Melancolía y creación en Vincent Van Gogh - Massimo Recalcati - E-Book

Melancolía y creación en Vincent Van Gogh E-Book

Massimo Recalcati

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Beschreibung

En Vincent Van Gogh la relación entre la existencia y el trabajo, entre la enfermedad mental y la creación ha proporcionado material para una larga tradición de interpretación, especialmente psicoanalítica. En este contexto, Massimo Recalcati pone en relación la melancolía y la pintura respecto a la autonomía del arte a propósito de la obra del famosísimo pintor. Así, el autor nos va mostrando cómo las pinturas de Van Gogh constituyen el esfuerzo extremo de dibujar, a través de la luz y el color, directamente lo absoluto, la cosa misma. Pero la consagración del arte, que al principio lo había salvado de la melancolía original, se revela como lo que lo sumerge en las profundidades de la locura. "Le debemos a Recalcati una profunda renovación de los estudios psicoanalíticos en Italia." Roberto Esposito, La Repubblica "El libro de Recalcati recorre la vida del pintor, rastreando sus esfuerzos por encontrar una posible inscripción simbólica. Su pintura es el último intento de alcanzar lo absoluto a través de la luz y del color." L'Unità

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Melancolía y creación en Vincent Van Gogh

© Título original en italiano:

Melancolia e creazione in Vincent Van Gogh

© 2009 and 2014 Bollati Boringieri editore, Torino

© De la imagen de cubierta: Vincent van Gogh,Autoritratto, settembre 1888.

Cubierta: Juan Pablo Venditti

© De la traducción: Juan Carlos Gentile Vitale

Corrección: Marta Beltrán Bahón

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Nuevos Emprendimientos Editoriales, S. L., 2019

Preimpresión: Moelmo SCP

www.moelmo.com

eISBN: 978-84-16737-57-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delcopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

Índice

Prefacio a la nueva edición

1. La vida y la excedencia de la obra

2. El inconsciente en la obra

3. Pintura de lo sagrado

4. Disolución

Melancolía y creación en Vincent Van Gogh

1. Una enfermedad del Sur

2. «Vincent»: el nombre de otro

3. Una vida

4. Lo real feo de la existencia y las mantas de la imagen y el sentido

5. Melancolía

6. Las dos melancolías de Vincent

7.Excursus: compensación imaginaria y suplencia simbólica

8. Compensaciones y suplencias en Van Gogh

9. Convertirse en cristiano

10. Convertirse en pintor

11. El arte como nominación o como eclipse del nombre

12. Los zapatos y el abandono

13. Hacia el Sur: la potencia del color

14. Convertirse en japonés

Epílogo

El icono escindido por el coinema

1. Forma, informe y fuerza

2. Intraducibilidad de la fuerza

3. Pintar el rostro del santo

Prefacio a la nueva edición

1. La vida y la excedencia de la obra

El psicoanálisis aplicado al arte se ha caracterizado tradicionalmente por la violencia arbitraria de sus interpretaciones, dirigida a domesticar la fuerza productiva de la obra y a promover una lectura tristemente patográfica que acaba por elevar la biografía del artista a causa eficiente de la obra misma. La lección estructuralista —contra esta orientación— ha puesto en valor, en cambio, la autonomía del texto artístico de las vicisitudes biográfico-existenciales de su autor. Aun teniendo en cuenta esta lección, una aproximación psicoanalítica renovada y declaradamente antipatográfica de la obra de arte no puede ignorar la vida del artista. Esta elección estaría en clara contradicción con el método mismo del psicoanálisis, que se funda en la importancia asignada a la singularidad insustituible de la biografía. No se trata, pues, de negar que exista un nexo profundo entre la biografía y la obra, sino de rechazar concebir la obra como el resultado determinista de la biografía o como su representación fantasmática. La relación entre la biografía del artista y su obra debe ser modulada de nuevo, del mismo modo en que necesita ser reformulada, en términos psicoanalíticos, la relación entre el inconsciente y el texto artístico. Se trata de hacer una revolución copernicana respecto de los estudios más clásicos que el psicoanálisis ha dedicado a la experiencia artística. Después de la lección estructuralista, el texto artístico ya no puede ser considerado como el efecto de la vida y la enfermedad de su autor, según un nexo determinista que anula la autonomía de la obra, sino el lugar donde se manifiesta el inconsciente como un corte en curso, como lo que resiste a la significación, como barra que separa el significante del significado produciendo un efecto de enigma, realizando una presencia irreductible al sentido ya visto y ya conocido. Esta presencia no está desvinculada de la vida del artista —surge indudablemente de esa vida particular—, pero también la sobrepasa. En este sentido, la obra realiza siempre una desproporción, un desfase, una excedencia entre el yo del autor y su misma existencia que, como tal, escapa al yo, sobrepasa sus intenciones, se revela como extranjero de quien la ha generado. Esta excedencia de la obra respecto de la vida significa que la biografía del artista no explica la obra, pero encuentra en la obra su última escritura. Lo cual invierte la relación ingenua establecida por la patografía psicoanalítica entre vida y obra: la obra no es un efecto determinista de la vida, sino lo que reescribe la vida retroactivamente.

