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En este romance deportivo saltan chispas entre un jugador de hockey malhablado y una tímida bibliotecaria. Jed West es Mister Hockey: el capitán del equipo ganador del campeonato de la NHL y el jugador más atractivo sobre la pista de hielo, al menos según Breezy Angel, que lleva años suspirando por él y teniéndolo como protagonista de sus fantasías más íntimas. Pero estas no se hacen realidad…, ¿o quiza sí? Todo cambia cuando Jed entra en la biblioteca donde trabaja Breezy como invitado especial del club de lectura de verano. La atracción entre ambos es inmediata y lo bastante ardiente como para descongelar una pista de patinaje en tiempo récord. Sin embargo, las cosas se complican cuando Breezy decide ocultar que es la mayor admiradora del jugador. Pero no es la única que tiene secretos, los de él podrían cambiar el curso de su carrera para siempre. ¿Encontrarán el valor para ser sinceros el uno con el otro o se acabará su historia de amor antes de que empiece? «Una novela tan al rojo vivo que tendrás que ponerte guantes de hockey para pasar las páginas». Booklist
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Seitenzahl: 263
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Mister Hockey
Título original: Mister Hockey
© 2017, Lia Riley
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, María Romero Valiña
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño e ilustración de cubierta: Elle Maxwell
I.S.B.N.: 9788410641273
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Notas
A Jarah, eres un regalo y te quiero mucho
Me gustaría expresar mi gratitud a todas las personas que hicieron posible este libro. A Elle Keck, que fue una editora sabia, minuciosa y reflexiva; a Emily Sylvan Kim, la agente más increíble que existe; a mi familia de escritores: Jennifer Blackwood, Jennifer Ryan, Chanel Cleeton, A. J. Pine, Jules Barnard, Natalie Blitt y Megan Erickson; y a mi familia real, que se merece tener la ropa limpia y la comida caliente…, aunque solo algunos días.
A Jed West se le revolvió el estómago como si estuviese subido en una montaña rusa mientras entrecerraba los ojos para leer el menú de Zachary’s, el popular local de Denver en el que se servían desayunos durante todo el día. Sombras fantasmales bailotearon frente a la lista de especiales, difuminando las descripciones de tostadas francesas con mantequilla de cacahuete, filete empanado con huevos benedictinos y tortitas de boniato. Los precios también empezaron a desdibujarse: los signos de dólar y los números se volvieron apenas legibles. «Ah, mierda. Ahora no, joder».
No tenía sentido parpadear. Conocía los pasos a seguir. Con la mandíbula apretada, cogió el zumo de naranja, dio un sorbo y esperó. Los episodios cortos de visión doble lo habían perseguido desde el séptimo juego, siempre con el mismo patrón. Después de un minuto o dos, su enfoque volvía a la normalidad como si nada hubiera pasado. Hasta que eso ocurriera, necesitaba seguir una de las máximas favoritas del entrenador: «¡Te aguantas!».
De todos modos, ¿a quién le importaba el maldito menú? Lo empujó a un lado, pues ya había pedido el Hunger Blaster, un panecillo relleno de chorizo criollo y huevos con jalapeños y queso chédar —el tipo de desayuno que te mata de la mejor manera posible—, y masticó hielo. Lástima que los cubitos no transmitieran su frialdad, porque aquella… situación, por falta de una palabra más adecuada, se le estaba metiendo bajo la piel y no debería.
La visión doble inexplicable no era un paseo por el parque, pero los hechos eran los hechos. Y la fea verdad era que, si no dejaba de pestañear como Scarlett O’Hara con una mosca en la falda, la columnista deportiva más dura de The Post lo miraría desde el otro lado de la mesa, confundiría su tic con un guiño estúpido y se lanzaría sobre él como en El señor de las moscas.
Al menos de momento, Neve Angel estaba ocupada. Se inclinaba sobre su grabadora digital, con el flequillo oscuro ocultándole la mirada aguda mientras jugueteaba con los ajustes de control. Sus labios se movían al ritmo de la alegre canción de Buddy Holly que sonaba en los altavoces del local mientras sacaba un micrófono de la mochila. Recuperó la visión a tiempo para leer el botón naranja clavado en la parte delantera.
