antes de que te caigas.
La llevó hacia una silla que había detrás del mostrador y la ayudó a sentarse.
–Ven, mete la cabeza entre las piernas y respira profundamente –dijo con voz amable, parecida a la del Joe que ella recordaba.
Louisa comprendió que había permitido que sus miedos y sus dudas le robaran el amor de su hijo al hombre al que amaba. Se incorporó lentamente y luchó contra las lágrimas que amenazaban con derramarse.
Debería decírselo. Contárselo todo. Quería hacerlo.
Había creído a su madre y había dudado de Joe. Había aceptado el cheque que ella le había ofrecido para que iniciara el futuro con su hijo, pensando que era más fácil romperse ella misma el corazón que esperar a que lo hiciera Joe.
No había confiado lo suficiente en él, ni en el amor que los unía.
Las explicaciones eran innecesarias. Creería en él. Era demasiado tarde para su amor, pero no para permitirle conocer a su hijo.
No se casaría con él. Le había dicho que quería a su hijo, a Aaron, no a Louisa.
Había tirado su futuro de pareja por la borda al marcharse, pero encontraría la manera de que Aaron tuviera un futuro con su padre. Haría lo imposible para lograrlo.
–El pasado, pasado está. Ahora mismo debemos preocuparnos del presente. Tengo una idea –le dijo–. Tengo que hacer algunas comprobaciones. Ven a verme esta noche, después del trabajo, y hablaremos.
–Lo digo en serio, Louisa, quiero compartir cada minuto de su vida.
–Te entiendo. Sé que no tienes ninguna razón para creerme, pero haré lo que esté en mi mano para que Aaron y tú construyáis una buena relación. Hablaremos. Después del trabajo.
JOE, AL ser nuevo en el trabajo, se hacía cargo del tercer turno: de diez y media de la noche a seis de la mañana.
Debería haber pasado el día durmiendo pero, en cambio, lo pasó dando vueltas, inquieto. A las cinco y media, mientras esperaba a la puerta de la tienda de Louisa, estaba agotado.
Tenía demasiadas preguntas que hacer, demasiados detalles que concretar.
Ella abrió la puerta y pareció sorprendida al verlo.
–Joe, no esperaba que vinieras.
–Dije que estaría aquí.
–Sí, lo dijiste –se quedó callada un minuto, mirándolo–. Vamos a la cafetería, te invitaré a un café.
–¿Es ésa una forma cortés de decir que necesito uno?
–Es una forma cortés de decir que tienes un aspecto horrible –comentó ella, con una sonrisa débil.
–Siempre fuiste muy directa.
–Sigo siéndolo.
Cruzaron la plaza y fueron a la cafetería.
–Muy agradable –dijo él, mirando a su alrededor. Estaba decorada al estilo antiguo, incluso tenía una máquina tocadiscos de coleccionista.
–A mí me gusta –dijo ella, llevándolo hacia un reservado que había en la parte de atrás.
–Hola, Louisa –saludó una camarera, siguiéndolos.
–Hola, Missy. ¿Me pones un café?
–Claro. ¿Y a ti? –le preguntó la chica a Joe.
–Lo mismo –en cuanto la camarera se alejó, miró a Louisa–. Dijiste que tenías una idea.
–Tenía que preguntar antes, pero sí… –Louisa asintió con la cabeza y soltó un suspiro–. Tenemos que hablar de muchas cosas.
–Sí, por ejemplo de por qué te marchaste. De por qué me excluiste de la vida de mi hijo. Ninguna de tus explicaciones ha contestado a todas las preguntas. De hecho, sólo han creado más dudas. Por qué…
–Joe, fue hace mucho tiempo, y he cambiado mucho desde entonces, pero aún recuerdo cómo fue.
–Cómo fue, ¿qué?
–Crecer siendo la hija de Clancy. Recuerdo que me sentía como si nunca pudiera llegar a ser más que eso, y me preguntaba qué veías en mí. Lo que fuese que vieras, yo no lo veía en mí misma. Cuando descubrí que estaba embarazada sentí pavor. No me daba miedo el bebé, o lo que dijese la gente, llevaban toda la vida hablando de mí. Me daba miedo perderte.
