Más valioso que el dinero - Holly Jacobs - E-Book

Más valioso que el dinero E-Book

Holly Jacobs

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Beschreibung

Estaba claro que aquello era cosa del destino... Joe Delachamp estaba sin habla: Louisa Clancy era la última persona que esperaba ver al entrar a aquella pastelería. Estaba tan guapa como la recordaba, pero al ver al pequeño de ojos verdes que había a su lado, el médico de urgencias se dio cuenta de que Louisa había estado guardando algunos secretos durante los últimos ocho años. Ahora tenía que buscar la manera de ganarse la confianza del hijo que no sabía que tenía... y el corazón de la mujer a la que jamás había dejado de amar.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Holly Fuhrmann

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más valioso que el dinero, n.º 1868 - septiembre 2016

Título original: Dad Today, Groom Tomorrow

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8711-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

AARON Joseph, ni se te ocurra comerte eso –exclamó Louisa Clancy, aunque su sonrisa apagó el tono amenazador de sus palabras–. ¿Qué te he dicho de robar bombones? Estás comiéndote mis existencias.

–Oh, mamá –dijo el niño, con la exasperación de un crío de siete años al que hubieran pillado con las manos en la masa.

–Lo digo en serio –continuó Lou, resistiendo la tentación de agitar un dedo ante el rostro de su hijo–. Voy a cerrar la tienda dentro de quince minutos, y después iremos a casa a cenar. Los dos sabemos que si has estado comiendo chocolate, no cenarás.

–Pero sólo era para probarlo –dijo Aaron, justificando su travesura–. Es tu nuevo chocolate. ¿Y si es horrible? Todos tus clientes irían a otra tienda. Nos quedaríamos sin dinero y no podrías comprarme un videojuego nuevo.

–Ah, ¿así que robas chocolate para ayudarme? –preguntó ella.

Aaron asintió con tanta fuerza que Lou se preguntó cómo mantenía la cabeza sobre los hombros. Le revolvió el pelo, preguntándose cuándo había crecido tanto. Cada vez que lo miraba, tenía la impresión de que era un centímetro más alto.

–Bueno, gracias por pensar en mi negocio. Tendré en cuenta tu consideración, aunque sospecho que te preocupa más no poder comprar videojuegos que el que acabemos en la calle.

Suspirando por la injusticia de tener siete años, o quizá porque su intento de hurto hubiera fallado, Aaron fue hacia la trastienda.

Louisa miró a su alrededor, comprobando que todo estaba listo para cerrar Chocolate Bar, su tienda, situada en Perry Square.

«Su tienda». Las palabras sonaban tan dulces como el chocolate que vendía. Hacía menos de un año que era suya, pero ya daba beneficios, y se sentía allí como en casa.

La campanilla que había sobre la puerta repiqueteó alegremente cuando Louisa ponía un sobre detrás de un montón de tarjetas de cumpleaños.

Echó un vistazo al reloj. Faltaban cinco minutos para cerrar, atendería al último cliente del día. Se dio la vuelta y esbozó una profesional sonrisa de bienvenida.

–Hola. Bienvenido a Chocolate Bar.

Alzó la cabeza. Su sonrisa se borró lentamente al mirar los escrutadores ojos verdes que hacía casi ocho años que no veía.

–Joe –musitó, mirando fijamente al hombre al que no deseaba volver a ver en su vida. A su pesar, se le aceleró el corazón.

–Hola, Lou. Qué sorpresa encontrarte aquí.

Joseph Delacamp se habría abofeteado a sí mismo.

«Qué sorpresa encontrarte aquí» no era un saludo muy apropiado. Miró fijamente a Louisa Clancy. No había cambiado en los últimos ocho años. Al menos, no demasiado.

Seguía llevando largo el pelo castaño rojizo. Ese día estaba recogido en una cola de caballo, que le daba aspecto de tener dieciocho años, en vez de los veintisiete que tenía en realidad. Sus ojos azules lo evitaban.

Nunca había imaginado que la situación pudiera ser tan violenta. Pero tampoco había pensado nunca que se encontraría con Louisa en una tienda de golosinas. Durante años, se había imaginado verla en su ciudad natal, Lyonsville, en Georgia, pero nunca había ocurrido. Finalmente, decidió que ella nunca regresaría, pero eso no le había impedido seguir pensando en ella.

