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Desde la nostalgia, el afecto y la risa, las Memorias del Barrio se proponen como una puerta a nuestras vidas desde la remota infancia y a lo largo de más de cincuenta años de existencia de nuestro querido Barrio Jardín Aeropuerto, hasta hoy gravitante en la capital puntana. Anécdotas y recuerdos propios de nuestro pequeño ámbito urbano y algo más allá, hasta abarcar aunque sea un poco de la capital de la provincia de San Luis de la que formamos parte, ofreciendo al lector un panorama ilustrativo de la vida urbana del interior argentino, sin duda lleno de elementos comunes con otras ciudades alejadas de los grandes centros cosmopolitas del país en la segunda mitad del pasado siglo veinte. La tarea colectiva desde las redes sociales ha permitido al autor y a sus amigos del barrio una reconstrucción ordenada de aquellos días ya idos de la infancia y la adolescencia hasta dejar hecho en letras los pormenores de la muerte, el amor, el trabajo, la diversión y la vida en muchas de sus variadas formas modelando el crecimiento de sus protagonistas desde las bases hasta los adultos que llegamos ser. Feliz aquel que camina sus recuerdos con serenidad, ya que de esa forma puede vivirlos cuantas veces quiera aprendiendo de sus tránsitos el valor del perdón y evitando así pagar el alto precio del olvido.
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Seitenzahl: 320
Veröffentlichungsjahr: 2022
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A.C. Giann Luca
A.C. Giann Luca Memorias del barrio / A.C. Giann Luca. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2582-6
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Los Principios
Apodos y Personajes Varios
Industrias Artes y Oficios
Deportes
Recuerdos Varios
Emprendimiento & Ambulantaje
Tres Historias de Amor en el Barrio
Constructor Reinis Mednis
El Galán de las Madres
Siete Vidas como el Gato
El Ciego
La Taza de Mazamorra
Terapia Fonoaudiológica
Don Luis El Justiciero
Al Cine
La Tarde del Ahorcado
Los Tres Reyes Magos
El Rock and Roll Llega al Tinglado
El Tren
La Política Nacional en el Barrio
Funerales
La Guerra del Barro
Epílogo
Especialmente dedicado para Doña Chicha – mi vieja –.
San Luis – Enero 2022
Hubo un día cuando todo era nuevo, seguramente un primer día igual que para todo. Me contaron que la ocasión coincidió por casualidad con mi primer cumpleaños y que recibí de regalo por parte de Gustavo, mi hermano mayor; un martillazo en la cabeza gracias a su natural iniciativa motivada ocasionalmente por una caja de herramientas abierta que mi padre dejó abandonada en el tremedal de la mudanza y cuyo contenido jamás aprendió ni aprendería a usar jamás en su vida. El accidente y la clara referencia de mi onomástico me permiten precisar el momento como la primera semana de marzo de 1966. Las mismas crónicas refieren que ya había algunas familias habitando el barrio en la primera manzana terminada, se trata de la ubicada en el cuadrante nor–este de la planta actual ya una vez concluida la construcción de nuestro barrio, por lo cual siempre en tiempos sucesivos consideré a esta la primera de nuestras cinco manzanas y una cuadra.
Me gusta acariciar el recuerdo difuso de aquellas calles de tierra recién asentada apenas acabados los trajines de las obras, los árboles inexistentes o recién implantados aun dejando ver los bordes de los tarros de lata en los que llegaron del vivero o de las casas paternas como legado biológico de otros árboles entrañables. Por entonces, las casas de los vecinos quedaban en nuestros patios sin más divisiones que el respeto por lo ajeno y unas pocas hebras de alambre atravesando unos esbeltos postes de cemento. Los durísimos cordones de hormigón marcan desde entonces el fin de las veredas cuyas sendas de piedra laja aún alcanzan a verse en algunas cuadras del barrio. Las paredes y techos rezumaban la humedad que no acababa de secarse mientras todo brillaba y funcionaba con dificultad de puro recién hecho. Nuestros padres jóvenes y llenos de entusiasmo se apresuraban a ocupar sus casas y modelar sus vidas junto con la infancia nuestra apenas comenzada y el sol, el aire, la intemperie que nos cortaba la cara, ya que por entonces todo era fuerte, nuevo y brillante como suele ser el mundo en sus épocas de recién nacido.
Prontamente se forjaron amistades fruto de la vecindad y de la alegría de vivir que reinaba en las calles por aquellos días, la felicidad recorría todo sola y por su cuenta sin que nadie tuviera que ocuparse de ella para nada. Con la misma espontaneidad que complica el rigor de las crónicas, ocurrió en alguno de aquellos días que los padres y madres del barrio tan jóvenes como eran se encontraran distinguidos de repente por el nobiliario título de Don y de Doña, impronta segura e inconfundible de la conquista definitiva de los espacios propios de la vida adulta a la que por entonces nuestros padres eran unos recién llegados. Con rarísimas excepciones ninguno renunció a este galardón por el resto de sus vidas, hecho que me obliga en estas páginas a referirme a nuestros padres sin omitir aquella cucarda tan bien ganada.
