Melodía de pasión - Carol Townend - E-Book
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Melodía de pasión E-Book

CAROL TOWNEND

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Beschreibung

El fruto prohibido sabe siempre más dulce… Elise mantenía bien ocultas sus cartas. Poca gente sabía que era también Blancaflor le Fay, la célebre cantante. Pero tenía un secreto aún mayor: su hija recién nacida era el resultado de una breve pero intensa aventura con Gawain, conde de Meaux. Obligado a casarse por su sentido del deber, Gawain regresó a Troyes para conocer a su prometida. ¿Pero entonces por qué no podía dejar de pensar en la dulce muchacha de voz argentina a la que había conocido mientras estuvo allí? Cuando volviera a encontrarse con su amante, Gawain tendría que elegir entre el deber y el deseo prohibido…

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Seitenzahl: 384

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Carol Townend

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Melodía de pasión, n.º 584 - septiembre 2015

Título original: Lord Gawain’s Forbidden Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6784-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

 

La caricia de su voz llegaba a los lugares más recónditos del corazón de sus admiradores. Blancaflor le Fai era, tal cual su nombre sugería, como un hada etérea e inaprensible y por todo ello su fama como chanteuse la precedía y hacía que todos los hombres se rindieran a su paso. Pero su corazón permanecía atado a un caballero que nunca podría ser suyo…

Esta es la historia que tenemos el gusto de recomendaros. Descubrid, poco a poco, cómo la tenacidad y el ardor de dicho caballero se irá imponiendo hasta conquistar la libertad de amar a la dama más rebelde y esquiva de toda la corte de Troyes.

 

¡Feliz lectura!

 

Los editores

 

Para Melanie con amor y agradecimiento por estar siempre a mi lado.

(¡No avergonzaré a las dos contando en público los años!).

Uno

 

Agosto de 1174. Un campamento en las afueras de Troyes, en el condado de Champaña

 

Troyes reventaba por las costuras. La feria de verano estaba en su apogeo, con cada posada y cada pensión llenas hasta arriba de mercaderes y amas de casa. Saltimbanquis y juglares competían por los mejores lugares en las plazas de los mercados. Mercenarios y rateros vagaban por los estrechos callejones, a la busca del camino más corto para un fácil beneficio. Era tanta la gente que había bajado a la ciudad que había tenido que levantarse un campamento provisional en un campo situado fuera de las murallas. El campamento era conocido como la Ciudad de los Extranjeros, y filas y filas de polvorientas tiendas ocupaban hasta el último hueco.

Una tienda destacaba sobre las demás. Ligeramente más grande que las otras, más un pabellón que una tienda, con la lona de un desteñido color morado decorada con estrellas de plata.

En el interior del pabellón morado, Elise estaba sentada en un escabel junto a la cuna de Pearl, abanicando delicadamente con un paño la carita de su hija. Era mediodía y hasta para agosto hacía un calor inusual por excesivo. Elise flexionó los hombros de cansancio. Tenía el vestido pegado al cuerpo y parecía como si llevara horas sentada allí. Afortunadamente, los párpados de Pearl estaban empezando a cerrarse.

Unas voces en el exterior la hicieron volverse hacia la entrada del pabellón, con los ojos entrecerrados. André había vuelto: podía oírlo hablar con Vivienne, que estaba amamantando a Bruno, su bebé, a la sombra del toldo.

Elise esperó mientras seguía abanicando tiernamente a Pearl. Si André tenía noticias, pronto se las anunciaría. Un momento después, André levantaba la cortina de la tienda.

—¡Elise, lo he conseguido! —exclamó con los ojos brillantes. Dejó su laúd sobre su catre—. Han encargado a Blancaflor le Fay que cante en palacio. En el Banquete de la Cosecha.

—¿En palacio? ¿Has conseguido ya entrada en palacio? Dios, sí que ha sido rápido —Elise se mordió el labio—. Espero estar preparada.

—Por supuesto que lo estás. Tu voz está mejor que nunca. El mayordomo del conde Enrique se mostró encantado cuando se enteró de que Blancaflor estaba en la ciudad. La corte de Champaña te adorará.

—Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que canté. Tengo miedo de que se me haya olvidado…

—¿Olvidado? ¿Blancaflor le Fay? Eso no puede ser. Elise, es el encargo del siglo. No se me ocurre un mejor retorno de Blancaflor a los escenarios.

Elise miró a Pearl.

Se había quedado dormida. Dobló cuidadosamente el paño que había estado usando como abanico y sonrió para disimular su inquietud.

—Lo has hecho muy bien, André. Gracias.

—Podías mostrarte algo más contenta —repuso André, observándola—. Te pone nerviosa cantar en Champaña.

—¡Absurdo! —replicó Elise, aunque había un grano de verdad en el comentario de André—. Pero no debo decepcionarlos.

—Tienes miedo de verlo.

Ella alzó la barbilla.

—¿A quién?

—Al padre de Pearl, por supuesto. Elise, no necesitas preocuparte, lord Gawain no está en Troyes. Se marchó para reclamar su herencia.

—Has escuchado a los rumores.

—¿Y tú no?

Elise esbozó una mueca, pero negarlo sería inútil. Quizá no debió haberlos escuchado, pero, por lo que se refería a Gawain Steward, eso parecía imposible. Su imagen nunca la abandonaba; incluso en ese momento era clara y radiante, un poderoso caballero rubio de ojos oscuros y abrasadores.

—Se me hace extraño imaginármelo como el conde de Meaux —murmuró—. Él no tenía expectativas de heredar.

—¿Oh?

—Sé que había mala sangre entre su tío y él. No sé más que eso.

André se encogió de hombros.

—Bueno, pues ahora ya es conde, así que deben de haber resuelto sus diferencias.

—Eso parece.

Elise se sentía contenta por la buena suerte de Gawain. En verdad, se sentía contenta por ella misma. La herencia de Gawain era también buena suerte para ella. Blancaflor le Fay llevaba años queriendo cantar en la famosa corte de Champaña. Ni siquiera las dificultades de su última visita habían matado aquella ambición.

