Memoria personal de Cataluña - Gregorio Morán - E-Book

Memoria personal de Cataluña E-Book

Gregorio Morán

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Beschreibung

Una amarga diatriba contra las imposturas de nuestro tiempo "La crisis que lleva al procés no es sino un producto propio de una sociedad a la que se le rompen los mitos diferenciales, beatíficos, y que se encuentra, debido a su servidumbre hacia el poder, a los pies de los caballos. Esos caballos que amenazan sobre todo el falso oasis en el que creían vivir, muy lejos del desierto español. Y el adocenamiento de décadas prendió en casi la mitad de la población hasta hacerse político. Lo primero que cabía hacer era negarse a la realidad, y eso hicieron." Desde la primera persona, de un modo claro y directo, sin circunloquios, algo tan poco habitual en esta época paniaguada y de insoportable liquidez, la voz libre de Gregorio Morán denuncia las imposturas de un tiempo, el nuestro, en el que las mentiras se hacen pasar por solemnes verdades y la dignidad se vende al mejor postor. De una historia condensada de La Vanguardia a las manipulaciones interesadas que han dominado lo acontecido en Cataluña en las últimas décadas, pasando por todos aquellos que, periodistas, políticos y "hombres del común", han ido modelando su trayectoria profesional y sus convicciones a la vera del sol que más calienta, el presente libro ofrece la confesión amarga de quien se ha visto relegado a un exilio interior, "o, lo que es lo mismo, escribir desde una sociedad en la que no pasas de ser un superviviente de tiempos mejores".

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foca investigación

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Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original..

© Gregorio Morán Suárez, 2019

© Ediciones Akal, S.A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-45-2

Gregorio Morán

Memoria personal de Cataluña

«La crisis que lleva al procés no es sino un producto propio de una sociedad a la que se le rompen los mitos diferenciales, beatíficos, y que se encuentra, debido a su servidumbre hacia el poder, a los pies de los caballos. Esos caballos que amenazan sobre todo el falso oasis en el que creían vivir, muy lejos del desierto español. Y el adocenamiento de décadas prendió en casi la mitad de la población hasta hacerse político. Lo primero que cabía hacer era negarse a la realidad, y eso hicieron.»

Desde la primera persona, de un modo claro y directo, sin circunloquios, algo tan poco habitual en esta época paniaguada y de insoportable liquidez, la voz libre de Gregorio Morán denuncia las imposturas de un tiempo, el nuestro, en el que las mentiras se hacen pasar por solemnes verdades y la dignidad se vende al mejor postor. De una historia condensada de La Vanguardia a las manipulaciones interesadas que han dominado lo acontecido en Cataluña en las últimas décadas, pasando por todos aquellos que, periodistas, políticos y «hombres del común», han ido modelando su trayectoria profesional y sus convicciones a la vera del sol que más calienta, el presente libro ofrece la confesión amarga de quien se ha visto relegado a un exilio interior, «o, lo que es lo mismo, escribir desde una sociedad en la que no pasas de ser un superviviente de tiempos mejores».

Gregorio Morán (Oviedo, 1947) es autor de un puñado de libros fundamentales para interpretar la historia cultural y política de la España contemporánea, desde Adolfo Suárez: historia de una ambición (1979), pasando por El precio de la Transición (1991 y 2015), El maestro en el erial: Ortega y Gasset y la cultura del franquismo (1998), Los españoles que dejaron de serlo (2003), Adolfo Suárez. Ambición y destino (2009), hasta El cura y los mandarines (2014)y Miseria, grandeza y agonía del Partido Comunista de España, 1939-1985 (2017).

Su pluma mordaz e incisiva constituye una referencia y un ejemplo de la labor crítica del periodismo. Gregorio Morán militó en la oposición antifranquista como miembro del Partido Comunista de España, exiliándose en París en 1968, y en 1977, poco antes de su legalización, lo abandonó. Como periodista ha colaborado con diversos medios, entre los que cabe mencionar Opinión, Arreu, Diario 16 y La Gaceta del Norte, de la que fue director. Despedido tras cerca de tres décadas de «Sabatinas intempes­tivas» en La Vanguardia, actualmente escribe sus célebres columnas semanales en el diario digital Vozpópuli.

