El gesto de Caín - Massimo Recalcati - E-Book

El gesto de Caín E-Book

Massimo Recalcati

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Beschreibung

En este breve ensayo, Massimo Recalcati examina el acto que da origen a la historia del hombre bajo la luz del psicoanálisis. No por casualidad el relato de la humanidad se inicia con sangre derramada: el gesto fratricida de Caín anticipa la pulsión agresiva originaria del hombre; y la naturaleza de su crimen, a la vez, da forma a la propia Ley que lo castiga. Si el amor al prójimo es la palabra fundamental que alcanza el logos bíblico, sin embargo, no es la primera: viene después del gesto de Caín. En este breve ensayo, Massimo Recalcati examina el acto que da origen a la historia del hombre bajo la luz del psicoanálisis. Caín comete su crimen motivado por el deseo narcisista, un goce que no provoca sino la muerte, pero termina admitiendo su culpa. Al asumir su responsabilidad se revela como un sujeto ético, que puede reconocer el carácter vinculante de la relación con el Otro.

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Seitenzahl: 90

Veröffentlichungsjahr: 2025

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EL GESTO DE CAÍN

BIBLIOTECA HERDER

MASSIMO RECALCATI

EL GESTO DE CAÍN

Traducción de

Manuel Cuesta

Título original: Il gesto di Caino

Traducción: Manuel Cuesta

Diseño de la cubierta: Herder

Edición digital: Bookwire

© 2020, Einaudi, Turín

© 2025, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-5169-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

El gesto de Caín

EN EL ORIGEN ESTUVO CAÍN

LA CREACIÓN

LA TRANSGRESIÓN DE LA LEY

LA PROMESA DE LA SERPIENTE ENVIDIOSA. CONVERTIRSE EN DIOS

EL DESCUBRIMIENTO DE LA DESNUDEZ

LA LEY DE DIOS

LA SEGUNDA TRANSGRESIÓN. VIOLENCIA Y ENVIDIA

EL INTRUSO. CAÍN Y NARCISO

LA ELECCIÓN DE DIOS

LA FASCINACIÓN DEL ODIO

HERMANDAD, LUTO Y RESPONSABILIDAD

LA HERENCIA DE CAÍN

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

Y cuando estuvieron en el campo, Caín selanzó sobre Abel, su hermano, y lo mató.

Gn 4,8

El gesto de Caín carece de piedad: mata a su hermano, derramando su sangre sobre la tierra. No deja esperanza, no permite el diálogo, no reprime la violencia feroz del odio. Y con tal gesto comienza la historia del hombre. Sabemos que el amor al prójimo es la última palabra –y la más fundamental– a la que llega el logos bíblico. Pero no fue su primera palabra: va después del gesto de Caín.

¿Podríamos pensar que el amor al prójimo constituye una respuesta a ese gesto terrible? ¿Podríamos pensar que la única manera de llegar al amor al prójimo es pasando, necesariamente, por el gesto destructivo de Caín? Lo cierto es que, en el relato bíblico, el amor al prójimo va después de la experiencia originaria del odio. Dicho relato no establece ninguna retórica altruista, no se trata de una pastoral «humanista» sin sombras, no plantea el mito del hombre que nace «bueno», no oculta que la tentación del odio y de la destrucción anida en el hombre bastante antes que la del amor.