De a poco se completaron las obras, primeros unas y otras después fueron terminándose las nuevas casas y con la misma regularidad inexorable se ocuparon con las familias jóvenes que llegaban al barrio con su respectivo nidal de niños. A aquella primera manzana le había seguido la de enfrente por el oeste, la de mi casa; ubicada hasta hoy en el cuadrante nor—oeste. Luego su vecina del margen sur y poco más tarde la cuarta manzana con frente sobre la avenida Italia. Las dos manzanas del extremo sur del barrio fueron las últimas en completarse, siendo en rigor la del sur oeste apenas una cuadra de casas contra—frente a un potrero enorme y vacío por varios años; como digo, no se trataba de una manzana completa. En años sucesivos se iría completando aquel sector hasta quedar rodeada de obras privadas urbanizando todo el predio y dándole finalmente al barrio su fisonomía definitiva. Aunque los límites fueron siempre los mismos, hubo un tiempo nuevo y primario cuando el barrio terminaba en aquellas primeras cuatro manzanas y una cuadra para quedar rodeado de potreros agrestes; grandes espacios baldíos por entonces hogar de yuyos y cardales salpicado de enormes talas y pimientos aguaribay. La prolija línea de álamos sobre el talud de la acequia de riego de la granja del Gringo Pepe y otras plantaciones vecinas del lindero oeste hacían de frontera de aquel espacio que por muchos años fuera el dilatado patio de juego para los chicos del barrio, escenario de partidos de pelota, caserías y andanzas de toda clase.
Pasados aquellos primeros tiempos y una vez terminamos de establecernos, nacieron nuevos niños venidos a completar las familias y a llenar las nuevas casas, la vida del barrio fue tomando sus cauces naturales de trabajo, estudio y crecimiento en un ámbito sano, feliz, pleno de momentos para el recuerdo y la nostalgia. Claro que no faltaron amarguras y tribulaciones, pero fuimos quizá la última generación de gente capaz de transitar la vida aceptando con naturalidad que no es fácil ni justa pero que a pesar de todo siempre es bella y sabe dulce para quien acepte tomarla bajo sus estrictas e inapelables condiciones.
Comenzaban las clases y el comedor de diario de Doña Coco se transformaba por obra de sus propias manos en el cuartel general de la operación todos de nuevo a la escuela.Con la presencia y concurso de las más ilustres vecinas de todo el barrio, se intercambiaban libros, ropas y útiles. Se hacían remiendos y entalles de pantalones, camisas y guardapolvos previo juicio sucesorio. Esto de Marcelito que ya creció serviría el año entrante a Bichito. Sebastián el Tatián necesita medias y de paso que se lleve estas zapatillas de Eduardo el Gordo que ya le quedaron chicas –sentenciaba Doña Coco– en medio de la movilización que daba comienzo por los días del carnaval y que no terminaría sino hasta ya bien entrado el mes de marzo.
En aquellos días todos éramos más pobres que ahora, pero sin dudas más felices. Practicábamos la solidaridad, la ayuda mutua nacida de la empatía que no requiere especificaciones ni lecciones magistrales, ya que en nuestro barrio de aquellos tiempos ocurría con la misma espontaneidad que todo el resto de la vida diaria.
El año vendría con sus épocas marcadas por las temperaturas, las frutas y los juegos. La época de los autitos hacia el final del verano llenaba los canteros de las veredas con pistas trazadas a fuerza de seca—patio de caucho ocasionando eventuales destrozos y pérdidas de esta valiosa herramienta de las madres. Puentes, túneles y pozos encharcados destinados a agregar dificultad a los pilotos terminaban por convertir las veredas en trapas mortales para los tobillos de eventuales transeúntes ajenos a las costumbres del barrio. Autitos de plástico que se compraban por media docena para terminar con la panza desgarrada por una hoja de afeitar abriendo así una puerta que serviría para llenar de piedras y plomos el interior. Cortes quirúrgicos en guardabarros, ajustes en ejes y ruedas, pinturas y calcomanías completaban la preparación. Maniobras muy detalladas que demandaban experiencia y habilidad para construir aquella versión deportiva y apropiada de un auto de carreras en miniatura de plástico otorgando identidad al modelo que, de resultar bueno, tendría nombre propio y se convertiría en leyenda arrastrando con su prestigio al poseedor. Tres tiros de mano motorizaban aquellos engendros, un vuelco, despiste o pasar de largo en alguna curva significaba la pérdida irremediable del turno. El juego se desarrollaba conforme a una serie de estrictas reglas, el empujón debía imprimirse sin acompañamientos, ya que de esa forma resultaba inaceptable. Había que conservar la calma y rogar por la comisión de errores ajenos para remontar alguna de las tres primeras posiciones. Fuera de las tres primeras posiciones seguía el título común de pelotón y finalmente, como exacto contra recíproco del primero y ganador, se entregaba el galardón de colero para el último. Recibir este pendón equivalía a un insulto ya que en sí mismo resumía para su acreedor todo el peso del fracaso: colero..!!!Significade la cola, el último. Los primeros celebrarían los oropeles del éxito, luego los demás aceptarían con alivio una mediocridad apenas suficiente como para evitar la vergüenza. El último, el colero; no tendría más alternativa que padecer la humillación tratando de aprender algo bueno y valioso del fracaso o sucumbir a las tentaciones del éxito junto con las promesas de una próxima carrera. Me cabe confesar que alternativamente me toco recibir toda clase de premios, aunque no todos llegaron a parecerme igualmente valiosos.
