Missak - Didier Daeninckx - E-Book

Missak E-Book

Didier Daeninckx

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Beschreibung

La resistencia francesa contra la ocupación nazi convocó a partisanos de diversos grupos, predominando socialistas, comunistas, judíos e inmigrantes antifascistas de distintas nacionalidades. Esta novela relata la historia de uno de ellos: Missak Manouchian y la red de resistentes que dirigía.

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© LOM ediciones Primera edición, abril 2019 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1146-6 eISBN: 9789560012593 «Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme Gabriela Mistral d'aide à la publication, a bénéficié du soutien de l’Institut Français du Chili». «Esta obra, publicada en el marco del Programa Gabriela Mistral de ayuda a la publicación, contó con el apoyo del Institut Français du Chili». Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro Nº: 103.019 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Ciertamente, somos niños, unos y otros. Jamás pretendimos ser héroes; no hay que exigirnos demasiado.

Fernand Zalkinov, fusilado el 9 de marzo de 1942 en el Mont Valérien.

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Bibliografía

Agradecimientos

Capítulo 1

Willy fue a estacionar su motoneta cerca de la orilla, frente a la fachada del Floréal. El frío entumecía la punta de sus dedos, a pesar de los guantes de aviador encontrados en una tienda de ropa americana en el portal Saint-Ouen. Se cruzó de brazos y deslizó sus manos bajo sus axilas, mientras Louis Dragère, el periodista con el que estaba haciendo equipo y que acababa de hacerle una seña a través del vidrio empañado, se tomaba su café. El joven salió, sujetó los resortes del sillín para poder sentarse en el portaequipaje con las piernas separadas por las alforjas llenas con el equipamiento de Willy, y tembló al entrar en contacto con el metal congelado. Hizo un nuevo esfuerzo al inclinarse hacia el casco de cuero que recubría la cabeza del conductor.

–Hola, Willy... Pensaba que iban a estar ahí, pero hubo un cambio de planes... nos esperan en lesFolies, en Belleville bajo, al lado del cine. ¿Ubicas dónde es?

–Sí, tomo la calle Julien Lacroix. Ya estoy empezando a conocer el barrio.

Willy enganchó la primera velocidad. Los temblores del motor hicieron vibrar la patente, que tenía forma de cresta de hurón y se encontraba en el guardabarros delantero. Él mantenía la máquina treintañera con cuidado, sin lograr rellenar los agujeros de aire que frenaban la aceleración apenas la temperatura se volvía negativa. Tenía los medios para adquirir una de esas nuevas serie Z que hacían milagros en el Bol d’Or, pero no se decidía a separarse de su antigua compañera. La moto era lo único que le quedaba del taller de su padre, una tienda de fotógrafo del boulevard Rochechouart que tuvo que rematar a pérdida algunos meses antes del Frente Popular, cuando su enfermedad había empezado. Abandonando las fotos de matrimonio, Willy había preferido meterse en los cortejos, igual de alegres y determinados, que se habían tomado las calles de París. En algunos meses se había especializado en los reportajes de las uniones más importantes que se publicitaban en lo que quedaba de Europa libre e incluso en América. Antes del joven periodista, varias decenas de amigos se habían ido sobre el portaequipaje, en salidas a los bosques a la orilla del Marne. Luego, la tormenta se desató y las fuerzas de la naturaleza quedaron sueltas. Se acordaba, con una punzada en el corazón, de aquellos a los que solo podía unirse con su recuerdo: la resplandeciente Gerda Taro, aplastada por un tanque en la batalla de Brunete, en España... Endre Ernô Friedmann, su amado, a quien ella le inventó el seudónimo de Robert Capa, y que acababa de ser despedazado, hace seis meses, por una mina, en Tonkin...

Willy cerró rápidamente los ojos para poder alejar a sus fantasmas. Disminuyó la velocidad para girar a la derecha a través de la calle de Belleville, evitando andar en zonas muy brillantes donde llegaban a reflejarse las luces amarillas del alumbrado. Los transeúntes, embutidos en abrigos abultados, se amontonaban alrededor de los puestos antes de desaparecer en los pasillos y los corredores de los edificios. Otros iban a apoyar los codos en la barra de un café para aprovechar el calor que les hacía falta en su departamento. Tres jóvenes escuálidos hacían circular un cigarrillo poniéndose a cubierto del viento detrás de un afiche publicitario que anunciaba la proyección de Pane, amore e fantasia. El más esbelto se separó del grupo apenas vio la moto. Se acercó a la calzada poniendo la punta de sus zapatos hacia adelante. El resto del cuerpo la siguió como atravesado por una onda, las piernas se desplegaban una al lado de la otra, las caderas se soltaban y la espalda contoneaba, dándole aspecto de felino. Levantó la mano al reconocer a Dragère, y dirigió al equipo hacia un pórtico. Un pasaje estrecho conducía a un vasto patio interior sumergido en la oscuridad. Estallidos de voces y fragmentos de juegos radiofónicos flotaban en el aire húmedo que olía a sopa y fritura. El periodista bajó primero. Esperó a que Willy pusiera la pata de la moto para presentar a Georges Malewski, gracias a quien había negociado el encuentro con la banda de los Fauch’man.

–Es Jojo, del que te hablé...

El fotógrafo se sacó sus guantes, pausadamente, para darle la mano.

–¿Usted es el que trabaja como torneador en Givet, en la plaza Voltaire?

–Sí. Mi padre también trabaja ahí, pero él trabaja en el corte...

–Por lo que creí entender, deberíamos poder hacer un reportaje en la fábrica... ¿Están todavía de acuerdo?

Esbozó una mueca mientras pasaba sus dedos separados por su densa melena.