El relato bíblico se muestra implacable y desencantado: la violencia del crimen no viene al mundo sino a través del hombre y marca indeleblemente la relación con el hermano. La inocencia de la naturaleza es sacudida por una vorágine imprevista; no es un mero impulso irracional, ni siquiera una regresión de lo humano a la dimensión primitiva del animal. Lo que está en juego es una ruptura entre el hombre y la naturaleza –y entre el hombre y el otro hombre– que define al hombre como tal. Más concretamente, el texto bíblico pone de relieve que en la violencia se manifiesta el carácter perverso y narcisista del deseo humano: su afán por destruir la alteridad, la aspiración a divinizarse a uno mismo, el deseo que el hombre tiene de ser Dios.1 En ese impulso se esconde la auténtica ambición humana y la matriz última de la tentación de la violencia. Este es un tema que recorre, a modo de constante, todo el relato bíblico. El verdadero pecado no es el que privilegia a la criatura en detrimento del Creador, invirtiendo el orden ontológico de ambos –conforme a la concepción clásica de Agustín–, sino el que lleva a la criatura a asimilarse al Creador, pecado que empuja al hombre a querer ser como Dios. El deseo humano es atraído, en efecto, por la ilusión de hacer realidad un ser que no conozca la experiencia negativa y lancinante de la carencia. La existencia simbólica de la Ley de la palabra se configura como una interferencia indebida que compromete y pospone inevitablemente tal realización. Por eso el odio es, en primer lugar, odio al lenguaje. Porque la Ley de la palabra impone la imposibilidad de ser sin el Otro y, por tanto, de ser sin carencia.2 De ahí el odio del hombre hacia esa Ley que lo expone a reconocer el carácter insuperable de su propia «carencia de ser»; una carencia que, como recuerda Lacan, no es simplemente carencia de algo, sino una carencia que invade el ser mismo de la subjetividad humana.3 Ese es el verdadero objeto del odio: la carencia –generada por la Ley de la palabra– que vincula al sujeto con el Otro.

El uso de la violencia apunta a soslayar tal vínculo queriendo alcanzar su objetivo, que consiste en destruir la mediación –insoslayable– del Otro. La perversa meta del deseo humano es, en efecto, constituirse como un ser que se baste a sí mismo, como un ens causa sui, como un ser que sea el dueño de su propio principio. Tanto en la violencia como en la alucinación, la ilusión consiste en hacer alcanzable tal meta –como diría Freud– «por la vía rápida», es decir, sin pasar por la fatigosa e ineludible mediación del Otro. Si el movimiento del amor al prójimo ve la alteridad del Otro como algo irreductible a ninguna simetría ni a ninguna reciprocidad y lleva al hombre a reconocer su dependencia para con la existencia del Otro, el impulso indómito del odio consiste en destruir al Otro –en cuanto sede de nuestra alienación– en nombre de un ideal absoluto de autonomía e independencia, en nombre de un hacerse ser sin carencia.

El gesto fratricida de Caín irrumpe, así, como una figura traumática en la escena del relato bíblico desde su exordio. Se trata de la segunda gran transgresión tras la de Adán y Eva en el Edén (con el robo del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal). La fuerza negativa de lo humano aflora con ímpetu desde el origen: el impulso de transgredir la Ley no define tanto un comportamiento o una actitud psicológica del hombre, sino una disposición suya fundamental a realizarse –más allá de la Ley simbólica de la palabra– como una totalidad, rechazando la carencia que le es intrínseca. Esa es, en el relato del Génesis sobre la transgresión de Eva, la promesa tentadora de la serpiente. Comer el fruto prohibido, traspasar el umbral de la Ley, significa, en efecto, negar el carácter insuperable de la carencia que, como hemos dicho, conforma al hombre en cuanto tal.

También Caín se ve obligado –como sus padres– a experimentar el trauma de lo imposible: su vida de hijo único debe hacer frente a la intrusión traumática de Abel; el narcisismo de su ego choca contra la arista del juicio de Dios, que prefiere los dones de su hermano menor a los suyos. Todo eso es demasiado para él. La furia homicida de su gesto quiere golpear a quien está en la raíz de su caída. El hermano no es percibido como tal: no es digno de amor, sino solo de odio, pues es culpable de haber robado a Caín el prestigio narcisista del que gozaba ante su madre y ante Dios.

