Mínimos peces - Lisa Brennan-Jobs - E-Book

Mínimos peces E-Book

Lisa Brennan-Jobs

0,0

Beschreibung

"Hermoso, literario y devastador" (The New York Times). "Un libro de gran habilidad literaria" (The New Yorker). "Extraordinaria. Una historia dolorosa y exquisitamente contada" (People). Cuando Mínimos peces se publicó en Estados Unidos, todo el mundo esperaba un despiadado ajuste de cuentas de la autora con su padre, el mítico Steve Jobs. Durante años se había negado a reconocerla, sin privarse de declarar crueldades: por ejemplo, que el 28% de los hombres de Estados Unidos podían ser el padre de Lisa, como le dijo a la revista Time. Pero apenas uno empieza a leerlo descubre que este libro es otra cosa; primordialmente, algo mucho, mucho mejor. Memorias que tienen el pulso y la sustancia de una conmovedora novela de aprendizaje, es un relato de la California hippie de los setenta y los ochenta, de los sentimientos y los deseos de una joven que habita dos mundos contrapuestos (el lujoso, exigente y a menudo frío e impredecible del mítico Jobs; el caótico, disperso y volcánico de su madre), de la búsqueda de su lugar y del largo peregrinar emocional hasta encontrarlo. Elegante, intensa y por momentos desgarradora, en Mínimos peces hay inteligencia en lugar de rencor; dolor y afán de comprensión, y no venganza. Es la crónica de un amor difícil entre padre e hija, y también, naturalmente, un retrato desconocido de Steve Jobs, de su intimidad y su mundo. Acaso por la suma de estas virtudes, por su originalidad y su compromiso literario, fue elegido el mejor libro del año por Amazon y Publishers Weekly.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 606

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Lisa Brennan-Jobs

MÍNIMOS PECES

Traducción de Gastón Navarro

 

 

“Hermoso, literario y devastador”.

THE NEW YORK TIMES

“Un libro de gran habilidad literaria”.

THE NEW YORKER

“Extraordinaria. Una historia dolorosa y exquisitamente contada”.

PEOPLE

Cuando Mínimos peces se publicó en Estados Unidos, todo el mundo esperaba un despiadado ajuste de cuentas de la autora con su padre, el mítico Steve Jobs. Durante años se había negado a reconocerla, sin privarse de declarar crueldades: por ejemplo, que el 28% de los hombres de Estados Unidos podían ser el padre de Lisa, como le dijo a la revista Time.

Pero apenas uno empieza a leerlo descubre que este libro es otra cosa; primordialmente, algo mucho, mucho mejor. Memorias que tienen el pulso y la sustancia de una conmovedora novela de aprendizaje, es un relato de la California hippie de los setenta y los ochenta, de los sentimientos y los deseos de una joven que habita dos mundos contrapuestos (el lujoso, exigente y a menudo frío e impredecible del mítico Jobs; el caótico, disperso y volcánico de su madre), de la búsqueda de su lugar y del largo peregrinar emocional hasta encontrarlo.

Elegante, intensa y por momentos desgarradora, en Mínimos peces hay inteligencia en lugar de rencor; dolor y afán de comprensión, y no venganza. Es la crónica de un amor difícil entre padre e hija, y también, naturalmente, un retrato desconocido de Steve Jobs, de su intimidad y su mundo. Acaso por la suma de estas virtudes, por su originalidad y su compromiso literario, fue elegido el mejor libro del año por Amazon y Publishers Weekly.

Brennan-Jobs, Lisa

Mínimos peces / Lisa Brennan-Jobs. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Gastón Navarro.

ISBN 978-987-628-624-4

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas Biográficas. I. Navarro, Gastón, trad. II. Título.

CDD 813

Título original: Small Fry

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Edición en formato digital: agosto de 2021

© Lisa Brennan-Jobs, 2018

© de la tradución Gastón Navarro, 2021

© de la presente edición Edhasa, 2021

Avda. Córdoba 744, 2º piso C

C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 50 327 069

Argentina

E-mail: [email protected]

http://www.edhasa.com.ar

Diputación, 262, 2º 1ª, 08007, Barcelona

E-mail: [email protected]

http://www.edhasa.es

ISBN 978-987-628-624-4

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Conversión a formato digital: Libresque

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroCréditosDedicatoriaEpígrafeHippiesLas líneas de la vidaVamos a divertirnosPececitoEscapar de casaPequeña naciónNada útilVolarCodaAgradecimientosSobre la autora

Para Bill

Tercer pescador: Patrón, no me explico cómo viven los peces en el mar.

Primer pescador: Pues del mismo modo que los hombres en la tierra: los más grandes se comen a los más pequeños. Nuestros ricos y avaros sólo pueden compararse con las ballenas; juegan y retozan para que los pececitos se les pongan adelante, y luego se los engullen de un bocado. He oído decir que estas ballenas de tierra no cierran la boca hasta haber devorado la parroquia entera, con iglesia, torre, campanas, todo.

Shakespeare, Pericles

 

Era una experiencia extraña ser el origen no reconocido de esta atracción pública y estar bajo la lluvia helada... me hacía sentir como una presencia fantasmal.

Saul Bellow, El legado de Humboldt

Tres meses antes de que mi padre muriera, empecé a robar cosas de su casa. Deambulaba por allí descalza y me guardaba cosas en los bolsillos. Me llevé polvo de rubor, pasta de dientes, dos cuencos descascarados de celadón azul, un frasco de esmalte de uñas, un par de zapatillas de ballet gastadas y cuatro fundas de almohadas blancas, desteñidas, del color de una vieja dentadura.

Después de robar, me sentía satisfecha. Me prometía que iba a ser última vez. Pero enseguida, como el efecto de la sed, volvía el impulso de llevarme algo más.

Entré en puntas de pie a su habitación, con cuidado de no pisar las maderas de la entrada, que crujían. Aquella habitación había sido su estudio cuando todavía podía subir las escaleras, pero ahora dormía allí. Estaba repleta de libros, correspondencia y frascos de medicamentos; manzanas de cristal, manzanas de madera; premios y revistas y pilas de papeles. Había unos grabados de Hasui, enmarcados, del crepúsculo y la puesta del sol en los templos. Una mancha de luz rosada se extendía sobre la pared a su lado.

Estaba recostado en la cama, en pantalones cortos. Tenía las piernas descubiertas y delgadas como brazos, extendidas como las de un saltamontes.

—Hola, Lis —dijo.

Segyu Rinpoche estaba a su lado. Había estado aquí hace poco, cuando vine de visita. Rinpoche, un hombre bajo, oriundo de Brasil, de ojos castaños brillantes, era un monje budista de voz áspera, que usaba túnicas pardas sobre un vientre redondo. Lo llamábamos por su título. Hoy en día los hombres santos también nacen en Occidente, en lugares como Brasil. A mí no me parecía un santo: no parecía distante ni inescrutable. Junto a nosotros, una oscura bolsa de nutrientes zumbaba al ritmo de un motor y una bomba, mientras la sonda desaparecía en algún lugar debajo de las sábanas.

—Es una buena idea masajear los pies —dijo Rinpoche, colocando las manos sobre uno de los pies de mi padre—. Así.

No entendí si tenía que masajear los pies de mi padre, los míos, o los de ambos.

—De acuerdo —dije, y tomé el otro pie, envuelto en un calcetín grueso. Era raro ver el rostro de mi padre, porque cuando hacía una mueca de dolor o de disgusto, su expresión se parecía a cuando esbozaba una sonrisa.

—Se siente bien —dijo él, cerrando los ojos.

Miré la cómoda y luego los estantes al otro lado de la habitación, en busca de algo que quisiera llevarme, aunque sabía que no me iba a atrever a robar algo estando él allí.

