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Es una deuda con La Habana y sus símbolos. A dos siglos de su inauguración el Floridita aún conserva su primacía dentro de la coctelería mundial y este es el espacio donde convergen las historias que se entrelazan con las costumbres de un país, de una ciudad, de su pueblo. Este libro, al igual que el afamado bar restaurante, permitirá recrear un 'fresco' sobre la comida y las bebidas… el tabaco, el ron y el café… y tres pilares: Ernest Hemingway, Constante Ribalaigua y el Daiquirí, que hicieron de este sitio el espacio preferido por todos.
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Seitenzahl: 130
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Ingeniero de Minas y Licenciado en Ciencias Sociales. Investigador de la gastronomía cubana e internacional. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha publicado más de una veintena de títulos sobre temas de gastronomía, tanto en Cuba como fuera del país. Sus publicaciones se proponen un recorrido por varios supuestos literarios e investigativos, entre los que se incluyen: el testimonio biográfico (De Itabo a Florencia); el realce de recetas seleccionadas (Rey langosta); expresar de manera simple una fantasía culinaria (Cocina erótica); profundizar la impronta de una cultura foránea poco investigada (Arte culinario chino en Cuba, y Del Mississippi a Gloria City); documentar el tema de la cultura culinaria nacional (Cocina cubana tradicional); fundamentar y simplificar la cultura popular de variados subtemas (Seriado de 8 libros monotemáticos); o abrir el acervo cultural de las expresiones gastronómicas (Diccionario gastronómico cubano)… Sus obras se caracterizan por la seriedad, rigor y profesionalidad. Aborda sistemáticamente la temática vista con un prisma multifacético que engloba varios de los conocidos símbolos internacionales de la nacionalidad cubana.
Estas palabras y este libro tienen su antecedente en una versión primaria que publicó la editorial mexicana Samsara y fue presentado el día 11 de noviembre de 2011 en la capital azteca. Fue una tarde gris, acompañada de un largo y torrencial golpe de agua que hizo peligrar la ceremonia. No fue fácil llegar al local, sorteando el complicadísimo tránsito del Distrito Federal. Arribé y en ese mismo momento comenzaron las sorpresas: el elegante recinto a pesar de no estar atestado de personas debido a las circunstancias climáticas me permitió encontrar viejas y nuevas amistades; y sobre todo, una calidez que desbarató mi emperifollado discurso. Para bien, tuve que improvisar.
La atmósfera de afecto, regocijo y entendimiento me abrumó. Las elogiosas palabras del presentador, el escritor mexicano José Antonio Lugo García, persona desconocida para mí hasta ese momento, dispararon mi ego que afortunadamente, no mucho después, se encaminó hacia la avidez por desentrañar la magia del momento.
En ese momento, sentí que pese a todo, realmente existía la imagen idílica y soñada desde mi niñez allá en el pueblito gibareño y holguinero de Santa Lucia, sobre México y su gente. Y descubrí también, que la frase de Ernest Hemingway: «Mi Mojito en la Bodeguita y mi Daiquirí en el Floridita», era una sorprendente caja de maravillas que al abrirla nos mostraba un sinfín de aristas y posibilidades sobre La Habana, sus misterios y la mística que envuelve nuestra ciudad capital.
Y la oportunidad de rendirme ante tal evidencia, ha motivado que recalque en esta ocasión esos aspectos sorprendentes de La Habana que a pesar de no haber sido mi lugar de nacimiento, la he asumido personalmente como uno de mis lugares de culto y para lo cual me incorporo como han hecho centenares de poetas, músicos y artistas de todas las artes. El mencionado presentador decía entre otras cosas «Mi Daiquirí en el Floridita no es un libro de ficción y, sin embargo, uno puede imaginar cada escena que nos relata y con ello fabricar un cuento. Quizá porque La Habana que nos muestra don Fernando es una ciudad mítica, como nos guiña el ojo desde su dedicatoria. Y es mística, valga la paradoja, porque es La Habana real, la que viene de lejos, la que está más allá de los vaivenes de la vida política, la que muestra la cotidianeidad de un pueblo, sus costumbres, la manera de relacionarse de sus habitantes».
Y esas palabras, expresadas con espontánea franqueza, abrieron definitivamente mis ojos a la realidad. Y es por ello que me esfuerzo por presentar La Habana como escenario natural para acoger un lugar tan especial y renombrado como el Floridita donde se transformó el Daiquirí natural en Daiquirí frappé para cautivar el mundo; tener personalidad suficiente para manifestar y no dejar caer su agradecimiento a una figura indiscutida como Ernest Hemingway que la vivió y la amó; servir de contexto sin par para que hechos aparentemente intrascendentes como la aparición del hielo en nuestro entorno nacional, se convirtiera en un espectáculo novelesco; tener el empuje para acoger las influencias venidas desde todos los continentes y moldearlas hasta obtener la amalgama mundana y homogénea que significa nuestra gastronomía; haber sido capaz de abrirse en todo su esplendor para convertirse tempranamente en una de las ciudades distintivas de todas las Américas, que deslumbraron a cuanto viajero de los lugares más insospechados la visitaron; crear y sostener tradiciones lejanas y entrañables vinculadas a la cubanidad –cubanía– que aún son parte esencial de su vida diaria. En fin, por ser ideal de capital de cualquier país del mundo.
