Miércoles de Ceniza - Cristina Fernández Cuesta - E-Book

Miércoles de Ceniza E-Book

Cristina Fernández Cuesta

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Beschreibung

Constanza esta casada con el abogado Eduardo Fernández del Pino. De ese inmenso amor nace una preciosa niña llamada Isabela. Con el correr de los años, comienzan a tener problemas, y busca ayuda en su buen amigo y confesor el Padre Juan Alcázar Cortes. Ante una infidelidad de su esposo, ve como su mundo va desmoronándose. Su matrimonio no volverá a ser el mismo, aun amándolo como lo ama. A partir de una gran pérdida, su vida sufrirá un quiebre profundo, y deberá luchar contra sus fantasmas, al darse cuenta que siente por Juan, algo mas que una profunda amistad.

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Seitenzahl: 399

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Fernández, Cristina Vilma

Miércoles de Ceniza / Cristina Vilma Fernández. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

300 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-761-882-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicada a mis queridos sobrinos:

Luciana y Daiana Lauría.

Julieta, Martina y Nicolás Gómez.

Maximiliano y Lucía Sarlija.

Macarena Sironi.

Porque la vida está hecha de pequeños

y grandes momentos que compartimos.

Donde quiera que el destino los lleve,

mi corazón siempre estará con ustedes.

Con amor

Tía Cris

Agradecimientos

A la Señora Marta Susana Olek por leerme con mucho amor y acompañarme en este hermoso camino.

A la Licenciada Olga Noemí Sanchez (Olguita) por el prólogo y sus consejos literarios.

A la Licenciada en Nutrición Luciana Belén Lauría, por la información dada en desorden alimenticio.

A la Señorita Lucía Anabel Sarlija por su aporte informativo en el tema de casamientos de religiones mixtas.

A Laura Giuglietti por impulsarme a seguir creciendo.

A la Señorita Agustina Smith por su profesionalismo en el diseño de la tapa y contratapa de mi libro. Interpretando a la perfección mi pedido.

PRÓLOGO

En muchos casos, o muchas veces, la vida o las cosas, tienen un antes y un después de las redes sociales.

Antes, realizar una actividad como leer, era una ocupación netamente individual.

Después y gracias a ellas, comenzamos a buscar cosas, personas, grupos con tus mismos gustos e intereses, y ahí se abre un mundo nuevo.

Se encuentra esa afinidad que da el placer por la lectura, primero compartida en esos espacios cibernéticos, para luego coincidir en distintos eventos, ya sea presentaciones de libros y/o meriendas con autoras.

Así nos conocimos con Cristina hace menos de un año, en una presentación. Me comenta que tiene escrita su primer novela y que le gustan las reseñas que publico de los libros que voy leyendo, me regala su opera prima “Banga”(les sugiero que la lean), y me cuenta que va a esperar ansiosa mi devolución (no les diré cual fue).

A partir de ella, comienza una especie de amistad que de a poco y gracias a los libros se va consolidando.

La autora es una persona tímida e introvertida con quien se genera una empatía instantánea, dispuesta más a escuchar que a hablar, (totalmente mi opuesto), pero al escribir, hace que sus palabras te lleguen al corazón, retratando de una manera especial la esencia de sus personajes. Los cuales son totalmente queribles, creíbles y semejantes a cualquier persona conocida.

Cabe aclarar que si bien los sitios son de existencia real, no nos olvidemos que es una novela de ficción, la cual no debe obligatoriamente guardar relación con los usos y costumbres de los lugares mencionados.

Ojalá disfruten de sus historias tanto como yo.

Licenciada Olga Noemí Sanchez

Introducción

Constanza llegó a Ourense después de su casamiento fallido con el arquitecto Ricardo Goldstein.

Al haber quedado huérfana en su niñez, fue criada por su abuela Eladia (Yaya) quien le sugirió que para sanar su corazón, viaje a España a conocer su amada aldea llamada Banga.

Allí Yaya disponía de varias propiedades. Una casona que oficiaba de Casa de Retiros, el Hotel de las Burgas, y los viñedos que la curia administraba, desde que la abuela había emigrado a Argentina. A partir de ese momento, conocería gente que marcaría su vida.

Paco, aldeano que había sido novio de Carmencita, hermana deYaya. Sor María, una entrañable amiga que se encargaba de dirigir la casa de Retiros Espirituales, y el Padre Juan Alcázar Cortes, párroco de la Iglesia Santa Eulalia, apenas unos años mayor que ella con quien entablaría una profunda amistad.

Al ir transcurriendo los días, haría buenas amigas como Lola y Carmen, propietarias de una Boutique que se convertiría en el talón de Aquiles de Constanza. Compartiendo salidas y secretos, haciendo un culto de su amistad.

Pero la vida le tendría preparada una sorpresa mayor, ya que conocería al amor de su vida, el prestigioso abogado Eduardo Fernández del Pino, cuyo abuelo había tenido una relación con Eladia antes de partir para estas tierras y con quien le habían quedado algunas cuentas pendientes.

Los primeros encuentros no fueron amistosos, ya que él quería comprarle sus propiedades, que eran anheladas por su abuelo Bernardo.

Ante la negativa de la abuela, y las amenazas sigilosas de él, tuvo que recurrir a un estudio de abogados en Madrid llamado Cuesta, conocido de su Yaya.

Una vez más, el destino de Constanza se complicaría, al terminar en una fiesta, enamorada perdidamente de Eduardo. Las suscitadas salidas, acrecentaban lo que sentía por ese hombre que le sacaba el aliento.

Los constantes desencuentros y el carácter de ambos, hacían difícil poder llevar adelante esa relación, hasta el día que se enteró que sería madre. En ese instante, su decisión fue seguir a solas su embarazo, y volver a la Argentina.

Gracias a la ayuda del Padre Juan, y a la intervención de su abuela con Berna, pudieron lograr que ellos estuviesen juntos.

Y así empieza su historia.

preludio

Capítulo I

Mis primeros años de casada pasaron volando. Me debatía entre ser buena nieta, buena madre, buena esposa, buena amiga y buena maestra. Así estaban mis prioridades, en ese orden. Por un lado me sentía culpable por casi obligar a mi Yaya a vivir en Galicia a partir de mi casamiento con Eduardo. Ella hubiese querido volver a la Argentina, pero ante mis súplicas accedió a quedarse. Sumado a esto la muerte de Berna, el abuelo de mi esposo y amigo de ella, acentuó sus críticas.

