Padre de alquiler - Holly Jacobs - E-Book

Padre de alquiler E-Book

Holly Jacobs

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Beschreibung

Le habían pedido muchas cosas en su vida, pero nada parecido a aquello. Abel Kennedy estaba boquiabierto. ¿Cómo iba a tener un hijo con Hannah Harrington? Un día era un afable agente inmobiliario y al día siguiente se había convertido en un semental al servicio de una sexy enfermera. Sabía que podía hacer lo que ella le pedía y, en cuanto vio a aquella belleza, supo que también estaba más que dispuesto, pero... ¿estaba preparado para un niño? Si ni siquiera estaba preparado para Hannah...

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Holly Fuhrmann

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Padre de alquiler, n.º 5447 - diciembre 2016

Título original: Ready, Willing and…Abel?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-9019-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

EL catálogo tendría que llamarse Sementales para Todos los Gustos.

El número 325. Un metro y noventa y dos centímetros, setenta y ocho kilos, pelo castaño y ojos marrones. Estudiante de historia.

También estaba el 5571. Metro ochenta y cinco, setenta y cinco kilos, rubio, ojos azules y licenciado en química.

Hannah Harrington siguió ojeando el catálogo, pero después de leer las primeras descripciones se sintió saturada de información.

Parecía como si pudiera elegir las características del padre de su hijo. Era como si fuera a una juguetería cuando era niña y eligiera la muñeca Barbie que más le apetecía.

Ella quería un hijo con toda su alma, pero no le parecía bien encontrar al padre en un catálogo de donantes de esperma. Era enfermera y comadrona, pero no se le ocurría ninguna otra forma de conseguir un hijo propio. Llevaba meses dándole vueltas al asunto y seguía sin encontrar una solución aceptable.

Quería un hijo.

Cuando era joven, su madre adoptiva, Irene, había tenido una legión de hijos en su casa, y Hannah había aprendido a adorarlos. Le encantaba cómo olían y le encantaba tenerlos en brazos. Naturalmente, no le encantaba todo el lío de los pañales ni las babas, pero eran inconvenientes sin importancia.

Hannah siguió ojeando el catálogo de donantes de esperma. Efectivamente, le preocupaba mucho el tictac de su reloj biológico, pero no creía que aquella fuera la forma de tener un hijo antes de que el reloj dejara de funcionar definitivamente.

El intercomunicador zumbó y Hannah se despertó de sus sueños.

—Hannah, ha venido a verte un tal Abel Kennedy —le dijo la recepcionista con retintín.

Los hombres no abundaban en una consulta de ginecología.

—Hazlo pasar.

Hannah entendía la curiosidad de Sharon, pues ella misma también estaba intrigada por la visita de Abel Kennedy. Los varones que pasaban por aquella consulta o bien eran representantes de medicamentos o acompañantes de pacientes. Al hacer la cita, el señor Kennedy había asegurado no ser ninguna de las dos cosas. Había dicho que tenía un asunto personal con Hannah. Sin embargo, Hannah no reconocía el nombre ni podía imaginarse el asunto personal que podían tener.

—¿Me lo contarás todo después? —le preguntó Sharon.

—No te prometo nada —le contestó Hannah entre risas.

—Por lo menos me dirás si está embarazado. Podría conseguir unos ingresos extra si vendiera la historia a alguna revista.

—Dile que pase —Hannah seguía riéndose.

Dejó el catálogo debajo de un montón de carpetas. Aquella alternativa seguía pareciéndole impersonal y aséptica. Ella quería otra cosa para su hijo… si alguna vez había tal hijo.

Sharon abrió la puerta y presentó al caballero.

—Hannah, este es el señor Kennedy.

El señor Kennedy era moreno, tenía los ojos negros y era sencillamente impresionante. Al estrecharle la mano se dio cuenta de que no era demasiado alto, pero tampoco hacía falta serlo para parecerlo en comparación con el metro sesenta de ella.

—Siéntese, por favor —le dijo Hannah.

Tenía esa constitución larguirucha y desgarbada que tienen muchos atletas. ¿Practicaría algún deporte? Si lo hacía, merecería la pena sentarse a verlo jugar, aunque ella no era nada aficionada a los deportes.

Estaría dispuesta a aguantar cualquier partido o lo que fuera con tal de verlo en acción.