Con esa impronta, como telón de fondo, surge esta versión que trata de develar lo conocido y secreto del Floridita y sus duendes. En un segundo peldaño me propuse apreciar la particular gastronomía cubana, tarea ardua a partir de la copiosa información que existe; donde hay una mixtura entre cosas muy buenas, mucha repetición o mimetismo que dificultan la selección.
Con este libro no deseo evadir opiniones de excelente factura que apuntalarán los temas puntuales ni podría dejar de lado esas impresiones de un alto valor testimonial y emocional expresadas por diversas personalidades de la cultura.
El Floridita, cuyo apelativo de género femenino en la lengua española es tuteado por los cubanos en una ambivalencia como si fuera del género masculino, ostenta cuatro detalles que le otorgan el calificativo de «archifamoso». Primero ha sido santuario de reconocidas personalidades; segundo contó con el barman o cantinero más renombrado, de un país como el nuestro, que ha tenido en la coctelería una escuela y a cantineros estelares representados en todas las generaciones, me refiero a Constantino Ribalaigua Vert, creador del ya mencionado Daiquirí frappé, ejemplo de maestría y que se convierte en el tercer punto de fama de este escenario; finalmente, es obligado referirme al famoso más famoso del Floridita, el escritor norteamericano Ernest Hemingway, que sirvió de punto de apoyo para catapultar definitivamente la notoriedad del triunfante establecimiento que ya sobresalía por derecho propio.
Urgido, en la primera parte del recorrido, me adentraré en el Floridita como otro visitante cualquiera e invocaré a sus genios. Y en un segundo momento, repasaré cauteloso los detalles adicionales prometidos. Así, tendremos la oportunidad de corroborar la singularidad que introducen en esta temática, determinados y reconocidos símbolos de la nacionalidad cubana, que acoplados de conjunto constituyen un tesoro inapreciable.
En Cuba los términos cocina o gastronomía, en su caso más general, comprende un amplio y variado universo, resultado de ciertas realidades históricas presentes en muy pocos países. El afamado puro habano; el ron, conducido a la excelencia en nuestra tierra, fundamento de la sorprendente coctelería cubana; el café viajero, potenciador del protocolo internacional a partir de la autóctona costumbre de cerrar una cena informal o de ocasión; todos estos productos han visto mezclar sus olores, sabores y prestancias alrededor de la mesa criolla. Actualmente se puede afirmar que la gastronomía cubana es un fenómeno singular y universal, cuya definición específica está habilitada para entrelazar a cada uno de estos y otros componentes afines.
Muchos tesoros de su flora y su fauna aportó la América nueva a la cultura de los conquistadores, algunos de estos fueron encontrados exactamente en Cuba: yuca, ají, boniato, maíz, calabaza, maní; animales como: jutía, manatí, manjuarí; y frutas como: guayaba, piña, anón, hicacos, mamey..., y al final una mención especial al tabaco. Otros dominios americanos mostrarían gran variedad de frutos que potenciarían de manera espectacular la cocina mundial. Por lo tanto, los tesoros americanos en forma de oro, especias y joyas deslumbrantes, primer motivo que impulsó el viaje de conquista, fueron sustituido por otros más importantes, capaces de: mitigar las hambrunas de la empobrecida Europa, como ocurrió con la papa; imperar en la economía y las políticas interiores y exteriores de poderosos estados, como sucedió con el tabaco; convertirse en novedosas fuentes de exquisitos productos culinarios y crear ramas enteras como es el caso del cacao; someter cocinas nacionales de innumerables países, como pasó con el tomate; entre otros ejemplos de indudable influencia.
El entorno social y geográfico de la Cuba colonial hizo su aporte a la nueva cultura culinaria. Los aborígenes consumían casabe, frutas, viandas, quelonios y peces. Por vez primera, en la precariedad de sus abastecimientos traídos desde la península, el hombre europeo se vio obligado a aprovechar, circunstancialmente, productos nativos.
De esa manera, la cocina nacional comenzó un largo proceso de formación basado en los productos del entorno, a lo que se le sumó la decisiva influencia de los conquistadores, quienes trajeron consigo sus hábitos, prácticas y aprovisionamientos. Sus necesidades alimentarias perentorias no ocultaban ciertas costumbres impuestas por el dominio de los árabes en la península ibérica. No tardaron mucho en traer el arroz, el vino, el aceite, el trigo y los animales domesticados, de nula presencia en la cultura americana en general y cubana en particular.