Trataba de no desatender mis obligaciones de madre ya que Isabela era muy demandante. Mi temor a no ser lo suficientemente buena hacía que fuera más permisiva de lo normal, hasta el punto de sentir remordimiento si no consentía sus caprichos.

Estaba pendiente de las necesidades de Eduardo y sus horarios. Ver que su ropa siempre estuviese impecable, ya que como abogado era parte de su trabajo reflejar pulcritud en su persona. Aunque tenía a Marta que me ayudaba en los quehaceres del hogar, parte de mi labor era verificar que todo estuviese en su lugar. Mejor dicho, a la perfección que él requería.Y por último, y no por eso menos importante, cumplir con mis compromisos de buena cristiana que había adoptado a través de mi amigo el Padre Juan.

Los primeros sábados de cada mes hacíamos el Bingo para los adultos mayores de Carballino. En el verano lo ayudaba a dar clases en las termas y cada quince días a llevar provisiones a los orfanatos. Los viernes iba con Yaya e Isabela a Banga a visitar a Sor María y quedarnos a misa en Santa Eulalia. Después pasábamos a saludar a Paco y tomábamos la merienda con él antes de regresar a Ourense.

Lunes, martes, miércoles y jueves daba clases de inglés en el internado del Colegio Santa Apolonia, lugar que conseguí por medio de la curia para ejercer la docencia. Era bien sabida la generosidad de mi abuela para con ellos. Apenas se mencionó mi interés, en menos de 48 horas tuve el ofrecimiento del puesto de docente adjunta.

Interactuar con niños de todas las edades e interiorizarme en sus vidas ponía en perspectiva la mía.

Pero la vida me demostraba día a día a través de esos pequeños –que en su mayoría no conocían a sus padres, o por un infortunio los veían en forma esporádica– que podemos equivocarnos en muchas cosas, pero de lo único que debemos estar seguros es que nunca es suficiente el amor que podemos brindar a través de una caricia, un gesto, una palabra.

Mis clases se habían convertido en terapias paliativas para ellos. Transformábamos esa angustia en algo positivo y movilizador. Me constaba que mis métodos no eran bien recibidos por la dirección, pero sabía que «corría con el caballo del comisario», frase que decimos los argentinos en estas situaciones en las que disponemos de cierta ventaja.

Al terminar mi jornada laboral pasaba a retirar a Isabela por el colegio y siempre le decía que la llevaría a conocer donde yo trabajaba, para que pudiese ver con sus propios ojos lo afortunada que era al tener una familia.

—Pero mamá, ¿qué puedo tener en común con esos chicos? Me voy a aburrir – aportó Isabela con mucho desparpajo mientras me daba la mochila para que se la llevara.

—Justamente, las diferencias son las que nos unen, y nos ayudan a ser mejores personas –le dije en forma contundente–. Además, ya es hora que me des una mano para juntar ropa y llevarla al orfanato.

—Bastante que ayudo todos los viernes a mi padrino en la misa. Piensa que solo tengo siete años, y la maestra nos dijo que está prohibido el trabajo de los menores de edad.

Su contestación me hizo sonreír. Siempre con esas ocurrencias que hacían que una conversación seria terminara de esta manera. A veces me parecía mentira que la hubiese llevado en mi vientre nueve meses. Si algo podía decir, es que había heredado todo de su padre. La inteligencia, la tenacidad, rapidez para argumentar y hasta cierto sarcasmo en sus respuestas.

Esa niña de tez blanca, cabellos castaños y ojos azules era la razón de mi existencia. Por eso quería que aprendiera de mí el hábito de dar. Dar hasta que duela. Sentir empatía por sus semejantes, y no me iba a resignar a fracasar en eso.

Cuando sentía que el mundo se me venía encima, aprovechaba a escaparme al Piñeiro de Alxén. Se trata de un imponente pino ancestral que se localiza en un espeso y tranquilo bosque de eucaliptos rodeado de vegetación exuberante. Al descalzarme y abrazarlo experimentaba paz, y a la vez fuerza para continuar.

Cuenta la leyenda que los celtas celebraban en ese lugar antes de ir a las batallas. Era mi lugar secreto, donde podía llorar y reír sin tener que dar explicaciones a nadie, y quería que por el momento permaneciera así.

Capítulo II

Después de una semana agotadora, ansiaba el viernes para distenderme. No me molestaba hacer los 35 kilómetros que separaban Ourense de Banga. Almorzar con Sor María daba una yapa a nuestra «salida de chicas». Así la llamábamos ya que disfrutábamos las tres de su compañía.

El día estaba precioso y nosotras listas para gozarlo. Subimos al coche. Hoy le tocaba a Yaya elegir la música. Al ritmo de Me olvidé de vivir, cantada por Julio Iglesias, fuimos entonando la canción.

Por lo general después del almuerzo venía Juan a la Casa de Retiros a tomar el café. Dejábamos que conversen Yaya y Sor María, y aprovechábamos los dos en medio de las vides para contarnos nuestras novedades. Mi amigo tenía en mente visitar en breve a sus padres, y yo planeaba algo especial para mi aniversario de casada, ya que estaría cumpliendo las bodas de bronce y la fecha se hallaba próxima. Isabela obligaba a su padrino a jugar a las escondidas hasta que el cansancio la vencía y se recostaba en su regazo para la siesta.

—Constanza, esa niña es incansable, me hace acordar a ti –decía Juan.

—Dímelo a mí, que me deja sin aliento –contesté mientras disfrutaba viéndolos, pues si de algo estaba segura era de mi acertada elección en cuanto al padrino que le había dado.

El sol estaba en su punto más álgido y marcaba que pronto Juan debería irse para oficializar la misa. Con sumo cariño invitó a Isabela para que lo acompañara, pues ella era la encargada de entregar los cancioneros. Partieron un rato antes que lo hiciéramos nosotras, iban caminando de la mano y Juan siempre le contaba alguna de las leyendas, pues ella siempre estaba ávida de nuevas historias. Entre sus preferidas estaban Santa Compaña, Torre de Hércules, Leyenda del apóstol, La corona de fuego, El herrero de Castrelos y El milagro de Bouzas.