«Una pelota en el Festival de Testículos de Rock Creek».
Dios, parecía un verdadero suvenir.
Apretó las rodillas y esbozó una sonrisa de oreja a oreja, la misma que hacía que los posibles patrocinadores hicieran cola en la calle, deseosos de que vendiera de todo, desde agua de coco vitaminada hasta espuma de afeitar. Desenvolvió la servilleta de papel que cubría el tenedor y el cuchillo y empezó a rasgar la esquina en tiras.
Sin duda, lo de los ojos estaba relacionado con el cansancio, un peaje inevitable tras la agotadora temporada de la NHL y los reñidos playoffs posteriores. Todo saldría bien al final. Y si no iba bien, es que aún no había llegado el final.
—¿Piensas contarme por qué estás destrozando esa servilleta? —Neve apoyó los codos en el tablero de madera reciclada, señal de que estaban pasando al modo entrevista. Las cejas se le arqueaban bajo el espeso flequillo—. ¿Nervioso por estar en el banquillo, princesa?
—Sí, aterrorizado —respondió él, lacónicamente, siguiendo la broma.
Ocultar sus verdaderos sentimientos detrás de una máscara de confianza era algo automático; era parte del rol de tener la C cosida en la parte delantera de su camiseta. Un buen capitán nunca mostraba miedo ante el adversario.
—El ladrido de un chacal es peor que su mordedura.
—¿Un chacal? No me digas que ahora usas gunnarismos… —Ella puso los ojos en blanco—. Y yo que quería disfrutar de mi bagel sin sufrir arcadas.
El entrenador de los Hellions, Tor Gunnar, tenía fama de tachar a la prensa de «chacales». Fomentaba una relación tensa con los periodistas, en particular con la mujer menuda que estaba sentaba frente a él. Neve había publicado un artículo sobre su divorcio hacía unos años y Gunnar había decidido vetarla en las ruedas de prensa. Entonces, ella había comenzado a responder con artículos de opinión cada vez más críticos y su enemistad mutua había acabado convirtiéndose en leyenda local.
—Esa relación de amor-odio entre el entrenador G y tú podría estar enmascarando una seria tensión sexual —bromeó Jed—. Deberías indagar sobre eso. Además, si él tuviera sexo, podría sonreír más de una vez al año. Todo el equipo te lo agradecería.
—Umm —refunfuñó Neve en su vaso—. ¿Cuántos de estos cubitos de hielo cabrían en tu nariz? Difícil de decir. Mi apuesta es diez. Cinco en cada fosa nasal.
Él rio, deslizando uno de sus brazos sobre el respaldo del asiento de cuero. Una camarera que limpiaba una mesa cercana captó su atención y, al cruzar sus miradas, uno de los platos que ella portaba acabó contra su pecho, manchando de kétchup la blusa blanca de la empleada.
Jed fingió no notar ese grito de desconcierto y en su lugar se concentró en un póster enmarcado que decía: «Un bostezo es una súplica silenciosa por una taza de café». Nunca dejaba de ser extraño, incluso después de tanto tiempo, ser el centro de atención. El que recibía las miradas, los gritos de los fans y los números garabateados en una servilleta de bar cada vez que salía a tomar una cerveza. Unas pocas veces al año, también le llegaban sujetadores con encaje por correo.
Cuando fue incluido en la lista de los Hombres Más Sexis del Deporte de Cosmo el año anterior, los chicos del equipo no dejaron de meterse con él.
—¡Míííííster Hockey! —le gritaban en el vestuario, usando el apodo que habían utilizado en el artículo de la revista—. Posa. ¡Vamos, hombre! Muéstranos tu mejor mirada Magnum[1].
No es que la atención femenina tuviera algo de malo. Le gustaba su trabajo y era muy bueno haciéndolo, pero tampoco es que se dedicara a sacar niños de edificios en llamas o defendiera a su país. La adoración a los héroes podía afectar la mente de un hombre. Hacerle pensar que era invencible. Y él había visto de primera mano a dónde podía llevar esa mentalidad a un atleta. A ningún buen lugar.
