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Mi marido ganó el Premio a la Mejor Primera Novela en Francia. Vista desde fuera, su vida es envidiable: una carrera exitosa, una apariencia deslumbrante, una hermosa casa en las afueras, dos hijos sanos y, lo más importante, un marido ideal. Después de quince años juntos, ella todavía está enamorada de él. Pero nunca tiene la seguridad de que su pasión sea correspondida. Decidida a mantener su relación perfecta, se prepara meticulosamente para cada encuentro, siempre cuidando de que sus acciones parezcan sencillas. Hasta que un día se da cuenta de que puede haber ido demasiado lejos… Mi marido es una historia audaz y estimulante sobre la pasión y los oscuros secretos que se esconden detrás de un matrimonio aparentemente normal. «Irresistible y deliciosa». Amélie Nothomb «En este debut irónico y psicológicamente complejo, una esposa está obsesionada con su marido. […] Este fascinante thriller emocional requiere gran fuerza de voluntad para no devorarlo de una sola vez». Oprah Daily
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Seitenzahl: 274
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Maud Ventura
MI MARIDO
Traducción de
María Teresa Gallego Amaya García Gallego
A mis padres amor, siempre
«Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada más que esperar delante de la puerta cerrada».
El amante, Marguerite Duras
Estoy enamorada de mi marido. Aunque más bien debería decir: sigo enamorada de mi marido.
Quiero a mi marido como el primer día, con un amor adolescente y anacrónico. Lo quiero como si tuviera quince años, como si acabásemos de conocernos, como si no tuviésemos ninguna atadura, ni casa, ni hijos. Lo quiero como si nadie hubiese cortado conmigo, como si yo no hubiese aprendido nada, como si él hubiese sido el primero, como si fuese a morirme este domingo.
Vivo con el miedo a perderlo. Me paso todo el rato temiendo que se tuerzan las cosas. Me protejo de amenazas que no existen.
Mi amor por él no ha seguido el curso natural de las cosas: la pasión del principio no se ha convertido nunca en un grato apego. Siempre estoy pensando en mi marido, me gustaría enviarle un mensaje a cada momento del día, me imagino que le digo que lo quiero todas las mañanas, sueño con que nos amemos todas las noches. Me contengo para no hacerlo porque también debo ser esposa y madre. Ya no tengo edad para jugar a las enamoradas. Con dos hijos en casa, no hay cabida para la pasión, está fuera de lugar después de tantos años de convivencia. Sé que debo controlarme para amar.
Me dan envidia los amores prohibidos, las pasiones transgresoras que no se pueden vivir a plena luz. Me da aún más envidia el amor cuando no es compartido o ha dejado de serlo, cuando el corazón palpita en sentido único, cuando el corazón late en una sola dirección. Me dan envidia las viudas, las amantes y las mujeres abandonadas, pues llevo quince años viviendo la desdicha constante y paradójica de un amor correspondido, de tener una relación apasionada y sin obstáculo aparente.
Cuántas veces he tenido la esperanza de que mi marido me mintiese, de que me engañase o de que me abandonase; el papel de la divorciada abatida es más fácil de interpretar. Ya está escrito. Ya se ha representado.
Existen millones de personas transidas de amor que entonan la pérdida o el rechazo. Pero no sé de ninguna novela, de ninguna película, de ningún poema que pueda servirme de ejemplo y enseñarme cómo amar menos y mejor. No sé de ninguna protagonista de ninguna obra que pueda enseñarme cómo hacerlo. No cuento con nada para documentar mi aflicción.
Tampoco tengo nada que pueda calmarla, pues mi marido me lo ha dado todo. Sé que pasaremos la vida juntos. Soy la madre de sus dos hijos. No puedo esperar nada más, no puedo esperar nada mejor y no obstante el vacío que siento es inmenso y espero de él que lo colme. Pero ¿con qué casa, con qué hijo, con qué joya, con qué declaración, con qué viaje, con qué detalle podría llenar lo que ya está lleno?