 

Mientras mi padre dormía, yo deambulaba por la casa, buscando no sé bien qué. Había una enfermera sentada en el sofá de la sala de estar, con las manos apoyadas sobre el regazo, a la espera de que mi padre la llamara. La casa estaba tranquila, los sonidos apagados, las paredes de ladrillo pintadas de blanco tenían pequeños agujeros, como almohadones. El piso de terracota estaba fresco bajo los pies, salvo en los lugares donde el sol lo había calentado a la temperatura de la piel.

En el mueble del cuarto de baño, cerca de la cocina, donde solía haber un ejemplar deshojado del Bhagavad Gita, encontré un vaporizador de loción facial bastante caro. Con la puerta cerrada y la luz apagada, sentada en la tapa del inodoro, rocié el aire y cerré los ojos. El agua cayó sobre mí, fresca e inmaculada, como si estuviera en un bosque o en una vieja iglesia de piedra.

También había un pequeño tubo plateado de brillo de labios con un extremo en forma de pincel y el otro con un mecanismo que enviaba líquido hacia el centro del aplicador. No tenía más remedio que llevármelo. Me guardé el brillo en el bolsillo antes de volver al departamento de una habitación en Greenwich Village que compartía con mi novio; si alguna vez estuve segura de algo, fue de que ese brillo iba a llenar mi vida. Mientras evitaba cruzarme en la casa con la empleada doméstica, con mi hermano, mis hermanas y mi madrastra, de modo que no me descubrieran robando o me mortificaran al no reparar en mi presencia o no devolverme el saludo, y me rociaba con loción en la oscuridad del baño para atenuar la sensación de estar desapareciendo —porque dentro de la nube de rocío sentía que volvía a adquirir relieve—, los esfuerzos por ver a mi padre enfermo en su habitación empezaron a parecerme una carga, una molestia. Durante el último año lo visité un fin de semana cada dos meses, o algo así.

Había renunciado a la posibilidad de una reconciliación a lo grande, como en las películas, pero de todos modos seguía yendo a verlo.

 

Entre una visita y otra veía a mi padre por toda Nueva York. Lo veía sentado en un cine: la curva exacta de su cuello, su mandíbula y sus pómulos. Lo veía mientras corría junto al Río Hudson; en invierno, sentado en un banco, mirando los botes amarrados; también lo veía en el subterráneo, durante los viajes al trabajo, perdiéndose en el andén a través de la multitud. Hombres delgados, de piel cetrina, de dedos finos y muñecas delicadas, de barba incipiente que, vistos desde cierto ángulo, se parecían a él. Cada vez que me acercaba a alguien para comprobar si era mi padre, el corazón me daba un vuelco; sabía que no podía ser él, porque estaba enfermo en una cama, en California.

Antes de esto, durante los años en los que apenas hablábamos, había visto fotografías suyas por todas partes. El hecho de ver sus fotografías me provocaba un raro entusiasmo. Una sensación similar a la de ver mi propio reflejo en un espejo al otro lado de la habitación y confundirme con otra persona, para luego comprender que era mi rostro: allí estaba él, mirándome desde las revistas, desde los periódicos y las pantallas de cualquier ciudad en la que estuviera. Ese es mi padre y nadie lo sabe, pero es verdad.

 

Antes de despedirme fui una vez más al baño a rociarme con loción. Era una loción orgánica, de modo que después de unos minutos ya no olía vivamente a rosas, sino a pantano fétido y apestoso, cosa que no advertí en ese momento.

Cuando entré en la habitación él estaba poniéndose de pie. Lo vi aferrarse las piernas con un brazo, girar noventa grados empujándose contra la cabecera con el otro brazo, y luego usar ambos para levantar las piernas sobre el borde de la cama hacia el piso. Cuando nos abrazamos sentí sus vértebras, sus costillas. Olía a humedad, a sudor de las medicinas.

—Volveré pronto —le dije.

Nos separamos y empecé a alejarme.

—¿Lis?

—¿Sí?

—Hueles a inodoro.

Hippies

Cuando tenía siete años mi madre y yo nos habíamos mudado ya trece veces.

Alquilábamos de manera informal; un día nos quedábamos en la habitación amoblada de un amigo y otro día en uno de esos lugares temporarios. El último sitio dejó de ser apropiado cuando alguien, sin previo aviso, decidió vender la heladera. Al día siguiente mi madre llamó a mi padre, le pidió más dinero y él accedió a aumentar el monto de la cuota alimentaria a doscientos dólares mensuales. Volvimos a mudarnos, esta vez a un departamento en la planta baja de un pequeño edificio en la parte trasera de una casa en la Avenida Channing, en Palo Alto, el primer lugar que mi madre alquiló a su nombre. El departamento era sólo para nosotras.

La casa frente a nuestro departamento era de estilo artesanal, de color marrón oscuro, con una hiedra cubierta de polvo donde alguna vez pudo haber crecido la hierba, y dos arbustos bajos, inclinados, que casi tocaban el suelo. Las telarañas se extendían entre los árboles y la hiedra, recolectando polen que resplandecía de blanco brillante bajo el sol. Desde la calle no se veía el complejo de departamentos que había detrás de la casa.

Antes habíamos vivido en pueblos cercanos —Menlo Park, Los Altos, Portola Valley—, pero Palo Alto llegaría a ser nuestro hogar. Aquí la tierra era negra, húmeda y fragante; debajo de las rocas había pequeños insectos rojos, gusanos rosados y cenicientos, ciempiés delgados, y bichos bolita de color pizarra que se contraían en sus esferas acorazadas cuando los molestaba. El aire olía a eucalipto y a tierra templada por el sol, a humedad, a hierba recién cortada. Las vías férreas dividían la ciudad; junto a ellas se encontraba la Universidad de Stanford, con su gran óvalo de hierba y su capilla rematada en oro al final de un camino bordeado de palmeras.

El día que nos mudamos, mi madre estacionó frente a la casa y llevamos nuestras cosas: utensilios de cocina, un futón, un escritorio, una mecedora, lámparas y libros.

—Por cosas así los nómades nunca terminan nada —dijo, arrastrando una caja a través de la puerta, con el pelo revuelto y las manos salpicadas de fijador blanco—: no se quedan en el mismo lugar el tiempo suficiente como para construir algo que dure.

La sala de estar tenía una puerta de vidrio corrediza que daba a un pequeño porche. Más allá del porche había una parcela de hierba seca y cardos, un arbusto bajo y una higuera —ambos largos y delgados— y una fila de bambú, del que mi madre dijo que era difícil deshacerse una vez que echaba raíces.

Cuando terminamos de descargar, ella permaneció de pie allí, con las manos en la cintura, e inspeccionamos la habitación: incluso con todas nuestras cosas, la casa seguía pareciendo vacía.

Al día siguiente, llamó a mi padre a su oficina para pedirle ayuda.

 

—Elaine vendrá con la camioneta... Iremos a lo de tu padre a buscar un sofá —me dijo unos días más tarde. Mi padre vivía cerca de Saratoga, en Monte Sereno, un suburbio a media hora de distancia. Yo nunca había ido a su casa u oído hablar del lugar donde vivía... sólo lo había visto a él un par de veces.

Me dijo que él le había ofrecido un sofá que no usaba. Pero, agregó mi madre, si no íbamos pronto a buscarlo él acabaría deshaciéndose del sofá o retiraría la oferta. ¿Y quién sabía cuándo volveríamos a tener a nuestra disposición la camioneta de Elaine?

Yo iba a la misma clase de primer grado que los mellizos de Elaine, un niño y una niña. Elaine era mayor que mi madre, tenía el cabello negro ondulado y algunos mechones sueltos que, bajo cierta luz, creaban un halo alrededor de su cabeza. Mi madre era joven, sensible y luminosa, y no tenía ni el marido, ni la casa ni la familia de Elaine. Pero me tenía a mí, y yo tenía dos tareas: en primer lugar, protegerla, de manera que ella pudiera protegerme a mí; en segundo lugar, forjarla y endurecerla para que pudiera enfrentarse al mundo, exactamente del mismo modo que lijamos una superficie para que pueda adherirse la pintura.