–¿Por qué? ¿Cómo pudiste pensar que no te apoyaría?
–Llamadme si queréis algo más –dijo la camarera, poniendo los cafés en la mesa y marchándose.
–Joe –dijo Louisa– cuando hablábamos del futuro, dijiste muchas veces que no querías tener hijos.
–Era joven y tenía miedo de ser como mis padres. Pensaba que no podía arriesgarme. Pero nunca te hubiera abandonado –explicó él, preguntándose cómo ella podía haber dicho que lo quería y no saber eso de él.
–En aquel entonces, yo sólo sabía que no estaba a tu altura ni a la de tu familia, que estaba embarazada y que tú no querías hijos. Estaba muy asustada. Pero pensaba decírtelo. Tardé un par de semanas en reunir el coraje suficiente, pero iba a hacerlo. Habíamos quedado esa noche, e incluso había memorizado lo que iba a decir. Entonces vi el periódico.
–¿El anuncio de compromiso?
Todo volvía al maldito anuncio de compromiso. Él también lo había leído en el periódico. Sus padres no habían entendido cuál era el problema cuando se quejó con vehemencia porque lo utilizaran para un negocio. No hicieron ningún caso.
Sus padres nunca habían dudado en poner los negocios por encima de la familia, ni en poner las apariencias por encima de los sentimientos.
–Por eso no dije nada –Louisa asintió con la cabeza–. Aunque lo explicaras. ¿No entiendes que para mí fue más fácil pensar que no lo conseguiríamos?
–No, no lo entiendo.
–Ahora que miro hacia atrás, yo tampoco. Pero era muy joven, tenía miedo y la autoestima por los suelos. Ahora soy mayor y he aprendido a creer en mí misma. Soy mucho más fuerte de lo que te imaginas Ahora pienso que me quedaría y lucharía. Entonces no podía. Era más fácil marcharme que tener que oírte decir que no querías al bebé, ni a mí. Más fácil que enfrentarme al dolor de que pensaras que había intentado atraparte.
–Nunca habría dicho eso.
–Pero quizá, sólo quizá, lo habrías pensado –hizo una pausa–. Joe, no puedo cambiar el pasado. Ahora intentaré ayudarte, lo digo en serio.
–Entonces, ¿te casarás conmigo? –preguntó él, sorprendido por la sensación de alivio que sintió.
Se dijo que el alivio se debía a su hijo, a saber que formaría parte del día a día de Aaron. Nada más. Sus sentimientos por Louisa habían muerto años antes.
–No –aseveró ella con tono terminante.
–Entonces, ¿vas a concederme la custodia de Aaron?
–No. Ya te dije que tengo una tercera opción. Ven a vivir con nosotros.
–No viviré contigo si no nos casamos. Aunque no he tenido experiencia como padre, estoy seguro de que vivir juntos no es el mejor ejemplo que podemos darle a Aaron.
–No sería exactamente eso. Vivimos en un piso. Aaron y yo estamos en el de arriba, y Elmer en el de abajo. Él tiene una habitación libre, y dice que puedes utilizarla el tiempo que quieras.
–Eso no es solución. Al menos a largo plazo. A no ser que creas que voy a alojarme con tu amigo durante los siguientes once años de la vida de Aaron –alzó la taza como si fuera a tomar un sorbo, pero no se la llevó a las labios. Volvió a dejarla en el platillo de golpe.
–No, no resuelve nada a largo plazo. Pero no tengo ninguna idea mejor, por ahora –afirmó ella–. Puede que no sea perfecto, pero te permitirá estar con Aaron todos los días.
No era lo que Joe deseaba. Pero tampoco quería iniciar una demanda para conseguir la custodia.
Lo que quería era casarse con Louisa. No pretendía vivir en una casita de verjas blancas, con perro, coche familiar y ser felices para siempre. Ya no tenía ese tipo de sentimientos por ella.
Sin duda sentía algo al verla, pero sólo lo que cualquier hombre sentiría por una mujer tan atractiva.
Ella tenía razón. Era una solución, al menos temporalmente.
–¿Cuándo?
–¿Cuándo qué? –preguntó ella, inquieta.
–¿Cuándo puedo instalarme?
–Este fin de semana. Elmer y Aaron se van de pesca. He pensado que podrías instalarte y luego le daremos la noticia cuando regresen.
