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Él era una fantasía hecha realidad... ¡y ahora también era papá! Amelia Gallagher disfrutaba torturando a Larry Mackenzie, un atractivo socio del bufete de abogados en el que trabajaba. Era el sueño de cualquier mujer, excepto por un pequeño detalle: estaba completamente en contra de cualquier tipo de compromiso. ¿Qué hacía entonces cuidando de aquel bebé? Mac había prometido que le encontraría a la hija de un cliente la familia que él nunca había tenido. Pero hasta que lo consiguiera, iba a necesitar algo de ayuda para entender a la pequeña. Fue entonces cuando apareció la bellísima Amelia y le hizo pensar que su casa era el hogar perfecto para una familia de tres miembros...
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Seitenzahl: 154
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Holly Fuhrmann. Todos los derechos reservados.
QUÉDATE CONMIGO, Nº 1933 - octubre 2012
Título original: Be My Baby
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1124-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
La previsión meteorológica para hoy en Erie, Pennsylvania, anuncia nevadas. Se espera que esta noche caigan entre treinta y cuarenta centímetros de nieve... estamos ante otro invierno típico de Erie, y es que hay cosas que nunca cambian....»
Cambios.
Amelia Gallagher apagó la radio con más ímpetu del necesario. A ella no le importaría que se produjera algún que otro cambio, pero lo único que anunciaba la radio era nieve...
–Si sigues poniendo esa cara, vas a asustar a los clientes –dijo Larry Mackenzie entrando en el bufete de abogados Wagner, McDuffy, Chambers and Donovan.
Ella lo miró mientras se sacudía los zapatos en la entrada y dejaba un montoncito de nieve sobre la alfombra.
Mac era alto, moreno... y guapo, pero Amelia sabía lo que seguía después: a Mac le encantaba meterse con ella. Y por supuesto, ella hacía todo lo posible por corresponderle.
Él no creía que el nombre de Larry inspirase el tipo de confianza que necesitaba por su profesión de abogado, así que prefería que lo llamaran «Mac», la razón exacta por la que Amelia dijo:
–Larry...
–Mac –corrigió él por millonésima vez.
Amelia contuvo una sonrisa antes de continuar.
–Estás poniendo el suelo perdido, y yo no lo pienso limpiar.
Mac frunció el ceño, lo que la llenó de satisfacción. Amelia le pasó un montón de notas.
–Kim Lindsay ha llamado tres veces mientras estabas en el tribunal. Ha dejado el mensaje de que la llames en cuanto puedas.
Él le echó una mirada a los papeles que ella le acababa de pasar, y estudió el nombre escrito en los papeles.
–Lindsay... Kim Lindsay. Ese nombre no me dice nada. ¿Ha dicho sobre qué quería hablar conmigo?
Amelia se encogió de hombros.
–Yo me encargo de tomar el mensaje, no pretendo que me cuenten su vida. Probablemente la conociste en un bar la semana pasada y ya te has olvidado de ella.
Larry le guiñó un ojo y se rió divertido. La mayoría de la gente pensaba que Larry era un tipo simpático, pero no Amelia, que conocía toda una serie de adjetivos para describirlo mejor:
Irritante.
Egoísta.
Desesperante.
Irritante... Oh, eso ya lo había pensado antes.
Guapísimo, para una mujer que se quedara sólo en las apariencias.
Amelia no era así, excepto cuando se le olvidaba que ella no era así, y entonces disfrutaba de las vistas y tenía que admitir que aquel brillo en los ojos le resultaba muy atractivo. Pero no le gustaba utilizar esa palabra para hablar de Larry Mackenzie.
Para apartar de su mente aquellos pensamientos tan poco apropiados, miró el charco que había dejado la nieve de sus zapatos al derretirse.
Genial. Ya se sentía mejor.
Larry le atacaba los nervios, era irritante, egoísta...
Suspiró al darse cuenta de que otra vez estaba repitiendo epítetos y se propuso pensar otros apropiados, ninguno positivo, para describir a Larry Mackenzie. Tenía que asegurarse de que no le faltaban.