Esta revolución copernicana en los estudios psicoanalíticos aplicados al arte, más ampliamente teorizada en mi Il miracolo de la forma: per un’estetica psicoanalítica,1 es la perspectiva a través de la cual he revisitado en este libro la obra de Van Gogh. Por un lado, he puesto en valor su melancolía de fondo, derivada de haber sido el «niño sustituto» de otro Vincent nacido muerto e idealizado por su madre, la cual, no resignándose a esta pérdida, ha atribuido a Vincent II el destino de ser la mala copia de un otro inalcanzable. La adhesión a las palabras de Jesús, primero, y la conversión al arte, después, han sido las maneras subjetivas de responder a esta herida originaria. Todo el itinerario del Van Gogh pintor —de la pasión por los grandes maestros como Rembrandt y Delacroix, por el naturalismo de Mauve, Millet y Corot, hasta el encuentro parisino con el impresionismo y su superación original— persigue el objetivo de liberarse de la pesada sombra de la melancolía, del sentimiento profundo de no tener raíces, de ser arrojado a la incerteza, estar marcado por un destino de infelicidad, destinado a las tinieblas. El movimiento del Norte hacia el Sur —de una pintura sin color a la invención del color-luz, al colorismo arbitrario— es atravesado por una sola cuestión: ¿cómo encontrar la vida en la muerte? ¿Cómo transformar la herida del ser en una poesía? ¿Cómo extraer la fuerza expansiva del color de las cenizas de una existencia sin sentido? ¿Cómo ser un pintor radical del color proviniendo de una tradición que no le había asignado ninguna ciudadanía?