Algo similar, pero a otra escala; ocurriría con los kartings a ruleman, nombre legado a todo el aparato por sus ruedas metálicas hechas con esas piezas de rodamiento mecánico una vez descartadas por los talleres de mantenimiento automotor. En reconocimiento de éxito, estos peligrosos y divertidos catafalcos merecen su capítulo aparte, como más adelante se verá y prometiendo no defraudar vuestra paciencia.
Hacia finales del invierno y con los vientos de agosto, llegaría la época de los barriletes. En un principio hechos con papel de envolver regalos y largas colas de trapo para estabilizarlos, material sustituidos por la llegada de las bolsas de polietileno traídas del supermercado. Más tarde ya en los últimos días de su época de oro, terminarían envilecidos por los modelos de factura industrial importados primero del Brasil y luego de la China bigotuda como llamábamos a Taiwán por entonces. Llegamos a ver enormes dragones y pajarracos multicolores de más de un metro cuadrado que requerían mano firme, hilo reforzado con fibra sintética y un muchacho de más de cuarenta kilos de peso o dos chicos capaces de coordinar el esfuerzo a riesgo de salir levantados en peso por aquello enormes barriletes de tela. Murciélagos, águilas y hasta los modelos inconcebibles con forma de complejas cajas fueron llegando al barrio desde la Casa Nobleza de la calle Colón hasta matarnos el ingenio y destruir nuestros presupuestos infantiles dejándonos una cálida sensación de dinero bien gastado. Cabe mencionar que la famosa Casa Nobleza cual fauces de Moloch, exigía el tributo de semanas y hasta meses de ahorros en cada visita. Resultaba imposible entrar y salir con algo de dinero en los bolsillos. Famosa en toda la ciudad como proveeduría de extrañas golosinas, cuanto elemento lúdico se pudiera imaginar junto a inconcebibles ingenios llegados de la otra mitad del mundo, cosas de las que hasta hoy no logro entender su utilidad pero que podían cautivas la imaginación y obrar maravillas en la vida de sus poseedores como el botón mágico chino, extraordinario ingenio móvil de tabillas y cintas de colores que podían caer por gravedad en cascada desde la mano que lo sostiene sin solución de continuidad desafiando las leyes de la física y del sentido común. Lo mejor del lugar era su capacidad de proveer chascos como el jabón que ensucia, las bombitas de olor, la flor que moja, el cigarro explosivo, trampas para dedos, billeteras con ratoneras y todo un universo de ingeniería maligna listos para usar haciendo nuestras delicias en cada visita de compras. A las hermanas Andrea y Gaby se les había pegado el vicio de salir de la escuela y llegar con regularidad a Casa Nobleza ya que les bastaba con cruzar la calle. Allá se iban con disciplina matemática solo a fin de inspeccionar novedades y mantenernos informados. Costumbre cara y difícil de manejar desde nuestros magros presupuestos, pero la iniciativa les valió hasta hoy nuestra eterna gratitud por tantos preciosos datos.
Con la misma inexplicable regularidad llegaría el tiempo de las bolitas, el yoyo y el piolín mágico en la mano; juguete muy simple consistente en un sencillo tramo de piolín asegurado por sus extremos anudados entre sí para formar un circulo. Ingenio exigente de habilidad motriz, imaginación y una capacidad de observación propia de un agente secreto soviético para reproducir al cabo de un vistazo las complejas maniobras que cada forma exigía. Le seguían disciplinas callejeras como la rayuela, la payana, el hoyito pelota y otras de puertas adentro como el cuarto oscuro. Las rondas y cánticos practicados por las niñas como María la Paz, El Tun Tun de la Carabela, el Pisa Pisuela Color de Ciruela y otros que los baroncitos nos ocupábamos de sabotear alterando las letras con rimas equivalente, pero en versión chusca llena de palabrotas y que le valiera a este cronista en más de una ocasión la urgencia de salir a escape perseguido por una madre justiciera escoba en ristre por atrevido y metiche en juego de nenas. Es oportuno reconocer algunos juegos gravitantes todo el año como la escondida, práctica memorable y llena de anécdotas; el futbol callejo con su estadio de práctica debidamente constituido en la esquina de las calles Dominicos Puntanos y Mitre, hoy calle de Los Inmigrantes; y su sede para grandes eventos deportivos en la canchita del fondo del barrio. Las bicicletas, verdaderas prótesis de las que no bajaríamos durante todo el año y que nos llevarían de expedición a lugares remotos como el Aeropuerto, la ruta a San Juan, la nueva y la vieja; el Hipódromo y La Aguada de Pueyrredón y que nos permitieran transitar con relativa seguridad los peligrosos barrios rivales como el Ms. Di Pascuo y el Kennedy.