Tras el nacimiento de Pearl, cuando se había dado cuenta de que Blancaflor debía hacer un retorno espectacular a la corte o arriesgarse a caer en la oscuridad, Elise se había animado con la idea de regresar al palacio de Troyes. Cantar ante la propia condesa María sería todo un acontecimiento. ¡La hija del rey de Francia, ni más ni menos!

Elise había tenido que luchar contra unos cuantos fantasmas antes de verse capaz de volver a Champaña. Nunca olvidaría que su hermana Morwenna había muerto cerca de Troyes. Sin embargo, nada podía hacer ella para devolverle la vida. Por lo demás, si Morwenna hubiera estado viva, ella habría sido la primera en aceptar que la corte de Troyes era el lugar ideal para el triunfante retorno de Blancaflor le Fay.

Y además allí estaba Gawain, con el miedo que tenía Elise de tropezarse con él. ¿Qué le diría? Era el padre de su hija y ni siquiera lo sabía.

Pero luego Elise había oído que Gawain se había convertido en el conde de Meaux y ese obstáculo, al menos, había sido eliminado. Gawain estaba a kilómetros de distancia, reclamando su herencia en Île de France. El campo estaba libre.

—¿Cómo es él? —preguntó André.

—¿Mmmm?

—Lord Gawain.

—Era un simple caballero cuando lo conocí. Pero impresionante. Un guerrero. También era dulce. Protector.

El último año, Elise se había sentido sorprendida y halagada a la vez de ser la destinataria del interés de Gawain. Lo cual resultaba aún más sorprendente teniendo en cuenta que ni una sola vez había usado con él las tretas de Blancaflor le Fay. No, sencillamente había sido la tímida y discreta doncella Elise Chantier.

—Y sin embargo le temes. Tenías miedo de encontrártelo.

Elise miró a Pearl, mordiéndose el labio.

—No tengo miedo de lord Gawain. Yo solo quería evitar cualquier… complicación.

—¿Complicación?

—André, el padre de Pearl es un conde. Ignoro cómo reaccionaría si llegara a enterarse de que tiene una hija.

—Preferirías que no lo descubriera.

—Francamente, sí. El hecho de que Gawain sea conde no habrá cambiado su carácter. Es un hombre responsable, un hombre de honor. Yo me hice amiga suya como medio de entrar en Ravenshold.

André frunció el ceño.

—¿Qué pasa con lady Isobel? Yo creía que te habías convertido en su doncella para conseguir entrar en Ravenshold.

—Y así fue, pero mi amistad con lady Isobel no llegó a ser puesta a prueba. Eran muchas las posibilidades de que no terminara en nada.

—Así que mantuviste a lord Gawain en reserva —André miró a Pearl con los ojos desorbitados de asombro—. Conociéndote, yo pensaba que él sería algo más que eso para ti.

—Me gusta, por supuesto —se apresuró a asegurarle Elise. En realidad, era algo más que eso. Podía haberse hecho amiga de Gawain por desesperación, pero la atracción no había tenido que fingirla. La pasión había estallado entre ellos sin ningún esfuerzo por su parte. Las chispas habían saltado desde el principio.

—No estoy segura de que él llegue a perdonarme. Ya lo ves, le engañé.

Elise se mordió el labio. Engañar a Gawain había sido lo más difícil y a la vez lo más fácil que había hecho jamás. Nunca se había sentido cómoda flirteando con hombres, pero con Gawain eso había resultado sorprendentemente sencillo. Y había sido divertido, además.

Al principio, lo había hecho esperando descubrir las circunstancias de la muerte de su hermana. Antes de llegar a conocer a Gawain, se había dicho a sí misma que descubrir la verdad sobre la muerte de Morwenna era lo único importante. Pero rápidamente se había dado cuenta de que se había estado engañando a sí misma tanto como a Gawain. La atracción que habían sentido había sido fuerte. Demasiado. Habían terminado convertidos en apasionados amantes, aunque ella había llegado a desconfiar de todo lo que sentía por él. ¿Era realmente posible sentir tanto por un hombre, y tan rápidamente?

—Es un alivio saber que no lo veré —dijo ella—. Sobre todo desde que es el gran conde de Meaux. Él ahora vive en otro mundo, André.

—El mundo de la corte.

—Así. Nosotros podemos actuar allí, pero no es nuestro mundo. ¡Pero tú nos has asegurado una actuación tan pronto! Es maravilloso —esbozó una mueca—. Salvo por una cosa.

—¿Sí?

—Los vestidos de Blancaflor —Elise señaló su vientre mientras intentaba expulsar al padre de Pearl de su mente—. La última vez que me los probé, me estaban un poco apretados.

—¡Bah! Estás tan esbelta como antes de que naciera Pearl.

—Y tú eres un adulador. Aquello vestidos no me estarán bien y Blancaflor nunca soñaría con aparecer con un puritano vestido sin entallar. Acuérdate de que el mundo gusta de pensar en ella como una inocente. Ellos creen que se ha recluido en un convento. Los vestidos…

—Pruébatelos otra vez, Elise, que estoy seguro de que te servirán. ¿Qué tal si compramos unos lazos nuevos?

Las mariposas bailaban en el estómago de Elise. Nerviosas, excitadas mariposas. Respiró hondo. Durante años había soñado con actuar en la corte de Champaña y no podía dejar que los nervios le estropearan la oportunidad de cantar en palacio. Buscó la mano de André y le dio un tierno apretón.

—Muy bien —dijo con expresión radiante—. Tendremos lazos nuevos. ¿Me echarás un ojo a Pearl mientras voy al mercado?

André la miró con tristeza.

—Lo siento, Elise, pero tendrás que pedírselo a Vivienne. He quedado con unos amigos en la tienda de la cantina. Luego volveremos a la ciudad.

—No te preocupes, me las arreglaré —le dijo Elise.

Vivienne era el ama de cría de Pearl. Pedirle a Vivienne que amamantara a Pearl había sido una de las decisiones más difíciles que Elise había tomado en su vida, pero eso era inevitable si quería continuar cantando, porque el alter ego de Elise, Blancaflor le Fay, no podía ser una madre nutricia. Blancaflor nunca miraba a los hombres. Personificación como era de la inocencia, los mantenía siempre a distancia. Blancaflor era pura y distante. Intocable. No tenía corazón, rompía los de los demás.