Lunes
Todos los lunes cruzo la puerta del instituto sin sentir ningún desánimo. Soy profesora de Inglés desde hace casi quince años, pero nunca he olvidado por qué me gusta tanto dar clase. Durante una hora todo el mundo está pendiente de mí. Controlo la duración, mi voz llena el espacio. También soy traductora para una editorial. Puede que esa doble vida sea lo que ha mantenido intacta dentro de mí la llama de la enseñanza.
En el aparcamiento reservado para los profesores me cruzo con el director, charlamos un ratito. Luego llega el momento que estaba esperando; me pregunta por mi marido. Contesto que mi marido está bien. Esta expresión me sigue causando el mismo efecto al cabo de trece años de matrimonio. Escalofríos de orgullo cuando en una cena dejo caer que «mi marido se dedica a las finanzas»; cuando le indico a la maestra de mi hija delante de la verja de la escuela que «el jueves será mi marido quien recoja a los niños»; cuando voy a comprar dulces a la panadería y anuncio que «mi marido los dejó encargados el martes»; cuando cuento con cara de falsa indiferencia (cuando en realidad me parece algo de lo más romántico) que «mi marido y yo nos encontramos por casualidad en un concierto de rock» cuando me preguntan cómo nos conocimos. Mi marido ya no tiene nombre, es mi marido, me pertenece.
El lunes siempre ha sido mi día favorito. A veces se engalana con un azul profundo y regio: azul marino, azul noche, azul egipcio o azul zafiro. Pero lo más habitual es que el lunes tome la apariencia de un azul práctico, económico y motivador, adoptando el color de los bolígrafos Bic, de los clasificadores de mis alumnos y de la ropa sencilla que pega con todo. El lunes también es el día de las etiquetas, de los buenos propósitos y de las cajas para ordenar cosas. El día de las elecciones juiciosas y las decisiones sensatas. Ya me han dicho que eso de que te gusten los lunes es típico de empollona de la clase, que solo los culturetas pueden alegrarse de que se termine el fin de semana. Puede que sí. Pero por encima de todo es algo relacionado con mi pasión por los comienzos. En los libros siempre he preferido los primeros capítulos. En las películas, los primeros quince minutos. En el teatro, el primer acto. Me gustan las situaciones iniciales. Cuando cada cual está en su sitio en un mundo equilibrado.
A última hora de la mañana, pongo a los alumnos a leer un texto. Luego les doy la palabra por turno. Apunto vocabulario en la pizarra, les indico los términos que necesitan para hablar (esa sensación de poder es embriagadora). En el fragmento que estudiamos hoy, uno de los personajes se llama como mi marido. Se me encoge el corazón cada vez que veo escrito su nombre o lo pronuncia algún alumno. Luego traducimos y comentamos un cruce de promesas entre ambos esposos. Mis alumnos están familiarizados con esa tradición anglosajona que se repite a menudo en series estadounidenses (y que suele interrumpir un antiguo amante en plena reconquista). Es la oportunidad de estudiar el uso del auxiliar gracias a la respuesta tantas veces anhelada del «I do»: «Sí, quiero».
Mientras los últimos alumnos salen del aula, abro las ventanas para disipar el olor que hay al final de la clase, una mezcla de sudor y de rotulador para pizarra. La mezcla también de los perfumes demasiado dulces (para las chicas) o demasiado almizclados (para los chicos). A las hormonas adolescentes les chiflan esos efluvios superconcentrados que venden en los grandes almacenes. Puede que esa sea la clase de perfume que debería comprarme. Llevo meses usando el de un fabricante pequeño y confidencial con la esperanza de que fuera tórrido pero que en mi piel resulta desesperadamente soso. ¿Cómo saber cuáles son los perfumes de moda cuando tienes dieciséis años? Podría inventarme un ejercicio sobre el tema de los olores y pedir a los alumnos que describan su perfume: sería tan instructivo para mí (dándome ideas para un nuevo perfume) como para ellos (enriqueciendo su vocabulario olfativo).
Rosa ha venido mientras yo estaba en el instituto. Me las ingenio para no cruzarme con ella porque nunca sé qué decirle; no llevo suficiente tiempo teniendo la soltura de la gente rica como para saber dirigirme a la asistenta: ver cómo me limpia la casa siempre me ha parecido algo fuera de lugar.