Con posterioridad el continente africano aportó nuevos ingredientes a la mezcla. Los esclavos, arrancados de su suelo natal a través del oprobioso régimen esclavista, fueron acompañados en los tenebrosos viajes desde el continente negro, por productos de su flora que se asimilaron en nuestro medio, tal es el caso del plátano y el quimbombó. Sus gustos y maneras de preparar los alimentos traspasaron de su medio cerrado a la mesa de los amos que les cedieron sus fogones, tarea innoble a criterio de aquella sociedad y que solo fue compartida por las personas de clase baja. Aparecieron mixturas como el ajiaco, de cuna aborigen pero conformado, ya para ese entonces, por la incorporación de productos de los dominadores y las inevitables influencias en frutos y prácticas aportadas por los esclavos africanos. La cocina propia había pasado de la etapa simple y natural de los hombres originarios, hacia una nueva escala matizada por la conjunción de sus tres pilares fundamentales.
Las escasas poblaciones existentes estaban muy aisladas y era difícil la comunicación entre ellas. La Habana, por su parte, era una excepción debido a su estratégica posición geográfica favorecida por su bahía; donde las naves procedentes de todos los puertos americanos, se concentraban en su rada con los tesoros de todo tipo arrebatados del llamado Nuevo Mundo, para partir desde aquí en convoy hacia la Península tratando de eludir los ataques de corsarios y piratas. Los meses que tardaba en conformarse la partida, la ciudad los aprovechaba para satisfacer sus propias necesidades y las de quienes componían aquellas flotas que demandaban servicios de todo tipo.
Circunstancias coyunturales en situaciones históricas diversas, posibilitaron la presencia de nuevos grupos étnicos que en buena medida hicieron sus aportes culinarios. La revolución de Haití a finales del siglo XVIII propició la aparición masiva de franceses, emigrados forzosos que introdujeron el cultivo modernizado del café e influenciaron con su refinada cocina las mesas de los habitantes adinerados de esta isla, peninsulares o criollos. El café se expandió rápido entre los habitantes en todas las capas de la sociedad y la manera predominante de prepararlo siguió un patrón desde un principio: caliente, breve, fuerte, negro y azucarado, esta fue una forma de vincularse con los sabores fuertes de la alimentación y del puro habano, muy en boga entonces.
Hacia mediados del siglo XIX comienza una masiva emigración china hacia Cuba, que en su momento culminante fue porcentualmente una parte importante de la población del país. La tenacidad asiática se vio reflejada en el aprovechamiento de ciertas ventajas climáticas, como sucedió en el cinturón agrícola semiurbano que formaron alrededor de la Zanja Real de La Habana. La cocina hogareña incorporó desde ese momento nuevas tendencias al gusto criollo.
El sostenido desarrollo de las relaciones económicas y comerciales con distintas ciudades portuarias de los Estados Unidos introdujo, desde el propio siglo XIX, una impronta cuya estela es evidente hasta hoy. Indiscutibles formas de preparar los cereales, la torta o cake de cumpleaños, los productos en conserva, las mundialmente socorridas comidas rápidas o el llamado desayuno americano, responden a esta influencia.
Otras etnias lejanas o cercanas que produjeron flujos migratorios más o menos notables hacia nuestro país, también tuvieron una repercusión en nuestra cocina. En tal caso están los yucatecos, jamaicanos, haitianos, árabes…
Y esas intromisiones culinarias no han dejado de mostrarse en nuestro país. En décadas recientes, como respuesta organizada a una necesidad práctica de la cocina rutinaria, devenido en fenómeno espontáneo, se ha masificado la preferencia de un segmento de la cocina italiana popular, representada por la pizza, que en una variante muy cubana –gruesa y esponjosa– ha establecido plaza definitiva.
… No obstante, el aporte indígena en algunas esferas de la cultura cubana, y en particular en la alimentación, es innegable.
Así, en los primeros tiempos, los españoles se vieron obligados a adoptar algunas costumbres indígenas, con la yuca como principal elemento por su utilización en la elaboración del casabe –sustituto del pan– y el consumo de los alimentos que ofrecía la isla… El abundante uso del ají como condimento en nuestra cocina, así como la forma de asar en parrilla, la «barbacoa» indígena, son considerados influencia aborigen.
… Poco a poco se impuso el modelo de alimentación de los conquistadores, reforzado además con la importación de los productos a que estaban acostumbrados, como la harina de trigo, los aceites, los vinos. Del predominio de la dieta aborigen se pasó a una dieta basada en el arroz, los frijoles, las carnes, la leche, el huevo. Pero ya lo encontrado en la isla había sido incorporado. El ajiaco aborigen, por ejemplo, se fusionó con la olla española, al agregársele las carnes de cerdo y de res, y más tarde otras viandas de origen africano.
El ajiaco es el plato que representa de manera singular la nacionalidad cubana. Es un crisol de voluntades, medios y maneras.
Para su preparación se mezclan: las carnes de res, cerdo y tasajo; las viandas, tales como: yuca, malanga, ñame, plátano, boniato y calabaza; dar un toque de acidez con limón; las mazorcas de maíz cortadas en trozo y un sofrito condimentado –salsa criolla– con manteca, cebolla, ají, ajo, pimentón, sal y pimienta al gusto.
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