A Joe no le gustó el escaso entusiasmo de su voz. Esperaba que a Aaron le hiciera más feliz que a Louisa que entrara a forma parte de su vida.
–De acuerdo –dijo él, decidiéndose sin darse cuenta–. Necesito la dirección –se puso en pie y ella la recitó de un tirón.
–Esto funcionará de momento –tranquilizó ella–. Me doy cuenta de que tendremos que encontrar otra solución. Como ya te dije, te prometo hacer cuanto pueda.
Él contestó con un leve asentimiento de la cabeza. No quería limitarse a ser el vecino de debajo de Aaron. Quería ser parte de su familia. Eso implicaba casarse con Louisa.
Se aseguró a sí mismo que su necesidad de casarse se debía a su hijo pero, por desgracia, no acabó de convencerse. A pesar de todo, no estaba dispuesto a admitir otra razón. La miró y, por un segundo, como un fantasma del pasado, casi la vio sonreírle, casi oyó su risa. Pero no era más que una ilusión. No sonreía ni reía; esperaba a que él dijese algo.
–Tendremos que encontrar una solución definitiva pronto, porque nada ni nadie conseguirá que me aparte de mi hijo otra vez.
Ella asintió, con rostro tenso y serio; durante un momento, Joe captó un atisbo de sus pensamientos, de la confusión y el dolor que tanto se asemejaban a lo que sentía él. No deseó ver más, no quería más recordatorios del pasado; se dio la vuelta y salió de la cafetería.
Iba a concentrarse en su hijo. Aaron.
Tenía un hijo, y en ese momento era lo único que importaba de verdad.
El domingo por la tarde, Louisa echó una ojeada nerviosa al hombre que había a su lado.
Se preguntó qué estaba pasando por la mente de Joe. Si estaba nervioso o preocupado. La expresión de él no desveló nada hasta que se abrió la puerta y se oyeron pasos en la escalera.
Aaron estaba en casa y, de repente, vio una oleada de emoción en el rostro de Joe. Esperanza, anticipación, y amor. Joe quería a ese hijo al que no conocía.
Sintió una punzada de remordimiento y la rechazó. Lo pasado, pasado estaba; no había vuelta atrás. Se arrepentía de las decisiones que había tomado, pero en aquel momento hizo lo que creía mejor para todos. Sólo le quedaba la opción de enfrentarse al presente. Tenía que presentar a padre e hijo.
Aaron entró corriendo. Elmer lo siguió más despacio.
–Eh, mamá, pesqué diez peces. Elmer y yo… –se detuvo de repente y miró al hombre que había junto a su madre–. A ti te conozco. Estabas en la tienda el otro día.
Louisa aún no había presentado a Elmer y a Joe, pero notó la mirada de reconocimiento en el rostro del anciano. Aaron se parecía tanto a su padre, que cualquiera habría adivinado el parentesco.
–Aaron, tengo algo que decirte. Algo maravilloso –comentó ella, mirando de uno a otro.
–¿Sí? –el niño lanzó a Joe una mirada de sospecha.
–Este es un viejo amigo mío, de cuando vivía en Georgia. Se llama Joe.
–¿Como mi segundo nombre?
–Sí.
–¿Es mi pad…? –Aaron no terminó, como si le diera miedo decir la palabra.
Lou no estaba segura de si temía que Joe fuera su padre, o si temía que no lo fuera, pero sonrió y asintió con la cabeza.
–Aaron –dijo Joe–. Siento haberme perdido tantos años de tu vida. Tu madre y yo éramos muy jóvenes. Tuvimos un malentendido. Sé que no es una excusa, pero es lo único que puedo decir. Pero ahora estoy aquí. Me quedaré con Elmer, para que tú y yo tengamos la oportunidad de conocernos.
Louisa vio la confusión en los ojos de Aaron y se arrodilló a su lado.
–Tu padre va a vivir aquí, con Elmer. Estará aquí todos los días.
Joe se agachó junto a ella, frente a Aaron. Movió la mano hacia delante, como si quisiera tocar al niño, pero no lo hizo.