2. El inconsciente en la obra

Uno de los presupuestos que orienta mi lectura del arte es que el inconsciente es, en primer lugar, de la obra antes que del artista. Por eso Freud reconocía el genio de los poetas en saber anticipar las verdades del psicoanálisis. El inconsciente que es preciso captar en el trabajo no es aquel del autor, sino aquel que habita la obra misma, su acontecimiento, su fuerza, su potencia generativa. El inconsciente no es sólo aquel del artista que se pone a prueba en su trabajo —fatalmente siempre a partir de su biografía y de sus fantasmas—, sino que es también aquel que se condensa en la obra, aquel que está en la obra, aquel que sucede en la obra. ¿Cuál es la lección de Van Gogh sobre este punto? La forma de la obra resiste siempre a la tentación melancólica del silencio y de la destrucción, resiste siempre a la pulsión de muerte, resiste siempre a la sirena de lo informe. La lección de Van Gogh es que la fuerza productiva del inconsciente no puede prescindir de la posibilidad de encontrar una forma también cuando —como ocurre en particular en las últimas inflexiones de su obra— la fuerza se manifiesta como incendiaria, brutal, caótica y desbordante. La noción freudiana de sublimación se vuelve aquí decisiva para captar cómo la obra es llamada a efectuar el anudamiento singular entre lo real de la pulsión (fuerza) y su plasticidad (forma). En Van Gogh podemos ver cómo la energía de la pulsión —su fuerza acéfala— no devasta nunca el cuadro, no lo hace imposible, no lo destruye, sino que lo genera, lo produce y lo vitaliza porque encuentra cada vez, precisamente en el movimiento sublimatorio del trabajo artístico, su forma. En todos los grandes artistas encontramos siempre en curso este conflicto áspero, irreductible, permanente e ineludible entre la fuerza (real) de la pulsión y la plasticidad (simbólico-imaginaria) de la forma. Y, en este contraste agónico, la forma nunca se convierte en la mera captura disciplinaria de la fuerza. Ésta es otra manifestación de la excedencia del inconsciente en la obra: la forma nunca es una respuesta fóbica a la energía anárquica de la fuerza. En Van Gogh, por ejemplo, se puede captar perfectamente cómo su equilibrio —el equilibrio de la forma— está siempre al borde de la ruptura, recompuesto cada vez sobre el filo de la navaja, expuesto a la catástrofe de la destrucción y sacudido por choques continuos, pero siempre, en el último toque, recompuesto en una organización precaria y sublime. Es el milagro del cuadro, como diría Lacan: la obra bordea lo real incandescente de la Cosa evitando sumergirse en ella, pero evitando igualmente un excesivo alejamiento protector que rebajaría su tensión y fuerza. La grandeza de Van Gogh, en la historia del arte, ha consistido probablemente en llevar esta tensión más allá de todas las formas pictóricas hasta entonces practicadas. Él, como hará Jackson Pollock aún más radicalmente, introduce la fuerza de la pulsión en el cuerpo de la obra, pero sin ceder nunca a la destrucción nihilista de la forma. Si bien el impresionismo le proporciona la clave esencial del color, es en verdad sólo suyo el paso que lo aventura hacia una teoría y una práctica del color que trastorna el universo tradicional —impresionismo incluido— de la representación. En su obra irrumpe sobre la escena la potencia productiva del inconsciente, que no tiene nada que ver con la animalidad o lo salvaje, con lo instintivo o lo esquizofrénico, como consideraba, en cambio, Jaspers. La obra, más bien, debe ser comprendida como impulso para ofrecer visibilidad a lo que es invisible. Para Van Gogh la pintura es pintura de lo absoluto, de la fuerza desbordante de la naturaleza, del misterio del mundo y del milagro de lo visible, de aquello que, como diría Merleau-Ponty, impacta, choca, toca los ojos del pintor.