–Mira, si no eres capaz de llamarme Mac, tal vez debieras llamarme simplemente señor Mackenzie.
–O tal vez debiera llamarte...
No encontró la palabra apropiada para acabar la frase, pero por suerte Larry no se dio cuenta, ya que justo en ese momento, Elias Donovan, el socio más joven de la firma, entró en el edificio diciendo:
–Muy mal, chicos. Si seguís peleándoos voy a tener que poneros a cada uno en una esquina de la clase.
Se sacudió la nieve de los zapatos en el felpudo de la entrada, lo cual fue muy considerado por su parte, a diferencia de otras personas a las que no les importaban las molestias y el trabajo que pudieran ocasionar a los demás.
–Yo no tengo ningún problema en que me separen de Larry, desde luego –dijo ella.
Mac, sin decir nada, se dirigió a las escaleras que llevaban a su oficina.
–¿Tienes que meterte con él de ese modo? –preguntó Donovan.
–No, pero tampoco tengo que utilizar la seda dental todos los días y sin embargo lo hago para cuidar mis dientes. Es exactamente lo mismo que me pasa con Mac: no tengo que pincharlo, pero me satisface el resultado.
Donovan se echó a reír mientras subía las escaleras.
–Por si se me olvida luego, llámame si necesitas que te traiga el lunes, ¿de acuerdo? Si empieza a nevar como se espera que lo haga, no podrás salir de casa con tu coche.
–Gracias, Donovan –dijo Amelia.
Donovan era una persona agradable, no como otros empleados del bufete.
Desde luego, a Mac no le importaba si ella se quedaba atascada en la nieve, pero a Donovan sí. Se acababa de comprar un nuevo todo terreno con tracción a las cuatro ruedas y se había ocupado de llevarla de casa al trabajo unas cuantas veces desde entonces los peores días del invierno.
Desde luego, resultaba de ayuda que Amelia fuera amiga de su esposa, Sarah. Sarah pensaba en ella y probablemente se hubiera encargado de recordarle a Donovan que la llevara, pero aquello no tenía demasiada importancia. Lo que contaba era que Donovan era una buena persona. Y tenía razón: el coche de Amelia no podría circular en medio de una tormenta de nieve.
Su viejo coche estaba en las últimas, pero acababa de pagar la última letra del crédito que había pedido para enviar a su hermano a la universidad y en cuanto pudiera ahorrar un poco, lo celebraría comprándose un coche nuevo.
Nuevo del todo, que oliera a coche nuevo, con una tapicería preciosa, tal vez incluso de cuero...
Su amiga Libby acababa de comprarse un coche nuevo con arranque automático y asientos con calefacción. Con sólo apretar un botón desde el interior de casa, podías tener el coche caliente y los asientos calientes cinco minutos después, cuando entraras en él.
Le encantaban aquellos lujos decadentes.
Pronto Amelia habría ahorrado suficiente dinero para poder comprarse algo así. Tras años cuidando de otras personas, por fin podría centrarse en lo que ella deseaba.
Su padre les había abandonado cuando Amelia era muy joven, pero aun cuando estaba en casa, nunca había pasado tiempo realmente con ellos.
Ella no se había lamentado de la marcha de su padre, pero cuando murió su madre pensó que se le partiría el corazón. Sólo tenía veintiún años, pero supo lo que tenía que hacer: dejó la universidad y pasó a encargarse de toda la familia. Sus hermanos se merecían toda la ayuda que ella pudiera prestarles.
Después de haberse pasado los últimos seis años haciendo todo tipo de malabarismos con las cuentas para conseguir que Marty y Ryan acabaran sus estudios universitarios, por fin era una mujer económicamente independiente. Se había pasado la vida cuidando de los demás y lo único que tenía que hacer a partir de entonces era cuidar de sí misma. Podía hacer todo aquello con lo que siempre había soñado.