Isabela confiaba ciegamente en ese hombre que siempre la quiso, aún antes de nacer, y la protegió hasta el punto de renunciar a su vocación si hubiese sido necesario. Por eso al mirarlos juntos podría pensarse que eran padre e hija.

Fuimos del brazo Sor María, Yaya y yo hacia la iglesia, a nuestra misa semanal. Esta actividad de los viernes, que podría parecer rutinaria, le daba una razón para vivir a Yaya. Pasar por el camposanto a visitar a sus seres queridos daba cierta tranquilidad a su alma, aunque me reprochaba que hubiera dejado del otro lado del Atlántico a su otra mitad. Después pasaríamos a ver a Paco y él tendría la merienda preparada. Antes del anochecer partiríamos nuevamente para Ourense.

Siempre esas horas me resultaban cortas. La conversación con Juan era tan amena que me quedaban un montón de temas pendientes para contarle, por eso cuando él venía a Ourense nos poníamos al corriente. Al finalizar la misa le dije:

—Juan, necesito hablarte. ¿Cuándo podrás venir por casa? –pregunté algo nerviosa.

—Puedo pasar el martes. Si quieres almorzamos –noté por su tono de voz que estaba inquieto ante mi pedido.

—Perfecto, el martes a la una de la tarde nos vemos, gracias –lo besé y lo abracé como hacía siempre.

—Dime calabacita, ¿es algo por lo que deba preocuparme? –dijo mientras sujetaba mi mano.

—Espero que no –respondí, aunque para mis adentros intuía que algo no estaba bien en mi matrimonio.

Nos despedimos esperando nuestra próxima charla. El camino de la aldea me transportaba a los cuentos medievales. En la extraordinaria vista en pendiente se podía disfrutar del Balcón do Ribeiro. El sol de la tarde caía sobre los viñedos tiñendo de rojo las uvas. Los arroyos que surgían entre la maleza arrullaban como el canto de un niño. Pasamos por un cruceiro, y bajamos a rezarle a todos nuestros muertos.Y allí, en medio de ese paisaje agreste que había conquistado mi corazón años atrás, partíamos tres descendencias tan distintas y tan parecidas a la vez.

Capítulo III

El día estaba frío pero precioso. Eduardo había ido a visitar a sus padres con Isabela. Yo había hablado por teléfono con Yaya para saber cómo estaba, y me disponía a organizar la casa antes del almuerzo. Seguramente después de la comida realizaríamos alguna actividad en familia. Podríamos pasear en catamarán por los Cañones del río Sil o disfrutar la ruta de las pasarelas del río Mao. La verdad no importaba dónde, sino que lo hiciéramos juntos.

Sabía que Eduardo como abogado tenía un trabajo muy demandante, pero en los últimos meses había notado que vivía pendiente de su teléfono hasta el punto de desatender a su hija y a mí. En varias ocasiones traté infructuosamente de averiguar qué era lo que lo tenía tan disperso, pero resultó inútil. Sus evasivas a mis preguntas me originaban más dudas que certezas.

Siempre fue amoroso como padre y esposo, pero este último tiempo había algo que lo hacía distanciarse. Le comenté que habíamos estado con el Padre Juan y que tenía planeado visitar a sus padres en Madrid.

—¿Por qué no aprovechas y llevas a Isabela a verlos? Tú sabes cómo ellos la quieren y siempre están al pendiente de la niña –contestó eufóricamente–. Es más, podrían quedarse unos días para pasear ya que está próximo el Día de la Constitución y de la Inmaculada.

—No lo había pensado, pero me apenaría dejarte solo en casa –respondí mientras preparaba el almuerzo.

—Por eso no te preocupes, aprovecharé para quedarme en el hotel de Santiago así podré adelantar trabajo –fue su respuesta mientras ponía los platos y los cubiertos en la mesa.

Las veces que íbamos con Isabela a Madrid a ver a los padres de Juan nunca eran de su completo agrado. Siempre sintió cierta rivalidad con el padrino de nuestra hija. Además, ese fin de semana sería nuestro aniversario y él no lo había tenido en cuenta. Para esta fecha organizaba una cena especial que culminaba en un hotel ubicado en algún recóndito lugar para pasar la noche a solas.

Almorzamos y partimos a disfrutar la tarde. Isabela no se despegaba de su papá. Cenamos en Nova Restaurante y regresamos a la casa, no sin antes pasar por la heladería Puerta Real.Al llegar acostamos a Isabela en su pieza ya que estaba profundamente dormida. Yo me preparé para esperar a Eduardo en la habitación, al pasar los minutos sin que él aparezca me levanté para ir a buscarlo. Estaba en el escritorio con su ordenador y no percibió mi presencia.

Me acerqué por detrás y pude ver que estaba conversando con una mujer, al notar que yo estaba allí cerró bruscamente la máquina, giró la silla y me miró asustado. Entonces caí en la cuenta que el tema era más serio de lo que yo había imaginado.

Capítulo IV

Nos fuimos a dormir sin mencionar lo sucedido. Mi cuerpo estaba cansado pero mi mente no dejaba de pensar. Por primera vez en muchos años volvía a sentir el miedo a las pérdidas, aunque con el correr de las horas logré quedarme dormida.

A la mañana siguiente Eduardo me despertó con el desayuno en la cama. ¿Sería una forma de purgar las culpas? –pensé con mucha tristeza–. Junto con la bandeja traía un gigantesco ramo de rosas.

—Me levanté temprano para sorprenderte, maja –así me decía cariñosamente.

—¿Y esto… a qué se debe? –pregunté sonriente mientras me acomodaba para degustar lo preparado.

—Sé que te tengo un poco abandonada, pero te prometo que resuelvo unos temas y seré todo tuyo como hasta ahora –sus ojos azules me hacían estremecer como la primera vez que nos vimos–. ¿Sabes que tú e Isabela son mi prioridad?

—Lo sé. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? –pregunté mientras bebía mi café, aunque me imaginaba su respuesta.

