Mírame a los ojos - John Elder Robison - E-Book

Mírame a los ojos E-Book

John Elder Robison

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Beschreibung

Desde que tenía tres o cuatro años, John Elder Robison es consciente de que es diferente de los demás. Era incapaz de establecer contacto visual con otros niños y, cuando era adolescente, sus extrañas costumbres —una fuerte inclinación hacia los dispositivos electrónicos, desmontar radios o cavar profundos hoyos— le habían otorgado el sello de «socialmente desviado». Sus padres no solo no lograron entender sus problemas de socialización, sino que fueron prácticamente tan disfuncionales como él. Pero, alentado por algunos maestros a arreglar sus equipos audiovisuales averiados, el pequeño Robison descubrió un mundo más familiar y cómodo de máquinas y circuitos, luz suave y perfección mecánica. Esto recondujo más tarde su vida laboral hacia sectores donde la conducta extraña se considera normal, desarrollando las guitarras eléctricas de KISS o juguetes computerizados para la compañía de Milton Bradley. No fue hasta los cuarenta años que le diagnosticaron una forma de autismo llamada síndrome de Asperger. Entender lo que le ocurría transformó la forma en que se veía a sí mismo y al mundo. Mírame a los ojos es la historia de cómo creció con el síndrome de Asperger en un momento en que el diagnóstico simplemente no existía, con el objetivo de ayudar a quienes están hoy luchando para vivir con Asperger y mostrarles que no es una enfermedad, sino una forma de ser, que no necesita más cura que la comprensión y el aliento de los demás.

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Nota del autor

Bienvenidos a Mírame a los ojos y a mi mundo Asperger.

En este libro he hecho todo lo posible por expresar mis ideas y sentimientos con la mayor precisión. He intentado hacer lo mismo con la gente, los lugares y los acontecimientos, aunque eso a veces resulta más difícil. Al escribir sobre cuando era pequeño, es evidente que no tengo forma de recordar los términos exactos de las conversaciones. Pero sí que tengo toda una vida de experiencia sobre cómo hablaban y actuaban mis padres, cómo hablaba yo y cómo he ido interactuando con la gente a lo largo de los años. Con ese bagaje, he reconstruido escenas y conversaciones que describen con precisión cómo pensaba, cómo me sentía y cómo me comportaba en momentos clave.

En el tiempo que ha pasado desde que este libro vio la luz, he hablado con cientos de personas. Cuando refiero los vívidos recuerdos que tengo de mi infancia, la gente neurotípica (sin Asperger) tiende a reaccionar con sorpresa o incluso escepticismo ante los detalles que retengo. Otra gente con Asperger, sin embargo, suele relatar recuerdos personales con un nivel de detalle similar. Me he dado cuenta de que tener una memoria excepcionalmente detallada es un rasgo frecuente de las personas con Asperger.

Aun así, la memoria es imperfecta, incluso para los Asperger, y es probable que en algunos pasajes haya confundido personas o momentos. Sin embargo, el tiempo no es un factor decisivo en los elementos de esta historia. Casi siempre he usado los nombres reales de la gente, pero en los casos en los que prefiero no incomodar a alguien o soy incapaz de recordar un nombre he usado un seudónimo. En el caso de los personajes que aparecían en Running with Scissors,[1] el primer libro de memorias de mi hermano, Augusten Burroughs, he usado los mismos seudónimos que él.

Espero que a todas las personas que aparecen en mi libro les parezca bien el tratamiento que les he dado. Hay algunas a las que tal vez no, y espero que piensen al menos que he sido justo. He reflexionado mucho sobre los retratos que he ido haciendo de todo el mundo y he intentado tratar las escenas más duras con sensibilidad y compasión.

Por encima de todo, espero que este libro demuestre de una vez por todas que, por muy robóticos que podamos parecer, los Asperger sí que tenemos emociones profundas.

[1]En este libro se basa una película homónima (Recortes de mi vida en su versión castellana), estrenada en 2006 y dirigida por Ryan Murphy. (Todas las notas de la presente edición corresponden a la traductora).

Prefacio

Augusten Burroughs

A mi hermano mayor y a mí nos criaron, en esencia, dos juegos de padres distintos. Su madre y su padre formaban una pareja de jóvenes optimistas, en la veintena, recién llegados al matrimonio y que empezaban a construir una vida juntos. Él era un joven profesor; ella, un ama de casa con dotes artísticas. Mi hermano los llamaba «papá» y «mamá».

Yo nací ocho años después. Fui un accidente que se produjo en el naufragio de su matrimonio. Cuando nací, la enfermedad mental de nuestra madre estaba ya enraizada y nuestro padre era un alcohólico peligroso y sin remedio. Los padres de mi hermano miraban su futuro común con esperanza y emoción. Los míos se despreciaban mutuamente y la vida que compartían era horrible.

Pero mi hermano y yo nos teníamos el uno al otro.

Fue él quien dio forma a mis primeros años de vida. Primero me enseñó a andar. Luego, armado con palos y serpientes muertas, se dedicó a perseguirme y yo aprendí a correr.

Lo quería y lo odiaba a partes iguales.

Cuando yo tenía ocho años, me abandonó. Tenía dieciséis años y era un genio precoz, indisciplinado y sin guía, suelto por el mundo. Nuestros padres no intentaron impedir que se fuera. Sabían que no podían darle lo que fuera que necesitara. Pero yo me quedé destrozado.

Pasaba semanas fuera de casa y luego, de pronto, aparecía. Y no volvía solo con la ropa sucia: volvía con historias sobre su vida allá en el mundo exterior. Historias tan sorprendentes y extravagantes que no tenían más remedio que ser ciertas. Además, traía las cicatrices, la nariz rota y la cartera repleta para demostrarlo todo.

Cuando regresaba de una de sus aventuras, la tensión que había en casa se evaporaba. De pronto, todo el mundo estaba riéndose. «¿Y qué pasó después?», necesitábamos saber. Nos entretenía durante varios días con los relatos de su fantástica vida y yo no soportaba nunca verlo marchar, dejar que se escabullera otra vez al mundo.

Era un contador de historias nato, dotado de gran talento. Pero cuando creció, se hizo hombre de negocios, no escritor. Y a mí aquello siempre me pareció, en cierto sentido, un error. Tenía éxito, pero ninguno de sus empleados ni clientes sabía, ni creería incluso, las historias que había en su interior.

En mis memorias, Running with Scissors, dedico solo una parte a mi hermano mayor porque lo vi aún con menos frecuencia durante los años en que se desarrollan esos acontecimientos. En el capítulo titulado «He Was Raised Without a Proper Diagnosis»,[2] describo aspectos de su fascinante comportamiento como un joven al que luego diagnosticarían síndrome de Asperger, una forma moderada de autismo. Para mi gran sorpresa, cuando me embarqué en la primera gira de mi libro, aparecía gente con Asperger que se me presentaba. Running with Scissors contiene (entre muchas indignidades) una madre loca, un psiquiatra que se viste de Papá Noel, observaciones de la taza del váter, una mujer a la que tomé por lobo y un árbol de Navidad que no quería marcharse. Sin embargo, no fallaba; en todos los actos, alguien se me acercaba y me decía: «Tengo síndrome de Asperger, como tu hermano. Gracias por escribir sobre el tema». A veces, los padres hacían preguntas sobre sus hijos con Asperger. Me sentía tentado de ofrecer asesoramiento médico mientras me prestaban atención, pero siempre me resistía.