–No había problemas la semana pasada, aunque desde hoy día se ha vuelto un poco más complicado. Para la grifería, habíamos quedado en doscientas piezas por hora, y de repente, sin avisar, nos hacen pasar a doscientos veinte... estamos peleando, y el jefe que antes teníamos en la palma de nuestra mano va a estar obligado a volver a abrir los ojos... hay que esperar...

–Bueno, ustedes vean...

Los otros jóvenes los habían alcanzado. Se dirigieron juntos hacia el fondo del patio, donde estaban apilados los basureros de los edificios que los rodeaban dibujando un rectángulo alargado en el cielo huérfano de estrellas. Unos gatos interrumpidos en su comida se alejaron maullando, acompañados por un ruido de tapas cayendo. Habiendo llegado cerca del muro, Malewski, ayudado por uno de sus compañeros, movió una placa de lata que escondía una especie de tragaluz por el cual un hombre de corpulencia media podía pasar.

–Es la única forma de entrar a nuestro escondite. Tienen buen perfil. Voy a pasar primero para abrir el camino. Los otros ya llegaron; nos están esperando.

El periodista se adentró siguiéndolo, poniendo sus suelas, tanteando, sobre las barras invisibles de una escalera cuya madera crujía al menor movimiento. Un olor a hollín y tierra mojada subía desde el suelo. Tendió el brazo hacia la apertura para recibir las cámaras fotográficas de Willy y lo guio gradualmente sosteniéndole el tobillo. Se dispusieron en un pasillo en fila india, a lo largo de ciertos metros, antes de que Jojo empujara una puerta armada con planchas mal ajustadas. La gran ampolleta que se balanceaba en un extremo de su cable hacía nacer sombras fugitivas en los rostros de unos veinte jóvenes niños sentados alrededor de una mesa de cantina. Georges Malewski se levantó sobre las puntas de sus pies para deslizarse hacia el sillón de cuero dañado, destinado al jefe. Carraspeó su garganta varias veces para captar la atención.

–Como les había explicado en nuestra última reunión, el diario L’Humanité está interesado en nuestras actividades. Debería publicar toda una serie de reportajes sobre las pandillas de jóvenes que se organizan en París y su región. Los Peignotins del XV, los Cols Roulés de Montmartre, los que quedan de los Floréal...

Jojo saboreó los silbidos que recibieron la evocación de la pandilla rival. Hizo durar el placer antes de retomar.

–Los Floréal, estuvimos juntos durante seis meses, pero terminaron creyendo que, como vivían en las alturas, éramos sus inferiores... La única diferencia es que aquí tenemos menos dinero en los bolsillos. ¡Es por eso que nos bautizamos los Fauch’man, los «sin un peso»! El compañero periodista que vino hoy se llama Louis Dragère, y normalmente escribe sobre varios hechos... está acompañado...

Dirigió su mirada al fotógrafo, al que trató de usted.

–Disculpe, no conozco su nombre...

–Willy Ronis. Haga como si yo no estuviera aquí.

Louis Dragère tomó la dirección de las operaciones, pidiendo a todos los jóvenes reunidos en torno a la mesa que se presentaran. Anotaba incluso el menor detalle en su libreta, los apellidos y los sobrenombres, las direcciones de sus trabajos, las calificaciones, las señas distintivas. Yves Maingam, fletero en Guillaumet; Serge Crescente, llamado Tic-Tac, aprendiz de relojero (con pecas); Victor Rombaut, llamado Gavroche, pintor de construcción; Jacques Richard, llamado Haut et Bas, eléctrico en Roux y Combaluzier (bigote delgado al estilo de Errol Flynn); Léon Herment, alias 40 de fièvre, aprendiz de matarife en la Villette...

Un cuarto de hora más tarde era como si el periodista hiciera parte de la pandilla desde su creación. Ya no era necesario hacer la menor pregunta, una confianza llevaba a otra, y cuando el silencio amenazaba, las risas servían de transición.

–¿Se reúnen a menudo en esta guarida?

–Dos veces...

–¿Dos veces? Dos veces al mes, dos veces a la semana....

–Dos veces a la semana, pero si dependiera de nosotros sería dos veces al día. Pareciera que sólo aquí se vive realmente.

–¿Y qué quiere decir eso, «vivir realmente»?

Las miradas se dirigieron hacia un extremo de la mesa desde donde presidía Malewski. Willy se subió a un banco para ponerlo en el centro de la escena, aunque sabía, tirando el flash, que la luz, demasiado violenta, quitaría todo misterio a su toma.

–Vivo a cien metros de aquí, donde mis viejos, en una casucha que fue derribada por los bombardeos, hace ya once años. La casa es inestable. ¡Sólo el propietario no se mueve! Además, estamos sobre arcilla como gran parte de Belleville... Apenas empieza a llover pareciera que vivimos en un acuario. Solo me siento bien aquí, con los amigos.

Louis Dragère dio vuelta a la página de su libreta, por su espiral.

–Todos ustedes tienen entre 16 y 19 años... Leen los diarios, escuchan la radio, miran las noticias Pathé en el cine...

Haut et Bas dejó de alisarse su bigote para hablar.

–Sí, no somos cavernícolas. ¿Por qué nos preguntas eso?

–Esta mañana anunciaban combates en los montes Aurés, en Argelia. ¿No tienen miedo de que les pidan que vayan?

–No. Los argelinos seguramente están hartos de que estemos instalados donde ellos hace rato, pero no le hacen el peso al ejército. En seis meses no se va a hablar más de eso.

Un corte de corriente sumergió la guarida en una oscuridad total. A lo largo de los segundos que siguieron, la noche fue penetrada por la luz inestable de una decena de fósforos que encendieron el mismo número de velas, dándole a la junta la apariencia de un cuadro flamenco. Los destellos cambiantes esculpían los perfiles, cavaban órbitas, afiebraban las miradas, daban gravedad a los movimientos, solemnidad a la menor pose. Willy se había adaptado inmediatamente a la situación, su índice no dejaba de apretar el chispero de la Leica para captar eso que parecía ahora, gracias a una pana de electricidad, una reunión de conspiradores.