–Sé que no me conoces y que tengo mucho que compensarte –dijo, apoyando la mano en su rodilla–. No espero que creas lo que te diga. Sólo te pido una oportunidad, Aaron. La oportunidad de estar aquí si me necesitas. La de hacer todas las cosas que un padre debería hacer por su hijo: las cosas que nunca has tenido.
Aaron negó con la cabeza.
–Elmer siempre ha cuidado de mamá y de mí. No te necesitamos.
–Lo sé. Pero quizá yo sí os necesite a vosotros.
–Cariño –susurró Lou, poniendo la mano en el hombro del niño–. Sé que te sientes confuso, que tal volver del fin de semana te has encontrado con un gran cambio. Los dos lo entendemos. Lo único que te pido es que le des a Joe una oportunidad.
–Me voy a mi habitación –exclamó Aaron, liberándose de su mano.
–De acuerdo –Louisa se puso en pie.
Aaron recorrió el pasillo a zancadas y entró en su dormitorio y cerró con un portazo.
–Bueno, eso ha ido fantástico –masculló Joe, levantándose también.
–Dale tiempo –sugirió Louisa–. No es más que un niño. No entiende lo que ha ocurrido. Sólo sabe que las cosas han cambiado, y le da miedo.
–A mí no me da miedo el cambio –dijo Elmer–. Lo que me asusta es que vuelvas a hacerle daño a mi Louie, igual que hiciste antes.
–Ella me abandonó –dijo Joe quedamente.
–Sí, lo hizo. Pero sólo porque…
–Elmer –advirtió Louisa.
–Aunque no suelo inmiscuirme en las cosas de los demás…
Si no lo hubiera dicho tan seriamente, Louisa habría soltado una carcajada. Lo que mejor se le daba a Elmer era inmiscuirse.
–Te diré algo, chico –continuó–, puedes quedarte en mi casa el tiempo que necesites o quieras, pero si haces daño a Louisa o al niño, tendrás que responder ante mí. Aunque parezca un anciano, todavía puedo enfrentarme ante tipos como tú.
–Elmer, ya basta –regañó Louisa. Le puso la mano en el hombro. Elmer había sido su mejor amigo; se había comportado con ella mejor que su propio padre. Lo besó en la mejilla–. Yo estaré bien, es Aaron quien me preocupa.
–Señor Shiner…
–Elmer –rezongó él.
–Elmer, le juro que haré cuanto esté en mi mano para no herir a ninguno de los dos.
Elmer lo miró un momento y asintió.
–Procura que cuanto esté en tu mano sea suficiente. Tuviste un tesoro en ella hace años, pero lo dejaste escapar. Espero que ahora seas más inteligente.
–Le dije a Lou que lo del compromiso era una cuestión de negocios –explicó Joe, dejando que algo de su ira y dolor tiñeran su voz.
Louisa lo percibió, pero a Elmer no pareció importarle y siguió con su ofensiva.
–¿Qué clase de hombre pondría a su novia en una situación así? La mantuviste escondida. Nunca la llevaste a las fiestas de tu familia. Ella no era más que un secreto oscuro que ocultabas de la vista. ¿Te sorprende que se marchara?
–Eso es algo entre Lou y yo –dijo Joe, apretando la mandíbula.
–Te equivocas –Elmer dio un paso adelante y se colocó junto a Louisa–. Yo soy su familia, no permitiré que vuelvas a romperle el corazón.
–Ella me abandonó.
–Pero tú la empujaste a hacerlo –contraatacó Elmer, sin aceptar el argumento.
–Dejadlo ya, los dos –ordenó Louisa, cansada–. Estoy aquí y, lo creáis o no, soy capaz de defenderme cuando me parece necesario. Y no es el caso. Elmer, sé lo que hago.
Elmer la ignoró y se acercó más a Joe. El anciano sólo le llegaba al hombro, y era cuarenta años mayor, pero eso no le impidió cuadrar los hombros e insistir.
–Si vuelves a hacerle daño, tendrás que responder ante mí.
–No tengo intención de hacerle daño.
–No la tenías la última vez, pero lo hiciste. Vi su dolor cuando llegó aquí sola y embarazada de tu hijo.
–Un hijo del que yo no sabía nada.