«¿Es que no hay libros adecuados para esta gente?», me preguntaba. Me sorprendió descubrir que por ahí fuera no había gran cosa sobre el tema. Unas pocas obras académicas y algunos textos más sencillos, aunque igualmente clínicos, que lograban que la gente pensara que lo mejor que podía hacer por sus hijos con Asperger era comprarles un superordenador y no preocuparse de enseñarles buenos modales en la mesa. Pero no había nada que pudiera acercarse siquiera a describir a mi hermano.

Volví a escribir sobre él en un artículo de mi recopilación Magical Thinking. Y se acercó más gente. Empecé a darle vueltas a la idea de escribir un libro sobre él. Sería fascinante, a él le encantaría el proceso y lo único que yo tendría que hacer, en realidad, sería ponerlo a hablar y dedicarme yo a teclear muy muy rápido. Podría mantener el reconfortante título del artículo («Ass Burger»)[3] y añadir el subtítulo «La historia de mi hermano». Aunque disfruté diseñando mentalmente la cubierta, no iba a disponer próximamente de tiempo para escribir el libro que contenía.

En 2005, nuestro padre sufrió una enfermedad terminal y mi hermano reaccionó con consternación, confusión y una humanidad absoluta. Por primera vez en mi vida, lo vi llorar abiertamente, sentado junto a la cama del hospital de nuestro padre, y acariciarle la cabeza.

Visto desde fuera, parecía un momento conmovedor entre padre e hijo. Pero yo jamás había visto comportarse así a mi hermano. La gente con Asperger no capta ni muestra sentimientos; desde luego, no hasta ese extremo. Nunca había visto una demostración tan arrebatada de emoción pura.

Tenía un conflicto interno. Por un lado, era un avance. Por otro, sería un eufemismo decir que en nuestra familia hay antecedentes de enfermedad mental, por lo que me preocupaba que aquello fuera no tanto un avance como un retroceso.

Tras la muerte de nuestro padre, mi hermano, por lo general animado, siempre alerta y activo, se quedó agotado y triste. Empezó a preocuparse por su salud y a considerar, tal vez por primera vez, su propia mortalidad.

Como no sabía qué otra cosa hacer, le envié un correo electrónico sobre la muerte de nuestro padre con la instrucción: «Escribe sobre el tema». Me respondió con una pregunta: «¿Qué se supone que voy a escribir?». Le expliqué que hacerlo podría aliviar parte de los sentimientos de tristeza con los que estaba lidiando y le di la regla más antigua de la escritura: mostrar, no contar.

Pocos días después, me envió un texto sobre nuestro padre, sobre cuando iba a visitarlo al hospital mientras estaba allí en la cama, muriéndose, y los recuerdos (la mayoría, oscuros) que le venían del pasado. Era de una honestidad apabullante y una escritura innegablemente hermosa.

«Yo ya sabía que él tenía una historia que contar —pensé—, pero ¿de dónde demonios ha salido esto?».

El texto se publicó en mi página web y enseguida se convirtió en el artículo más leído. Empezaron a llegarme tantos correos sobre mi hermano como sobre mí, lo que me resultó gratificante aunque también humillante. ¿Vas a publicar más textos suyos? ¿Ha escrito algo más? ¿Cómo está tu hermano ahora?

Así que, en marzo de 2006, le dije: «Tendrías que escribir tus memorias. Sobre el Asperger, sobre crecer sin saber lo que tenías. Unas memorias en las que cuentes todas tus historias. Cuéntalo todo».

Al cabo de cinco minutos, me mandó por correo electrónico un capítulo de muestra. El asunto del mensaje era: «¿Algo así?».

Sí. Algo así.

Una vez más, mi excepcional hermano había encontrado una forma de canalizar su imparable energía y talento de Asperger. Cuando decidió investigar nuestra historia familiar y crear un árbol genealógico, le salió un documento de más de dos mil páginas. De esta forma, cuando la idea de escribir sus memorias tomó cuerpo en su cabeza, se sumergió en ella con una intensidad que enviaría a la mayoría de la gente de cabeza a un hospital psiquiátrico.

En muy poco tiempo había terminado el manuscrito. No hace falta decir que no quepo en mí de orgullo por el resultado. Es magnífico, por supuesto; lo escribió mi hermano mayor. Pero, incluso aunque no las hubiera escrito este «hombre de las cavernas», grandullón, torpe, malhablado y sin afeitar, estas memorias no podrían ser más tiernas, divertidas, tristes, verídicas y sentidas: totalmente frescas, sin influencias y originales.

Mi hermano, tras treinta años de silencio, vuelve a contar historias.

[2]«Lo criaron sin un diagnóstico adecuado».

[3]Literalmente, «hamburguesa de culo». En inglés hay una notable homofonía entre ass burger y Asperger, lo que explica la confusión de Burroughs cuando su hermano le contó por teléfono que le acababan de diagnosticar el síndrome, por entonces aún bastante poco conocido.

Prólogo

«¡Mírame a los ojos, jovencito!».

No sabría decir cuántas veces he oído esa frase tan común, tan estridente y tan quejumbrosa. Empezó por la época en la que iba a primer curso. Se la oía a padres, familiares, maestros, directores y gente de todo tipo. La oía tan a menudo que empecé a esperar oírla.

A veces venía enfatizada con un golpe de regla o de un rotulador con punta de goma, de esos que los maestros usaban por aquel entonces. Los maestros decían: «¡Mírame cuando te hablo!». Yo me avergonzaba y seguía mirando al suelo, lo que no hacía sino enfurecerlos más. Levantaba la vista a sus rostros hostiles y me sentía más avergonzado, incómodo e incapaz de pronunciar palabra, y apartaba rápidamente la mirada.

Mi padre me decía:

—¡Mírame! ¿Qué estás ocultando?

—Nada.

Si mi padre había estado bebiendo, podía interpretar ese «Nada» como una respuesta de enteradillo y venir a por mí. En mi época de la escuela elemental, mi padre compraba vino de la marca Gallo por garrafas de tres litros y medio y todas las noches, antes de que me fuera a dormir, ya le había dado un buen tiento a una garrafa. Y luego seguía bebiendo hasta bien avanzada la noche.