Y estaba allí delante.

–¿Cómo estás? –preguntó, aunque en realidad lo que deseaba era preguntar «¿Cómo pudiste hacerlo?»

–Bien. Bien. ¿Y tú?

–Bien.

Demasiada cortesía. Después de todo lo que habían compartido, la comunicación se limitaba a saludos banales sin ningún interés. El silencio era como una losa pesada y dolorosa.

–¿Qué te trae a Erie? –preguntó Louisa al fin, para romper el silencio.

–He aceptado un trabajo en Urgencias, en el hospital. Era una oferta fantástica. Además, tiene la ventaja de que al salir, se ve la bahía.

Deseó preguntarle si se acordaba de todas las veces que habían hablado del lago Erie, de vivir en una de sus orillas, de comprar un velero y salir todas las tardes a contemplar la puesta de sol.

Quiso preguntar, pero no lo hizo. Había pasado demasiado tiempo, los sueños de su adolescencia habían quedado atrás.

–Entonces, lo conseguiste. Eres médico –dijo ella–. No me sorprende. Siempre supe que podrías hacerlo, pero dudaba de que tus padres te lo permitieran. Y trabajas en la sala de urgencias. Sé que tu padre quería algo que estuviera más en consonancia con la imagen familiar. Que fueras cirujano, o alguna otra especialidad de renombre.

–No dejé que mi padre controlara mi vida cuando iba al instituto, y eso no ha cambiado –su tono expresó una acusación velada de que era lo único que no había cambiado.

Louisa podía tener el mismo aspecto que la chica a la que había conocido años antes, pero ya entonces no era como él había creído, y estaba seguro de que ahora se parecía aún menos al primer amor de lo que había imaginado.

–¿Y tú? –preguntó–. ¿Estudiaste márketing o publicidad, como habías planeado?

–No. Las cosas… –calló de repente.

Joe se preguntó qué había estado a punto de decir.

–Bueno –siguió ella–, mis planes cambiaron. Vine a trabajar a Erie. Abrí Chocolate Bar el año pasado. Es mía. Al menos,lo es con la ayuda del banco.

–Cuando vine aquí, no imaginé que te encontraría. Después de… –él se obligó a tragarse cualquier recriminación–. Nunca se me ocurrió que te hubieras trasladado aquí. De hecho, es el último sitio en el que habría pensado encontrarte.

–Te equivocaste –afirmó ella, encogiendo levemente los hombros.

–¿Por qué buscaste trabajo en Erie?

Erie, Pennsylvania. Cuando iban juntos al instituto, en Lyonsville, habían jurado que se marcharían de allí. Querían trasladarse a un lugar en el que nadie supiera quiénes eran los Clancy o los Delacamp. Querían ir a un sitio en el que pudieran ser anónimos, donde nadie conociera la historia de al menos tres generaciones de su familia.

Anhelaban la oportunidad de ser simplemente Joe y Louisa.

Joe recordó el día en que, de broma, tiraron un dardo al mapa. Había caído en el lago Erie, justo al lado de la orilla.

–Cuando me gradúe me iré a vivir a Erie –había dicho Louisa, riendo.

Después de tantos años, él aún recordaba el sonido de esa risa.

A pesar de todas las penalidades de su vida, el padre de Louisa había sido el borracho del pueblo antes de morir, y las dejó a ella y a su madre en la ruina, Lou se reía mucho. Era un sonido quedo y jubiloso que, unido al brillo que iluminaba sus ojos azules, siempre había hecho que le diera un vuelco el corazón.

En sus ojos ya no había risa, sólo recelo.

–La verdad es que siempre pensé que viviría aquí. Pasé muchos años soñando con uno de los grandes lagos, con un lugar en el que pudiera ser yo misma, no «la hija de Clancy», ya sabes que lo decían con una mezcla de desprecio y lástima en la voz. Quería dejar todo eso atrás.

Al dejar eso atrás, también lo había dejado atrás a él. Joe no lo había entendido entonces, ni lo entendía en ese momento, pero era demasiado orgulloso para preguntar por qué lo había hecho. Por qué lo había abandonado, cuando él la hubiera seguido hasta el fin del mundo.

–Conduje hasta aquí por capricho. Fui al muelle, que entones no era tan turístico como ahora. Me bajé del coche, vi la península al otro lado de la bahía y supe que éste sería mi hogar, como siempre había soñado.

