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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Á las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno á la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse á la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan á los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar á algún pacífico transeunte, el delirio de la autonomía individual que á veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para emprender solo y calladito camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno lo cogía del brazo, otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos ó tres de los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

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POR B. PÉREZ GALDÓS 1907

© 2023 Librorium Editions

ISBN : 9782385740108

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

Á las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno á la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse á la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan á los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar á algún pacífico transeunte, el delirio de la autonomía individual que á veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para emprender solo y calladito camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno lo cogía del brazo, otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos ó tres de los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizás de diez, tan tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fué el menos arrojado en las travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo que sabía ó disimular lo que ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de Santiago para ir á su casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente á la Cárcel de Mujeres, uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra á la espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado con tragaluces, boina azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. Llamaban al tal Silvestre Murillo, y era el chico más aplicado de la escuela y el amigo mejor que Cadalso tenía en ella. Su padre, sacristán de la iglesia de Monserrat, le destinaba á seguir la carrera de Derecho, porque se le había metido en la cabeza que el mocoso aquél llegaría á ser personaje, quizás orador célebre, ¿por qué no ministro? La futura celebridad habló así á su compañero:

—Mia tú, Caarso, si á mí me dieran esas chanzas, de la galleta que les pegaba les ponía la cara verde. Pero tú no tienes coraje. Yo digo que no se deben poner motes á las presonas. ¿Sabes tú quién tié la culpa? Pues Posturitas, el de la casa de empréstamos. Ayer fué contando que su mamá había dicho que á tu abuela y á tus tías las llaman las Miaus, porque tienen la fisonomía de las caras, es á saber, como las de los gatos. Dijo que en el paraíso del Teatro Real les pusieron este mal nombre, y que siempre se sientan en el mismo sitio, y que cuando las ven entrar, dice toda la gente del público: «Ahí están ya las Miaus».

Luisito Cadalso se puso muy encarnado. La indignación, la vergüenza y el estupor que sentía, no le permitieron defender la ultrajada dignidad de su familia.

—Posturitas es un ordinario y un disinificante—añadió Silvestre,—y eso de poner motes es de tíos. Su padre es un tío, su madre una tía, y sus tías unas tías. Viven de chuparle la sangre al pobre, y ¿qué te crees? al que no desempresta la capa, le despluman, es á saber, que se la venden y le dejan que se muera de frío. Mi mamá las llama las arpidas. ¿No las has visto tú cuando están en el balcón colgando las capas para que les dé el aire? Son más feas que un túmulo, y dice mi papá que con las narices que tienen se podrían hacer las patas de una mesa y sobraba maera... Pues también. Posturitas es un buen mico; siempre pintándola y haciendo gestos como los clos del Circo. Claro, como á él le han puesto mote, quiere vengarse, encajándotelo á ti. Lo que es á mí no me lo pone, ¡contro!, porque sabe que tengo yo mu malas pulgas, pero mu malas... Como tú eres así tan poquita cosa, es á saber, que no achuchas cuando te dicen algo, vele ahí por qué no te guarda el rispeto.

Cadalsito, deteniéndose en la puerta de su casa, miró á su amigo con tristeza. El otro, arreándole un fuerte codazo, le dijo: «Yo no te llamo Miau, ¡contro!, no tengas cuidado que yo te llame Miau;» y partió á escape hacia Monserrat.

En el portal de la casa en que Cadalso habitaba, había un memorialista. El biombo ó bastidor, forrado de papel imitando jaspes de variadas vetas y colores, ocultaba el hueco del escritorio ó agencia donde asuntos de tanta monta se despachaban de continuo. La multiplicidad de ellos se declaraba en manuscrito cartel, que en la puerta de la casa colgaba. Tenía forma de índice, y decía de esta manera:

Casamientos.—Se andan los pasos de la Vicaría con prontitud y economía.

Doncellas.—Se proporcionan.

Mozos de comedor.—Se facilitan.

Cocineras.—Se procuran.

Profesor de acordeón.—Se recomienda.

Nota.—Hay escritorio reservado para señoras.

Abstraído en sus pensamientos, pasaba el buen Cadalso junto al biombo, cuando por el hueco que éste tenía hacia el interior del portal, salieron estas palabras: «Luisín, bobillo, estoy aquí». Acercóse el muchacho, y una mujerona muy grandona echó los brazos fuera del biombo para cogerle en ellos y acariciarlo: «¡Qué tontín! Pasas sin decirme nada. Aquí te tengo la merienda. Mendizábal fué á las diligencias. Estoy sola, cuidando la oficina, por si viene alguien. ¿Me harás compañía?»

La señora de Mendizábal era de tal corpulencia, que cuando estaba dentro del escritorio parecía que había entrado en él una vaca, acomodando los cuartos traseros en el banquillo y ocupando todo el espacio restante con el desmedido volumen de sus carnes delanteras. No tenía hijos, y se encariñaba con todos los chicos de la vecindad, singularmente con Luisito, merecedor de lástima y mimos por su dulzura humilde, y más que por esto por las hambres que en su casa pasaba, al decir de ella. Todos los días le reservaba una golosina para dársela al volver de la escuela. La de aquella tarde era un bollo (de los que llaman del Santo) que estaba puesto sobre la salbadera, y tenía muchas arenillas pegadas en la costra de azúcar. Pero Cadalsito no reparó en esto al hincarle su diente con gana. «Súbete ahora—le dijo la portera memorialista, mientras él devoraba el bollo con grajea de polvo de escribir;—súbete, cielo, no sea que tu abuela te riña; dejas los libritos, y bajas á hacerme compañía y á jugar con Canelo».

El chiquillo subió con presteza. Abrióle la puerta una señora cuya cara podía dar motivo á controversias numismáticas, como la antigüedad de ciertas monedas que tienen borrada la inscripción, pues unas veces, mirada de perfil y á cierta luz, daban ganas de echarle los sesenta, y otras el observador entendido se contenía en la apreciación de los cuarenta y ocho ó los cincuenta bien conservaditos.

Tenía las facciones menudas y graciosas, del tipo que llaman aniñado, la tez rosada todavía, la cabellera rubia cenicienta, de un color que parecía de alquimia, con cierta efusión extravagante de los mechones próximos á la frente. Veintitantos años antes de lo que aquí se refiere, un periodistín que escribía la cotización de las harinas y las revistas de sociedad, anunciaba de este modo la aparición de aquella dama en los salones del Gobernador de una provincia de tercera clase: «¿Quién es aquella figura arrancada de un cuadro del Beato Angélico, y que viene envuelta en nubes vaporosas y ataviada con el nimbo de oro de la iconografía del siglo XIV?» Las vaporosas nubes eran el vestidillo de gasa que la señora de Villaamil encargó á Madrid por aquellos días, y el áureo nimbo, el demonio me lleve si no era la efusión de la cabellera, que entonces debía de ser rubia, y por tanto cotizable á la par, literariamente, con el oro de Arabia.