Hannah se dio cuenta de que Sharon seguía al fondo de la habitación.

—Gracias, Sharon.

—De nada —la recepcionista no hacía nada por marcharse.

—Si necesito algo, ya te lo diré —le dijo Hannah claramente.

Sharon dejó escapar un suspiro, salió y cerró la puerta.

—Señor Kennedy, no sé bien qué puedo hacer por usted… —Hannah dejó la frase sin terminar y esperó la respuesta con curiosidad.

—Supongo que no hay muchos hombres que pidan una cita en una consulta de ginecología… —dijo él con una sonrisa arrebatadora.

—Bueno —replicó Hannah con la esperanza de que no se le notara que él no le pasaba desapercibido—, los hombres suelen venir con sus parejas, pero no estamos acostumbradas a que vengan solos. ¿En qué puedo ayudarlo? Reconozco que tengo cierta curiosidad.

—Se trata de unos terrenos de su propiedad —se detuvo un instante—. Irene Cahill.

Hannah sonrió al pensar que Sharon se había quedado sin historia para las revistas.

—Ya sé de qué terrenos me habla. Irene me los dio, pero no son realmente míos.

Irene Cahill había sido la madre adoptiva de Hannah. Había criado a Hannah y a su amiga Lucy y también se había ocupado de muchos niños que estaban esperando a que los adoptaran. Cuando Irene se fue a una residencia de jubilados en Florida, le dio a Hannah tres pequeños solares en el centro de la ciudad porque sabía que Hannah soñaba con construir un centro de salud.

—Ya sé lo del centro de salud —dijo él—. Irene me lo ha contado.

—Lo siento, pero me parece que no lo entiendo del todo.

—La visité para comprárselos, pero ella me dijo que se los había dado a usted y me habló del centro de salud. He venido para ofrecerle la posibilidad de buscar otros solares cerca si me vende estos.

—Entiendo.

—Me parece que no lo entiende. Necesito esos terrenos. Puedo encontrarle otros que serán perfectos para sus propósitos.

—¿Por qué son tan importantes esos solares en un vecindario tan viejo?

—Mi socio y yo estamos pensando en hacer casas nuevas en esa zona. Las cifras del censo dicen que Erie necesita casas nuevas y modernas. Hay demasiados habitantes que se van a vivir a las afueras. Hay que conseguir que vuelvan al centro de Erie…

Hannah no prestaba mucha atención mientras Abel Kennedy entraba de lleno en un asunto que, evidentemente, le resultaba muy querido e importante. Habló de hacer promociones y la abrumó con cifras sobre la viabilidad de conseguir que los jóvenes profesionales se quedaran en el centro. Habló de bases imponibles y de invertir en el futuro de la ciudad.

Hannah, por su lado, lo miraba con atención. Abel Kennedy era exactamente lo que quería como padre de su hijo. Era una pena que no hubiera nadie como él en el catálogo.

Hablaba con pasión y la pasión era algo maravilloso. Se movía con elegancia. Era impresionante. Era un verdadero regalo para la vista.

Además, después de escucharlo, estaba muy claro que tenía cerebro.

Parecía sano. Era importante tener un padre sano. ¿Tendría sentido del humor? Aunque eso era secundario. Lo que ella necesitaba de verdad era un hombre sano, inteligente y que estuviera vivo; el sentido del humor sólo era un extra.

Abel Kennedy parecía cumplir ampliamente todos sus requisitos.

Él había terminado su exposición y era el turno de Hannah. Se apoyó en el respaldo de la butaca y esperó a que ella respondiera.

—Una urbanización dentro de la ciudad en vez de en las afueras… Bueno, tiene interés —consiguió decir Hannah que se había enterado de algo mientras fantaseaba con la paternidad de Abel.

—Y si conseguimos comprar toda la zona de nueve manzanas, el Ayuntamiento nos permitirá cerrar algunas de las calles, lo que lo convertiría en una verdadera urbanización sin tráfico. Necesitamos sus solares para hacerlo.

—Señor Kennedy, tengo que pensarlo.

—Señora Harrington, también vendo inmuebles y sé que tendría que negociarlo con calma, pero necesito esos solares y haré lo que sea necesario para conseguir que los venda. Yo le encontraré otro terreno para su centro de salud. Incluso haré una contribución para su construcción. Pagaré un precio mayor del de mercado por los solares. Dígame lo que quiere y me encargaré de intentar que lo consiga —se detuvo y la miró fijamente—. ¿Qué necesita?