Se fueron apenas se restableció la luz, aprovechando el mismo tragaluz que daba sobre el patio. La moto se hizo camino entre los clientes frecuentes del cine, que estaban saliendo en ese momento, y se dirigió hacia la plaza de la République. Algunos copos bailaban en el haz de la luz delantera antes de ser aspirados por la velocidad. Después de haber atravesado el cruce, Willy giró levemente la cabeza hacia atrás gritando:

–Si quieres te puedo dejar en tu casa...

Dragère se apegó a la espalda del fotógrafo.

–No, prefiero volver al periódico. Voy a estar más cómodo para escribir mi artículo. Déjame en los Boulevards, voy a caminar un poco.

Se separaron en el ángulo de la calle Montmartre. Dragère vio la moto alejarse, después se subió el cuello de su cazadora y se puso a caminar hacia Les Halles. Desistió de entrar a los restaurantes frecuentados por los periodistas para instalarse en el Café Español, ante una paella que tragó releyendo las notas tomadas en la guarida de Belleville. Era casi medianoche cuando se acercó a la sede de L’Humanité, un edificio Art déco de cuatro niveles en forma de transatlántico que había alojado a un diario colaboracionista durante la guerra. Se decía que los arquitectos se habían inspirado en la silueta del Normandie para hacer las crujías y la popa. Dragère subió al segundo piso, se instaló en un escritorio adornado cuyo ventanal daba hacia la circulación del bulevard. Deslizó una hoja de papel calibrada entre los rodillos de una máquina de escribir y golpeó las letras con la sola ayuda de sus índices el título de su artículo: «Los Fauch’man son otra cosa». Lo miró durante un largo tiempo antes de decidir atacar el primer párrafo. Era parte de esos periodistas que necesitan concentrarse en el agarre, que lleva en sí toda la lógica de la crónica. Bastaba con que las falanges se apoyaran sobre las teclas para que el pensamiento tomara forma.

Durante toda esta semana, vamos a seguir a las pandillas que uno encuentra en París como en toda su periferia. La elección es amplia: están los Cols Roulés, los Rôdeurs des Courtilières, la tropa de Butte à Coco, los del 140, los Rebelles des Poissoniers... Algunas cuentan con cinco o seis miembros, generalmente una treintena. ¡La más provista agrupa hasta doscientas personas! Escuchándolos, entendí que no les gustaban los patrones ni los que dan lecciones. En su sistema de valores, los nervios a menudo tienen prioridad sobre la discusión. Los más viejos tienen 20 años, ¡y si uno no es rebelde a esa edad es que los años pesaron el doble o el triple!

Dos horas más tarde, la primera entrega de la serie estaba lista. Se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón del tercer subsuelo. Los operadores ventilaban cerros de L’Humanité* con la tinta aún fresca en los casilleros de los distintos revendedores, antes de que otro empleado los atara y los echara en la parte de atrás de una camioneta. Recogió un ejemplar demasiado arrugado para ser puesto a la venta. El hangar estaba silencioso. Los rotadores sacaban los cilindros de las formas del diario comunista para montar, en su lugar, aquellas de la primera edición de Le Figaro**, cuya impresión equilibraba las cuentas de la empresa de la prensa. Un marginador que había terminado de sostener una bobina de papel le ofreció un café. Se lo tomó hojeando el diario. El frío persistente, así como las subidas del Sena, del Marne, peleaban en primera página con la campaña emprendida contra la reconstitución y rearmamento de la Wehrmacht. Su única contribución a la edición del día consistía en una breve nota de un despacho de una agencia:

Goliath, 62 toneladas, evita la guardería. El circo dueño de la ballena Goliath, su principal atracción, no tenía el permiso para circular con el mamífero. Resultado, doce horas de custodia, tiempo para encontrar un acuerdo.

*L' Humanité, diario del Partido Comunista Francés (N. del E.).

**Le Figaro, diario de derecha francés (N. del E.).

Capítulo 2

Louis Dragère subió al hall por las escaleras. Como cada noche, una decena de militantes enviados por la Federación del Sena del Partido Comunista hacían guardia para oponerse a un eventual ataque a los locales del diario. El agresor podía tener muchas caras: un grupo de facciosos, un movimiento gaullista o el brazo armado del poder. Cada distrito parisino, cada ciudad del departamento enviaba su destacamento por turnos. Las industrias de la región alimentaban igualmente a los contingentes, Panhard y Renault, La Bakélite y Malicet, cuando no era Snecma, Gévelot o Hispano-Suiza. Al principio, los obreros que regalaban una noche a la causa eran recibidos por los directores, los jefes de rúbrica. Después, a lo largo de los años, su presencia se había banalizado. Se habían vuelto tan invisibles como los guillotinadores, los que llevaban la tinta o las mujeres del aseo. Dragère era uno de los pocos periodistas que los iba a visitar al antiguo guardarropas transformado en dormitorio, que tomaba lugar en torno a la mesa donde se mataba el tiempo revolviendo las cartas, rehaciendo el mundo. Le gustaba escuchar cómo se contaba el día a día del trabajo en la lengua de los talleres, o cómo contaban, los más antiguos, episodios desconocidos de la lucha incansable de los explotados contra los succionadores de sudor. Algunos evocaban otras épocas más peligrosas, la Resistencia, la deportación, y todos se sentían de pronto investidos del deber sagrado de honrar el sacrificio de los ausentes. Esa noche, luego de dos horas, mientras la nieve comenzaba a cubrir totalmente la calle du Louvre, un tipo de una treintena de años, eléctrico de Bendix, en Drancy, se había puesto a hablar de lo que había bendecido su juventud. Huérfano de padre, se había puesto a trabajar desde muy joven como temporero en una finca entre Dole y Lons-le-Saunier. Maltratado por el aparcero, cansado de trabajar como un «sufre dolores», había resuelto fugarse. El azar le hizo encontrar a los maquisards que operaban en el sector de los montes de Arbois.