Me decía: «Mírame», y yo me quedaba mirando la composición abstracta de botellas de vino vacías apiladas tras la silla y bajo la mesa. Miraba a cualquier parte, menos a él. Cuando era pequeño, huía y me escondía de mi padre y, en ocasiones, él me perseguía blandiendo el cinturón. A veces, mi madre me salvaba; a veces, no. Cuando me hice mayor y más fuerte y amasé una formidable colección de navajas (con unos doce años), se dio cuenta de que su hijo empezaba a ser peligroso y se marchaba antes de que su «Mírame a los ojos» acabara mal.

Todos pensaban que entendían mi forma de actuar. Creían que era algo muy simple: yo no era bueno y punto.

«Nadie se fía de un hombre que no mira a los ojos».

«Pareces un delincuente».

«Andas metido en algo, ¡lo sé!».

La mayoría de las veces no andaba metido en nada. No sabía por qué se inquietaban tanto. Ni siquiera entendía qué significaba mirar a alguien a los ojos. Y, sin embargo, me daba vergüenza, porque la gente esperaba que lo hiciera y yo lo sabía, pero no lo hacía. Así que… ¿qué pasaba conmigo?

«Sociópata» y «psicópata» eran dos de los diagnósticos diferenciales más habituales para mi mirada y expresión. Lo oía todo el tiempo: «He leído sobre la gente como tú. No tienen expresión porque no tienen sentimientos. Algunos de los peores asesinos de la historia eran sociópatas».

Llegué a creer lo que la gente decía sobre mí, porque muchos decían lo mismo, y me dolió darme cuenta de que tenía una tara. Me volví más tímido, más retraído. Empecé a leer sobre trastornos de la personalidad y a preguntarme si algún día me «estropearía». ¿Me convertiría en un asesino al hacerme mayor? Había leído que los asesinos eran esquivos y que no miraban a la gente a los ojos.

Reflexionaba sobre el tema sin cesar. Yo no atacaba a la gente. No provocaba incendios. No torturaba animales. No sentía deseos de matar a nadie. Aún. Aunque a lo mejor aquello aparecería más tarde. Pasé mucho tiempo preguntándome si acabaría en la cárcel. Leí sobre las cárceles y decidí que las federales eran las mejores. Si alguna vez me encarcelaban, esperaba una prisión federal de seguridad media, no una prisión estatal sin ley como la de Attica.

Ya estaba bien entrado en la adolescencia cuando comprendí que no era un asesino ni nada peor. Para entonces, sabía que no estaba siendo esquivo ni furtivo cuando no podía cruzar la mirada con alguien y había empezado a preguntarme por qué tantos adultos identificaban ese comportamiento con un carácter esquivo o furtivo. Además, a aquellas alturas había conocido ya a gente esquiva y ruin que sí que me miraba a los ojos, lo que me hizo pensar que la gente que se quejaba de mí estaba siendo hipócrita.

Hasta la fecha, considero que, mientras estoy hablando, la información visual me distrae. Cuando era más joven, si veía algo interesante, podía empezar a mirarlo y dejar de hablar totalmente. Ya de adulto, no suelo quedarme parado por completo, pero sí que puedo hacer una pausa si algo atrae mi atención. De ahí que, por lo general, mire hacia algún punto neutro (al suelo o hacia la lejanía) cuando estoy hablando con alguien. Como hablar mientras se observan cosas siempre me ha resultado difícil, aprender a conducir y hablar al mismo tiempo fue todo un reto, pero al final lo logré.

Y ahora sé que no mirar a la gente mientras hablo es algo totalmente natural en mí. A quienes tenemos Asperger no nos resulta cómodo y punto. De hecho, en realidad no entiendo por qué se considera normal mirar a alguien a los globos oculares.

Fue un gran alivio entender al fin por qué no miro a la gente a los ojos. Si lo hubiera sabido cuando era más joven, me habría ahorrado mucho sufrimiento.

Hace sesenta años, el pediatra austriaco Hans Asperger escribió sobre niños que eran inteligentes, con un vocabulario por encima de la media, pero que mostraban varios comportamientos que compartían con las personas autistas, como unas notables deficiencias en sus habilidades sociales y comunicativas. Este trastorno recibió el nombre de síndrome de Asperger en 1981. En 1994, se incorporó al Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales que utilizan los profesionales de la salud mental.

El Asperger siempre ha estado entre nosotros, pero no ha salido a la luz pública hasta hace muy poco. Cuando yo era niño, los profesionales de la salud mental diagnosticaban erróneamente la mayoría de casos de síndrome de Asperger como depresión, esquizofrenia u otros trastornos diversos.

En el síndrome de Asperger, no todo es malo. Puede conceder extraños dones. Algunas personas con Asperger tienen una extraordinaria comprensión natural de los problemas más complejos. Un niño con Asperger puede convertirse en un ingeniero o científico brillante. Algunos tienen una entonación perfecta y unas habilidades musicales sobrenaturales. Muchos tienen una capacidad verbal tan excepcional que alguna gente se refiere a este trastorno como «síndrome del pequeño profesor», pero no hay que dejarse engañar: la mayoría de niños con Asperger no acaban siendo profesores universitarios. Hacerse mayor puede ser duro.

El síndrome de Asperger se da a lo largo de todo un continuo: algunas personas acusan los síntomas hasta tal punto que su capacidad para funcionar por sí solas en sociedad se ve gravemente perjudicada; otras, como yo, tienen una versión lo bastante moderada para labrarse su propio camino, en cierto modo. Algunos Asperger han conseguido encontrar un trabajo que haga destacar sus excepcionales habilidades.

Y resulta que el síndrome de Asperger está siendo sorprendentemente habitual: un informe publicado en febrero de 2007 por los Centros federales de Control y Prevención de Enfermedades indica que 1 de cada 150 personas tiene Asperger o algún otro trastorno del espectro autista. Esto equivale a casi dos millones de personas solo en los Estados Unidos.

El Asperger es algo con lo que se nace, no que se adquiera a lo largo de la vida. En mi caso, fue evidente a una edad muy temprana, pero, por desgracia, nadie sabía qué buscar. Lo único que sabían mis padres es que yo era distinto de los demás niños. Incluso de muy pequeño, alguien observador se habría dado cuenta de que yo no estaba del todo bien. Caminaba de forma mecánica, como un robot. Me movía con torpeza. Mis expresiones faciales eran rígidas y apenas sonreía. A veces ni respondía a los demás. Me comportaba como si ni siquiera estuvieran allí. Me pasaba casi todo el tiempo solo, en mi pequeño mundo, apartado de los niños de mi edad. Podía permanecer totalmente ajeno a lo que me rodeaba, absorto por completo en un montón de piezas de un juego de construcciones. Cuando interactuaba con otros niños, esas interacciones eran, por lo general, extrañas. Rara vez me cruzaba la mirada con alguien.

Además, nunca me quedaba quieto cuando estaba sentado; me meneaba, me balanceaba y daba botes. Pero, a pesar de tanto movimiento, nunca podía parar una pelota o hacer nada relacionado con el deporte. Mi abuelo fue una estrella del atletismo en la universidad, subcampeón del equipo olímpico de los Estados Unidos. ¡Yo no!

