Memorias de un cortesano de 1815 - Benito Pérez Galdós - E-Book

Memorias de un cortesano de 1815 E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Memorias de un cortesano de 1815 es el segundo volumen de la segunda serie.-

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Benito Perez Galdos

Memorias de un cortesano de 1815

 

Saga

Memorias de un cortesano de 1815

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726485202

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

- I -

—5→

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.

Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos — 6→ del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.

¡Bendito sea Dios, padre de los menesterosos, sustento de los débiles, proveedor de los hambrientos, aposentador de los desamparados, amparo de los desnudos, alivio de todos los pobrecitos que quieren ganarse la vida, y despensero de las hormigas, de los pájaros y de los pretendientes!... ¡Bendito sea Dios, digo, que me ha conservado mis sueldos, gajes, pensiones, viáticos, emolumentos y obvenciones, para que desahogadamente y sin importunos cuidados pueda contar todos los pasos de mi fabulosa carrera! ¡Oh! ¿Por qué he de ocultarlo? Carrera como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda tierra el tallo de los empleos públicos y abrieron sus polvorientas corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales, Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la Abuela, Chapín de la Reina y demás yerbas que componían el placentero jardín de la Administración.

Verdad es que si a grandes altitudes llegué, —7→ buenos porrazos recibí en aquella bendita escala, luchando y desgreñándome a machaca-liendres con los que querían subir antes que yo; si mucho y rápidamente subí, agarreme también a buenos faldones. Y no se diga que manchan mi vida, como la de otros muy lucidos en sus carreras, acciones feas y vergonzosas. Eso no; que antes que nada es la inmaculada blancura de mi alma cristiana. Dios es testigo de que jamás metí la mano en bolsillo ajeno... ¡Jesús, qué horror! Antes me habría dejado tostar en parrillas que tomar de las arcas del Tesoro un ochavo de los que allí estaban, conforme a los libros de cuenta y razón... ¡Huye, Luzbel maldito! Vade retro!... Detesto las violentas acciones, mayormente cuando al varón allegador y celoso de su propio bien, no faltan mil ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para remediar sus escaseces. No fui yo el inventor de tales alivios; que los aprendí de maestros muy doctos, cargados de emolumentos, veneras, excelencias, y que pasaban por las más firmes columnas del Estado y de la Iglesia, de lo cual colijo que las sobredichas ingeniosidades no debían de ser pecaminosas. Y no digo más por ahora, que a su tiempo y sazón se verán palmariamente las agudezas de mi ingenio, y el filósofo —8→ así como el moralista, no podrán menos de aprobarlas.

«¿Y quién es Vd.?...» -preguntarán seguramente los que me leen. -Yo soy aquel -respondo-que en los primeros años de su vida administrativa se llamaba Juan Bragas, nombre que a decir verdad no se distingue por su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria de nobleza; así es, que no bien comencé a sacar el pie del lodo, añadí al apellido de mis padres el lugar de mi nacimiento, por lo cual, siendo este Pipaón en Rioja de Álava, vine a llamarme D. Juan Bragas de Pipaón. Sonaba esto pomposamente en mis orejas, y yo repetía en voz alta mi propio nombre para señorearme con su grandiosidad, la cual anunciaba por el solo efecto del silabeo la persona de un embajador, consejero de Indias, fiscal de la Rota o Asistente de Sevilla. Más adelante, como el Bragas no me pareciese del mejor gusto, lo suprimí completamente, quedándome para el mundo presente y para la posteridad en D. Juan de Pipaón, nombre breve y rotundo, que va dejando ecos armoniosos doquiera que se pronuncia, y al cual no le vendrá mal la conterilla del marquesado o condado que tengo entre ceja y ceja.

Bendito sea Dios, vuelvo a decir, que no —9→ abandona jamás a los menesterosos; bendita sea la pródiga mano que a cada cual le da su remedio, ora un pedazo de pan, si padece hambre, ora un buen amigo que le ayude, si tiene ambicioncillas de medro. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tropezado de manos a boca con aquel nobilísimo, con aquel sin par sujeto, que echó de ver mis disposiciones y me llevó desde el Purgatorio de la oscuridad y miseria, al Paraíso del favor, de la fama y de la hartura? Hombre mejor no nació de vientre de mujer, ni se ha visto un talentazo igual para todo aquello que fuera de la jurisdicción de la suprema intriga, por cuyas prendas era la gran cabeza de aquellos tiempos y un maravilloso regalo hecho por Dios a la afortunada nación española, para que la sacara del mal traer en que se encontraba.