Cuatro ó cinco lustros después de estos éxitos de elegancia en aquella ciudad provinciana, cuyo nombre no hace al caso, doña Pura, que así se llamaba la dama, en el momento aquel de abrir la puerta á su nietecillo, llevaba peinador no muy limpio, zapatillas de fieltro no muy nuevas, y bata floja de tartán verde.

—¡Ah!, eres tú, Luisín—le dijo.—Yo creí que era Ponce con los billetes del Real. ¡Y nos prometió venir á las dos! ¡Qué formalidades las de estos jóvenes del día!

En este punto apareció otra señora muy parecida á la anterior en la corta estatura, en lo aniñado de las facciones y en la expresión enigmática de la edad. Vestía chaquetón degenerado, descendiente de un gabán de hombre, y un mandil largo de arpillera, prenda de cocina en todas partes. Era la hermana de doña Pura, y se llamaba Milagros. En el comedor, á donde fué Luis para dejar sus libros, estaba una joven cosiendo, pegada á la ventana para aprovechar la última luz del día, breve como día de Febrero. También aquella hembra se parecía algo á las otras dos, salvo la diferencia de edad. Era Abelarda, hija de doña Pura, y tía de Luisito Cadalso. La madre de éste, Luisa Villaamil, había muerto cuando el pequeñuelo contaba apenas dos años de edad. Del padre de éste, Víctor Cadalso, se hablará más adelante.

Reunidas las tres, picotearon sobre el caso inaudito de que Ponce (novio titular de Abelarda, que obsequiaba á la familia con billetes del Teatro Real) no hubiese parecido á las cuatro y media de la tarde, cuando generalmente llevaba los billetes á las dos. «Así, con estas incertidumbres, no sabiendo una si va ó no va al teatro, no puede determinar nada ni hacer cálculo ninguno para la noche. ¡Qué cachaza de hombre!» Díjolo doña Pura con marcado desprecio del novio de su hija, y ésta le contestó: «Mamá, todavía no es tarde. Hay tiempo de sobra. Verás cómo no falta ése con las entradas».

«Sí; pero en funciones como la de esta noche, cuando los billetes andan tan escasos que hasta influencias se necesitan para hacerse con ellos, es una contracaridad tenernos en este sobresalto».

En tanto, Luisito miraba á su abuela, á su tía mayor, á su tía menor, y comparando la fisonomía de las tres con la del micho que en el comedor estaba, durmiendo á los pies de Abelarda, halló perfecta semejanza entre ellas. Su imaginación viva le sugirió al punto la idea de que las tres mujeres eran gatos en dos pies y vestidos de gente, como los que hay en la obra Los animales pintados por sí mismos; y esta alucinación le llevó á pensar si sería él también gato derecho y si mayaría cuando hablaba. De aquí pasó rápidamente á hacer la observación de que el mote puesto á su abuela y tías en el paraíso del Real, era la cosa más acertada y razonable del mundo. Todo esto germinó en su mente en menos que se dice, con el resplandor inseguro y la volubilidad de un cerebro que se ensaya en la observación y en el raciocinio. No siguió adelante en sus gatescas presunciones, porque su abuelita, poniéndole la mano en la cabeza, le dijo: «¿Pero la Paca no te ha dado esta tarde merienda?»

—Sí, mamá... y ya me la comí. Me dijo que subiera á dejar los libros y que bajara después á jugar con Canelo.

—Pues ve, hijo, ve corriendito, y te estás abajo un rato, si quieres. Pero ahora me acuerdo... vento para arriba pronto, que tu abuelo te necesita para que le hagas un recado.

Despedía la señora en la puerta al chiquillo, cuando de un aposento próximo á la entrada de la casa salió una voz cavernosa y sepulcral, que decía: «Puuura, Puuura».

Abrió ésta una puerta que á la izquierda del pasillo de entrada había, y penetró en el llamado despacho, pieza de poco más de tres varas en cuadro, con ventana á un patio lóbrego. Como la luz del día era ya tan escasa, apenas se veía dentro del aposento más que el cuadro luminoso de la ventana. Sobre él se destacó un sombrajo larguirucho, que al parecer se levantaba de un sillón como si se desdoblase, y se estiró desperezándose, á punto que la temerosa y empañada voz decía: «Pero, mujer, no se te ocurre traerme una luz. Sabes que estoy escribiendo, que anochece más pronto que uno quisiera, y me tienes aquí secándome la vista sobre el condenado papel».

Doña Pura fué hacia el comedor, donde ya su hermana estaba encendiendo una lámpara de petróleo. No tardó en aparecer la señora ante su marido con la luz en la mano. La reducida estancia y su habitante salieron de la obscuridad, como algo que se crea surgiendo de la nada.

—Me he quedado helado—dijo D. Ramón Villaamil, esposo de doña Pura; el cual era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes, largas y pegadas al cráneo; la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente, formando ráfagas blancas entre lo negro; el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dispuestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían á comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel.

—Á ver, ¿á quién has escrito?—dijo la señora, acortando la llama que sacaba su lengua humeante por fuera del tubo.

—Pues al jefe del Personal, al señor de Pez, á Sánchez Botín y á todos los que puedan sacarme de esta situación. Para el ahogo del día (dando un gran suspiro), me he decidido á volver á molestar al amigo Cucúrbitas. Es la única persona verdaderamente cristiana entre todos mis amigos, un caballero, un hombre de bien, que se hace cargo de las necesidades... ¡Qué diferencia de otros! Ya ves la que me hizo ayer ese badulaque de Rubín. Le pinto nuestra necesidad; pongo mi cara en vergüenza suplicándole... nada, un pequeño anticipo, y... Sabe Dios la hiel que uno traga antes de decidirse... y lo que padece la dignidad... Pues ese ingrato, ese olvidadizo, á quien tuve de escribiente en mi oficina siendo yo jefe de negociado de cuarta, ese desvergonzado que por su audacia ha pasado por delante de mí, llegando nada menos que a gobernador, tiene la poca delicadeza de mandarme medio duro.