–Así me sentí yo también –replicó él–. Trabajaba en el hospital de Lyonsville, pero quería hacer algo diferente. Un amigo me dijo que conocía a un empleado de un hospital donde se necesitaba un médico de urgencias. Cuando me interesé y me dijeron que era en Erie, supe que era el trabajo para mí, y aquí estoy.

–Bienvenido a Erie –echó una ojeada a la puerta de la trastienda y después a su reloj–. Me ha encantado hablar contigo, pero me temo que es hora de cerrar.

–Vine a comprar algo para las enfermeras y ayudantes del urgencias. Todo el mundo me ha ayudado mucho para establecerme, y quería agradecérselo.

–Muy bien, pero tendrá que ser rápido. ¿Qué idea tenías? –preguntó ella, echando un vistazo a sus espaldas.

Joe miró también, pero no vio más que una puerta rodeada de estantes, llenos de chucherías y baratijas.

–¿Tienes alguna sugerencia?

–¿Qué te parecen unos bombones variados? Así todos encontrarán alguno que les guste.

–Muy bien. Dame… ¿qué te parecen dos kilos?

–Bueno, eso garantizaría que hubiese para todos y en cantidad.

–Perfecto. Dos kilos.

Observó a Louisa agacharse tras la vitrina de cristal y seleccionar puñados de bombones de varios montones, hasta llenar una caja enorme.

Dos kilos de bombones eran una barbaridad. No sólo podría invitar a los empleados, sino también a todos los pacientes.

–Entonces, ¿la tienda es sólo tuya? –preguntó, para rellenar el silencio.

–Como dije antes, es mía y del banco. Compré todo el equipamiento de mi antiguo jefe cuando él decidió retirarse.

Sonrió al mencionar a su jefe y Joe sintió una oleada de calor. Se preguntó a qué se debía. No podían ser celos; hacía casi una década que Louisa y él no se veían. No tenían ningún derecho el uno sobre el otro. No había motivo para sentirse celoso.

–El contrato de arrendamiento de su local había finalizado –siguió ella–, así que me mudé aquí. Perry Square es un sitio perfecto. Hay muchos comercios y el turismo ha aumentado tanto que Chocolate Bar ha ido muy bien este primer año.

–Me alegro por ti –hizo una pausa, buscando algo más que decir–. ¿Vas de visita a casa alguna vez?

–No. Como mi madre murió seis meses después de que me fuera…, ya no hubo nada que me hiciera volver.

–Me enteré de lo de tu madre. Lo sentí mucho.

–Yo también. Le hubiera encantado… –Louisa dejó de hablar, lo miró fijamente y movió levemente la cabeza– …verme triunfar. Siempre dijo que podría hacer cualquier cosa que me propusiera.

–Era una mujer fantástica.

–Aquí tienes –dijo Louisa, poniendo la caja sobre el mostrador.

–¿Cuánto es?

–Nada. Regalo de la casa.

–No puedo llevármela sin pagar –se metió la mano en el bolsillo, sacó un billete y lo puso en el mostrador.

Louisa parecía a punto de discutir pero, en vez de eso, de repente dirigió la mirada justo detrás de Joseph.

–Eh, mamá, he acabado los deberes. ¿Puedo llevarme un pastel a casa para después?

Joe se volvió y se encontró cara a cara con un niño… un niño que tenía su pelo negro y sus ojos verdes.

–Aaron, sabes que no debes interrumpir cuando tengo clientes. Vuelve a la trastienda, iré a buscarte cuando acabe.

–Buf, sólo quería un pastel –farfulló el niño, dejando la habitación.

Joe se quedó inmóvil, incapaz de hablar, mientras intentaba procesar lo que acababa de ver. A quiénacababa de ver.

–¿Louisa? –dijo, volviéndose lentamente y enfrentándose a ella.

No hizo falta que contestara a la pregunta que no había llegado a formular. La respuesta estaba clara en su rostro. Culpabilidad.

–¿Por qué? –preguntó él. Quería saber por qué le había ocultado que tenía un hijo, ¡él tenía un hijo! Calculó rápidamente que debía tener unos siete años–. ¿Por qué? –repitió.

–No esperaba que te enterases nunca –musitó Louisa, blanca como una sábana.