– Cuando cumplí 19 años, el 8 de septiembre de 1944, participé en la liberación de Besançon, como apoyo de la 3era división americana. De paso, me integraron en el ejército francés. Incluso me pregunté en un momento si es que me volvería soldado de profesión. Difícil de creer, pero lo encontraba menos difícil que el trabajo de esclavo, en el campo. Siguiendo los consejos de un sargento, me contenté con firmar por lo que durara la guerra. Con dirección a Alemania, hasta el nido de águila del Führer en Berchtesgaden... Creí que habíamos terminado, ¡no había pensado en el hecho de que la pelea seguía con los japoneses! Estaba ya en el puente Pasteur, en Marsella, en ruta hacia Vietnam. Cuando llegamos, el Imperio se había rendido, después de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. En vez de perseguir a los aliados de los nazis, empezamos a perseguir a los independentistas vietnamitas en el sector de Can Tho. Estaba bajo las órdenes del teniente coronel Massu. Estábamos respaldados por la Legión Extranjera, de la que gran parte de sus efectivos había sido de la Wehrmacht, de restos de la Legión SS Charlemagne y milicianos. Pensé que me había vuelto loco. Un día, tenía que suceder... Me cayeron encima y me tuvieron por muerto.

Había levantado su suéter y luego su camisa para mostrar las cicatrices que atestiguaban los golpes recibidos.

–Volví a tomar el barco en junio de 1948, después de haber sido declarado no apto para el servicio. Desde entonces, paso mis domingos llenando expedientes para agarrar alguna pensión. No los soltaré, ¡créanme!

El periodista había saludado a aquellos que debían ser vigilantes, antes de sacar una manta gris de un montón que estaba cerca de la puerta. Después se acostó en una cama de campaña, a una distancia respetable de un militante resfriado, cuya nariz emitía unos silbidos tan regulares como horripilantes. Cuando se despertó, se preguntó por una fracción de segundo si es que había soñado: era el único en medio de una sala vacía; todo el mundo se había ido. Le gustaba tomar su café acompañado de una tostada, en la barra del Singe Pèlerin, un café con los muros decorados de lozas con diseños (el patrón decía que no eran dibujos animados, sino dibujos fundidos), que representaban todas las profesiones de Les Halles, cuyos movimientos metálicos dominaban el barrio. La nieve de la madrugada se mantenía aún en los rincones expuestos en el norte, así como sobre los parabrisas de los autos, de los camiones. Cerca de la iglesia de Saint Eustache, una nube de espigadores saqueaba los techos cubiertos de cajones destripados bajo la mirada habitual de dos policías municipales. Las bolsas se llenaban de hojas de repollo, de papas arrugadas, de lechugas viejas, de cabezas de pescado. Él había bajado al subsuelo para llamar a Odette. Ella se había ausentado desde hacía tres días para ocuparse de su madre, que se sentía cansada desde hace semanas y que debía pasar una serie de exámenes médicos. El único aparato del edificio estaba instalado en la conserjería. Debió esperar a que la conserje subiera para avisarle. Él sabía que la parlanchina se mantenía escondida en su cocina, escuchando las conversaciones, lo que obligaba a Odette a cuidar sus frases.

–Hola, ¿estás bien?

–Sí, un poco cansada. ¿Y tú?

–No realmente. ¿Sabes que me haces falta? ¿Cuándo vuelves?

–Pensaba pasar el domingo aquí, un tiempo suficiente para poner todo en orden en la casa. Creía poder tomar el tren el lunes en la mañana, pero no sé si será aún posible... Eso depende de lo que digan...

Louis Dragère se hizo a un lado para dejar pasar a un cliente apurado por alcanzar el baño.

–No voy a poder aguantar... Yo también me siento un poco exhausto, no le encuentro el gusto a nada...

–No es muy amable hacer presión así, Louis... Ella no está bien. Nunca se quejó, es la primera vez... Además, aquí estamos mal, por todo lo que cae desde hace semanas. El Sena y el Orge pasaron la cota de alerta ayer en la noche. Todo el barrio de Belles Fontaines tiene los pies en el agua. Esta mañana, alcanzaba el centro de Juvisy, por la Grande Rue. Mudaron el correo para instalar ranuras a prueba de agua, en el edificio. Todas las bodegas están inundadas. Se han empezado a ver barcas en la parte baja de las líneas de tren, y por lo que me han dicho, la SNCF está a punto de anular la mitad de sus trenes hacia París. ¿Y tú qué haces?

Volvió a poner una moneda en la rendija del teléfono público.

–Sigo con mi investigación sobre las pandillas, con Willy. Escribí mi artículo sobre los Fauch’man mirando la nieve caer. Los copos me inspiran. Esta noche tengo una entrevista con los Enragés, en la calle de la Lune, no lejos de la Puerta de Saint Denis. Apasionados de Milton Mezz Mezzrow, de Lionel Hampton, de Sidney Bechet. Me ofrecen un concierto de jazz en un salón privado... Así me tratan, mientras otros prefieren despreciarme...

Ella dejó escapar una pequeña risa.

–No seas tonto, yo también pienso en ti... debo dejarte. Vuelve a llamarme alrededor de las seis, no antes, esperaré cerca de la cabina. Besos.

–Para ti también, mi pequeña Odette, y no solamente en la boca...