Jed se masajeaba la sien izquierda en un círculo lento.
—Sé que hay una historia detrás de ese ceño fruncido —dijo Neve mientras metía una rodaja de limón en su vaso—. ¿Deberíamos empezar por ahí?
—Suelo tener esta cara de perro. —Se negó a ceder ante la mirada escrutadora de ella y comenzó a contar hasta diez. Cuatro…, cinco…, seis…
—Nop. Normalmente estás sonriendo como un mono con un plátano —replicó ella.
—Nunca me han gustado los plátanos. —Se encogió de hombros—. Soy más fan de los frutos rojos.
—Como quieras. Hazlo a tu manera —dijo Neve con su habitual determinación—. Sigue siendo misterioso.
—Oye, en serio. —Él se pasó una mano por el pelo, mostrando sutilmente su anillo de campeonato—. Todo va bien en mi mundo. Genial, incluso.
Sí, excepto por el hecho de que había pasado la mañana en la sala de proyección de los Hellions, revisando cintas de los últimos minutos del séptimo juego. Había recibido un pase adelantado y patinado hacia la zona de Detroit. El marcador iba empatado, la adrenalina estaba alta. Debió de ser la razón por la que el defensa de los Red Wings le metió el extremo de su palo en la cuenca del ojo derecho.
Jed se había visto a sí mismo en la pantalla plana, levantándose del hielo y rechazando la atención médica. Era surrealista, como ver una película sobre la vida de otra persona. No recordaba nada de esos minutos, pero parecía que incluso la parte más primitiva de su cerebro tenía aversión a ser enviado al banquillo.
Aun así, el golpe no había sido suficiente para acabar con él, ¿verdad?
—Está bien, está bien. Dejémonos de tonterías, comencemos con la grabación. —Neve hizo clic en el botón rojo. Su voz bajó media octava y adoptó un tono más formal, como si se hubiera transformado en una presentadora de la Radio Pública Nacional—: Hola y bienvenidos a otra edición de Cielos deportivos, conmigo, Neve, el ángel favorito de Denver. Hoy tengo la suerte de estar sentada con Jed West, el capitán de los Denver Hellions. Gracias por tu tiempo, Westy.
—El placer es mío —dijo él, levantando su vaso de pinta vacío en un brindis, empujando las cintas de vídeo al fondo de su mente.
—Desde que te traspasaron de los Sharks, has llevado a los Hellions hasta la cima dos veces. Has roto una de las rachas perdedoras más largas en la historia de la NHL y…
El coro estruendoso de la canción All I Do Is Win sonó desde dentro de su blusa.
—Ostras. Espera un momento. —Neve pausó la grabación y sacó el teléfono del interior de su ropa interior.
—Vaya, guardas tu teléfono en un sitio impresionante —dijo él sin inmutarse.
—Oh, cállate. El sujetador es la navaja suiza de una chica moderna. ¿Por dónde iba? —Pulsó el botón rojo de nuevo y juntó las yemas de los dedos—. Ah, sí, la magia de Westy. ¿Cuál es tu secreto?
—No lo sé. Lo de siempre. —Cogió un trozo de servilleta del montón frente a él y lo enrolló en una bola ordenada—. Cuando hay luna llena, llevo una cabra a la pista de hielo, preferiblemente una joven. Las viejas se ponen de muy mal humor. Hay cánticos. Un círculo de gente desnuda con tambores. Y luego el ritual completo del sacrificio con un…
All I Do Is Win volvió a sonar.
Neve se sacó el teléfono del escote y frunció el ceño al mirar la pantalla.