—No Constanza, pero creo que yo sí puedo hacer algo por ti –dijo sonriendo en forma maliciosa, y en ese momento apartó la bandeja y me hizo el amor como hacía semanas que no sucedía, y ante sus besos y caricias me quise convencer de que todo había sido producto de mi imaginación, pues ese hombre era mi mundo y en él no cabía la posibilidad de que no estuviese.

Cuando abrí los ojos eran las once de la mañana, Eduardo dormía plácidamente dándome la espalda. Besé cada centímetro de su piel como tantas veces lo había hecho. Mordí dulcemente sus orejas mientras mis manos bajaban hasta su miembro. Volteó para besarme y me miró de la misma manera que lo había hecho aquella noche en la Torre de Hércules.

—Sabes que superaremos esto –me dijo al tiempo que no dejaba de acariciarme.

Asentí con la cabeza, pues su boca estaba en la mía y me impedía contestar. Lo separé por unos instantes y le dije:

—Si me dices lo que está pasando tal vez pueda arreglarlo.Estaba dispuesta a cambiar lo que hiciera falta para estar al lado de ese hombre.

—No maja, es culpa mía y por favor no me hagas más preguntas.

No volví a mencionarle el tema. Me dispuse a disfrutar de sus abrazos y besos. A fin de cuentas, la vida solo está hecha de pequeños momentos, algunos más gratos que otros, y esos breves instantes son los que hacen que valga la pena ser vivida.

Capítulo V

Comenzó la semana y la rutina se ponía en movimiento. Marta nos preparaba el desayuno mientras yo vestía a Isabela para el colegio y Eduardo partía hacia Santiago de Compostela a la oficina. Con un beso de despedida, cada uno se disponía a cumplir con sus obligaciones.

—Mamá, hoy tengo el cumpleaños de Sofía, no te olvides de comprarle el regalo –me daba las directivas Isa.

—Lo sé, te llevaré por la tarde y de paso aprovecharé para ir a saludar a mi amiga Carmen y a tu madrina Lola –nos habíamos hecho amigas inseparables desde que yo había llegado desde Argentina.

Me despedí con un beso, a lo que ella respondió con un fuerte abrazo diciéndome:

—¿Si puedes me traes algún regalito cuando sales del trabajo?

—¿Qué regalito quieres? –pregunté mientras acomodaba sus cabellos.

—Quiero una muñeca Barbie.

—Perfecto, pero deberás regalar una de las que ya tienes. ¿Tenemos un trato?

—¡Trato! –dijo mi hija sonriente, y entró corriendo al colegio.

Llegué temprano al internado. Su estructura era intimidante. Salones amplios y techos altos otorgaban majestuosidad al establecimiento. Me hacía estremecer como una novela de Stephen King.

Me gustaba tomar un café en la sala de maestros y conversar con todos para ponerme al corriente de lo que había pasado el viernes, ya que era el único día que yo no concurría. Entre las novedades me mencionaron que uno de mis alumnos, Kavi Diego Heredia, estaba atravesando una situación difícil. Había fallecido su madre y único familiar directo. Era hijo de un gitano y madre paya. Su padre pertenecía al grupo romaní de Andalucía, pero los abandonó apenas nació el niño, porque su clan nunca los había aceptado. Si bien el niño estaba pupilo desde pequeño, los fines de semana y días festivos venía a buscarlo su madre para pasar tiempo de calidad con él.Sonó el timbre y la directora Almudena Rodríguez me llamó a su oficina.

—Buenos días Constanza, ¿cómo estuvo su fin de semana? –era el saludo de rigor que solía dirigirme todos los lunes.

—Muy bien, gracias Madre –contesté de manera cordial.

La reverenda no comulgaba con mis métodos docentes, pero no dejaba de reconocer cómo habían avanzado los chicos y mejorado su comportamiento.

—Entiendo que la pusieron al corriente de lo sucedido con el alumno Heredia –fue una afirmación más que una pregunta, mientras regaba la planta que tenía en la ventana que daba al patio escolar.

—Sí Madre, estoy al tanto. ¿Alguna sugerencia? –consulté esperando un gesto de buena voluntad y empatía por parte de una monja hacia sus semejantes.

—No quiero que tenga ningún privilegio. La muerte es la otra cara de la vida, y convivimos todos los días con esto. ¿Quedó claro? Además, una vez que finalice el ciclo escolar el Estado lo dará en adopción y ya no será responsabilidad nuestra.

—Entiendo Madre –contesté rápidamente, pues ambas sabíamos que yo haría lo que creyera necesario para alivianar el dolor de ese pequeño.

—Era mi obligación hacerle este comentario antes que le informe usted lo sucedido a la clase, ya que es política de la institución que todos los niños sean tratados de la misma manera, sin ningún tipo de miramiento. Pero conociéndola, sé que abogará por lo que crea correcto.

—No lo dude Madre, así será –respondí con énfasis mientras ella me tomaba del brazo con complicidad y me acompañaba hacia la puerta.

Me retiré. Antes de entrar al aula pensaba cómo comenzar la clase. Kavi era un niño amoroso de apenas nueve años de edad, tez oscura, cabellos renegridos y con rulos, ojos rasgados e inquietos y nariz prominente. Nadie mejor que yo sabía lo que era quedarse sin padres, pero ante esta fatalidad mi Yaya se había ocupado de mí. En el caso de él… ¿quién velaría por su vida?

Capítulo VI

Comencé la clase saludando como hacía siempre e invité a los alumnos a formar un círculo con sus asientos, como «Los Caballeros de la Mesa Redonda». Le di el pésame a Kavi y les dije a sus compañeros que más que nunca debíamos estar unidos para ayudarlo. Las pérdidas son duras y pueden sobrellevarse cuando tenemos amigos con quienes contar. Nadie debería pasar por esta situación siendo pequeño, pero confiábamos en que Dios en su infinita sabiduría sabría por qué lo hacía.Rezamos una oración por el alma de su madre y otra para que nos dé fortaleza para seguir adelante. Al terminar, pregunté a la clase si querían hacerme alguna consulta.

—Señorita, ¿si Dios es tan bueno por qué se llevó a la mamá de Kavi dejándolo solo? –preguntó Manolo, visiblemente alterado.