De haber sido niño hoy, es posible que una persona observadora sumara todas estas cosas y recomendara que me viera un especialista, lo que me habría ahorrado las peores experiencias que describo en este libro. Como dijo mi hermano, a mí me criaron sin diagnóstico.

Fue una forma solitaria y dolorosa de crecer.

El Asperger no es una enfermedad, sino una forma de ser. No tiene cura ni hace falta que la haya. Sí que existe, no obstante, una necesidad de información y adaptación para los niños con Asperger y sus familias y amigos. Espero que los lectores, sobre todo quienes están luchando por crecer o vivir con el síndrome de Asperger, vean que mis cambios de rumbo y mis atípicas elecciones me han llevado a una vida bastante buena y que aprendan de mi historia.

Me ha llevado mucho tiempo alcanzar este punto, darme cuenta de quién soy. La época en que me escondía en un rincón o me arrastraba para esconderme bajo una piedra ha llegado a su fin. Estoy orgulloso de ser Asperger.

01

Un pequeño inadaptado

A mí me resultaba inconcebible que pudiera haber más de una forma de jugar con la tierra, pero sí que la había. Doug no se enteraba, y por eso le pegué. ¡Zumba! En las dos orejas, como había visto hacer a Los tres chiflados. Ser un niño de tres años no era excusa para tener unos hábitos de juego desordenados.

Por ejemplo, yo usaba una cuchara de cocina de mi madre para cavar una zanja. Luego disponía con cuidado una fila de bloques azules. Nunca mezclaba la comida y nunca mezclaba los bloques. Los bloques azules iban con los bloques azules y los bloques rojos iban con los bloques rojos. Pero Doug se agachaba y ponía un bloque rojo encima de los bloques azules.

¿Acaso no se daba cuenta de que lo estaba haciendo mal?

Después de pegarle, volví a sentarme y seguí jugando. Como había que jugar.

A veces, cuando me desesperaba con Doug, mi madre se nos acercaba y me gritaba. No creo que viera nunca los desastres que hacía Doug. Solo me veía a mí pegándole. Normalmente podía no hacerle caso, pero si mi padre andaba también por allí, se cabreaba mucho, me zarandeaba y yo me echaba a llorar.

La mayor parte del tiempo, Doug me caía bien. Era mi primer amigo. Pero algunas de las cosas que hacía eran demasiado para mí y no podía entenderlas. Yo aparcaba mi camioncito junto a un leño y él lo llenaba de tierra de una patada. Nuestras madres nos daban bloques y él apilaba los suyos en una torre chapucera y se echaba a reír. A mí aquello me sacaba de quicio.

Nuestras tardes de juegos llegaron a un repentino final la primavera siguiente. El padre de Doug se graduó en Medicina y se mudaron lejos, muy lejos, a una reserva india de Billings, en Montana. Yo no acababa de entender que fuera capaz de marcharse, a pesar de mis deseos en sentido contrario. Incluso aunque no supiera jugar bien, era mi único compañero de juegos habitual. Me quedé muy triste.

Le preguntaba a mi madre por él cada vez que íbamos al parque, donde, a partir de entonces, jugaba solo. «Estoy segura de que te mandará una postal», decía mi madre, pero ponía una cara rara y yo no sabía cómo interpretarla. Aquello me perturbaba.

Por supuesto, oía a las madres hablar en susurros, pero nunca entendí a qué se referían.

«… se ahogó en una acequia…».

«… solo había quince centímetros de agua…».

«… debió de caerse boca abajo…».

«… su madre no lo veía, así que salió y se lo encontró allí…».

«¿Qué será una acequia?», me preguntaba yo. Lo único que conseguí averiguar era que no estaban hablando de mí. Ni me enteré de que Doug había muerto hasta varios años después.

Al volver la vista atrás, tal vez mi amistad con Doug no fuera el mejor presagio. Pero, al menos, dejé de pegarles a los demás niños. En cierta forma, comprendí que pegar no fomenta una amistad duradera.

Aquel otoño, mi madre me apuntó a la guardería Mulberry Tree de Filadelfia. Era un edificio pequeño con dibujos de niños en las paredes y un patio polvoriento delimitado por una cerca de alambre. Fue el primer sitio al que me arrojaron junto con niños que no conocía. No salió bien.

Al principio, estaba entusiasmado. En cuanto vi a los otros niños, quise conocerles. Quise caerles bien. Pero no fue así. No me cabía en la cabeza por qué. ¿Qué tenía yo de malo? En concreto, quise hacerme amigo de una niñita llamada Chuckie. Parecían gustarle los camiones y los trenes, como a mí. Sabía que teníamos mucho en común.

En el recreo, me acerqué a Chuckie y le di unas palmaditas en la cabeza. Mi madre me había enseñado a darle palmaditas en la cabeza a mi caniche, para que nos hiciéramos amigos. Y mi madre también me acariciaba a veces, sobre todo cuando no podía dormir. Así que, según tenía yo entendido, las caricias funcionaban. Todos los perros a los que mi madre me había dicho que acariciara habían meneado el rabo. Les gustaba. Me imaginé que a Chuckie también le gustaría.

¡Plas! ¡Me dio una torta!

Me asusté y salí corriendo. «No ha funcionado —me dije—. A lo mejor tengo que acariciarla un poco más para que seamos amigos. Puedo acariciarla con un palo para que no me pegue». Pero la maestra intervino.

—John, deja en paz a Chuckie. No se pega a la gente con un palo.

—No estaba pegándole. Estaba intentando acariciarla.

—Las personas no son perros. No se las acaricia. Y no se usan palos.

Chuckie se me quedó mirando con cautela. Se mantuvo apartada el resto del día. Pero yo no me rendí. «A lo mejor le caigo bien, pero no lo sabe», pensé. Mi madre me decía a menudo que me acabarían gustando cosas que yo creía que no, y a veces tenía razón.

Al día siguiente, vi a Chuckie jugando en el cajón de arena grande con un camión de madera. Yo sabía mucho de camiones. Y sabía que ella no estaba jugando bien con el camión, por lo que decidí enseñarle. «Así me admirará y seremos amigos», pensé. Me acerqué a ella, le quité el camión y me senté.

—¡Señorita Laird! ¡John me ha quitado el camión!

¡Qué rapidez!

—¡No es verdad! ¡Le estaba enseñando a jugar con él! ¡Lo estaba haciendo mal!

Pero la señorita Laird creyó a Chuckie, no a mí. Me apartó de allí y me dio un camión para mí solo. Chuckie no se acercó. Pero mañana sería otro día. Mañana conseguiría hacer amigos.

Al día siguiente, tenía un nuevo plan. Iba a hablar con Chuckie. Iba a contarle cosas sobre los dinosaurios. Yo sabía un montón sobre los dinosaurios porque mi padre me llevó al museo y me lo enseñó. A veces tenía pesadillas con ellos, pero, en general, los dinosaurios eran la cosa más interesante que conocía.