Villaamil se sentó, dando sobre la mesa un puñetazo que hizo saltar las cartas, como si quisieran huir atemorizadas. Al oir suspirar á su esposa, irguió la amarilla frente, y con voz dolorida, prosiguió así:

—En este mundo no hay más que egoísmo, ingratitud, y mientras más infamias se ven, más quedan por ver... Como ese bigardón de Montes, que me debe su carrera, pues yo le propuse para el ascenso en la Contaduría Central. ¿Creerás tú que ya ni siquiera me saluda? Se da una importancia, que ni el Ministro... Y va siempre adelante. Acaban de darle catorce mil. Cada año su ascensito, y ole morena... Este es el premio de la adulación y la bajeza. No sabe palotada de administración; no sabe más que hablar de caza con el Director, y de la galga y del pájaro y qué sé yo qué... Tiene peor ortografía que un perro, y escribe hacha sin h y echar con ella... Pero en fin, dejemos á un lado estas miserias. Como te decía, he determinado acudir otra vez al amigo Cucúrbitas. Cierto que con éste van ya cuatro ó cinco envites; pero no sé ya á qué santo volverme. Cucúrbitas comprende al desgraciado y le compadece, porque él también ha sido desgraciado. Yo le he conocido con los calzones rotos y en el sombrero dos dedos de grasa... Él sabe que soy agradecido... ¿Crees tú que se le agotará la bondad?... Dios tenga piedad de nosotros, pues si este amigo nos desampara iremos todos á tirarnos por el Viaducto.

Dió Villaamil un gran suspiro, clavando los ojos en el techo. El tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un apóstol en el momento en que le están martirizando por la fe, algo del San Bartolomé de Ribera cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito. Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café recibió el apodo de Ramsés II[A].

[A]Fortunata y Jacinta. Tomo III.

—Bueno, dame la carta para Cucúrbitas—dijo doña Pura, que acostumbrada á tales jeremíadas, las miraba como cosa natural y corriente.—Irá el niño volando á llevarla. Y ten confianza en la Providencia, hombre, como la tengo yo. No hay que amilanarse (con risueño optimismo). Me ha dado la corazonada... ya sabes tú que rara vez me equivoco... la corazonada de que en lo que resta de mes te colocan.

II

—¡Colocarme!—exclamó Villaamil poniendo toda su alma en una palabra. Sus manos, después de andar un rato por encima de la cabeza, cayeron desplomadas sobre los brazos del sillón. Cuando esto se verificó, ya doña Pura no estaba allí, pues había salido con la carta, y llamó desde la escalera á su nieto, que estaba en la portería.

Ya eran cerca de la seis cuando Luis salió con el encargo, no sin volver á hacer escala breve en el escritorio de los memorialistas. «Adiós, rico mío—le dijo Paca besándole.—Ve prontito para que vuelvas á la hora de comer. (Leyendo el sobre.) Pues digo... no es floja caminata, de aquí á la calle del Amor de Dios. ¿Sabes bien el camino? ¿No te perderás?»

¡Qué se había de perder, ¡contro!, si más de veinte veces había ido á la casa del señor de Cucúrbitas y á las de otros caballeros con recados verbales ó escritos! Era el mensajero de las terribles ansiedades, tristezas é impaciencias de su abuelo; era el que repartía por uno y otro distrito las solicitudes del infeliz cesante, implorando una recomendación ó un auxilio. Y en este oficio de peatón adquirió tan completo saber topográfico, que recorría todos los barrios de la Villa sin perderse; y aunque sabía ir á su destino por el camino más corto, empleaba comúnmente el más largo, por costumbre y vicio de paseante ó por instintos de observador, gustando mucho de examinar escaparates, de oir, sin perder sílaba, discursos de charlatanes que venden elixires ó hacen ejercicios de prestidigitación. Á lo mejor, topaba con un mono cabalgando sobre un perro ó manejando el molinillo de la chocolatera lo mismito que una persona natural; otras veces era un infeliz oso encadenado y flaco, ó italianos, turcos, moros falsificados que piden limosna haciendo cualquiera habilidad. También le entretenían los entierros muy lucidos, el riego de las calles, la tropa marchando con música, el ver subir la piedra sillar de un edificio en construcción, el Viático con muchas velas, los encuartes de los tranvías, el trasplantar árboles y cuantos accidentes ofrece la vía pública.

—Abrígate bien—le dijo Paca besándole otra vez y envolviéndole la bufanda en el cuello.—Ya podrían comprarte unos guantes de lana. Tienes las manos heladitas, y con sabañones, ¡Ah, cuánto mejor estarías con tu tía Quintina! ¡Vaya, un beso á Mendizábal, y hala! Canelo irá contigo.

De debajo de la mesa salió un perro de bonita cabeza, las patas cortas, la cola enroscada, el color como de barquillo, y echó á andar gozoso delante de Luis. Paca salió tras ellos á la puerta, les miró alejarse, y al volver á la estrecha oficina, se puso á hacer calceta, diciendo á su marido: «¡Pobre hijo! Me le traen todo el santo día hecho un carterito. El sablazo de esta tarde va contra el mismo sujeto de estos días. ¡La que le ha caído al buen señor! Te digo que estos Villaamiles son peores que la filoxera. Y de seguro que esta noche las tres lambionas se irán también de pindongueo al teatro y vendrán á las tantas de la noche.

—Ya no hay cristiandad en las familias—dijo Mendizábal grave y sentenciosamente.—Ya no hay más que suposición.

—Y que no deben nada en gracia de Dios (meneando con furor las agujas). El carnicero dice que ya no les fía más aunque le ahorquen; el frutero se ha plantado, y el del pan lo mismo... Pues si esas muñeconas supieran arreglarse y pusieran todos los días, si á mano viene, una cazuela de patatas... Pero, Dios nos libre... ¡Patatas ellas! ¡pobrecitas! El día que les cae algo, aunque sea de limosna, ya las tienes dándose la gran vida y echando la casa por la ventana. Eso sí, en arreglar los trapitos para suponer no hay quien les gane. La doña Pura se pasa toda la mañana de Dios enroscándose las greñas de la frente, y la doña Milagros le ha dado ya cuatro vueltas á la tela de aquella eternidad de vestido, color de mostaza para sinapismos. Pues digo, la antipática de la niña no para de echar medias suelas al sombrero, poniéndole cintas viejas, ó alguna pluma de gallina ó un clavo de cabeza dorada de los que sirven para colgar láminas.

—Suposición de suposiciones... Consecuencias funestas del materialismo—dijo Mendizábal, que solía repetir las frases del periódico á que estaba suscrito.—Ya no hay modestia, ya no hay sencillez de costumbres. ¿Qué se hizo de aquella pobreza honrada de nuestros padres, de aquella... (no recordando lo demás) de aquella, pues... como quien dice?...