No estamparé aquí su nombre, porque los de personajes insignes no deben ser expuestos a la vergüenza de las letras de molde, donde corren riesgo de que la Historia y la Posteridad (ambas señoras muy amigas de meterse en vidas ajenas) los tomen por su cuenta, atribuyéndoles esta o la otra picardía y desfigurando con pérfido criterio sus honrados manejos. Pero sin nombrar al santo, puedo referir los milagros. Era mi protector diputado en las Cortes —10→ del año 14, donde brilló por su buen ojo y mejor mano para meter en un laberinto de enredos y compromisos al bando reformador. Acaudilló con singular tino a los que poco después se llamaron Persas, y fue uno de los que prepararon el paso dado por Fernando (a quien todos llamaban entonces el suspirado), contra la Constitución. Gozaba mi protector fama de hombre ignorantísimo, opinión que hubo de ser efecto de la ruin envidia, pues de su excelso ingenio fueron muestras la zancadilla que echó a todos los reformistas, y aquel celo y consumada destreza suya para ponerse en primer lugar, luego que el Rey recobró sus legítimos derechos, así como la prontitud con que se proporcionó tres o cuatro sueldos por Obra Pía, Pósitos, Penas de Cámara, etc..., de los cuales el menor habría contentado a un triste pedigüeño de otros tiempos.

Dios Todopoderoso, a quien no cesa de invocar mi gratitud, hizo que el cuitado narrador de estos sucesos, topara con Su Excelencia en Enero de 1814, y que le cautivase principalmente por su buena letra y singularísima habilidad para remedar la ajena, especialmente en toda suerte de firmas y rúbricas. ¡Oh, y qué elogios hacía aquel buen hombre de mis talentos caligráficos! ¡Y cómo ponderaba mi pulso, —11→ mi excelente ojo y aquella soltura con que despachaba en cuatro rasgos las más difíciles y para él inverosímiles imitaciones! Así es, que me traía en palmitas, regalábame copiosamente, y aunque a veces solía decirme las cosas entre una sofocante llovizna de bofetones, mi humildad y la mansedumbre cristiana que Dios me dio, le volvían a su pacífico ser y a sus bondades y deferencias conmigo.

El primer asunto importante en que su merced me ocupara, fue aquel que la historia llama el asunto Oudinot, y que fue saladísimo, como obra de tales ingenios, aunque de escaso efecto por torpeza de algunos. Con su poderosa inventiva fantaseó mi protector una conspiración que se suponía fraguada por los liberales, de acuerdo con Napoleón, para establecer en España la república Iberiana. ¡Diantre con la república, y cuánto nos dio que reír, y cuántas cuchufletas y bufonadas entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y comunicaciones en cifra! Lo cierto es que la conspiración salió que ni pintada, y daba gusto ver aquella sutil trama, en la cual D. Agustín Argüelles aparecía carteándose con un pinche francés, a quien nosotros por ensalmo hicimos — 12→ general Oudinot, con otras muchas imaginarias picardías puestas tan al vivo, que aún los autores de todo llegamos a creerlo, y nos indignábamos contra los republicanos iberianos napoleónicos.

Todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en largas vigilias... ¡Lástima de trabajo! La torpeza del necio Berteau, criado de la duquesa de Osuna, y de cierto cura de Granada (a quien después hicieron arzobispo), echó por tierra el más grandioso edificio que levantaran humanos entendimientos. Descubriose que todo era invención; formose causa, y aunque nadie se metió con nosotros, tuvimos el pesar de que los mismos jueces se escandalizaran de tan atrevida y necia calumnia.

Pero desde entonces se redobló la buena amistad y estimación de mi generoso protector, quien me puso en el secreto de graves planes, convidándome a cooperar en su realización con todas las fuerzas de mi talento y travesura. Véase, pues, qué pronto me había destinado la divina Providencia a tomar parte en sucesos culminantes, de esos que mudan y trastornan las naciones. Sí, señores, delante de mí, en una sala del convento de Atocha, mi buen amigo, asistido de algunos padres graves de dicha —13→ casa, redactó el famoso manifiesto de los Persas, que quedó perfilado y puesto en limpio por mí en 12 de Abril. Firmáronlo sesenta y nueve individuos de lo más aprovechado que había en el reino y en las Cortes, hombres estimadísimos del soberano, que entre ellos repartió mitras y togas, para que no quedara sin premio su lealtad.