Elise no había escogido precisamente el nombre de Blancaflor le Fay. De manera extraordinaria, el nombre había surgido solo, probablemente ayudado por el hecho de que luciera un colgante de esmalte blanco con forma de margarita. Blancaflor era misteriosa. Era exótica, como de otro mundo. Afamada, Blancaflor era celebrada como una princesa en las grandes casas del sur de Francia. Blancaflor moriría antes que hacer algo terrenal o pecaminoso, tal como tener un hijo fuera del matrimonio.

Brevemente Elise había llegado a plantearse adoptar otra personalidad, una que le permitiera ser más abierta con respecto a su condición de madre, pero el apodo de Blancaflor le había convenido. Era una buena fuente de ingresos y Elise se resistía a dejar que desapareciera.

Las damas verdaderas, las nobles, tenían amas de cría, así que… ¿por qué no podía ella también tener una?

Pero no podía negar que le había dolido haber renunciado a amamantar personalmente a Pearl. Lo sentía como una traición que le producía un dolor físico: incluso en aquel momento, varias semanas después del parto. No había esperado sentirse tan mal.

Vivienne había sido la elección obvia como ama de cría. Vivienne se había unido a su grupo cuando el padre de Elise, Ronan, todavía vivía. Vivienne no era cantante y detestaba actuar, de manera que se había dedicado a cocinar y a limpiar, ayudándolos a hacer el equipaje cada vez que habían tenido que trasladarse de una ciudad a otra. Ejercía, de hecho, de doncella de Blancaflor.

Los tres, Elisa, André y Vivienne, habían vivido juntos durante años y recientemente, apenas el último invierno, mientras Elise estuvo fuera en la Champaña, Vivienne y André se habían convertido en amantes. La pareja había tenido también un bebé, Bruno, apenas unos días mayor que Pearl. Elise era muy afortunada de tener a Vivienne como ama de cría. Sin ella, el trabajo de ganarse la vida habría sido el doble de difícil.

 

Después de enredar la cinta de color cereza en los dedos, Elise se la guardó en su faltriquera.

—Gracias, me encanta el color.

—Es de seda, ma demoiselle.

—Ya lo veo.

La cinta era perfecta. Lo suficientemente resistente para hacer con ella un lazo y solo ligeramente más larga que la vieja. Parecía que André había tenido razón cuando le dijo que había recuperado su antigua figura. Cabía en los dos vestidos de Blancaflor, y la cinta de color cereza quedaría perfecta con la seda plateada de su vestido preferido.

Echándose el velo sobre un hombro, Elise esbozó una mueca mientras avanzaba entre la multitud. El calor que hacía en la plaza del mercado era insoportable. Aquello era como un horno, peor todavía que en el campamento de la Ciudad de los Extranjeros. Las filas de estrechas casas de madera parecían encerrar el aire caliente. Elise sentía que se asfixiaba. No podía esperar para volver a su pabellón y quitarse el velo.

Se abrió paso a fuerza de codos entre la multitud que se agolpaba en los tenderetes y casi había llegado a la zona de sombra, más allá de la Puerta de la Madeleine, cuando oyó unos cascos de caballos a su espalda.

—Apartaos —masculló un hombre que iba delante—. Vienen caballos.

Eran un caballero y su escudero. El caballero no llevaba puesta su cota de malla. Lucía una túnica de color crema con borde trenzado rojo y oro. No había duda alguna de que se trataba de un caballero: solo uno habría montado de manera tan segura y confiada un caballo tan grande. Estaba vuelto hacia atrás, riendo por algo que le había dicho su escudero.

Elise se quedó sin respiración. El caballero tenía el pelo rubio, igual que Gawain. Su caballo, un gran alazán de patas negras, le resultaba familiar. Y los colores de su escudero… El corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquella túnica roja, con el grifo dorado estampado en ella. Había algo diferente en aquel grifo, y sin embargo…

El caballero giró la cabeza. Era Gawain. El corazón le dio otro vuelco en el pecho. No podía ser, pero era. Sobresaltada, se lo quedó mirando por entre la pantalla de gente que tenía delante. Gawain.

Su cerebro empezó a trabajar a toda velocidad. ¡Se suponía que Gawain no tenía que estar en Troyes! Elise jamás habría soñado con volver de haber sabido que se encontraría en la ciudad. ¿Por qué estaba allí?

Todo el mundo sabía que el tío de Gawain, el conde de Meaux, había muerto y que Gawain había heredado. Se suponía que habría tenido que estar tranquilamente en Île de France, encargándose de su nuevo condado. Aquello podría ser muy incómodo. «Este hombre me dio una hija y yo nunca se lo dije. Dios mío, ¿qué voy a hacer?», se preguntó.

Con un nudo en el estómago, Elise lo observó pasar bajo el arco. Tenía el pelo más rubio que en el último invierno, Decolorado por el sol. El rostro bronceado, más hermoso de lo que recordaba. El nudo se apretó. No había querido verlo.

Se suponía que tenía que estar en Meaux.

¿Cómo podría actuar Blancaflor le Fay con Gawain en la ciudad? Si la veía cantando en palacio, la reconocería. Y luego empezarían las preguntas. Y las recriminaciones. Se enteraría de lo Pearl, y después…

Elise cerró los ojos por un momento. Realmente no quería enfrentarse a él. Y no solo porque el año anterior, cuando se conocieron, ella hubiera eludido la mayor parte de sus preguntas sobre su vida como cantante. Le había contado lo menos posible. No sabía cómo reaccionaría cuando descubriera que Pearl era suya. ¿Y si quería arrebatarle a su niña? No haría eso, ¿verdad?

El nuevo conde de Meaux y su escudero se alejaron de ella, con la multitud abriéndose para dejar pasar sus caballos. Elise se quedó mirando la espalda de Gawain, con sus anchos hombros, y se preguntó si sería la clase de hombre que querría criar a un hijo. Ojalá lo conociera mejor. La mayoría de los caballeros se habrían desentendido con gusto de cualquier responsabilidad sobre sus hijos ilegítimos. Espió por entre el gentío su rubia cabeza, con el corazón retumbando como un tambor. Un conde podría hacer cualquier cosa que se le antojara.