—Es mi hermana. Breezy nunca me llama cuando estoy trabajando. Tengo que atender la llamada, lo siento. —Apagó la grabadora y se llevó el teléfono a la oreja—. ¿Qué pasa? —Dos líneas se marcaron en la piel entre sus cejas—. Vale. Para. Despacio, muy despacio. Respira. No. Eso es risa histérica rozando el llanto. Quiero respiraciones profundas desde tu diafragma. Más lento. Bien… Mucho mejor —dijo mientras asentía con gesto preocupado—. Ajá, ajá… Sí. No, ¡no lo hizo! Me importa un pimiento si es por el clima… Siempre he dicho que es un imbécil… ¿Yo?… Umm… —Neve comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa, lanzándole a Jed una mirada penetrante—. ¿Tienes planes para esta tarde?
—No lo sé. —Jed se encogió de hombros, sin gustarle el brillo en los ojos de ella—. Después de tu entrevista iré al gimnasio a levantar pesas. —Y tal vez haga una búsqueda en Internet de un neurólogo que sea discreto—. ¿Por qué?
—Tor Gunnar se comprometió a encabezar un evento de alfabetización infantil en la biblioteca de la sucursal de Rosedale —dijo ella, pronunciando el nombre del entrenador de los Hellion como un personaje de Harry Potter maldiciendo a Voldemort. Tomó un sorbo de té helado, como si quisiera limpiar el nombre de su paladar, y continuó—: Tenía un evento de golf benéfico en Scottsdale y ha habido un retraso en los vuelos debido al clima. La misma tormenta que está dejando toda la lluvia aquí está causando inundaciones repentinas allá. Su vuelo ha sido cancelado y eso significa que mi hermanita, que es la jefa de la biblioteca infantil, se ha quedado sin invitado especial y con una sala comunitaria llena de jóvenes seguidores del hockey emocionados.
—¿Tu hermana se llama Breezy?[2]
—Briana. —Neve sonrió con malicia—. Pero yo no podía pronunciarlo cuando era pequeña y al final mi versión de su nombre se quedó. Me ha pedido que intervenga como la invitada especial sorpresa, pero ya que tú estás aquí…
Él captó la indirecta.
—¿Necesitas un voluntario?
—¡Vaya, qué oferta tan maravillosa y generosa! —Su exagerado tono meloso volvió a su tono habitual, más enérgico—: ¡Trato hecho! Amo dos cosas en este mundo: mi trabajo y mi familia. Breezy hace verdaderos milagros en esa biblioteca. Decepcionar a esos niños la mataría. Además… —Comenzó a tamborilear sus uñas sobre la superficie de la mesa con una mirada de satisfacción.
—¿Qué? —preguntó él, cruzándose de brazos, como si el gesto pudiera ocultar los celos que sentía cada vez que se le presentaba delante la evidencia de las vidas normales y felices de otras personas.
—Nada. —Se pasó una mano por la boca, borrando su sonrisa misteriosa—. Entonces…, ¿qué me dices? ¿Atenderás la llamada urgente de una damisela en apuros? Solo recuerda que, si la respuesta es no, el tema de mi próximo pódcast será sobre capitanes de hockey que defraudan a sus seguidores al negarse a apoyar eventos comunitarios valiosos.
Él levantó las manos fingiendo estar molesto.
—Habría dicho que sí. No era necesario recurrir a amenazas al estilo de Tony Soprano. —Disfrutaba de la charla
inteligente y de la compañía de Neve. No tenía una hermana, pero si la tuviera, desearía que fuera como ella.
—Es agradable descubrir que tu actitud de buen chico no es una pose. —Las líneas de tensión alrededor de su boca desaparecieron mostrando ahora una sonrisa sincera—. Te sorprendería la cantidad de atletas famosos que son unos completos capullos. —Volvió a poner el teléfono en su oído—. ¿Breezy? Crisis resuelta. La caballería está de camino.
—Su pedido estará listo en un minuto —dijo la camarera, acercándose a la mesa e inclinándose hacia ellos. Un pegote de rímel colgaba del borde de sus pestañas—. ¿Quieren algo más mientras tanto? ¿Más zumo de naranja recién exprimido? ¿Tal vez… mi número de teléfono?
—¡Oye! Ya basta. —Neve se guardó el teléfono dentro de la blusa—. Necesitamos el sándwich y el bagel para llevar. —Empezó a guardar sus cosas con movimientos rápidos y eficientes mientras la camarera se retiraba—. ¿Me sigues?
