Matar a la madre - Luciano Lutereau - E-Book

Matar a la madre E-Book

Luciano Lutereau

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Beschreibung

El psicoanálisis es, ante todo, una herramienta de lectura que sirve para leer y descubrir en lo manifiesto la presencia latente de fantasías y deseos. Por esto, la literatura es su aliada fundamental. ¿Cómo muere una madre? ¿Cómo se las arregla una hija para desovillar el que puede ser el vínculo más importante de su vida? ¿Cómo pensar una relación entre hermanas que no sea equivalente a la fratría viril? Con el recurso de la ficción, Luciano Lutereau intenta responder estas preguntas avanzando en una de las zonas más oscuras del pensamiento freudiano: el Edipo femenino, disimétrico respecto del varón. En la primera parte, a través de las novelas de cuatro escritoras contemporáneas (Silvia Arazi, Marina Mariasch, Marie Aubert y María Negroni), se reconstruye uno de los problemas centrales de la relación madre-hija. Ahí donde Freud planteaba demasiado rápidamente un pasaje de la madre hacia el padre, a partir de una experiencia de decepción, Luciano Lutereau sostiene que esta decepción es en sí misma un pasaje y podría tener muy diversos derroteros. Dado que no hay equivalente, para las hijas, de la fantasía parricida, ellas necesitan dejar a la madre, como modo de circunscribir lo imposible de una separación sencilla. En la segunda parte, cuatro ensayos elaborados a partir de lecturas literarias (Gérard Haddad, Guadalupe Nettel, Renata Salecl, Siri Hustvedt) expanden los conceptos anteriores y sugieren varias hipótesis para pensar el mundo contemporáneo.

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Matar a la madre

Matar a la madreEl duelo más difícil para una hija

Luciano Lutereau

Índice de contenido
Portadilla
Legales
PRIMERA PARTE. ENSAYO CLÍNICO
La pérdida materna
La voz de la madre, de Silvia Arazi
La separación madre-hija
Efectos personales, de Marina Mariasch
El vínculo entre hermanas
Adultos, de Marie Aubert
Dejar de hablarle a la madre
El corazón del daño, de María Negroni
SEGUNDA PARTE. RESEÑAS LITERARIAS
Los hermanos (no) sean edípicos
Dos versiones de lo materno
La locura materna
Todo lo que perdimos
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA

Lutereau, Luciano

Matar a la madre / Luciano Lutereau. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-556-956-4

1. Psicología. I. Título.

CDD 150.195

©2023, Luciano Lutereau

©2023, RCP S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

ISBN 978-950-556-956-4

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

Imágen de tapas: adobe stock | la vector

Digitalización: Proyecto451

A Emilia Zurita

“El rasgo esencial de esta depresión es que se produce en presencia del objeto, él mismo absorbido por un duelo”.

André Green, La madre muerta (1980).

PRIMERA PARTE

ENSAYO CLÍNICO

La pérdida materna

Hace unos días llegaba apurado al consultorio, después del mediodía, porque me iba a encontrar con una mujer cuya madre estaba internada. En el camino, pasé frente a un kiosco de diarios y no pude dejar de mirar, sobre una pila de libros, un título particular: Antes de decirnos adiós. Ayudando a morir a mi madre. Tomé nota del autor y, como estaba apurado, me prometí volver a buscarlo más tarde.

El título me inquietó, me parecía ambiguo: ¿cómo se “ayuda” a morir a una madre? Me hice a la idea de que quien escribía era un hijo o una hija; entonces me pareció hasta siniestro. Estas son asociaciones personales, devaneos que escapan a la lectura; pero que muestran el alcance de los títulos, la relación que tenemos los lectores con esas pocas palabras que –a veces– deciden que llevemos un libro. Cuando volví a buscar el libro, ya no estaba; pregunté al canillita y no lo recordaba. Pero eso fue varios días después.

No lo pude comprar en el momento porque, como dije antes, quería llegar rápidamente al consultorio. Ahí me esperaba una mujer a la que no quería hacer esperar. Durante las últimas semanas, nuestra conversación giraba en torno a cómo ella se iba a despedir de su madre. A través de ella conocí un sufrimiento muy particular. Tengo que reconocer que uno que yo no experimento especialmente. No estoy seguro, pero creo que no podría pasar los últimos momentos de vida de mi madre junto a ella, asistiéndola, hablándole y devolviéndole cuidados, a su lado de un modo casi constante.