Algunas fechas del calendario constituían puntos liminares en el devenir de los ciclos como la navidad y fin de año con sus fiestas sin dudas las principales. Semana Santa y sus días de recogimiento. Fechas patrias y por último algunas otras menos obvias pero que raramente nos pasaban desapercibidas como el día de todos los santos seguido por el día de los difuntos. En la radio sonaba música sacra, en las calles los pocos automóviles que circulaban de ida o vuelta al cementerio lo hacían regulando casi a paso de hombre. Las calles se poblaban de gente portando ramos de flores razón por la cual se hacían largas filas en las puertas de las florerías, espectáculo raro y de un solo día al año.
Entre viejas costumbres de nuestra sencilla capital mediterránea que por entones ya estaban terminando, juegos de ingenios y un tiempo largo y lleno de experiencias nuevas que le agregaban una profundidad hoy ya inaccesible para las nuevas generaciones, se nos fue nuestra primera década. Los nuevos árboles y frutales implantados en el barrio crecieron hasta colmarnos de sombra y de frutos, las casa recibieron mejoras en formas de ampliaciones y cerramientos medianeros apenas necesario en un vecindario donde se dormía en verano con puertas y ventanas abiertas y libres de aldabas y cerrojos cien veces menos preferibles a la brisa fresca de los amaneceres de enero. Sin alarmarnos vimos aparecer las primeras arrugas en el semblante de nuestros padres y junto con estas llegaron a nuestras vidas las revoluciones hormonales propias de la edad y las nuevas etapas que se avecinaban inexorablemente. Por razones diversas algunos de aquellos vecinos primigenios fueron dejando el barrio dando oportunidad para la llegada de nuevos habitantes quienes revitalizaron con su presencia la trama social del vecindario aportando junto con su llegada nuevos afectos y experiencias traídas de otras vidas y geografías remotas. Para cuando quisimos ver, ya la vida nos había ganado hasta convertirnos en las personas adultas que somos llenos de recuerdos felices.
Nuestro barrio resultó muy pródigo en personajes, hecho que nos obligó a exprimir hasta las últimas gotas de nuestro ingenio para llegar a bautizar a todos sin omitir grandes ni chicos de la manera más justa y conveniente. Un sobre nombre o apodo bien puesto debe seguir una serie de estrictas reglas jamás escritas lo suficientemente al pié de la letra como para ilustrar algún rasgo distintivo del bautizado, algo único, inconfundible, personal y de ser posible jocoso. Ese rasgo en principio insignificante, terminaría agigantado por fuerza de repetición hasta ocupar el significado completo de la persona bautizada. Todo hombre o mujer corre el riesgo de persistir amonedado en anécdotas, observa el maestro Borges con la enjundia que lo caracteriza; la anécdota obra como cuño, se le adhiere como tal y con la misma fuerza del signo que distingue el valor del dinero. Tan cierto como que los episodios anecdóticos resultaron en muchos casos la fuente de inspiración de ese nombre ilegal con el que se les conocería en adelante y en algunos casos hasta el final de la vida. Por estos caminos inciertos llegaron y se instalaron entre nosotros toda una enorme variedad de motes como el doctor Petuque, Lela Lombardi apodo que recibiera mi madre gracias a sus habilidades al volante de su desvencijado pero fiel Renault 4L, mejor conocido como el cuatro latas; seguirían otros como el Loco o la Antropófaga como bautizó el escribano del barrio a su vecina la antropóloga, distinguida académica de la universidad local y célebre sobreviviente de la Noche de los Bastones Largos.
También encontramos en nuestras filas una auténtica fauna representada por el Bicho y su variante diferenciadora el Bicho de los Higos, además el Canario, el Sapo, el Gato, el Rata famoso mecánico de la vecindad; la Runduna notoria lanzadora de proyectiles minerales, el Quirquincho con su diminutivo el Quirca; la Garza, el Chivato, Omar el Lechuzo cuyo apodo también se usaba para referir a toda la familia como los Lechuzos, Patricia la Pato, el Pichón, el Chuña, el Torito, el Chuschín y muchos otros que no diré. Ocasionalmente el animal en cuestión solía asociarse al apellido o al nombre de su propietario, como en los casos del Chancho Latorre y de Juan el Perro, este último con carácter diferenciador entre algún otro Juan y su homónimo. Finalmente cabe destacar el artículo —el, la, los— que precede la mención del animal del que se trate, un detalle no menor e indispensable para el buen decir.