Volvió a ir por la calle Montmartre evitando a los pobres diablos cargados de cartones y de cajas de conserva, con las manos embutidas en los grandes bolsillos de su cazadora, tarareando con los labios una canción de moda. Con la voz clara de Odette en la cabeza se sentía ligero, confiado, listo para enfrentarse al mundo. Rechazó la proposición de una prostituta matinal que probó su suerte pidiéndole fuego para su cigarro americano. Varias personalidades bajaban rápidamente de autos negros que se estacionaban delante de la entrada del periódico. Reconoció a Roger Vailland que discutía con Pierre Daix, luego a André Stil y a André Wurmser, de quien apreciaba sus notas. Había tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras con este último, una de las pocas veces que fue invitado al bar del séptimo piso. Armand Quérin, un veterano del Red Star, un club donde se había codeado con el legendario Fred Aston, y que ahora trabajaba para las páginas deportivas, lo detuvo mientras se dirigía a los ascensores.

–Vastard te busca por todas partes desde hace una hora. Está corriendo en todas direcciones.

–Gordo como está, eso no le puede hacer mal. ¿Dijo algo?

–No. No sé qué quiere, pero me da la sensación de que es serio además de urgente.

Louis Dragère mantenía muy buenas relaciones de trabajo con Roland Vastard, uno de los pocos redactores de titulares que llegaron desde el centro de formación de periodistas donde hacía clases. Sin desconocer la necesidad del combate político en todos los frentes, había logrado liberar un espacio para temas más transversales. Desde la indagación cultural a la investigación en torno a un hecho emblemático variado. Profesaba que la lucha de clases ya no estaba presente solamente en la fábrica, en la calle, sino que un ojo atento podía distinguir sus efectos en los lugares más inesperados. Sabía ser provocador. Dragère lo había escuchado defender su punto de vista en una conferencia de redacción, no habiendo titubeado al afirmar:

–Un filósofo produce ideas, un poeta versos, un cura sermones, un profesor libros... Un criminal produce criminalidad. ¿Habría alcanzado la profesión del cerrajero un grado tan alto de perfección si no hubiese habido ladrones? ¿La fabricación de cheques bancarios habría alcanzado un tal grado de excelencia si no hubiese habido estafadores?

Había esperado a que su interlocutor levantara los hombros para revelar teatralmente el nombre del autor, poniendo sobre la mesa el texto que no hacía más que citar.

–No me estaba sino refiriendo a Karl Marx, de quien le recomiendo particularmente la conclusión: «El crimen, por el desarrollo sin fin de nuevos medios de atacar la propiedad, forzó la invención de nuevos medios de defensa, y sus efectos productivos son tan grandes como aquellos de las huelgas con respecto a la invención de las máquinas industriales».

En realidad, si bien la idea de una inmersión en los grupos de jóvenes venía de Dragère, la luz verde la había dado su jefe. Esperó varios minutos ante la puerta cerrada del ascensor, mirando de vez en cuando la señal luminosa, que se mantenía bloqueada en el número 2. Terminó por abandonar la máquina para volver a dejar su confianza en las escaleras. Vastard estaba en el teléfono tomando nota de lo que le decían desde la otra línea. Esbozó una sonrisa de bienvenida, le hizo un gesto para que se sentara. Escribió una decena de líneas y luego cortó dejando caer el peso de su mano sobre la baquelita.

–Una llamada de Casablanca... Acaban de fusilar a seis patriotas marroquíes en la penitenciaría de Adir, cerca de Mazagan... Condenados por intrigas independentistas por el tribunal permanente de las fuerzas armadas. ¡Querrían prenderle fuego a toda África del Norte! ¡Con ella no actuarían de otra manera! Te noto cansado...

–Un poco... Estuve hablando hasta tarde con los chicos del servicio del orden...

Dragère había visto, al sentarse, su trabajo sobre los Fauch’man cerca de la máquina de escribir, pero después de lo que acababa de escuchar, el pudor le impedía preguntarle a Vastard lo que pensaba de él. Fue el último el que abordó la cuestión.

–Leí el primer artículo de la serie, y el primer artículo a propósito de tu expedición a Belleville, con Ronis. Muy buen material. Después de tres líneas uno ya hace parte del equipo, baja la escalera, enciende las velas. Solo una observación: habría que ver si, en todo lo que escuchaste, no había una alusión más marcada a la política del Partido en lo que concierne a la dirección de la juventud... No es necesario que sea largo. Una frase o dos. Piensa en ello, pero no es por eso que quería verte... Me pregunto qué quieren de ti...

–No estoy en nada más. ¿De quién hablas?

Vastard se tiró contra el respaldo de su sillón y se estiró bostezando.

–Recibí una llamada de André Vieuguet, el secretario de Duclos. En persona. Necesitan reunirse contigo. Tendrías que presentarte esta tarde en la sede del Comité Central, a las cuatro en punto...

–¿El Comité Central? ¿De qué se trata todo esto? Deben haberse equivocado de persona. ¿Estás seguro de que se trataba de mí?

–Hay solo un Louis Dragère en redacción, hasta donde sé... No puedo decirte más sobre eso. Intenté obtener precisiones, pero no soltó ni la más mínima información. Es tan difícil como intentar abrir una ostra con la mano.