Cielos, Gawain allí, en Troyes. Aquello lo cambiaba todo.

De pronto él se volvió para lanzar una mirada sobre su hombro. El corazón se le subió a la garganta. ¡La estaba mirando a ella! Encogiéndose, pisó sin querer a alguien.

Una mujer la miró ceñuda.

—¡Cuidado!

—Mis disculpas —masculló Elise.

Volviéndose, enfiló por la Rue du Bois.

Su mente estaba sumida en el caos. Un solo pensamiento la dominaba. Gawain Steward, conde de Meaux, estaba en Troyes y la había visto. Con el corazón palpitante, mantuvo la mirada baja y se abrió paso entre un grupo de mercaderes que estaban charlando a la puerta de una de las tiendas de ropa.

—Disculpadme. Perdón, señor.

—¿Elise? ¡Elise!

Gawain se encontraba a unos diez metros detrás de ella y el aire estaba lleno de ruido: el rebuzno de una mula, una oca parpando… y sin embargo oía el tintineo del arnés del caballo. Los cascos de sus patas. Se detuvo en seco, con la mirada clavada en una niña pequeña que se agarraba a las faldas de su madre. ¿Qué sentido tenía? No podría escapar de él. La calle estaba atestada de gente y ella podría escabullirse por un callejón, pero había niños allí y aquel caballo estaba entrenado para barrerlo todo a su paso. Alguien podría resultar herido.

Inspirando profundamente, se volvió. Con la mente completamente en blanco. No tenía la menor idea de cómo saludarlo. «Lord Gawain, qué agradable sorpresa. Confío en que gocéis de buena salud. Por cierto, he tenido un bebé. Espero que herede vuestros ojos». Cielos, no podía decir eso. No quería hablarle de Pearl. Necesitaba tiempo para pensar, pero no parecía que fuera a conseguirlo.

—¿Elise? ¿Elise Chantier?

Elise se quedó quieta conforme él se acercaba, esforzándose por no apartarse del camino del caballo. El enorme alazán podía tener un aspecto fiero, pero Gawain podía controlarlo. Alzó la cabeza la cabeza para mirarlo.

—¡Lord Gawain! —improvisó una reverencia—. ¡Qué agradable sorpresa!

Chirrió la silla de cuero mientras Gawain desmontaba y hacía una seña a su escudero para que se hiciera cargo de las riendas. Ofreció a Elise su brazo.

—Camina conmigo.

Elise ladeó la cabeza y logró esbozar una sonrisa.

—¿Es una orden, mi señor?

Era más alto de lo que recordaba. Más fornido. Los sonidos y colores de la bulliciosa calle se apagaron mientras lo miraba. Aquello ojos de un castaño profundo… ¿cómo podía haberse olvidado de aquellas vetas grises? ¿De aquellas largas pestañas? Y su nariz, con aquel perfil aguileño tan peculiar. Elise había adorado aquella nariz. Le había gustado deslizar un dedo a lo largo de su puente como preludio de un beso. Y su boca… Mientras la recorría con la mirada, sintió que su sonrisa se congelaba. Tenía los labios apretados. Parecía… no, furioso no. Parecía cansado. Qué extraño. No parecía un hombre que acabara de heredar un vasto condado.

—Camina conmigo, Elise.

—Sí, mi señor.

Gawain miró a su escudero.

—Nos veremos dentro de media hora, Aubin. En las puertas del castillo.

—Sí, mon seigneur.

 

Cuando Elise apoyó ligeramente la mano sobre su brazo, Gawain, conde de Meaux, soltó un suspiro de alivio. Gawain había estado buscando a Elise y estaba complacido, más de lo que debería, de haberla encontrado. Enfiló hacia la Preize Gate.

—Tendremos más tranquilidad una vez que nos hayamos alejado de las calles del mercado —le dijo.

Elise asintió, sonriendo, y se echó el velo sobre el hombro. Tenía las mejillas ruborizadas. Hacía demasiado calor para llevar capa y Gawain podía distinguir la agitación de su pecho bajo el vestido. Frunció el ceño. Había algo diferente en ella. Sus ojos eran los mismos y su rostro también, pero… algo había cambiado.

—No esperaba veros, mi señor. Pensé que estabais en Île de France.

—Te enterarías de lo de mi tío.

Ella asintió y desvió la mirada.

—Imaginaba que os volveríais a marchar pronto.

Algo en su tono le extrañó. Miró ceñudo y pensativo su perfil.

—¿Eso te habría complacido?

Vio que enrojecía aún más y le pareció distinguir una fugaz expresión de culpa. ¿De qué podría sentirse culpable? El pasado invierno había disfrutado tanto de su intimidad como él. No había duda alguna en ello. No podía haberla malinterpretado de aquella forma. «Está escondiendo algo», pensó.

—En absoluto, mi señor —murmuró—. Me alegro de veros.

Gawain decidió no ponerla a prueba. Si quería esconderle cosas, era asunto de ella. No existía, después de todo, ninguna conexión verdadera entre ambos. Una vez que se hubiera asegurado de que le iban bien las cosas, podría olvidarse de ella. Tenía que ocuparse de su propia vida. Estaba a punto de conocer a su prometida, lady Rowena de Sainte-Colombe.

—¿Encontraste la cinta que estabas buscando?

Ella lo miró sobresaltada.

—Habéis estado en el pabellón.

Elise caminaba discretamente a su lado. Se mantenía bien separada de él, lo cual no le gustó. Sentía el impulso de pasarle el brazo por su cintura y atraerla hacia sí. En lugar de ello, asintió secamente con la cabeza.

—Un amigo me comentó que te había visto en la Ciudad de los Extranjeros.

Se quedó callada durante un rato.

—Algún Caballero Guardián, supongo. He visto sus patrullas.

Él volvió a asentir.

—Cuando encontré tu tienda, la mujer que vive contigo me dijo que habías salido a comprar una cinta —Gawain le puso la otra mano sobre el brazo—. Elise, ¿cómo te ha ido? ¿Te encuentras bien?

—Estoy muy bien, mi señor.

—Me alegro. ¿Conseguiste finalmente lo que estabas buscando?