—¿Izquierda o derecha? —preguntaba una y otra vez Elaine. Estaba apurada, tenía una cita con el doctor. Mi madre, que es disléxica, insistía en que esa no era la razón por la que evitaba los mapas. Decía que llevaba los mapas adentro de ella; podía encontrar el camino de vuelta a cualquier lugar donde hubiera estado, aun cuando tuviera que dar algunas vueltas para orientarse. Pero a menudo nos perdíamos.

—A la izquierda —dijo—. No, a la derecha. Espera. De acuerdo, a la izquierda.

Elaine estaba un poco molesta, pero mi madre no se disculpó. Actuaba como si fuéramos iguales a las personas que nos salvan.

El sol me doraba las piernas. El aire estaba húmedo y pesado y me hacía picar la nariz con el fuerte aroma del laurel y de la tierra. Las colinas de los pueblos vecinos de Palo Alto se habían formado a través de desplazamientos subterráneos, a través de la fricción de las placas.

—Debemos estar cerca de la falla —dijo mi madre—. Si ahora mismo hubiera un terremoto, nos tragaría.

Encontramos el camino y luego la entrada arbolada, con hierba en el extremo, de la casa de mi padre. Un círculo de césped radiante con pequeños brotes que debían sentirse suaves bajo los pies. Era una casa de dos pisos, con techo a dos aguas y tejas oscuras sobre estuco blanco. Las grandes ventanas hacían centellear la luz. Era el tipo de casa que yo solía dibujar en mis cuadernos. Tocamos timbre y esperamos, pero no atendió nadie. Mi madre intentó abrir la puerta.

—Cerrada —dijo—. Maldición. Apuesto que no va a aparecer.

Dio algunas vueltas alrededor de la casa, revisando las ventanas, tratando de abrir la puerta trasera.

—¡Cerrada! —exclamó de nuevo. Yo no estaba segura de que esa fuera realmente la casa de mi padre.

Volvió a la entrada y miró hacia las ventanas, demasiado altas.

—Voy a intentar por allí —dijo. Se paró sobre un aspersor y luego sobre un tubo de desagüe, se aferró al borde del alféizar y se pegó contra la pared. Encontró donde poner las manos y los pies, miró hacia arriba y trepó.

Elaine y yo la observábamos. Me aterrorizaba la idea de que se cayera.

Se suponía que mi padre debería abrir la puerta e invitarnos a pasar.

Tal vez nos mostraría otros muebles que le sobraban y nos invitaría a volver a visitarlo.

Pero, en cambio, mi madre trepaba la casa: como una ladrona.

—Vámonos —grité—. No deberíamos estar acá.

—Espero que no haya alarma —dijo ella.

Llegó a la cornisa. Contuve la respiración, esperando que empezara a sonar una sirena, pero todo siguió tan tranquilo como antes. Quitó el pestillo de la ventana, que se abrió con un chillido, y desapareció, una pierna primero, después la otra, para salir unos segundos después por la puerta de entrada, directo a la luz del día.

—¡Estamos adentro! —exclamó. Miré a través de la puerta: la luz se reflejaba sobre los pisos de madera, en los techos altos. Espacios frescos y vacíos. Ese día, y desde entonces, asocié a mi padre con fuentes de luz proyectada a través de los ventanales, con la sombra en la profundidad de las habitaciones, y con el aroma húmedo y dulzón del moho y el incienso.

Mi madre y Elaine sujetaron el sofá, lo hicieron pasar por la puerta y lo llevaron escaleras abajo.

—No pesa mucho —dijo mi madre. Me pidió que me hiciera a un lado. Una gruesa estructura de rafia tejida sostenía el tapizado de lino. Los almohadones eran de color crema, brillantes, salpicados de flores rojas, anaranjadas y azules: durante años jugué con los bordes de los pétalos, tratando de hundir las uñas en los extremos pintados.

Elaine y ella se movieron rápido y muy seriamente, como si estuvieran enojadas; a mi madre se le soltó un rizo del cabello de la cinta que lo sujetaba. Luego de meter el sofá en la parte trasera de la camioneta, volvieron a entrar a la casa y salieron con un sillón y una otomana que hacían juego.

—Bien, vámonos —dijo mi madre.

La parte trasera de la camioneta estaba llena, así que me senté adelante, en su regazo. Estaban frenéticas. Tenían los muebles y Elaine no llegaría tarde a su cita con el doctor. Eso explicaba mi estado de alerta y preocupación: llegar a este momento y ver a mi madre alegre y contenta.

Elaine salió del camino de entrada y tomó una carretera de dos manos. Un momento después, dos autos de policía pasaron a toda velocidad junto a nosotras, en dirección contraria.

—¡Tal vez nos buscan a nosotras! —dijo Elaine.

—¡Podríamos haber terminado en la cárcel! —respondió mi madre, entre risas.

Yo no lograba entender su actitud desenfadada. Si íbamos a la cárcel, iban a separarnos. Hasta donde sabía, los niños y los adultos no compartían las mismas celdas.

Al día siguiente llamó mi padre.

—Oye, ¿tú entraste a la casa y te llevaste el sofá? —preguntó. Se reía. Dijo que tenía una de esas alarmas silenciosas. Había sonado en la estación de policía local y cuatro patrullas se precipitaron a la casa, justo después de que nos marchamos.

—Sí, fuimos nosotras —dijo ella, alardeando. Durante años me persiguió la idea de la alarma silenciosa y lo cerca que estuvimos del peligro sin saberlo.

 

 

 

Mis padres se conocieron en el bachillerato Homestead, en Cupertino, California, en la primavera de 1972, cuando él estaba en el último año y ella en tercero.

Los miércoles por la noche, junto con un grupo de amigos, mi madre animaba una película estudiantil en el patio de la escuela. Una de esas noches, mi padre se le acercó mientras ella estaba de pie, bajo las luces, esperando para mover los personajes de arcilla, y le entregó una página con una letra de Bob Dylan que él mismo había tipeado, “Sad-Eyed Lady of the Lowlands”.

—Devuélvemela cuando termines —dijo él.

Mi padre volvió todas las noches que mi madre pasó allí y colaboró sosteniendo unas velas para que ella pudiera dibujar entre tomas.

Ese verano vivieron juntos en una cabaña al final de la calle Stevens Canyon, que mi padre pagaba con la venta de lo que llamaban blueboxes, unos artilugios que fabricaba junto con su amigo Woz. Woz era un ingeniero unos años mayor que mi padre, tímido e intenso, de cabello oscuro. Se habían conocido en un club de tecnología y se hicieron amigos y colaboradores, y más tarde fundaron Apple juntos. Los blueboxes emitían unos tonos que permitían realizar llamadas telefónicas gratuitas, de manera ilegal. En la biblioteca habían descubierto un libro de la propia compañía de teléfonos en el que explicaba el sistema y la serie exacta de tonos que se necesitaban. Bastaba con sostener el dispositivo junto al tubo, dejar que emitiera una serie de tonos, y la compañía de teléfonos conectaba la llamada con el lugar del mundo que uno deseara. Los vecinos de la cabaña donde vivían mis padres tenían unas cabras muy agresivas, y cuando llegaban a la casa en auto mi padre las distraía mientras ella corría hacia la puerta de entrada, o bien iba hacia el otro lado del auto y la cargaba en brazos.

Para entonces, los padres de mi madre se habían divorciado; mi abuela sufría una enfermedad mental que la hacía comportarse cada vez con mayor crueldad. Mi madre iba y venía de una casa a la otra; mi abuelo no estaba casi nunca, ya que viajaba por trabajo. Él no aprobaba que mis padres vivieran juntos, pero no intentó impedirlo. Al padre de mi padre, Paul, le indignaba la idea, pero su madre, Clara, era una mujer amable, y fue la única que aceptó ir una noche a cenar con ellos. Le prepararon sopa Campbell, espaguetis y ensalada.