Algunos no significaban nada como el Chochi, otros solo llegaban y se instalaban porque sí; como fuera el caso de los Popi. Apelativo impuesto en primera instancia a Osvaldo, el hijo mayor de la familia; el alias pronto cobro fuerza hasta alcanzar toda la casa dando como resultado final y hasta hoy a la Popi su hermana Silvia, el señor Popi y la señora Popi como nos referíamos respetuosamente a Don Mariano y Doña Elvira. El sobre nombre llegó a incluir en su voracidad al negocio familiar recordado hasta el hoy como Kiosco Popi. Únicamente y por muy poco logró escapar al pegadizo apodo Viky, la perra de los Popi. La gata no lo logró, le decíamos Popi—miau.
En virtud de brevedad solo voy a referir unos pocos que alcanzan a ilustrar bien este punto, se trata de sobrenombres devenidos de algún rasgo físico ya que estos inspiraron sobrenombres muy permanentes como Carlitos el Chupino, muchachote ancho y de escasa estatura famoso por sus travesuras y buen corazón, el Corto y el Tuerto por razones obvias, el Rengo engaña—baldosas quien amenazaba con pisar allá pero terminaba pisando más acá, Marcelo el Droga en virtud de un par de enormes ojeras heredadas de un episodio de mononucleosis que le conferían a su dueño siempre peinado a la gomina como condición para asistir al colegio, un raro aspecto de heroinómano juvenil; sin olvidar al Mudo Ricardo también por razones obvias. Mi propio apodo me llegó por esta vía ya que siendo presentado a Gustavo, mi hermano mayor; apenas unas horas después de nacido y viéndome arrugado, colorado calvo y descompuesto de llanto, no dudó en afirmar categóricamente parece un bicho…!! justo antes de salir escapando para ponerse a salvo; dejándome bautizado como el Bicho hasta el día de hoy.
Hubo algunos célebres casos de sobrenombre por oxímoron, como el famoso y nunca bien ponderado Walter el Negro Puré; resultado de la conjunción de la oscura piel del dueño y el bien conocido color del puré de papas y una vecina a quien decíamos la Blanca Nieves por similares razones. En ocasiones el apodo adquiría un carácter secreto quedando reservado exclusivamente al círculo de usuarios y a espaldas de su portador. Sirva de ejemplo aquel recibido por un vecino de la barriada adyacente, ya que el pobre hombre había resultado viudo con alarmante frecuencia, no una ni dos sino hasta tres veces; razón por la cual terminó sindicado como el Bragueta Fúnebre. Finalmente cabe reconocer un caso especial y paradigmático. Por esta vía llega triunfal para obtener todos los laureles el inefable Huevo de Plomo. Ocurrió al abuelo de uno de nuestros queridos chicos del barrio una lesión permanente e intratable a la altura de las vértebras lumbares. Siendo inoperable el pobre hombre fue cediendo al dolor y la incomodidad hasta quedar notablemente inclinado hacia el frente, ya complicado por esta difícil posición se vio forzado a dar pasos cortos y con las piernas abiertas. Visto así caminando, parecía llevar por delante un objeto muy pesado colgando de la cintura, lo demás solo fue atar cabos y completar la escena sin dejar de notar que el ingenio es hermano de la crueldad.-
La televisión de la época ofrecía un corto periodo de transmisión que iniciaba al promediar la tarde y terminaba a la media noche, final apenas aplazado algunos minutos extras los sábados por la noche en víspera de domingo. Para tomar señal se requería una compleja ingeniería de enormes y altísimas antenas de alta tecnología de la época cuyos armatostes debían instalarse trabajosa y onerosamente en los techos de nuestras casas. Cada día de la semana venía con su respectivo paquete de programación a horarios. Dibujos animados en la tarde de la mano de Los Tres Chiflados, noticiero a la 21hora, luego programas de humor como Operación Jaja o series de acción venidas desde la gran democracia del norte, títulos entre otros como El Hombre Nuclear, Misión Imposible, Dos Tipos Audaces y San Kade. Nombre este último tomado en préstamo del personaje de la televisión encarnado por el duro Glenn Ford, rudo intérprete de gánster y cowboy; aventurándose según el caso por los caminos polvorientos del farwest o las húmedas madrugadas urbanas amenizas a tiros de ametralladora Thomson. Con esos antecedentes nos llegaba los martes por las noches el mencionado Sam Kade. Conviene mencionar que el personaje consistía en un policía rural quien casualmente tenía siempre en la mira de su persecución algún joven rebelde y resentido contra un mundo cruel e injusto. Cada episodio se desarrollaba y terminaba más o menos del mismo modo; enderezando al mozo un poco por la razón y los buenos consejos y otro poco a sopapo limpio. En virtud de reconocimiento a sus esfuerzos el apodo le cayó a nuestro querido vecino Don Cesar quien se había visto obligado a proceder conforme la fórmula de Sankey –dicho en el idioma del barrio– para lidiar con los pretendientes de su hija Patricia, especialmente a la hora de contener los arrebatos amorosos de Pablo la Garza.