–Eso es obvio –dijo él. No ocultó la amargura de su voz, no quiso hacerlo.

Aunque lo había abandonado sin darle una explicación, Joe habría jurado que Louisa no era capaz de hacer algo tan despreciable.

–Lo siento –murmuró ella–. Sé que no querías tener hijos…

–Tú no sabes nada.

–Sé lo suficiente. Y lamento que haya ocurrido esto. Siento que hayamos conmocionado tu bonito y ordenado mundo. Te aseguro que no era mi intención. Nunca quisiste tener hijos, lo dejaste muy claro. No planeé lo de Aaron, pero no me arrepiento. Es lo mejor que me ha sucedido en la vida. Simplemente, márchate y olvida que me has visto, que lo has visto a él. Vuelve a la vida que tus padres planificaron y organizaron para ti.

Cuando, adolescentes, hablaban sobre el futuro, él siempre había dicho que no tendrían niños. Al pensar en los padres de Louisa y en los suyos, y en su desastrosa forma de educar a sus hijos, había decidido que no se arriesgaría a seguir sus pasos.

Entonces había sido muy joven y lo único que había deseado era a la mujer que tenía ante él. Había creído que ella lo conocía de arriba abajo, pero si había pensado que la rechazaría porque estaba embarazada, lo cierto era que no lo conocía en absoluto.

Pero la obligaría a hacerlo.

Joe necesitaba pensar. Necesitaba encontrar la manera de volver a respirar. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y no quedara oxígeno en la habitación.

Se dio la vuelta para marcharse. No para escapar, sino para asentar los pies en el suelo antes de decidir lo que haría en el futuro. Pero antes decidió hacer una pregunta más.

–¿Cómo se llama?

Durante un momento, creyó que Louisa no iba a responder, pero lo hizo tras soltar un suspiro.

–Aaron. Aaron Joseph Clancy.

Comprender que ni siquiera le había dado al niño su apellido incrementó su dolor. Se dio la vuelta y caminó, olvidando los bombones.

–Joe –llamó ella–. ¿Qué vas a hacer?

–Te lo haré saber cuando lo haya decidido.

Pero decidirse era mucho más difícil de lo que Joe había imaginado. Horas después, seguía sin tener ni idea. Su mente no podía centrarse más que en el hecho de que tenía un hijo.

Aaron. Se llamaba Aaron.

Se había perdido los primeros años de la vida del chico… de la vida de Aaron. Cada vez que pensaba en el nombre de su hijo lo invadía una sensación de asombro y maravilla.

Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró en el muelle.

–Aaron Joseph –dijo en voz alta. No dijo Clancy; el niño debería apellidarse Delacamp.

Louisa le había puesto Joseph como segundo nombre, pero eso era lo único que Aaron tenía de él. El niño había entrado en la habitación, había mirado a Joe a los ojos y no lo había reconocido.

Para Joe había sido obvio. Aaron era exactamente igual que él a esa edad. Larguirucho y desgarbado, con el pelo negro, y sus ojos. Aaron tenía sus ojos.

Joe le había dado su aspecto físico, pero nada más. No había sido por elección suya, pero eso no venía al caso. Se había perdido, muchas cosas, montones de cosas que debería haber hecho por y con su hijo.

Nunca le había cambiado un pañal, ni lo había acunado cuando lloraba. No había visto a Aaron dar sus primeros pasos, ni jugado con él al escondite. Nunca había pasado la noche en vela, a su lado, porque estuviera enfermo o tuviese miedo.

Nunca le había cantado una nana aunque, dada su forma de desafinar, seguramente Aaron no lo habría echado de menos. Pero Joe sí; sintió una oleada de profundo resentimiento.

La lista de cosas que nunca había hecho siguió creciendo mientras, sentado en un banco, al final del muelle, contemplaba el sol hundirse tras la península.

No había acompañado a Aaron en su primer día de colegio, ni lo había ayudado a hacer los deberes. No había tenido la oportunidad de enseñarlo a enfrentarse a los bravucones, ni a cómo defender a los más débiles.

Había demasiados «nuncas». La interminable lista pesó tanto sobre él que tuvo miedo de no poder volver a moverse. Joe ya no podía cambiar esos «nuncas» y le dolió el corazón al pensarlo.