Soy un hijo bastante ingrato. A mi favor puedo decir que, si alguna vez quise quedarme con ella, mi mamá me dijo: “Andá”, como si yo tuviera algo mejor que hacer. Recuerdo unas palabras de un día particular: “Vos tenés tu familia, tenés que estar ahí”. Tengo que reconocer que, para ese momento, habían pasado varios años de mi análisis, entonces pude escuchar lo que dijo y se lo agradecí. Aprender a escuchar a mi mamá fue algo que me tomó muchísimos años; lo que fue dicho y lo que quedó entre líneas. Que la voz de mi mamá sea un objeto más presente, con diferentes matices y algún enigma, es algo que le debo al psicoanálisis. Soy un hijo ingrato, pero no de esos que piensan que a la mamá hay que conformarla visitándola o devolviéndole los tuppers.

Ahora que lo pienso, la reflexión sobre lo materno me acompañó en distintas ocasiones durante este año. Escribí hace un tiempo una nota sobre Siri Hustvedt, otra sobre la difícil relación entre madres e hijas –ambas están en la segunda parte de este libro– y, para el podcast “La oreja que lee”, propuse un cuento de Ignacio Molina que tiene en su centro el vínculo entre madre e hijo. Hoy comencé a escribir con la anécdota de una mujer a la que me esforcé por no hacer esperar: venía a hablar de la muerte inminente de su madre. Como no sabía bien qué decirle, quería estar. Como no había palabras para lo que ella vivía, quería escucharla contar lo poco –siempre es poco– que podía decir sobre cómo sería su vida a partir de ese día.

El psicoanálisis no es una práctica de certezas, pero si de algo estoy seguro es que en el análisis de mujeres el duelo por la madre ocupa un lugar muy particular. Es una escena que en algún momento se instala y acompaña durante un buen tiempo. ¿De qué se separa la mujer cuando pierde a su madre? ¿Cómo se elabora su ausencia? Si tuviera que hacer una suerte de comparación amplia, diría: los varones la tenemos más fácil, porque para nosotros se trata de la muerte del padre, a través de una fantasía parricida. “Matar al padre”, como suele decirse, es un trabajo psíquico muy complejo, pero de alguna manera tiene un camino tipificado. No hay nada parecido a “matar a la madre”.

Incluso diría que la fantasía parricida es la vía privilegiada por la que los varones toman distancia de la madre. Esto es lo que suele llamarse “complejo de Edipo”. Diría que más allá de su anatomía, una persona es un varón si la madre quedó inscripta en su psiquismo como un objeto prohibido –prohibición que alimenta todas las transgresiones y demás complicidades a espaldas del padre–. No hay nada equivalente para la “niña” –como le gustaba decir a Freud–. La separación en la relación madre-hija corre por caminos más arduos y singulares. Más acá de cualquier genitalidad, diría que una persona es una mujer según el modo en que se haya separado de su madre, si es que se separó.

Alguna vez escribí: “Los varones dejan a las madres, porque nunca se separan de ellas; por eso siempre están volviendo; mientras que, si las mujeres tienen que buscar algún modo de separarse de sus madres, es porque dejarlas les cuesta mucho más”. No podría desarrollar aquí esta idea, que también comenté en una de las notas que mencioné previamente, pero sí la voy a glosar a partir de una pregunta concreta que, pienso, permite explicitar lo específico del Edipo femenino: ¿qué espera una hija de su madre?

En principio, reconocimiento. Los hijos no esperan tanto eso, quizá porque ya cuentan con ese amor, también porque masculinizarse –para ellos– es traicionar a la madre. Así como están los varones que no hacen otra cosa que irse para volver, también están aquellos que sólo pueden traicionar lo que aman; pero ellas quieren ser reconocidas por su mamá y eso no ocurre, ni siquiera cuando ocurre; porque incluso en este caso, no les creen. Un hijo varón está convencido de haber sido un objeto que causó el placer de su madre (a pesar de los años, no se imagina otra cosa mejor –para ella– que su presencia), una niña no: o bien piensa que “tiene que” visitarla, pero cuando la visita se siente incómoda o, aunque hable en los mejores términos, igual, no deja de llamarla antes de pasar (quizá por eso algunas mujeres no dejan de tener un día fijo de visita a sus madres). Un hijo varón nunca avisa antes de ir. Entra directo. Entra todo en el goce materno. Para una hija, en cambio, el goce de su mamá es un misterio, a veces distante, otras lejano. E incluso en la máxima cercanía, no deja de haber distancia. Esa distancia íntima puede ser reprochada, vivida como culpa, compensada con las más diversas identificaciones viriles (como el éxito profesional), etc., pero la pregunta es ¿por qué una hija no causa el goce de su madre? Por supuesto que nada de esto es consciente.