El joven periodista mató el tiempo que lo separaba de su reunión paseando por el barrio. Pasó el tiempo despedazando unas castañas asadas, ante todos los espectáculos que le ofrecían los bulevares: las siluetas de las peatonas, un falso faquir que se acostaba sobre vidrio molido y le pedía a un peatón obeso que subiera sobre la plancha que había equilibrado sobre su vientre, un halterófilo bigotudo que rompía cadenas, caniches disfrazados como doncellas saltando por unos aros, un oso con la nariz perforada errándole tristemente a la cadencia de un tamboril... Luego terminó aterrizando en una sala oscura, el Helder, que proyectaba desde el mediodía Ça va barder de John Berry. Había leído una crítica bastante tibia de la película en su diario, pero era sobre todo la personalidad del director refugiado en Francia, escapando del macartismo, así como su actor principal Eddie Constantine, lo que lo había atraído delante de la pantalla. Salió con reservas de energía. Aunque la historia no era la gran cosa, una enésima variación del tema del tráfico de armas, la combinación del juego de los comediantes, de la dirección de los actores, del encuadre, de la luz y del montaje no le dejaba ningún respiro al espectador. Volvió a subir hasta la plaza de l’Opéra, bajo una lluvia fina y gélida, diciéndose que hablaría de ella con el crítico del diario, luego dobló por la calle La Fayette. Aunque lo había visto mil veces, mientras pasaba por el cruce Châteaudun afirmándose de las manillas del autobús, Dragère no había entrado nunca al edificio del 44, en la calle Le Peletier. Un edificio opulento de seis o siete pisos, el último apartado circundado por un corredor, ladrillos y cemento que daban la impresión de una arquitectura masiva, y sobre todo dos inmensas puertas de fierro forjado que no se abrían más que por unos segundos, tiempo en el que un auto se lanzaba al interior. La ubicación era ideal, en la frontera del París popular y del París de todos los poderes. Recorrió la fachada sin saber cómo dejar manifiesta su presencia. Terminó notando un timbre eléctrico medianamente disimulado por una excrecencia de chatarra. Apretó brevemente el botón, como si tuviera miedo de molestar a los ocupantes. Una voz, curiosamente salida de un punto por sobre su cabeza, se hizo escuchar:

–¿De qué se trata?

Levantó la nariz para responder.

–Me pidieron venir a las cuatro. Estoy un poco adelantado. Tengo reunión con el señor André Vieuguet...

–¿Quién es usted?

–Louis Dragère. Soy periodista de L’Humanité...

–Gracias. Tendré que hacerlo esperar unos instantes.

Su mirada cruzó aquella de un peatón cuyo rostro estaba totalmente cubierto de tatuajes. Una especie de pulpo desplegaba sus tentáculos desde su frente. Sus apéndices iban rodeando sus ojos, su nariz, su boca, sus orejas, al estilo de una mano sin cuerpo, de un azul transparente.

–Puede entrar...

Una puerta se abrió en el metal macizo del pórtico, y, aun teniendo todo a la vista, sostuvo el marco con su talón y casi pierde el equilibrio.

–Sígame.

Se dirigieron a la derecha para ingresar en una pieza ocupada por tres personas. Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje gris, de apariencia marcial, se encontraba detrás de un escritorio sobre el cual se encontraba una placa alargada, parecida a la que se encuentra en las administraciones: «General Joinville». Retratos gemelos de Maurice Thorez y de Stalin decoraban el muro. El periodista reconoció a uno de los que estaban sentados en la recepción, un obrero que iba a veces a hacer de guardia en la calle du Louvre, pero el hombre hizo como si nada.

–El compañero Vieuguet lo recibirá a usted. ¿Tiene documentos de identidad?

Abrió su billetera y extendió su tarjeta profesional.

–No sabía... tengo solo esto...

–Está bien, eso bastará.

El chico con el que se había cruzado antes lo registró rápidamente, luego subieron los pisos, pasando delante de la pieza triangular, de techo bajo, donde se reunía el Consejo Político. A través de la puerta entreabierta, percibió las mesas estrechas, la placa de mármol que rendía un homenaje a los dirigentes muertos durante la Resistencia. Jacques Duclos avanzaba dando zancadas por el mismo pasillo, en sentido inverso. Miró de arriba a abajo a Dragère y luego se detuvo para tenderle la mano. El acento de los Pirineos era tan grueso como la silueta de donde salía la voz.

–Estoy contento de que hayas respondido a nuestra invitación... André te va a recibir. Me habría gustado explicarte en persona lo que esperamos de ti, pero debo preparar una intervención en la Asamblea. ¡No dejaremos que rearmen a Alemania!

Louis Dragère permaneció atónito por un instante, era como si una estatua se hubiese puesto a hablarle, luego se volvió a poner en movimiento al modo de un autómata. El secretario de Duclos, ante el cual estuvo durante el minuto siguiente, era bastante menos impresionante. Desplegó un ejemplar de L’Humanité para dejar visible un artículo. Dragère reconoció la foto de la fábrica de productos químicos Kuhlmann que acompañaba a uno de sus reportajes, coronada por un título de shock encontrado por Vastard: «Sopa de gusanos».

–¡Excelente trabajo! Es este artículo el que atrajo nuestra atención hacia ti. Cuando apareció, hace seis meses, me hablaron de él por lo menos veinte veces durante la jornada siguiente. Nombres muy grandes tienen la amabilidad de confiar artículos a nuestras publicaciones, y debo decir en verdad que el eco es a menudo menor...

Acercó el artículo a su rostro y se puso a leer un pasaje después de carraspear su garganta.

–«Hay un olor en Aubervilliers, un olor del que nadie puede escapar: ¡se les pega a todos al fondo de la garganta, colma sus pulmones, todos lo respiran, y lo respiran en todas partes! Se cierne de pronto en ráfagas, a voluntad del viento inestable del oeste y se vuelve insoportable. Es con vagones de huesos venidos de los mataderos cercanos que se fabrica el pegamento y el abono animal. A estos olores agregue el polvo de los fosfatos. ¡Este olor a caldo de gusanos, olor a carroña, a horrorosa cocina de cadáveres, es Kuhlmann! Este es el panorama». Rara vez tiene uno la ocasión de toparse con algo tan potente, en la mañana, tomándose el café... He investigado, he reunido todo lo que has escrito desde hace dos años. Las investigaciones en terreno sobre todo. Por eso, cuando Jacques me puso al tanto de lo que le preocupaba, pensé inmediatamente en ti... Seguramente has escuchado hablar del Afiche Rojo, esa porquería que los nazis y sus lacayos hicieron pegar en los muros de Francia en febrero de 1944...