—Pues el pobre D. Ramón, cuando cierre el ojo, se irá derecho al cielo. Es un santo y un mártir. Créete que si yo le pudiera colocar, le colocaba ¡Me da una lástima! Con aquellas miradas que echa parece que se va á comer á la gente, ¡pobre señor!, y se la comería á una, no por maldad, sino por puras hambres (clavándose en el pelo la cuarta aguja). Da miedo verle. Yo no sé cómo el señor Ministro, cuando le ve entrar en las oficinas, no se muere de miedo y le coloca por perderle de vista.

—Villaamil—dijo Mendizábal con suficiencia—es un hombre honrado, y el Gobierno de ahora es todo de pillos. Ya no hay honradez, ya no hay cristiandad, ya no hay justicia. ¿Qué os lo que hay? Ladronicio, irreligiosidad, desvergüenza. Por eso no le colocan, ni le colocarán mientras no venga el único que puede traer la justicia. Yo se lo digo siempre que pasa por aquí y se para en el portal á echar un párrafo conmigo: «No le dé usted vueltas, D. Ramón, no le dé usted vueltas. De todo tiene la culpa la libertad de cultos. Porque ínterin tengamos racionalismo, mi señor don Ramón, ínterin no sea aplastada la cabeza de la serpiente, y... (perdiendo el hilo de la frase y no sabiendo ya por dónde andaba) y en tanto que... precisamente... quiero decir, digo... (cortando por lo sano). ¡Ya no hay cristiandad!

Entretanto, Luisito y Canelo recorrían parte de la calle Ancha y entraban por la del Pez, siguiendo su itinerario. El perro, cuando se separaba demasiado, deteníase mirando hacia atrás, la lengua de fuera. Luis se paraba á ver escaparates, y á veces decía á su compañero esto ó cosa parecida: «Canelo, mira qué trompetas tan bonitas». El animal se ponía en dos patas, apoyando las delanteras en el borde del escaparate; pero no debían de ser para él muy interesantes las tales trompetas, porque no tardaba en seguir andando. Por fin llegaron á la calle del Amor de Dios. Desde cierta ocasión en que Canelo tuvo unos ladridos con otro perro, inquilino en la casa de Cucúrbitas, adoptó el temperamento prudente de no subir y esperar en la calle á su amigo. Éste subió al segundo, donde el incansable protector de su abuelo vivía; y el criado que le abrió la puerta púsole aquella noche muy mala cara. «El señor no está». Pero Luisito, que tenía instrucciones de su abuelo para el caso de hallarse ausente la víctima, dijo que esperaría. Ya sabía que á las siete, infaliblemente, iba á comer el señor D. Francisco Cucúrbitas. Sentóse el chico en el banco del recibimiento. Los pies no le llegaban al suelo, y los balanceaba como para hacer algo con qué distraer el fastidio de aquel largo plantón. El perchero, de pino imitando roble viejo, con ganchos dorados para los sombreros, su espejo y los huecos para los paraguas, le había producido en otro tiempo gran admiración; pero ya le era indiferente. No así el gato, que de la parte interior de la casa solía venir á enredar con él. Aquella noche debía de estar ocupado el micho, porque no aportó por el recibimiento; pero en cambio vió Luis á las niñas de Cucúrbitas, que eran simpáticas y graciosas. Solían acercarse á él, mirándole con lástima ó con desdén, pero nunca le habían dicho una palabra halagüeña. La señora de Cucúrbitas, que á Luis le parecía, por lo gruesa y redonda, una imitación humana del elefantePizarro, tan popular entonces entre los niños de Madrid, solía también dejarse rodar por allí, y ya conocía bien Cadalsito sus pasos lentos y pesados. La señora llegaba al ángulo que el pasillo de la derecha formaba con el recibimiento, y desde aquel punto miraba con recelo al mensajero. Después se internaba sin decirle una palabra. Desde que el chico la sentía venir se levantaba rígido, como un muñeco de resortes, recordando las lecciones de urbanidad que le había dado su abuelo. «¿Cómo está usted?... ¿Cómo lo pasa usted?» Pero la mole aquélla, rival en corpulencia de Paca la memorialista, no se dignaba contestarle, y se alejaba haciendo estremecer el suelo, como la máquina de apisonar que Luis había visto en las calles de Madrid.

Aquella noche fué muy tarde á comer el respetable Cucúrbitas. Observó el nieto de Villaamil que las niñas estaban impacientes. La causa era que tenían que ir al teatro y deseaban comer pronto. Por fin sonó la campanilla, y el criado fué presuroso á abrir la puerta, mientras las pollas, que conocían los pasos del papá y su manera de llamar, corrían por los pasillos dando voces para que se sirviera la comida. Al entrar el señor y ver á Luisín, dió á entender con ligera mueca su desagrado. El niño se puso en pie, soltando el saludo como un tiro á boca de jarro, y Cucúrbitas, sin contestarle, metióse en el despacho. Cadalsito, aguardando á que el señor le mandara pasar, como otras veces, vió que entraron las hijas dando prisa á su papá, y oyó á éste decir: «Al momento voy... que saquen la sopa», y no pudo menos de considerar cuán rica sopa sería aquella que á sacar iban. Esto pensaba, cuando una de las señoritas salió del despacho y le dijo: «Pasa tú». Entró gorra en mano, repitiendo su saludo, al cual se dignó al fin contestar D. Francisco con paternal acento. Era un señor muy bueno, según opinión de Luis, el cual, no entendiendo la expresión ligeramente ceñuda que tenía en su cara lustrosa el próvido funcionario, se figuró que haría aquella noche lo mismo que las demás. Cadalsito recordaba muy bien el trámite: el señor de Cucúrbitas, después de leer la carta de Villaamil, escribía otra ó, sin escribir nada, sacaba de su cartera un billetito verde ó encarnado, y metiéndolo en un sobre se lo daba y decía: «Anda, hijo; ya estás despachado». También era cosa corriente sacar del bolsillo duros ó pesetas, hacer un lío y dárselo, acompañando su acción de las mismas palabras de siempre, con esta añadidura: «Ten cuidado, no lo pierdas ó no te lo robe algún tomador. Mételo en el bolsillo del pantalón... Así... guapo mozo. Anda con Dios».

Aquella noche, ¡ay!, en pie, delante de la mesa de ministro, observó Luis que D. Francisco escribía una carta, frunciendo las peludas cejas, y que la cerraba sin meter dentro billete ni moneda alguna. Notó también el niño que al echar la firma, daba mi hombre un gran suspiro, y que después le miraba á él con profundísima compasión.