—Yo maestra… ¿Por qué Dios permite que un papá le pegue a una mamá? –consultó Enrique levantando la mano.

—Seño, ¿por qué hay chicos que viven todos los días con sus padres y nosotros no? –casi sollozando interpeló María con su vocecita.

—Profe, ¿por qué Dios deja que haya niños que pasen hambre? –ofuscado se hizo sentir Ricardo mientras se colocaba los lentes.

Las preguntas seguían apareciendo y de mi boca no salían las respuestas. Todas esas mismas cuestiones me las había planteado yo misma infinidad de veces. ¿Qué podía decirles a estos niños que tuviese sentido, si yo misma había estado un tiempo alejada de Dios por no encontrar esas respuestas?

Ahí mismo, en ese salón de estudio, se estaba revelando que había más de un duelo para procesar. Y como no me creía capaz de darles una explicación satisfactoria, acordé con ellos que en breve traería a un amigo que podría responder todas las dudas y nos ayudaría a entender.

Comprendo el dolor que sienten –dije tratando de apaciguarlos, pero en ese momento fui interrumpida por Kavi.

—Seño, ¿usted cómo puede entender si tiene una familia, y nosotros no? –sus ojos negro azabache parecían aguijones.

—Lo sé porque yo perdí a mis padres siendo niña –respondí, y se hizo un silencio tan profundo que parecía que el tiempo se había detenido.

Todos quedaron esperando que contara mi vida, y en pocas palabras traté de resumirles que yo había sufrido como ellos. Los animé a que nos diéramos un abrazo grupal, y dije una frase que años atrás me la había dicho el Padre Juan: «Dios quiere a todos sus hijos. Aunque estén enojados ahora, él jamás los abandonó ni los abandonará. Pero si el amor de Él no les bastare, también tienen el mío.»

Besé uno por uno a mis alumnos al finalizar la hora. Cuando llegué a Kavi, lo abracé con todo el amor de madre que podía ofrecerle, pues a esa altura las palabras ya sobraban.

Capítulo VII

Camino a casa pasé por una juguetería a comprar el regalo de Sofía y la muñeca que me había pedido. Dejé a Isabela en el cumpleaños y me fui a visitar a mis amigas de la boutique. La vidriera estaba colmado de ropa y accesorios de las mejores marcas. Decidida a darme un mimo, entré. Distintos vestidos colgaban de los escaparates en tonos de negro, azul y bordó. Los tapados de paño con cuello de piel desmontable en color nude, rojo y negro vestían a los maniquíes.

—Al fin viniste, nos tienes abandonadas y encima no trajiste a mi ahijada –dijo Lola mientras me besaba.

—Bueno, bueno… ¿a qué debemos este honor? –replicó Carmen mientras me hacía una reverencia.

—Saben que siempre las tengo presentes, pero van pasando los días y nunca llego a venir –mientras contestaba les extendía un rico capuchino que había comprado en el bar de la esquina para las tres.

—Pues bien, cuéntanos en qué andas –inquisidora, Carmen quería saber más.

—El domingo cumplo aniversario de casada y quería que me mostraran algo sexy.

—¿Sexy? –dijeron al unísono mientras se miraban asombradas.

—Sí, algo atrevido para lucirme a la noche. ¿Por qué?

—Mira linda, en todos estos años que te conocemos has venido a comprar y siempre pedías algo sobrio, elegante, refinado, distinguido, pero nunca te hizo falta pedir algo sexy, ¿qué está pasando?

—¿Y por qué piensan que debería pasar algo? –pregunté, algo molesta por la interpelación.

—Porque por nuestra experiencia en esto, cuando una mujer necesita ponerse algo sexy para su aniversario es porque algo en su matrimonio no está funcionando como debiera, así que ahora suelta el rollo y cuéntanos.

Quedamos en silencio durante unos minutos, luego entre sorbo y sorbo de café les comenté mis sospechas de que –si bien no tenía pruebas de nada– mi intuición me decía que había alguien más.

—Deberías caerle de sorpresa en la semana al estudio, o mirarle el móvil –aportó Carmen.

—Tú tendrías que darte una vuelta cuando él se queda a pasar la noche en el hotel de Santiago, o revisarle el ordenador, al fin y al cabo eres su esposa. Me dejas a la niña y te vas a investigar –dijo Lola.

—Tal vez es solo idea mía, y no estaría bien que haga lo que ustedes me están diciendo –respondí.

—Entonces dinos chavala, ¿no lo harías porque no corresponde o por miedo a descubrirlo?

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, efectivamente, era miedo a confirmar lo que tanto temía. Mi cara reflejaba la tristeza que sentía en el alma, al punto que las chicas cambiaron de tema y enseguida se dispusieron a buscar algo para mi noche especial. La hora fue pasando y debía ir a retirar a Isabela de la fiesta. Con las bolsas en la mano saludé y prometí pasar la semana próxima a contarles cómo me había ido y traerles a Isa.

Salí pensativa por lo hablado con ellas. Mientras esperaba a mi niña, aproveché para llamar a Juan.

—Buenas tardes, ¿en qué andas?

—Justo estaba pensando en ti calabacita –me contestó contento.

—Pues bien, aquí me tienes, necesito pedirte dos favores. Hubo una situación en el instituto con el fallecimiento de la mamá de uno de mis alumnos, y quería pedirte si podrías venir a hablar con los niños sobre la muerte.

—Claro, la semana próxima en el horario que dispongas podría estar allí.

—Muchas gracias, sabía que contaba contigo. La otra es que no olvides nuestro almuerzo de mañana.

—Allí me tendrás, pero adelántame algo. ¿Qué te tiene tan preocupada? –preguntó el cura.

—Creo que Eduardo me engaña –la frase salió de mi boca sin pensarlo, y le fui relatando el porqué de mis sospechas.

—¿Lo hablaste con él? –consultó cambiando el tono de voz.

—Traté de sacarle el tema y me dijo que estaba resolviendo unos asuntos, pero nada en concreto, además…

—Mamá, ¿con quién hablas? –Isabela había salido del cumpleaños y estaba subiendo al auto.