Flota un suave olor a limpio, el de las esponjosas toallas que huelen mucho a detergente en el cuarto de baño y el de las sábanas limpias de hilo que han suavizado el tiempo en las camas. Ya no hay ninguna huella de dedos en el espejo grande del vestíbulo. Las baldosas de terracota de la cocina están relucientes.
Las esculturas de la chimenea, la manta de lana en el sofá, las velas en la balda, los libros en las estanterías, las revistas de arte apiladas en la mesa baja, las fotos enmarcadas colgadas en la escalera: todo está en su sitio. Incluso las flores del mercado presiden el comedor con mayor aplomo desde el centro de la mesa. Estoy segura de que Rosa ha movido algunos tallos y arrancado unas cuantas hojas para que el ramo luzca más.
Ayer por la tarde mi marido fue a la compra. La abundancia que reina en nuestra cocina me emociona: un brioche y mermelada en la encimera, nuestro frutero lleno de albaricoques y melocotones. Sé que es una bobada, pero cuanto más se encarga mi marido de las compras importantes, más noto que me quiere. Es como si invirtiera en nuestro matrimonio. Igual que un tendero que pesa una a una las bolsitas de papel, puedo cuantificar su amor todos los domingos cuando vuelve de la compra gracias al importe del tique abandonado en el fondo de la bolsa. En la nevera: verduras y carne, olivada de la tienda de aceitunas, una ensalada de pomelo y cangrejo de la sección de platos preparados y queso en abundancia. Esta cocina atiborrada me acelera el corazón.
Las dos y media. Es un poco pronto para recoger el correo, pero aun así tampoco me arriesgo mucho por ir. Saco la llave, que tengo escondida en el doble fondo del joyero, recorro el sendero, abro el buzón con el miedo en el cuerpo y me encuentro, aliviada, tres cartas que no tienen nada de alarmante o de inusual (ninguna manuscrita, ningún sobre sin franquear). Al alzar la vista, me doy cuenta de que un vecino me está observando unos metros más allá. Presa del pánico, lo saludo antes de meterme en casa a toda prisa.
Necesito unos pocos minutos para recuperar la calma. Sé que en esos momentos aumentan las posibilidades de que cometa un error. Así que me sereno. Vuelvo a meter la llave en el doble fondo del joyero, junto a una sortija que sigue brillando aunque se haya oxidado un poco con el tiempo. Tiene casi veinte años, pero la conservo por nostalgia, pese a que soy consciente del riesgo que corro: ¿y si mi marido se la encuentra algún día? ¿Cómo iba a poder explicarle que poseo un solitario casi idéntico al que me regaló el día que me pidió en matrimonio?
No obstante, mi vida antes de él no es cosa suya. No tengo por qué contárselo todo: las parejas que duran son aquellas cuyo misterio no ha transcendido. Por ejemplo, a los pocos meses de conocernos, corté con él. Dos semanas de asueto en las que volví a caer en los brazos de un antiguo novio, Adrien. Cogimos un tren y fuimos a ver el mar. Hasta que una mañana le dejé una nota encima de la almohada y me marché de vuelta con el que iba a convertirse en mi marido. Que no tiene por qué saber lo que sucedió durante esos quince días de titubeo.
Como todos los lunes, mi marido está en la piscina después del trabajo. Y como todos los lunes, hago la cena con más nervios que las demás noches. Estoy intranquila, me falta paciencia con los niños, me corto al preparar el primer plato, se me pasa la carne.
Cuando mi marido no está, la casa suena como un piano con la sordina puesta: el sonido sale amortiguado, la vida familiar pierde variaciones e intensidad. Es como si alguien nos hubiese colocado una tapadera gigantesca encima del tejado.
Enciendo la luz del porche, luego las de la cocina y el salón. Desde la calle, nuestra casa parece una tienda de recuerdos que resplandece en la oscuridad. Es el acogedor espectáculo que mi marido tiene que ver al volver.