Chileno había sido su padre, fallecido apenas terminado la juventud a consecuencia de un alcoholismo tan enraizado como para terminar su vida con anticipación. El Chochi había llegado al país siendo muy pequeño de modo que su nacimiento en la nación trasandina contaba apenas como una circunstancia particular. Algún vecino próximo a su casa me confió que al parecer previo a la muerte, su padre le había heredado el apego por la bebida ya que habían compartido tormentosos episodios de beberaje terminados en escandalosas disputas.
Para los más rapaces del barrio, el Chochi o el Chileno según le cayera uno u otro de sus sobrenombres ya que por herencia le sobrevino el apelativo con que conocimos a su padre; ofrecía una amistad compleja y quizás no exenta de peligros, pero sin duda digna de cultivar. La clave de aquellos encuentros estaba siempre en la mirada del Chileno, en ocasiones sus ojos iluminaban su rostro ya encendido por el entusiasmo trayendo con su presencia el premio de una locuacidad increíble y llena de anécdotas de conquistas amorosas, peleas de bar, apuestas de vida o muerte y evasiones de la autoridad policial imposibles de lograr sin el socorro de una suerte inaudita. Con los mil demonios de la elocuencia rugiendo por su boca se demoraba en largos relatos de correrías devenidas de su condición de cliente regular de lugares con pésima reputación como El Descanso y El Farolito Rojo, instalaciones comerciales con apariencia de bar y restaurante que soñábamos con conocer y frecuentar con pase V. I. P. desde el primer día en que contáramos con la edad suficiente como para que nos permitan el ingreso a tan reputados establecimientos. En las tórridas siestas del verano nos fascinaba su charla envilecida por el alcohol a la sombra de los olmos que jamás dieron ni una sola pera, allí repasamos una y otra vez sus mazos de barajas de póker cuyos reyes y reinas ofrecían bizarros cuadros pornográficos.
En otras ocasiones podíamos reconocer desde la distancia que no se trataba de la misma persona. Su brillo y color, la mirada vidriosa y en especial la torva expresión de su gesto nos decía claramente que no era momento para conversaciones, sencillamente no estaba allí. El vicio y los años le fueron cobrando su precio hasta dejarlo reducido a una especie de fantasma de sí mismo. Un día notamos que ya era apenas un poco más que su propia sombra y para entonces no había charlas ni barajas capaz de rescatarlo de la ruina. No me consta como terminaron sus días, pero claramente me mostró la forma en la que no debían terminar los míos, que al fin de cuentas uno aprende más y mejor con los malos ejemplos.
Hasta hoy ignoro el verdadero nombre de esta celebridad femenina del barrio. Por mucho tiempo viví en la creencia sin ningún fundamento que dicho apodo provenía de algún talento poderoso y secreto de su portadora, felizmente al cabo de los años vinieron nuevos contactos con el término que me permitieron casualmente despejar su significado. El vocablo refiere a un pequeño y colorido pajarillo de los que se conocen como pica–flor o colibrí. El sobre nombre le llegó en la niñez en reconocimiento a su belleza infantil y de ningún modo como creímos durante años, en razón de su permanente, gruesa y colorida capa de maquillaje que sin importar altura del año ni fechas de guardar, permanecía gravitante en su aspecto ya que su rostro lucía siempre como la obra afiebrada de algún impresionista decimonónico. De paso rápido, errático y osco semblante un tanto afligido seguramente debido al acoso de sus fantasmas que al parecer no dejaban de murmura a sus oídos. No era de carácter sociable, de hecho su hostilidad manifiesta en particular hacia los más atorrantes de los chicos del barrio; encontraba su mejor expresión en las piedras que no dejaba de recoger y proyectar con todas sus fuerzas hacia aquel que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. Por suerte su puntería era pésima y tampoco sabía imprimir potencia a sus lanzamientos mal dirigidos hechos que terminaban por hacerla completamente inofensiva siempre que se tuviera un poco de prudencia y distancia. Los chicos del barrio se divertían incitando sus célebres arranques de ira junto con la lluvia de proyectiles e improperios que sobrevenían en consecuencia. Nos divertía provocarle gritando su apodo al pasar: Rundunaaaaa…!!! Lo hacíamos a sabiendas que odiaba ese apelativo, por lo demás jamás le faltamos el respeto ni devolvimos sus agresiones minerales ya que para todos nosotros era una señora del barrio conforme a sus propias reglas aunque soslayando un poco las nuestras. Su personalidad excéntrica combinaba a la perfección con los raros atuendos que lucía siempre en conflicto con la estación y el clima. Pesados abrigos, grandes cartera de señora de gorda, apretados gorros de lana, calzados con altísimos tacos que manejaba con peligrosa imprudencia hacían de su aspecto una suerte de apología de la excentricidad. Por lo demás y hasta donde sabíamos era una persona en todo funcional como cualquiera otra, con su trabajo, familia, afanes y preocupaciones a cuesta.