–Tenía 15 años en esa época. Me acuerdo como si fuera ayer. Lo habían pegado en todo el barrio de la Goutte d’Or. No estuvieron ahí mucho tiempo; con los compañeros nos ocupamos de limpiar los muros.

Vieuguet sacó una caja de medicamentos del bolsillo de su chaqueta y puso una pastilla verde sobre su lengua.

–Se me cansó la voz la semana pasada en un mitin en Sallaumines. Una hora de discurso en plena corriente de aire. He aquí el resultado... Bueno. A principios de marzo está decidido inaugurar la primera calle en homenaje al grupo Manouchian, cerca de la plaza Saint Fargeau en el distrito XX. Además de una concentración, se prevé depositar coronas en el cementerio d’Ivry, en el Mont Valérien, y una gran velada cultural en la Mutual. Varios ministros confirmaron su presencia, así como los embajadores de Polonia, de Rumania, de Hungría y de Italia, países de donde eran originarios los combatientes. La viuda del general Delestraint, así como de Jean Zay estarán ahí también. Esperamos la respuesta de un representante de la República soviética de Armenia y de un delegado de la República española en el exilio. Para darle mayor esplendor a la ceremonia, la dirección del Partido le encargó al camarada Louis Aragon la tarea de redactar un poema a la gloria de Missak Manouchian y sus acompañantes.

Dragère interpretó el silencio que se instaló como una invitación a expresarse.

–¿Qué debo hacer? ¿Preparar material para el periódico?

–Eso es el quehacer del 37, no del 44...

El tono se había vuelto tajante para ponerlo en su lugar, evocando los números de calle respectivos de L’Humanité y de la sede del Comité Central. Vieuguet prosiguió.

–Lo que te voy a decir es confidencial. Esto deberá quedar estrictamente entre nosotros. No debes reportárselo a nadie. ¿Entendido?

–Sí...

–Nuestros enemigos aprovechan todas las oportunidades para atacarnos, ensuciarnos. Algunos golpean incluso desde el interior de nuestra organización, donde han podido ocultarse. Fue el caso del fraccionario Tillon y del policía Marty. Esperamos que se desate una campaña con ocasión de esta inauguración. Debemos prepararnos para ello, estar listos para confundir a los calumniadores. No les hemos dado el mínimo crédito a los rumores que circulan sobre Missak y su grupo. El ataque de nuestros adversarios se apoyará sobre ellos, seguramente. Es de la más alta importancia que nosotros sepamos exactamente a qué atenernos. Es por eso que te confiamos esta tarea. Dispones de un mes para recoger la mayor cantidad de información posible sobre Manouchian y sobre lo que se dijo de él. Informaré a la dirección del periódico de tu ausencia momentánea. Julien Godart, el presidente del Comité Francés por la Defensa de los Inmigrantes, preparó un expediente que debería permitirte avanzar en esto.

Una hora más tarde, Louis Dragère se sobresaltaba por el ruido que hizo la pesada puerta que se cerraba detrás suyo. Apretó contra su pecho la carpeta de cartón que le había entregado el secretario de Jacques Duclos. Contenía en total tres hojas dactilografiadas y otros dos documentos. Se puso en camino hacia la estación de París Este bajo un cielo cuyo gris amenazaba con derramarse a cada instante. Los primeros copos empapados de agua se estrellaron a sus pies a la altura del restaurant Les Diamantaires, cuando las seis horas sonaban en una campana cercana. Se refugió en una cabina de la plaza Montholon para llamar a Juvisy. Unas diez personas que vivían en la calle instalaban un campamento improvisado a lo largo de las rejas con ayuda de planchas y telas, recubiertas de lona y telas impermeables. Allá, la conserje contestó después de haber dejado sonar el teléfono en el vacío durante varios minutos. Le informó con el aire que le sobraba que la «señorita Odette» había salido.

Capítulo 3

Odette y él habitaban una gran pieza situada sobre el taller de un fabricante de sellos de tinta hechos a medida, en la rue de l’Aqueduc. Se habían acostumbrado al ruido de la máquina de estampas, al rechinar de la cortina de fierro que se levantaba al mismo tiempo que el día. El rumor del tráfico de la estación de París Este les llegaba, sobre todo en verano, cuando el sol les obligaba a dejar las ventanas grandes abiertas. Su vecino de piso, un hombre pequeño y regordete que vivía con una mujer joven afectada por una cojera notoria, siempre tenía un negocio para proponer. Cigarrillos americanos a mitad de precio, rilletes de origen controlado, vino de productores, muebles nuevos que habían estado en liquidación, trajes a medida... Louis se lo había cruzado un poco tiempo antes, a la salida de un cierre de edición, por la madrugada. Vestido con un uniforme violeta y una gorra en la cabeza con la visera levantada, captaba a los provincianos alegres que pasaban delante del Tabarin, un club de striptease del barrio de Pigalle que no tenía problemas con que asistieran bobos. Dragère había rechazado su invitación, que incluía una copa de champaña por parte de la casa.