—Que usted lo pase bien—dijo Cadalsito cogiendo la carta; y el buen señor le puso la mano en la cabeza. Al despedirle, le dió dos perros grandes, añadiendo á su acción generosa estas magnánimas palabras: «Para que compres pasteles». Salió el chico tan agradecido... Pero por la escalera abajo le asaltó una idea triste: «Hoy no lleva nada la carta». Era, en efecto, la primera vez que salía de allí con la carta vacía. Era la primera vez que D. Francisco le daba perros á él, para su bolsillo privado y fomentar el vicio de comer bollos. En todo esto se fijó con la penetración que le daba la precoz experiencia de aquellos mensajes. «Pero ¡quién sabe!—dijo después con ideas sugeridas por su inocencia;—puede que le diga que le colocan mañana...»

Canelo, que ya estaba impaciente, se le unió en la puerta. Se pusieron ambos en camino, y en una pastelería de la calle de las Huertas compró Luis dos bollos de á diez céntimos. El perro se comió uno y Cadalsito el otro. Después, relamiéndose, apresuraron el paso, buscando la dirección más corta por el mismo laberinto de calles y plazuelas, desigualmente iluminadas y concurridas. Aquí mucho gas, allí tinieblas; acá mucha gente; después soledad, figuras errantes. Pasaron por calles en que la gente, presurosa, apenas cabía; por otras en que vieron más mujeres que luces; por otras en que había más perros que personas.

III

Al entrar en la calle de la Puebla, iba ya Cadalsito tan fatigado que, para recobrar las fuerzas, se sentó en el escalón de una de las tres puertas con rejas que tiene en dicha calle el convento de Don Juan de Alarcón. Y lo mismo fué sentarse sobre la fría piedra, que sentirse acometido de un profundo sueño... Más bien era aquello como un desvanecimiento, no desconocido para el chiquillo, y que no se verificaba sin que él tuviera conciencia de los extraños síntomas precursores. «¡Contro!—pensó muy asustado,—me va á dar aquello... me va á dar, me da...» En efecto, á Cadalsito le daba de tiempo en tiempo una desazón singularísima, que empezaba con pesadez de cabeza, sopor, frío en el espinazo, y concluía con la pérdida de toda sensación y conocimiento. Aquella noche, en el breve tiempo transcurrido desde que se sintió desfallecer hasta que se le nublaron los sentidos, se acordó de un pobre que solía pedir limosna en aquel mismo escalón en que él estaba. Era un ciego muy viejo, con la barba cana, larga y amarillenta, envuelto en parda capa de luengos pliegues, remendada y sucia, la cabeza blanca, descubierta, y el sombrero en la mano, pidiendo sólo con la actitud y sin mover los labios. Á Luis le infundía respeto la venerable figura del mendigo, y solía echarle en el sombrero algún céntimo, cuando lo tenía de sobra, lo que sucedía muy contadas veces.

Pues como iba diciendo, cayó el pequeño en su letargo, inclinando la cabeza sobre el pecho, y entonces vió que no estaba solo. Á su lado se sentaba una persona mayor. ¿Era el ciego? Por un instante creyó Luis que sí, porque tenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpo con una capa ó manto... Aquí empezó Cadalso á observar las diferencias y semejanzas entre el pobre y la persona mayor, pues ésta veía y miraba y sus ojos eran como estrellas, al paso que la nariz, la boca y frente eran idénticas á las del mendigo, la barba del mismo tamaño, aunque más blanca, muchísimo más blanca. Pues la capa era igual y también diferente; se parecía en los anchos pliegues, en la manera de estar el sujeto envuelto en ella; discrepaba en el color, que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco, azul ó qué demonches de color era aquél? Tenía sombras muy suaves, por entre las cuales se deslizaban reflejos luminosos como los que se filtran por los huecos de las nubes. Luis pensó que nunca había visto tela tan bonita como aquélla. De entre los pliegues sacó el sujeto una mano blanca, preciosísima. Tampoco había visto nunca Luis mano semejante, fuerte y membruda como la de los hombres, blanca y fina como la de las señoras... El sujeto aquél, mirándole con paternal benevolencia, le dijo:—¿No me conoces? ¿No sabes quién soy?

Luisito le miró mucho. Su cortedad de genio le impedía responder. Entonces el señor misterioso, sonriendo como los obispos cuando bendicen, le dijo:—Yo soy Dios. ¿No me habías conocido?

Cadalsito sintió entonces, además de la cortedad, miedo, y apenas podía respirar. Quiso envalentonarse mostrándose incrédulo, y con gran esfuerzo de voz pudo decir:—¿Usted Dios, usted?... Ya quisiera...

Y la aparición, pues tal nombre se le debe dar, indulgente con la incredulidad del buen Cadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insistiendo en lo dicho:—Sí, soy Dios. Parece que estás asustado. No me tengas miedo. Si yo te quiero, te quiero mucho...

Luis empezó á perder el miedo. Se sentía conmovido y con ganas de llorar.

—Ya sé de dónde vienes—prosiguió la aparición.—El señor de Cucúrbitas no os ha dado nada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Lo que él dice, ¡hay tantas necesidades que remediar!...

Cadalsito dió un gran suspiro para activar su respiración, y contemplaba al hermoso anciano, el cual, sentado, apoyando el codo en la rodilla y la barba resplandeciente en la mano, ladeaba la cabeza para mirar al chiquitín, dando, al parecer, mucha importancia á la conversación que con él sostenía:—Es preciso que tú y los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito, mucha paciencia.

Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo su alma libre de miedo y al propio tiempo llena de iniciativas, se arrancó á decir esto:—¿Y cuándo colocan á mi abuelo?

La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar á éste, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió á encararse con el pequeño, y suspirando, ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras:—Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los Ministros se vuelven locos y no saben á quién contentar. Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres. Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable... Por mi parte, haré también algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va á poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con muchísima razón. ¿Qué vena te dió de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias estás pensando en las musarañas...

Cadalsito se puso muy colorado, y metiendo sus dos manos entre las rodillas, se las apretó.

—No basta que seas formal en clase; es menester que estudies, que te fijes en lo que lees y lo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfado contigo, y no vengas luego diciéndome que por qué no colocan á tu abuelo... Y así como te digo esto, te digo también que tienes razón en quejarte de Posturitas. Es un ordinario, un mal criado, y ya le restregaré yo una guindilla en la lengua cuando vuelva á decirte Miau. Por supuesto que esto de los motes debe llevarse con paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas y aguantas. Cosas peores te pudieran decir.

Cadalsito estaba muy agradecido, y aunque sabía que Dios está en todas partes, se admiraba de que estuviese tan bien enterado de lo que en la escuela ocurría. Después se lanzó á decir:

—¡Contro, si yo le cojo!...

—Mira, amigo Cadalso—le dijo su interlocutor con paternal severidad,—no te las eches de matón, que tú no sirves para pelearte con tus compañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes lo que haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentas al maestro, y verás como éste pone á Posturitas en cruz media hora.

—Vaya que si lo pone... y aunque sea una hora.