A la izquierda del silencio en Cataluña

A Natalia, por todo

INTRODUCCIÓN

El día de mi cumpleaños recibí el alta en un hospital de Barcelona. Tras un mes de rehabilitación y en el momento en que comenzaba a escribir en La Vanguardia mi primer artículo postraumático me llegó la carta de despido. Había entrado haciéndome viejo y salí convertido en un antiguo. El paso de la vejez a la antigüedad personal, precedente de la ancianidad, se mide en el desamparo y el cese de casi todas las actividades gozosas. Tenía 70 años y estaba en el paro.

Salía del hospital después de una semana larga de resistir los achaques de una salud quebrantada y un golpe mental tan fuerte que en ocasiones creí no poder resistir. Habían saltado todos los fusibles. Cuando abandoné la clínica, me enteré de que a mi mujer le habían preguntado el día del ingreso si había dejado «últimas voluntades»; ni siquiera sabía lo que era eso a no ser por las viejas novelas. No imaginaba que la prohibición de un artículo, la censura, me iba a producir un efecto así. Y luego el silencio que te acompaña cuando sales, como si siguieras caminando por un pasillo, como si estuvieras dentro dando pequeños pasos, cansinos.

En la calle lo dominaba todo un sol radiante y amenazador como corresponde al mes de agosto en Barcelona. Con la bolsa de la ropa, algunos libros leídos con desgana y una sensación de entrar en el último tramo de una vida intensa pero incómoda, tocaba empezar de nuevo. En ocasiones así no se piensa en el pasado, eso viene luego. Lo perentorio es adaptarse al presente y no angustiarse demasiado por el futuro impredecible.

Como en una traca, la primera explosión había llegado como algo que en principio no era más que un avatar del periodismo de riesgo. La dirección del diario barcelonés La Vanguardia decidió en primera instancia prohibir la publicación de un artículo que trataba sobre la inquietante deriva del poder político en Cataluña, titulado «Los medios (de comunicación) del Movimiento Nacional». Lleva fecha del 22 de julio de 2017 y dice así:

No estaba entre mis intenciones escribir sobre la situación en Cataluña. Imaginaba que un lector habitual estaría ya saturado y poco se podía añadir a lo ya dicho. Cambié de opinión a partir de varios artículos que me han conmovido y que parecen exigir cierto grado de compromiso. Basta citar los de Màrius Carol, de Xavier Vidal-Folch y el sensible y rotundo de Isabel Coixet. No podemos callar aunque estemos en pleno agobio veraniego y tengamos la sensación de que vivimos entre camellos pero sin ninguna experiencia de beduinos. Los artículos son un llamamiento a la responsabilidad y dejan una agridulce sensación de que estamos en un callejón de difícil salida a la que nos han llevado los talibanes que nos gobiernan y sus jaleadores, ¡que no supimos desenmascarar a tiempo!

Conozco a Màrius Carol desde hace años; fuimos amigos durante algún tiempo y luego dejamos de serlo. Punto. Me es indiferente que sea el director de este periódico, porque a lo que voy es a que su artículo del sábado –«Turbulencias»– me conmovió y al tiempo me llenó de zozobra. «Cuesta entender lo que está pasando, dice… Quedan días y veremos más cosas que no sorprenderán al mundo, pero sí que nos dejarán sin palabras a los catalanes». No es una amenaza sino un desconsuelo que pretende aliviar una cita del socorrido Gaziel, que acaba en una frase inexorable: «El separatismo es una ilusión morbosa que encubre una absoluta impotencia».

Escrito todo esto por quien tiene muchas razones para conocer la situación mejor que yo, no deja de inquietar y de obligarnos a postergar otros textos para asumir lo que se nos viene encima. Cuando el tiempo pase, nadie querrá asumir nada, y repetirán, como en antiguas épocas, «yo era un disidente al que nadie quería hacer caso». Los «nadies» en Cataluña se cuentan por miles y kilos de desvergüenza. Como en el resto de España, más o menos. Los muchachos de la CUP, más ignorantes que jóvenes, han cometido una patochada que les define. Un cartel de Franco para desprestigiar a quienes rechazan el referéndum. No hay dictador en la historia de España que haya convocado tantos referéndums como Franco y con un avasallador parecido con este en cuanto a las manipulaciones.