Prendió una yesca con madera de cajas recogidas en Les Halles para encender la leña que estaba en la chimenea antes de tomar conocimiento de la información que le había dado el secretario de Jacques Duclos. Puso de lado la lista de contactos, aterrorizado por la mera idea de tener que llamar a Louis Aragon. Supo que Missak Manouchian había nacido el 1 de septiembre de 1906 en Adiyaman, Turquía. Huérfano, había sido acogido, al igual que su hermano, por una institución religiosa del Líbano. Exiliado en Francia en 1925, había pasado por Marsella antes de llegar a trabajar en Citroën. Afiliado al Partido Comunista en 1935, había dirigido un periódico, Zangou. En la misma época, había sido la cabeza de una organización de solidaridad con la Armenia soviética, el HOG, donde había conocido a su futura mujer, Mélinée Assadourian. Detenido por la policía francesa en junio de 1941, al mismo tiempo que comenzaba la invasión de la URSS por parte del ejército nazi, se había vuelto, poco después de su liberación, uno de los responsables de la sección armenia de la Mano de Obra Inmigrante (MOI). Habiendo sido asignado a los Francotiradores y Partisanos (FTP) en febrero de 1943, participó al mes siguiente en su primera operación armada. Fue promovido a comisario técnico de los FTP en julio del mismo año, luego a comisario político en agosto, teniendo autoridad sobre unos cincuenta combatientes. Bajo su dirección se llevaron a cabo unas treinta acciones militares en París contra las tropas de ocupación, entre las cuales la más bullada fue la ejecución del general Julius Ritter, un cercano de Hitler, organizador del saqueo de Francia por medio del Servicio de Trabajo Obligatorio. Detenido por la Brigada Especial N°2 de la Dirección de Inteligencia el 16 de noviembre de 1943, Missak Manouchian es juzgado sumariamente por un tribunal militar alemán, junto con 22 de sus compañeros, y fusilado en el Fuerte del Mont Valérien durante la mañana del 21 de febrero de 1944. Dos documentos acompañaban la biografía. Una reproducción, en primer lugar, del Afiche Rojo puesto por los nazis en los muros, con diez rostros en medallones, encuadrados por estas palabras: «¿Liberadores? ¡La liberación del ejército del crimen!». Luego, una transcripción de la última carta escrita a su mujer Mélinée, de parte de aquel que firmaba «Michel» para darle un saludo a su país de adopción. Dragère leyó las palabras moviendo sus labios en silencio:

Mi querida Mélinée, mi pequeña huérfana amada,

En algunas horas ya no estaré en este mundo. Seremos fusilados esta tarde a las 15 horas. Esto me llega como un accidente en mi vida, no creo en ello, sin embargo, sé que nunca más te veré.

¿Qué puedo escribirte? Todo está muy confuso en mí y al mismo tiempo muy claro.

Me había alistado en el Ejército de Liberación como soldado voluntario, y muero a dos dedos de la Victoria y de la meta. Felicidades para todos aquellos que van a sobrevivir y gozar de la dulzura de la Libertad y de la Paz de mañana. Estoy seguro de que el pueblo francés y todos los combatientes por la Libertad sabrán honrar nuestra memoria dignamente. Al momento de morir, declaro que no tengo ningún odio contra el pueblo alemán y contra quien sea, cada uno tendrá lo que se merece como castigo y como recompensa. El pueblo alemán y todos los otros pueblos vivirán en paz y en fraternidad después de la guerra, que no durará mucho más. Felicidades para todos... Tengo un gran dolor por no haberte hecho feliz, habría querido tener un hijo contigo, como siempre quisiste. Te ruego entonces que te cases después de la guerra, sin falta, y que tengas un hijo por mi felicidad, y para cumplir mi última voluntad, cásate con alguien que pueda hacerte feliz. Todos mis bienes y todas mis cosas te las dejo a ti, a tu hermana y a mis sobrinos. Después de la guerra, podrás hacer valer tu derecho de pensión de guerra como mi esposa, ya que muero como soldado regular del Ejército Francés de Liberación.

Con la ayuda de los amigos que quieran honrarme, haz que editen mis poemas y mis escritos... Llevarás mis recuerdos, si es posible, a mis parientes en Armenia. Moriré con mis 23 camaradas en un momento, con el coraje y la serenidad de un hombre que tiene la conciencia muy tranquila... Hoy hay sol. Es mirando el sol y la bella naturaleza que tanto quise que diré adiós a la vida y a todos ustedes, mi querida mujer y mis queridos amigos... Te doy un fuerte abrazo, así como a tu hermana y a todos los amigos que me conocen de lejos o de cerca, los abrazo a todos en mi corazón. Adiós. Tu amigo, tu camarada, tu marido.

Manouchian Michel.

No estaba descubriendo el texto, ya lo había escuchado dos años antes, en un homenaje a la Resistencia, leído por el actor Gérard Philippe, pero la emoción era igual de profunda. Súbitamente, la soledad se le volvió insoportable. Bajó a tomarse unos vasos a la barra del Archiduc, un café con varios clientes frecuentes, situado a dos pasos del puente que unía las vías de París Este. Volvió a intentar llamar a Juvisy discando el número en el dial del teléfono puesto sobre el bar. La voz de Odette fue un relajo para él. Bajó el tono para no ser escuchado por los otros clientes.

–Te llamé a las seis... Tú habías fijado la hora... ¿Dónde fuiste?

–¡Estaba chapoteando! Transfirieron a mi madre al hospital de la calle Camille Flammarion. Van a tenerla algunos días en observación. Cuando volví a casa, el bus había quedado bloqueado por la subida de las aguas abajo en el cruce d’Estienne d’Orves. Sé que no es agradable para ti, pero tengo que quedarme todavía cerca de ella.

–Juvisy no está al fin del mundo...

–Por supuesto que no, en tiempos normales. Quizá no me crees porque no ves cómo estamos cercados aquí... El Sena ha vuelto a subir diez centímetros desde esta mañana. El patio de maniobras está inundado. No puedo volver a París con el riesgo de no poder regresar si pasa cualquier cosa.