En el otoño, mi padre se marchó al Reed College, en Oregon, al que asistió durante unos seis meses antes de abandonarlo. Mis padres se separaron; en realidad, según mi madre, no llegaron a hablar del asunto, de la relación o de la separación, y ella empezó a salir con alguien. Cuando mi padre se dio cuenta de que mi madre iba a dejarlo, se disgustó tanto que, según ella, apenas podía caminar; lo hacía encorvado hacia adelante. Me sorprendió enterarme de que fue ella quien lo dejó; y más tarde me pregunté si la ruptura no habrá sido uno de los motivos por los que él se comportó de modo vengativo con ella después de mi nacimiento. Por entonces él estaba perdido, dijo mi madre; había abandonado la universidad y la extrañaba incluso cuando estaba junto a ella.

Mis padres viajaron a la India por separado. Él recorrió el país durante seis meses; y ella hizo lo mismo al año siguiente. Más tarde él me contó que había ido a India para conocer al gurú Neem Karoli Baba, pero cuando llegó el maestro ya había muerto. De todos modos dejaron que mi padre se quedara algunos días en el ashram donde vivía el gurú, en una habitación blanca en la que sólo había una cama y un volumen del libro llamado Autobiografía de un yogui.

Dos años más tarde, cuando Apple —la compañía que mi padre había fundado junto con Woz— estaba en sus comienzos, mis padres volvieron a estar juntos, y se fueron a vivir a una casa estilo rancho de color marrón oscuro en Cupertino, junto con un hombre llamado Daniel que, al igual que ellos, también trabajaba en la compañía. Mi madre estaba a cargo del área de embalaje. Hacía poco había tomado la decisión de ahorrar para irse de los suburbios y dejar a mi padre, que estaba de un humor sombrío, y conseguir un trabajo en Good Earth, en Palo Alto, un restaurante de comida saludable en la esquina de la Avenida University y la calle Emerson. Mi madre se había colocado un DIU, pero se le había salido sin que se diera cuenta —como sucede en raras ocasiones luego de colocarlo—, y descubrió que estaba embarazada.

Se lo contó a mi padre al día siguiente, en medio de la cocina. No había muebles allí, sólo una alfombra. Cuando se lo dijo, él la miró lleno de furia, apretó los dientes y se fue dando un portazo. Salió en coche; más tarde ella pensó que él debió haber ido a ver a un abogado, y que el abogado le aconsejó que no le hablara, porque después de aquel incidente no volvió a dirigirle la palabra.

Mi madre renunció a su trabajo en el departamento de embalaje de Apple, avergonzada de estar embarazada de mi padre y de trabajar en su compañía, y se fue a vivir a la casa de diferentes amigos. Recurrió a la asistencia social; no tenía auto ni ingresos. Incluso consideró la posibilidad de hacerse un aborto, pero tras tener un sueño recurrente de un soplete que le quemaba entre las piernas, decidió no hacerlo. También pensó en darme en adopción, pero habían trasladado a otro condado a la única mujer de Planificación Familiar en la que confiaba. Trabajó limpiando casas y durante un tiempo vivió en un remolque. Mientras duró el embarazo asistió a cuatro retiros de meditación silenciosa, en parte porque la comida era abundante. Mi padre siguió viviendo en Cupertino, hasta que compró la casa de Monte Sereno, donde más tarde iríamos a buscar el sofá.

 

En la primavera de 1978, cuando mis padres tenían veinticuatro años, mi madre me dio a luz en la granja de su amigo Robert, en Oregon, con ayuda de dos parteras. El trabajo previo y el parto duraron tres horas, de principio a fin. Robert tomó algunas fotografías. Mi padre llegó unos días más tarde.

—No es mi hija —les decía a todos en la granja, y sin embargo había volado hasta allí para conocerme. Yo tenía el pelo negro y la nariz grande. Robert dijo:

—Se parece mucho a ti.

Mis padres me llevaron al campo, me tendieron sobre una manta y empezaron a pasar las páginas de un libro de nombres para bebés. Él quería llamarme Claire. Cada uno propuso varios nombres, pero no lograron llegar a un acuerdo. No querían ponerme uno de esos nombres trillados, la versión corta de un nombre más largo.

—¿Qué te parece Lisa? —dijo al fin mi madre.

—Sí. Ese nombre me gusta —dijo él alegremente.

Y se marchó al día siguiente.

—¿Lisa no es la abreviatura de Elizabeth? —le pregunté a mi madre.

—No. Lo buscamos. Es un nombre distinto.

—¿Y por qué lo dejaste elegir si se comportaba como si no fuera mi padre?

—Porque sí era tu padre —dijo ella.

En mi partida de nacimiento mi madre me anotó con los dos nombres, pero sólo con su apellido: Brennan. Incluso dibujó algunas estrellas en los márgenes del papel: siluetas con el centro hueco.

Algunas semanas más tarde mi madre y yo nos fuimos a vivir con su hermana, Kathy, a un pueblo llamado Idyllwild, en el sur de California. Mi madre todavía recibía asistencia social y mi padre nunca vino a visitarnos ni colaboró con los gastos de manutención. Nos fuimos de allí luego de cinco meses, y dimos comienzo a una serie de mudanzas.

Durante el tiempo en que mi madre estuvo embarazada, mi padre comenzó a trabajar en la computadora que más tarde se conocería como Lisa. Fue la precursora de la Macintosh, la primera computadora de consumo masivo con mouse externo —del tamaño de un trozo de queso— y software incluido, además de dos disquetes rotulados LisaCalc y LisaWrite. Pero era demasiado cara para el mercado y fue un fracaso comercial; mi padre empezó siendo parte del equipo que trabajó en el desarrollo de Lisa, pero más tarde, con el equipo Mac, comenzó a trabajar en su contra, a competir con ella. El modelo Lisa fue discontinuado y las tres mil unidades que no se vendieron fueron enterradas en un basural en Logan, Utah.

 

Hasta que cumplí dos años, mi madre trabajó limpiando casas y como camarera para complementar los pagos de la asistencia social. Mi padre no nos ayudó; mi abuelo y sus hermanas, por su parte, nos ayudaban de vez en cuando, aunque no demasiado. Mi madre consiguió una niñera que me cuidaba en la guardería infantil de una iglesia, dirigida por la propia esposa del pastor. Durante unos meses, vivimos en una habitación que ella había encontrado en una cartelera de anuncios, destinada a mujeres embarazadas que evaluaban la posibilidad de dar en adopción.

—Tú llorabas; yo lloraba contigo. Era tan joven, no sabía qué hacer y tu tristeza me llenaba de pena —dijo mi madre sobre aquellos años. Me pareció un error. Una unión demasiado intensa. Y sin embargo siento que me forjó, y que a veces, incluso, me hizo sentir muy poderosa ante otras personas. La ausencia de mi padre hizo que las elecciones de mi madre parecieran más dramáticas, como proyectadas sobre un telón oscuro.

Más tarde la culpé por haberme criado de tal manera que me resultaba difícil dormir en habitaciones que no fueran sumamente silenciosas.

—Deberías haberme acostumbrado a dormir en lugares ruidosos —le dije.

—Pero es que no había nadie cerca —me respondió ella—. ¿Hubieras preferido que golpeara ollas y sartenes a tu alrededor?

Cuando cumplí un año consiguió un trabajo de camarera en el Varsity Theatre, un cine arte y restaurante de Palo Alto. Además, encontró una buena guardería, no demasiado cara, cerca del Downtown Children’s Center.

En 1980, cuando yo tenía dos años, el fiscal del distrito del condado de San Mateo, California, demandó a mi padre por el pago de los gastos de manutención infantil. El Estado le exigía a mi padre que cumpliera con los gastos de manutención y que le reembolsara los pagos ya realizados en concepto de asistencia social. La demanda, iniciada por el Estado de California, fue presentada a nombre de mi madre. La respuesta de mi padre consistió en negar su paternidad; más aún, en una declaración juró que era estéril y señaló a otro hombre como mi progenitor. Y luego de que los registros dentales y médicos del hombre señalado por mi padre fueron presentados como pruebas y no coincidieron, sus abogados sostuvieron que “entre agosto de 1977 y principios de enero de 1978, la demandante mantuvo relaciones sexuales con cierta persona, o personas, cuyos nombres el demandado desconoce, pero no así la demandante”.