Entre el pasado sábado y este ha ocurrido algo sumamente grave, dentro de las diversas gravedades de un proceso condenado al fracaso. No como dicen los fantasmas llamándolo «choque de trenes» sino a la ruptura brutal de la sociedad civil.¡No seamos petulantes, aquí no se trata de un choque de trenes, sino del enfrentamiento entre un expreso antiguo y apolillado frente a un tranvía conducido por reclutas del servicio de transportes! Humildad, por favor, abandonemos de una maldita vez el pujolismo de los delincuentes de altura y admitamos que somos un tranvía con aspiraciones de tren bala japonés.

Ahora bien, atendamos al cese de Albert Batlle como jefe de los mossos d’ esquadra y su sustitución por el delincuente «legal» Joaquin Forn –podría llamarse así a aquel que rompe la legalidad cuando le peta en función de sus intereses políticos–. Lo hizo en los Juegos Olímpicos del 92; la pitada al Rey; la campaña «Freedom for Catalunya»… Es decir, que a partir de ahora quien controlará los mossos d’esquadra es un tipo dentro de toda sospecha, que no cumplirá más que la que le exijan los ilegales. No quisiera incluir aquí su amplio currículo como talibán de la barretina.

Estamos en manos de un personal que bordea la ley, y que lo hace con el ánimo no sólo de incumplirla, sino de imponer la suya, que no es otra que ir a la ruptura y provocar un conflicto no sólo cívico sino violento. Necesitan algún muerto que sirva de símbolo a la asonada. En ocasiones pienso que estamos rememorando las guerras carlistas, a las que son tan agradecidos gran parte de estos fanáticos del enfrentamiento. «Un muerto salvaría a Cataluña» es el lema escondido entre los conspiradores de esta farsa.

Baste decir que Artur Mas confiesa a los suyos que llegará el momento oportuno de ocupar los edificios estratégicos de Barcelona. Seamos serios, con un líder de mando único como Joaquín Forn, eso obligaría a situaciones sin salida y de alto riesgo para vidas y haciendas, no sólo para la ciudadanía pastueña que ve el panorama como si no fuera con ellos.

Nunca se hizo tan evidente, desde los tiempos del franquismo, el dilema de estar con el poder o contra el poder. Y aquí entramos los plumillas. Los fondos destinados a diarios como Ara, Punt Diari, TV3, que superan Canal Sur de Andalucía o el canal de Madrid, que ya es decir, cantidades de todos modos exorbitantes que pagamos todos los ciudadanos, desde Cádiz a Girona, y donde sobreviven 7 directivos de TV3 con salarios superiores a los 100.000 euros, podrán parecer una nadería frente a las estafas reiteradas del PP, pero describen un paisaje. Cobrando eso, ¡cómo no voy a ser independentista!

¡Qué simples somos cuando decimos que esos medios no los ve ni los lee nadie! Se equivocan y por eso estamos donde estamos. El columnista-tertuliano podrá ser despreciado, y lo merece, pero crea opinión. En muchos casos es su única fuente de información. Son los Jiménez Losantos del Movimiento Nacional catalán. ¿Acaso el viejo Arriba del franquismo, o Pueblo, o las agencias gubernamentales, los leía alguien? Pero estaban ahí, presentes, supurando la bilis contra el enemigo. Ayer como hoy.

Son una especie de diarios virtuales, anónimos, a los que los idiotas echan una ojeada que les basta para saber por dónde va la cosa. Perdónenme que eche mano de la memoria, mi pariente más querida. ¿Se acuerdan del exilio de Joan Manuel Serrat en México durante el franquismo? ¿Qué cosas venenosas no se dijeron, y tanto, en los medios de Barcelona como en los de toda España? ¿Quieren que les haga un repaso de las cartas al director en la prensa catalana? Por cierto, que entonces esa bazofia se firmaba; ahora los canallas son anónimos.