—Querer y necesitar son cosas muy distintas. En estos momentos, sólo quiero un hijo y lo único que necesito es un padre para él.

Hannah se calló bruscamente al darse cuenta de lo que había dicho. Aunque quizá sólo se hubiera imaginado que lo había dicho en voz alta.

—¿Cómo dice?

La mirada de Abel pasó a ser de sorpresa; de conmoción, más bien.

Efectivamente, lo había dicho en voz alta. No tenía intención de airear sus fantasías. Se rió nerviosamente e intentó pensar en algo que decir. Sin embargo, seguía pensando que Abel Kennedy era la solución perfecta para su deseo de tener un hijo. Se sintió impresionada por la audacia y el disparate de la idea. Quiso volver a reírse y asegurar al buen hombre que sólo era una broma.

Sin embargo, la sensatez no le daría lo que ella quería. Tomó aire.

—Quiero que piense en la posibilidad de ser el padre de mi hijo.

Esa vez fue Abel quien estalló en una carcajada descontrolada.

Hannah se dio cuenta de que no estaba equivocada. Abel Kennedy cumplía todos los requisitos. Era un varón vivo, inteligente y parecía tener buena salud. Además, la risa le demostraba que también cumplía el requisito opcional: tenía sentido del humor.

—Señor Kennedy, no tiene gracia. Digo muy en serio lo del hijo. He estado analizando esta información estúpida sobre el banco de donantes de esperma —sacó el catalogo y lo agitó—, pero la idea no me convence —dejó el catálogo en la mesa y se lo acercó a él—. Mire, no espero que acepte mi propuesta. No quería decir lo que he dicho. Se me ha escapado, ha sido una ocurrencia. Quizá haya sido un lapsus. Usted me preguntó qué necesitaba y qué quería. Bueno, pues yo quiero un hijo y, por lo tanto, necesito un padre.

Abel dejó de reírse, como si se hubiera dado cuenta de que hablaba en serio.

—Señora Harrington…

—Por favor, déjeme terminar. Sí no lo digo ahora, me acobardaré y no lo diré nunca.

Abel, que ya no se reía, se recostó y esperó en silencio. Parecía verdaderamente impresionado.

Hannah sabía que era una propuesta repentina e impulsiva, pero tampoco tenía nada que perder.

—No tengo a nadie especial y tampoco tengo esperanzas de tenerlo a corto plazo. Además, una relación que se basara sólo en la necesidad de tener un hijo no duraría mucho, así que la descarto. Podría engañar a un hombre, pero no voy a hacerlo, ni siquiera me lo planteo. De modo que sólo me queda encontrar a un padre biológico. Alguien con quien no tenga ninguna relación; alguien con quien no espere tener una relación. Ahí es donde empiezan los problemas —jugueteó nerviosamente con el borde del catálogo—. Podría pedírselo a un amigo, pero un amigo forma parte de tu vida. Aunque estuviera dispuesto a dejarme que lo criara sola, él tendría sus ideas y sugerencias. Discutiríamos y eso sería el final de la amistad. Sería tan molesto como un divorcio. Además, mi único amigo íntimo también es mi socio. Trabajamos juntos. Los amigos también quedan descartados. Sólo me quedan los conocidos y los desconocidos. El problema es que los únicos hombres que se plantearían ser el padre son precisamente los que yo no querría como padres. En definitiva, sólo me quedan los bancos de esperma y no puedo explicarle cuánto me disgusta ese camino.

—Así que me lo pide a mí… —el tono era de asombro e incredulidad.

—Usted me preguntó qué quería. Yo quiero un hijo. Usted me pregunto qué necesitaba. Yo necesito un padre para ese hijo.

—¿Qué le hace pensar que yo me plantearía algo tan…?

—Disparatado… —terminó ella—. Porque yo tengo algo que usted necesita.

—Eso es un chantaje.

Hannah suspiró. Tenía razón, pero ella estaba desesperada.

—Mire, comprendo que la propuesta es muy repentina. Yo misma me he sorprendido al oír mis palabras, pero no le pido que sea el padre ahora mismo.

Hannah se imaginó al estilizado Abel Kennedy tumbándola sobre la mesa del despacho, pero rechazó la idea inmediatamente. No estaba proponiéndole ese asunto porque él le alterara las hormonas. Era un negocio.