Sólo tenía que organizar sus ideas: podía volver a la universidad, empezar un curso de paracaidismo, podía...
Había un mundo de oportunidades a su alrededor y un coche nuevo con asientos calefactantes sería tan sólo el principio. Toda una vida de posibilidades se abría ante Amelia, esperando a que las descubriera.
O mejor, Amelia no.
Aquel nombre evocaba una carga de responsabilidades demasiado pesada.
Mia.
En casa, cuando era más joven, siempre la habían llamado Mia. Cuando aún no tenía preocupaciones. Pero en algún momento dejaron de hacerlo y se convirtió en Amelia.
Amelia, la responsable, la que se ocupaba de todo y de todos...
Bueno, volvía a estar libre de preocupaciones, así que pronto descubriría su verdadero significado. Era Mia de nuevo, Amelia tal vez no supiera qué iba a hacer después, pero Mia pronto lo descubriría.
Una vez olvidados los abogados irritantes, Mia siguió fantaseando sobre las cosas que podría hacer a partir de entonces, empezando por el coche que se compraría muy pronto.
Muy pronto...
–Se trata de una medida a corto plazo, señor Mackenzie. Tendrá que tomar una decisión definitiva muy pronto.
–Legalmente, estoy en mi derecho –había muchas cosas que Mac no sabía. De hecho, no tenía muy claro lo que estaba haciendo en ese momento, pero sí conocía la ley.
–No sé si ejercer ese derecho redunda en el beneficio de la menor, y eso es lo que me preocupa –dijo la señorita Lindsay, mirándole, convencida de que Mac no podría con aquello.
–Su madre me nombró su tutor, y como tal, soy yo quien ha de encargarse de Katie.
Era la persona responsable. La sola idea le aterraba, pero era lo suficientemente hombre como para admitirlo. Al menos ante sí mismo.
Era el responsable de un bebé.
No estaba seguro de qué iba a hacer con ella, pero tenía claro que no iba a pasar la patata caliente... no iba a repetir lo que hicieron sus padres.
Se levantó y cerró la puerta con violencia al recordar aquello.
No arruinaría la vida de aquella niña como sus padres habían arruinado la suya. Además, tampoco se trataba de un compromiso de por vida: le encontraría un hogar a la niña, una casa de adopción donde la quisieran y la ayudaran en todo lo que necesitara, y eso sería todo.
Le asombraba pensar cómo habían cambiado las cosas en sólo una hora.
Hacía sesenta minutos que había decidido responder a la llamada de Kim Lindsay. Desde luego, lo que ella le contó era lo último que podía haber imaginado y así había llegado a la sala de estar de la casa de Esther Thomas con la misteriosa Kim Lindsay, que no era precisamente alguien a quien había conocido y luego había olvidado, como había dicho Amelia. Desde luego, Amelia era única sospechando siempre lo peor de él. Pero en aquella ocasión, le hubiera gustado que acertase; todo sería mucho más fácil si Kim Lindsay fuera simplemente una persona a la que conocer y después olvidar sin problemas, pero no era así: Kim Lindsay era la trabajadora social asignada a aquel caso.
Y aquel caso era el de Katie O’Keefe. Kim Lindsay se había encargado de averiguar si la niña tenía parientes que se ocuparan de ella, o de buscar otras soluciones en caso contrario.
Katie O’Keefe no tenía parientes, pero tenía a Mac. Su tutor.
Él era el responsable del bebé, y la señorita Lindsay parecía tener problemas para recordarlo.
–Ya tengo un hogar de acogida para ella –dijo la señorita Lindsay–. Hasta que no entré en casa de Marion, no encontré su nombre como contacto de emergencia.
–No soy la persona con la que contactar en caso de emergencia, soy el tutor de la niña. Ya le he mostrado toda la documentación –se alegraba de haber recordado llevarla consigo.
–Pero también me ha dicho que nunca había imaginado que tuviera que ejercer esa responsabilidad de este modo, que no tiene ni idea de bebés y que no piensa quedarse con ella. En ese caso...