—¿Perdón?

—Tus ambiciones como chanteuse.

El color abandonó de golpe sus mejillas.

—Yo… yo no he cantado tanto como pensé que haría.

—Ah —Gawain la observó mientras esperaba a que ampliara su respuesta. Le chocaba que estuvieran hablando como si apenas se hubieran conocido el otro día.

Un ceramista pasó apresurado a su lado llevando de las riendas una mula cargada de cacharros. Viéndolos, aquel hombre nunca sospecharía que habían sido amantes. Elise no había respondido y Gawain se acercó a ella. Su aroma, una embriagadora mezcla de almizcle, ámbar y mujer cálida, lo golpeó como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Casi gruñó en voz alta. Elise. Había sido la perfecta compañera de lecho.

—Te marchaste sin avisar —se oyó decir Gawain. Las palabras escaparon de su boca antes de que pudiera evitarlo.

Sus ojos oscuros lo observaron. Enormes e indescifrables. Nunca había sido una mujer fácil de interpretar. Excepto cuando estaban en la cama. En la cama había sido como una rara joya. Y no solo eso: ella había contado con experiencia suficiente para saber qué hierbas tenía que consumir para evitar la concepción. Sí, una rara joya, efectivamente. Pero aquella mujer lo estaba mirando con un misterio en los ojos.

—Tenía que marcharme —encogió sus finos hombros—. Mi tiempo en Champaña había terminado.

—¿Porque averiguaste todo lo que necesitabas saber sobre tu hermana?

—Sí, mi señor. Una vez que quedó claro que la muerte de Morwenna había sido un accidente, no tuve razón alguna para quedarme —sonrió—. Tenía que volver a cantar. Y mis amigos esperaban mi vuelta. Mi vida está con ellos.

—De modo que no teníais razón alguna para quedarte.

Aquellos insondables ojos suyos ni siquiera parpadearon.

—Señor, ¿qué estáis sugiriendo?

Gawain la tomó de un hombro y la sacó de la calle para acorralarla contra la pared de una casa, bajo el alero. Sentía una extraña opresión en el pecho. No podía identificar el motivo, aunque sospechaba que tenía algo que ver con Elise.

—No hubo pues nada duradero entre nosotros —masculló.

—Gawain, ¿por qué me estáis mirando así?

—Que Dios me perdone —dijo, acercándola hacia sí.

Le pasó un brazo por la cintura y en el momento en que su cuerpo quedó en contacto con el suyo, la tensión de Gawain se alivió. Mejor. La tomó de la babilla obligándola a alzar la cabeza, con su boca apenas a unos centímetros de distancia. Aspiró aquella sutil fragancia a almizcle y ámbar. ¿Sabría igual que antes? En aquel entonces, el pasado invierno, había sabido dulce como la miel. Clavó la mirada en sus labios.

—¿Gawain?

Sus bocas se fundieron en la caricia de un beso. No había habido nada entre ellos, y sin embargo él no había querido que se marchara. Y hasta ese instante no se había dado cuenta de la intensidad con que la había echado de menos. ¡Cuánto había disfrutado del tiempo que había pasado con ella!

—Elise —musitó mientras se interrumpía brevemente para respirar. Sabía igual de dulce. Encantadora. Y de repente la estaba besando otra vez. Ávidamente. Con entusiasmo. La sentía más sólida, la sentía más mujer que en el pasado invierno. Le gustaba la diferencia. Un estremecimiento lo recorrió cuando sus lenguas entraron en contacto. Volvía a sentir lo que siempre había sentido con Elise: como si hubiera estado hecha para él.

Deslizó la mano por la curva de su trasero y alzó la cabeza con cierta resistencia.

—Mon Dieu, Elise. Sé que no intercambiamos ningún voto, pero te marchaste sin despedirte siquiera. Estaba preocupado por ti.

Ella estaba sin aliento y a Gawain le complació ver los rosetones que volvían a dibujarse en sus mejillas. Estaba conmovida. No le había gustado pensar que le había resultado fácil alejarse de él sin mirar atrás.

—Yo… yo lo siento, mi señor —se apartó mientras se tocaba la boca con los labios, inflamados por su beso—. Esto… ¿esto ha sido un beso de despedida?

Mientras la soltaba, Gawain descubrió con sorpresa lo mucho que le costaba hacerlo. Dios, aquella mujer era como una prueba para él. Lo había sido desde el principio. Una mujer tímida y discreta que le había vuelto loco sin intentarlo siquiera. Le habría gustado continuar besándola, pero, por supuesto, no debería haberlo hecho. No le había servido de nada. Le había hecho ansiar más, lo cual era imposible. Debía pensar en su futuro. Iba a casarse con lady Rowena de Sainte-Colombe. Y sin embargo le resultaba difícil pensar en lady Rowena, a la que todavía no conocía, cuando Elise lo estaba mirando con aquellos ojos oscuros de mirada insondable. Aquella mujer lo fascinaba.

Apoyó la cadera en la esquina de la casa.

—Puedes llamarlo un beso de despedida si quieres, Elise. Yo quería localizarte porque quería saber que te encontrabas bien. Esa mujer que vive contigo…

—Vivienne. Es una buena amiga.

—¿La conoces desde hace mucho? ¿Es una chanteuse?

—Conozco a Vivienne desde hace bastante y no, no es una chanteuse.

—¿Y su marido? ¿Es un buen hombre?

—Vivienne no está casada.

Gawain sintió que se le cerraba el estómago.

—¿No me estarás diciendo que Vivienne y tú estáis viviendo desprotegidas en una tienda de la Ciudad de los Extranjeros?

—Por supuesto que no. André vive con nosotras.

—¿Quién diablos es André?

—El amante de Vivienne.

—¿El padre de los gemelos?

—¿Gemelos? —por un momento se quedó pálida. Esbozó luego una radiante sonrisa—. Ah, sí, los gemelos.

¿Era su imaginación o su sonrisa era como forzada? ¿Y por qué estaba evitando su mirada?

—Háblame de André.

—Le tengo mucho cariño.

—¿Es cantante?

—André toca el laúd. Actuamos juntos.