Ahora bien, el punto no es interrogar a la madre, preguntarle a cada quien qué piensa, sino que la hija no lo crea: que junto a su pedido de reconocimiento haya una desmentida básica, como si para devenir mujer una niña necesitara renunciar a ser un objeto sexual para otra mujer –mientras que un varón nunca deja de serlo para su mamá–. ¿Cómo se encubre esa renuncia a ser objeto para la madre? Con la fantasía de ser deseada por el padre. Y aquí también hay vías distintas; por ejemplo, se puede buscar con desesperación el deseo de un varón para huir de la madre, o es posible despreciar ese deseo con la suposición de que la madre se enojaría, como entregarse a ese deseo para vengarse, etc., pero siempre en torno a la incomodidad que implica ser deseada.

El Edipo femenino tiene diversas variantes, más que el masculino, pero sus dos polos son “expectativa de reconocimiento” y “queja por el deseo”. La primera encubre un acto –que hace que muchas mujeres no crean en lo que tienen–, la segunda una fantasía –que las lleva a creer que algo les falta (“¿por qué me desea si...?”)–. A veces algunas se presentan más por una vía, otras por la otra, pero ambos polos están en el análisis de casi toda mujer. Quizá antes, en la época de Freud, consultaban más por lo segundo, hoy más por lo primero. Pero siempre suelen estar ambos polos.

Entiendo que, para usted, lector/a, esto que escribo puede parecer un perfecto disparate; sin embargo, yo no espero que alguien acepte de entrada lo que es resultado de investigación analítica y, además, tiene la condición de manifestarse en procesos inconscientes. Si alguien quisiera adelantar la objeción que hoy nunca falta –el psicoanálisis es heteronormativo, o más bien binario (porque habla de varones y mujeres)–, le diré que, en realidad, en esta práctica no tiene mucho sentido hablar de la diferencia de género (como identidad) salvo para hablar de la manera en que alguien se separa, o no, de su madre. “Varón” y “mujer” son palabras que en psicoanálisis no quieren decir mucho, salvo para designar los conflictos particulares del complejo de Edipo.

Afortunadamente, nada de esto está para ser aceptado como un dogma, y a veces ocurre que personas ajenas a esta teoría escriben relatos que pareciera que traen una confirmación indirecta de las ideas freudianas. Por eso, a continuación, comentaré una novela de reciente aparición que gravita en torno a la muerte de la madre.

La voz de la madre, de Silvia Arazi

Una de las consecuencias de la separación diferencial respecto de la madre, en el marco del complejo de Edipo, es la relación distinta –para varones y mujeres– con la voz materna. Me explicaré con dos ejemplos: como psicoanalista, son más las veces que escuché que una mujer no puede no atender un llamado telefónico de la madre; mientras que las mujeres que son madres se suelen quejar de que sus hijos varones no les atienden el teléfono. De la misma manera, creo que los varones necesitan un buen tiempo de análisis para llegar a escuchar qué dicen las madres, incluso debajo de afirmaciones ingenuas; mientras que a una mujer le sobra una observación trivial de su mamá (“a esta salsa, ¿qué le pusiste? Me parece que te salió un poquito ácida”, menciono una situación que me tocó presenciar) para arruinarle un día.

Podríamos preguntarnos: ¿por qué las mujeres escuchan a sus madres? En efecto, hay un título bellísimo de una novela de Federico Jeanmaire: Las madres no les decimos esas cosas a las hijas, pero no es de este libro que quiero escribir, sino de La voz de la madre, de Silvia Arazi –autora excepcional, con una escritura dócil y certera, que logra entrar en lo más profundo de la vida anímica como quien describe un paisaje japonés–. Cuando la leo, todo el tiempo tengo la impresión de ser espectador y parte de sus narraciones. Como lector, no me exige compromiso, no me pide que me ponga de su lado, sino que respeta mi ritmo y, cuando menos me lo espero, estoy dentro de sus palabras.

La voz de la madre es una novela con una fuerte inclinación autobiográfica –por cierto, entre las páginas encontramos fotografías de los personajes, del álbum familiar de la autora–, pero que no es testimonial. Esto es un alivio. Ya estamos un poco cansados de las escritoras que nos cuentan su vida con pose compungida y autocomplacencia. La grandeza de Silvia Arazi está en que cuenta una historia, no renuncia a la literatura para exhibirse; al revés, más bien nos lleva –entre otras– a tres escenas sumamente dramáticas. Iremos por partes. Primero, el día en que la hermana llama para avisar de la muerte de la madre:

Mamá se murió, había dicho la hermana.

Y ella se detiene en esas tres palabras –siempre se sintió cautiva de las palabras– y piensa que se murió no es lo mismo que murió. Que esa forma de nombrar el acto de morir de la madre parece incluir una voluntad, una intención. Como si la hermana supiera que su madre decidió terminar con el asunto de una vez por todas.

Se tomó un jugo de naranja.

Se pintó los labios.

Se puso un sombrero verde.

Y se murió.

Cuán terriblemente preciso es esto que narra Silvia Arazi –autora de otras dos novelas magníficas: