Moral y civilización. Una historia - Juan Antonio Rivera - E-Book

Moral y civilización. Una historia E-Book

Juan Antonio Rivera

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Beschreibung

Un fascinante recorrido por la biología, la psicología, la filosofía, la política y la economía para explicar la evolución del comportamiento humano, del altruismo tribal en la Prehistoria a la ética del respeto en la civilización contemporánea. ¿Cómo hemos pasado de sociedades pequeñas de cazadores-recolectores, en las que cualquier miembro ajeno a ellas era considerado un enemigo, a coexistir en civilizaciones extensas en las que nos codeamos cada día con multitud de desconocidos? ¿Qué se ha removido en nosotros para pasar del impulso xenófobo de hacer la guerra a los forasteros a convivir con ellos tratándolos con benigna desatención? ¿Cómo ha sido el tránsito de la ética de la sabana a la ética de la civilización? Se ha producido una evolución importante desde la moral que imperaba hace millones de años en las minúsculas colectividades de nuestros ancestros hasta la actual moral de las civilizaciones extensas. Hemos alcanzado lo que se denomina dominio ecológico: estamos en lo alto de la cadena trófica y ya no tenemos depredadores importantes de los que preocuparnos. Ahora, las principales presiones de selección que se ejercen sobre nuestra especie proceden de ella misma. Juan Antonio Rivera aborda en este libro, desde el enfoque de la ética evolucionista, los grandes cambios que ha experimentado el comportamiento humano a lo largo de la historia, propulsados por dos factores clave: el tamaño y la complejidad en aumento de los grupos humanos, y la aparición del individualismo como fenómeno cultural en Occidente. Además, reconstruye con increíble maestría la compleja historia de una idea fundacional en la ética de las sociedades modernas: el respeto.

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MORAL Y CIVILIZACIÓN. UNA HISTORIA

© del texto: Juan Antonio Rivera, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: febrero de 2024

ISBN: 978-84-19558-68-8

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Juan Antonio Rivera

MORAL Y CIVILIZACIÓN. UNA HISTORIA

ÍNDICE

PRÓLOGO

PRIMERA JORNADA: LAS SOCIEDADES HUMANAS AUMENTAN EN TAMAÑO Y COMPLEJIDAD

PARTE 1. INDAGACIONES MORALES

1. La moral como herramienta para la guerra

2. La pieza que faltaba

3. De vuelta con Darwin

4. ¿Qué es la moral?

PARTE 2. LOS INCONSCIENTES GUÍAN NUESTRA CONDUCTA (CASI) TODO EL TIEMPO

5. El inconsciente evolutivo

6. El inconsciente individual

7. El inconsciente colectivo

PARTE 3. ¿Y QUÉ HAY DE LA RACIONALIDAD?

8. La racionalidad está sobrevalorada

PARTE 4. CORTAFUEGOS FRENTE A LA CRECIENTE COMPLEJIDAD SOCIAL

9. La ley

10. La política

11. La religión

SEGUNDA JORNADA: LA GÉNESIS DEL INDIVIDUALISMO Y SUS CONSECUENCIAS

PARTE 5. LA EVOLUCIÓN DEL INDIVIDUALISMO

12. Individualismo metodológico e individualismo moral

13. El individuo se separa de la familia extensa

14. Declive de la violencia

15. Prosperidad material y progreso moral

16. Democracia liberal

17. Cuando el egoísmo es bueno

PARTE 6. MORAL FRÍA Y MORAL CÁLIDA

18. Contrastes y complementariedades

EPÍLOGO. CERRANDO PUERTAS Y VENTANAS

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

Para Florentina Rivera Iglesias, mi madre,ya solo una voz al otro lado de la puerta

«Nada en moral tiene sentido si no es a la luz de la evolución». Paráfrasis de una conocida sentencia del genetista ruso

THEODOSIUS DOBZHANSKY

«No siempre hagas a los demás lo que desees que te hagan a ti: ellos pueden tener gustos diferentes».

Versión de la Regla de Oro por GEORGE BERNARD SHAW, citada en FERNANDO SAVATER, Ética para Amador

«Hace algunos años reseñé un libro con una amplia visión panorámica de la historia económica y concluí que el autor era superficial en todo lo que yo conocía bien, pero muy bueno en lo que no conocía. Esto finalmente me pareció un cumplido, y espero hacerlo igual de bien».

CHARLES P. KINDLEBERGER, Historia financiera de Europa

PRÓLOGO

Ante todo, gracias por escogerme como guía y compañero en esta travesía intelectual. Me dispongo a contarle una historia: la de cómo una moral del respeto —hecha para que dos individuos que no se conocen de nada puedan tratarse entre sí sin ocasionarse daño— se fue abriendo paso poco a poco a partir de una moral más primitiva, basada en el altruismo, y que gobernaba el comportamiento de las personas en pequeños grupos y no se extendía más allá de ellos. En otras palabras, quiero contarle cómo la moral cálida, tribal (la ética de la sabana), sin dejar de permanecer entre nosotros en sociedades de gran escala, dejó que entre sus entresijos creciera una moral fría (la ética de la civilización), bien adaptada a la gran dimensión de las sociedades en las que ahora vivimos. He estado dándole vueltas a estas cuestiones durante más de dos décadas y ha llegado el momento de emprender la presentación de las mismas de la manera más completa y madura de que he sido capaz.

He puesto mis cinco sentidos en conseguir que el libro sea autocontenido y no presuponga conocimientos especiales por parte de quien leyere. Mi intención es siempre hacerme entender con la mayor claridad posible y, con vistas a ello, no dudaré en usar multitud de ejemplos, datos y experimentos que le permitan sentir que está pisando terreno firme en todo momento. En lo que de mí dependa, no quedará abandonado a especulaciones más o menos recónditas o gaseosas. He aquí el compromiso que contraigo con usted desde el primer momento.

Y sin más preámbulos paso a detallarle los paisajes teóricos por los que vamos a transitar.

El viaje teórico que le propongo hacer en este libro tiene dos mitades o jornadas: en la Primera Jornada (capítulos 1 a 11) me ocupo de la moral cálida, mientras que dedico la Segunda Jornada (capítulos 12 a 18) a la moral fría. La aclaración de lo que distingue a ambas formas de entender la moral irá horadando su hueco a lo largo del texto y se comprenderá del todo al final del mismo.

La Primera Jornada del libro desgrana los instrumentos de control social que puso en juego nuestra especie a medida que aumentó el tamaño y la complejidad de los grupos sociales en que convivían sus miembros. En un primer momento esos instrumentos reguladores fueron de naturaleza biológica. Pero, al alcanzar cierto grado de complejidad, esas herramientas biológicas revelaron sus insuficiencias y hubo que recurrir a artefactos culturales para garantizar ese control social: artefactos legislativos, políticos y religiosos.

En la Segunda Jornada del texto me ocupo de mostrarle cómo fue el nacimiento inesperado del individualismo en Europa Occidental en las postrimerías del Imperio romano y las secuelas todavía más inesperadas del mismo que fueron aflorando a lo largo de la Edad Media y hasta nuestros días. El individualismo suele tener mala prensa en algunos círculos intelectuales pues tiende a confundírselo con el egoísmo. Trataré de convencerlo de que esto es un error y que, sin ir más lejos, se puede ser individualista y altruista a la vez. Es más, muchas personas son simultáneamente ambas cosas, por extraño que a algunos pueda parecerles. Por cierto, y a pesar de cuanto usted pudiera creer, el individualismo es una forma de cultura minoritaria hoy en día en el planeta, aunque, eso sí, con una notable pujanza.

Tanto el tamaño y complejidad crecientes de las sociedades humanas como la emergencia en algunas de ellas del individualismo trajeron aparejados profundos cambios en las maneras de control social (y moral) en el interior de los grupos humanos y también en las relaciones que entre ellos mantenían. Se ha producido una evolución importante desde la moral de la sabana (la que imperaba en las pequeñas colectividades de nuestros ancestros) hasta la actual moral de las civilizaciones extensas. Y en este ensayo le cuento cómo fue esta evolución moral propulsada por ambos factores: el tamaño y complejidad en aumento de los grupos humanos y la aparición del individualismo como fenómeno cultural en Occidente.

Y ahora, como aperitivo, voy a dejarle mordisquear un poco en el contenido de los capítulos que conforman este libro. En el capítulo 1 («La moral como herramienta para la guerra») me cojo de la mano de Charles Darwin (cosa que casi siempre suele dar buen resultado) para dar cuenta de cómo surgió (o cuando menos se potenció) la moralidad humana en condiciones primitivas. Por extraño que ello pueda parecer a primera vista, la moralidad humana fue espoleada por la guerra, por los conflictos intertribales, que forzaron, quieras que no, a los individuos a cooperar con su grupo para así mejor competir con los grupos rivales. Esta cooperación intragrupal fue sostenida por resortes biológicos, como el altruismo por selección de parentesco, el altruismo recíproco, el castigo altruista, la reciprocidad indirecta y la selección de grupo. Hago un somero repaso de cada uno de estos mecanismos biológicos.

En el capítulo 2 abordo una pieza que faltaba en la resolución del rompecabezas del altruismo, y que se le pasó por alto a Darwin: la selección de parentesco (también llamada altruismo familiar, nepotismo, eficacia biológica inclusiva o egoísmo genético), estudiada en primer lugar por el biólogo William D. Hamilton y luego adoptada por la sociobiología en la década de 1970.

Vuelvo a colgarme del brazo de Darwin en el capítulo 3 y repaso en detalle los argumentos esgrimidos por él para explicar evolutivamente el altruismo. Entre ellos la selección de grupo (un asunto muy controvertido entre los biólogos), que me animo a representar como un juego del Dilema del Prisionero Multinivel. Acabo este capítulo haciendo mención de las circunstancias de la moralidad: la escasez moderada de recursos y la falta de identidad genética perfecta entre los miembros de nuestra especie.

Dentro del capítulo 4 me dedico a desmenuzar expresamente y en detalle el significado de la moral, solo para descubrir que es mucho más enrevesado y lleno de matices de lo que a primera vista parece. Hablo también en él de la ética intraindividual y de la distinción, descuidada hasta ahora, entre ética discreta y ética continua.

Con el capítulo 5 entramos ya en la segunda parte del libro, en que estudiaremos los diversos tipos de inconsciente, empezando por el inconsciente evolutivo. A pesar de lo que entonan los mariachis de la razón —y de estos los hay hasta debajo de las piedras, créame—, nuestro comportamiento está gobernado casi siempre por mecanismos automáticos y no racionales, es decir, por el inconsciente en sus diversas advocaciones. Tal vez el recado central de este capítulo dedicado al inconsciente evolutivo es que no hay tal cosa como el «determinismo genético». Fenómenos como la norma de reacción, la coevolución culturgénica o la herencia epigenética (o transgeneracional) deberían alejar de una vez por todas este fantasma.

El capítulo 6 está consagrado al inconsciente individual, en un sentido no freudiano de la palabra «inconsciente»: el inconsciente individual es el conjunto de procesos que automáticamente lleva a cabo una persona, como cosa distinta de los procesos racionalmente controlados. Este inconsciente individual es esquivo a la observación y solo se deja sorprender «a traición» mediante cosas como los Test de Asociación Implícita, las experiencias de pacientes con el cerebro dividido o los experimentos de Benjamin Libet sobre el libre albedrío. También le hablaré en este capítulo de la plasticidad del cerebro individual y de sus interesantes consecuencias éticas.

El inconsciente colectivo (en un sentido no jungiano de la expresión) es el centro de atención del capítulo 7. En la mayor parte de los casos ese inconsciente colectivo se fragua de manera no intencionada y de abajo arriba como una serie de adaptaciones culturales a un entorno dado. Pero en otros casos, como en la Rusia bolchevique, se trató de imponer deliberadamente, y de arriba abajo, un inconsciente moral colectivo capaz de dar vida a «hombres nuevos».

En la Parte 3 solo hay un capítulo, el octavo, dedicado a la racionalidad, en el que busco ponerla en el sitio que se merece, que es bastante bueno, pero ni mucho menos tan glorioso como piensan los talibanes de la racionalidad. La inteligencia racional es un procesador de información, pero no es el único procesador de información, como piensan esos talibanes, entre los que se encuentra Steven Pinker. Hay otros procesadores, como la inteligencia evolutiva, la inteligencia colectiva, la inteligencia artificial y, desde luego, la selección natural.

Y con esto entramos en la Parte 4, en que paso revista a algunos artefactos culturales, no biológicos, para hacer frente a la cooperación dentro de los grupos humanos cuando el tamaño de estos comienza a crecer a resultas de la implantación progresiva de la agricultura en la llamada «Revolución neolítica». El capítulo 9 se ocupa de uno de estos artefactos culturales, el «principio de legalidad», como lo llama Francis Fukuyama. Trato en todo momento de reemplazar el confuso, metafísico, y en última instancia equivocado, iusnaturalismo por un iusevolucionismo, en que se reconozca la diversidad cultural de las llamadas «leyes naturales», frente a la pretensión de universalidad de las mismas defendida por los iusnaturalistas.

Las jerarquías políticas son el centro de atención del capítulo 10. Emergen pausadamente y sin planificación consciente para atajar los problemas de ley y orden nuevos que traen consigo los órdenes sociales extensos, dentro de un continuo formado por bandas, tribus, jefaturas y Estados, en que se intensifican la concentración y centralización del poder político.

La religión fue otra herramienta para el control social en civilizaciones cada vez más extensas, según veremos en el capítulo 11. Pero no cualquier religión sirve para desempeñar este cometido, sino religiones basadas en Grandes Dioses, que auscultan las entrañas motivacionales del ser humano y castigan, tanto en este mundo como en el más allá, a los incumplidores de las normas sociales.

Y así llegamos a la Parte 5, en que ingresamos en la Segunda Jornada del ensayo: a partir de aquí empezaremos a tratar la moral fría y las condiciones que hubieron de reunirse para su eclosión gradual. El capítulo 12 con que se inaugura esta Parte 5 es un capítulo breve en que le hablaré del individualismo, tanto metodológico como moral (con especial atención a este último). También aprovecharé para separar individualismo de egoísmo, dos conceptos que mucha gente tiende a confundir.

El largo capítulo 13 es importante en la trayectoria del libro, pues pone de manifiesto la contraintuitiva influencia que tuvieron las políticas férreamente mantenidas por la Iglesia católica sobre el matrimonio y la herencia entre su feligresía, destinadas a incrementar sus riquezas materiales, pero que tuvieron también el efecto insospechado de espolear el individualismo, la ruptura del sujeto con su grupo familiar extenso y la libre disposición de sí mismo para integrarse en redes sociales escogidas voluntariamente por él. El capítulo se cierra con una alusión a la teoría de Max Weber sobre la relación entre la ética protestante y el capitalismo, y lo que pueda haber de cierto en ella.

En el capítulo 14 se estudia someramente la lenta declinación de la violencia en nuestra especie a través del comercio (uno de los motores civilizatorios principales), la empatía y la autodomesticación de los humanos.

Al llegar al capítulo 15 se encontrará con cierto detalle un censo de los avances en la vida material y moral que han ocurrido desde el siglo XIX en adelante. Los avances morales, por cierto, son todos progresos en la moral fría, y muchos de ellos reobran sobre las mejoras económicas y tecnológicas. Los adelantos en la vida material y moral están entrelazados. A lo largo del capítulo 16 me esmero en distinguir entre democracia y liberalismo, conceptos que viajan mezclados en las cabezas de muchos, pero que apuntan a cosas muy distintas y, no obstante ello, complementarias, como pone de relieve la existencia de democracias liberales en los países más avanzados del planeta. Asimismo menciono que la mejora de la cartografía política exige que se usen dos ejes diferenciadores, no solo el de izquierda-derecha.

Cuando llegue al capítulo 17 usted seguramente pensará que he dado un volantazo inesperado al guion del libro, pues si hasta entonces me he dedicado con tesón a castigar duramente el hígado del egoísmo como principal disolvente de la cooperación entre grupos y en el interior de ellos, ahora de repente saco a relucir algunas de sus virtudes bajo ciertas circunstancias. Es así, y espero que a pesar de la sorpresa inicial, acabe por aceptar estas matizaciones.

De este modo habremos llegado a la Parte 6, y final, del texto, en que me dedico a esclarecer las diferencias entre la moral fría y la moral cálida. La moral cálida está basada en el altruismo y la moral fría en el respeto. En caso de colisión, mantengo, la moral fría goza de prioridad sobre la moral cálida. Pero, de no haber tal colisión, lo mejor que nos puede pasar es que ambas formas de moral se complementen, y que podamos amar a nuestros más allegados (y desde luego, y antes que esto, también respetarlos) y sentir respeto por el resto de los mortales. Esta moral fría ha hecho avances espectaculares desde el siglo XVIII en adelante, con titubeos y dientes de sierra, pero con una marcha claramente ascendente. Sin embargo, no hay que dormirse en los laureles pues su triunfo dista de estar garantizado.

El libro termina con un Epílogo en el que se introducen consideraciones más generales relativas a por qué este escrito es diferente (para bien o para mal) a cualquier otro de filosofía moral que haya podido leer con anterioridad. Asimismo se revela allí que este trabajo está en el fondo inscrito en un programa de investigación de lo más clásico: el del esclarecimiento de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, dicho a la manera de Adam Smith. Un asunto, el de la riqueza de las naciones, al que la moral fría hace una significativa contribución que hasta ahora ha pasado inadvertida. Ojalá disfrute del viaje teórico y me lo cuente.1

PRIMERA JORNADA

Las sociedades humanas aumentan en tamaño y complejidad

PARTE 1

INDAGACIONES MORALES

1

LA MORAL COMO HERRAMIENTA PARA LA GUERRA

DOS ETAPAS EN LA EVOLUCIÓN HUMANA

Es bastante habitual encontrarse con la afirmación de que la especie humana se abrió paso hasta el sitial de honor que ahora ocupa luchando contra «las fuerzas hostiles de la naturaleza». Entre estas fuerzas hostiles se suelen mencionar los grandes depredadores que afligieron a nuestros ancestros, pero sin olvidar tampoco los elementos abióticos del medio (glaciaciones, sequías, inundaciones, erupciones volcánicas, seísmos, etcétera), así como epidemias transmitidas por patógenos. Por supuesto, algunas de estas fuerzas hostiles siguen con nosotros, como ha puesto elocuentemente de manifiesto la pandemia de coronavirus iniciada en 2020.

Pero en otros aspectos la situación de nuestra especie ha dado un vuelco importante. Hemos alcanzado lo que se denomina dominio ecológico, estamos en lo alto de la cadena trófica y ya no tenemos depredadores importantes de los que preocuparnos. De modo que el mito del hombre como gran cazador de fieras ha de retirarse a sus cuarteles de invierno. En lugar de esto, las principales presiones de selección que se ejercen ahora sobre nuestra especie proceden de ella misma o, por mejor decir, de otros grupos de nuestra especie. Digamos que la competencia interespecífica ha sido poco a poco reemplazada por la competencia intraespecífica, el haber alcanzado el dominio ecológico ha abierto paso a la competencia social entre nuestros congéneres. Algo que, por lo demás, estuvo con nosotros desde el principio.1

De manera que las dos principales etapas en la evolución de nuestra especie son aquella en que todavía no habíamos alcanzado el dominio ecológico y aquella otra en que ya lo habíamos alcanzado y empezaba o se recrudecía la competencia social. Esta última podía adoptar dos modalidades:

— La competencia dentro del grupo por alcanzar mayor éxito reproductivo.

— La competencia entre grupos, que haría más fuertes a los grupos o tribus más cohesionados, y estimularía en consecuencia la estrategia de cooperar para competir, cooperar con los del propio grupo para mejor competir con los miembros de otros grupos.

Es en este punto preciso en el que cobra sentido evolutivo el comportamiento moral.

EL ORIGEN DE NUESTRAS FACULTADES MORALES

El mismo Charles Darwin se ocupó del origen y progreso de nuestras facultades morales sobre el trasfondo de conflictos armados entre grupos humanos. Lo hizo en su obra El origen del hombre, del que están extraídas las citas que vienen a continuación. Su importancia teórica justifica que me detenga en ellas con todo el cuidado que merecen.

Cuando dos tribus de hombres primitivos, que vivieran en la misma región, llegaran a una situación de competencia, si una tribu incluía un mayor número de miembros valientes, compasivos y fieles, que estuvieran siempre dispuestos a advertir a los demás del peligro, a ayudar y a defender a los demás (siendo iguales las demás circunstancias), esta tribu tendría mayor éxito y conquistaría a la otra. Téngase presente lo importantes que deben ser la fidelidad y la valentía en las incesantes guerras de los salvajes. […] Las personas egoístas y pendencieras no cooperan, y sin cooperación no puede conseguirse nada. Una tribu rica en las cualidades citadas se expandirá y saldrá victoriosa sobre otras tribus; pero en el decurso del tiempo, a juzgar por toda la historia pasada, será superada a su vez por alguna otra tribu dotada de cualidades todavía mejores. Así, las cualidades sociales y morales tenderían a avanzar lentamente y a propagarse por todo el mundo.2

A pesar de lo iluminadoras y ricas que resultan las palabras de Darwin, debieron de causarle a él mismo cierta incomodidad debido a que chocaban con alguno de sus principios de la evolución por selección natural, que puede ser descrita en tres sencillos pasos:

1. Algunos rasgos biológicos se heredan a través de los genes.

2. Las mutaciones y la recombinación genética producen variación en esos rasgos.

3. Algunas de estas variaciones confieren a su portador más éxito reproductivo que otras, de modo que con el transcurso de las generaciones aumentará la frecuencia de las variantes más eficaces en la población.3

Por supuesto, una formulación así de la teoría no estaba al alcance de Darwin, que no sabía nada de los genes de Mendel ni de mutaciones y recombinaciones genéticas. Pero el punto tercero sí era defendido explícitamente por Darwin, como estamos viendo, y era difícil para él justificar que un rasgo de conducta como el altruismo confiriera ventajas a su portador o lo volviera más apto en la lucha por la supervivencia y reproducción. El propio Darwin se percató de esta disonancia, como dejan claro estas palabras:

Pero se puede preguntar lo siguiente: ¿De qué modo, en el seno de la misma tribu, un número grande de miembros se dotaron por vez primera de estas cualidades sociales y morales, y cómo aumentó el nivel de la excelencia? Es muy dudoso que los descendientes de los padres más compasivos y benevolentes, o de los que eran más fieles a sus compañeros, se reprodujeran en mayor número que los hijos de padres egoístas y traicioneros pertenecientes a la misma tribu. Aquel que estuviera dispuesto a sacrificar su vida, como lo ha estado más de un salvaje, antes que a traicionar a sus compañeros, a menudo no dejaría descendientes que pudieran heredar su naturaleza noble. Los hombres más intrépidos, siempre deseosos de situarse al frente en los combates, y que arriesgaran generosamente su vida por los demás, perecerían por término medio en mayor número que los demás hombres. Por lo tanto, apenas parece probable que el número de hombres dotados de dichas virtudes, o que el nivel de su excelencia, pudieran aumentarse mediante selección natural, es decir, por la supervivencia de los más aptos.

A esta objeción que Darwin se pone a sí mismo sobre el origen de las capacidades morales responde acudiendo a diversos argumentos.

1.El argumento del altruismo recíproco. «En primer lugar —sigue diciéndonos Darwin—, a medida que la capacidad de razonamiento y de previsión de los miembros iba perfeccionándose, cada hombre aprendería pronto que si ayudaba a sus compañeros, por lo general recibiría ayuda a cambio. A partir de este motivo bajo podría adquirir la costumbre de ayudar a sus compañeros, y la costumbre de realizar acciones benévolas refuerza ciertamente la sensación de simpatía que confiere el primer impulso a las acciones benévolas. Además, es probable que las costumbres seguidas durante muchas generaciones tiendan a heredarse».

Es muy digno de subrayar cómo la última frase refleja los restos de lamarckismo que quedaban en la teoría de Darwin, al decir que es muy probable que los comportamientos repetidos se hereden. Recuerde que el lamarckismo (propagado por Jean-Baptiste Lamarck, 1744-1829) es una teoría evolucionista, anterior a la de Darwin, en que se defendía la herencia de los caracteres adquiridos; caracteres que podían ser anatómicos, fisiológicos o de conducta. Si esta teoría fuese cierta, los hijos de Arnold Schwarzenegger, el famoso culturista y actor, que se ha pasado media vida haciendo pesas, serían bebés musculosos, niños que habrían heredado los caracteres adquiridos en vida por su padre.

2.El argumento del castigo altruista. Es defendido por Darwin en estos términos: «Pero otro estímulo, mucho más potente, para el desarrollo de las virtudes sociales lo proporciona el elogio y la censura de nuestros compañeros. Tal como hemos visto, al instinto de simpatía se debe, en primer lugar, el que apliquemos tanto elogios como censuras a los demás, mientras que gustamos de los primeros y tememos a las segundas cuando se nos aplican, y sin duda este instinto se adquirió originariamente, como todos los demás instintos sociales, mediante selección natural».

3.El argumento del autocontrol moral. Dice Darwin que «es escasamente creíble que un salvaje que está dispuesto a sacrificar su vida antes que traicionar a su tribu, o uno que prefiera entregarse como prisionero antes que traicionar su palabra, no sientan remordimientos en su fuero más interno, si no cumplen el deber que consideran sagrado».

4.El argumento de la reciprocidad indirecta. «Un hombre que no se viera impelido —sostiene Darwin— por ningún sentimiento profundo e instintivo a sacrificar su vida por el bien de los demás, pero que se viera estimulado a dichas acciones por un sentido de la gloria, mediante su ejemplo excitaría el mismo deseo de gloria en otros hombres, y reforzaría mediante ejercicio el noble sentimiento de la admiración. De este modo haría más bien a su tribu que engendrando descendientes con una tendencia a heredar su propio carácter elevado».

5.El argumento de la selección de grupo. Aquí Darwin toma expresamente en cuenta la ventaja que para un grupo, ¡no para el individuo!, tiene el hecho de que en su seno haya muchos miembros dispuestos a sacrificarse por el bienestar colectivo frente a otros grupos poblados mayoritariamente por individuos egoístas, capaces de colocar al frente sus intereses personales incluso aunque con esto pongan en peligro el porvenir de la comunidad. Estas son sus palabras:

No hay que olvidar que aunque un elevado nivel de moralidad no confiere más que una ligera ventaja, o ninguna en absoluto, a cada hombre individual y a sus hijos sobre los demás hombres de la misma tribu, en cambio, un aumento en el número de hombres bien dotados de cualidades y un progreso en la norma de moralidad otorgará ciertamente una inmensa ventaja a una tribu sobre otra. Una tribu que incluya muchos miembros que, por poseer en alto grado el espíritu del patriotismo, fidelidad, obediencia, valentía y simpatía, estén siempre dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común, será victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus; y esto será selección natural. En todas las épocas y en todo el mundo, unas tribus han sustituido a otras y, puesto que la moralidad es un elemento importante de su éxito, la norma de moralidad y el número de hombres con buenas cualidades tenderá a crecer y a aumentar en todas partes.4

Esta panoplia argumental presentada por Darwin, con ser tan sólida y convincente, estaba incompleta, y el altruismo seguiría siendo un enigma para la teoría de la evolución hasta que, en las décadas de 1960 y 1970, se introdujo el elemento que curiosamente Darwin pasó por alto: la selección de parentesco.5

2

LA PIEZA QUE FALTABA

EL ALTRUISMO POR SELECCIÓN DE PARENTESCO

El altruismo por selección de parentesco ha recibido otros nombres: eficacia biológica inclusiva, altruismo familiar o egoísmo genético. Tal vez uno de los primeros en barruntar esta cuestión fue el filósofo escocés del siglo XVIII David Hume, quien afirmaba lo siguiente: «Un hombre ama naturalmente más a sus hijos que a sus sobrinos, a estos más que a los primos y a estos últimos más que a los extraños, siempre que todas las demás circunstancias sean iguales. De aquí es de donde surgen nuestras reglas comunes del deber, prefiriendo unos a otros. Nuestro sentido del deber sigue en todo momento el curso natural de nuestras pasiones».1

Pero el verdadero héroe de la historia es el biólogo británico William D. Hamilton, con sus dos artículos de 1964, en que defendía la eficacia biológica inclusiva.2 Antes he de aclarar qué es la eficacia biológica a secas, que también llamaré «éxito reproductivo» (una manera menos precisa de hablar), pues tiene que ver con la cantidad de descendientes que deja un individuo.

La eficacia biológica de un individuo no viene dada simplemente por el número de descendientes que deja (en términos absolutos), y que llegan a la edad fértil, y a su vez dejan descendientes, etcétera. Viene dada por la contribución proporcional (o relativa) que hace ese individuo al acervo génico de la población. Un individuo tiene una mayor eficacia biológica si deja una proporción de descendientes mayor que la que dejan la mayor parte de los individuos de su población, y de este modo ejerce una influencia más amplia sobre las características hereditarias de esa población.3 Es fama que el caudillo mongol Gengis Kan (1162-1227) fue inusitadamente eficaz desde el punto de vista biológico y que hay en la actualidad unos 30 millones de personas que portan algunas de las variantes genéticas (o alelos) de Gengis Kan, pues tuvo muchos hijos, que a su vez dejaron muchos hijos…, y así hasta el momento presente.4

William D. Hamilton se percató de que, para calibrar correctamente la eficacia biológica de un individuo no hay que tomar en consideración los descendientes que él tenga, sino también los descendientes que tengan sus parientes más cercanos, con los que comparte un alto porcentaje de sus propios alelos o variantes genéticas. El coeficiente de parentesco mide precisamente la proporción de genes que tenemos en común con nuestros familiares. La figura 1 da una idea de en qué consiste ese coeficiente de parentesco.

La interpretación de la gráfica es sencilla: Ego comparte todos sus alelos con un gemelo idéntico o univitelino; la mitad de ellos con sus padres o sus hijos; la cuarta parte con sus abuelos, nietos, tíos o sobrinos, etcétera. Al expandirse el círculo familiar, el coeficiente de parentesco se vuelve cada vez más pequeño.

Según Hamilton, la selección natural favorece a los individuos más eficaces inclusivamente, es decir, la selección natural toma el aspecto, en realidad, de selección familiar, y ello entraña varias cosas:

— Que las conductas altruistas entre parientes pueden ser favorecidas por la selección natural ya que son susceptibles de incrementar el éxito reproductivo de esos familiares y, con ello, la eficacia inclusiva de Ego.

— La unidad de selección desciende sutilmente y pasa de ser el individuo a ser el gen. El éxito reproductivo del genotipo individual de Ego equivale ahora al éxito reproductivo del conjunto de alelos que componen el genotipo de Ego, algunos de los cuales están también en otros cuerpos emparentados con el de Ego.

Fig 1. Coeficiente de parentesco de un individuo (Ego)5

A esta luz, el altruismo de Ego hacia sus familiares (que puede ir desde dedicarles tiempo, prestarles dinero, e inclusive sacrificar su vida por ellos), admite ser reinterpretado como egoísmo genético. Supongamos que, por poner un caso extremo, Ego da su vida para salvar la de sus cuatro hermanos que, gracias a su acción de extremo altruismo, pueden sobrevivir (y que hubieran muerto de no haberse sacrificado Ego). Esta acción de Ego tiene perfecto sentido desde el punto de vista genético porque ha aumentado la eficacia biológica inclusiva de Ego: Ego ha inmolado sus propios genes, y a él mismo, sí, pero, con ello, ha puesto a salvo el doble de copias de esos genes (alelos en realidad) que viajan en los cuerpos de sus hermanos (con cada uno de los cuales comparte, en promedio, la mitad de sus genes). El altruismo de Ego es, visto de otra forma igualmente válida, egoísmo genético.

Se pueden ver ahora los genes como pares de hebras inmortales en potencia, que se encargan de construir vehículos corporales (los individuos, como Ego), en que habitan fugazmente, para así conseguir transmitirse ellos de generación en generación.

Tal parece, además, que los genes de Ego manipulan las disposiciones a la conducta de Ego, de modo que este se muestre selectivamente altruista con sus parientes (pero no un altruista indiscriminado que ignora las relaciones familiares).6

Esta reinterpretación de la selección natural desde la perspectiva del gen, que lleva a concluir que la selección natural es una fuerza que tiende a maximizar la representación de los genes (o conjuntos de genes) más aptos (al margen de en qué individuos o cuerpos estén alojados tales genes) es la que hizo suya el zoólogo Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta.7 Tal postura genocéntrica ha recibido cuantiosas críticas (algunas de ellas muy convincentes). Pero no deseo profundizar en esta cuestión por más tiempo, sino más bien ocuparme de una objeción colateral que tal vez se le haya ocurrido ya a usted mismo a propósito del altruismo por selección de parentesco.

CAUSAS PRÓXIMAS Y CAUSAS ÚLTIMAS

Es muy probable que encuentre absurdo, y hasta ofensivo, tratar de explicar el amor de una madre por su hijo como una forma de egoísmo genético. Si hay algo que parece totalmente desinteresado y espontáneo es precisamente esta clase de amor. Creo que tiene razón, desde luego, pero los biólogos no tratan de decir en ningún momento que la intención consciente de la madre cuando se desvela por sus hijos sea maximizar su representación genética en el porvenir. Esta, dirían, es la causa última o evolutiva de su conducta, de la que ella es perfectamente inconsciente, pues la causa próxima de su proceder, su propósito cuando protege y cuida a sus hijos, es la preocupación por el bienestar de estos y nada más.8

Las causas próximas son los motivos que nos llevan a obrar de manera desinteresada y de los que podemos ser conscientes. Las causas últimas son las causas evolutivas, las que han hecho que la selección natural favorezca rasgos de nuestra conducta por su valor adaptativo. Lo normal es que de estas causas últimas seamos por completo inconscientes.

La causa próxima de que una leona cace un impala es que siente hambre o tiene un cachorro que alimentar. La causa última es que las leonas que cazan impalas tienen mayor descendencia que las que se pasan el día a la sombra de un árbol. Visto así, el hambre es un mecanismo psicológico próximo que facilita que la leona haga algo que es crucial para su supervivencia y éxito reproductivo: cazar y comer una presa. Preguntar por las causas últimas es preguntar por qué la selección natural ha favorecido un rasgo (anatómico, fisiológico, conductual) que tiende a maximizar la eficacia biológica de un organismo.

Podríamos pensar que el impulso sexual tiene por causa próxima el placer que proporciona, pero que, en los humanos al menos, la causa última no es maximizar el éxito reproductivo, pues muchas veces (incluso todas las veces) lo que buscamos de los encuentros sexuales es que no acarreen descendencia. Pero, hasta en este caso, lo que explica evolutivamente el deseo sexual es que aquellos de nuestros ancestros que disfrutaban con el sexo tenían más descendencia que aquellos que no sentían ese placer.9

Todo esto conduce con bastante naturalidad a distinguir entre altruismo evolutivo y altruismo psicológico. Lo que los biólogos llaman «altruismo» no coincide exactamente con lo que nosotros entendemos por este término. Para un biólogo un individuo altruista es el que está dispuesto a sacrificar parte de su éxito reproductivo para aumentar el de algún otro individuo. En cambio, en el uso corriente (psicológico) de la palabra, decimos que es altruista quien antepone el bienestar de otra persona al suyo propio.10

El altruismo evolutivo, así definido, resulta enigmático desde una óptica darwiniana de selección individual pues, de acuerdo con la teoría de la evolución por selección natural, esta se encarga de barrer y quitar de en medio a aquellos individuos con caracteres fenotípicos (incluidos los conductuales) que reducen la eficacia biológica de su portador. Un rasgo heredable, como el altruismo, perjudica al altruista (que tendrá menos descendientes que exhiban ese rasgo de comportamiento, y que a su vez dejarán menos descendientes que los que saquen adelante los egoístas, etcétera), con lo que al final el altruismo estaría condenado a desaparecer por haberse extinguido todos los individuos que lo manifestaban.

Resulta, por otro lado, patente que esto no parece ser el caso, y que la conducta evolutivamente altruista abunda y menudea entre muchas especies animales, incluida la humana. Un cazador que comparte la pieza que él ha cobrado entre los miembros del grupo o que avisa a los demás de un peligro que se cierne sobre todos se está comportando de una manera evolutivamente altruista: está aumentando la eficacia biológica de otros a expensas de la suya propia. Ahora la conducta altruista no se define basándose en la intención del agente de causar ventajas a otra persona, sino en el sacrificio de parte de la eficacia biológica del benefactor y el aumento correlativo de la eficacia biológica de los beneficiarios. Por supuesto, tras el altruismo evolutivo no hay intencionalidad consciente de ningún tipo.11 Ya he mencionado que los biólogos se han esmerado en encontrar explicaciones al a primera vista paradójico altruismo evolutivo: la selección por parentesco, la selección de grupo, la reciprocidad directa e indirecta. Me voy a ocupar, aunque sea brevemente, de una teoría diferente que aclara el altruismo evolutivo y que no está basada en la selección natural sino más bien en la selección sexual: la teoría del hándicap.

SELECCIÓN SEXUAL Y TEORÍA DEL HÁNDICAP12

Hay una muy característica ambigüedad (o incomodidad) entre los biólogos al enfrentarse con la selección sexual: la suelen ver como una manifestación chocante y extrema de selección natural; pero para algunos es tan chocante y extrema que es algo distinto de la selección natural. La selección sexual y la selección natural difieren en que

— La selección natural favorece los rasgos que mejoran las oportunidades de supervivencia y reproducción; la selección sexual, solo los caracteres (como las vistosas colas del pavo real o del macho de la viuda del paraíso, las prominentes astas de los ciervos, el tamaño descomunal de los elefantes marinos, etcétera) que mejoran las oportunidades de reproducción incluso aunque tal cosa empeore las oportunidades de supervivencia.

— La selección natural afecta por igual a ambos sexos; la sexual modela más la morfología y el comportamiento del sexo que tenga un acceso reproductivo más limitado al otro. En los humanos, este sexo es el masculino, sin duda; son los varones los que han de ganarse el pan sexual de cada día.13

En biología se conoce como esfuerzo reproductivo a la cantidad de recursos que dedica un organismo a la reproducción (y que detrae de otros «fines», como la supervivencia o el crecimiento). El esfuerzo reproductivo incluye capítulos como recursos asignados al cuidado parental, a la cantidad y al tamaño de los gametos, a la búsqueda de pareja, a la ornamentación capaz de atraer al otro sexo, etcétera. Este esfuerzo reproductivo varía con el periodo del ciclo vital del organismo (infancia, madurez, senectud), su sexo y las condiciones ambientales.

Si suponemos que la cantidad de recursos de que dispone un individuo es constante y que esos recursos limitados son susceptibles de usos alternativos, tenemos un problema «económico»: cuanto se destina a supervivencia y crecimiento no se destina a reproducción, y viceversa. Esto, entre otras cosas, señala que hay un conflicto más o menos latente entre selección sexual y selección natural.14

Esta interesante conexión entre pérdida de probabilidades de supervivencia y aumento de probabilidades de reproducción (que es la nota dominante de los rasgos morfológicos y de conducta sujetos a selección sexual, como cosa distinta de la selección natural) ha sido expuesta con gran elegancia por el biólogo israelí Amotz Zahavi para dar cuenta del altruismo dentro del grupo desde su «teoría del hándicap».15

Pero antes veamos cómo emplea Zahavi su teoría del hándicap para explicar un episodio de supervivencia. Cuando un león inicia la persecución de una gacela, se produce en ocasiones algo singular: hay ejemplares de gacela que, lejos de romper en una veloz huida, hacen una especie de ostentación de indiferencia. Emprenden una carrera lenta dando saltos con las patas rígidas. Eso les hace desperdiciar unos segundos preciosos que parecen facilitar que el león las atrape. ¿No es un contrasentido que la gacela le ponga las cosas tan fáciles al león? ¿Qué función tienen estos comportamientos aparentemente autodestructivos? Según Zahavi, mucho: son señales que la presa envía a su presunto depredador y que sirven para disuadirlo de que la persiga. Es como si la gacela que remolonea ante el ataque del león le estuviera diciendo: «¿Ves? Soy la más rápida de las gacelas. Nunca conseguirás echarme el guante, es mejor que te ahorres tiempo y esfuerzo». Por extraño que pueda parecer, estas señales son provechosas para ambas partes: le permiten al león no desperdiciar energías (que puede emplear en perseguir otros ejemplares más viejos o enfermos), pero también ahorran fuerzas a la gacela que, desalentado el león, no tendrá que entregarse al despilfarro energético que supone una carrera en toda regla. A las gacelas y a los leones les interesa por igual que haya señales que les eviten derroches inútiles de sus reservas. Pueden tener aspiraciones contrapuestas en muchos otros terrenos (de hecho, así ocurre por supuesto), pero en este ámbito concreto sus intereses confluyen.16

Este tipo de manifestaciones ostentosas pueden tener otra función distinta —aunque relacionada con la de desalentar a los depredadores—: atraer a las hembras, cuando, como suele ocurrir, es un macho el que despliega esta clase de comportamientos. Y aquí entramos ya en el terreno de la selección sexual. Recordemos las espectaculares colas del macho de la viuda del paraíso o del pavo real: un animal que exhibe ornatos que comprometen gravemente su supervivencia muestra que, puesto que ha sobrevivido hasta ese momento a pesar de esos peligrosos adornos, es que posee unos genes de primera calidad, que le han permitido esquivar hasta el momento a los depredadores. Es decir, el hecho de que haya subsistido no obstante los impedimentos con los que se ha cargado (y que han dejado más expuesta su vida; además de forma clara y «honesta», no fingida) revela la superioridad genética de que goza; y es esto lo que actúa de eficacísimo reclamo ante las hembras, que se perecen por los machos que se arriesgan (y logran sobrevivir a los elementos de riesgo que entorpecen su vida).

Los machos humanos hacen también dos clases de exhibiciones para acumular crédito como «buenos partidos» ante las mujeres, y mejorar el acceso sexual a ellas: (i) exhibiciones onerosas, que les permiten ganar estatus social; (ii) exhibiciones peligrosas, que les sirven para poner de relieve su superioridad biológica, su alto valor reproductivo.

Ya hemos comentado las exhibiciones peligrosas de los machos del pavo real o de la viuda del paraíso. Centrémonos ahora en las exhibiciones onerosas. Mostrarse altruista puede considerarse, desde la teoría del hándicap, una exhibición onerosa. Para Zahavi, tales actos altruistas es cierto que favorecen a otros pero no necesariamente perjudican al agente; al contrario, pueden incrementar también su eficacia biológica por el prestigio que los actos de desprendimiento confieren al altruista «entre las damas». Zahavi menciona el caso de unos pájaros (los charlatanes)17, que viven en Arabia y que él ha estudiado durante treinta años. Son aves territoriales y con una jerarquía de dominancia entre ellas, y precisamente los machos parecen adquirir su estatus o posición dominante dentro del grupo comportándose de una manera especialmente desinteresada, y además inhibiendo y castigando los actos altruistas de sus subordinados.

Entre las exhibiciones onerosas en humanos, se puede mencionar la práctica de cortejar a las mujeres cubriéndolas de regalos caros, o luciendo coches deportivos u obras de arte exclusivas. Todo esto equivale al mensaje: «Tengo una fortuna con la que podré mantenerte a ti y a nuestros hijos; puedes creerme, ya ves cómo derrocho sin siquiera pestañear».

Esto de ganar prestigio y oportunidades reproductivas compitiendo con otros en la donación de favores recuerda los potlatches, unos festines especialmente aparatosos y despilfarradores dados por los kwakiutl (una población aborigen de la isla de Vancouver, en la costa occidental de América del Norte), tan vívidamente descritos por el antropólogo Marvin Harris18. Estos indios americanos de la costa noroeste del Pacífico ponían en práctica una forma de hospitalidad especialmente derrochadora: celebraban ceremonias de redistribución en que dilapidaban sus riquezas, bien haciendo regalos «humillantes» de puro lujosos a sus huéspedes, bien destruyendo esas riquezas directamente y sin más, con gesto impávido, como si las pérdidas nada significaran. Esta forma paradójica de «hospitalidad ofensiva» les permitía a los anfitriones ganar prestigio y estatus social y, se supone, disponer de más esposas (deslumbradas por tales derroches).

La teoría de Zahavi, aparte de muy divertida e ingeniosa, tiene a su favor que vuelve congruente la disposición al altruismo con la mejora de las oportunidades reproductivas, algo que un biólogo está muy preparado para entender. El beneficio para el grupo de los actos altruistas es ahora visto como solo un subproducto colateral de estos actos y no como la causa evolutiva de los mismos. Esta causa es la habitualmente esgrimida por los darwinistas: el aumento de la eficacia biológica individual. Los altruistas, aunque corren riesgos, tienen en conjunto una probabilidad mayor de elevar su éxito reproductivo que los no altruistas, y por eso la conducta altruista ha sido objeto de selección sexual. Una actividad como compartir la caza por parte de un varón competente en los quehaceres venatorios hace que aumente su éxito reproductivo: tiene más hijos que el resto y las mujeres lo encuentran sexualmente más atractivo.19 De acuerdo con la sutil y suspicaz teoría del hándicap, el espíritu de sacrificio y el civismo son por entero compatibles con la obtención de ventajas individuales, y además son estas ventajas evolutivas individuales la causa última del comportamiento generoso y altruista. Como se ve, y según la teoría del hándicap, los humanos no solo cooperamos para competir (esto es lo que pensaba Darwin), sino que también competimos para cooperar.

EL DILEMA DEL PRISIONERO

El Dilema del Prisionero es sin duda el juego más famoso de la teoría de juegos, una rama de la economía. Los juegos son situaciones de interacción entre individuos en que los resultados que se alcancen serán la consecuencia de lo que decidan los participantes por separado teniendo a la vista las opciones de conducta que ellos tienen y también las que tienen el resto de los participantes. Los juegos de salón (como el ajedrez, el póquer, las damas o el Monopoly) son juegos en el sentido de la teoría de juegos. Pero también se consideran juegos en esta teoría situaciones que habitualmente no tomamos por tales, como el Dilema del Prisionero. Me voy a conformar con que, en el caso de no conocer el juego, se haga con su «perfume» presentando una serie de circunstancias que responden al Dilema del Prisionero o se dejan interpretar desde él.

Si usted trabaja en una empresa en la que se ha declarado una huelga, puede plantearse participar en ella o quedar al margen. Si participa corre el riesgo tal vez de ser despedido, aunque tiene también por otro lado la perspectiva de mejorar su sueldo si la huelga tiene éxito. Pero si opta por mantenerse al margen y la huelga sale adelante y los patronos elevan los salarios en la empresa, usted habrá cosechado los mismos beneficios que si hubiera participado, pero sin haber corrido ninguno de sus riesgos. De modo que parece que lo más sensato es abstenerse de participar. Ahora bien, si todos sus compañeros de trabajo son tan egoístas y calculadores como usted, tampoco ellos participarán en la huelga, con lo que no habrá incremento de salarios para nadie. Esto es lo característico del Dilema del Prisionero: la línea de conducta más provechosa para usted es la egoísta, pero si todos los demás la siguen, todos saldrán perdiendo. Y al revés: si hay espíritu de sacrificio por parte de todos o de la mayoría (esto es lo importante), entonces las cosas resultarán mejor para cada uno.

El pago de impuestos sigue la misma lógica: lo mejor para usted es que todos los demás ciudadanos cumplan con el fisco mientras que usted evade el pago de los impuestos. Pero en el caso de que todos siguieran su desfachatado proceder, todos se quedarían sin fondos con los que sufragar el pago de escuelas y hospitales públicos, la construcción y mantenimiento de carreteras, los servicios de protección civil, etcétera. Como siempre, la situación se repite: lo que es óptimo para usted si solo usted lo hace empieza a ser menos que bueno si su conducta se generaliza entre los demás.20

Si tiene algunos conocimientos de filosofía moral, habrá notado que la lógica del Dilema del Prisionero tiene algunos puntos de contacto con el imperativo categórico kantiano, que ordena seguir solo aquellas conductas que puedan generalizarse sin contradicción, es decir, sin ocasionar daños a todos en el caso de que todos las hagan suyas. No obstante, el imperativo categórico de Kant tiene en su boca un vigor normativo que raya en lo incuestionable, y casi diríamos «sagrado», que es una solemnidad que está ausente del Dilema del Prisionero.

Asimismo, puede que le parezca que el Dilema del Prisionero es demasiado «crudo», que en él estamos suponiendo que intervienen personas implacablemente egoístas y calculadoras, que solo persiguen su interés personal, caiga quien caiga. Y se sentirá aún más reforzado en pensar de este modo tras comprobar que los mismos biólogos aceptan que tiene importancia evolutiva el comportamiento altruista (tanto en el sentido evolutivo como psicológico de la expresión).

Tengo que darle la razón, por supuesto. Pero digamos que un Dilema del Prisionero con participantes exclusivamente egoístas, y sin motivación altruista alguna, es un buen punto de partida, una «situación cero» para calibrar si, incluso en un ambiente tan inhóspito como este, puede prosperar a pesar de todo la cooperación. Y no olvide tampoco que el egoísmo es también perfectamente razonable, nos pese o no, desde un punto de vista evolutivo. Podemos incluso considerarlo un caso extremo de altruismo por selección de parentesco, pues, como decía el comediógrafo latino Terencio en La Andriana (IV, 1, 12), «mi pariente más próximo soy yo mismo». De manera que sería un craso error descartar el egoísmo como causa última de nuestra conducta (e incluso también en muchos casos como causa próxima). De hecho, el egoísmo nos perseguirá como una sombra a lo largo de todo el texto.

Veamos sin más demora si la cooperación puede salir adelante en un mundo de egoístas. A comienzos de la década de 1980 el politólogo Robert Axelrod invitó a expertos en Economía, Psicología, Sociología, Ciencia Política y Matemáticas a jugar un torneo computarizado para encontrar la mejor estrategia con que ganar en el juego del Dilema del Prisionero iterativo (es decir, jugado repetidas veces).

La estrategia ganadora resultó ser tit-for-tat, presentada por el psicólogo Anatol Rapoport, de la Universidad de Toronto. La estrategia era de hecho la más sencilla de todas las presentadas: consistía en empezar cooperando en el juego y en las siguientes repeticiones del juego hacer lo que hubiera hecho la otra parte en la ronda anterior. Cooperar si había cooperado y defraudar si había defraudado. Ojo por ojo y diente por diente.

Axelrod convocó un segundo torneo en el que hubo más participantes, que estaban al corriente del éxito de tit-for-tat en el torneo anterior y buscaban derrotarla. Se presentaron 62 contendientes, pero tit-for-tat volvió a ser la estrategia ganadora.

¿Y por qué? ¿Qué propiedades tiene tit-for-tat para salir triunfante?

— Es una estrategia amable: nunca empieza por no cooperar.

— A la vez es vengativa: responde a la traición con la traición.

— Es indulgente: no se ceba y está dispuesta a perdonar al adversario si este vuelve a la cooperación.

— Es clara, debido a su misma simplicidad. Las demás estrategias saben a qué atenerse con ella.

— Es robusta: su éxito se mantuvo aun cuando se las tuvo que ver en el segundo torneo ante una nutrida cantidad de estrategias rivales.

Axelrod muestra de manera elocuente cómo la cooperación condicional (cooperar si el otro coopera) puede emerger como modo de actuación triunfante hasta en un mundo poblado por personas guiadas por motivos egoístas. De modo que ¡ánimo!, «incluso en un pueblo de demonios», como diría Kant, puede emerger espontáneamente la cooperación cuando los intervinientes comprenden que está en su interés a largo plazo cooperar en vez de burlar a los otros.

Es cierto que en las décadas siguientes se han presentado refinamientos a tit-for-tat cuando en el Dilema del Prisionero se introducen supuestos más realistas. Pero el estudio de Axelrod sigue siendo fuente de inspiración y una obra de referencia para quienes quieren estudiar la aparición espontánea de la cooperación hasta en un mundo tétrico poblado de egoístas que miran solo por su interés personal.21

En términos generales, la cooperación prospera en el Dilema del Prisionero si el número de jugadores es bajo y se entenebrece el panorama a medida que aumenta su número. Esto fue ya advertido por el perspicaz David Hume:

Dos vecinos pueden estar de acuerdo en desecar una pradera que poseen en común, porque a cada uno de ellos le es fácil darse cuenta de los pensamientos del otro, así como advertir que la consecuencia inmediata del incumplimiento por su parte implica el abandono de todo el proyecto. Pero es muy difícil, y de hecho imposible, que mil personas se pongan de acuerdo en una tal acción, pues les resulta difícil el convenir en un designio tan complicado, y aún más difícil el ejecutarlo. Y mientras tanto, cada uno busca una excusa para librarse de las molestias y gastos resultantes y prefiere echarles toda la carga a los demás.22

Otra circunstancia que facilita la cooperación es que los participantes en el juego tengan un horizonte temporal indefinido, es decir, desconozcan cuándo será su última interacción. Para entender esto hay un famoso argumento por inducción hacia atrás de Duncan Luce y Howard Raiffa, según el cual si los participantes saben cuál será la última ronda del juego, se negarán a cooperar ya desde el principio. ¿Y por qué, se preguntará usted? Supongamos que el Dilema del Prisionero está planteado a seis rondas y los jugadores saben esto. De ser así, no cooperarán en la sexta ronda siguiendo tit-for-tat, pues se percatan de que no hay una ronda siguiente en que el resto de los jugadores puedan tomar represalias sobre ellos. Pero, a efectos prácticos, esto también significa que la quinta (penúltima) ronda es ahora para todos como si fuera la última, al saber que en la sexta se interrumpirá la cooperación, de modo que tampoco cooperarán en la quinta ronda. Ni lo harán en la cuarta, la tercera… ni tampoco en la primera. Así pues, el no saber cuándo concluirán las oportunidades de cooperar es bueno para la cooperación misma.23

Podríamos pensar que otra posibilidad para mejorar las perspectivas de cooperación es permitir a los jugadores que se comuniquen libremente entre sí y lleguen a pactos solemnes de colaborar unos con otros. Por desgracia estos acuerdos verbales serían de escaso valor entre individuos egoístas y racionales, como los que hemos supuesto hasta ahora que intervienen en el Dilema del Prisionero. Al menos esto sería así si el juego se desarrolla a una sola ronda. Los demonios racionales que suscribieran ese pacto de cooperación estarían más que dispuestos a incumplirlo y dejar así en la estacada a los demás (que por su parte estarían haciendo otro tanto), de modo que el pacto se quedaría en papel mojado. Esto fue advertido con despiadada lucidez por Thomas Hobbes cuando escribió: «Sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre».24 La «espada» a la que se refiere Hobbes es el Estado, un árbitro externo al juego y con la capacidad suficiente para, desplegando el uso de la fuerza, o simplemente la amenaza de ese uso, disuadir a los participantes en dilemas sociales de cooperación de caer en la tentación de incumplir y desairar las normas sociales que invitan a ella. Tendremos ocasión de ver más adelante que Hobbes no andaba en absoluto desencaminado y el uso del poder político es uno de los más importantes cortafuegos para atajar que una sociedad extensa quede agusanada por parásitos sociales, que viven y medran a costa de los demás.

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DE VUELTA CON DARWIN

INTRODUCIR LA BIOLOGÍA EN EL DILEMA DEL PRISIONERO

Con lo dicho sobre el altruismo por selección de parentesco, podemos retomar la compañía de Darwin y seguirlo en su argumentación. Hasta ahora hemos supuesto que quienes intervenían en el Dilema del Prisionero eran jugadores egoístas y racionales, pero a estas alturas ya sabemos que los seres humanos tenemos inscritas en nuestro patrimonio biológico disposiciones altruistas que nos llevan a preocuparnos por el bienestar de nuestros familiares, amigos (y amores) y por la gente de nuestro grupo. De modo que, para hacer más realista la situación, es buena cosa hacerse cargo de todo esto y proceder a incorporarlo al juego.

Si sabemos que en un dilema social cooperativo, como el Dilema del Prisionero, participan personas que son parientes nuestros, es de creer que tal cosa influirá, y no poco, en nuestra toma de decisiones, pues el bienestar de esas personas está ligado al nuestro por vínculos «de sangre». La «llamada de los genes» (que es como «la llamada de lo salvaje» de Jack London) nos inducirá a ser más cooperativos con nuestros deudos y a considerar que su satisfacción forma parte de la nuestra.

Es normal que sintamos empatía (o simpatía, como la llama Darwin) por las personas que amamos (sean parientes, amigos, amantes, conocidos o simples «saludados», como diría Josep Pla), una empatía que nos empuja a sentir como propios, al menos en alguna medida, los estados de ánimo de otra persona, sean de júbilo o de tristeza.

A menudo ayudamos a otros porque nos sentimos mal por lo que les pasa y buscamos aliviar su sufrimiento. La capacidad para la empatía varía mucho de una persona a otra (los psicópatas carecen de ella) y parece estar correlacionada con niveles elevados de oxitocina, una hormona y neurotransmisor que desempeña un importante papel en el cuidado que proporciona la madre a su prole. Se ha comprobado que si se rocía con oxitocina las fosas nasales de individuos que van a participar en el Dilema del Prisionero aumenta su disposición a empezar cooperando. Evitar el sufrimiento del otro nos puede conducir a quedar bienaventuradamente anclados en la situación de cooperación mutua en el Dilema del Prisionero.1

Aquí me permito insistir en la diferencia entre causas próximas y causas últimas, entre altruismo evolutivo y altruismo psicológico. Nacemos con programas psicológicos preinstalados en nuestro inconsciente evolutivo para habérnoslas con dilemas de cooperación. Uno de ellos es el apego familiar, el que siente la madre por su hijo, el abuelo por su nieta, la hija por su padre, etcétera. Estos apegos son espontáneos y la gente, ni siquiera los biólogos, no suele percatarse de las instigaciones genéticas que hay detrás de estos afectos profundos. Los experimentamos sin más, y sus causas últimas permanecen inconscientes para nosotros. Y está bien que así sea.

Otro de estos programas evolutivos innatos es la amistad, fundada en última instancia en el altruismo recíproco («hoy por ti, mañana por mí»). Las causas próximas o psicológicas de la amistad son desde luego otras: la alegría de encontrarse con un amigo, el placer de ayudarlo, la aversión visceral ante la perspectiva de traicionarlo, etcétera. Una vez más, las causas últimas o evolutivas quedan anidadas en el inconsciente.

A diferencia del altruismo familiar, el altruismo recíproco se da entre individuos que no tienen por qué estar genéticamente relacionados, no obstante lo cual su puesta en práctica mejorará la aptitud o eficacia biológica de ambas partes por la asistencia mutua que se brindan y les permite aumentar sus probabilidades de supervivencia y reproducción.2

La interdependencia reduce los conflictos generados por el Dilema del Prisionero. Por ejemplo, un macho y una hembra que son pareja reproductiva se reparten el alimento de manera equitativa pues el éxito reproductivo depende de la salud y el bienestar de las dos partes, de modo que cada una de ellas se preocupa de que la otra esté bien alimentada, y esto impide que aparezcan las motivaciones egoístas que desencadenan el Dilema del Prisionero.3