Morir dos veces - Susana Rodríguez Lezaun - E-Book

Morir dos veces E-Book

Susana Rodríguez Lezaun

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Beschreibung

Un thriller cargado de adrenalina, poderoso y original, que arrastrará al lector a una aventura peligrosa y excitante de la que no podrá salir indemne. Soleil disfruta de una vida convencional. Esposa del juez Eric Bisset y madre del pequeño Daniel, de solo dos años, trabaja como ingeniera informática desde su casa en Carcasona (Francia). Convencional, pero no feliz. La vida de Soleil está controlada por su marido y su suegra, quienes siempre parecen saber qué es lo mejor para todos. El refugio de Soleil es su ordenador, desde donde se siente capaz de controlar el mundo. Hasta que todo se tuerce y agentes del lado oscuro amenazan su vida y la de su familia. Una tarde de lluvia, Soleil y su hijo se ven atrapados por la riada dentro de su coche. Consigue poner al pequeño a salvo, pero las furiosas aguas del río Aude la arrastran antes de que consiga salir. Esa tarde, Soleil Bisset muere. Ese día, nace Moon Aubry. Seis años después, Moon, detective privada en París, acepta el encargo de acabar con una persona ligada a su pasado. Comienza entonces una desenfrenada carrera contrarreloj por salvar a su supuesta víctima que pondrá en peligro, por segunda vez, la nueva vida que se había construido. «Muy pocos escritores en nuestro país manejan el suspense con mayúsculas como lo hace Susana». CÉSAR PÉREZ GELLIDA «Como criminóloga, la lectura de Morir dos veces me ha volado la cabeza. Un thriller tan sorprendente y adictivo por los giros de su trama como acertado y riguroso en la descripción del crimen y los criminales». PAZ VELASCO

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Seitenzahl: 499

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.es

 

Morir dos veces

© Susana Rodríguez Lezaun, 2025

www.susanarodriguezlezaun.com

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: LookAtCia

Imagen de cubierta: Trevillion

 

ISBN: 9788410642294

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte Soleil

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Segunda parte Moon

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Epílogo

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

A mis hijos, siempre

A mis hermanos, Elena, Mario e Iñaki, por la red que tejemos juntos

A mi madre, que es la mejor

A los lectores y lectoras, por descontado

Prólogo

 

 

 

 

Las bridas que le inmovilizaban los brazos le habían abierto la piel. Le escocían las muñecas y hacía rato que los hombros lanzaban dolorosas punzadas por lo forzado de la posición. Pero qué más daba ya. Todo estaba a punto de acabar. La incertidumbre, el miedo, el dolor. ¿Habría merecido la pena? Dudaba de que tuviera la oportunidad de responder a esa pregunta.

La mujer conducía serena. No lo había mirado ni una sola vez desde que lo obligó a tumbarse en el asiento trasero de la camioneta. Tampoco habían hablado.

A través de la ventanilla veía cómo la ciudad desaparecía poco a poco. Primero los edificios, luego las farolas y los carteles. Ahora, lo único que quedaba al otro lado era la noche y la fugaz luminiscencia de los coches con los que se cruzaban.

Se removió en el asiento y gruñó bajo. Ella hizo ademán de volver la cabeza, pero corrigió el movimiento a los pocos centímetros y volvió a clavar la mirada en la carretera.

De pronto, la noche se tornó amarilla. Vio un edificio coloreado con burdos grafitis, una persiana metálica, un techo de hormigón.

La mujer giró despacio el volante y entró en una especie de hangar. Apagó el motor y se bajó. Acto seguido, abrió la puerta de atrás.

—Vamos —le dijo sin más—. Baja.

—¿Aquí? —preguntó él.

Se sentó con dificultad y se puso de pie en el suelo. Ella le tiró del brazo y lo empujó hacia la parte delantera de la furgoneta. Estaban en una especie de almacén industrial, una enorme nave con paredes de cemento sin enlucir y vigas metálicas en el techo. Las ventanas estaban a más de tres metros de altura.

Miró hacia atrás. La puerta por la que habían entrado seguía abierta. Calculó los pasos que lo separaban de la calle. Unos veinte, quizá menos.

El lento chirrido metálico de las hojas al cerrarse acabó con sus elucubraciones. A pesar de esperarlo, el golpe lo sobresaltó.

Al otro lado de la nave, un vehículo hizo señales con las luces. No había reparado en él, a pesar de que los faros de la furgoneta iluminaban el morro brillante. El sedán negro lanzó un doble guiño muy rápido y después, nada.

—Por aquí —le ordenó ella.

La oyó bajarse la cremallera de la chaqueta y sacar el arma de la bandolera.

Era consciente de cuál iba a ser el desenlace, llevaba horas intentando mentalizarse, jurándose a sí mismo que mantendría la dignidad al final, y aun así no pudo evitar echarse a temblar. Se le nubló la vista mientras la mujer lo empujaba con decisión unos metros hacia delante. Le indicó que se detuviera y lo miró a los ojos.

—Al suelo —ordenó—. Ahora.

Él dudó, las piernas no le respondían. No intentó hablar, no había nada que decir. Gimió en voz baja y se arrodilló sobre el solado. Ella se agachó a su espalda y cortó las bridas con una navaja. Él se acarició las muñecas, agradecido por un instante. Luego recordó.

—Túmbate.

La voz de la mujer resonó en su cabeza. Su mano le apretó el cuello, empujándolo hacia delante.

Él hizo lo que le pedía. Apoyó las manos sobre el suelo y se tumbó despacio con la cara hacia el lado contrario. No quería ver nada. Cerró los ojos y respiró.

Escuchó el chasquido del seguro del arma al ser liberado. Los dos respiraron profundamente.

—Lo siento —la oyó decir.

Ya no había vuelta atrás.

Primera parte Soleil

Capítulo 1

 

 

 

 

—¡Hola!

Soleil se estremeció junto al fregadero. Detestaba ese timbre de voz, las notas chillonas, la falsa alegría exuberante, el perpetuo reproche en el mohín de los labios. Nicole Bisset, la madre de su marido, era una mujer excesiva, una tirana camuflada detrás de una sonrisa y una falsa generosidad que solo buscaba su propio beneficio.

Soleil dejó el biberón que estaba enjuagando, se secó las manos con un trapo y corrió escaleras arriba sin hacer ruido. Si no la veían, quizá pudiera esconderse un rato en la habitación de Daniel, su hijo, que seguía durmiendo la siesta.

Entró en el cuarto en penumbra y se sentó en el pequeño sofá junto a la ventana. El niño descansaba en la cuna. Se dio cuenta de que sus pies regordetes ya tocaban los barrotes de madera. Pronto tendrían que cambiarlo a la cama. Otro cambio, otro drama. A Daniel le costaba acostumbrarse a las cosas nuevas. Paseó la vista por los animales salvajes que decoraban la pared del fondo. Osos azules, leones amarillos, panteras negras, coloridos camaleones, todos sobre un fondo azul salpicado de nubes algodonosas. También habría que cambiar el papel pintado, buscar algo menos infantil. Pensó en estrellas, planetas y astronautas, o en un océano lleno de peces, tortugas marinas y un submarino.

Oyó pasos en las escaleras. Odiaba esos pasos, como los de un gorila. No, pensó divertida. Como los de un avestruz. Su suegra le recordaba a un avestruz, con su cabeza pequeña, sus pestañas postizas como el tizón, sus enormes tetas y unas piernas delgadas como alfileres.

Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. Soleil cerró los ojos y giró la cabeza hacia la pared. Si creía que estaba dormida la dejaría en paz, al menos de momento. Su suegra abrió la puerta y entró en la habitación.

—¡Soleil —exclamó en voz demasiado alta. El agudo de la última sílaba se le clavó en el cerebro—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

Nicole Bisset se había plantado junto a la cuna y le acariciaba la cabeza a su nieto.

—Está durmiendo —protestó Soleil, que se levantó y se situó al otro lado de la cuna. Daniel frunció el ceño y succionó el chupete con fuerza.

—Anoche soñé con él, tenía que verlo —explicó Nicole con un encogimiento de hombros.

Como si eso fuera lo más normal del mundo.

El niño amagó un mohín y abrió los ojos.

—¡Mi chiquitín! —aulló la abuela, que inmediatamente alargó los brazos, cogió al pequeño y lo acurrucó contra su regazo.

Daniel se revolvió y protestó. Soleil se acercó a ellos e intentó recuperar a su hijo, pero Nicole se giró deprisa, dándole la espalda.

—Me lo llevo abajo para que lo vea su abuelo —dijo sin más. Y se fue.

 

 

—Tu madre no puede venir cada vez que le apetezca —protestó Soleil más tarde. Sus suegros se habían marchado dejando atrás al niño alterado, la cocina revuelta y una promesa de volver al día siguiente que sonó a amenaza.

—Mi madre puede venir cuando le dé la gana —respondió Eric, su marido, sin ni siquiera volverse para mirarla—. Es mi madre —añadió como única defensa lógica.

—Tenemos unos horarios, cosas que hacer —siguió Soleil. Se estaba esforzando como nunca para que su voz sonara calmada—. Daniel tiene que dormir la siesta para estar bien el resto de la tarde, ya has visto que hoy ha sido un desastre… Y además, debería llamar antes y no abrir con sus llaves —añadió—. ¿Qué te parecería que lo hicieran mis padres? —lanzó a la espalda de Eric, que se limitó a encogerse de hombros—. Mañana llamaré a mi madre para invitarlos a venir el sábado. Pueden quedarse hasta el domingo.

Su marido apenas levantó un segundo la vista de la pantalla del ordenador para mirarla con el ceño fruncido.

—El sábado tenemos cosas que hacer —dijo.

—¿Qué cosas? —exclamó Soleil—. No tenemos nada…

—Mi madre ha organizado una excursión a la playa —respondió Eric—. Ya ha reservado restaurante. Diles a tus padres que vengan el domingo por la tarde.

—Podrían venir a la excursión…

—Te he dicho que ya ha reservado el restaurante, y sabes que odia que le cambien los planes. Que vengan el domingo.

La rabia competía con la tristeza en el interior de Soleil. No merecía la pena discutir con Eric sobre su madre. Nicole siempre ganaba. No era raro que Eric apenas saludara a sus suegros cuando estos viajaban hasta Carcasona para pasar el día con ella y con Daniel. Siempre tenía trabajo o cualquier cosa que hacer. Últimamente ni siquiera se molestaba en excusarse. Simplemente, no aparecía ni los acompañaba a donde fuesen. Soleil lo justificaba ante sus padres, pero ya se estaba cansando. Debería dejar que conocieran la verdadera cara de su marido.

—Me subo a trabajar —se rindió Soleil por fin.

—¿Está dormido el niño? —preguntó él antes de que ella llegara a las escaleras—. Tengo cosas que hacer.

—Sí.

—Estate al tanto, por si acaso —insistió con el ceño fruncido, pero sin mirarla—. Esto es importante.

Lo que significaba que el trabajo de ella no lo era.

Subió las escaleras y entró en su dormitorio. Había instalado una mesa y una silla de oficina en un rincón y lo había convertido en su oficina, un espacio de metro y medio cuadrado que era lo único que sentía suyo de toda la casa. De frente, una pared gris en la que había colgado un pequeño cuadro con una playa y dos palmeras. La ventana, como la vida, quedaba detrás de ella. Durante cuatro horas cada día supervisaba en remoto la seguridad de las transacciones comerciales online de un conglomerado de empresas. Dinero que iba y venía de una mano a otra, compras, ventas, pequeños y grandes negocios. Siempre alerta a los intentos de estafa, a las falsificaciones, a los timos de cualquier tipo.

Le gustaba su trabajo. Fue la primera de su promoción en la Facultad de Ingeniería Informática de la Universidad de Toulouse, donde vivía con sus padres. Nada más licenciarse aceptó un trabajo en Narbona. Quería probar la aventura de vivir sola. Allí, una noche de fiesta con los colegas, conoció a Eric, por entonces abogado en un bufete de la ciudad y hoy flamante juez de instrucción. Atractivo, atento, culto. Lo tenía todo. Y lo seguía teniendo, no como ella, que había perdido el trabajo, la independencia e incluso su casa. Cuando accedió a mudarse con Eric a Carcasona, a la segunda vivienda que sus padres tenían allí, dejó el apartamento que había alquilado en Narbona. Ese piso le gustaba mucho. De hecho, estaba barajando la idea de hacerles una oferta de compra a los propietarios. Eric la convenció de que no merecía la pena pagar la hipoteca de un piso que no iban a utilizar, y que comprarlo para luego alquilarlo solo les traería quebraderos de cabeza.

Se negó a seguir pensando en el pasado. Tenía cosas que hacer, un trabajo, una responsabilidad. Suspiró, se acomodó en la silla y reinició la sesión que había dejado en standby por la mañana. Echó un rápido vistazo a los datos que le ofrecía la pantalla, sonrió y comenzó a teclear.

Había aprendido mucho en los últimos meses, lo suficiente como para ofrecer sus servicios a través de conseguidores que necesitaban expertos en código para trabajos en el límite de la legalidad. Normalmente se trataba de gente con prisa dispuesta a pagar una buena suma por conseguir con rapidez lo que necesitaba. Soleil conoció este tráfico a través de uno de sus compañeros.

—Son tonterías —le dijo Maurice hacía ya varias semanas—, nada de tráfico de armas, drogas o personas —le aseguró antes de que Soleil pudiera preguntar—. Hablamos de formularios, compras, trasvases de dinero… ¡Tonterías! —insistió.

—Tonterías ilegales —adujo Soleil.

—En el límite de la legalidad —la corrigió Maurice—, pan comido para ti. Y recuerda que estamos hablando de un montón de dinero —añadió con voz cómplice.

—Déjame pensarlo —le pidió por fin. Le costaba decir que no. En realidad, solo dedicaba cuatro horas a su trabajo oficial, y le quedaba algo de tiempo libre ahora que Daniel iba a la guardería. Podría usar un segundo portátil, esconder su señal y abrir una cuenta en la que ingresaría el dinero. Eric nunca lo sabría, y ella tendría un colchón por lo que pudiera pasar.

Maurice tenía razón. El trabajo era sencillo, pero lucrativo. La admitieron en el foro gracias a la recomendación de su compañero y pronto empezó a realizar pequeños encargos que rápido subieron en dificultad y en remuneración. La apasionaba el reto que suponía sortear una barrera tras otra hasta llegar al objetivo, coger lo que necesitaba, dejar lo que le habían pedido y salir sin dejar rastro.

En eso estaba cuando escuchó la puerta de su habitación abrirse detrás de ella.

—¿Has terminado? —le preguntó su marido mientras se dirigía hacia el baño.

—Casi. En cinco minutos —respondió ella. Se apresuró en salir de la web en la que estaba y abrir la página corporativa de la empresa para la que trabajaba, aunque no sabía para qué se molestaba, Eric nunca prestaba atención a lo que ella hacía.

—No sé por qué te empeñas en trabajar, no lo necesitamos —dijo su marido.

Ya estaba aquí de nuevo la vieja discusión, la más antigua de todas las que mantenían, que no eran pocas.

—No es por dinero —repuso Soleil.

—No veo otro motivo para trabajar, la verdad.

Eric se quitó la ropa a los pies de la cama y se puso el pijama.

—Me gusta lo que hago, todo lo que tenga que ver con redes, informática, el mundo digital… Es un reto. Y soy buena en esto —añadió.

—Te quita tiempo para lo que de verdad importa —siguió él—. Tienes un hijo, una casa. Daniel y yo somos tu familia, deberíamos ser tu prioridad.

—Y lo sois. Mi trabajo no interfiere en el resto de mis… obligaciones. Pero no quiero apearme del mundo laboral, llegará un día en el que Daniel ya no me necesite, y entonces querré retomar mi vida.

—Yo te necesitaré siempre —puntualizó él—. ¿Vienes? Me muero de sueño. Mañana me espera un día intenso.

Soleil tecleó a toda velocidad las últimas órdenes y apagó el ordenador y el flexo. La playa y las palmeras desaparecieron. Luego cogió su pijama y entró en el baño. Se sentó en la taza y se tapó la cara con las manos. Sintió el calor de la lágrimas casi al instante. Y el ardor en la boca del estómago. Y la tensión en las mandíbulas. Y las ganas de morirse.

Capítulo 2

 

 

 

 

Daniel saltó a los brazos de su padre en cuanto Soleil bajó con él y entró en la cocina. Eric abrió los brazos y lo aupó hacia el techo. El niño rio y se abrazó a su cuello. Eric le revolvió el pelo recién peinado y lo dejó en su silla para que desayunara.

—No lo puede evitar —dijo Eric con una sonrisa de suficiencia—, me quiere a mí más que a ti.

—Eso es porque tú nunca le riñes —protestó Soleil—, dejas que yo me encargue de las tareas ingratas.

—Eso no es verdad —le rebatió él, dándole la espalda—, es una cuestión de química, de afinidad, ¿verdad, chiquitín? —Se giró hacia el niño, que le devolvió la sonrisa con los brazos extendidos para que lo cogiera.

Eric se alejó de él y Daniel empezó a llorar. Soleil suspiró y le llevó el cuenco de leche con cereales.

—¿Puedes llevarlo hoy a la guardería? —preguntó Soleil mientras Daniel comía—. Tengo que entregar un…

—No —la cortó él—, imposible. He quedado con Lafont para una partida de pádel antes de trabajar. Tenemos la pista reservada desde hace una semana.

Se señaló la ropa deportiva que llevaba puesta y se encogió de hombros.

—No te cuesta más de quince minutos —protestó ella.

—Lo mismo que a ti —adujo él—. Si vas tan mal de tiempo, llama a mi madre. O deja de trabajar.

Eric le dio un beso en la cabeza a su hijo, cogió la bolsa que había dejado en el suelo y se marchó sin recoger siquiera su taza de café.

Soleil sintió cómo le hervía la sangre.

Sacó el móvil del bolsillo y le envió un mensaje a Maurice.

Dame algo provechoso, escribió. Luego cerró un momento los ojos, respiró hondo y siguió: No importa de qué se trate, no preguntaré, pero que me dé pasta.

Un par de minutos después le llegó la respuesta.

Cuenta con ello. Mira tu mail.

Le echó un vistazo a su hijo y consultó el reloj. Le quedaban cinco minutos antes de ponerse en marcha. Corrió a su dormitorio y sacó su segundo portátil del fondo del escritorio en el que lo escondía. Bajó de nuevo, lo conectó y abrió el mail. Leyó el encargo con atención y frunció levemente el ceño. Ayer se habría negado, pero hoy… Le pagarían veinte mil euros, una fortuna, y solo tendría que cambiar los códigos de unos paquetes antes de que llegaran a la aduana. Podía hacerlo. Y eran veinte mil euros…

Le confirmó a Maurice que lo haría, apagó el ordenador y cogió a su hijo. Llegaban tarde.

 

 

Aquel primer encargo fue bastante más complicado que los que había aceptado hasta entonces, pero cuando cumplió antes del plazo y vio cómo se incrementaba su cuenta, cualquier duda o remordimiento que todavía tuviera se desvaneció al instante. Veinte mil euros. Con unos cuantos encargos más como ese podría plantarle definitivamente cara a Eric, volar y empezar una nueva vida con su hijo lejos de él y de las garras de Nicole.

Pronto, Maurice y ella formaron un equipo sólido, eficaz y muy rentable, a pesar de que sus únicas interactuaciones eran siempre en remoto. Solo habían conectado la cámara una vez, para dejar de imaginar cómo serían en realidad. Apenas conocían unos pocos datos de la vida del otro, y era mejor así.

En tres meses su cuenta bancaria alcanzó los cien mil euros, y el trabajo que tenían entre manos les reportaría una cantidad similar. Aquello eran palabras mayores, lo más gordo que habían aceptado hasta entonces. Soleil estaba convencida de que, después de eso, podría plantarse por fin.

Trabajó cada minuto que le quedaba libre, siempre a escondidas. De madrugada, en la cocina; en el coche por la tarde, mientras esperaba a Daniel aparcada cerca de la guardería, o en el dormitorio del niño mientras él descansaba. Cuando por fin lo tuvieron listo, lo subieron al servidor de entrega y respiraron aliviados. Dos días después, sus cuentas engordaron de manera importante.

Todo iba bien, hasta que dejó de hacerlo.

Primero fue un mensaje de Maurice.

 

Algo no va bien, ten cuidado. Bórralo todo.

 

¿Algo no va bien? Soleil no entendía nada. Y ¿a qué se refería con lo de que lo borrara todo? ¿Qué era todo?

Lo llamó en cuanto estuvo sola, pero Maurice no respondió. Tampoco contestó a sus mensajes de texto ni a los emails. Silencio. Aquello no era normal.

Aquella noche, cenó con Eric, acostó a Daniel y se sentó en el sofá con un libro en la mano.

Eric estaba viendo las noticias.

Estuvo a punto de gritar cuando la presentadora leyó la siguiente noticia:

 

Esta tarde, los bomberos han rescatado de las aguas del río Garona el cuerpo de un hombre con evidentes signos de violencia. La policía está convencida de que se trata de un crimen violento y pide la colaboración ciudadana para dar con los culpables —el realizador ofreció las imágenes de los buzos de la policía arrastrando un cuerpo hacia la orilla—. Se trata de Maurice Langon, de cuarenta años de edad.

Soleil ya no escuchó nada más. Le zumbaban los oídos y tenía náuseas.

Maurice estaba muerto. Le había advertido de que algo no iba bien, le pidió que lo borrara todo…

Se levantó de un salto y corrió escaleras arriba. Eric la miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada.

Soleil entró en su dormitorio, abrió el portátil y entró en el chat del foro. No había ningún mensaje nuevo desde esa mañana, lo que era totalmente inusual. Al instante, una luz roja comenzó a parpadear en la pantalla. Era una de las alertas de rastreo que Soleil había instalado en su perfil. Alguien estaba tratando de encontrar el origen de su señal.

Tecleó a toda prisa para ocultar su rastro, eliminó su perfil, borró las líneas de conversaciones y se deshizo de todos los proyectos en los que había trabajado. Luego apagó el ordenador y le arrancó la batería. Lo guardó todo en la mochila de Daniel y se metió en el baño. Tenía que tranquilizarse, Eric no podía verla así.

Eric…

Su marido entró en el dormitorio justo en ese momento.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Soleil abrió el grifo del lavabo y respiró un par de veces antes de contestar.

—Sí —dijo—. Tengo el estómago un poco revuelto y pensaba que iba a vomitar, pero no es nada.

—Hay niños con gastroenteritis en la guardería —dijo él—, igual te lo han pegado.

Soleil no contestó. Su cabeza funcionaba a mil por hora intentando comprender qué había pasado.

—Por cierto —añadió Eric desde el otro lado de la puerta—, mañana han anunciado lluvias fuertes, ten cuidado con el coche.

—Lo tendré, no te preocupes —respondió.

—Vuelvo abajo —anunció él después.

—Yo me voy a la cama, estoy cansada. ¿Le puedes echar un vistazo a Daniel? —le pidió.

—Claro, pero conecta el intercomunicador.

Lo oyó salir de la habitación. Entonces, Soleil abrió despacio la puerta del baño y entró en el dormitorio. Tenía que pensar. Maurice estaba muerto… Asesinado, la presentadora había dicho que no había duda de que se trataba de una muerte violenta.

—Dios mío… —susurró. ¿Y si lo habían matado por algo relacionado con alguno de los trabajos que habían hecho juntos? Sabía que Maurice aceptaba más encargos que ella, él disponía de más tiempo y era bueno en su trabajo.

Decidió que debía tratarse de uno de esos casos de los que se ocupaba en solitario, nada de aquello tenía que ver con ella.

Se metió en la cama y conectó el intercomunicador que había en la mesilla.

Todo estará bien, se dijo.

Fuera, en la calle, ya había comenzado a llover.

 

 

Soleil miraba con preocupación la lluvia al otro lado de la ventana. Había estado lloviendo toda la tarde y la noche anterior, y desde hacía más de cuatro horas el agua caía con violencia, enormes cantidades derramadas desde el cielo y repartidas por las angostas calles de Carcasona. Los charcos hacía rato que ya eran balsas, pero las nubes no aflojaban. Las autoridades habían alertado del riesgo de desbordamiento del río Aude y de varios de los embalses situados en su curso superior. En la calle, la gente se apresuraba de un lado a otro. Mujeres cargadas con pesadas bolsas de la compra, hombres con la mochila del gimnasio a la espalda, chiquillos con las manos sobre la cabeza para amortiguar el duro golpeteo de las furiosas gotas de lluvia.

Soleil frunció el ceño y se apresuró hacia el recibidor. Se puso las botas de agua por encima de los tejanos, se abrochó el chubasquero y cogió el paraguas antes de salir.

Daniel estaba en la guardería. El tiempo empeoraba por momentos, así que decidió ir a recogerlo antes de lo habitual para evitar la hora punta causada por las fuertes precipitaciones que habían anunciado por radio. En la calle, la carretera se había convertido en un torrente; y los coches, en barcos que lanzaban largos abanicos de agua por los lados. Dudaba de si sería capaz de llegar a la guardería y volver a casa en su pequeño utilitario de apenas mil kilos. Eric se había llevado el familiar, más grande, pesado y seguro. Pensó que, de todas formas, su marido no le habría permitido conducir su coche, nunca lo había hecho, y, desde luego, tampoco se habría ofrecido a recoger él mismo a su hijo. Las tareas estaban perfectamente repartidas en la familia, y todo lo relacionado con Daniel era cosa de Soleil.

Es lo que hay, pensó.

El viento le arrancó el paraguas de las manos en cuanto salió a la calle. Lo vio desaparecer detrás de la cortina de agua, arrastrado por una violenta ráfaga. Corrió hasta el coche, aparcado junto a la acera, mientras pulsaba con fuerza la llave a distancia. Empapó el asiento con el agua que chorreaba de su anorak, pero no podía detenerse a quitárselo. Tenía que recoger a Daniel. El tiempo empeoraba por momentos.

Condujo con cuidado, esforzándose por distinguir las luces de los otros vehículos y evitar a los peatones, muy pocos ya, que corrían en busca de refugio cegados por las ráfagas de lluvia y viento.

Cuando llegó a la guardería se dio cuenta de que llevaba quince minutos apretando las mandíbulas. Aflojó la mordida y se acercó despacio al edificio escolar. Las profesoras habían abierto de par en par la verja del patio para que los coches pudieran llegar hasta la puerta principal en una fila ordenada y lenta que rodeaba el patio por la derecha y luego daba la vuelta por la izquierda para volver a salir.

Soleil esperó paciente su turno. Cuando estuvo ante la puerta, corrió de nuevo bajo la lluvia y aguardó a que la profesora le llevara a Daniel, ya abrigado y cubierto. Lo cogió en brazos y lo metió a toda prisa en el coche. Le costó enganchar los amarres de la sillita con las manos empapadas. La lluvia racheada zarandeó el coche cuando volvió a la carretera.

Daniel miraba absorto por la ventanilla. Mejor, pensó Soleil. Necesitaba concentrarse en la conducción. El río de agua era cada vez más alto, más fuerte, más oscuro. Vio un contenedor de basura flotando en la calle de la izquierda y varios coches desplazados desde el arcén hasta casi el centro de la calzada. Unos segundos después, ya no estaba segura de que las ruedas tocaran el suelo. El coche se balanceaba de un lado a otro sin importar hacia dónde moviera el volante.

Entonces escuchó un enorme estruendo. Daniel también lo oyó, abrió mucho los ojos y empezó a llorar.

—Tranquilo, cariño —le dijo su madre—, solo es agua.

El ruido ensordecedor sonaba cada vez más cerca de ellos. Soleil vio por el retrovisor cómo un muro marrón de agua, barro y ramas se acercaba a ellos a una velocidad de espanto. Apretó el acelerador, pero el coche siguió avanzando sin control.

—Agárrate, cariño —gritó—. ¡Agárrate fuerte!

La ola los alcanzó en segundos y los levantó varios metros por encima del suelo. El agua se coló en el coche, les mojó los pies, después los pantalones y llegó hasta los asientos. Daniel gritaba aterrorizado. Soleil, aferrada al volante, intentaba centrarse y pensar, no dejarse llevar por el pánico.

El agua los arrastró calle abajo. Las paredes de las viviendas estaban cada vez más cerca, y esa estrechez hacía que la riada fuera más y más alta. Al fondo había una pequeña plazoleta y un angosto cruce de calles. Quizá allí, con suerte, pudieran sujetarse a algo.

Se preparó para actuar. Se soltó el cinturón de seguridad y cruzó al asiento de atrás. Daniel seguía llorando y estirando las manos hacia ella.

—Tranquilo, mi vida —le dijo.

El niño la miró, pestañeó con fuerza y volvió a gritar cuando el coche chocó contra la fachada de un edificio.

Era su oportunidad. El coche se balanceaba peligrosamente, pero de momento había detenido su avance descontrolado. Sobre su cabeza, a menos de un metro, vio un balcón con enrejado de hierro. Bajó la ventanilla y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Ayuda! ¿Hay alguien?

Al otro lado de la barandilla aparecieron unos pies.

Soleil sujetó a Daniel y asomó la cabeza para mirar al hombre que se aferraba a la baranda.

—¡Cójalo! —gritó.

El hombre vigiló la llegada de nuevas olas y estiró los brazos. Soleil se hizo a un lado y sacó el cuerpecito de su hijo por la ventanilla. Apretó los dientes. No podía soltarlo. El hombre alargó el cuerpo sobre la barandilla, cogió al niño por las axilas y se giró con él en brazos para ponerlo a salvo en el interior.

El coche crujió y se movió unos centímetros. Un nuevo embate del agua hizo que el morro se levantara peligrosamente. La carrocería chirriaba contra la pared de cemento.

—¡Vamos! —le gritó el hombre desde el balcón, de nuevo con los brazos extendidos.

El coche se ladeó y comenzó a alejarse del edificio. Soleil sacó medio cuerpo por la ventanilla, lo justo para ver cómo su salvavidas quedaba atrás.

—¡Daniel! —exclamó. Fue lo único que pudo decir.

Luego, una nueva ola la engulló y la arrastró calle abajo. No oyó gritar al hombre, ni llorar a su hijo, llamándola. Sus oídos se llenaron del sonido del agua furiosa que ya le llegaba al pecho y que ahora entraba a borbotones por la ventanilla abierta. Se aferró al marco. No podía perder su única referencia con el exterior. Casi flotaba en el interior del coche, que giraba como una peonza en el centro de la corriente. Vio otro coche engullido por las fauces de la riada. Tenía que salir de allí. Luchó contra la corriente y se agarró una y otra vez al asidero, al marco, al asiento. Clavó los pies en el suelo e intentó avanzar, moverse unos centímetros, pero el agua la empujaba hacia dentro una y otra vez, y otra vez.

Apenas veía ya nada de lo que la rodeaba, no sabía dónde estaba ni hacia dónde la empujaba el agua. ¿Estaba arriba?, ¿abajo? Había perdido cualquier referencia.

Un último intento. Clavó los dedos con fuerza y flexionó los brazos para acercarse a la ventanilla. En ese momento, el río marrón empujó al coche desde abajo y lo zarandeó como si fuera una cáscara de nuez. Lo meció a un lado y a otro hasta que, por fin, lo giró por completo.

Soleil ya no veía nada. Seguía aferrada a la carrocería del coche, con la boca apretada y buscando una salida con los ojos desorbitados. La ola pasó por encima y hundió el coche aún más.

¿Cuánto aguanta una persona sin respirar?

No lo suficiente.

Capítulo 3

 

 

 

 

Jamás había tenido tanto frío. Un frío atroz, del que desgarra la carne hasta los huesos con cada sacudida. Soleil temblaba con violencia. Tenía la boca seca y le dolía todo el cuerpo. Sentía las piernas entumecidas, dolorosos latigazos le recorrían la espalda y el corazón latía contra las costillas como si acabara de recibir una descarga eléctrica.

Tanteó el terreno a ciegas. Blando y húmedo, en pendiente ascendente. Y muy frío. Un intenso dolor le recorrió el cuerpo cuando intentó mover las piernas. Tenía que centrarse, abrir los ojos, recordar. Ni siquiera estaba segura de si lo que veía en su cabeza era real o formaba parte de una pesadilla. Pensó en agua y un regusto amargo le llenó la boca. Le dolía el estómago y le ardía la garganta.

¿Dónde estaba? Gritó cuando se giró para colocarse boca arriba. Tenía algo en la pierna derecha, una herida, algo clavado o un hueso roto, no lo sabía, pero se desencadenaba un infierno cada vez que se movía.

Le costó abrir los ojos. Las pestañas, húmedas y pegadas, se desplegaron como un telón para ofrecerle un escenario borroso. Sobre su cabeza, un limpio cielo de otoño. Oía pájaros muy cerca, un alboroto de trinos y silbidos. Levantó despacio la cabeza y se miró a sí misma. El movimiento trajo hasta su boca una profunda arcada que la obligó a girarse. Vomitó un líquido sucio. Luego recuperó el aliento y siguió. Se concentró en no mover la pierna derecha y empujó con la izquierda hacia arriba, clavando el tacón en el suelo blando y ascendiendo poco a poco, unos centímetros cada vez, hasta salir de la zanja en la que estaba.

Entonces lo vio. El río. Y recordó. ¿Estaría Daniel a salvo? Tenía que pedir ayuda, buscar un teléfono, una carretera. Tenía que saber que su hijo estaba bien, que el agua no había entrado en esa vivienda, que el hombre lo había puesto a salvo y que ahora estaba tranquilo en casa.

¿Cuánto tiempo había pasado desde la tormenta? Era incapaz de calcularlo. El sol estaba alto. Podía ser mediodía, primera hora de la tarde como mucho. Eso significaba que había pasado la noche a la intemperie, inconsciente en una zanja.

No recordaba haber salido del coche. Veía sus manos aferradas a la ventanilla y el agua entrando a raudales. El miedo paralizante recorrió de nuevo su cuerpo, igual que… ¿Cuándo? Clavó de nuevo el talón izquierdo en el barro y subió hasta que sus manos pudieron empujar desde arriba. Exhausta y dolorida, se incorporó despacio y contempló el paisaje. La hierba y la tierra continuaban empapadas. Aquí y allá, el agua retenida había formado pequeñas lagunas en las que las aves se estaban dando un festín.

Necesitaba encontrar un lugar alto desde el que ubicarse. O una carretera, pero no conseguía oír nada por encima de los pájaros. Ni un motor, ni un helicóptero. Nada. A unos pocos metros el terreno dibujaba un desnivel descendente. Quizá desde allí… Intentó levantarse, pero el dolor la sacudió hasta la base de la columna. Se detuvo para contener las arcadas y el mareo. Luego se puso de rodillas. Bien, así aguantaría. Dedujo que el problema debía de estar en el tobillo.

Avanzó despacio, temblorosa, hasta donde el pasto comenzaba a descender. Abajo, a unos cien metros desde donde se encontraba, vio una pequeña construcción con el tejado rojo a dos aguas. Sonrió al reconocer la casa. Recordó a sus propietarios, un matrimonio de París que solo la utilizaban en verano. Ahora estaría vacía. Calculó que se encontraba a unos diez kilómetros de Carcasona. En condiciones normales recorrería a pie esa distancia en dos horas, pero, en esos momentos, los cien metros que la separaban de la casa le parecían un mundo.

Necesitó casi media hora para llegar gateando. El camino asfaltado que conducía hasta allí estaba anegado y desdibujado, cubierto en parte por maleza y ramas. Sabía que la carretera principal estaba a apenas un kilómetro.

El agua también había golpeado al edificio. Las preciosas ventanas de marcos de madera pintada de rojo estaban rotas, arrancadas de sus bisagras, y colgaban desmadejadas contra la fachada sucia de barro. Tampoco los cristales de la planta baja habían aguantado el envite de la riada. La puerta principal, sin embargo, parecía intacta. Tendría que levantarse para entrar.

Llegó hasta la pared y se puso de rodillas lentamente. Alargó las manos hasta el alféizar y tanteó la superficie con cuidado. No quería cortarse. Encontró lo que le pareció un apoyo seguro y clavó el pie izquierdo en el suelo. Luego apretó los dientes, concentró sus fuerzas en la pierna y se levantó. Descansó unos segundos. Se sentía mareada y el corazón volvía a latirle con fuerza. Eso no había sido nada, quedaba lo más difícil.

Se quitó el anorak empapado y lo envolvió alrededor de su puño para golpear los trozos de cristal que el agua no había arrancado de la ventana. Cuando el marco estuvo libre de vidrio, extendió el anorak sobre el alféizar y los cristales rotos. Respiró hondo varias veces, apoyó las manos y subió el cuerpo hasta apoyar el estómago en el poyete. Luego solo tuvo que inclinarse hacia delante y dejarse caer.

El golpe de costado contra el suelo la dejó sin respiración. Los cristales que habían caído dentro se abrieron paso a través de su piel en la cara, el brazo y en la cadera. Se llevó la mano a la mejilla y comprobó que no tenía esquirlas clavadas. La sangre se deslizaba mansa hacia el cuello. Nada grave, decidió.

De nuevo de rodillas, se estiró hasta alcanzar el respaldo de una silla, que se convirtió en un improvisado andador.

Paso corto, y golpe de la silla contra el suelo. Paso corto, y un nuevo golpe. Levantó la horquilla del teléfono. Silencio. Tampoco había electricidad. Renqueó hasta una estantería alta sobre la que había un viejo ordenador portátil, un modelo antiguo pero resistente. El agua no parecía haber llegado hasta ahí. Pulsó Start y esperó. Le sorprendió comprobar que la batería estaba cargada. Tres pequeñas luces azules y naranjas parpadearon durante unos segundos eternos antes de mostrar el logo de la empresa informática en el monitor.

Soleil sonrió y se sentó en la silla frente al ordenador. Seleccionó el icono de acceso a Internet y esperó mientras el reloj de arena giraba y giraba. Cuando el buscador se abrió ante sus ojos, tecleó la dirección del periódico local. Allí estaba Daniel, en primer plano, en brazos de su padre, sano y salvo. Pegado al brazo de Eric, mirando al niño con devoción, Nicole alargaba la mano hacia el pelo rizado del niño.

La información hablaba del rescate in extremis del pequeño y reproducía las declaraciones del hombre que lo salvó. «Vi cómo el agua arrastraba el coche con la madre dentro —decía—. No pude hacer nada». El responsable de Protección Civil aseguraba que las esperanzas de encontrar a Soleil Bisset con vida descendían con cada hora que pasaba. Estaban apareciendo restos arrastrados por la riada a muchos kilómetros de distancia, y no descartaban que la fuerte crecida los empujara hasta el mar. En una imagen más pequeña, el coche de Soleil aparecía embarrancado de lado, cubierto de ramas y barro y rodeado de buzos preparados para rastrear el río en busca de su cuerpo.

Los titulares hablaban de su entereza y valentía al sacar al niño por la ventanilla y ponerlo a salvo por delante de su propia vida. La llamaban heroína, madre coraje, pero ella solo veía la imagen de Daniel con la cabeza apoyada en el hombro de su padre y a su abuela acariciándole el pelo.

La riada y sus consecuencias acaparaban la mayoría de los titulares. Tuvo que bajar mucho en la web hasta encontrar lo que buscaba. La policía no tenía ninguna pista sólida en el asesinato de Maurice Langon. Junto a la escueta información, una foto de una mujer vestida de riguroso luto, con el pelo castaño recogido en una coleta y un pañuelo en la mano, observaba con mirada ausente el brillante féretro que tenía delante. El pie de foto la identificaba como su viuda. No sabía que Maurice estuviera casado. En realidad, apenas sabía nada de él.

Lo que le había ocurrido a su socio podía estar relacionado con ella o no, pero la sola idea de poner en peligro a su hijo la hacía estremecerse de miedo.

Se dejó caer en el sofá. Estaba mojado, pero agradeció poder descansar en los cojines mullidos. Levantó las piernas, acomodó el tobillo lesionado sobre el brazo del sillón y apoyó la cabeza.

Pensó que debería buscar ayuda, encontrar la forma de ponerse en contacto con la policía, con Eric. Estaría preocupado… Podía enviar un email, explicar dónde estaba y esperar la ayuda. No tardarían demasiado.

Después, decidió. Cuando se encontrara mejor, cuando el tobillo le doliera menos, cuando el teléfono volviera a funcionar. Seguro que las redes estaban saturadas y su mensaje acabaría perdido en el ciberespacio… Después, cuando estuviera segura de que no corría peligro.

Cerró los ojos y se concentró en su respiración. Inspiró y espiró como le había enseñado la psicóloga, viendo sus pensamientos pasar, pero sin detenerse en ellos. El agua, el coche, el dolor, Daniel, Eric, la mano de Nicole. Todo llegaba y se iba mientras ella se hundía cada vez más en los húmedos cojines del sofá, tan acogedores a pesar de todo, tan tranquilizadores, allí, lejos de todo…

Segunda parte Moon

Capítulo 4

 

 

 

 

Llevaba casi quince minutos pegada a la fachada del local, un restaurante cutre que expulsaba vaharadas de humo con olor a aceite mil veces recalentado que prometían una digestión larga y difícil. Por suerte, Moon había conseguido refugiarse lo bastante lejos de la última farola de la hilera como para no ser descubierta.

Había abandonado la seguridad de su coche para husmear por la puerta entreabierta del local. Primer error. El segundo fue no regresar cuando se dio cuenta de que alguien se acercaba. En lugar de eso, corrió hacia el fondo del callejón y se pegó a la pared. Y ahí seguía. Se suponía que la parejita había salido a fumar, pero habían acabado por liarse en un polvo ruidoso que, por fin, parecía haber terminado.

Escuchó el chasquido de un mechero, unos segundos de silencio y unas risitas contenidas. El viento le llevó el olor del tabaco.

Una eternidad después, la pareja entró de nuevo en el restaurante y la pesada puerta negra se cerró a sus espaldas.

Moon suspiró. Estaba helada. La humedad del hormigón de la pared se le había colado hasta los huesos, y de vez en cuando un molesto escalofrío le recorría la columna y le sacudía los hombros y el estómago.

—Tú eres tonta —se dijo en voz baja.

Luego palpó el bolsillo de la cazadora y comprobó que no había perdido el material cuando echó a correr. Allí estaba.

Se acercó al cableado desprotegido que recorría la fachada trasera del edificio y lo inspeccionó hasta dar con lo que estaba buscando. Se frotó las manos en las piernas para hacerlas entrar en calor y sacó las herramientas del estuche que llevaba en el cinturón. Una tijera, unos alicates y un pelacables, todo tan pequeño que podía ocultarlo en la palma de la mano.

Se acercó al tendido, miró a derecha e izquierda, comprobó que estaba sola y fuera del alcance de la única cámara de vigilancia y comenzó a trabajar con precisión y celeridad. Un pequeño corte, separar el plástico protector, instalar la discreta cajita que había llevado, conectar los cables a modo de bypass y cubrirlo todo con cinta aislante negra, el color del cableado. Listo.

Se separó unos centímetros para comprobar que la instalación era invisible a ojos profanos y, satisfecha, volvió a guardar las herramientas. De nuevo en el coche, puso la calefacción a tope y conectó la lista de reproducción de su móvil con los altavoces. Un par de minutos después, el chorro de aire caliente le acariciaba la cara con la misma delicadeza con la que Zaz la envolvía con su voz áspera.