Mi viejo amigo el nacionalista vasco Iñaki Anasagasti inventó el feliz término de la «Brunete mediática» para designar ese macizo de la raza castizo de la pluma y la palabra que embiste contra todo lo que ni le gusta ni entiende. Habría que recuperar ahora los Nuevos Medios del Movimiento Nacional catalán. Te crujen por una disidencia, por una opinión que no sea la de las instituciones corruptas de la Generalitat. ¿Se han fijado en el interés reiterativo en las fotos de Pujol hecho un pimpollo, como si apenas hubiera salido del juzgado o de la Generalitat? Un intocable. Casi siciliano, entre Totò Riina y Berlusconi. Se ha iniciado su recuperación. Los edecanes de antaño reivindican al Padrino. «¡Hizo tanto por nosotros!». Tanto, tanto que se convirtieron en una familia de comisionistas.

Nos vamos al carajo, señoras y caballeros, pero la diferencia entre Patria y Patrimonio se mantendrá intacta. Es lo que suele ocurrir con este tipo de contrarrevoluciones pletóricas de banderas, que siempre están pensando en el mañana. El presente siempre queda para los sicarios y los tontos inútiles.

Un mes más tarde de la no aparición de este artículo, recibí un burofax firmado por un administrador que, por esas ironías que depara el destino, había ejercido anteriormente de payaso musical en Televisión Española, dentro de un grupo para niños, Parchís, donde le correspondía un disfraz azul integral y, al parecer, hasta cantaba. A él, a quien no he visto nunca, le correspondió el deber administrativo de estampar su nombre en el despido.

Fue esa la única comunicación del cese de actividades en el periódico; ni de la empresa, ni de la dirección, ni de la redacción tuve gesto alguno. Salvo un redactor y a escondidas, no tuve ningún contacto ni profesional ni amistoso. Incluso podría citar plumillas bien situados que evitaban el saludo. Situación singular que me recordaba la carta indignada de Max Aub a un mediocre poeta comunista, Juan Rejano, que le negó el saludo cuando se cruzaron en una calle de México DF. Max acababa de publicar Livrada, conmovedora evocación del doble crimen que sufrió el dirigente Heriberto Quiñones, fusilado por Franco al tiempo que lo denunciaba el Partido Comunista como agente del enemigo.

Así se daban por liquidados 30 años menos un mes de colaboración semanal en La Vanguardia bajo la rúbrica de «Sabatinas intempestivas». Ciertamente se publicaban los sábados, y lo de intempestivas casaba muy bien con el carácter de anomalía que tenían los artículos en un medio propenso a los artículos de opinión conservadora y catalanista. Eso sí, se me concedía la prebenda delatora de que podría cobrar el mes siguiente al despido, para hacerlo coincidir con el final de un contrato firmado años antes, siempre y cuando no escribiera artículo alguno.

Sin ningún ánimo victimista, puedo decir que la prohibición de escribir en un periódico, en este caso La Vanguardia, cabe considerarlo como el primer efecto público y notorio, y nunca citado, de las limitaciones a la libertad de prensa en Cataluña. En cierta medida era la consecuencia de años, cabría decir décadas, donde el simple entorno social hacía difícil contradecir la hegemonía del catalanismo, que comenzaría con el pujolismo, periodo de 23 años en la Presidencia de la Generalitat, que se dice pronto, en el que Jordi Pujol controló, orientó y corrompió a un gremio tan frágil y en trance de precariado como había devenido el periodístico. Pero no sólo la presidencia de la Generalitat y sus sucesivos líderes –Pujol, Maragall, Montilla y Mas–, sino las clases dominantes, por más provincianas o locales que fueran, gozaban de una especie de derecho de pernada informativo: las ajadas doncellas del periodismo local se abrían de piernas, mitad por temor, mitad por la mordida.

Al no existir una oposición vigorosa, cualquier funcionario en funciones de sicario podía permitirse la impunidad y hasta el elogio. Conviene no olvidar que el gran escándalo del Palau de la Música Catalana se conoció no porque alguien, partido o medio de comunicación, lo denunciara, sino por investigación de la Hacienda Pública del Estado. El precedente más conocido de un caso similar fue el de Al Capone, no denunciado ni detenido por sus crímenes, sino por sus trampas con el fisco. Cabría deducir que la sociedad catalana, como amplias zonas de España, están sometidas a una convivencia mafiosa, de baja intensidad, porque en ella no es necesario matar: basta con otros procedimientos.