3. Pintura de lo sagrado

La obra de arte para Van Gogh es grito, plegaria y apertura al misterio del mundo. Por esta razón —como se recuerda insistentemente en este libro—, Van Gogh quiere ser pintor de lo sagrado, pintor de lo absoluto, pintor del «rostro del santo». Con la necesaria precisión de que para él lo sagrado, lo absoluto, el rostro del santo nunca es accesible a través de una representación canónico-religiosa porque el rostro del santo coincide con el rostro del mundo. En esta opción se hace presente todo el peso de la kenosis cristiana como disolución de cualquier versión puramente especulativa y teologal de Dios. Van Gogh está profundamente interesado en el misterio de Dios que se hace hombre, que vive hasta el fondo su encarnación, que se disuelve escandalosamente en ella. Verbo que se hace carne, absoluto que habita el mundo, que está en todo, en cualquier rostro del mundo. Por eso nunca pinta los iconos religiosos de la tradición, sino sólo las cosas del mundo, la naturaleza y los rostros de los humanos elevándolos a la dignidad de icono. No hay alma sin cuerpo, no hay trascendencia más que en la inmanencia, no hay rostro del santo más que en los colores y en las figuras que habitan el mundo. Ésta es su elección filosófica y estética de fondo. También por esta razón —como ocurre en su extraordinaria revisión de la Piedad de Delacroix— el Cristo de Van Gogh tiene el mismo rostro del pintor; el rostro del santo coincide con el misterio de su misma existencia. Lo absoluto cristiano no es un misterio celeste, no habita una trascendencia vertical, no está separado del hombre, sino que está profundamente arraigado en la tierra. Por esta razón la emancipación vangoghiana de la pintura sagrada de la pintura religiosa se realiza totalmente en el impulso impresionista de su arte dirigido hacia la abstracción colorista, incluso monocroma, tan fuertemente presente en los últimos y atormentados trabajos de su estancia en Auvers, donde en un día de julio se dará muerte disparándose un tiro de revólver en el corazón. En la abstracción espesa y matérica de aquel período la naturaleza no se evapora, ni se limita a reflejar antropomórficamente las emociones del artista; ella continúa estando presente como masa informe, enredo, densidad vital, aglomeración y fusión incandescente. Las espigas movidas por el viento se retuercen como los célebres Olivos de la Provenza, pero ahora tomados desde abajo, sin ningún punto de vista panorámico; pura existencia empañada por la muerte. En efecto, fue la cercanía de la muerte, después del desencadenamiento de la locura, la que recondujo finalmente a Van Gogh al Norte y a invertir nuevamente el movimiento de su pintura: del cielo habitado por el disco inhumano del sol a lo bajo, a la tierra, a los horizontes de los cielos sombríos y a la raíz de la vida. Después del baño desatinado en el color-luz del Sur, he aquí que regresa el pintor de los comedores de patatas, los mineros, los inviernos, los bosques y los árboles, los cementerios y las iglesias, la turba negra, las hojas sin color, los mares oscuros y tempestuosos, los campos del Norte. Ahora todo es revisado desde abajo, pulverizando la figura, retorciéndola hasta el punto de hacerla casi irreconocible. ¿Dónde está aquí el rostro del santo? Éste aún aparece en el Vincent-Lázaro, que es introducido en la reinterpretación de la homónima obra maestra de Rembrandt, la cual, junto a aquella de los Zapatos, es probablemente uno de sus autorretratos más logrados: el rostro del santo está en el borde que separa la vida de la muerte, la palabra del silencio, la pintura de la tela blanca y el paso del tiempo de la inmovilidad de lo eterno. Zapatones abandonados, desparejados, desconectados de la cadena de la escena del mundo. Antecedentes del Cristo crucificado y de Lázaro, el tocado por el milagro, los cuales viven hasta el fondo el abismo de la muerte y el abandono absoluto, la disolución del lazo de todo aquello que nos vincula con el mundo; objeto pequeño (a), diría Lacan. Punto umbilical de todo arte que aspira a lo absoluto; objeto imposible de totalizar, resto de la representación, hueso, desecho, escoria, palea de la que está hecha el humus humano.

4. Disolución

Por último, el caso Van Gogh ha sido también la ocasión para mostrar cómo en la clínica de la psicosis la obra de arte puede no ser únicamente aquel «escabel» (escabeau) —como se expresa Lacan— que permite sostenerse al nombre propio del artista —expuesto a la ausencia forclusiva del Nombre del Padre—, constituirse a partir de la imposibilidad de reconocerse hijo del propio padre, descendiente de la propia raza, al menos como hijo de las propias obras. Éste es el caso de James Joyce según la interpretación de Lacan: hacerse un nombre por sí mismo a través de la propia obra sin pasar por el Otro.2 También en Van Gogh encontramos la misma condición vagabunda, exiliada, desarraigada, que caracteriza la vida del gran escritor irlandés. Pero para él la práctica del arte no es tanto el escabel que eleva su nombre propio a la dignidad del artista consagrándolo en los siglos, sino una empresa desesperada que mientras le permite no quedar atrapado en las arenas movedizas de su melancolía originaria lo expone al riesgo del extravío absoluto, de la pérdida de sí mismo, del hundimiento sin retorno. Mientras en Joyce la obra permite que el artista se haga no sólo un nombre, sino también un cuerpo, en Van Gogh la pintura se convierte en un remolino que lo arrastra, una incandescencia que quema la vida y que fragmenta el ser del artista. Piénsese en la atormentada serie de los autorretratos, pero también en el problema de la firma de sus obras. Asistimos a un enjambre de imágenes y de signos, nunca uno igual a otro, a un caleidoscopio vertiginoso que en vez de dar consistencia a la identidad del sujeto la desmenuza y la pluraliza sin ninguna posibilidad de unificación. Nunca una firma iguala la otra, ni una sola vez su nombre y su apellido nombrando el cuadro, sino siempre su mimetización no resuelta en las series variables de las V. y de los Vincent cada vez más deformes.3 Esta ausencia de un centro permanente la encontramos como una paradójica constante de la obra multiforme de Van Gogh. La práctica del arte no consolida ninguna identidad, no la resuelve, la quema, la fragmenta. Es lo que ocurre en el curso de su búsqueda de esa «alta nota amarilla» que inspira su movimiento artístico y existencial hacia el Sur. Aquí la práctica del arte ya no actúa como una suplencia exitosa de la psicosis —como un síntoma—, sino como algo que salva y, a la vez, paradójicamente, consume al sujeto. Es el destino de Van Gogh-Ícaro descrito por Bataille: el impulso resuelto hacia el color-luz lo captura en una espiral que ya no sabe gobernar. Se siente en peligro, sentado al borde de un volcán. Es así como se describe en una carta a Theo que precede en poco el desencadenamiento fatal del 23 de diciembre de 1888.