–Un hijo que no te merecías –Elmer alzó la mano–. Ya basta. Sólo quiero que todo esté muy claro. No le hagas daño a ella, ni al niño.
–De acuerdo –aceptó Joe–. Aprovechando que estamos aclarando las cosas, permíteme decirte que aprecio todo lo que hiciste por Aaron y por Louisa y no tengo ningún deseo de interferir en vuestra relación; tampoco permitiré que envenenes la relación que yo intento crear. Sugiero una tregua. No tengo por qué caerte bien, pero tienes que permitirme que construya algo aquí.
–Si no les haces daño, no tendremos problemas –Elmer extendió la mano. Joe la aceptó y se dieron un apretón.
Hombres. Se pavoneaban como gallitos en un gallinero y un segundo después se daban la mano como viejos amigos. Louisa no entendía en absoluto al género masculino.
–Bueno, me alegro de que os hayáis puesto de acuerdo. Dios sabe que una pobre e indefensa mujer como yo necesita que los hombres cuiden de ella. Vaya, no creo que tuviera el sentido común de resguardarme de la lluvia si no me lo dijera un hombre.
Los miró con indignación, pero ninguno de ellos tuvo la gentileza de parecer arrepentido. Ella soltó un suspiro.
–Ahora que hemos aclarado las cosas, dejadme que diga algo. Elmer, te quiero y sé que intentas cuidarme, pero soy una mujer, y sé lo que hago. Los dos tendréis que comportaros y llevaros bien, o…
–¿O? –animó Joe.
–Os daré una patada en el trasero. Y no creáis que no puedo. Me niego a que mi hijo crezca en una casa rezumante de testosterona y peleas. Los dos habéis dicho lo que queríais y con eso basta. Ahora, si no os importa, voy a ver cómo está mi hijo.
Giró en redondo y se fue por el pasillo.
Hombres.
Joe observó a Lou hasta que entró en el dormitorio de Aaron. Sonrió.
Nunca se había enfrentado a él de esa manera y, a pesar de que lo había amenazado con darle una patada en el trasero, le agradaba su capacidad de hablar por sí misma.
–Lou no solía ser tan… batalladora –murmuró.
–Batalladora. Esa es una buena definición de ella. Descubrirás que muchas cosas han cambiado. Maduró rápidamente, tuvo que hacerlo. Pero claro, la verdad es que nunca tuvo una verdadera infancia, ¿no?
–¿Te ha hablado de eso? –preguntó Joe sorprendido.
Louisa también le había hablado sobre su familia, tiempo atrás, pero nunca de buen grado. Solía decir que prefería concentrarse en lo que podía cambiar, en vez de en cosas inmutables.
De hecho, parecía que eso era lo que estaba haciendo en la actualidad: concentrarse en el presente y en lo que podían hacer para solucionar las cosas.
–Me ha hablado de todo. Y aunque acaba de advertirme que no me meta en sus asuntos, voy a decirte una cosa más. Esa chica te quería.
–Me dejó –insistió él.
Seguía sin entender cómo podía haber hecho eso… cómo había podido alejarse de él y de lo que compartían; sobre todos sabiendo que llevaba dentro un hijo suyo.
–¿Te has preguntado por qué? –preguntó Elmer.
–Por esa estúpida historia del compromiso que organizaron mis padres.
–Tienes que mirar más allá que eso, jovencito –Elmer negó con la cabeza–. Mucho más. Te diré una cosa, marcharse es lo más duro que ha hecho esa chica en su vida. Y si sabes cómo creció, sabes que no es poco. Si quieres entender toda la historia, tendrás que excavar más profundo.
–No entiendo.
–Entenderás, si buscas lo suficiente –el hombre se dio la vuelta y fue hacia la puerta. De repente, se detuvo y giró de nuevo–. Lo he dicho en serio, no le hagas daño. Cuando llegó aquí… bueno, nunca había visto a una chica tan destrozada. Ese bebé fue lo único que hizo que aguantara. Tienes una segunda oportunidad; no la eches a perder.
Con eso, el anciano, el nuevo compañero de piso de Joe, salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Joe se quedó parado en el centro de la sala, sin saber dónde ir o qué hacer. Quería ver cómo estaba su hijo, pero sabía que tenía que ir despacio, que el niño necesitaba tiempo.