 

 

París nunca la defraudaba. Moon había recorrido exhaustivamente la ciudad durante los últimos cinco años. Las calles, los edificios, los callejones, los barrios y los suburbios. También los monumentos y los museos, aunque le importaban menos. Cada semana conducía durante horas, siguiendo vagas directrices como girar siempre a la derecha, o a la izquierda, evitar los semáforos o visitar los barrios por orden alfabético y los distritos siguiendo su numeración. La Bastilla, Campos Elíseos, Campo de Marte, La Defensa, Haussmann Saint-Lazare… Guardaba fotos y anotaciones de cada barrio, de muchas de sus calles, de los restaurantes, de la gente sobre las aceras, de las empresas y los complejos deportivos. Luego almacenaba toda la información en la nube, etiquetada bajo múltiples epígrafes. Nunca se sabía cuándo un dato en apariencia nimio podía serle de utilidad.

Si era posible, conducía con la ventanilla abierta para oler la ciudad, para escucharla y sentirla. Apagaba la música y la oía respirar, gritar o canturrear, la sentía amar, amarse, y también odiar como Caín a Abel. París tenía mil caras, y Moon quería conocerlas todas.

Volvió a casa dando un largo rodeo desde Trocadero, donde había hecho el trabajo, hasta el Barrio Latino. Evitó la línea recta y condujo tranquila por avenidas de nombres ostentosos: presidente Wilson, Pedro I de Serbia, George V, hasta llegar a los Campos Elíseos, libres de turistas a esas horas de la noche. Bares, comercios y restaurantes habían cerrado ya, y los escasos paseantes que quedaban avanzaban deprisa, buscando refugiarse del viento y levantando de vez en cuando la mano para llamar la atención de alguno de los taxis que todavía circulaban por la zona.

Cruzó el puente de la Concordia y entró en el bulevar Saint-Germain. Las calles se estrecharon cuando llegó al Barrio Latino, que alojaba la Universidad de la Sorbona y la Gran Mezquita de París. Le gustaban los contrastes. Junto a una librería árabe estaba la sede de la Sociedad de Amigos de la Policía; frente a una pastelería tradicional francesa abría sus puertas cada mañana una carnicería halal con fama de servir la mejor carne del barrio.

Vio luz en su apartamento. Simon la esperaba despierto.

Entró en el garaje, apagó el motor y recuperó la mochila del asiento de atrás. Comprobó su aspecto en el espejo del ascensor. Le favorecía la melena corta. Llevaba el pelo de su color natural, castaño como sus ojos, y se mantenía en forma. Running por la mañana, crossfit por la tarde y escalada los fines de semana. No tenía una rutina fija, pero siempre llevaba la bolsa de deporte en el maletero para aprovechar cualquier momento que le quedara libre. Tenía que reconocer que las endorfinas eran una droga poderosa. Además, sabía por experiencia que la inactividad solo conduce al desastre: recuerdos dolorosos, pensamientos peligrosos, caras que era mejor olvidar.

Se colocó el pelo detrás de la oreja y abrió la puerta de su casa.

—¿Todo bien? —le preguntó Simon cuando Moon entró en el salón—. Es tarde, empezaba a preocuparme.

—Me ha entretenido una parejita con ganas de marcha, pero todo ha ido bien —respondió.

Se acercó a la chimenea del salón y alargó las manos hacia las brasas que aún ardían tras el cristal protector. Entonces echó un vistazo a su alrededor. Sobre la mesa, un mantel de hilo, dos copas, una cubitera con una botella de champán, un plato con queso y frutos secos y velas encendidas. De fondo, música suave.

—¿Celebramos algo? —preguntó.

Simon se acercó a ella y la besó en los labios. Moon desapareció entre sus brazos y aspiró su perfume.

Le encantaba su olor.

—Hoy es nuestro aniversario —respondió él.

—Nosotros no… —empezó Moon.

—Hace seis meses que me dejaste entrar en tu cueva, pequeña ermitaña gruñona. —Simon sonrió sobre sus labios, la abrazó unos segundos más y la soltó—. Siéntate y come algo. He comprado tu champán favorito. —Sirvió las copas y le acercó el plato de queso sin dejar de mirarla—. No sé por qué te empeñas en salir a la calle y jugarte el tipo cuando cosas como las de hoy podrías solucionarlas tranquilamente desde tu ordenador. Eres la mejor en eso.

Moon se encogió de hombros y aceptó la copa.

—Me aburro —dijo simplemente—. Y me gusta conducir.

Simon suspiró resignado y se sentó a su lado.

—Mañana podríamos ir al cine, esta semana hay varios estrenos interesantes —dijo.

—Bien, pero nada de terror —respondió Moon con el ceño fruncido.

Simon rio con ganas.

—No me puedo creer que te asustes tanto con una película. Eres la persona más racional que conozco, ¡sabes que todo es ficción!

—Yo lo sé —se defendió ella—, pero mi subconsciente se guarda todas esas escenas para montar unas pesadillas espectaculares en cuanto me descuido.

—De acuerdo, nada de terror.

Simon rellenó las copas y se llevó un puñado de frutos secos a la boca.

—Si tienes hambre, puedo preparar algo más contundente —ofreció a continuación.

Moon negó con la cabeza y dejó la copa sobre la mesa.

—Debería comprobar que todo funciona como debe… —empezó.

—Luego —la cortó él—. Relájate un minuto.

—Luego —imitó Moon. Sonrió, le revolvió el pelo y se levantó.

Moon sintió la vibración en cuanto tocó el pomo de la puerta. La habitación que había al otro lado era su despacho, su santuario, su espacio personal e inviolable. Nadie entraba allí sin ser invitado, incluso Simon sabía que debía llamar antes de abrir. Sobre una larga mesa blanca, cuatro enormes monitores permanecían constantemente conectados. Debajo, dos CPU y una interesante colección de routers, codificadores, interceptores de señal, amplificadores, memorias externas y un largo etcétera de artilugios, gadgets y componentes, cada uno con su propia luz, fija o intermitente, y su particular zumbido.

Moon se sentó en su silla, se retiró el pelo de la cara y tecleó rápidamente una serie de órdenes, que se reflejaron en la pantalla central. Unos segundos después, el monitor se dividió en una cuadrícula y mostró lo que las cámaras de la empresa que había hackeado estaban captando. Repasó cada escenario y sonrió satisfecha. Luego se giró hacia el pequeño portátil que tenía a la izquierda y volvió a teclear.

Simon la observaba apoyado en la jamba de la puerta, con una copa en la mano.

—Lo tengo —afirmó satisfecha sin girarse a mirarlo—. El sistema me avisará en cuanto el objetivo pase su tarjeta en el control de entrada, y estaré lista para interceptarlo.

—Podrías haberlo hecho sin moverte de aquí —repitió él.

—Así es más divertido.

Moon sonrió y separó la silla, lista para levantarse. En ese momento, el portátil emitió un ligero tintineo que la detuvo.

—Es Cheney —dijo sin más.

Simon se situó a su lado y la observó mientras Moon activaba las protecciones y entraba en la cuenta alojada en la darkweb.

—Es una oferta abierta —comentó Simon.

Moon abrió el enlace y leyó el breve texto.

Respiró profundamente, cerró los ojos y los volvió a abrir. No se había equivocado, el mensaje seguía allí.

Vació el aire de sus pulmones y tecleó.

 

Yo lo haré. Cierra la subasta. Lo envió y esperó.

OK, leyó poco después. Aquí tienes la información. El cliente quiere rapidez, no le importa la discreción.

OK, respondió ella. Cierra la subasta, insistió.

Cerrada, es tuyo.

 

Moon clavó los ojos en la pantalla. Sintió cómo Simon se alejaba y salía de la habitación en silencio. Cuando se supo sola, abrió el enlace que Cheney le había enviado.

Era él.

Eric Bisset.

Y lo querían muerto.

—Mierda.