Me pidieron que me hiciera pruebas de ADN, que eran nuevas por entonces, y se realizaban con sangre en vez de células bucales. Mi madre me contó que la enfermera no podía encontrarme ninguna vena y no dejaba de pincharme una y otra vez, mientras yo lloraba. Mi padre también estaba allí, puesto que el tribunal había establecido que todos debíamos llegar al hospital a la misma hora. En la sala de espera, mis padres se mostraron amables entre sí. Y más tarde se conocieron los resultados: de acuerdo con la capacidad de medición de los instrumentos de entonces, la probabilidad de que estuviéramos emparentados era la más alta: 94,4%. El tribunal le exigió a mi padre que cubriera los pagos atrasados de la asistencia social por una cifra cercana a los 6.000 dólares, además del pago de 385 dólares mensuales en concepto de manutención infantil, que él aumentó a 500 dólares, y la cobertura de mi seguro médico hasta que cumpliera dieciocho años.

Se trata del caso 239.948, archivado en microficha en el Tribunal Superior del condado de San Mateo: la demandante vs. mi padre, el demandado. La firma de él está en minúsculas, una versión menos estilizada de la que usaría más tarde. La firma de mi madre, en cambio, es apretada y temblorosa; de hecho, firmó dos veces: una sobre la línea y la otra debajo. Hay, incluso, un tercer esbozo de firma, que tachó; de haberla completado, se habría superpuesto con las demás.

El caso se cerró el 8 de diciembre de 1980, ante la insistencia de los abogados de mi padre. Mi madre, por su parte, no lograba comprender por qué un caso que había durado meses concluía ahora de manera tan abrupta. Cuatro días después del cierre del caso, Apple empezó a cotizar en la bolsa y de la noche a la mañana mi padre pasó a valer más de doscientos millones de dólares.

Pero antes de eso, justo después de que se cerró el caso, mi padre vino a visitarme una vez a la casa que teníamos en la Avenida Oak Grove, en Menlo Park, donde alquilábamos un departamento. No recuerdo la visita, pero fue la primera vez que lo vi desde mi nacimiento en Oregon.

—¿Sabes quién soy? —me preguntó. Se quitó el cabello de los ojos.

Yo tenía tres años; cómo podía saberlo.

—Soy tu padre. —“Lo dijo como si fuera Darth Vader”, me explicó mi madre más tarde, al contarme la historia—. Soy una de las personas más importantes que vas a conocer en tu vida —agregó.

 

 

 

 

En nuestra calle, las semillas del árbol de pimiento colgaban de las ramas en racimos rosados, lo suficientemente bajos como para que yo los tocara con la mano e hiciera crujir las semillas al frotarlas entre los dedos. Las hojas, que tenían forma de pez, se mecían con la brisa. Las palomas arrullaban, desafinadas, como vientos de madera. La vereda, que ondulaba alrededor de los troncos de algunos árboles, estaba agrietada y deformada.

—Las raíces —dijo mi madre—. Son lo suficientemente fuertes como para levantar el cemento.

Me acuerdo, por ejemplo, de estar en la ducha con mi madre y ver las gotitas deslizándose por la pared. Eran como animales: se movían y seguían caminos sinuosos, algunas más rápido, otras más lento, y dejaban un rastro a su paso. La ducha era oscura y estrecha, estaba revestida de azulejos y cerrada por una cortina. Cuando mi madre abría el agua caliente, gritábamos “¡Poros abiertos!”, y cuando abría la fría, “¡Poros cerrados!”. Me explicó que los poros eran pequeños orificios en la piel, que se abrían con el calor y se cerraban con el frío.

Me abrazaba bajo la ducha y yo me acurrucaba en sus brazos hasta el punto de no saber dónde terminaba su cuerpo y empezaba el mío.

 

La meta de mi madre era ser una buena madre y al mismo tiempo una artista exitosa. Así, cada vez que nos mudábamos, llevaba siempre dos libros: un álbum de fotografías de mi nacimiento, y un libro de arte que llamaba su “portfolio”. Me habría gustado que se deshiciera del primero, porque contenía escenas explícitas de nudismo; y, en cambio, me preocupaba que extraviara el segundo.

La carpeta de trabajos contenía una serie de dibujos suyos, plastificados. Que se llamara “portfolio” le daba cierta dignidad. Yo disfrutaba de pasar las páginas, del peso sobre mi mano. En un dibujo a lápiz, una mujer estaba sentada detrás de un escritorio, en una oficina llena de ventanas, mientras una ráfaga de viento le levantaba el pelo, que formaba una suerte de abanico, y desparramaba una cantidad de hojas blancas de papel a su alrededor, como un torbellino de polillas.

—Me gusta el pelo —dije—. También me gusta la falda. —No me cansaba de esa mujer; yo quería ser ella, o bien que mi madre fuera ella.

Había hecho un dibujo sentada a la mesa, usando un portaminas, goma de borrar y la base de la mano, mientras soplaba grafito y restos de goma de borrar de la página. Me fascinaba el murmullo débil del portaminas deslizándose por el papel, y la forma en que la respiración de mi madre se hacía cada vez más uniforme y lenta cuando trabajaba. Daba la impresión de contemplar su arte con curiosidad, no con sentido de propiedad, como si no fuera del todo ella la que trazaba las marcas.

Lo que me impresionaba del dibujo era el realismo. Cada detalle tenía la precisión de una fotografía. Y, al mismo tiempo, la escena era fantástica. Me gustaba la forma en que la mujer estaba sentada, con su pollera de tubo y su blusa abotonada, equilibrada y digna en medio del caos de papeles que volaban.

—Es sólo una ilustración, no es arte —replicó mi madre, con cierto desdén, cuando le pregunté por qué no hacía más dibujos de ese estilo. (Era un artículo comercial, menos imponente que sus pinturas; pero yo no sabía la diferencia entre uno y otro.) Le habían encargado ilustrar un libro llamado Taipan, y ese dibujo formaba parte de sus páginas.

No teníamos auto, de manera que yo iba siempre sentada en un asiento de plástico, en la parte trasera de su bicicleta, mientras recorríamos las veredas bajo los árboles. Cierta vez, un ciclista venía hacia nosotras en la dirección contraria; mi madre intentó apartarse, el ciclista también, pero los dos fueron hacia el mismo lado y chocamos. Salimos volando por la vereda y nos raspamos las manos y las rodillas. Luego nos recuperamos sobre el césped, en un jardín. Mi madre se sentó y sollozó, las piernas levantadas y los shorts caídos, una rodilla toda raspada y ensangrentada. El hombre le ofreció ayuda. Mi madre siguió sollozando durante un rato excesivamente largo, tan largo que pensé que debía ocurrir algo más.

Una noche, poco después del incidente, quise ir dar un paseo. Mi madre estaba deprimida y no quería salir, pero insistí y le tiré del brazo hasta que aceptó. Al final de la calle vimos un Volkswagen de tres puertas, color verde manzana, con un cartel que decía: “Dueño vende - $700”. Dio una vuelta alrededor del auto y miró a través de las ventanillas.

—¿Qué te parece, Lisa? Puede ser justo lo que necesitábamos.

Anotó el nombre del vendedor y el número de teléfono. Más tarde, mi abuelo la acompañó al departamento de préstamos de su empresa y le consiguió un crédito. Desde entonces, mi madre hablaba de la vez que la obligué a dar aquel paseo nocturno como si yo hubiera hecho una hazaña.