Gawain reprimió un suspiro. Sus respuestas eran muy breves. Se estaba mostrando evasiva, y lo que le había dicho sobre sus condiciones de alojamiento no eran nada reconfortantes.

Sus ambiciones como cantante, ¿la habrían empujado a malas compañías? Vivienne le había parecido una mujer agradable, pero tendría que conocer a ese André antes de quedarse tranquilo con la idea de que Elise estuviera compartiendo la tienda de un hombre con su amante y sus hijos. Pero incluso aunque André fuera un hombre perfectamente honesto, ¿sería capaz de defender a Elise en una dificultad? Gawain no tenía a ningún laudista entre sus amigos. En el caso de un robo o algo peor, ¿sería André lo suficientemente fuerte para protegerla? Aunque lo fuera, debería velar antes por su mujer y sus hijos. ¿Podría cuidar también de Elise? Si pudiera conocerlo, lo juzgaría por sí mismo. Evidentemente, Elise estaba decidida a perseguir sus ambiciones como cantante, pero necesitaba a alguien fuerte a su lado.

—¿De manera que estás contenta con tu vida como cantante?

—Cantar es muy satisfactorio.

—Me alegro de que lo encuentres así —se apartó de la esquina de la casa— ¿Te dirigías de vuelta al campamento?

—Sí.

—Permíteme que te acompañe.

Con un poco de suerte, para cuando volvieran al pabellón, André el laudista habría vuelto. Se podían averiguar muchas cosas de un hombre mirándolo a los ojos.

Ella se apresuró a retirarse.

—Mi señor, no necesito que me escoltéis.

Elise lo estaba mirando completamente horrorizada. ¿Cómo podía ser? Cuando la había besado hacía un momento, le había acariciado la lengua con la suya.

—Elise, ¿qué pasa?

—Nada malo, mi señor. Puedo encontrar el camino de vuelta al pabellón sin vuestra asistencia.

A Gawain se le encogió el corazón. Estaba intentando deshacerse de él. ¿Por qué? ¿Qué estaba escondiendo?

En una reciente visita a la taberna El Jabalí Negro, Raphael, amigo de Gawain y capitán de los Caballeros Guardianes, le había mencionado su preocupación por la llegada de los falsificadores a Troyes. Raphael parecía convencido de que se escondían en la Ciudad de los Extranjeros. Gawain no podía creer que Elise tuviera alguna conexión con ellos, pero todo era posible. Se estaba comportando de una manera muy extraña y él estaba determinado a averiguar el motivo.

—Elise, te acompaño.

 

Dos

 

La mente de Elise parecía haberse paralizado mientras se dirigían a la puerta del castillo para encontrarse con el escudero de Gawain. ¡Gawain no podía volver con ella al pabellón! Ignoraba lo que le había dicho Vivienne, pero afortunadamente no parecía haber descubierto su juego. Gawain le había mencionado unos gemelos: debía de haber visto a los dos bebés y habría supuesto que los dos eran de Vivienne.

No tenía ni idea de que había engendrado a un hijo. Lo cual, por lo que a Elise se refería, era lo mejor. ¿Qué ganaría diciéndoselo?

Estaba hablando mientras caminaba. Elise se esforzó por prestarle atención.

—Así que, Elise, ¿has tenido alguna actuación desde la última vez que nos vimos?

—Sí, mi señor —era cierto. Elise había cantado. Un poco. Había cantado hasta que no pudo ponerse los vestidos de Blancaflor le Fay, viéndose obligada a retirarse a la abadía de Fontevraud.

—¿Dónde has cantado? ¿En Poitiers?

Elise le proporcionó las inocuas respuestas que él parecía esperar. Para cuando llegaron al castillo, había entrado en un estado casi de terror. ¿Y si descubría lo de Pearl? ¿Cómo reaccionaría?

El escudero de Gawain estaba esperando en la puerta del castillo.

—Gracias, Aubin —dijo Gawain, recogiendo las riendas y montando ágilmente en el caballo. Le tendió la mano a Elise.

Pero ella retrocedió.

—¿Mi señor? ¿Esperáis que monte con vos?

—Ya me has hecho caminar más de lo que debería. Soy un conde, se espera de mí que vaya a caballo a todas partes. ¿Qué pasará con mi reputación si me haces recorrer a pie todo el camino hasta la Ciudad de los Extranjeros?

¿Desde cuándo le había preocupado a Gawain lo que la gente pensara de él? En cualquier caso, la Ciudad de los Extranjeros no estaba lejos. Se estaba burlando, ¿verdad? Experimentó una punzada de dolor. Nadie conocía muy bien a Gawain, pero antaño hasta habían compartido bromas. Eso era algo que echaba de menos. Apoyó una mano en la cadera.

—¿Y qué pasa con mi reputación, mi señor? —de repente recordó el apodo que recibía su enorme caballo—. ¿Qué se supone que le sucederá si me presento en el pabellón a lomos de La Bestia?

Él sonrió.

—A lomos de La Bestia no, cariño. Yo te llevaré delante.

Antes de que ella tuviera tiempo de pestañear, Gawain se inclinó para agarrarla de la cintura y levantarla en vilo. Se oyó a sí misma chillar mientras se agitaba en el aire. Tal cosa jamás le habría sucedido a Blancaflor le Fay. Nadie habría soñado con tratarla de aquella forma.

—Lo pondrás aún más difícil si sigues forcejando —le dijo él, sonriendo levemente—. Deja de luchar, Elise.

Algo le tiró del velo, las faldas se le alzaron hasta las rodillas, su mano libre encontró las riendas del caballo mientras buscaba dónde agarrarse y, de repente, se encontró sentada de lado delante de él, jadeando.

Sus ojos oscuros la miraban. Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Bajadme, señor, todo el mundo nos está mirando —acalorada, se arregló las faldas.

Su brazo se tensó sobre su cintura.

—No tienes nada que temer. No dejaré que te caigas.

—No estoy cómoda, y seguro que vuestro caballo tampoco. ¡Prácticamente estoy sentada sobre su cuello!

—La Bestia ha soportado cargas peores.

—Mi señor, por favor, bajadme. Si debéis acompañarme de vuelta al pabellón, soy perfectamente capaz de caminar a vuestro lado.