—Es tu padrino –respondí, y la niña, sacándome el teléfono de la oreja, empezó a conversar con él.

—Hola padrino, recién salí de la fiesta de Sofi. Había de todo para comer. También una torta grande de chocolate que es mi preferida, bueno… cuando te vea el viernes te contaré.

—Hola calabacita chica, me alegro que lo hayas disfrutado. Este viernes no voy a estar, iré el miércoles a ver a mis padres a Madrid y me quedaré hasta el domingo.

—Padrino… ¡no me digas «calabacita chica»! ¿Puedo ir contigo a visitar a la abuela Eduviges y al nono Modesto? –insistía la pequeña.

—Tienes que pedirle permiso a tus padres.

—Bueno, ahí te paso con mamá así le preguntas –soltó el teléfono para que yo continuase hablando.

—Juan, nos vemos mañana para almorzar –le recordé nuevamente.

—A las 13 horas en el Restaurante Taberna, dale un beso de mi parte a Isabela que no me dio tiempo a despedirme –contestó riendo.

—Se lo daré, hasta mañana.

—Hasta mañana calabacita.

Si bien el problema persistía, hablarlo con mi amigo lo hacía más llevadero. Sea mi imaginación o no, había tomado la decisión de averiguarlo, y no dejaría que nada ni nadie me detuviera.

Capítulo VIII

—Buenos días, soy Juan Alcázar Cortes y me está esperando el Doctor Fernández del Pino.

—Un momento por favor, enseguida le aviso. Tome asiento, Padre.

—Muy amable, señorita –contestó el cura algo inquieto mientras observaba el imponente recinto.

—Pase por favor, el Doctor lo espera.

—Juan… buen día, qué sorpresa tú por aquí –se abrazaron mientras se saludaban.

—Buen día Eduardo, me urgía hablar contigo.

—Sé por Constanza y por Isabela que tus padres andan bien, siempre tengo muy buenos recuerdos de ellos.

—Y ellos de ti. Justamente mañana pienso ir a visitarlos, además tu hija los tiene comprados –ambos sonrieron porque sabían cómo era Isabela.

—Lo sé, esa chiquilla me tiene loco. Salió a la madre ji ji ji –dijo afirmando con la cabeza.

—Justamente de ella quería hablarte –el rostro de Eduardo cambió por completo.

—Tú dirás –respondió mientras se acomodaba en el sillón con gesto adusto.

—Sabes que en estos años jamás intervine en vuestra relación como sacerdote de Constanza, pero ayer la noté muy preocupada hasta el punto que me pidió que nos juntemos hoy a almorzar, pues había un tema vuestro que la inquietaba.

—¿Te dijo cuál era el motivo? –consultó Eduardo.

—Una supuesta infidelidad por parte vuestra.

—¿Y si así fuera? El problema no te concierne –contestó de forma categórica.

—Es mi problema, porque además de ser su párroco soy su amigo, y no puedo verla sufrir. Hace ocho años le dije que creía que tú y ella deberían estar juntos. No solo por su embarazo, sino porque estaba seguro que se amaban. Ella sigue profesando ese amor hacia ti, ¿y tú? –preguntó el cura con tono inquisidor.

—Mira Juan, por el respeto que tengo no a tu investidura sino a ti como persona y padrino de mi hija, es que te aconsejo que te ocupes de tus asuntos. Puedes encargarte del alma de mi mujer como su confesor, pero de su cuerpo y de su vida me encargo yo –se paró, dando por finalizada la reunión.

—Tu puedes ser su esposo, pero eso no te da derecho a lastimarla.

—Siempre supe que la amabas y te escudabas en tu sotana Juan, pero ella e Isabela son mías, al igual que mis asuntos, y lo que deba resolver lo haré en el ámbito privado de mi familia. Mi amor por mi mujer no ha cambiado, solo estoy atravesando una situación compleja a la que en breve pienso poner fin. A propósito de eso, ya que vas a saludar a tus padres a Madrid te agradecería que invites a Constanza e Isabela a ir contigo.

—¿Estás pidiéndome que sea tu cómplice? –consultó sorprendido el cura.

La conversación fue interrumpida de forma imprevista:

—Eduardo, ¿el expediente del caso González Pardo, lo tienes tú? Perdón… no sabía que estabas ocupado –una voluptuosa y muy hermosa señorita había entrado.

—Aquí está –dijo Eduardo mientras le extendía lo solicitado. Te presento al padrino de Isabela, el Padre Juan Alcázar Cortes.

—Mucho gusto señora –respondió el cura de buen grado.

—Encantada Padre, soy Maribel Moldes. Un gusto nuevamente –profirió mientras se retiraba con la carpeta en las manos.

—Te estoy pidiendo, ya que abogas por el bienestar de mis damas, que estos días te ocupes de ellas porque las necesito lejos de Galicia.

—¿Me das tu palabra que si lo hago terminarás esa situación que te aleja de Constanza?

—La tienes, y espero la tuya que no le contarás nada a mi mujer de lo que hemos hablado.

—Puedes contar con eso –afirmó el cura.

Al abrirle la puerta para que Juan se retirara, Eduardo le dijo al oído:

—No me negaste lo que sientes por mi esposa –clavó su mirada esperando la respuesta.

—Solo te diré que mi amor y mis votos son hacia Dios. Soy sacerdote antes que hombre, y si hay algo que tenga que resolver, lo haré también dentro de mi ámbito privado.

—Ahora, ¿tu tema es esa mujer que conocí en tu oficina? Vi cómo se miraban –Eduardo sonrió y le dio la mano culminando la charla.

Se fue casi arrepentido de haber estado con su amigo. Había ido para conocer la raíz del problema y había terminado siendo parte de él. Al mediodía almorzaría con Constanza y tendría que ser cómplice de una situación que no deseaba, pero si era por el bienestar de ellas no dudaría en hacerlo, aunque eso significara ocultarle la verdad.

Antes de volver a Ourense, Juan pasó a rezarle a Santiago Apóstol. Siempre había entrado a la catedral como cura para servir a sus semejantes. Pero ahora lo hacía como un feligres mas, para pedir por la dicha de su amiga.