—Conozco el camino. —Su apartamento no estaba lejos de la biblioteca de Rosedale—. ¿Por Boulevard Speer y luego salida en la Décima? —Se levantó y cogió su chaqueta Gore-Tex—. ¿Cuál es el plan?
—Dirás unas palabras, algo corto. —Neve se encogió de hombros mientras se levantaba y caminaba hacia la puerta principal, aceptando las bolsas marrones de la camarera y pasándole una a él antes de pagar la cuenta—. Ya sabes, cosas tipo: «¡La escuela es genial!» y «Leer es para ganadores», cosas que hacen sentir bien. Improvisa. ¡Oh! —Levantó un dedo—. Breezy ha mencionado que el invitado tiene que compartir con ellos su libro ilustrado favorito. Sabes leer, ¿verdad? —Le guiñó un ojo.
—¿Recuerdas cómo jugaba de defensa para Stanford? —Jed abrió y sostuvo la puerta—. También estudié finanzas. —Le costó esfuerzo mantener la calma en su voz. Los estereotipos eran profecías autocumplidas y había pasado años trabajando duro para no ser otro «deportista tonto» con un promedio bajo. En realidad, leer no era su actividad favorita, pero los números siempre se le habían dado bien.
—¿Finanzas, eh? —Neve no notó su rigidez mientras pasaba—. Cada vez que hablo de banca, tengo síntomas de abstinencia. —Se rio de su chiste malo—. Ahora en serio, gracias por el gesto de buen samaritano. Es genial, y Breezy lo va a apreciar más de lo que te imaginas. —De nuevo apareció ese atisbo de sonrisa íntima que se desvaneció tan pronto como había surgido—. Vaya, ¡cómo llueve! Necesitamos un esnórquel y aletas para llegar al aparcamiento.
—Ya te digo. —Jed se subió la capucha—. Esa hermana tuya, la del nombre gracioso, ¿se parece en algo a ti? Dios nos libre si hay otro Chihuahua charlatán por ahí suelto como tú.
—¿Breezy? En nada. —Neve abrió su paraguas con un gesto teatral—. Pero es mi mejor amiga. Si la decepcionas, te daré una patada en la entrepierna que te dejará encogido durante una semana entera.
—Intentémoslo de nuevo. Desde el principio. —Breezy Angel inhaló profundamente, esforzándose por cerrar la cremallera del disfraz, poniéndose en riesgo de romperse una costilla.
¿A quién quería engañar? Aquellos abdominales flácidos no habían hecho ejercicio en años. Apenas podían flexionarse, mucho menos tener la fuerza para romper un hueso. El sudor le perlaba la nuca mientras las estrellas rozaban el borde de su visión.
—Uf. Vamos, vamos. —Resopló, haciendo una mueca.
Estiró la mano y casi… casi… casi… sus dedos rozaron la cremallera.
¡Consiguió alcanzarla!
Cogió la pieza de metal y tiró, pero la condenada se negó a moverse. Frunciendo el ceño, lo intentó de nuevo.
El mismo resultado.
Con quince años, el disfraz de Superlector de la biblioteca le quedaba como un guante. Y el verano anterior había conseguido enfundarse en él sin problemas.
—Uf. —La báscula del baño había sido una idiota desde la ruptura con Rory.
Durante la mudanza de la semana anterior a su nueva —y primera— casa propia, había exiliado a aquel aparato vengativo al garaje como castigo, aunque en realidad su sentencia no era mentira.
Siete kilos extra acolchaban sus caderas y trasero, resultado de un trío continuo con Ben y Jerry[3].
La cremallera cedió al fin.
—¡Genial! —Su voz resonó en los azulejos del baño de mujeres mientras se sujetaba los pechos aplanados. Sus pezones se invertían y su ombligo aplastaba su columna, pero, oye, ¡se había metido dentro! Y se sentía victoriosa. Bueno, más o menos…
Ahora debía sobrevivir la próxima hora sin reír, sentarse o respirar.