Su pulgar se deslizó por sus costillas en un ambiguo movimiento que habría podido ser y no ser una caricia.

—Después.

Se oyó un tintinear de espuelas y se pusieron en movimiento.

«Madre de Dios», rezó Elise. «No permitas que descubra que es el padre de Pearl».

—Relájate —murmuró Gawain mientras atravesaban la Preize Gate.

Vio sonrisas y arqueamientos de cejas entre los guardias conforme pasaban por debajo del arco pero, para su asombro, no hubo comentario procaz alguno. Ella, al menos, no lo escuchó. Probablemente los guardias eran demasiado inteligentes para arriesgarse a decir nada irrespetuoso delante del conde de Meaux. Elise lo miró por debajo de las pestañas mientras se preguntaba por lo que dirían cuando él no pudiera oírlos.

El caballo marchaba al paso. Elise pasó un brazo por la cintura de Gawain y se agarró a su cinturón. Se echó el velo hacia atrás.

—Desgraciado —masculló ella. Sin embargo, se sentía agradecida por el paso lento del caballo. Habría sido todavía más embarazoso que lo hubiera puesto al trote. Sentía el brazo de Gawain firme sobre su cuerpo. Seguro. De eso también se sentía agradecida. El año anterior, había encontrado consuelo en su fuerza. ¿Cómo podía haberse olvidado?

Con un sobresalto, se dio cuenta de que estaba disfrutando en los brazos de Gawain. Lo cual no era bueno, porque la estaba distrayendo de lo que tendría que decirle cuando llegaran al pabellón. Mantuvo la mirada rígidamente fija en el bosque de tiendas que se distinguía a lo lejos.

Su pulgar volvió a moverse. Era una caricia, Elise estaba segura de ello. Una caricia.

Su túnica blanca tenía el cuello abierto. Podía ver su tez bronceada, su ancho pecho. La tentación de apoyar la cabeza sobre aquel pecho resultaba abrumadora.

Frunció el ceño.

—¿Elise?

—Esta es una mala idea. Una muy mala idea.

La estudió.

—Si tanto te desagrada esto, puedes caminar al pie del caballo.

Sus dedos se cerraron sobre su cinturón. Se encogió de hombros y soltó un suspiro teatral.

—Es demasiado tarde. Mi señor, ya casi hemos llegado al campamento. Mi reputación ya está por los suelos.

 

Todo estaba muy tranquilo cuando llegaron al pabellón.

Los bebés estaban durmiendo, abanicados por Vivienne. Vivienne alzó la mirada cuando oyó los cascos del caballo y se levantó lentamente.

—No pasa nada —le dijo Elise, mientras Gawain la ayudaba a bajar—. Ya conoces a lord Gawain, creo.

Vivienne asintió.

Gawain se acercó a los bebés y se los quedó mirando.

—Gemelos —murmuró, arqueando una ceja.

Vivienne miró impotente a Elise. Resultaba claro que no sabía qué decir.

Elise tenía el corazón en la boca. Sabía que no podría soportar que Gawain descubriera que Pearl era su hija. Era demasiado complicado. Tenía que alejarlo de los bebés antes de que él o Vivienne dijeran algo que pudiera descubrir su juego. Y tenía que hacerlo rápidamente. Actuando por instinto, le tomó la mano y le hizo entrar en la tienda.

Gawain era tan alto que su pelo rubio rozaba el toldo. Miró a su alrededor con interés, recorriendo con la mirada los tres catres, las cunas de los niños, los baúles de viaje.

—Así que es aquí donde vives —sonrió. Ella no pensaba que lo hubiera notado, pero seguía agarrándole la mano—. No hay mucho espacio.

—Cierto.

—¿Y en invierno?

—Cuando hace mucho frío, tomamos alojamiento bajo techo.

Justo en ese momento, Vivienne tosió y asomó la cabeza entre las cortinas del toldo.

—Mis disculpas por la interrupción. Solo me llevará un momento y luego os dejaré en paz —esbozando una mueca, señaló uno de los baúles de viaje—. Es urgente. Bruno necesita sábanas limpias.

Vivienne se acercó a su baúl, abrió la tapa y se puso a rebuscar dentro. Lanzó varias otras cosas sobre su catre, agarró un fajo de sábanas y se volvió hacia la entrada. Cuando volvió a levantar la cortina del toldo, el interior del pabellón se iluminó.

—Gracias. Os dejo tranquilos.

Elise la observó marcharse, mordiéndose el labio. Se estrujaba el cerebro en busca de algo que decir, cualquier cosa que pudiera distraerlo de pensar en los bebés.

Con gesto ausente, Gawain le acarició los nudillos mientras la punzada de inquietud que había sentido antes se traducía en tranquila certidumbre. Elise se sentía efectivamente incómoda por algo, y no era solo que no hubiera esperado verlo en Troyes. ¿Serían los falsificadores que le había mencionado su amigo Raphael? No se le ocurría ninguna otra posibilidad.

—¿Cuándo volverá André? —le preguntó.

—No tengo ni idea. Tendremos que preguntárselo a Vivienne. A veces él… —Elise se interrumpió, frunciendo el ceño.

Gawain siguió la dirección de su mirada y de repente frunció también el ceño. Una espada yacía sobre la cama, medio oculta entre los vestidos y la ropa de bebé. ¿Una espada? Vivienne debía de haberla sacado del fondo del baúl y, en su apresuramiento, no había vuelto a guardarla.

—¿Qué está haciendo eso aquí? —Elise liberó su mano y la recogió.

La espada tenía una funda de cuero que estaba ennegrecida por el tiempo. Soltó un chirrido cuando la desenvainó. Parecía antigua. La hoja no tenía brillo, pero una gran piedra roja refulgía en el pomo de la empuñadura.

—Es muy pesada —añadió, mirándolo—. Más que la vuestra.

A Gawain se le hizo un nudo en el estómago. Después del torneo de Todos los Santos, Elise había expresado su interés por las armas y él recordaba haberle explicado la técnica de forja de las espadas damascenas. No debería alegrarse de que ella lo recordara también, pero así era. Sin embargo, el placer que ello le provocó quedó ahogado por su creciente inquietud. ¿Qué diablos estaba haciendo aquella espada en el pabellón de Elise?