–Yo estoy dispuesta a quedarme con ella, si tengo una ayuda económica. Lo suficiente para cubrir los gastos... –apuntó Esther Thomas.
Mac miró a la vecina de Marion O’Keefe. Parecía muy mayor, casi incapaz de cuidar de sí misma, y mucho menos de hacerse cargo también de un bebé.
–No –dijo él, al mismo tiempo que la trabajadora social. Intercambiaron una sonrisa de complicidad. Tal vez no se pusieran de acuerdo sobre dónde debía quedarse Katie, pero sí lo estaban acerca de dónde no debía quedarse–. Lo que quiero decir –siguió Mac, al ver a la anciana fruncir el ceño–, es que le agradezco lo que ha hecho por Katie, pero su madre quería que yo me ocupara de ella, y eso es exactamente lo que voy a hacer.
–Señora Thomas, ¿podría disculparnos un momento? –preguntó la señorita Lindsay.
–Sí, claro. Su madre tampoco quiso nunca que la cuidase, como si no pudiese cuidar de un bebé –musitó la anciana mientras se alejaba por el pasillo.
La señorita Lindsay estudió sus informes. Mac reconoció un gesto que él empleaba a menudo: aquello daba impresión de autoridad, y les recordaba a los dos quién estaba al mando.
Mac esperó cuál sería el siguiente argumento en contra de su propuesta, y no tuvo que esperar mucho.
Ella levantó la vista de la documentación y lo miró a los ojos. Antes de que ella pudiera decir nada, él dijo:
–Me la voy a llevar. Después de todo, no será por mucho tiempo, pero su madre confió en mí para su cuidado.
–Cuénteme de nuevo cómo fue todo aquello.
–La señora O’Keefe no tenía familia. La niña nació después de la muerte de su padre, y Marion quería ocuparse de que su hija no se viese nunca en un hogar de acogida. Sabía que necesitaba un tutor, alguien que se ocupara del futuro del bebé si le ocurría algo a ella. Había leído algo sobre mis casos y sabía que yo había trabajado en casos de tramitación de adopciones.
Mac trabajaba como voluntario para Nuestro Hogar, una organización benéfica que se ocupaba de buscar hogares de adopción a niños con necesidades especiales. Pero él nunca había trabajado con los niños directamente, ni había sido tutor de ninguno de ellos.
Tenía que haberle dicho a aquella mujer que no. En Pennsylvania era legal que un abogado ejerciese también como tutor legal, pero no era frecuente. Simplemente, tenía que haber dicho «no».
Ésa hubiera sido la primera respuesta de Mac, pero cuando Marion O’Keefe acudió a su despacho, parecía realmente sola. Y él sabía lo que era no tener a nadie a quien recurrir.
Ella lo había mirado con los ojos llenos de ansiedad.
–No tengo a nadie, señor Mackenzie. No espero que sea usted quien se encargue de su educación, pero conozco cómo ha trabajado en otros casos de adopciones y sé que podrá encontrarle a ella un buen hogar.
–¿A ella?
–Sí. En la ecografía han visto que es una niña –Marion había sonreído y se había pasado una mano por la barriga. Una ligera caricia llena de amor.
Entonces se dio cuenta de que no podía negarse.
Los recuerdos se agolpaban en su mente. En aquel momento sintió envidia de aquel bebé, tan deseado por su madre. Marion O’Keefe quería a su hija incluso antes de que naciera, se preocupaba por su futuro y acudía a él para que alguien se ocupara de ese futuro, si ella no podía hacerlo.
Al final, no tuvo corazón para negarse. Aceptó convertirse en tutor de la niña que aún no había nacido y después se olvidó de todo aquello. Después de todo, Marion parecía joven y fuerte. Nadie podía haber imaginado que un aneurisma se la llevaría meses después.
Mac sintió una puñalada de dolor por la muerte de la madre y por el bebé al que tanto había amado.