—Ese nombre de Miau de lo encajaron á tu abuela y tías en el paraíso del Real, es á saber, porque parecen propiamente tres gatitos. Es que son ellas muy relamidas. El mote tiene gracia.

Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijo nada.

—Ya sé que esta noche van también al Real—añadió la aparición.—Hace un rato les ha llevado ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dices tú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Si vieras qué bonita es!

—No me quieren llevar... ¡bah!... (desconsoladísimo). Dígaselo usted.

Aun cuando á Dios se le dice tú en los rezos, á Luis le parecía irreverente, cara á cara, tratamiento tan familiar.

—¿Yo? No quiero meterme en eso. Además, esta noche han de estar todos de muy mal temple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la carta... ¿La has perdido?

—No, señor, la tengo aquí—dijo Cadalso, sacándola.—¿La quiere usted leer?

—No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelo pasará un mal rato; pero que se conforme. Están los tiempos muy malos, muy malos...

La excelsa imagen repitió dos ó tres veces el muy malos, moviendo la cabeza con expresión de tristeza; y desvaneciéndose en un instante, desapareció. Luis se restregaba los ojos, se reconocía despierto y reconocía la calle. Enfrente vió la tienda de cestas en cuya muestra había dos cabezas de toro, con jeta y cuernos de mimbre; juguete predilecto de los chicos de Madrid. Reconoció también la tienda de vinos, el escaparate con botellas; vió en los transeúntes personas naturales, y á Canelo, que á su lado seguía, le tuvo por verídico perro. Volvió á mirar á su lado buscando un rastro de la maravillosa visión, pero no había nada. «Es que me dió aquéllo—pensó Cadalsito, no sabiendo definir lo que le daba;—pero me ha dado de otra manera». Cuando se levantó tenía las piernas tan débiles, que apenas se podía sostener sobre ellas. Se palpó la ropa, temiendo haber perdido la carta; pero la carta seguía en su sitio. ¡Contro!, otras veces le había dado aquel desmayo, pero nunca había visto personajes tan... tan... no sabía cómo decirlo. Y que le vió y le habló, no tenía duda. ¡Vaya con el Señorón aquél!... ¡Si sería el Padre Eterno en vida natural!... ¡Si sería el anciano ciego que le quería dar un bromazo!...

Pensando de este modo, dirigióse Luis á su casa con toda la prisa que la flojedad de sus piernas le permitía. La cabeza se le iba, y el frío del espinazo no se le quitaba andando. Canelo parecía muy preocupado... ¡Si habría visto también algo!... ¡Lástima que no pudiese hablar para que atestiguara la verdad de la visión maravillosa! Porque Luis recordaba que, durante el coloquio, Dios acarició dos ó tres veces la cabeza de Canelo, y que éste le miraba sacando mucho la lengua... Luego Canelo podría dar fe...

Llegó por fin á su casa, y como le sintieran subir, Abelarda le abrió la puerta antes de que llamara. Su abuelo salió ansioso á recibirle, y el niño, sin decir una palabra, puso en sus manos la carta. Don Ramón fué hacia el despacho, palpándola antes de abrirla, y en el mismo instante doña Para llamó á Luis para que fuera á comer, pues la familia estaba ya concluyendo. No le habían esperado porque tardaba mucho, y las señoras tenían que irse al teatro de prisa y corriendo, para coger un buen puesto en el paraíso antes de que se agolpara la gente. En dos platos tapados, uno sobre otro, le habían guardado al nieto su sopa y cocido, que estaban ya fríos cuando llegó á catarlos; mas como su hambre era tanta, no reparó en la temperatura.

Estaba doña Pura atando al pescuezo de su nieto la servilleta de tres semanas, cuando entró Villaamil á comer el postre. Su cara tomaba expresión de ferocidad sanguinaria en las ocasiones aflictivas, y aquel bendito, incapaz de matar una mosca, cuando le amargaba una pesadumbre parecía tener entre los dientes carne humana cruda, sazonada con acíbar en vez de sal. Sólo con mirarle comprendió doña Pura que la carta había venido in albis. El infeliz hombre empezó á quitar maquinalmente las cáscaras á dos nueces resecas que en el plato tenía. Su cuñada y su hija le miraban también, leyendo en su cara de tigre caduco y veterano la pena que interiormente le devoraba. Por poner una nota alegre en cuadro tan triste, Abelarda soltó esta frase:—Ha dicho Ponce que la ovación de esta noche será para la Pellegrini.

—Me parece una injusticia—afirmó doña Pura con sus cinco sentidos—que se quiera humillar á la Scolpi Rolla, que canta su parte de Amneris muy á conciencia. Verdad que sus éxitos los debe más al buen palmito y á que enseña las piernas. Pero la Pellegrini con tantos humos no es ninguna cosa del otro jueves.

—Calla, mujer—indicó Milagros doctoralmente.—Mira que la otra noche dijo el fuggi fuggi, tu sei perdutto como no lo hemos oído desde los tiempos de Rossina Penco. No tiene más sino que bracea demasiado, y, francamente, la ópera es para cantar bien, no para hacer gestos.

—Pero no nos descuidemos—dijo Pura.—En noches así, el que se descuida se queda en la escalera.

—¡Quiá!... ¿Pero no creéis que Guillén ó los chicos de Medicina nos guardarán los asientos?

—No hay que fiar... Vámonos, no nos pase lo de la otra noche, ¡Dios mío!, que si no es por aquellos muchachos tan finos, los de Farmacia, ¿sabes?, nos quedamos en la puerta como unas pasmarotas.

Villaamil, que nada de esto oía, se comió un higo pasado, creo que tragándolo entero, y fué hacia su despacho con paso decidido, como quien va á hacer una atrocidad. Su mujer le siguió, y cariñosa le dijo:—¿Qué hay? ¿Es que esa nulidad no te ha mandado nada?

—Cero—replicó Villaamil con voz que parecía salir del centro de la tierra.—Lo que yo te decía, se ha cansado. No se puede abusar un día y otro día... Me ha hecho tantos favores, tantos, que pedir más es temeridad. ¡Cuánto siento haberle escrito hoy!

—¡Bandido!—exclamó iracunda la señora, que solía dar esta denominación y otras peores á los amigos que se ladeaban para evitar el sablazo.

—Bandido no—declaró Villaamil, que ni en los momentos de mayor tribulación se permitía ultrajar al contribuyente.—Es que no siempre se está en disposición de socorrer al prójimo. Bandido, no. Lo que es ideas no las tiene ni las ha tenido nunca; pero eso no quita que sea uno de los hombres más honrados que hay en la Administración.