Pero era lo suficientemente sensato para centrarse en lo realmente esencial: Joe Anthony Delacamp tenía un hijo, y no pensaba perderse ni un momento más de su vida. Era una promesa, a sí mismo y a su hijo.

–Mamá, hoy estás triste –le dijo Aaron esa noche.

Louisa había intentado mantener la normalidad por el bien de Aaron. En vez de hacer la cena, lo había invitado a una hamburguesa, como si fuera un día especial. Incluso había conseguido concentrarse lo suficiente para regañarlo cuando, después de que se duchara, descubrió una mancha en su brazo derecho.

–Jabón. No es una ducha de verdad si no te enjabonas todo el cuerpo –le había dicho.

Le había gustado que el rezongara, eso le parecía normal. Pero era lo único.

Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.

El pensamiento no dejaba de rondar su cabeza, interponiéndose entre duchas y regañinas, provocándole espasmos en el estómago y dolor de cabeza.

–¿Mami? –insistió Aaron.

Acababa de terminar de leerle un capítulo del último libro de Harry Potter. Era lo que hacían todas las tardes. Ella disfrutaba sentándose a su lado, sintiendo su calor y compartiendo esos momentos de tranquilidad con su hijo. Su hijo.

Suyo, no de Joe. Él había dejado muy claro años antes que no quería tener niños, pero, cuando se había dado la vuelta y había visto a Aaron…

–Mamá, ¿qué te pasa?

Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.

–Nada, sólo estoy cansada. Hasta mañana, campeón –fue lentamente hacia la puerta.

–Oye, ¿mamá?

Ella se volvió y miró a su hijo. Cuando él había empezado a hacer preguntas, le había dicho que había amado a su padre, pero que eran muy jóvenes, demasiado jóvenes para mantener una relación duradera.

Eso era verdad, al menos hasta cierto punto. También le había dicho que cuando fuera mayor lo ayudaría a buscar y conocer a su padre, si quería. Él niño aceptó la explicación y nunca parecía preocuparle su carencia.

¿Qué pensaría de Joe? ¿Qué pensaría Joe de él?

Aaron estaba acurrucado bajo el edredón de tela vaquera que había hecho para él. Entonaba perfectamente con el color azul profundo de las paredes. Tras su cabeza había un póster gigante del planeta Tierra, y otras fotos del espacio salpicaban el resto de las paredes. Aaron soñaba con llegar a ser astronauta, y ella había hecho lo posible para que mantuviese su ilusión.

Lo que más deseaba en el mundo era que todos los sueños de su hijo se cumpliesen.

–¿Sí, Aaron?

–Te quiero.

–Yo también te quiero –musitó ella, esforzándose por contener las lágrimas que anegaban sus ojos. Apagó la luz y salió del dormitorio.

Joe Delacamp había conocido a su hijo ese día.

Se sentía entumecida. En realidad, dolorida. Tenía un nudo en la garganta y la sensación de que iba a rompérsele el corazón otra vez.

Joseph Delacamp había entrado en su tienda y había descubierto que tenía un hijo. No le había gustado, su rostro lo había demostrado claramente.

Quizá temía que le pidiese ayuda para mantenerlo, o que intentara que se interesase por su hijo. A su esposa no le gustaría eso. A su madre le gustaría aún menos.

Louisa lo tranquilizaría. No quería nada de él. Podía quedarse con su esposa de la alta sociedad y con su vida social.

En un momento de su vida había creído que sería incapaz de vivir sin Joe…, pero no era así. Se había preguntado cómo era capaz de seguir respirando tras abandonar el pueblo… tras dejarlo a él. Sin embargo, día tras día, respiración a respiración, había sobrevivido.

A veces había resultado muy duro.

Se había trasladado a Erie cuando estaba embarazada de tres meses, y había trabajado a jornada completa en la bombonería de Elmer Shiner hasta que dio a luz. De alguna manera había conseguido superar la muerte de su madre, unas semanas antes de que naciera Aaron.

Elmer la había ayudado a hacerlo. También había sugerido que se llevara al bebé al trabajo. Había empezado siendo su jefe y se había convertido en su mejor amigo. Sonrió al pensarlo. Quizá fuera extraño tener a un hombre de setenta años como amigo, pero Elmer rebosaba vitalidad y sabiduría. Era la única figura paterna que había tenido Aaron.