Mientras manejábamos, ella cantaba. Según su estado de ánimo, cantaba “Blue”, de Joni Mitchell, o “The Teddy Bear’s Picnic” o bien “Tom Dooley”. Cantaba una canción que hablaba de pedirle a Dios un automóvil y un televisor. Cuando se sentía alegre y aguerrida cantaba “Rocky Raccoon”, que tenía una parte en la que subía y bajaba por las notas, una melodía sin letra, como las que improvisan las cantantes de jazz; esa parte me hacía reír y me daba vergüenza. Estaba segura de que la había inventado —era demasiado extraña para ser una canción de verdad—, y años después quedé en shock al escuchar la versión de los Beatles en la radio.

Eran los años de Reagan, y Reagan menospreciaba tanto a las madres solteras como a las que acudían a la asistencia social; las llamaba “reinas de la asistencia social”, mujeres que recibían dádivas del gobierno para manejar Cadillacs. Más tarde mi madre se refirió a Reagan como un cretino y un sinvergüenza, y me dijo que había llegado a confundir el kétchup con una verdura.

Por esa época, vino a visitarnos mi tía Linda, la hermana menor de mi madre. Linda trabajaba en uno de esos salones llamados Supercuts, y ahorraba para comprarse un departamento. Nosotras no teníamos un centavo, y Linda manejaba durante una hora para darle veinte dólares a mi madre de modo que pudiera comprar comida y pañales; cosa que ella hacía, junto con un ramo de margaritas y un paquete de papel estampado para hacer origami. Dinero: cuando teníamos un poco, se consumía a toda velocidad, como las astillas en el fuego. O bien teníamos poco, o no teníamos suficiente. Mi madre no era buena ahorrando o haciendo dinero, pero era una enamorada de la belleza.

Linda recuerda entrar a la casa mientras mi madre estaba sentada en el futón, sollozando en el teléfono y diciendo:

—Mira, Steve, sólo necesitamos dinero. Por favor, envíanos algo de dinero.

Yo tenía tres años, era muy pequeña, pero Linda recuerda que le quité el teléfono a mi madre y dije en el auricular:

—Sólo necesita un poco de dinero, ¿de acuerdo? —Y colgué.

 

 

 

◆ ◆ ◆

 

—¿Cuánto dinero tiene? —le pregunté a mi madre un par de años más tarde.

—¿Ves esto? —Mi madre señaló un pedacito de papel blanco, del tamaño de una goma de borrar en la punta de un lápiz—. Esto es lo que tenemos nosotras. Bien, ¿ves eso? —dijo, señalando un rollo entero de papel madera—. Eso es lo que tiene él.

Esto fue después de que nos mudáramos de lago Tahoe, tras haber manejado hasta allí en el Volkswagen verde para vivir con el novio de mi madre, que había sido un alpinista de renombre hasta que una lesión en un tendón y una mala cirugía en el dedo anular derecho lo obligaron a retirarse. Había fundado una empresa que se dedicaba a fabricar equipamiento para actividades al aire libre; mi madre hacía ilustraciones para las polainas y otros artículos, y además trabajaba como camarera en una cafetería. Más tarde, luego de que se separaron, él se convirtió en un exitoso vendedor de aspiradoras y en un cristiano evangélico, e incluso entonces aparecía en algún artículo de las revistas sobre alpinismo. Un día, mientras estábamos en una tienda, mi madre señaló la portada de una revista: la fotografía de un hombre colgado de un acantilado.

—Es él —dijo ella—. Era un alpinista de primera línea.

Una partícula diminuta en la montaña... apenas si podía distinguirlo. Dudé de que se tratara del mismo hombre que me llevaba a pasear por el bosque de cedros que desembocaba en la playa, en el Parque Skylandia.

—Y este —dijo, abriendo otra revista— es tu padre.

Ese sí era un rostro que se dejaba ver. Mi padre era apuesto, tenía cabello oscuro, labios rojos y una buena sonrisa. El alpinista era alguien indefinido, mientras que mi padre era importante. Si bien el alpinista me había cuidado, ahora sentía pena por él, por su intrascendencia, y al mismo tiempo me sentía mal por compadecerlo, porque había estado a mi lado.

Llevábamos casi dos años viviendo en Tahoe cuando mi madre decidió dejar al alpinista y mudarnos de regreso al área de la bahía de San Francisco.

Fue por entonces cuando se publicó aquel artículo sobre mi padre y las computadoras en la revista Time, la “Máquina del año”. Fue en enero de 1983, yo tenía cuatro años, y allí él dio a entender que mi madre se había acostado con muchos hombres y había mentido. También se refirió a mí en estos términos: “El veintiocho por ciento de la población de Estados Unidos podría ser su padre”, basándose probablemente en una manipulación del resultado de las pruebas de ADN.

Después de leer aquel artículo, mi madre empezó a moverse en cámara lenta: se le habían aflojado los músculos de la cara. Preparaba la cena en la cocina a oscuras, salvo por una tenue lucecita que resplandecía debajo de una alacena. Y sin embargo, pocos días después recuperó el ánimo y el humor, y le mandó una fotografía mía a mi padre en la que yo estaba desnuda, sentada sobre una silla, en casa, usando unos lentes de Groucho Marx, con la gran nariz de plástico y el bigote falso.

“¡Me parece que es tu hija!”, escribió en la parte trasera de la fotografía. Por entonces él también usaba bigote y lentes, y además tenía una nariz grande.

En respuesta él envió un cheque de quinientos dólares, y con ese dinero volvimos a vivir en el área de la bahía de San Francisco, donde alquilamos una habitación durante un mes en Menlo Park, en una casa de la Avenida Avy, junto con un hippie que criaba abejas.

 

Al día siguiente de volver de Tahoe, mi padre quiso mostrarnos su nueva casa. Hacía años que no lo veía, y luego de ese encuentro pasarían años hasta volver a verlo. Más tarde, al recordar ese día, la visita a la casa extravagante y mi extraño padre me parecían irreales, como si nada de todo eso hubiera ocurrido.

Nos pasó a buscar en su Porsche.

La casa no tenía muebles, pero sí muchas habitaciones amplias. En una habitación enorme y húmeda de alguna parte, mi madre y yo vimos un órgano de iglesia montado en una zona elevada del suelo, con una carcasa de madera y una serie de pedales debajo, y luego dos cuartos enteros, con las paredes entramadas, colmados de cientos de tubos de metal, algunos tan grandes que yo podía caber adentro, otros tan pequeños como la uña de mi dedo meñique, y de todos los tamaños intermedios.

Cada tubo estaba sujetado de manera vertical por un zócalo de madera hecho para ello.

Encontré un ascensor y subí y bajé varias veces, hasta que Steve me dijo: “Bien, ya es suficiente”.

La fachada que uno veía al atravesar la entrada era la menos imponente, mientras que la de la parte trasera, que daba a un prado, era enorme, con grandes arcos blancos de los que rebosaban las buganvillas de color rosa intenso.

—La casa es una porquería —le dijo Steve a mi madre—. La construcción es pésima. Voy a derribarla. Compré la propiedad por los árboles. —Sentí una punzada de aprensión, pero ellos siguieron caminando como si nada. ¿Cómo podían importarle los árboles teniendo una casa de ese tamaño? ¿Pensaba derribarla antes de que yo pudiera volver de visita?

Mi padre pronunciaba las eses con un sonido parecido al de un fósforo apagándose en el agua. Caminaba levemente inclinado hacia adelante, como si remontara una colina, y nunca parecía enderezar del todo las rodillas. Cuando el cabello oscuro le caía sobre la cara le bastaba un movimiento de la cabeza para despejarlo de los ojos. Su rostro parecía fresco en contraste con el cabello oscuro y brillante. Estar a su lado, bajo la luz brillante, con el aroma de la tierra y los árboles, en la amplitud de la tierra, era mágico y electrizante. En un momento lo descubrí mirándome de reojo, con su mirada parda y punzante.

Señaló en dirección de tres grandes robles situados en el extremo del prado.