—Sólo le pido que se lo piense. Conózcame y déjeme que lo conozca. Usted parece cumplir todos los requisitos, pero puede tener algún defecto grave de personalidad que yo no querría transmitir a mi hijo.

Abel entrecerró los ojos y la miró fijamente.

—¿Qué propone? —le preguntó lentamente.

A ella le sorprendió que le preguntara lo que pensaba porque en realidad no lo sabía.

—Que pasemos algún tiempo juntos —respondió lacónicamente.

Abel se inclinó hacia delante sin dejar de mirarla como si intentara resolver un acertijo.

—Sólo pasaré algún tiempo con usted para convencerla de que me venda los solares y se olvide de los hijos.

Lo dijo con una sinceridad que admiró a Hannah.

—De acuerdo, es justo. Yo sólo estaré con usted para convencerlo de que no puedo olvidarme de los hijos y que usted debería ayudarme a tener uno.

—Señora…. —se detuvo como si la propuesta le hubiera borrado su nombre de la cabeza.

—Harrington. Hannah —terminó ella.

Él parecía tan atónito que ella sintió cierta lástima. Era un plan disparatado, pero…

Pero tener un hombre de carne y hueso para que fuera al padre de su hijo le parecía mucho menos desagradable que un donante anónimo de un banco de esperma.

—Señora Harrington, usted no me conoce.

—Ni usted me conoce a mí —replicó ella—. Déjeme que le cuente algo de mí misma. Otras chicas soñaban con profesiones que les permitieran tener buenos trabajos. Yo soñaba con hijos. Además, como trabajo todo el día con madres e hijos, ese sueño se hizo más profundo cada día. El año pasado me di cuenta de se me pasaba el tiempo y mi sueño no se cumplía. Tengo casi treinta años y dentro de nada será demasiado tarde.

—Señora Harrington, no creo…

—No pensaba que resultaría tan difícil quedarse embarazada, pero ha sido más que difícil, ha sido imposible —no estaba segura de cómo seguir—. Es muy raro, pero cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que merece la pena intentarlo —abrió un cajón y sacó una hoja de papel muy gastada—. Esta es una lista con mis requisitos. No creo que sea muy exigente. Sólo quiero un varón vivo que sea inteligente. No hace falta que sea un científico de primera fila, sino alguien que transmita una buena cabeza. También tiene que estar sano. Esos son los requisitos indispensables. El sentido del humor es un extra., pero a juzgar por su forma de reírse, usted lo tiene.

—Yo no quiero hijos —Abel se pasó los dedos por el pelo y se despeinó.

Hannah sintió la necesidad de volver a peinarlo mientras intentaba calmarlo.

—¿No quiere hijos? Mejor. No sé por qué no se me había ocurrido antes. Un hombre que no quiere hijos es lo perfecto para mí. Me dejará que críe a mi hijo en paz.

—A ver si me entero. Usted no me conoce, pero eso es lo mejor. Se conforma con saber que estoy vivo y soy inteligente. Además, no quiero hijos. Entonces, ¿soy el padre perfecto para usted?

—El candidato a padre. No puedo tomar una decisión tan importante por un sólo encuentro. Además, se ha olvidado del sentido del humor. Es negociable, pero, evidentemente, usted lo tiene —se detuvo para intentar que la propuesta pareciera un poco racional—. Estamos en un nuevo milenio y estas cosas se hacen cada vez más. No le pido que acepte, sino que se lo piense. Lo haremos todo bien y de forma legal. Nada de manutención para el niño ni visitas.

—Estamos hablando de hacer un hijo por el sistema tradicional o yo sólo voy a donar…

Hannah lo interrumpió al notar que las mejillas le abrasaban.

—Podemos decidirlo más tarde si usted decide aceptar —afirmó mientras notaba que se quedaba sin fuerzas.

¿Hacer un hijo con Abel de la forma tradicional? Notó un cosquilleo en todo el cuerpo.

—¿Cree sinceramente que voy a participar en esto? —él tamborileó con los dedos en la mesa.

El cosquilleo desapareció y Hannah se quedó chafada.

—Seguramente, no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo tengo algo que usted necesita y usted tiene algo que yo quiero.

La arruga que se profundizaba en el ceño de Abel Kennedy lo hacía cada vez más… sencillamente más.