Tal vez no hubiera previsto que todo aquello sería así, pero el bebé era responsabilidad suya, y no iba a fallarles a Marion y a su hija. Aquella niña no tendría el amor de su madre, pero Mac se ocuparía de que la llevaran a un hogar donde la quisieran. No confiaría su cuidado a unos extraños. Hasta que encontrase un hogar para ella, él se ocuparía del bebé.
–Se lo prometí a su madre y me siento en la obligación moral de cuidar personalmente del bebé.
–Pero...
–Señorita Lindsay, a no ser que pueda usted encontrar una contraindicación legal a que yo me lleve al bebé, considere acabada esta conversación.
La mujer suspiró.
–¿Podría al menos quedarse con mi tarjeta y llamarme si necesita algo?
–Escuche, tal vez pueda parecer obstinado –dijo, sonriéndola para intentar caerle bien–. Pero no soy estúpido.
–De acuerdo. No había muchas cosas en el piso. Ni siquiera una cuna para el bebé. No creo que su madre tuviera mucho dinero.
–Yo tampoco –dijo Mac–. Le ofrecí redactar su testamento sin cobrarle, pero no aceptó.
Marion O’Keefe había sido una mujer orgullosa y amorosa, que había enviado el pago de cinco dólares semanales, sin retrasarse, desde entonces.
Mac se aseguraría de que Katie supiese todo eso de su madre.
–El casero ha dicho que empaquetaría las cosas de Marion y se las enviaría a usted, para Katie.
–Muy bien.
La trabajadora social dio unos pasos hacia la puerta.
–Señor Mackenzie, ¿sabe dónde se está metiendo?
–¿Qué tiempo tiene la niña? –dijo él, sabiendo que hacía menos de un año que había recibido a Marion O’Keefe en su oficina.
La señorita Lindsay echó un vistazo a sus papeles antes de responder.
–Siete meses.
–Siete meses –repitió él, con una carcajada–. No puede ser tan difícil.
Entonces fue el turno de la señorita Lindsay de echarse a reír.
–Le llamaré dentro de un par de días y me dará usted mismo la respuesta a esa pregunta.
La señora Thomas bajó las escaleras con una bolsa en la mano.
–He puesto su ropa y sus cosas aquí. Sólo quedan dos pañales más, así que debería parar antes de llegar a casa a comprar más.
–Gracias, señora Thomas –dijo él, agarrando la bolsa.
–Voy a buscarla.
Hubiera sido mucho más fácil haber dejado que la señorita Lindsay se ocupara de dejar al bebé con alguien que tuviera experiencia con niños. Los servicios sociales no debían de tener muchas dificultades para encontrar a alguien que quisiera adoptar a un bebé. Pero no podía confiar a la niña a otra persona. Tal vez no la conociera aún, pero sabía que era un bebé especial, así que le buscaría un hogar lleno de amor, donde no le faltara de nada, ni emocional ni económicamente.
–Aquí la tiene –dijo la señora Thomas, con la niña en brazos, envuelta en una manta limpia y suave que parecía fuera de lugar en aquel viejo piso.
Mac la tomó en brazos y observó la carita angelical de la niña dormida. Katie O’Keefe era una niña preciosa. Le acarició la mejilla con un dedo y sintió una punzada en el estómago. Era tan pequeña, tan vulnerable...
Al apartarle la manta de la cabeza, vio con sorpresa su pelo pelirrojo. Le recordaba a su madre y sintió simpatía por aquella niña que nunca conocería a su madre ni recordaría su amor.
Le encontraría un hogar, el hogar perfecto, pero hasta entonces, él la cuidaría.
–Gracias de nuevo, señora Thomas.
La mujer musitó una respuesta incomprensible.
Mac se dirigió hacia la puerta.
¿Qué demonios iba a hacer entonces? Le había asegurado a la trabajadora social que podría ocuparse de todo. Sabía que el bebé tenía necesidades inmediatas, pero no sabía por dónde empezar.