Cuando en cierta ocasión escribí una «sabatina intempestiva» sobre eso, un periodista-tertuliano de Badalona, Enric Juliana, bien quisto con el poder fuera el que fuera, publicó poco menos que un artícu­lo de opinión negando la mayor y jaleando en estilo eclesial y macarrónico las bondades de la estructura social catalana, su exultante salud. Estábamos en los prolegómenos. Esto acabaría siendo uno de los motivos implícitos de por qué había que barrer toda manifestación disidente en esta parodia de pensamiento único. Porque eso y no otra cosa de mayor fuste es el catalanismo: una vulgarización de hábitos y leyendas con tendencia a trascender y volverse profundos. Igual que el españolismo, que permanecía latente en las brumas de un pasado borrascoso, despertó al zarandearlo con denuestos y victimismo de sus iguales periféricos. Lo sacó del ostracismo.

El destino, que es una forma ambigua de designar lo que no tenemos la capacidad de discernir o prever, colocó mi despido en el momento álgido de la ola que iba a desbaratar la sociedad catalana. En agosto de 2017 me encontré con 70 años y una vida dedicada a escribir aquello que muchos no deseaban leer. Digámoslo sin tapujos: sin lugar donde escribir, con dificultades para sobrevivir e insertado en una sociedad en trance de ruptura.

Capítulo I

La Vanguardia,su historia y la mía

Habría que empezar analizando la singularidad de un diario, el más leído de Cataluña, ya centenario, que carece de historia escrita fuera de tres libros, uno memorialístico de su director más inteligente, Agustí Calvet «Gaziel», editado póstumamente, y otro apenas académico sin el más mínimo interés más que para el autor. Ambos no traducidos al castellano. También una novela en clave y, lo que resulta del todo sorprendente, una historia oficial que el conde de Godó encargó a José María Casasús, subdirector del diario, cuyos resultados no gustaron a la propiedad, por lo que esta singularidad está depositada en el Archivo Nacional de Cataluña y sólo se puede leer; está prohibido tomar notas e incluso citarla. Casi nada tratándose del periódico que ocupa un lugar preponderante en la vida social y política catalana desde su fundación en 1884, y sin interrupción de revoluciones, guerras y regímenes varios, hasta el día de hoy.

La nómina centenaria en el tiempo de sus patronos se limita a un apellido y se concentra de manera exclusiva en lo que rodea al suculento negocio que fue el de la prensa hasta que los empresarios, de manera generalizada en la prensa española, se lanzaron a las piruetas, sin red y sin experiencia, en los medios de comunicación alternativos, porque así se atenían a los imperativos categóricos de sus iguales europeos y anglosajones. Se creían condenados a ser unos don nadie si no disponían de televisión propia. Fue su ruina, atemperada por las subvenciones, y nuestra esclavitud.

Para salvar el negocio había que supeditarse al poder político de una manera lacayuna, al modo español, porque carecían de una cantidad de lectores con la suficiente masa crítica capaz de leer para enterarse y no para conformarse con la suerte que tenían de vivir en una sociedad asentada y feliz. Los diarios empezaron a disfrutar, tras disputárselo a los competidores, de una especie de oligopolios que concedía el poder, que se instauró en la larga dictadura de 1939 a 1975 y que continuó bajo otras formas, porque Franco vivió más de lo que correspondía a su cuerpo mortal.

Una familia, los Godó, gozó, y de manera esplendorosa, de un negocio que defendía la libre empresa en el sistema económico, y al tiempo ejercía la hegemonía de la información en Cataluña, con breves lapsos de lucha frente a una competencia tan instrumental y política que apenas si afectó nunca a la cuenta de resultados. Su galardón más notable fue devenir un periódico que servía de canal publicitario e informativo a una sociedad a la que deparó dos bienes inmarcesibles: el valor de las esquelas funerarias y un torneo de tenis.

Caso insólito en la prensa mundial, La Vanguardia nació con un Godó, don Carlos, de familia modesta de Igualada, comarca barcelonesa de L’ Anoia, enriquecido gracias a una fábrica textil y al monopolio de la yuta, gran negocio a finales del siglo xix