—Si yo acepto ser el padre de su hijo, si paso algún tiempo con usted, ¿me venderá los solares?

—Si se los vendiera inmediatamente, usted no volvería a hablar de este asunto. Esos solares son mi baza para negociar. Tenemos que conocernos. A lo mejor usted no es un candidato tan perfecto como parece.

Abel miró con curiosidad a aquella rubia pequeñita. ¿Qué demonios había pasado? Él había entrado en aquel despacho convencido de que se llevaría los solares y estaba hablando de darle un hijo a ella.

—Es absurdo —tenía que levantarse e irse, pero necesitaba los solares—. Sin embargo es posible…

—¿Es posible? —repitió ella.

Si aceptaba conocerla y plantearse su propuesta, sería un mentiroso. Era imposible que él se planteara sinceramente la posibilidad de darle un hijo y luego desaparecer.

Tenía que irse de allí, pero no podía darle la espalda a sus sueños. Podía tenerla un poco contenta hasta que se le ocurriera otro plan.

—Es posible. Es verdad, usted tiene todas las bazas. De modo que seguiré la partida por el momento. Podíamos empezar con una cena.

—¿Una cena? —espetó Hannah.

Repentinamente, se habían cambiado las tornas. Estaba claro que Hannah no había contado con que él siguiera el plan.

—Una cena. Usted puede intentar convencerme para que le dé un hijo y yo puedo intentar convencerla de que me venda los solares.

La miró y vio que parecía aturdida. ¿Por qué tardaba tanto en contestar si eso era lo que quería?

Era guapa. Tenía una belleza de duendecillo con el pelo corto y rubio y su corta estatura. Era guapa y estaba como una cabra. Sin embargo, ¿quién estaba más loco? Ella había planteado un plan y él le proponía salir a cenar.

—Muy bien. Terminaré mi trabajo a las siete y media.

—Perfecto. Pasaré a recogerla —Abel se levantó—. Pero no quiero que se haga muchas ilusiones. Lo hago sólo por los solares.

Hannah se quedó sentada completamente atónita. ¿Cómo se le había ocurrido proponer algo así a un desconocido? Ese hombre le alteraba el pulso, desde luego, pero también lo hacían muchos actores y no les había pedido que fueran el padre de su hijo.

Hannah no sabía qué hacer y llamó a Irene. Quería saber lo que su madre adoptiva sabía de ese tal Abel Kennedy, pero le contestó el contestador automático.

—Hola, soy Irene. En este momento no estoy en casa, pero si es un hombre con más de sesenta años, le atenderé en cuanto pueda. Si no… bueno le atenderé en cuanto termine con él.

Hannah no pudo evitar una sonrisa. Irene aprovechaba al máximo su jubilación.

—Irene, soy Hannah. Hoy he tenido una visita. Un tal Abel Kennedy. Me ha dicho que había hablado contigo sobre los solares que me diste para el centro de salud. Yo quería… —se detuvo al no saber lo que quería—. Bueno, llámame cuando puedas.

Colgó sin tener las cosas nada claras. Le habría gustado llamar a Lucy, su mejor amiga, pero desgraciadamente estaba en Europa por motivos de trabajo.

Por un lado quería darse por vencida y venderle los solares. Esos terrenos eran fundamentales para llevar a cabo su sueño y al menos uno de los dos podría hacerlo realidad.

Saldría con él esa noche y la semana siguiente le diría que le vendía los terrenos; que no podía impedirle hacer realidad su sueño. Sin embargo, por el momento, ella también iba a aferrarse a su sueño. Quizá él se lo pensara.

—Sharon me ha dicho que has tenido una visita masculina. ¿Qué quería? —le preguntó Rick Stephanson, su socio, que había entrado sin llamar.

—Quería comprarme los solares que me dio Irene. Me ha dicho que ella estaba al tanto, pero no la he localizado. Ya conoces a Irene.

—¿Qué pasa con el centro de salud? —le preguntó Rick mientras se sentaba en la butaca que había dejado libre Abel.

—Eso es lo que le he preguntado. Creo que ha estado hablando con Irene porque me ha dicho que tiene otros solares para mí en la misma zona.

—¿Se los has vendido? ¿Cuánto te ha dado? —Rick se ocupó del aspecto económico.

—Bueno, digamos que estamos en negociaciones.