Milán, julio de 2014

1. Véase. M. Recalcati,Il miracolo de la forma: per un’estetica psicoanalitica, Bruno Mondadori, Milán, 2007.

2. Véase J. Lacan,Il Seminario. Libro XXIII. Il sinthomo (1975-1976), Astrolabio,Roma, 2006 [trad. cast.:El Seminario de Jacques Lacan Libro 23: El Sinthome1975-1976, Paidós, Barcelona, 1981].

3. Sobre estos temas, véase el interesantísimo trabajo de M. Guzzoni,L’infinito specchio: il problema dell’autoritratto e della firma in Vincent Van Gogh,Mimesis, Milán, 2014.

Melancolía y creación en Vincent Van Gogh

A Uberto

mi hermano no de sangre

Todo lo que hacemos se asoma al infinito.

Vincent Van Gogh

1. Una enfermedad del Sur

Último acto: julio de 1890. Hacía pocos meses que había vuelto asu Norte con un exiguo «equipaje de treinta kilos». Finalmentelo habían escuchado. Desde la Provenza, antes de nuevo en Paríscomo en 1896. Theolo espera en la Gare de Lyon. Luego solo hacia Auvers-Sur-Oise. El campo lo acoge nuevamente dándole la ilusiónde encontrar refugio de los sombríos golpes de la locura. En estasúltimas semanas de trabajo su pintura toma el camino de la pura abstracción: la naturaleza aparece como una masa densa de color.Aparecen horizontes anchos, cielos oscuros, condensaciones matéricas, torbellinos sísmicos, gavillas lunares, siluetas misteriosas de sotobosque y raíces enredadas. Sale de casa por la mañana, temprano. La tela sobre los hombros y la pintura al aire libre, como decostumbre. Y como siempre la misma angustia, el mismo frenesí desalir y de ir más lejos. Su pintura expuesta a las ofensas del viento. Luego un paseo vespertino y el último acto. Como una exigencia más fuerte, una insistencia, un querer más; en su Provenza se había acercado al sol que quema, al sol despiadado del Sur, y había sido abrasado mortalmente. Ahora ya no podía más. Aquel impulso hacia la luz había sido más fuerte que su pintura, más fuerte que sumisma vida. Ahora un solo pensamiento: poner fin a esta existenciacondenada, a este matadero sin salvación. Encontrar un poco depaz, finalmente, un poco de sombra, un refugio de la persecución del amarillo inhumano del sol. Exigencia de introducir un diafragma,una pantalla, una distancia. En el bolsillo un viejo revólver. Haymujercitas, nos ha dejado escrito Pavese, que lo han hecho. Un disparo directo al corazón. Nada. Sólo poner fin a esta desesperación,a esta profunda melancolía. Detener las voces alucinadas que loacosaban, sustraerse de su aguijón, apagar su rumor ensordecedor. Recostar la cabeza sobre el fresco de la hierba en sombras. Separarse finalmente de la escena de este mundo que nunca lo ha querido.Un solo disparo de pistola lo habría alejado para siempre del Sur yde la vida en un instante. Habría salido de escena de inmediato,catapultado fuera. Finalmente, sin luz, a distancia de la potenciadespiadada del sol.