Me acerqué a Chuckie y me senté.

—Me gustan los dinosaurios. Mi favorito es el brontosaurio. Es muy muy grande.

Chuckie no respondió.

—Es muy muy grande, pero solo come plantas. Come hierba y árboles.

»Tiene el cuello largo y la cola larga.

Silencio.

—Es tan grande como un autobús.

»Pero el alosaurio se lo puede comer.

Chuckie seguía sin decir nada. Miraba el suelo con atención, donde estaba dibujando en la arena.

—Fui a ver a los dinosaurios al museo con mi padre.

»También había dinosaurios pequeños.

»Me encantan los dinosaurios. ¡Son muy limpios!

Chuckie se levantó y entró. ¡No me había hecho ni caso!

Miré al suelo, adonde ella había tenido la mirada fija. ¿Qué estaba mirando que era tan interesante? Allí no había nada.

Todos mis intentos de hacerme amigo de alguien habían fracasado. Yo mismo era un fracaso. Empecé a sollozar. Solo en la esquina del patio, lloré y golpeé el camión de juguete en el suelo una y otra y otra vez, hasta que las manos me dolieron demasiado para seguir.

Al final del recreo, seguía allí, sentado solo. Con la mirada fija en la tierra. Demasiado humillado para enfrentarme al resto de los niños. ¿Por qué no les caigo bien? ¿Qué les pasa conmigo? Ahí es donde la señorita Laird me encontró.

—Es la hora de volver dentro.

Me cogió de la mano y me arrastró dentro. Yo solo quería hacerme una bolita y desaparecer.

Hace poco, un amigo mío leyó el pasaje anterior y me dijo:

—Bueno, John, todavía eres así.

Tiene razón. Es verdad. La única diferencia de verdad es que ya sé qué espera la gente en situaciones sociales habituales. De esa forma, puedo comportarme con normalidad y hay menos posibilidades de que ofenda a alguien. Pero la diferencia sigue estando y siempre será así.

La gente con Asperger o autismo suele carecer de los sentimientos de empatía que guían de forma natural a la mayoría en sus interacciones con los demás. Por eso a mí no se me ocurrió nunca que Chuckie no pudiera responder a mis caricias igual que lo haría un perro. Yo no tenía muy clara la diferencia entre una persona pequeña y un perro de tamaño medio. Y nunca se me ocurrió que pudiera haber más de una forma de jugar con un camión de juguete, por lo que no era capaz de entender por qué se negaba a que le enseñara.

Lo peor de todo era que mis maestros y casi todo el mundo consideraban que mi comportamiento era malo, cuando en realidad estaba intentando ser bueno. Mis buenas intenciones hicieron que el rechazo de Chuckie fuera aún más doloroso. Yo había visto a mis padres hablar con otros adultos y pensaba que podría hablar con Chuckie. Pero había pasado por alto un factor clave: para que una conversación funcione, debe haber un toma y daca de las dos personas. Al ser Asperger, eso se me había escapado del todo.

Jamás volví a interactuar con Chuckie.

Dejé de intentarlo con los demás niños. Cuanto más me rechazaban, más sufría y más me retiraba.

Me fue mejor tratando con adultos. Mis respuestas inconexas no llevaban la conversación a un final abrupto. Y yo tendía a escucharlos más que a los niños porque daba por sentado que sabían más. Los adultos hacían cosas de adultos. No jugaban con juguetes, así que no tenía que enseñarles. Si intentaba acariciar a un adulto con un palo, me lo quitaba. No me humillaba gritando y corriendo en busca de la maestra. Los adultos me explicaban cosas, así que aprendía de ellos. A los niños eso no se les daba tan bien.

Me pasaba casi todo el tiempo jugando a solas con mis juguetes. Los que más me gustaban eran los complejos, sobre todo los bloques y los Lincoln Logs.[4] Aún recuerdo el sabor de las piezas. Cuando no estaba mordiéndolas, construía fuertes, casas y vallas. Ya un poco mayor, me regalaron un Erector Set.[5] Estaba orgullosísimo. Construí mis primeras máquinas con el Erector Set.

Las máquinas nunca eran malas conmigo. Para mí era estimulante intentar comprenderlas. Nunca me engañaban y nunca herían mis sentimientos. Yo mandaba en las máquinas y eso me gustaba. Me sentía a salvo con ellas. También me sentía a salvo con los animales, casi siempre. Acariciaba los perros de los demás cuando íbamos al parque. Cuando me regalaron el caniche, también me hice amigo de él.

—¡Mira lo que te ha mandado el abuelo Jack, John Elder!

(Mi padre me puso John Elder Robison por mi bisabuelo John Glen Elder, que murió antes de que yo naciera). Mi padre había traído a casa un perro lanudo, de mal genio y, posiblemente, con algún defecto genético; con toda seguridad, rechazado en alguna perrera. Pero yo eso no lo sabía. Estaba fascinado. Me gruñó y mojó el suelo cuando mi padre lo puso en el suelo.

A mí no me daba miedo porque era bastante más pequeño que yo. Aún no sabía que los dientes afilados pueden venir en frascos pequeños.

—Los caniches son unos perros muy listos —me contó mi padre.

Tal vez fuera listo, pero muy cariñoso no era. Lo llamé Caniche, inaugurando así una larga tradición de poner nombres funcionales a las mascotas. No sabía muy bien qué hacer con un perro y siempre estaba achuchándolo, agarrándolo de la cola y tirando de él en un esfuerzo por averiguarlo. Él me mordía cuando tiraba demasiado. A veces me mordía tan fuerte que me sangraban los brazos, y yo lloraba. Años después, le conté aquello a mi madre, que dijo:

—¡John Elder, Canichenunca te mordió tan fuerte como para que te sangraran los brazos! Si lo hubiera hecho, ese habría sido el final de Canicheen nuestra casa.

Lo único que pude responder a aquello fue:

—Los mordiscos pequeños son grandes para la gente pequeña.

Y así es como lo recuerdo yo.

Una vez lo encerré en mi habitación y consiguió escapar. Abrió un agujero de tamaño canino en la puerta del dormitorio con los dientes. Lo encontramos tendido al sol en el patio trasero.

Al ver aquello, yo también intenté morder la puerta. Mis dientes apenas lograron arañar la pintura. Ni siquiera conseguí sacarle una astilla a la madera. Ahí me di cuenta de que Canichetenía unos dientes muy afilados. Aprendí a apartar mis juguetes antes de irme a dormir por la noche. Si se me olvidaba, Canicheentraba y se los comía.

A mis padres no les gustaba Caniche porque se comía sus muebles. A pesar de ello, Caniche y yo nos hicimos amigos. Aunque yo siempre iba un poco en alerta porque nunca sabía qué iba a hacer.

El nuestro no era un hogar muy feliz. El perro se comía mis juguetes y mordía, y mis padres estaban siempre peleándose. Una noche, me despertaron sus gritos en la habitación de al lado. Solían pelearse de noche, cuando creían que estaba durmiendo. A mí siempre me resultaba estresante y perturbador, pero aquella vez era diferente. Mi madre estaba llorando, además de gritar. Por lo general, no lloraba.