Sin duda el personaje más oscuro que alguna vez recorrió las calles del barrio. Alto, muy alto visto desde la perspectiva de los cinco o seis años; con su rosto mal afeitado y lleno de ángulos filosos enmarcado por dos enormes orejas cuyos lóbulos se prolongaban absurdamente hasta casi a tocarle los hombros, laxos apéndices auditivos que se balanceaban marcando el paso. Algo similar ocurría con su nariz carnosa y enrojecida colgando por encima de una boca mal cerrada poblada de largo, irregulares y afilados dientes blanquecinos contrastando con la oscura profundidad de sus enormes ojos negros medio perdidos bajo las tupidas cejas en forma de pajonal. Unas luengas crenchas canosas bajaban por las estribaciones de su cráneo puntiagudo desde la cúspide de su anatomía. Muy delgado, cubría su huesuda humanidad con un oscuro traje negro recorrido por delgadísimas líneas amarillentas, ciertamente no le ayudaba su atuendo haciendo resaltar su ya natural aspecto funerario y siniestro. Completaba el cuadro una enorme bolsa de arpillera siempre terciada al hombre, accesorio que venía a terminar de darle forma a la más perfecta imagen del Viejo de la Bolsa que pueda concebirse. Su trabajo de ciruja producía con regularidad y demasía la renta que terminaría gastando dispendiosamente en vino tinto, grapa y otros indescifrables brebajes etílicos pocas veces amenizados con algún sándwich de mortadela bocha. Nunca le escuchamos pronunciar palabras, pero muchas veces vimos su aspecto y olimos sus vahos de transpiración rancia de alcoholes y pulperías, agradeciendo hasta hoy que su contacto esporádico apenas alcanzara para solo dos de nuestros cinco sentidos sensoriales. En las frías noches de viento Chorrillero aunque cubiertos hasta la cabeza bajo el peso de gruesas frazadas, en ocasiones nos parecía oír sus pasos sutiles de monstruo antropomorfo merodeando la casa en busca de una ventana mal cerrada tratando de encontrar algún resquicio por donde colarse a poblar con entusiasmo nuestras peores pesadillas. Nunca supimos de donde vino ni hacia donde iba, pasaba y se alejaba hasta que con el tiempo dejamos de verlos para entonces ya habíamos crecido lo suficiente para olvidarlo con alivio, hasta hoy.
A mitad de una de las cuadras más ilustres del barrio vivió por años Don Castro y su señora cuyo nombre no recuerdo. Con sus manos e ingenio levantó en los fondos de su terreno un rustico horno de barro desde donde salieron durante muchos domingo las empanadas más sabrosas del barrio. Bruñidas con masa criolla cuyas secreta formula de harinas, sales y grasa animal se ha perdido para siempre, amenizadas con pasas de uvas cosechadas en los mismos parrales que sombreaban el horno mientras se cocían a fuego lento y parejo una fuentada tras otra de empanadas prolijamente repulgadas a mano desde las primeras horas del día. Así componía la pareja de ancianos sus magros ingresos económicos cada fin de semana del año con algunas raras excepciones.
En las tardes de juego de pelota en la cancha improvisada siempre en la esquina de la Dominicos y Mitre, por donde resultaba habitual ver transitar a Don Castro camino de la despensa Niña Julia, oportunidad nunca despreciada para darle conversación con pretexto cualquiera solo para terminar pidiendo al viejo vecino algún chiste verde de su vasto repertorio, solicitud que muy raramente quedaría insatisfecha. Relatos irreproducibles en estas inocentes páginas, pero que sin dudas constituyen material literario no escrito que hasta el presente forma una parte sustancial y secreta de nuestro acervo cultural. Baste como muestra una célebre adivinanza que nos tuviera en vilo durante muchos días en busca de una solución adecuada para tan arcano acertijo. Decía así: Tiene patas… y no camina. Tiene ojos…y no ve. Tiene dientes…y no muerde. Tiene plumas…y no vuela…¿Qué es???.
En los fondos del barrio, a un costado de la canchita con sus límites bien marcados por el alambrado al oeste, los enormes pimientos esquineros y la alameda bordeando una de las ultimas acequias que la desidia local todavía no alcanzaba a tapar de escombros y basura, allí donde hoy se emplazan los barrios Las Américas y Jubilados, en esos mismos terrenos se encontraba la quinta del Gringo Pepe. Algunos años más tarde; un familiar suyo conocido por mérito de la casualidad inevitable de vivir en un lugar chico como nuestra ciudad mediterránea, me confió su nombre completo, sus afanes de quintero y otros detalles de su vida que he olvidado prolijamente. Me queda si para siempre el recuerdo de nuestras tropelías, alguna culpa y la satisfacción de las horas compartidas.