No es que alguna vez hubiera sido una chica delgada y esbelta. Su cuerpo tendía a la voluptuosidad y una buena tabla de quesos era mejor que unos vaqueros de la talla 36. Se enorgullecía de su trasero y tenía alergia a cualquier comentario sobre cómo una «mujer real» debía tener: a) curvas, b) ausencia de curvas o c) músculos conseguidos a base de esfuerzo.
Lo siento, pero no. Lo único que una supuesta «mujer real» necesitaba para ostentar ese título era tener pulso.
Y punto. Fin de la historia.
Aun así, ella quería sentirse bien consigo misma. Y en ese momento no lo hacía. No lo había hecho en mucho tiempo.
Cogiendo la taza de café de Jed West del borde del lavabo —un regalo de su hermana mayor por su cumpleaños número vigesimonoveno—, bebió un sorbo de café antes de mirar la foto impresa en un lado.
Suspiró.
Westy era el queso de la pizza. La salsa de tomate de los macarrones. La ginebra de la tónica. El… el… caramelo de las palomitas.
Esos iris eran una mezcla entre el verde de la hierba y el marrón de la corteza de los nogales.
¿Cuántas horas había pasado tratando de encontrar la perfecta descripción poética del color avellana de sus ojos?
Spoiler: muchas.
Y no se avergonzaba, porque esa cara era un regalo para la humanidad; como si, sin importar lo que dijeran en las noticias de la noche, el mundo no pudiera estar yéndose al garete si se había confabulado para crear una mandíbula masculina tan perfecta. Y esas pecas. Sí. Guau… Esas pecas eran la perdición de cualquiera.
Revisó su reflejo con un encogimiento de hombros poco entusiasta, sin mucho que celebrar o lamentar. Mirando el lado positivo, su cabello tenía un buen día. El semirrecogido con una coleta lateral baja le sentaba bien. Puro glamour de los sesenta. Se inclinó más cerca, limpiándose una mancha de pintalabios del labio inferior. Su habitual maquillaje de ojos también estaba perfecto. El delineador líquido negro en sus párpados le daba seguridad, incluso cuando el miedo por estar ante una gran multitud de gente en una sala amenazaba con hacer explotar su corazón.
Todos los que se entretenían con peleas de pulgares sentados en las sillas plegables esperaban conocer al popular entrenador de los Hellion, Tor Gunnar, recién llegado de su segunda victoria consecutiva en el campeonato de la NHL, quien no había podido acudir debido al mal tiempo.
Uf. Malas noticias en un día que se suponía que debía ser bueno, un desastre cuando en el Consejo de Administración de la biblioteca se rumoreaba que se avecinaban recortes.
Las aportaciones municipales habían caído en picado y, para colmo, el sistema de bibliotecas había perdido varios cientos de miles de dólares en financiamiento federal. No era una cuestión de si habría cierres o ajustes en los departamentos, sino de cuándo. Su departamento debía brillar si esperaba sobrevivir los días oscuros que estaban por venir.
Breezy se mordisqueó el interior de la mejilla, haciendo una mueca de dolor cuando una mordida demasiado fuerte le inundó la boca con un sabor ligeramente metálico. No permitiría que su carrera profesional se fuera por el desagüe sin luchar. Su departamento transformaba la zona infantil para cada festividad, convirtiéndola en un lugar donde los jóvenes podían ir después de clase y recibir ayuda con los deberes por parte de voluntarios veteranos, donde los lectores más reacios encontraban el libro perfecto o participaban en el club de Lego o ajedrez, o en clases de robótica o Minecraft, y donde los padres de la zona podían relacionarse entre sí en las horas de cuentos para niños pequeños o en las clases para padres.
Quien consideraba a los bibliotecarios unos ratones de biblioteca aburridos era que nunca había escuchado a Breezy rapear I Like Big Books and I Cannot Lie[4] después de un Jack Daniels con Coca-Cola Light de más —puntos extra para ella por sus habilidades de twerking—.
Y si alguna vez soñaba con abrir una librería infantil independiente, bueno, no era más que otra de sus fantasías, como aquella en la que conocía a Jed West y él se enamoraba locamente de ella.