—¡Mamá! —grité, lo bastante alto para estar seguro de que me oyera.

—No pasa nada, John Elder, vete a dormir.

Entró y me dio unas palmaditas en la cabeza, pero volvió a salir enseguida.

No me gustó nada aquello. Normalmente se sentaba conmigo, me acariciaba y me cantaba hasta que me quedaba dormido. ¿Dónde ha ido? ¿Qué está pasando?

Las peleas a gritos me perturbaban porque estaba seguro de que se estaban peleando por mí y yo sabía que, si se hartaban de mí, podían dejarme sin más en algún sitio para que me las apañara solo. Tengo que ser muy bueno, para que no se harten de mí.

Así que intenté estar muy callado y hacerme el dormido. Me imaginé que eso es lo que esperaban que hiciera.

—Ya se volverá a dormir —dijo mi madre en voz baja.

Cuando lo oí, yo estaba totalmente despierto y aún más asustado.

—¡No, qué va! —gritó mi padre—. Cuando tenga cuarenta años, se acordará de esta noche.

Y también empezó a llorar. Algo que les hiciera llorar a los dos tenía que ser muy muy malo.

—¡Papá! ¡No hagas llorar a mamá!

No pude evitarlo. Quería esconderme debajo de la cama, pero sabía que me encontrarían. Estaba aterrorizado.

Mi madre volvió y me estuvo cantando bajito, pero sonaba rara. Al cabo de pocos minutos, no obstante, me quedé dormido, aunque preocupado.

Mucho después, me enteré de que mi padre estaba teniendo una aventura con una secretaria del departamento de Alemán en la universidad en la que estudiaba. Mi madre me contó que era idéntica a ella. Supongo que la aventura se destapó aquella noche y el matrimonio de mis padres se destapó también un poco más. Ahí fue cuando mi padre empezó a volverse malo.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, él estaba aún en la cama. No había ido a clase.

—Tu padre está cansado —me explicó mi madre—. Está descansando.

Me acerqué a él. Olía normal y estaba roncando. Lo dejé tranquilo y mi madre me llevó al colegio, como siempre.

Cuando volví del colegio, mi padre se había ido. Y aquella noche no volvió a casa.

—¿Dónde está papá?

—Tu padre está en el hospital —dijo mi madre con voz cansada.

—¿Como cuando se rompió el brazo? —pregunté esperanzado.

El año anterior, mi padre se había caído en la acera helada de delante de casa. Por suerte para nosotros, el hospital universitario de Pensilvania estaba a pocas manzanas de donde vivíamos. Sin embargo, a mí no me gustaba cómo olía allí y siempre recelaba de los médicos porque me ponían inyecciones. Era malo que mi padre estuviera allí.

—Sí, como cuando se rompió el brazo. Iremos a verlo mañana. Está agotado con las clases y tiene que descansar.

Aquello me dejó nervioso porque yo me cansaba y dormía la siesta todos los días. ¿Y si me despierto en el hospital? Me daba miedo casi volver a echarme la siesta. También me daba miedo irme a dormir aquella noche.

Cuando mi madre me llevó a verlo, una enfermera con una llave nos abrió la puerta de su habitación. No me había dado cuenta de que en un hospital te podían encerrar. Decidí tener aún más cuidado cuando mi madre me llevara al médico. La visita fue incómoda porque mi padre no olía como debía y tampoco se comportaba como debía.

Aunque sí que sonrió cuando me vio.

—¡Hola, hijo, ven aquí! —Me cogió en brazos y me levantó, lo que me puso muy nervioso. Me estrujó y su cara pinchaba—. Todo va a ir bien. Pronto volveré a casa.

Me bajó y yo me aparté.

Al final, estuvo «descansando» un mes entero. Aún parecía cansado cuando volvió a casa.

Poco después de que mi padre volviera, mi madre me llevó de vacaciones a ver a sus padres, en Georgia. No me gustó mucho aquello. La casa olía a cerillas de madera viejas y el agua sabía raro.

—Es el azufre del agua —me dijeron, pero nadie supo explicarme por qué allí le ponían azufre al agua.

Cuando volvimos de Georgia, mi perro no estaba.

—¿Dónde está Caniche? —pregunté alarmado.

—Se ha escapado —respondió mi padre.

Pero aquello sonaba extraño. Me pregunté qué habría pasado en realidad.

—¿Le has hecho algo a Caniche?

—¡No! ¡Tu perro se ha escapado!

Su grito repentino me dio mucho miedo.

Yo sabía que mi padre le había hecho algo malo al perro, pero no sabía qué y me daba miedo preguntar. A partir de entonces, mi padre me dio mucho más miedo. Aquel miedo duró hasta que fui adolescente y pude defenderme.

Conforme mis padres se peleaban más, mi padre se volvía más malo. Sobre todo, de noche. Ahí es cuando era más despreciable porque había empezado a beber vino. Si se enfadaba conmigo, me pegaba. Muy fuerte. O, si no, me levantaba y me zarandeaba. Yo creía que se me iba a salir la cabeza.

Después de que mi padre se graduara, llegó el momento de que buscara trabajo. Eligió uno en la otra punta del país, en Seattle, en el estado de Washington. Tardamos un mes entero en llegar allí en nuestro Volkswagen escarabajo negro. Me encantaba aquel Volkswagen. Aún conservo una foto en la que salgo de pie junto al parachoques delantero. Me gustaba esconderme en el hueco que había tras el asiento posterior. Miraba el cielo por el parabrisas trasero e imaginaba que iba volando por el espacio.

Hace ya muchos años que no quepo en un hueco tan pequeño.

Cuando era pequeño, me gustaba acurrucarme en una bolita diminuta y ocultarme para que nadie me viera. Aún me gusta la sensación de estar tumbado bajo cosas y sentir su presión sobre mí. Hoy en día, cuando me tumbo en la cama, me echo encima las almohadas porque así me siento mejor que con una sábana. He oído que es algo normal entre la gente con autismo. Desde luego, yo estaba encantado con el Volkswagen, ahí hecho una bolita sobre la áspera alfombrilla gris.

Fue un mes estupendo. No había otros niños que hirieran mis sentimientos. Mi madre y mi padre hablaban conmigo todo el día. Lo mejor de todo es que por las noches no había peleas. Y siempre había cosas nuevas y divertidas que ver, como el monte Rushmore. Me impresionaron los presidentes tallados en la ladera de la montaña, pero me entusiasmó aún más saber que había una reserva india en la base.

—¿Podemos ir a ver a Doug? —pregunté.

—Esta no es la reserva a la que se mudaron sus padres. —Mi madre puso una mirada triste—. Se fueron a Montana y esto es Dakota del Sur. Están muy lejos de aquí.