Capítulo 5

 

 

 

 

Eric Bisset se estiró la ropa cuando se bajó del tren en la Gare de Lyon. Casi cinco horas de viaje rodeado de gente ruidosa y maleducada habían puesto a prueba sus nervios y su autocontrol. Sin soltar la maleta, se detuvo en el andén y leyó los carteles luminosos con el ceño fruncido.

Le había sorprendido recibir una invitación para impartir una conferencia en la sede de la Asociación Internacional de Jueces, pero la oferta incluía viaje de ida y vuelta a París en primera clase, dos noches de hotel y dos mil euros como remuneración por una charla de una hora sobre la jurisprudencia en las zonas costeras. Estuvo a punto de rechazar la oferta. Pedirle que diera una conferencia con apenas una semana de antelación no le pareció serio, pero finalmente decidió que ese era justo el tipo de evento que podía abrirle las puertas del circuito de colegios profesionales y universidades que visitaban, y de las que cobraban, otros colegas menos preparados que él.

El móvil vibró en el bolsillo del abrigo anunciando que tenía un mensaje.

 

Señor Bisset, un coche le espera en la zona reservada de la estación para llevarle al hotel. Bienvenido.

 

Fabuloso. Sonrió, comprobó que el nudo de la corbata estaba en su sitio y empujó la maletita en dirección a la salida.

Al final de la hilera de taxis, un chófer uniformado mostraba un cartel con su nombre. En cuanto se acercó, el conductor se giró y le abrió la puerta de atrás. Eric se acomodó en el interior del amplio sedán. En una pequeña nevera portátil vio un botellín de agua y otro de Coca-Cola.

—¿Puedo? —preguntó Eric.

El conductor hizo un gesto afirmativo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. Luego arrancó y se incorporó al tráfico. El juez Bisset le dio una largo trago a la Coca-Cola y se acomodó en el asiento. Recostó la cabeza y dejó que sus ojos pasearan por las calles de París. No le gustaba la ciudad, siempre llena de gente, de turistas como los que habían compartido el tren con él. París era cara, ruidosa, demasiado grande, incómoda y llena de peligros.

El largo viaje le estaba pasando factura. Apuró el refresco y dejó la botella en la nevera portátil. Qué curiosos colores, qué gente tan… ¿voladora? Los peatones no tocaban el suelo. Eric acercó la cara a la ventanilla. Flotaban. ¿O era él? Se aflojó el nudo de la corbata. Tenía la mano blanda, los dedos apenas le obedecían. Y luego…, luego…

 

 

Eric no conseguía recordar qué había pasado luego. El mundo se desvaneció a su alrededor y lo sumió en un sueño oscuro e intranquilo. En un momento dado, no sabía cuándo ni dónde, abrió los ojos y los cerró al instante. Los volvió a abrir y pestañeó despacio. Creyó moverse, o que lo movían, pero quizá lo había soñado. Le pareció que algo tiraba de él. Movió la cabeza y vio sus pies. Intentó mover la mano, pero ni siquiera consiguió terminar el pensamiento antes de desvanecerse una vez más.

No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que se despertó de nuevo. Estaba en una habitación en tinieblas, apenas iluminada por un pequeño foco que emitía una luz anaranjada desde un rincón del techo, justo encima de un brillante punto rojo fijo. Se giró despacio. Aquello no parecía un hotel. Además, no recordaba haber llegado a ninguno. ¿Habría tenido un accidente en el coche? O quizá lo habían atropellado al bajarse, en París suceden ese tipo de cosas a diario. Varias veces al día, pensó. Si había ocurrido algo así, eso explicaría su amnesia y el estado de confusión en el que estaba sumido.

Frunció el ceño. Esa habitación no parecía la de un hospital. Distinguió una puerta en la pared de enfrente, pero ninguna ventana. No estaba seguro del color de las paredes. Parecían blancas, pero con tan poca luz bien podrían ser grises, amarillas o beis.

Cerró los ojos y se concentró. Recordaba el tren, el coche, el chófer y nada más. ¿Se durmió? Impropio de él. Pero algo tuvo que suceder.

Se incorporó despacio en la cama. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado desde que se bajó del tren. Estaba dando por supuesto que seguía en París, ¿dónde, si no? Se concentró en su cuerpo. No sintió ningún dolor. Se palpó la cabeza, los brazos, el pecho y los muslos. Nada, todo parecía bien. Además, se dio cuenta de que seguía completamente vestido, excepto por el abrigo. Pantalón, camisa, corbata, americana… Tampoco llevaba zapatos. Se palpó los bolsillos de la chaqueta. Ni rastro del móvil ni de su cartera. ¿Y si el chófer lo había secuestrado?

—¿Hola? —llamó con voz pastosa—. ¿Hay alguien ahí?

Se fijó en el pequeño foco y en la luz roja que había justo debajo. Le recordó a una cámara. En el juzgado tenían unas muy parecidas.

—¿Hola? —repitió un poco más alto.

Giró el cuerpo y se sentó en el borde de la cama. Tanteó el suelo, apoyó la planta y se puso de pie. El mareo le sobrevino al instante. La náusea tardó un par de segundos en aparecer. La boca se le llenó de un asqueroso sabor a cloaca. Tosió, respiró por la nariz y volvió a sentarse.

Le zumbaban tanto los oídos que no oyó la puerta al abrirse. De hecho, si no hubiera sido por la inesperada luminosidad, ni siquiera se habría dado cuenta.

Alguien entró y se detuvo a un paso del umbral. A contraluz no supo decir si se trataba de un hombre o de una mujer, aunque creyó distinguir algo femenino en su figura. Dejó en el suelo lo que llevaba en las manos y dio otro paso adelante.

—Te sentirás mejor cuando comas algo —dijo desde detrás de la máscara que le cubría la cara.

Eric creyó reconocer en la careta los rasgos de una geisha. Piel muy blanca, ojos rasgados, labios rojos. La voz también era la de una mujer.

Evaluó sus posibilidades de enfrentarse a ella. El físico le favorecía, pero estaba tan mareado que dudaba de ser capaz de dar un paso sin caerse.

—¿Quién es usted? —preguntó. Su voz sonó ronca, apagada—. ¿Qué quiere?

—Hablaremos luego —respondió la geisha sin más.

—No… No entiendo —balbuceó Eric—. Tiene que haber un error…

—Eric Bisset, juez en Narbona, treinta y nueve años —recitó la geisha.

—Sí…, pero no entiendo… ¿Qué quiere de mí?

La máscara se movió de un lado a otro.

—Come —dijo por fin—. Te sentará bien. Volveré después.

Luego dio un rápido paso atrás y desapareció. La puerta se cerró con el mismo sigilo con el que se había abierto y Eric se quedó solo de nuevo, mareado por todas las preguntas sin respuesta que lo asaeteaban sin piedad.

 

 

Simon la seguía de una habitación a otra, esperando una respuesta que Moon no estaba dispuesta a dar. Y no porque no supiera qué decir. Simplemente, no podía. Lo esquivó en el pasillo y entró en el baño. Cerró la puerta y se desnudó deprisa. El agua caliente, balsámica otras veces, apenas sirvió para templarle los nervios. Se frotó con fuerza con la toalla y se vistió. Cuando abrió la puerta, Simon seguía en el pasillo, apoyado en la pared, esperando con los brazos cruzados.

—No entiendo por qué has aceptado ese trabajo, tú no eres así —repitió Simon a su espalda.

—¿Estás seguro? —bufó Moon mientras entraba en su despacho.