Volvió a oírse un ligero chirrido cuando ella volvió a envainar la espada. Encogiéndose de hombros, volvió a dejarla sobre el catre.

—André me dijo que había conocido a un grupo de jugadores —dijo—. Viejos amigos suyos, al parecer. Debieron de habérsela dejado.

Con su mente trabajando a toda velocidad, Gawain gruñó por lo bajo. Estaba intentando recordar exactamente lo que Raphael le había dicho en El Jabalí Negro. Un hombre había sido arrestado por intentar vender una antigüedad falsa. Una corona. Raphael también le había mencionado el rumor de que alguien había fabricado una imitación de Excalibur, con la intención de hacerla pasar por la espada que había pertenecido al legendario rey Arturo. La idea le había parecido tan descabellada que apenas le había prestado atención.

¿Podría ser quizá esa espada?

Si alguien estaba decidido a engañar a algún estúpido vendiéndole una espada falsificada y sacando por ello unos buenos dineros, Raphael tenía que ser informado. Gawain no podía esconderle aquello al capitán de los Caballeros Guardianes, no cuando sabía que el conde Enrique había pedido a los Guardianes que vigilaran cualquier turbio asunto que se produjera en la Ciudad de los Extranjeros.

—Me gustaría examinarla —dijo, tendiendo la mano.

Encogiéndose de hombros, Elise recuperó la espada y se la entregó.

Gawain arqueó las cejas mientras la empuñaba y sopesaba su peso.

—Tienes razón, sí es que es pesada. Y burda —deslizó un dedo por el filo, muy aguzado—. Está sorprendentemente afilada.

Los ojos castaños de Elise se encontraron con los suyos.

—Gawain, ¿se puede saber qué es lo que os preocupa?

Continuó examinando la espada. Para probar mejor su peso, hizo una finta con ella. Miró el pomo. El metal amarillo parecía oro auténtico. Y la piedra…

—Es un granate —dijo, sorprendido—. Un granate de verdad.

Elise arrugó el ceño.

—No es de verdad, Gawain. No puede serlo.

—¿Y dices que pertenece a algún jugador?

—André me dijo que vio a los jugadores poco después de que llegáramos a Troyes. No se me ocurre a quién más podría pertenecer.

Gawain se quedó mirando el granate del pomo con el corazón encogido. Cuánto más miraba la espada, más incómodo se sentía. No podía guardarse algo así. Tal vez perteneciera a un grupo de jugadores, pero Raphael tenía que ser informado. No quería creer que Elise estuviera involucrada con los falsificadores, pero estaba empezando a pensar que sus amigos sí que podían estarlo.

—Esta espada está mal hecha —dijo—. El peso está desequilibrado y la hoja es un horror, pero la empuñadura y la gema valen mucho.

Ella abrió mucho los ojos.

—¡No puede ser! No es más que una espada de adorno…

Él la miró directamente.

—Un hombre podría matar solo por esta piedra. Y si la empuñadura es de oro… —Gawain dejó que se prolongara el silencio, consciente de que lo que estaba a punto de decir iba a maldecirlo ante sus ojos. Lo cual era una lástima. Le gustaba Elise y quería que ella pensara bien de él cuando se separaran. Envainó rápidamente la espada—. Pídele a Vivienne que entre, ¿quieres? Necesito hablar con ella.

Elise parpadeó asombrada. La voz de Gawain había cambiado. Era seca y cortante. Una voz de soldado. Por fortuna estaba distraído de Pearl, pero parecía demasiado serio.

—Gawain, ¿qué pasa?

—Necesito hablar con Vivienne.

Elise escrutó su rostro. Su expresión era impenetrable. Refractaria.

—Vivienne, ¿quieres entrar un momento?

Vivienne entró con los bebés. Pearl gimoteaba, así que Elise se hizo cargo de ella. El gesto de Gawain era tan severo que, a pesar del calor del día, un escalofrío la recorrió.

Vivienne miró la espada que él sostenía. Improvisó una reverencia, depositó a Bruno en su cunita y se adelantó hacia él con la mano tendida.

—¿Puedo volver a guardar la espada, mi señor?

Gawain sacudió lentamente la cabeza.

—Me quedaré con ella —dijo con voz helada.

—Pero mi señor…

Elise frotaba la espalda de Pearl.

Gawain inspiró . No retiraba los ojos de Vivienne.

—Me gustaría que me explicarais cómo es que tenéis una espada como esta entre vuestras pertenencias. Una espada cuya empuñadura es, si no me equivoco, de oro puro —arqueó una ceja mientras acariciaba el granate—. Y la gema es auténtica.

Vivienne tuvo que obligarse a hablar.

—Yo sé nada de esto, mon seigneur. La espada pertenece a un amigo de André. Creo que quiere venderla.

—¿Me diríais el nombre de ese amigo, por favor?

Vivienne abrió y cerró la boca varias veces, plantada ante él. Elise puso entonces una mano sobre la manga de Gawain.

—Gawain, no necesitáis hablarle así a Vivienne. La estáis asustando.

Él desvió la mirada hacia ella con expresión pétrea.

—Solo estoy preguntando.

—La estáis asustando —insistió.

—Si no ha hecho algo malo, nada tiene que temer —se volvió hacia Vivienne—. ¿El nombre de vuestro amigo, madame?

—Yo… lo he olvidado.

—Qué casualidad. ¿Pensáis que André podría saberlo?

Vivienne soltó un leve gemido. O tal vez había sido Bruno, Elise no podía estar segura. Bruno se estaba removiendo. Sacó un puñito de su cunita.

El feroz ceño de Gawain surcó de arrugas su frente.

—¿Cuál es el nombre artístico de André?

—André de Poitiers.

—¿No os parece que recordaría fácilmente el nombre del amigo al que pertenece esta espada?

—Muy probablemente, mi señor.

Bruno se puso a llorar. Vivienne lo miró distraída.

—Por favor, continuad, madame.

Vivienne hizo un gesto de impotencia.

—Mon seigneur, nadie aquí porta armas, así que no creo que hayamos vulnerado ley alguna. Creo que el amigo de André confía en vender la espada.

Gawain se la quedó mirando fijamente.