Cuando llegamos a Seattle, nos mudamos a unos bloques de pisos en los que había más niños de los que yo hubiera visto jamás. En cuanto los vi, quise salir a jugar con ellos, formar parte de la pandilla de niños. Pero las cosas no fueron así.

El jefe de la pandilla era un niño de seis años llamado Ronnie Ronson. Tenía casi dos años más que yo, era muy mayor. Ronnie y su pandilla jugaban a indios y vaqueros. Corrían de un lado para otro por el césped que había en medio de nuestros bloques de pisos, gritando:

—¡Arre, arre, vaqueros de Ronson!

Agitaban lazos y disparaban pistolas de petardos mientras corrían de un lado a otro. Era muy emocionante. Yo quería formar parte de aquello.

Intenté correr de un lado a otro con ellos.

—¿Qué haces? ¡Tú no eres un vaquero!

¿Cómo? Lo miré a él y me miró a mí. ¿Por qué él sí era un vaquero y yo no?

—¡Yo también soy un vaquero! —respondí.

—¡No, tú eres un cara de mono!

Y salió corriendo. Mientras estaba allí plantado, los vaqueros de Ronnie corrían de un lado a otro y gritaban: «¡Cara de mono!» cada vez que pasaban junto a mí.

Nunca me dejarían ser un vaquero. Estaba enfadado, triste y humillado. Jamás encajaría. ¿Por qué estaba vivo? Volví corriendo a casa, llorando. Mi madre me cogió en brazos y me sentó en su regazo.

—¿Qué te pasa?

—Es que no sé cómo hacer amigos —sollocé—. No le caigo bien a nadie.

Mi madre no supo qué decir, pero me acarició y conseguí tranquilizarme. Miré por la ventana a los vaqueros de Ronson y luego me senté a trabajar con Peleón, mi tractor. Peleón nunca era malo conmigo. Siempre me he llevado bien con las máquinas. Incluso entonces.

El tiempo que pasamos en Seattle fue, probablemente, la mejor época en familia de mi infancia, incluso aunque no me fuera muy bien en lo de hacer amigos. Mi padre nos llevaba de acampada casi todos los fines de semana. Me enseñó a ser leñador. Mirábamos juntos libros sobre el tema; sobre todo, un manual para boy scouts leñadores. Aún me acuerdo de las imágenes en las que se enseñaba a hacer trampas y la forma adecuada de pasar por encima de un tronco caído.

Yo soñaba con poner trampas a lobos y osos, pero lo más cerca que estuve fueron las culebras rayadas y las ranas. Y nunca olvidaré las técnicas de leñador para pasar por encima de un tronco que aprendí a los cinco años.

Me alegró mucho descubrir que había un bosque detrás de donde vivíamos en Seattle. Me encantaba el bosque. Cuando estaba triste, me iba allí a pensar y hacía cosas de leñador. Eso siempre me animaba.

El bosque me parecía inmenso, aunque en realidad tendría cien o doscientos metros de anchura. Sé que a mis padres no les parecía tan inmenso porque siempre me decían que no llegara hasta el otro lado, hasta Aurora, la carretera grande que había al otro lado. Me dijeron que la carretera llegaba hasta Alaska, nada menos.

«¡No salgas a la carretera, no vaya a ser que alguien se lleve a mi niñito!». Yo no quería que nadie se me llevara, así que me mantenía apartado.

Había otros cuantos niños que no formaban parte de la pandilla de Ronnie y poco a poco los fui conociendo. Éramos los enanos de la basura, los inadaptados. Uno de los otros inadaptados (sobre todo, por su baja estatura) era Jeff Crane, que tenía un año y medio menos que yo. Su madre se hizo amiga de la mía y muchas veces íbamos a su casa de visita. Jeff tenía hermanos mayores y también una hermana mayor, pero no les interesábamos mucho, así que jugábamos los dos juntos.

Como yo era mayor, sabía más cosas que él. Le enseñaba cosas, como las ranas y las plantas y a construir fuertes: todo lo que sabes cuando tienes cinco años y que quieres aprender cuando tienes tres. A veces capturábamos serpientes pequeñas y las metíamos en botes de cristal. El hermano mayor de Jeff venía a ayudarnos a cazarlas. Teníamos que hacer agujeros en la tapa metálica para que respiraran.

Hacer cosas con Jeff me enseñó que los niños más pequeños me admiraban, que me veían como a un profesor. Aquello me gustaba. Vale, sí, los niños siempre creen que lo saben todo. La diferencia estaba, en mi caso, en que casi siempre era así. Incluso a los cinco años, ya empezaba a comprender el mundo de las cosas mejor que el mundo de las personas.

Al año siguiente, cuando nos mudamos de Seattle a Pittsburgh, le regalé Peleón a Jeff. Peleón era la primera cosa de valor que había tenido y la primera que regalé, pero me pareció buena idea porque Jeff era mi primer amigo de verdad. Era más pequeño que yo, pero era listo, me admiraba y no se reía de mí, como los niños más grandes. Además, yo era ya casi demasiado mayor para conducir a Peleón y mis padres me habían dicho que me comprarían una bici al llegar a Pittsburgh. Yo sabía que tener bici era señal de ser un Niño Grande. Y, a lo mejor, cuando fuera un Niño Grande les caería bien a los otros niños.

[4]Juego de construcciones, muy popular en los Estados Unidos, formado por tronquitos de plástico y otros accesorios.

[5]Otro juego de construcciones; esta vez, de piezas metálicas.

02

Un compañero de juegos

permanente

-John Elder, nos volvemos a Pensilvania —anunció mi padre un día al volver de clase.

Yo estaba más interesado en el montón de dólares de plata que acababa de descubrir en su cajón. Eran monedas antiguas y pesadas; algunas, de la década de 1880. Pero él insistió en hablarme de mudarnos. Me quitó el dólar de plata de la mano y lo dijo otra vez.

—¡John Elder, que ya mismo nos mudamos!

Al quitarme el dólar de plata, consiguió captar mi atención. Pero ahora, cuando recuerdo episodios como aquel, me doy cuenta de que mis padres no eran siempre muy cariñosos conmigo. ¿Habían querido siquiera tener un hijo? Nunca lo sabré.

Ya con la atención puesta en mi padre, pregunté:

—¿Nos vamos al mismo sitio donde vivíamos antes?

—No, esta vez nos vamos a Pittsburgh.

Mi padre creía haber encontrado un trabajo fijo. Yo iba a empezar el primer curso en un colegio de Pittsburgh, con una nueva pandilla de niños. Me daba pena despedirme de mi amigo Jeff, pero no era muy feliz en Seattle, así que no me importaba que nos mudáramos.

Había aprendido algo de las humillaciones sufridas a manos de Ronnie Ronson, Chuckie y el resto de niños de quienes había intentado, sin éxito, hacerme amigo. Empezaba a pensar que yo era diferente. Pero tenía una actitud positiva: iba a aprovechar al máximo la vida de niño con tara que me había tocado.