En el gesto fratricida no debemos leer, sin embargo, únicamente la desviación perversa respecto del camino del amor, sino también una tendencia que define lo humano en cuanto tal: golpear al prójimo va antes que el amor al prójimo. Si el prójimo señala mi límite interno y, por tanto, una alteridad no simplemente externa, sino también interna –porque mi existencia no podría existir sin la del Otro–, el odio querría destruir precisamente esa alteridad, instituyendo al sujeto como algo absoluto e independiente. Por tal motivo, Caín y Abel no solo son, como san Ambrosio fue uno de los primeros en señalar, dos figuras del relato bíblico literariamente autónomas –dos personajes–, sino dos partes «internas» del sujeto, el indicador de una división que nos atraviesa a cada uno de nosotros. No se trata, en consecuencia, de adherirse a una lectura moralista del conflicto entre los hermanos –Caín, el mal, contra Abel, el bien–, lectura que propiciaría inevitablemente la escisión entre el bien y el mal, sino de captar la complejidad del recorrido de Caín en cuanto movimiento de subjetivización progresiva de esa escisión: desde su gesto brutal y desde su rechazo a asumir la responsabilidad del mismo, hasta su ingreso efectivo en la vida de la ciudad. Si la violencia criminógena del asesinato se produce en antagonismo con la Ley de la palabra –«La violencia», recuerda Deleuze, «no habla»–,4 la evolución de Caín, semejante en ciertos sentidos a la del Edipo de Sófocles, pasa de la atormentada asunción de la propia culpa a la maldición de Dios: del vagabundeo y de la fatiga del trabajo a la construcción de la primera ciudad humana y de la propia paternidad. Un proceso lento y difícil que ante todo tiene por presupuesto el gesto de Dios de proteger a Caín con un «signo». De ese modo interrumpe la cadena de la violencia –que llevaría a asesinar al asesino– haciendo que la Ley se emancipe de la lógica de la retorsión y la venganza y permitiendo a Caín vivir el luto de su propio gesto sin el terror de que lo maten. El estigma que Dios marca en la frente de Caín es, por tanto, una señal de luto que conmemora la muerte de su hermano, pero también lo que lo protege a él del automatismo de una Ley únicamente sancionatoria que querría dar muerte a quien ha dado muerte. Frente a semejante versión de la Ley, el signo de Dios desidentifica a Caín de su propio gesto: recuerda que su culpa no debe autorizar a identificar su ser con el del «asesino».

El judío Freud ve en la historia de la humanidad la historia de una infinita y feroz serie de asesinatos y considera que nuestro inconsciente está inspirado por una vocación criminógena. Nuestra tarea es, por consiguiente, la misma que recayó sobre Caín tras su gesto desesperado y despiadado: transformar la violencia sin Ley del odio, expresión del narcisismo del Uno –que querría cancelar la carencia que lo vincula al Otro–,5 en un nuevo vínculo posible con el Otro; permitir que la Ley de la palabra interrumpa la repetición sin fin del odio y de la destrucción.

  1 La filosofía «atea» de Sartre concibe el deseo humano como un désir d’être –un «deseo de ser Dios»–, un deseo de negar la «carencia de ser» que uno tiene, y de llegar a una totalización del ser de uno (totalización, en realidad, siempre obstaculizada e inaccesible). Véase J.P. Sartre, El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 2017.

  2 El «Otro» –con mayúscula inicial– es un concepto lacaniano. La presente traducción emplea, así, dicha mayúscula en los casos en que también lo hace su original. (N. del T.)

  3 La «carencia de ser» es, en efecto, de nuevo un concepto lacaniano (manque à être). (N. del T.)

  4 Véase G. Deleuze, Il freddo e il crudele, Milán, SE, 1991, p. 12 [trad. cast.: Presentación de Sacher-Masoch, el frío y el cruel, Madrid, Taurus, 1974].

  5 El «Uno» –con mayúscula inicial– es un concepto lacaniano. La presente traducción emplea, así, dicha mayúscula en los casos en que también lo hace su original. (N. del T.)