«¡Aquí!». El teléfono vibró con un mensaje de su hermana. Y hablando de vivir sueños, Neve tenía el trabajo perfecto para un miembro del club de fans de los Hellions Angels, el apodo que su familia había asignado al club de hockey. De octubre a abril (y los playoffs, si Dios quería), las mujeres del club se pasaban las noches que jugaban los Hellions apretujadas en la vieja casa victoriana de la tía Lo en Five Points, comportándose como frikis sin vergüenza: mamá, la abuela Dee, la tía Joanie, la tía Shell y su mejor amiga, Margot, que era básicamente un miembro honorario de la familia.
Esas eran las noches en las que su padrastro y tíos se retiraban a la cueva de los hombres que había sobre el garaje para jugar al billar, al futbolín y lamentarse por la pérdida de la pantalla plana de sesenta pulgadas del salón. Ellos eran fanáticos de los Broncos y estaban obsesionados con las ligas de fútbol americano.
¿Pero las mujeres Angel?
Ellas estaban locas por el hockey, una tradición iniciada por la abuela Dee y transmitida con orgullo a lo largo de tres generaciones. Algunas personas estaban obsesionadas con los cómics de Marvel, Doctor Who o Harry Potter. Ella se identificaba como Ravenclaw[5], pero el resto de su familia no conocía la palabra cosplay ni sabía que existía Comic-Con[6]. Aun así, se ponían cuernos de diablo rojos, se pintaban la cara con colores carmesí y blanco y blandían tridentes de plástico sin un ápice de vergüenza.
—¡Qué bien que estás aquí! —irrumpió Neve, vestida con pantalones negros de ejecutiva y una camisa gris. Breezy amaba los estampados coloridos, cuanto más atrevidos y extravagantes, mejor, mientras que su hermana mayor tenía una reacción alérgica a usar cualquier cosa que no fuera de color neutro o de algodón—. Tu ayudante pensó que aún estarías cambiándote.
—Gracias por sacarme del apuro de última hora. —Breezy enjuagó la taza de Westy y la metió en su bolsa de tela con la frase impresa «Leer es sexi» antes de dirigirse a la puerta—. Llegamos tarde, así que te haré un resumen rápido. Te presentaré y…
—¡Breezy, espera!
Los nervios que conectaban sus pies con su cerebro se rompieron en mitad del pasillo. Se quedó paralizada, su mirada recorrió un par de zapatillas Adidas Vintage y subió por unos pantalones de chándal grises que colgaban de una cintura delgada y estrecha. Las sombras se proyectaban sobre el algodón, resaltando la más mínima insinuación de un bulto. Luego subió la vista hacia un torso amplio y unos hombros aún más anchos. La barbilla inconfundible. La mandíbula con barba incipiente. Y esos ojos que eran…, que eran… ¿De qué color eran?
Cada músculo de su cuerpo se tensó, su corazón era incapaz de latir con normalidad.
Madre del amor hermoso…
Jed.
West.
Capitán de los Hellions.
Jed West.
Su amor platónico, el mismísimo Jed West, estaba en su biblioteca. Apoyado contra una pared de bloques de cemento a un metro de distancia. El corazón le subió hasta la garganta. El fino vello de la nuca se le erizó.
No podía ser. No. Podía. Ser. Pero sí. Oh, Dios, ¡sí!
La chaqueta impermeable negra de él contrastaba con el brillo de su espeso cabello color marrón expreso. Pequeñas gotas de lluvia se adherían a cada uno de sus mechones perfectos, brillantes como diamantes. Las Parcas se desmayaron. No, un momento. Ese gemido sin aliento había salido de sus propios labios entreabiertos.
—Te dije que traería una sorpresa —dijo Neve, con voz lenta y uniforme mientras sus penetrantes ojos grises ordenaban en silencio a su hermana: «Contrólate, mujer. No pierdas la compostura».
—Bonita capa. ¿Yo también me tengo que poner una? —La famosa sonrisa despreocupada de Jed retorció un tornillo invisible en el vértice de los muslos de Breezy, un pinchazo que se convirtió en un dolor agudo.