Célineha escrito que los hombres, incluso en el momento desuúltima despedida, al revés que los animales, no saben renunciar aun poco de escenario. Ningún escenario, ningún «tralalá» paraVincent Van Gogh en el momento de su fin. Sólo una necesidad deeclipse, de olvido. Una necesidad, esta vez, más fuerte incluso que su desesperado apego a la vida. Borrar la mentira escrita en su nombre; anular la protuberancia sin sentido de su existencia sobrante,suprimir un cuerpo vuelto cada vez más ingobernable, borrar lasvoces que mandaban en sus pensamientos, salir de la prisión de la locura. Sólo la necesidad de eclipse, de olvido, sólo la exigencia violenta de salir de escena. «¡Apagad ese sol! ¡Bajad esa luz!», el último grito antes del disparo. Exigencia de sombra, de eclipse y de olvido, exigencia de hundirse en el Norte, de regresar al corazón de su tierra. Acabado el sueño japonés del color puro, del amarillo sol, del color-luz. Acabado el sueño del verdadero cuadro del Sur. Acabado también el de la bella comunidad fraterna de los pintores en la casa amarilla. Acabado el sueño de la sociedad única con su hermano de sangre. Acabado también él, para siempre. Lo que queda es sólo la exigencia del olvido fuerte como el calor del sol. Lo que queda es sólo la tentación de realizar el acto de ya no ser, ya no pensar, ya no ver, ya no respirar. Un disparo de pistola, luego la nada. La agonía de un cuerpo herido de muerte que cae al suelo. Aún durante un instante en la luz, en el amarillo intenso y despiadado de la luz. «Ha sido demasiada, demasiada para mí», habrá pensado. Aquella vez, por última vez, seguramente lo habrá pensado.

Con la pintura no había alcanzado la salvación, sino que sehabía trastornado en la búsqueda de un color que pudiera expresar la fuerza originaria de la Cosa, lo absoluto ingobernable de la Naturaleza. Todo había ocurrido a causa del sol del Sur. Se habíaadentrado demasiado hacia la potencia absoluta de la luz. Lo escribe con convicción en sus últimas cartas a su hermano Theo, lo declara a sus médicos, en su delirio se le impone como una verdad evidente: ha contraído una enfermedad de la luz, una enfermedad del sol, ¡una misteriosa enfermedad del Sur! Una locura del Mediodía, una locura sin sombras. La del calor tórrido de las dos en una tarde de julio. La proximidad excesiva con la Cosa lo había herido de muerte. Vincent-Ícaro, Vincent-falena, Vincent pintor del color-luz que es capturado por el misterio irresistible del amarillo del sol. Fue su camino: de las minas oscuras del Borinage a la idealización japonesa de la luz de la Provenza. La luz lo fascina porque le aparece como una expresión radical de la vida. Su misticismo gira en torno a esteabsoluto, pero las alas de Vincent-Ícaro se carbonizan a su contacto.Entonces sólo quedaba el deseo de sombra, de refugio, de Norte. Lo escribe aún a su amado hermano y a sus médicos: la única cura de la enfermedad de la luz habría sido un nuevo viaje, la disminución de la luz, el regreso a la tierra fría, sin la luz del Sur, de la cualprovenía. Regreso a las vísceras de la tierra, al Norte del mundo,alNorte de la vida, a la lápida donde desde siempre había vistoescrito su nombre como el nombre de otro muerto. La única cura posible para huir de la opresión persecutoria del sol del Sur era elregreso al Norte. Pero su Norte no era más que el estigma de su melancolía originaria: la identificación indeleble con la Cosa perdida.

Toda su vida había sido el intento sobrehumano de cambiar el destino ya escrito en el propio nombre: exilio, desgarro, lucha, soledad, vagabundeo y locura. Y sobre todo el amarillo encendido de la luz, el mito fantasmático del Sur, del Japón, del «verdadero cuadrodel Sur». ¿Cómo hacer para hacer existir a este hombre nacidomuerto? ¿Cómo dar vida a esta vida atrapada en los despojos de