Prolijamente alineados entre las hileras de surcos abundaban los frutales, duraznos, damascos, ciruelos y más allá, cómodamente recostadas en sus soportes de palo y alambre, las últimas viñas sanluiseñas. Uva blanca, uvas chinche vinatera y la especialidad de la chacra, uva moscatel rosada.
Las tardes podían ser de diciembre o febrero, los Chicos comenzaban con un picado de futbol, luego venía una remojada en la acequia y terminaban invariablemente en un raid delictivo entre las plantas del Gringo Pepe. Densos racimos de uvas de todos los colores, brazadas de duraznos y bolsillos llenos a reventar de ciruelas y damascos hacían las delicias de los muchachos. Anécdotas si las hay y a montones pero por razones de espacio y paciencia requerida al lector, voy a referir solo algunas pocas.
Ocurrió una tarde de aquellas que encontrándose el Justito encaramado en la copa de una planta de duraznos chatos, tanteaba con manos expertas la madurez y el punto de cada fruta con la asistencia desde tierra de uno de los Gordos López.
—Este si…. este no…toma y toma este otro también.
El Corto, como le decíamos a este muchacho, recibía y acopiaba con disciplinado silencio hasta que por un costado vio venir al Gringo Pepe armado con el tridente de apilar la alfalfa de las lecheras. Sin mediar advertencia puso sus pies en polvorosa junto con la cosecha de duraznos. El Justito, ocupado como estaba; continuó tanteando y cortando con mano experta cosechera sin advertir que ahora los duraznos los recibía el Gringo. Uno…. dos…llegando a la docena y como para evaluar el tamaño de la cosecha bajo la vista para encontrarse entonces con el sombrero granjero de paja y ala ancha, más abajo estaba su dueño el Gringo quien sostenía pacientemente una brazada de duraznos por un lado y el largo y afilado tridente con la otra mano. Primero debió dejarse caer desde las alturas del frutal, luego un revolcón entre los surcos, una accidentada carrera a toda marcha y por ultimo saltar el alambre en limpio alcanzando la seguridad de la canchita ya lejos de los gestos y amenazas furiosas de la figura gesticulante del Gringo Pepe que por no soltar los duraznos se vio obligado a perdonar las posaderas de Justito.
En otra oportunidad el célebre Bicho de los Higos se encontraba empecinado en despojar de algunos frutos al Gringo, en ese intento se le presenta la ocasión de aviarse con dos enormes y redondas sandías. Con el tiempo justo y suficiente para cargarse una al hombro y otra apenas sostenida con su brazo libre se encuentra obligado a huir a la carrera por el paso de la vía muerta, nombre con el que se conocía las vías de escape del ferrocarril que bordeaban el barrio; ya que El Gringo advertido de sus maniobras le venía a cortar el paso más directo hacia la cancha montado en su macho mular negro y acompañado de su trabuco naranjero cargado con salvas de sal gruesa. Advertido de la imposibilitado de continuar el escape por ese camino, el Bicho de los Higos replantea su estrategia de escape orientando sus pasos como ya tengo dicho hacia la salida más segura por el lado de la vía muerta. El Gringo se apresura para cortarle la escapada hecho que le obliga a dar un largo rodeo a fin de sortear la alambrada que le impedía el paso. La circunstancia le entrega una oportunidad de oro para escapar al caco despojador de sandías, siempre y cuando corriera lo suficientemente rápido siguiendo el trazado ferroviario hasta alcanzar la seguridad de su casa felizmente ubicada en proximidad de las vías antes que su perseguidor rampante lograra cerrarle el paso. Al cabo de una larga maratón hortícola el ladrón logra evadir a su perseguidor justiciero por un pelo. Un rato después se presenta triunfal en la esquina del barrio reservada para los encuentros a celebrar y compartir con todos aquel botín de sandías tan duramente conseguido, pero seguramente por aquello de que Dios castiga sin piedra y sin palo, ocurre que ambas frutas resultan incomibles de amargas. La mala suerte, la justicia divina o quizás ambas juntas, le habían premiado su esfuerzo con frutos chancros dejando para saborear apenas nuestras amargas reflexiones.
El Mudo Ricardo, afamado personaje gracias a su pasión irrefrenable por tomar bicicletas prestadas sin compromiso de devolución ni previo aviso a sus propietarios, hábito que bien podía extenderse para incluir ropa secándose al sol, pequeños muebles y adornos de jardín, herramientas y cuanta cosa que pudiera echarse encima. Una tarde resultó el Mudo sorprendido en medio de una de sus correrías de depredación frutal por la quinta del Gringo Pepe. Para entonar el momento resultó que el Gringo había decidido pasar a mayores apareciendo armado con su ya célebre y viejo pero eficiente trabuco naranjero cargado para la ocasión con salvas de sal gruesa. Cuenta la leyenda que de un certero y estruendoso disparo alcanzo al Mudo Ricardo en medio de sus asentaderas, circunstancia que le motivó lo suficiente como para saltar tres alambrados en limpio sin dejar de sujetar sus partes nobles al grito pelado de hay mamita…!!!.