Capítulo IX

Eran las 13 horas y Constanza esperaba al Padre Juan en el restaurante. El sol del invierno se percibía tibio comparado con el calor de la salamandra del lugar. Le habían acercado la Carta y ordenó un vino Sotomayor de las Rías Baixas . Al levantar la vista lo vio acercarse.

—¿Hace mucho que me esperabas calabacita? –preguntó el Padre sonriente.

—No tanto, todavía no bebí una copa- sonriendo comente

—Pues bien, aquí me tienes, dime qué te preocupa –quería cerrar el tema lo antes posible.

—Como te comente por teléfono, Eduardo está distante ya hace unos meses. El otro día entré de improvisto al estudio de casa y estaba chateando con una mujer a altas horas de la noche. Le pregunté y no me dio ninguna respuesta.

— Esta es una época de mucho trabajo y seguramente algún problema lo tiene distraído. No lo presiones, dale tiempo. Es más… ¿por qué no se vienen tú e Isabela conmigo a Madrid mañana? –preguntó Juan esperando convencerla.

—No sé, además este domingo cumplimos aniversario de casados y ni siquiera me lo mencionó.

—Por eso mujer, deja que termine sus asuntos y seguro que cuando volvamos estará más tranquilo. Además, quiero que Isabela vea a sus abuelos del corazón.

—Lo pensaré –respondí sin estar decidida.

—Bien, brindo porque se solucionen todos tus problemas –levantó la copa en señal de buen augurio.

—Y yo lo hago para agradecer que te tengo como amigo, no sé qué sería de mi vida sin ti –dije con voz entrecortada.

—¡Vamos mujer, que todo tiene solución! Has pasado por peores situaciones. Todavía te recuerdo con ese acento porteño, recién llegada de tu tierra, arrastrando la maleta cuando entraste a mi iglesia.

—Por Dios, me parece que fue hace una eternidad –afirmé y brindamos por la amistad.

Mientras Constanza disfrutaba del almuerzo con su amigo, el cura se sentía culpable por ocultarle la verdad, aunque sus intenciones fueran las mejores sabía que si ella se enteraba de esto jamás se lo perdonaría.

—¿Qué planes tienes para Navidad? –pregunté sorprendiéndolo, pues los días corrían y quería organizar todo para la cena del 24.

—Este año me quedaré en Santa Eulalia. Tengo muchos viejitos que estarán solos para esa fecha, así que le pediré a mis parroquianas y a Sor María que me den una mano para cocinar, así podré recibirlos en la iglesia con un plato de comida caliente.

—Te extrañaré Juan, y tu ahijada mucho más. Esa niña está embobada con su padrino.

—Y yo con ella, además le encanta colaborar en la misa. Mi padre le ha enseñado a jugar a la brisca y ya hace trampa como él.

—Mira, lo he pensado. Isabela estará feliz de ir a Madrid. Dime, ¿a qué hora quieres pasar por nosotras? –pregunté ya decidida, mientras tomaba la botella para servirme más vino.

—Puedo pasar a buscarte a las seis de la mañana así llegamos para la hora del almuerzo –dijo él sosteniendo la botella y viendo que estaba casi vacía.

—¿Pedimos otra? –pregunté mientras le hacía señas al mozo.

—En otra época seguro que lo hubieses hecho sin consultarme, ¿te acuerdas?

—Claro que sí, me acuerdo de mi borrachera y de otras cosas –lo dije en forma inconsciente, pues el tiempo de nuestra tensión sexual ya había pasado.

Juan abrió el vino que trajeron y llenó las copas nuevamente, me miró y me interpeló:

—¿Tú crees que si yo hubiese renunciado a mi condición célibe habríamos tenido una oportunidad de estar juntos?

—Creo que ya es tarde para responder esa pregunta –apoyé mi mano sobre la suya y la sujeté.

Y allí, en esa mesa alejada de la vista del resto del mundo, había dos corazones heridos. Uno por elección y otro por omisión.

Capítulo X

Partimos los tres hacia Madrid. En el «troncomóvil» de mi buen amigo disfrutábamos del paisaje y el silencio mientras Isabela dormía. Aproveché a preparar el mate –infusión argentina hecha a base de yerba mate–, mientras lo cebaba me traía recuerdos de mi amada tierra.

—¿Extrañas tus raíces calabacita?

—¡No sabes cuánto! Sobre toda la época de las fiestas, el hecho de juntarnos con amigos a brindar debajo de la parra del patio de mi abuela, irnos a bailar después de la medianoche y volver ya entrada la mañana. Las veces que mi amigo Luis debía traerme a casa a escondidas porque había bebido de más y no quería que Yaya se enterara…

—Lo que extrañas es el recuerdo de tu juventud –dijo con ironía.

—Que malo eres, toma un mate –se lo alcancé mientras me reía.

—¿Mamá, qué horas es? –preguntó Isabela al tiempo que se refregaba los ojitos con las manos.

—Es temprano linda, duérmete otro rato.

—Padrino, ¿falta mucho? –consultó con vocecita de dormida.

—Sí calabacita chica, en un rato nos detendremos a comer algo y te despertaré.

Paramos a desayunar en Zamora, frente a la catedral que data del siglo XII. Su cúpula con decoración exterior de escamas me dejó sin palabras. Nos abrigamos antes de bajar del coche, ya que el invierno se estaba empezando a hacer sentir. Le coloqué a Isabela la campera, gorro y guantes. A pesar de que se quejaba, no la dejé bajar hasta que estuviese bien arropada.

Entramos al bar, Juan se pidió con el café un zumo de naranjas acompañado de un pincho de tortilla de patatas, pan tostado con tomate triturado y aceite de oliva extra virgen. Isabela y yo compartimos un café con leche, pues en casa conservábamos la tradición matutina argentina de las tostadas con manteca.

Mi hija estaba encantada con el viaje, no dejaba de abrazarnos a su padrino y a mí. Noté que varias personas se volteaban a ver la escena, pues no entendían la relación entre un cura, una niña y una mujer. Al comentarle esto a Juan me respondió que poco le importaba lo que los demás pudiesen suponer, y que a esta altura yo debería opinar lo mismo. Y tenía razón, el sentimiento que nos unía iba más allá de las miradas ajenas.