—Pues no será tanto (con enfado impertinente), cuando le luce el pelo como le luce. Acuérdate de cuando fué compañero tuyo en la Contaduría Central. Era el más bruto de la oficina. Ya se sabía; descubierta una barbaridad, todos decían: «Cucúrbitas». Después, ni un día cesante, y siempre para arriba. ¿Qué quiere decir esto? Que será muy bruto, pero que entiende mejor que tú la aguja de marear. ¿Y crees que no se hace pagar á tocateja el despacho de los expedientes?

—Cállate, mujer.

—¡Inocente!... Ahí tienes por lo que estás como estás, olvidado y en la miseria; por no tener ni pizca de trastienda y ser tan devoto de San Escrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad. Mírate en el espejo de Cucúrbitas; él será todo lo melón que se quiera, pero verás cómo llega á Director, quizás á Ministro. Tú no serás nunca nada, y si te colocan, te darán un pedazo de pan, y siempre estaremos lo mismo (acalorándose). Todo por tus gazmoñerías, porque no te haces valer, porque fray modesto ya sabes que no llegó nunca á ser guardián. Yo que tú, me iría á un periódico y empezaría á vomitar todas las picardías que sé de la Administración, los enjuagues que han hecho muchos que hoy están en candelero. Eso, cantar claro, y caiga el que caiga... desenmascarar á tanto pillo... Ahí duele. ¡Ah! entonces verías cómo les faltaba tiempo para colocarte; verías cómo el Director mismo entraba aquí, sombrero en mano, á suplicarte que aceptaras la credencial.

—Mamá, que es tarde—dijo Abelarda desde la puerta, poniéndose la toquilla.

—Ya voy. Con tantos remilgos, con tantos miramientos como tú tienes, con eso de llamarles á todos dignísimos, y ser tan delicado y tan de ley que estás siempre montado al aire como los brillantes, lo que consigues es que te tengan por un cualquiera. Pues sí (alzando el grito), tú debías ser ya Director, como esa es luz, y no lo eres por mandria, por apocado, porque no sirves para nada, vamos, y no sabes vivir. No; si con lamentos y con suspiros no te van á dar lo que pretendes. Las credenciales, señor mío, son para los que se las ganan enseñando los colmillos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquiera ladras, y todos se ríen de ti. Dicen: «¡Ah, Villaamil, qué honradísimo es! ¡Oh! el empleado probo...» Yo, cuando me enseñan un probo, le miro á ver si tiene los codos de fuera. En fin, que te caes de honrado. Decir honrado, á veces es como decir ñoño. Y no es eso, no es eso. Se puede tener toda la integridad que Dios manda, y ser un hombre que mire por sí y por su familia...

—Déjame en paz—murmuró Villaamil desalentado, sentándose en una silla y derrengándola.

—Mamá—repetía la señorita, impaciente.

—Ya voy, ya voy.

—Yo no puedo ser sino como Dios me ha hecho—declaró el infeliz cesante.—Pero ahora no se trata de que yo sea así ó asado; trátase del pan de cada día, del pan de mañana. Estamos como queremos, sí... Tenemos cerrado el horizonte por todas partes. Mañana...

—Dios no nos abandonará—dijo Pura intentando robustecer su ánimo con esfuerzos de esperanza, que parecían pataleos de náufrago.—Estoy tan acostumbrada á la escasez, que la abundancia me sorprendería y hasta me asustaría... Mañana...

No acabó la frase ni aun con el pensamiento. Su hija y su hermana le daban tanta prisa, que se arregló apresuradamente. Al envolverse en la cabeza la toquilla azul, dió esta orden á su marido: «Acuesta al niño. Si no quiere estudiar, que no estudie. Bastante tiene que hacer el pobrecito, porque mañana supongo que saldrá á repartirte dos arrobas de cartas».

El buen Villaamil sintió un gran alivio en su alma cuando las vió salir. Mejor que su familia le acompañaba su propia pena, y se entretenía y consolaba con ella mejor que con las palabras de su mujer, porque su pena, si le oprimía el corazón, no le arañaba la cara, y doña Pura, al cuestionar con él, era toda pico y uñas toda.

IV

Cadalsito estaba en el comedor, sentado á la mesa, los codos sobre ella, los libros delante. Éstos eran tantos, que el escolar se sentía orgulloso de ponerlos en fila, y parecía que les pasaba revista, como un general á sus unidades tácticas. Estaban los infelices tan estropeados, cual si hubieran servido de proyectiles en furioso combate; las hojas retorcidas, los picos de las cubiertas doblados ó rotos, la pasta con pegajosa mugre. Pero no faltaba á ninguno, en la primera hoja, una inscripción en letra vacilante que declaraba la propiedad de la finca, pues sería en verdad muy sensible que no se supiera que pertenecían exclusivamente á Luis Cadalso y Villaamil. Éste cogía uno cualquiera, á la suerte, á ver lo que salía. ¡Contro, siempre salía la condenada Gramática!... Abríala con prevención y veía las letras hormiguear sobre el papel iluminado por la luz de la lámpara colgante. Parecían mosquitos revoloteando en un rayo de sol. Cadalso leía algunos renglones. «¿Qué es adverbio?» Las letras de la respuesta eran las que se habían propuesto no dejarse leer, corriendo y saltando de una margen á otra. Total, que el adverbio debía de ser una cosa muy buena; pero Cadalsito no lograba enterarse de ello claramente. Después leía páginas enteras, sin que el sentido de ellas penetrara en su espíritu, que no se había desprendido aún del asombro de la visión; ni se le había quitado el malestar del cuerpo, á pesar de haber comido con tanta gana; y como notase que al fijar la atención en el libro se ponía peor, tuvo por buen remedio el ir doblando una á una las puntas de las hojas de la Gramática, hasta dejar el pobre libro rizado como una escarola.

En esto estaba cuando sintió que su abuelo salía del despacho. Se le había apagado la luz por falta de petróleo, y aunque no escribía, la obscuridad le lanzó de su guarida hacia el comedor. En éste y en el pasillo se paseó un rato el infeliz hombre, excitadísimo, hablando solo y dando algunos tropezones, porque la desigual y en algunos puntos agujereada estera no permitía el paso franco por aquellas regiones.

Otras noches que se quedaban solos abuelo y nieto, aquél le tomaba las lecciones, repitiéndoselas y fijándoselas en la memoria. Aquella noche, Villaamil no estaba para lecciones, lo que agradeció mucho el pequeño, quien por el bien parecer empezó á desdoblar las hojas del martirizado texto, planchándolas con la palma de la mano. Poco después, el mismo libro fué blando cojín para su cabeza, fatigada de estudios y visiones, y dejándola caer se quedó dormido sobre la definición del adverbio.