En cuanto a la mía acrisolada, continuó sin más premio por entonces que el antiguo destinillo en la covachuela, y hasta después del 10 de Mayo y de la caída de la Mamancia y de la entrada en Madrid del encantador Fernando, no di señales de adelanto en mi carrera. ¡Oh, qué días aquellos! ¡Cuánta ansiedad sentíamos los buenos patricios, esclavos de la libertad, suspensos entre la vida y la muerte, sin saber cuándo veríamos el fin de la horrible tiranía de los mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos y ceposquedos, pues estos y otros graciosos nombres daba a los liberales en su Atalaya de la Mancha el reverendo Padre Castro! ¡Y qué trasudores y congojas experimentamos en todo Abril, ora creyendo segura la llegada del Rey con el desquiciamiento de todo el catafalco constitucional, ora sospechando que los infames francmasones nos secuestrarían al suspirado Rey, haciéndolo perdidizo en —14→ cualquier desfiladero, para encajarnos la república Iberiana, que tanto daba que hablar en los barrios bajos y en los claustros de mendicantes!

Pero la aproximación de las tropas de Wittingham nos dio aliento, y la llegada del general Eguía, completa tranquilidad acerca del buen resultado de lo que entre manos traían los Persas. ¡Qué hombre aquel! Era de los pocos, y es lástima que nuestra nación, agradecida a su destreza y heroísmo, no le elevase una estatua ecuestre, representándolo con su peluca de coleta, su gran joroba y aquel aire chusco, cascarrón y altanero, que le hacía tan temible. General más valiente no le han conocido los siglos. Los historiadores, que todo lo enredan, han dado en decir que D. Francisco Eguía no hizo más que desaciertos y majaderías, cuando mandó el ejército del Centro en la Mancha, antes de la batalla de Ocaña; pero aún falta probar, que nuestro general no fue un Gran Federico en aquella campaña. Han dicho que no quería combatir; que apremiado por la Regencia para que atacase a los franceses, contestó que él sólo anhelaba sucesos grandes que salvaran a la nación, dando a entender el noble deseo de no gastar su ingenio estratégico en batallejas de tres por un cuarto.

—15→

Pero sea de esto lo que quiera, y aun considerando que la Regencia tuvo razón al separarle del mando en 1809, no se le puede negar su heroísmo militar y ciencia en 1814. Como que él solo, ayudado de una división del ejército del Centro, dio al traste con la inmensa balumba de las Cortes, poniendo en vergonzosa fuga a más de cien diputados liberales, que se escondieron en sus casas sin atreverse a asomar las narices... ¿Qué tal? Hombres como aquel bravísimo Eguía, son el mayor galardón que Dios Omnipotente puede hacer a las atribuladas y huérfanas naciones. Admirablemente lo hizo, y allí era de ver cómo se presentó con su tropa en casa del Presidente de las Cortes, notificándole, con serenidad sublime, la ruina de la Constitución, y cómo ocupó después resueltamente y sin asomos de miedo, casi sin pestañear, el palacio de las Sesiones, declarando con voz entera y firme que todo estaba por los suelos.

¡Qué noche la del 10 de Mayo de 1814! ¡Oh sin igual ventura! ¡Oh inolvidable regocijo del alma después de tan larga opresión! Yo había pasado todo el día escribiendo un articulito que remití a La Atalaya, por encargo de mi excelente patrono. Estoy tan orgulloso de aquella pieza, fruto precioso del frenético entusiasmo —16→ mío y de los ardores fernandistas de mi exaltado corazón, que no quiero que estas fieles memorias vayan a los confines de la posteridad, sin llevar siquiera un par de párrafos para que, reconociendo mi patriotismo, se juzgue de mi caliente estilo y de las gallardías de mi pluma. Decía así:

«¡A dónde estáis, potencias de mi alma! ¡Os busco, y por ninguna parte os encuentro! ¿Habéis volado en busca de aquel imán de nuestros corazones? ¿A dónde está FERNANDO? Hechizo de mi corazón, ¿a dónde te encontraré? ¡Mi alma no acierta en la efusión de su placer a expresar de ningún modo los sentimientos de que se halla inundada! ¡Mi memoria... mi voluntad... mi entendimiento, sí!... Todo es vuestro, ¡ Dios Eterno! Pero si FERNANDO está en vos y vos en FERNANDO, en vos mismo gozaré de su amorosa presencia; sí, Dios Omnipotente, permitid que me regocije en vos, pues que vos le elegisteis desde vuestros eternos alcázares para nuestro digno REY; vos le perseverasteis con vuestra providencia en el principio; vos le guardasteis bajo la sombra de vuestras divinas alas...; vos le quitasteis de un suelo manchado con tantos crímenes, para que no presenciase el espantoso castigo con que ibais, aunque tan lleno de — 17→ misericordia, a castigar a tus hijos... sí, amado FERNANDO... sí, apetecido consuelo de todas nuestras aflicciones... sí, hermoso y deseado iris en todas nuestras horribles borrascas... tus fieles y huérfanos hijos te lloraron como miserables pupilos, y no hubo un placer verdadero en sus amantes corazones, considerándote cautivo...».