Por supuesto, él no sabía nada del papel estelar que desempeñaba en sus sesiones con su Satisfyer. Ni de las palabras subidas de tono que él gemía en su oído mientras ella se retorcía en la oscuridad.
«Noto tu sabor en mis labios, nena. Dime, ¿de quién eres?».
Él no podía tener la menor idea de su caliente y desbordante imaginación, pero…, santo cielo, ella sí lo sabía. Siempre que fantaseaba escenas tórridas con un chico, él era el protagonista.
Las mejillas se le tiñeron de rojo mientras se reía de manera nerviosa.
—Eh… Un momento, por favor. Olvidé… una… cosa. —Entró rápidamente al baño e hizo lo que cualquier mujer normal haría si fuera vestida con un viejo y raído traje de licra rojo y se encontrara cara a cara con el hombre de sus sueños.
Se dio cabezazos contra la puerta.
—Por favor. —La mirada horrorizada de Breezy se clavó en la puerta del baño hasta que los ojos le ardieron—. Oh, por favor, oh, por favor… —repetía con los dedos presionados contra su boca—. Que esta pesadilla sea una ensoñación provocada por la falta de oxígeno debido al disfraz demasiado ajustado.
Una chispa de esperanza brilló en el pozo negro de su estómago.
Jed West a un metro y medio de distancia. ¡Qué locura! No es que fuera improbable. Era completamente imposible. Tan solo estaba en su mente por esa dichosa taza de café y su cerebro estresado había fabricado una alucinación. No era del todo reconfortante, pero una crisis psicótica era preferible a encontrarse de frente con su mayor fantasía sexual mientras a ella se le marcaba la pezuña de camello.
Se oyó un golpe seco en la puerta.
—¿Breezy? —El tono de voz de Neve estaba al borde de la irritación.
Tras un suspiro, sujetó con fuerza su bolso y salió del baño.
—Había olvidado cerrar el grifo. El ahorro de agua es muy importante —dijo riéndose de manera incómoda.
Jed West no era una alucinación. Estaba teniendo una conversación con él. Palabras reales salían de su boca real. Él hizo contacto visual. Sabía que ella existía en este mundo loco. El problema era que la miraba como si fuera un ser de dos cabezas.
—Un momento. ¿Vosotras dos sois hermanas? —preguntó Jed con incredulidad.
—Afirmativo. —Neve rodeó la cintura de su hermana con un brazo—. Nacimos con once meses y medio de diferencia.
Y eran como la noche y el día. Neve era delicada, al menos en apariencia. Aunque había sido patinadora artística siguiendo los pasos de su madre, también tenía cinturón negro en jiu-jitsu brasileño. Años atrás, era capaz de derribar a tipos que le doblaban el peso durante sus sesiones de entrenamiento semanales.
Breezy también tenía un cinturón negro, pero el suyo era en devorar libros. Apenas había comenzado el mes de julio y ya había registrado ciento sesenta libros leídos en Goodreads ese año. Todo apuntaba a que conseguiría superar su objetivo de llegar a los doscientos a finales de año. Neve tenía el cabello negro, cejas pobladas y una boca ancha y malhumorada. En comparación, Breezy a su lado era como una vaca lechera tranquila, de ojos grandes y huesos fuertes. De un color de pelo indeterminado, ni lo suficientemente claro como para considerarla rubia, ni lo suficientemente oscuro para clasificarla como castaña.
—Yo soy la mayor —dijo Neve mientras la parte superior de su cabeza rozaba el hombro de su hermana.
Breezy se humedeció los labios secos, luchando por recordar cómo se forma una frase completa.
—Entonces… Esto… Umm… Jed, ¿qué te trae por aquí? —Bien. Genial. Una pregunta normal y corriente. Mucho mejor que «¿Te importa si me acerco para olerte?».
—He oído que necesitabas un lector. —Su voz profunda retumbó como un cincel golpeando granito. Las vibraciones aún resonaban en los huesos de Breezy—. Hemos estado en la sección de niños para buscar un libro. ¿Quieres revisar mi elección?