Villaamil decía: «Esto ya es demasiado. Señor Todopoderoso. ¿Qué he hecho yo para que me trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Por qué me abandonan hasta los amigos en quienes más confiaba?» Tan pronto se abatía el ánimo del cesante sin ventura, como se inflamaba, suponiéndose perseguido por ocultos enemigos que le habían jurado rencor eterno. «¿Quién será, pero quién será el danzante que me hace la guerra? Algún ingrato, quizás, que me debe su carrera». Para mayor desconsuelo, se le representaba entonces toda su vida administrativa, carrera lenta y honrosa en la Península y Ultramar, desde que entró á servir allá por el año 41 y cuando tenía veinticuatro de edad (siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Poco tiempo había estado cesante antes de la terrible crujía en que le encontramos: cuatro meses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante el bienio, tres y medio en tiempo de Salaverría. Después de la Revolución pasó á Cuba y luego á Filipinas, de donde le echó la disentería. En fin, que había cumplido sesenta años, y los de servicio, bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses. Le faltaban dos para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador, que era el de su destino más alto, Jefe de Administración de tercera. «¡Qué mundo éste! ¡Cuánta injusticia! ¡Y luego no quieren que haya revoluciones!... No pido más que los dos meses, para jubilarme con los cuatro quintos, sí, señor...» En lo más vivo de su soliloquio, vaciló y fué á chocar contra la puerta, repercutiendo al punto para dar con su cuerpo en el borde de la mesa, que se estremeció toda. Despertando sobresaltado, oyó Luis á su abuelo pronunciar claramente al incorporarse estas palabras, que le parecieron lo más terrorífico que había oído en su vida: «...¡con arreglo á la ley de Presupuestos del 35, modificada el 65 y el 68!»

—¿Qué, papá?—dijo espantado.

—Nada, hijo; esto no va contigo. Duérmete. ¿No tienes ganas de estudiar? Haces bien. ¿Para qué sirve el estudio? Mientras más burro sea el hombre, mientras más pillo, mejor carrera hace... Vamos, á la cama, que es tarde.

Villaamil buscó y halló una palmatoria, mas no le fué tan fácil encontrar vela que encender en ella. Por fin, revolviendo mucho, descubrió unos cabos en la mesa de noche de Pura, y encendido uno de ellos, se dispuso á acostar al niño. Éste dormía en la alcoba de Milagros, que estaba en el mismo comedor. Había en aquella pieza un tocador del tiempo de vivan las caenas, una cómoda jubilada con los cuatro quintos de su cajonería, varios baúles y las dos camas. En toda la casa, á excepción de la sala, que estaba puesta con relativa elegancia, se revelaba la escasez, el abandono y esa ruina lenta que resulta del no reparar lo que el tiempo desluce y estraga.

Empezó el abuelo á desnudar á su nieto, y le decía: «Sí, hijo mío, bienaventurados los brutos, porque de ellos es el reino... de la Administración». Y le desabrochaba la chaqueta, y le tiraba de las mangas con tanta fuerza, que á poco más se cae el chico al suelo. «Hijo mío, ve aprendiendo, ve aprendiendo para cuando seas hombre. Del que está caído nadie se acuerda, y lo que hacen es patearle y destrozarle para que no se pueda levantar... Figúrate tú que yo debiera ser Jefe de Administración de segunda, pues ahora me tocaría ascender con arreglo á la ley de Cánovas del 76, y aquí me tienes pereciendo... Llueven recomendaciones sobre el Ministro, y nada... Se le dice: «Vea usted los antecedentes», y nada. ¿Tú crees que él se cuida de examinar mis antecedentes? Pues si lo hiciera... Todo se vuelve promesas, aplazamientos; que espera una ocasión favorable; que ha tomado nota preferente... En fin, las pamplinas que usan para salir del paso... Yo, que he servido siempre lealmente, que he trabajado como un negro; yo que no he dado el más ligero disgusto á mis jefes...; yo, que estando en la Secretaría, allá por el 52, le caí en gracia á don Juan Bravo Murillo, que me llamó un día á su despacho y me dijo... lo que callo por modestia... ¡Ah! si aquel grande hombre levantara la cabeza y me viera cesante... Yo, que el 55 hice un plan de presupuestos que mereció los elogios del Sr. D. Pascual Madoz y del Sr. D. Juan Bruil, plan que en veinte años de meditaciones he rehecho después, explanándolo en cuatro memorias que ahí tengo! Y no es cosa de broma. Supresión de todas las contribuciones actuales, substituyéndolas con el income tax... ¡Ah, el income tax! Es el sueño de toda mi vida, el objeto de tantísimos estudios y el resultado de una larga experiencia... No lo quieren comprender y así está el país... cada día más perdido, más pobre, y todas las fuentes de riqueza secándose que es un dolor... Yo lo sostengo: el impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de la miseria pública. Luego, la renta de Aduanas, bien reforzada, con los derechos muy altos para proteger la industria nacional... Y por último, la unificación de las Deudas, reduciéndolas á un tipo de emisión y á un tipo de interés...» Al llegar aquí, tiró Villaamil con tanta fuerza de los pantalones de Luis, que el niño lanzó un ¡ay! diciendo: «Abuelo, que me arrancas las piernas». Á lo que el irritado viejo contestó secamente: «Por fuerza tiene que haber un enemigo oculto, algún trasto que se ha propuesto hundirme, deshonrarme...»

Por fin quedó Luis acostado. Había costumbre de no apagarle la luz hasta mucho después de dormido, porque le daban pesadillas, y despertándose con sobresalto se espantaba de la obscuridad. En vista de que el primer cabo de vela se apagaba, encendió otro el abuelo, y sentándose junto á la cómoda, se puso á leer La Correspondencia, que acababan de echar por debajo de la puerta. En su febril trastorno, el desventurado buscaba ansioso las noticias de personal, y por una fatal puntería de su espíritu, encontraba al instante las noticias malas. «Ha sido nombrado oficial primero en la Dirección de Impuestos el Sr. Montes... Real decreto concediendo á D. Basilio Andrés de la Caña los honores de Jefe superior de Administración». «Esto es escandaloso, esto es el delírium tremens del polaquismo. Ni en las kabilas de África pasa esto. ¡Pobre país, pobre España!... Se ponen los pelos de punta pensando lo que va á venir aquí con este desbarajuste administrativo... Es buena persona Basilio; ¡pero si ayer, como quien dice, le tuve de oficial cuarto á mis órdenes!...» Tras de la pena venía la esperanza. «Pronto se hará la combinación de personal con arreglo á la nueva plantilla de la Dirección de Contribuciones. Dícese que serán colocados varios funcionarios inteligentes que hoy se hallan cesantes».