Salimos camino al coche. Nuestra próxima parada sería Madrid para ver a los papás de Juan. Mi móvil sonó y era Eduardo para darnos los buenos días. Habló con Isabela, quien le contó lo que habíamos comido. Se despidieron con muchos besos y nuevamente me pasó el teléfono mientras se acomodaba en el asiento trasero.

—Te amo maja, disfruten estos días. Yo las estaré esperando –dijo Eduardo con voz cariñosa.

—Si quieres que volvamos antes me avisas y nos tomamos un avión con tu hija –convencida de mis sentimientos, quería que él tuviera presente mi ofrecimiento.

—Nos mantendremos en contacto linda. Saludos a Juan y a sus padres.

Corté y subí al auto. Mi sonrisa lo decía todo. Cerré la puerta y me abroché el cinturón de seguridad.

—Tienes la misma mirada de aquella noche de la fiesta en Madrid –comentó mi amigo.

—Cuando fui contigo y bailé por primera vez con Eduardo. ¿Qué te puedo decir que no sepas? Todavía me da cosquillas ese chaval, sentía que tocaba el cielo con las manos.

—Lo sé calabacita, lo sé –dijo resignado.

—Padrino, ¿por qué no me cantas como cuando era chiquita? –pidió Isa.

—¿Qué quieres que te cante, preciosa? –preguntó mirando por el espejo retrovisor.

—Alguna de David Bisbal.

Y partimos cantando juntos a pasar unos hermosos días en familia. Tenía confianza en que cuando volviésemos a Ourense mi hogar volvería a ser el de siempre.

Capítulo XI

Llegamos al mediodía con un hambre voraz. Eduviges y Modesto estaban esperándonos con la comida preparada: porrusalda, ideal para ese día frío, hecha con bacalao, puerros, patatas y ajos. Los besos y abrazos entre ellos e Isabela daban calor a la casa.

—Mira hija, te he anotado la receta porque sé que a la niña le encanta este plato. Léela –mientras me extendía el papel y yo lo ojeaba no dejaba de admirar el amor que sentían por mi hija.

1. Corta el bacalao en pedazos pequeños retirándole las espinas y reserva.

2. En una olla, sofríe en bastante aceite de oliva los dientes de ajo y los puerros hasta que doren ligeramente, sin que lleguen a quemarse. Pon las patatas, revuelve un poco y agrega el caldo que reservaste anteriormente. Deja que hierva tranquilamente. Revisa la sal y agrégale más de ser necesario.

3. Cuando estén bien cocidas las patatas agrega el bacalao picado, cocina dos minutos más y retira del fuego.

4. Deja reposar cinco minutos y sirve tu porrusalda con bacalao en un plato, con un buen chorro de aceite de oliva por encima.

—Muchas gracias Eduviges, prometo hacerla pronto –respondí agradecida.

—Sí mamá, aunque no esté tan rica como la de la nonita, yo la voy a comer igual –dijo Isabela, muy seria.

—Gracias por la fe que me tienes, hija –la risa de todos iluminó la mesa.

Juan bajó los bolsos y los ubicó en sus respectivos lugares. La pieza que siempre había usado antes de mudarse a Galicia la ocupaba él, y la que estaba contigua era para Isabela y para mí.

Después de almorzar y jugar a la brisca nos fuimos a acostar un rato. Estábamos cansados del viaje y de la buena comida. Más tarde le habíamos prometido a la niña que la llevaríamos a pasear.

Eran casi las cinco de la tarde cuando nos cambiamos, listas para salir con el padrino. El resto de la tarde nos resultó corta. El Planetario mostraba las constelaciones en toda su magnificencia. Isabela, al observar el cielo colmado de estrellas, me señaló el Cinturón de Orión, en especial «Las tres Marías».

—Mamá, esas estrellas que están juntas son tu papá, tu mamá y la abuela Yaya, ¿verdad?

—Sí tesoro, ahí están mis padres, pero la Yaya por suerte está con nosotros –acoté.

—Sí, lo sé, pero pronto estará con ellos. Igual no te pongas mal mamita, porque estarán todos juntos, como esas estrellas, y desde arriba nos van a cuidar –me dijo mientras no dejaba de señalar el cielo.

No pude pronunciar palabra, ni siquiera Juan al escucharla pudo hacerlo. Después de quedar atónitos, nos dirigimos a merendar a la Chocolatería 1902 y el delicioso chocolate con churros hizo que pasáramos un momento distendido. Al escuchar las campanadas vimos que se habían hecho las ocho de la noche. Decidimos volver a la casa, ya que al día siguiente habíamos reservado una noche en el Castillo de Alarcón, que funcionaba como hotel y spa.

El frío invernal se imponía, y una fina nevada comenzó a caer. Las calles estaban preparadas para las fiestas con árboles navideños y luces multicolores. Pensé en las Navidades que se aproximaban y en lo que representaban; en Eduardo, que hacía ocho años que nos habíamos conocido, en las cosas que habíamos tenido que superar para poder estar juntos. En la llegada de Isabela, que era la luz de nuestros ojos. En la familia que habíamos formado y también en la que elegimos y la hacemos propia, como Juan y sus padres. A la que traemos desde que nacemos como mi Yaya, gallega de raza y corazón.

Y estando en pleno centro de Madrid sosteniendo la mano de mi hija y la de mi amigo, me sentía la mujer más dichosa del mundo. Entonces miré al cielo, agradecí en silencio y pedí con todas mis fuerzas que a pesar de mis enojos con Dios no nos abandonara, porque aun en mis peores momentos, lo que nunca había perdido era la fe.

Capítulo XII

Desayunamos temprano y los cinco estábamos listos para partir a nuestra aventura. El paisaje estaba gris y sentía frío en los huesos, seguramente en breve estaría nevando, pero eso no impediría nuestro plan del día. Juan y Modesto debatían en qué coche ir. Terminó ganando la partida Modesto, quien subió los bolsos al suyo. Adelante iban Juan y su papá, atrás estábamos las mujeres. Apenas yo podía meter un bocadillo entre el cotorreo de Eduviges con Isabela. Sonó mi móvil y era Eduardo, al escuchar la niña que lo nombraba enseguida pidió hablar con su padre.