Después de acostar a los niños, miro un rato la televisión, pero solo veo mujeres que están esperando como yo. Tomándose un yogur, conduciendo un coche o poniéndose perfume, pero lo que me llama la atención es lo que sucede fuera de plano: todas son mujeres que están esperando a un hombre. Están sonrientes, parecen activas y atareadas, pero en realidad están andando en círculos. Me pregunto si soy la única que se ha fijado en esa sala de espera universal.
Es la hora. Mi marido está al caer. Repaso las estanterías buscando una novela para guardar las formas. No quiero que me encuentre esperándolo delante de una pantalla. Marguerite Duras será perfecta para esta noche.
Leí El amante por primera vez a los quince años y medio. Solo conservo de aquello unas cuantas imágenes: la humedad, el sudor, los fluidos, las persianas, el Mekong, una chica de mi edad con quien no me identificaba en absoluto (demasiado indiferente y negativa). Y, además, tanto a los quince como a los cuarenta, el sexo sin sentimientos nunca me ha atraído mucho. En cambio, hay una frase que no se me ha olvidado nunca y termina así: «Nunca he hecho nada más que esperar delante de la puerta cerrada». Me daba la extraña sensación de haberla leído ya en alguna parte. Primero la subrayé a lápiz (nunca había escrito en la página de un libro, fue un acto que me pareció gravísimo). Luego, como me seguía pareciendo poco, la copié en una libreta. A los dieciocho me planteé tatuármela en un omóplato.
Al cabo de unos años, supe que esa frase no pertenecía a mi pasado, sino a mi futuro. No era una reminiscencia, sino un programa: «Nunca he hecho nada más que esperar delante de la puerta cerrada».
Sentada con las piernas encogidas al desgaire, el libro abierto al azar, aunque incapaz de leer una línea, y una taza de té ardiendo al alcance de la mano, espero a mi marido. La luz del salón es demasiado agresiva, enciendo una lámpara y dos velas, y vuelvo enseguida a mi puesto. Desde este sitio del sofá, la puerta se refleja en el espejo grande del vestíbulo. Acecho el momento en el que el picaporte baje por fin.
Te acostumbras a esa visión, un marido que vuelve del trabajo. Vives tantas veces esta escena que ya ni la ves. Le prestas atención a otra cosa: la hora de regreso cada vez más tardía, a medida que lo ascienden, un guiso que no quieres que salga mal, los niños a quienes hay que arropar. Te acostumbras, dejas de fijarte. Yo sigo preparándome para ello todas las noches.
Las nueve y veinte. Me tomo el pulso en la muñeca doblada. Ritmo cardiaco acelerado. Tensión arterial disparada, estado de alerta. Una ojeada al espejo: tengo las pupilas dilatadas. Casi podría sentir cómo se me expande la adrenalina por la amígdala; casi podría sentir cómo me late esa almendrita en el cerebro, cómo late y difunde su química del estrés. Respiro hondo varias veces para frenar artificialmente los latidos del corazón.
Las nueve y media. Mi marido llega puntual. Los faros del coche, que iluminan la casa a trozos, anuncian su llegada. Se oye el chasquido de la portezuela en la calle (es la primera señal cierta del regreso). El buzón se abre y se cierra con un ruido metálico (segunda señal). Por fin, el ruido de la llave en la cerradura (última señal, el tercer golpe en las tablas del escenario antes de que se alce el telón). Tres, dos, uno. Mis conversaciones internas se detienen. Solo siguen, incontrolables, los latidos del corazón. La puerta de casa se abre. La velada puede empezar.
Martes
Hace quince años, cuando me fijé en que el hombre con quien acababa de pasar la noche dormía, igual que yo, con la muñeca doblada junto a la cara, me pregunté cómo interpretar esa coincidencia. ¿Era la manifestación de un rasgo de personalidad que compartíamos? Las personas que duermen con la muñeca en ángulo recto, ¿se reconocen entre sí? Se dice que quienes duermen bocarriba son sociables, bocabajo, que tienen una frustración sexual y de lado, que son confiados. Pero no se dice nada de quienes duermen con la muñeca recogida: ¿también tienen algún rasgo en común? Quince años después de aquella primera noche, me sigo preguntando sobre ese aspecto que compartimos mi marido y yo cuando estamos dormidos.
Es todavía temprano cuando un rayo de sol se le posa en el nacimiento de la axila. Diríase un cuadro con un claroscuro perfectamente controlado. Caravaggio no habría encontrado mejor modelo que mi marido, con las largas pestañas negras descansando en la parte superior de la mejilla y el mador en el pliegue del cuello. Más que cualquier otra cosa, el calor de su cuerpo al alba me ha trastornado siempre (¿a cuánto puede subir la temperatura ambiente bajo un edredón de plumas? El microclima de nuestra cama parece rozar a veces los 50 grados centígrados, pero ¿es físicamente posible?). Y además está su sonrisa. De noche, mi marido parece a punto de romper a reír, como si le estuviesen contando una anécdota que le hace mucha gracia entre un sueño y otro. Esa característica no creo que la compartamos, pero no deja de ser una buena noticia. Un hombre desdichado no sonríe cuando duerme.
Acerco la mano, pero interrumpo el movimiento antes de pasarle los dedos por el pelo. En la almohada, un delgado rastro de caspa semejante a la caída de las primeras nieves. A menudo me enternezco ante esos copos que me encuentro en nuestra cama o en el cuello de una camisa. ¿Soy rara porque me conmueva así la caspa de mi marido? Pero me imagino que el amor se nutre de los rastros que se quedan en una prenda de ropa o en una sábana y que es algo que conmueve a todas las enamoradas.
Mi marido sigue durmiendo hasta que suena el despertador, aunque hace ya un rato que abrí las contraventanas del cuarto. Y eso que hace años que proclama alto y claro que solo puede dormir completamente a oscuras. Yo siempre he preferido dormir con las contraventanas abiertas. Las horas oscuras me desorientan más que relajarme. Pero lo que yo prefiero no cuenta mucho frente a la necesidad de estar a oscuras de mi marido. Así que cuando empecé a compartir su cama esa concesión resultó de lo más natural. Tampoco es para tanto. Pero esta mañana no me queda más remedio que constatar que mi marido me miente: salta a la vista que no tiene problema alguno para dormir con luz.
Mientras se espabila poco a poco, mi marido se me arrima, pero me doy la vuelta a tiempo para zafarme de sus brazos. Es la norma, no debo ceder. Ayer se durmió sin darme las buenas noches, no hay razón alguna para que disfrute de mis caricias al despertar. Nada de bajar la guardia. Y mucho menos un martes.
El martes es un día belicoso. No se requieren explicaciones complejas: su color es el negro y su etimología latina nos informa de que es el día de Marte, dios de la guerra. La toma de la Bastilla cayó en martes. El 11 de septiembre de 2001, también. El martes es siempre un día peligroso, lo que me preocupa tanto más cuanto que esta noche tenemos una cena a la que no me apetece nada ir y que todo el mundo sabe que las reuniones sociales rara vez son encuentros pacíficos.
Esta mañana, mi marido es el último que ha usado la ducha, reconozco en el acto esa tibieza. A mí me gustan las duchas más calientes que a él, pero me agrada lavarme con esa agua que no he escogido, en un mundo con unos cuantos grados menos que el mío.
Mientras me estoy envolviendo en la toalla, una corriente de aire me provoca un escalofrío. Me pongo aceite en el pelo, crema en las piernas, algo de perfume en el huequito del cuello. Pero, al contacto con la piel, los efluvios hipnotizantes se convierten en una fragancia etérea y floral. Compré este perfume después de haberlo olido en otra mujer durante una fiesta. Incluso a través del olor de los cigarrillos y del vino me recordó inmediatamente a un poderoso filtro de amor, una fragancia hechicera y tremendamente sensual. Me colé en el cuarto de baño del anfitrión para descubrir el nombre de ese peligroso veneno y le hice una foto al frasco facetado que no conocía (un taller de perfumería pequeñito y prohibitivo). Por desgracia, desde las primeras pulverizaciones surgió la terrible verdad: ese perfume ya no tiene nada de atrevido cuando lo llevo yo. Nunca he conseguido librarme de mi reconfortante olor a limpio. Mi marido lleva años llamándome «ángel mío» cuando yo sueño con ser una mujer fatal.
Un olor a café y a cacao sube de la planta baja. En la cocina, mi marido se está haciendo un zumo de naranja. Por la radio se oye a los cronistas que desfilan por el estudio. Me tomo el primer café mientras repasan la prensa: voy bien de tiempo.
Los niños se reúnen con nosotros en la mesa del desayuno. Mi hijo y mi hija siempre aparecen al mismo tiempo. ¿Se ponen de acuerdo antes de bajar? También los veo sistemáticamente desaparecer en pareja cuando acaban de comer y se van a hacer los deberes o a jugar. Se llevan dos años (tienen siete y nueve), pero parecen gemelos: lo hacen todo juntos. Nuestros amigos y allegados nos envidian:
—Menuda suerte tenéis de que vuestros hijos se lleven tan bien, los míos casi ni se hablan.
En realidad, nuestros hijos hacen algo más que llevarse bien, los dos son uña y carne (¿será una forma de ser que les he transmitido sin pretenderlo?).
Como todas las mañanas, mi marido se hace dos tostadas y les pone mermelada de fresa. Es lo único que come. Les pone pegas a las mermeladas de higo, de mora y de cereza, no se salva ni la mezcla de frutos rojos. Ese monoteísmo siempre me ha asombrado, porque a mi marido no le gustan las fresas, le parecen demasiado ácidas. Solo disfruta de esa frutita colorida y jugosa si está triturada, hecha papilla y con una tonelada de azúcar.
Cada cual tiene sus obsesiones. La mía es el móvil, del que no consigo separarme. Me he prometido cien veces que voy a dejarlo, que no volveré a ponerlo encima de la mesa durante las comidas, sé que no es sano, pero no puedo remediarlo. Menos mal que de momento mi marido nunca se ha fijado.
Me desea que pase un buen día y me roza con los labios antes de irse. Pero en este mundo que es el mío, eso apenas es un beso.
Desde mi despacho, observo las idas y venidas. En nuestro extrarradio residencial, los coches se van y vuelven con la regularidad de las mareas: una oleada de salidas a las ocho, una oleada en sentido inverso a las ocho y media de la tarde (igual que a orillas del mar, hay que calcular doce horas y veinticinco minutos para un ciclo completo). Soy una de las pocas que van a destiempo, con la jornada reducida en el instituto y las traducciones que me tienen trabajando en casa.
Vivimos a media hora del centro: casas de la década de 1930, jardines bien cuidados protegidos de las miradas, árboles frutales y columpios que se suponen detrás de las inmensas portaladas. Durante mi infancia, fue otro de los sueños inaccesibles que rozaba con el dedo los miércoles cuando salía de mi bloque colmena para ir a jugar al chalé de alguna amiga.
Ahora vivo en la casa más bonita del barrio. Con total objetividad, es la que tiene la fachada con más encanto y cuyos árboles dan más fruta (he leído en una revista de decoración que son los árboles los que le otorgan carácter a un sitio). Me gustan sus piedras moleñas, sus contraventanas verdes de la suerte, su buzón, su sendero florido, el rosal trepador que enmarca el umbral (he leído en esa misma revista que sus flores blancas se bastan ellas solas para perfumar todo un jardín).
Dentro, me gusta el parqué que cruje, la escalera que chirría, la primera planta con nuestro dormitorio y el cuarto de baño, luego la segunda, con los dormitorios de los niños y mi despacho: la distribución ideal.
Pero innegablemente, mi habitación favorita es el vestíbulo. Cada noche se representa allí la gran ceremonia del regreso del trabajo: mi marido abre la puerta, deja las llaves y el correo (insiste siempre en recogerlo él), me alarga la barra de pan y me besa en la frente o en la mejilla (pocas veces en los labios). Para esa escena tan importante necesitábamos un decorado muy bonito. Por eso me esmeré tanto en diseñar ese espacio: un espejo tallado que costó una fortuna, una hermosa pieza de cerámica para las llaves y las fotos familiares enmarcadas y colgadas en columna. Es la primera habitación que se encuentra mi marido al llegar, es normal concederle un cuidado particular. De lo contrario, si algún día mi marido deja de querer volver a casa, solo me podré culpar a mí misma.
El vestíbulo da paso a las demás habitaciones de la planta baja: un salón estrecho y una cocina diminuta pero que da al jardín. No soy partidaria de los espacios demasiado abiertos, que me agobian; me encuentro más a gusto en esos espacios irregulares para los que he encargado muebles a medida. He conservado intactas las chimeneas art déco de mármol y las molduras del techo de guirnaldas complicadas. Las miro a menudo cuando estoy echada en el sofá pensando que quizá sean obra de alguien de mi familia: mi bisabuelo y mi abuelo eran pintores de brocha gorda y hace unos años me enteré de que se habían especializado en hacer molduras de yeso.
Nos mudamos a esta casa unos meses antes de que empezase a trabajar de traductora. Un compañero del instituto me propuso que lo sustituyera para traducir un texto que le habían encargado y que no iba a poder acabar a tiempo: un libro divulgativo sobre la revolución copernicana. No era mi especialidad, no estaba muy al tanto de ese período histórico, pero acepté. Desde entonces, el mismo editor suele encargarme traducciones: relatos cortos, una antología de poemas, una novela policiaca que ha tenido cierta repercusión, libros sobre la historia de las ciencias.
Ahora mismo, estoy empezando la primera novela de una joven y exitosa autora irlandesa. No es una traducción especialmente difícil, pero debo reconocer que no acabo de atinar con el título: Waiting for the day to come… ¿«Esperando a que llegue el día»? ¿«A la espera del día venidero»? Este título se me resiste. No consigo reproducir su poesía ni transcribir el significado concreto. La protagonista no está esperando solamente la llegada de una nueva época, de un cambio en las mentalidades. En realidad, está esperando también a que se haga de día. Tiene que cruzar la noche y aguantar hasta el amanecer. Solo los primeros rayos del sol le garantizarán la salvación. Además, hay una impaciencia que no consigo reproducir, una inminencia incluso. Al leer el libro, queda claro que está a punto de hacerse de día. Waiting for the day to come… Y, además, ¿qué hacer con esos puntos suspensivos?
El resto de la novela no presenta mayor dificultad. He procedido como de costumbre. He empezado por familiarizarme con el esquema mental de la autora. He descubierto sus expresiones preferidas, el modo en el que le gusta empezar las frases, las repeticiones que no consigue controlar, los giros a los que tiene apego. Me he metido en su cabeza, me he adueñado de sus razonamientos hasta dejar al descubierto su mecanismo conjunto. Después de varios meses de trabajo, por fin puedo decir que he adoptado sus ademanes y su voz.
Es en esta etapa cuando puedo paladear todas las sutilezas de esta lengua poco técnica pero muy emotiva. El inglés es simplista: no requiere memorizar declinaciones ni concordar los adjetivos. Sin embargo, es una lengua accidentada, irregular y cambiante: una gramática rudimentaria, pero expresiones llamativas para el oído y un acento que resulta imposible imitar. Aunque elimines las faltas sintácticas, enriquezcas tu vocabulario y adoptes los tics lingüísticos, el inglés irá siempre un paso por delante. A veces me pregunto por qué no escogí un idioma lógico y previsible como el alemán, con el inglés tengo que renunciar a controlarlo todo, cosa que a veces me irrita y también me frustra a menudo; pero que también podría explicar por qué no me he cansado nunca de él.
Ya me han preguntado si al trabajar de traductora no me habían entrado ganas de escribir yo también. La respuesta siempre ha sido la misma: no me siento autora. Cuando traduzco no soy más que una intérprete y con eso me basta y me sobra. No tengo que inventarme nada, lo que resulta muy oportuno porque no tengo mucha imaginación. Prefiero observar, analizar, deducir; desmenuzar un texto, desvelar los sobreentendidos, descubrir el tono implícito: estar ojo avizor como una investigadora en busca de indicios ocultos. Además, me acuerdo a menudo de Marguerite Duras: «Nunca he escrito, creyendo hacerlo». La continuación de mi cita preferida contenía desde siempre esta advertencia: ojo, no pienses que escribes, traduces.
El olor del césped que ha empapado el chaparrón sube hasta mis ventanas. Me gustaría que nunca dejase de llover. Mi marido está en la oficina, los niños en el colegio, puedo seguir trabajando sin que nadie me moleste. Cuando mi marido está en casa pierdo cualquier capacidad de concentración. Me sobresalta el más mínimo ruido en la escalera. En cuanto oigo que se acerca me quito las gafas y apago el ordenador. Preferiría que me encontrase siempre inmersa en un grueso manual de lingüística o absorta con la traducción de un oscuro poema de Byron en lugar de rellenando los boletines de notas de mis alumnos en la aplicación del instituto. Por precaución también tengo siempre al lado una pluma estilográfica por si mi marido entra en la habitación donde trabajo: le encanta verme escribir a mano.
Mi marido ha admirado siempre la rigurosidad con la que anoto en libretitas temáticas las palabras que preciso para mis traducciones. Tengo unas diez. La libreta roja para las palabras relacionadas con la política y los debates sociales, o la azul para la naturaleza (la más nutrida, contiene sobre todo los nombres de las plantas trepadoras de los jardines ingleses y las diferentes especies de robles). Están colocadas todas juntas en la balda de encima de mi escritorio, pero hoy me fijo en que una ha desaparecido. Busco por todas partes la libreta amarilla donde tengo el vocabulario relacionado con la medicina y la historia de las ciencias, en vano.
Para las traducciones recurro también a una libreta dedicada al vocabulario amoroso, con las palabras que nombran el encuentro, la pareja, la separación y todas las variaciones del sentimiento. Algunas expresiones recurrentes perfilan la imaginería amorosa de la lengua inglesa; e, implícitamente, de esta novelista irlandesa (resulta difícil comprobarlo, pero me la imagino destrozada por haber perdido a su primer amor por negligencia, un error cuyas consecuencias cree que tiene que pasarse expiando toda la vida). Por ejemplo, en el libro el let you go es una constante. Let you go en boca de todos los personajes y con variantes para cada situación: I shouldn’t have let you go, I will never let you go, don’t let me go, etc. La expresión se utiliza a menudo en tono de arrepentimiento: «me arrepiento de haber dejado que te fueras», «tendría que haberte retenido». Pensamos que si alguien nos deja es culpa nuestra, que podríamos haber impedido la ruptura. El let you go es grato, hay en él incluso algo reconfortante. Es una ficción en la que me gustaría creer a mí también. Enfrascada en la traducción, me pregunto si esa expresión difícil de traducir al francés da fe del hecho de que los anglófonos aman de una forma diferente a la nuestra. ¿Se esfuerzan más? ¿Son capaces de hacer que el amor dure? ¿De reanimar un deseo que se extingue? ¿Cómo se las apañan? ¿Con qué canción amorosa, con qué atuendo nuevo, con qué perfume irresistible, con qué vacaciones en las antípodas consiguen retener a quien se dispone a marcharse?
¿El let you go afectará algún día a mi matrimonio? ¿Cómo precavernos contra esa enfermedad inglesa? Incluso estando concentrada en la traducción, no me sorprende estar pensando en mi marido a cada frase. Todos los libros que leo hablan de él. En mi primera traducción sobre la revolución copernicana (qué escándalo: no somos el centro del mundo, la Tierra gira alrededor del Sol, desterrada a un universo infinito) no paraba de comparar este descubrimiento científico con mi vida sentimental. Me repetía, trastornada, que si tuviera que vivir sin mi marido tendría exactamente la misma sensación de colapso de los puntos de referencia intelectuales y de todos los logros que consideraba adquiridos. De modo que, por más que escogiera relatos ambientados en épocas lejanas o en galaxias remotas, siempre me devolvería a él una descripción, una escena de amor, una palabra. No costaría nada que una obra sobre jardinería o sobre el antiguo Egipto me recordase a mi marido.