—Esos árboles... —le dijo a mi madre—. Por esos árboles compré este lugar.

¿Era una broma? No estaba segura.

—¿Cuántos años tienen? —preguntó mi madre.

—Doscientos años.

Con mis brazos sólo podía abarcar la sección más pequeña del tronco.

Caminamos de vuelta a la casa y luego bajamos una pequeña colina hacia una gran piscina situada en medio de un campo cubierto de pastos altos, y permanecimos de pie junto al borde, mirando cómo miles de insectos muertos cubrían la superficie del agua: arañas negras, mosquitos gigantes, una libélula con una sola ala. Apenas se podía distinguir el agua debajo de los insectos. También había una rana, panza arriba, y cientos de hojas muertas que el agua había convertido en una masa densa y oscura, del color de la tinta.

—Parece que tienes que limpiar la piscina, Steve —dijo mi madre.

—Tal vez la quite —dijo él, y esa misma noche soñé que los insectos y animales se levantaban de la piscina como dragones, aleteando violentamente hacia el cielo, y el agua se volvía de color turquesa con vetas de luz blanca.

Pocas semanas más tarde, mi padre nos compró un Honda Civic plateado para que reemplazáramos el Volkswagen verde. Fuimos a buscar el auto a su propiedad.

 

Varios meses después, mi madre necesitaba tomarse un descanso y nos fuimos de viaje a las termas de Harbin. En el camino de regreso, de noche y bajo la lluvia, mientras manejaba por una autopista que serpenteaba a lo largo de las colinas, a un par de horas de casa, se perdió. El limpiaparabrisas de su lado estaba en buen estado; el mío, deformado en el medio, dejaba una franja cuando se movía. El parabrisas estaba astillado justo frente a mi asiento, tenía la forma de un ojo diminuto, probablemente un guijarro había golpeado el vidrio y dejado una marca.

—No hay nada. Absolutamente nada —dijo mi madre. Yo no entendía a qué se refería. Y se largó a llorar. Lanzó un sollozo agudo y sostenido, como el sonido de un arco que recorre una cuerda.

A los veintiocho años, otra vez soltera, criar a una hija le resultaba mucho más difícil de lo que había imaginado. Su familia no ayudaba demasiado; su padre, Jim, que le prestaba pequeñas cantidades de dinero y poco después me compró mi primer par de zapatos, no estaba presente en el sentido verdadero de la palabra. Más adelante, su madrastra Faye me cuidó algunas veces, pero no le gustaban los bebés y el desorden. Su hermana mayor, Kathy, también era madre soltera y criaba a un bebé, al tiempo que sus dos hermanas menores empezaban a hacer sus propias vidas. Mi madre estaba profundamente avergonzada de no ser una mujer casada, y se sentía excluida de la sociedad.

Pasamos frente a las mismas colinas que habíamos atravesado de día, cuando todavía parecían tersas y benévolas como jorobas de camellos. Ahora, en cambio, describían curvas desoladas y negras bajo un cielo oscuro. Mi madre lloró aún con más fuerza, con sollozos sonoros y entrecortados. Yo permanecía estoica y en silencio. En el momento en que se aproximaba un auto en sentido contrario, aproveché para observarla cuando la franja de luz de los faros le iluminó la cara.

—Creo que nos pasamos de la salida. No tengo idea.

Llovía aún más fuerte, y puso los limpiaparabrisas a toda velocidad. Apenas se despejaba el vidrio, la lluvia anegaba los semicírculos libres.

—No quiero más esta vida —sollozó—. Quiero salirme. Estoy harta de vivir. ¡Mierda! —gritó con fuerza, un lamento. El sonido de una sirena de niebla. Me cubrí los oídos—. ¡Maldita mierda! ¡Maldita mierda! —le gritó al parabrisas. Como si estuviera furiosa con el vidrio.

Yo tenía cuatro años e iba aferrada a mi asiento con dos cinturones, mirando hacia adelante, sentada junto a ella (esto fue antes de que los niños viajaran en el asiento trasero). Me imaginaba que en los autos que pasaban y en los que iban a nuestro lado había paz, y deseaba estar allí, no con mi madre. Si tan sólo se comportara como antes, pensé, cuando era de día. Una faceta era inconciliable con la otra. Más tarde me contó que, mientras gritaba, aun sabiendo que no podía detenerse, supo que yo tenía edad suficiente como para recordarlo.

—No tengo nada —dijo—. Esta vida es una porquería. Una mierda. —Se esforzó por recuperar el aliento—. ¡No quiero vivir más! Esta vida de porquería. ¡Odio esta vida! —La garganta áspera, la voz ronca de tanto gritar—. ¡Esta vida infernal!

Al gritar pisó con fuerza el acelerador y el auto salió impulsado hacia adelante, hundiéndose en la carretera, mientras la lluvia seguía cayendo como escupitajos, como si quisiera que el motor se fundiera con su voz.

—Maldita revista Time. Maldito, maldito hijo de puta.

La expresión “hijo de puta” era aún más brusca que “mierda”, tenía una suerte de brillo al final. Retumbó en mi esternón. Mi madre lanzó un grito sin palabras, luego sacudió la cabeza de un lado al otro, sus cabellos flamearon, apretó los dientes, golpeó el tablero con la palma de la mano y yo di un salto en el asiento.

—¡Qué! —me gritó porque salté en el asiento—. ¿¡Qué!?

Me quedé dura; la encarnación de una niña inmóvil en su asiento del auto.

De pronto mi madre se salió con tanta violencia de la autopista que pensé que íbamos hacia la muerte, pero no era más que una rampa.

Estacionó, frenó bruscamente y sollozó apoyada sobre sus brazos. Le temblaba la espalda. Su tristeza me envolvía, no podía evitarla; tampoco podía hacer nada para detenerla. Unos minutos después volvió a la autopista y tomó un paso elevado hacia otra carretera. Siguió llorando, pero con menos violencia, y en un momento recuerdo haberle pedido al pequeño ojo de vidrio astillado, a la muesca en el parabrisas donde había golpeado el guijarro, como en una plegaria, que vigilara el camino por mí, y me quedé dormida.

Aun en el punto más álgido del llanto y la desesperación de mi madre, sentí que nos acompañaba una presencia serena, aunque sabía que estábamos solas en medio del infierno líquido, con el auto bamboleándose. Una presencia benévola, que quizá iba sentada en el asiento trasero, que nos cuidaba y al mismo tiempo no podía intervenir. La presencia no podía impedir nada, tampoco ayudar; sólo podía observar y advertir lo que ocurría. Más tarde llegué a preguntarme si aquella presencia no habrá sido una versión fantasmal de mí misma, que acompañaba a mi yo más joven y a mi madre.

 

A la mañana siguiente vimos al hombre que criaba abejas vestido con un traje blanco y arrugado, con guantes y un sombrero con una red cosida alrededor. Las abejas vivían en una caja de madera del pequeño jardín trasero. Desde un costado de la cocina, que era un agregado en la parte trasera del bungaló, observábamos el patio. El hombre de las abejas me llamó con un gesto, pidiéndome que me acercara a ver.

—No hay nada que temer —me dijo.

—Es alérgica a las abejas —exclamó mi madre. Una vez había pisado una abeja y se me había hinchado tanto el pie que no pude caminar durante una semana.

—Mis abejas son muy felices —dijo—. No nos van a picar. —Se quitó el sombrero mientras hablaba, de modo que pudiéramos verle la cara—. Son abejas melíferas, son agradables.

—Pero tú llevas un traje —dijo mi madre—. Ella está en pantalones cortos. No está protegida.

—Llevo traje porque tengo que manipular la caja y extraer la miel. Si no, iría vestido como ustedes. Las abejas no quieren picarnos —me dijo—. ¿Sabes lo que ocurre si te pican? Pierden la vida. —Hizo una pausa—. ¿Por qué querrían perder la vida para lastimarte si son felices y tú no les haces daño?