En Pittsburgh empecé por fin a aprender a hacer amigos. Ya sabía que los niños y los perros no eran iguales. Ya no intentaba acariciar a los niños ni les pegaba con palos. Y a los nueve años tuve una revelación que me cambió la vida.

Descubrí cómo hablar con los demás niños.

De pronto me di cuenta de que, cuando un niño decía: «Mira qué camión tengo», esperaba una respuesta que tuviera sentido en el contexto de lo que había dicho. He aquí algunas de las cosas que yo podría haber dicho, antes de esta revelación, como respuesta a «Mira qué camión tengo»:

a) «Yo tengo un helicóptero».

b) «Quiero galletas».

c) «Hoy mi madre está enfadada conmigo».

d) «En la feria monté a caballo».

Estaba tan acostumbrado a vivir en mi propio mundo que respondía con lo que fuera que estuviera pensando. Si estaba acordándome de cuando monté a caballo en la feria, daba igual que un niño se acercara a decirme: «¡Mira qué camión tengo!» o «¡Mi mamá está en el hospital!». Yo siempre iba a responder: «En la feria monté a caballo». Las palabras del otro niño no cambiaban el hilo de mis pensamientos. Era casi como si no lo oyera. Pero en algún nivel sí que lo oía, porque contestaba. Incluso aunque la respuesta no tuviera ningún sentido para la persona que me estaba hablando.

Comprender aquello hizo que la situación cambiara. De pronto, me di cuenta de que la respuesta que el niño estaba esperando, la respuesta correcta, era:

e) «¡Qué chulo! ¿Me lo dejas?».

Y, lo que es más importante, me di cuenta de que las respuestas a, b, c y d molestarían al otro niño. Gracias a esa astucia social recién adquirida, entendí por qué los vaqueros de Ronnie no habían querido hablar conmigo. A lo mejor por eso Chuckie tampoco me había hecho caso. (O a lo mejor es que Chuckie también era una niña con tara, como yo. Al fin y al cabo, le gustaban los camiones y se quedó mirando la tierra cuando le hablé).

Después de entenderlo de golpe, mis respuestas tenían sentido (casi siempre). No estaba preparado para ser el alma de la fiesta, pero sí para participar. Las conversaciones ya no se interrumpían con un chirrido. La cosa iba mejorando.

En cierto sentido, los mayores que tenía a mi alrededor me habían impedido darme cuenta de aquello antes. Los adultos (casi todos, familiares o amigos de mis padres) se me acercaban y me decían algo para entablar conversación. Si mi respuesta no tenía sentido, nunca me lo decían. Me seguían el juego y punto. Así que hablar con los mayores no me enseñó a mantener una conversación, porque ellos se adaptaban a lo que yo dijera. Los niños, en cambio, se enfadaban o se frustraban.

¿Cómo averiguan esto los niños normales? Lo aprenden viendo cómo reaccionan los demás niños a sus palabras, algo que mi cerebro no está programado para hacer. Después he sabido que los niños con Asperger no captan las señales sociales habituales. No reconocen gran parte del lenguaje corporal ni de las expresiones faciales. Sé que en mi caso era así. Solo reconocía reacciones muy extremas y, por lo general, para cuando las cosas se habían puesto extremas, ya era demasiado tarde.

Con estas habilidades nuevas tan increíbles, hice amigos enseguida. Conocí a las niñas Meyer, del otro lado de la calle, Christine y Lisa. Me hice amigo de Lenny Persichetti, de cinco casas más abajo. Hicimos pandilla y jugábamos al escondite y a construir fuertes en el bosque. Pasábamos el rato en el garaje de detrás de nuestra casa, donde otros niños más grandes habían montado un grupo. Mis nuevos amigos y yo vagabundeábamos por el barrio y explorábamos el territorio, por primera vez sin nuestros padres. Lenny y yo encontramos castillos abandonados, ruinas y máquinas antiguas escondidas en el bosque de Frick Park. Había cosas de todo tipo por explorar.

Aquel verano, nos hicimos Niños Grandes. Éramos libres. Nadie nos vigilaba. Me encantaba porque, de repente, ya no estaba solo. Y entonces me llevé otra gran sorpresa.

—¡John Elder, voy a tener un bebé! —dijo mi madre.

No supe qué decir. «¿Sería una hermana?», me pregunté. Esperaba que no. ¿Qué iba a traerme de bueno una hermanita? Un hermano sería mejor. Sí. ¡Un hermanito! ¡Para mí! Iba a tener un compañero de juegos permanente.

Mamá se puso más y más grande y yo podía oír al bebé que llevaba dentro. Estaba entusiasmado.

El día en que nació el bebé, Mercer, el hermano de mi madre, vino a quedarse conmigo mientras mis padres estaban en el hospital. Yo estaba impaciente por ver a mi nuevo hermano. Mi tío me llevó en coche al hospital para verlo por primera vez. Tenía solo unas pocas horas de vida.

—Christopher Richter Robison. ¡Qué bebé tan precioso!

—¿Quieres cogerlo?

Mi madre lo apretaba contra su pecho. Era diminuto, más pequeño de lo que había imaginado.

—¿Se va a poner más grande?

A lo mejor era enano.

—Tú tenías el mismo tamaño cuando naciste —respondió mi madre.

Era difícil de creer, pero, si yo fui así de pequeño, tal vez él también creciera.

Estaba todo rojo y casi siempre tenía los ojos cerrados. Mi madre me lo tendió. Yo esperaba que se resistiera, como cuando cogía un perro o un gato, pero no hizo nada. En realidad no podía sentirlo, envuelto como estaba en una manta. Era muy distinto de coger en brazos al perro. Mi propio hermanito. Estaba entusiasmado, pero tuve cuidado de que no se me notara, para que no me lo quitaran.

Llegó a casa envuelto en una manta amarilla y mi madre lo metió en una cuna, en la otra punta del salón. Me acerqué y lo observé, pero no hizo nada. Lo miraba y él a veces me devolvía la mirada, pero la mayor parte del tiempo dormía. Era genial.

—Ten cuidado. Tienes que sujetarle la cabeza.

Yo lo apretaba contra mí para que no se cayera. Siempre tenía miedo de que se le rompiera el cuello, como mi madre había dicho que podía pasar. Pero nunca se le rompió.

Lo miré.

—¿Sabes decir algo?

Resopló.

—¿Ya está, solo eso?

Le di un golpecito en la nariz, como había visto hacer a mis padres. Chilló. Rápidamente lo cogí en brazos y lo acuné adelante y atrás. Se calmó y resopló un poco más.

—Te vas a llamar Resoplidos —dije.

Ya tenía nombre.

Construí una grúa muy alta con mi Erector Set y fui levantando bloques hasta su cuna. Empecé a mover bloques de madera de suelo a cuna. Esperaba que Resoplidos jugara con ellos, pero se limitó a quedarse mirando.

—Mira, Resoplidos, te estoy subiendo unos bloques.

Resoplidos los miraba elevarse y caer.