- II -

Y así seguía, soltando la abundosa vena de mi inspiración, para que sin tasa corriese, con lo cual se embobaba el vulgo, llegando mi fama como escritor hasta el punto de que un padre de la Merced, el venerable Salmón, dijese de mí que allá me iba con Cervantes en el manejo de la pluma. Pero la verdad es que mi genio me llamaba por caminos distintos de los de la literatura. ¿Se creerá que en aquella felicísima noche del 10 de Mayo, no pudiendo contener mi exaltación en pro de Fernando, ni menos mi enojo contra los llamadosmamones, me uní a los esbirros y jueces que iban de calle en calle prendiendo en sus casas a los famosos corifeos de las Cortes?

—18→

Uno de los jueces de policía era amigo mío, y también un oficial de los que mandaban la tropa encargada de proteger a los jueces. Fui, pues, de casa en casa, y no puedo dar idea de la indignación que ardía en mi alma contra aquellos bribones, a quienes era preciso buscar dentro de sus propias guaridas para prenderlos. Era en realidad vergonzoso que varones tan eminentes como aquellos intachables jueces de policía, anduviesen cual cuadrilleros de la Santa Hermandad, corriendo a caza de un Argüelles, de un Martínez de la Rosa, de un Calatrava... ¡Tunantes! ¡Cuándo recibieron ellos mayor honra que la de ser huroneados por individuos de toga, los cuales en su desmedido ardor por la causa del Rey, iban sudando gotas como puños; que tales angustias trae el oficio de polizonte!

La pesquería no fue mala, y si bien se nos escaparon Toreno, Antillón, Gallego y otros, cogimos a Argüelles (a quien no le valió su divinidad) en la calle de la Reina; a Gallardo, en la del Príncipe; a Canga Argüelles, en la misma calle y casa de San Ignacio; a Page, en la de Hita; a Cepero y a Martínez de la Rosa, en la calle de San José; a Larrazábal, en la de Jacometrezo; a García Herreros, en la plazuela de Celenque, y en diversos sitios que no recuerdo, a Quintana el Seminarista, a Feliú, Villanueva, —19→ Muñoz Torrero, Cano Manuel, Álvarez Guerra, O-Donojú, Capaz, Cuartero, a los cómicos Máiquez y Bernardo Gil, sin omitir al célebrecojode Málaga.

¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras malas artes y destruidos vuestros execrables planes! Mala peste os consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra vuestra perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa endiablada Constitución... ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo, viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.

A medida que iban cayendo los llevábamos —20→ a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo... si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.

Siempre me acordaré de la insolencia de los diputadillos, que en vez de echarse a llorar y pedirnos perdón cuando les prendíamos, nos miraban con altaneros ojos, afectando una serenidad tranquila, propia de justos o inocentes, y expresándose en tales términos, que al oírles, ¡mal pecado!, parecía que no habían roto plato ni escudilla. Quien les viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza, no me pude contener, y a varios de ellos les dije cuatros frescas bien dichas —21→ y dos docenas de verdades como puños, siendo tal su cobardía, que no se atrevieron a contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.

Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaran para que fuese más grande el esplendor de la hazaña que estábamos consumando. ¡Oh!, ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas, de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de masones... ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!

Llegaste al fin, ¡oh día 11 de Mayo, y tus primeras luces vieron al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de su gozo! ¡Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando la lápida de la Constitución y cuantos letreros y signos y figuras, recordasen la conjurada borrasca!... De seguro lo pasaran mal los señores encarcelados, —22→ si por acaso les echara la zarpa el discreto y sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los orgullosos caídos, pero la cosa no pasó de aquí.

Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi vida. ¡ Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué ansiedad!... Sólo por causa tan santa y por el inextinguible amor del inocente Fernando, puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en el negocio.

¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios... Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada... era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada —23→ para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que sólo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanos y agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas.

Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de deslenguados charlatanes; les habíamos vencido sin más auxilio que un ejército y la autoridad del Rey, acompañado de la grandeza, del clero, de las clases poderosas; habíamos triunfado en —24→ sin igual victoria, y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pletórica felicidad nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero y a la autoridad real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad, sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de Cristo; sentíamos en nuestro pecho el aliento divino, y el regocijo de la bienaventuranza enardecía nuestras almas.

«¡Noche del 10 de Mayo! -decía el padre Castro en su inolvidable Atalaya-. ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el mundo!... Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor: que nuestra lengua no cese de cantar sus misericordias.

»Sí, españoles: Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Los principales cabezas de esta rebelión están ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él. —25→ En un mismo día y en una misma hora han sido sorprehendidos todos estos verdugos de nuestra patria, y su exemplar castigo será la garantía más segura de nuestra perpetua felicidad. Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in  sæculum misericordia ejus. Españoles, alabad y bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz: ya reina FERNANDO».

¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!

- III -

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!... Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.

Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del Rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su —26→ majestuosa cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando D. Buenaventura (algún nombre he de dar a mi protector para que se le distinga entre los individuos de que haré mención), me llamó a su despacho, y melifluamente me habló así:

-Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerle al punto.

-Señor -repuse-, como vayan por delante los veinte mil reales que Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin embargo, mis aficiones...

-Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo. ¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de juros?...

-Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.

-Corriente... Mañana mismo tendrás tu nombramiento... Dime, ¿has llevado la carta a las monjas Bernardas?

-Desde esta mañana.

-¿Me has limpiado las botas?

-Están como espejos.

-Bueno: antes de marcharte, pídele a doña —27→ Nicanora los calzones y la casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas como nuevas... Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar las gracias al señor Ministro...

-¿Las gracias?

-Seguramente. Ganabas 5.000 rs. en las covachuelas de la secretaría de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con 20.000 a Paja y Utensilios...

Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio; pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su seguro tino, y me dijo:

-¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos del día... Ya se ve... los tiempos que corren y los escándalos de estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo... En mis tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor renta.

-No me quejaré -repuse humildemente-, porque es propio de mi condición no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero... si han de acomodarse las recompensas a los merecimientos...

—28→

-¡Tus merecimientos! -exclamó su señoría con desdén-. ¿Cuáles son? ¿Qué letras has cursado, perillán? ¿Qué tratados de materia jurídica o teológica has escrito? ¿Qué servicios has prestado a la administración, bergante? ¿Qué ejércitos acaudillaste, zopenco, ni qué Rey te debió la corona?

-Sobre eso hay mucho que hablar, señor D. Buenaventura de mi alma -respondí con brío-. Si a todos se repartiera por igual no me quejaría; pero se están viendo improvisaciones escandalosas. Ahí tiene Vd. a Antonio Moreno. ¿Qué era hace un mes?, ayuda de peluquero, pues ni siquiera podía llamarse maestro peluquero. ¿Qué es hoy?... consejero de Hacienda.

D. Buenaventura calló. Le dejé suspenso y absorto.

-Es verdad -dijo al fin-. Ya lo sabía... pero eso no tiene nada de particular. Antonio Moreno era... un excelente profesor de cabezas... No debe olvidarse que en Valencia sirvió de amanuense cuando se redactó el célebre decreto del 4.

-¡Consejero de Hacienda! -exclamé yo alzando los brazos-. ¡Consejero de Hacienda un vil peluquero!

-Pero a nosotros ¿qué nos importa? Allá se —29→ las compongan... Dime tú, ¿qué pedazo de pan nos quitan de la boca haciendo a Moreno consejero? Además, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece perpetuarse con una posición decente... ¿Qué piensas? ¿Qué opinas? ¿Por qué has hecho ese gesto de monja escandalizada cuando he nombrado el decreto del 4 de Mayo? ¿No te gusta? ¿No te parece categórico? ¿No lo crees una obra admirable y que nada deja que desear?

Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi espíritu.

-No puede escribirse nada más contundente -continuó D. Buenaventura leyendo un papel-que el párrafo en el cual se declara «aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo…». Está dicho todo, y con tales palabras bastaba.

-Esa es mi opinión. Con eso bastaba. Pero más arriba, el Rey, obedeciendo a pérfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el despotismo, que convocará Cortes, que establecerá la seguridad individual, con otras zarandajas que o mucho me engaño, o son el primer paso para volver a las andadas, mi Sr. D. Buenaventura.