—¿Estás seguro? —volvió a preguntarle mi madre. No parecía un buen plan, pero después de todo, ¿qué sabíamos nosotras de abejas?

—Sí —dijo él, volviendo a colocarse el sombrero. Yo nunca había visto una colmena tan de cerca.

—De acuerdo... —dijo mi madre, no del todo convencida. Caminé hacia él y miré hacia abajo, a la masa abarrotada y aterciopelada. Las abejas formaban un tapiz pardo y resplandeciente. Algunas volaban más alto, oscilando como pequeños globos sujetados a una cuerda. Una abeja se me posó en la mejilla y empezó a caminar en círculos. No sabía que este movimiento era una especie de danza preliminar. Cuando traté de quitármela, la abeja estaba adherida a mi piel, y me picó.

Corrí hacia mi madre, que me llevó hacia la cocina. Su voz se extendió a través de las ventanas abiertas.

—¡En qué pensabas! —le gritó al hombre, al tiempo que abría un armario tras otro, tomaba el bicarbonato de sodio y lo mezclaba en un cuenco con agua hasta formar una pasta—. ¿Cómo te atreves?

Se puso en cuclillas a mi lado, extrajo el aguijón con unas pinzas y luego, con las yemas de los dedos, aplicó la pasta sobre mi mejilla, que había empezado a hincharse.

—¡Qué imbécil! —murmuró mi madre—. Vestido con traje de pies a cabeza, le dice a una niña que no corre peligro.

 

Cuando nos sobraba algo de dinero íbamos en auto hasta el mercado de Draeger, detrás de cuyos mostradores había una pared llena de hornos de rotisería en los que se asaban pollos que giraban muy lentamente. Olía a grasa dulce y a vapor. Se podían distinguir a los pollos crudos porque tenían la carne blanca, brillante, condimentada con polvo anaranjado, mientras que los cocidos eran de color marrón y estaban duros. Mi madre sacó un número.

—Medio pollo, por favor —dijo cuando nos llamaron. El hombre que nos atendió usó unas tijeras parecidas a las de esquilar con las que cortó el pollo en dos; cuando se quebraron, las costillas hicieron un crujido agradable. Metió la mitad en una bolsa blanca cubierta con papel de aluminio.

De vuelta al auto, mi madre puso el pollo sobre el freno de mano, en medio de las dos, rasgó la bolsa y comimos directamente con los dedos, mientras las ventillas se empañaban con el vapor.

Cuando terminamos de comer, envolvió los huesos en la bolsa, me limpió los dedos con una servilleta, y después me estudió la palma de la mano. En el punto donde se plegaba la mano nacían surcos a lo largo de la superficie; era como ver el lecho seco de un río desde lo alto. Me explicó que no había dos personas en el mundo que tuvieran las mismas líneas, aunque los dibujos se parecían.

Inclinó la palma de mi mano para iluminar las líneas.

—Oh... Dios —dijo, haciendo un gesto de dolor.

—¿Qué? —pregunté.

—Es sólo que... no es muy bueno. Las líneas se quiebran.

Su expresión era de desdicha. Estaba distante, callada. A lo largo de los años volvimos a repetir esta rutina muchas veces, con distintas variaciones, añadiendo detalles a medida que yo crecía y ella cometía una y otra vez los mismos errores, como si fuera algo nuevo.

—¿Y eso qué significa? —El pánico me ganó el pecho, el estómago.

—Nunca vi nada igual. La línea de la vida, la que hace una curva, esta... tiene agujeros, burbujas.

—¿Y qué tienen de malo las burbujas?

—Son traumas, quiebres —dijo—. Lo siento.

Yo sabía que no se disculpaba por lo que decían las líneas, sino por mi vida. Por el principio de una vida que yo no podía recordar. Por lo difíciles que habían sido las cosas. Mi madre podía suponer que yo no tenía idea de cómo debía ser una familia. Pero una vez, en aquellos años, mientras perseguía a un niño en el patio de juegos usando un par de zapatos que me quedaban grandes, me escuchó decirle al niño, con desprecio: “Tú ni siquiera tienes padre”.

—¿Qué significa esta línea? —le pregunté, señalando la que corría debajo del dedo meñique.

—Es la línea del corazón —dijo ella—. También complicada.

Me sentí arrastrada por algo parecido al dolor, aunque un momento antes éramos felices.

—¿Y esta?

La última, justo en la mitad de la palma, se ramificaba desde la línea de la vida. Al principio era más nítida que las demás, ¡oh, esperanza!, pero luego languidecía, se angostaba y se dividía, como una ramita.

—Espera —dijo, resplandeciendo—. ¿Esta es tu mano izquierda? —Como era disléxica, se las había confundido.

—Sí —dije.

—De acuerdo, bien. La mano izquierda revela lo que ya está escrito. Déjame ver la derecha.

Extendí la otra mano y la sostuvo con cuidado, siguiendo las líneas, moviéndola para ver mejor. La grasa de pollo que aún tenía en la mano hacía que me brillara la piel.

—Esta mano señala lo que harás con tu vida —dijo—. Este lado se ve mucho mejor.

¿Cómo podía saberlo? Me pregunté si habría aprendido a leer la palma de la mano en India.

En India las personas no usaban la mano izquierda en público, me explicó. En situaciones sociales sólo utilizaban la mano derecha. La razón era que no usaban papel higiénico para limpiarse, sino la mano izquierda, que luego se lavaban. Cosa que me horrorizó.

—Si alguna vez voy a la India —dije, desde entonces, cada vez que se hablaba del lugar—, me aseguraré de llevar mi propio rollo de papel.

Me contó una historia sobre la India, sobre una fiesta en Allahabad, llamada Kumbha Mela, que se celebraba cada doce años, y que esa vez había tenido lugar en la confluencia de los ríos Ganges y Yamuna. Había una gran multitud. A lo lejos, un hombre santo, sentado sobre un parapeto, bendecía naranjas y las lanzaba a la multitud.

—El hombre estaba tan lejos que parecía medir dos centímetros —dijo.

Ninguna naranja caía cerca, dijo, pero en un momento vio que una venía directo hacia ella y, ¡bam!, le dio justo en el pecho, en el corazón, y la dejó sin aliento.

La naranja rebotó y un grupo de hombres se abalanzó tras ella, así que no logró conservarla. Y sin embargo entendí que el hecho de que la naranja bendecida, lanzada desde tan lejos, hubiera dado en su corazón, había tenido un significado especial para ella, para nosotras.

—¿Sabes? —dijo—, cuando naciste saliste disparada como un cohete. —Me lo había dicho muchas veces antes, pero dejé que lo repitiera, como si me hubiera olvidado—. Había ido a unas clases de preparto y en todas me decían que tenía que empujar, pero cuando llegó el momento saliste tan rápido que no pude detenerte.

Me encantaba escuchar la historia de cómo yo, a diferencia de otros bebés, no había necesitado que mi madre me obligara a respirar, y que esto la había salvado de algo, además de significar algo sobre mí.

Todo esto: la palma de la mano, la naranja, mi nacimiento, significaba que iba a estar bien cuando fuera mayor.

—Cuando sea adulta tú serás una anciana —dije. Me imaginé avanzando en la línea de la vida: envejecer implicaría haberme desplazado en el trayecto.

Fuimos caminando hasta Peet’s Coffee, justo a la vuelta de la esquina, donde el empleado le regaló un café, y nos sentamos en un banco afuera, bajo la cálida luz del sol. Habían podado los plátanos de alrededor de la plaza frente al café casi hasta el tallo: parecían piedras de payana, las ramas cortas con los extremos hinchados como bulbos. En el aire se respiraba el aroma de los árboles salvajes.

—¿Así de vieja? —dijo ella, fingiendo que caminaba como una anciana con bastón, encorvada y sin dientes. Luego se enderezó—. Pero, cariño, tengo sólo veinticuatro años más que tú. Seguiré siendo joven cuando tú crezcas.