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Las peores batallas se libran en lo más profundo de nuestra alma. Raquel Gimeno viaja en coche con su familia. Sus dos hijos y su madre descansan detrás mientras su marido conduce a su lado. Agotada por los preparativos del traslado, cierra los ojos y se queda profundamente dormida. Al despertar, se encuentra en un descampado. Aún dentro del vehículo. Pero sola. Su familia ha desaparecido sin dejar rastro. El caso es asignado al inspector Vázquez. Sin embargo, David no está pasando por su mejor momento. Su prometida, Irene Ochoa, también se ha esfumado, acusada de asesinato. Él se resiste a creerlo, pero, entonces, ¿dónde está ella? ¿Por qué ha huido? ¿Qué verdad le ha ocultado la mujer a la que ama? Rodeado de interrogantes, azotado por las presiones de un caso tejido con los hilos más oscuros de que la mente humana es capaz, el inspector Vázquez se enfrentará al mayor reto de su carrera y de su vida.
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Seitenzahl: 662
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Te veré esta noche
© Susana Rodríguez Lezaun, 2018, 2024
www.susanarodriguezlezaun.com
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Ibérica, S. A., Madrid, España.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 9788419809544
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Diez…
Nueve…
Ocho…
Siete…
Seis…
Cinco…
Cuatro…
Tres…
Dos…
Uno…
Cero
Nota
18 de enero, domingo
El reloj de pared se burlaba de él. Estaba convencido de que, cuando no miraba, las manecillas se movían hacia atrás. Ninguna teoría científica le convencería de que el tiempo era siempre igual. Apremiante unas veces, urgente hasta la asfixia, y tan pausado otras que ponía a prueba toda su paciencia. Se removió inquieto en su asiento, pero alrededor de aquella mesa parecía ser el único que tenía prisa. Comprobó su reloj de pulsera, tan perezoso como el que colgaba frente a él, y empujó la silla hacia atrás, provocando un inesperado estrépito que tuvo como recompensa poner fin a los cuchicheos que su mujer y su suegra mantenían a unos metros de él. Los niños, inmersos en el mundo mágico de sus consolas, apenas levantaron la vista de las pequeñas pantallas.
—Tenemos que irnos —anunció mientras se ponía en pie. Evitó el contacto visual con las dos mujeres, que lo miraban con el ceño fruncido, y se dispuso a fregar las tazas que habían usado para el café. Era lo único que quedaba por recoger. Después, no habría excusa para no marcharse. Oyó a su espalda el sollozo mal disimulado de su suegra, consolada al instante por su hija, quien seguramente la estaría abrazando, pero no se volvió para comprobarlo. En lugar de eso, pidió a los niños que recogieran sus consolas, buscaran los abrigos y los guantes y se pusieran las botas antes de salir a la calle.
Un segundo más tarde, el perfil de su mujer apareció a su lado. Se volvió para verle la cara completa y supo de inmediato que se aproximaba tormenta.
—No era necesario que fueras tan brusco. Vete tú a saber cuándo podrá volver a esta casa.
Raquel habló en voz baja, escupiendo las palabras entre los dientes apretados. Arrugó los labios y se concentró en el estropajo con el que frotaba las tazas. Contuvo las ganas de decirle lo que realmente pensaba, a pesar de ser consciente de que no era momento para hipocresías. Llevaba todo el fin de semana trabajando como un mulo para desocupar una casa que, con un poco de suerte, no volvería a pisar jamás. Había llenado y cargado cajas y más cajas con ropa, sábanas y toallas que apestaban a vejez y humedad; enseres inútiles, trastos viejos que nadie querría y que, antes o después, terminarían en un vertedero, pero de los que su suegra se negaba a separarse. De momento los dejarían en un trastero alquilado a las afueras de Pamplona, y dentro de unos años, cuando su propietaria pasara a mejor vida, se desharía de ellos definitivamente.
—Mientras la agencia no alquile la casa, podrá volver cuando quiera. Además —dejó la última taza en el escurridor y buscó el trapo de cocina para secarse las manos—, lo de trasladarse a Pamplona ha sido idea vuestra, si ahora se arrepiente no es culpa mía. Yo lo único que sé es que me espera una pila enorme de exámenes para corregir y que tengo que poner las notas antes del miércoles. —Su mujer lo miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida ante la inesperada respuesta de Íñigo. No pudo evitar sentirse culpable. Raquel siempre conseguía que se sintiera así, como si fuera el responsable de todos los males del mundo. Moduló el tono de voz y le acarició el pelo con la punta de los dedos en un roce apenas percibido—. Es una tontería alargar lo inevitable. Vayámonos cuanto antes y así podrá ponerse cómoda en casa y comenzar a habituarse a la nueva situación. Además, anuncian tormentas para esta tarde, y mejor si nos pillan ya a cubierto.
Raquel recapacitó unos instantes y se alejó sin decir ni una palabra. Pasó junto a su madre, que llevaba varios minutos recogiendo unas migas invisibles de la mesa y observándolos de reojo, y salió de la cocina en busca de los niños.
El padre de su mujer había muerto unos meses atrás. Raquel comenzó entonces una guerra soterrada para convencerlo de la conveniencia de que su madre se trasladara a vivir con ellos. Hija única, no quería que la anciana, con setenta y cinco años cumplidos, viviera sola en la enorme casona del pueblo que había compartido con su esposo durante más de cincuenta años. Por supuesto, una vez más Raquel consiguió remover la tierra bajo sus pies y hacerle caer en su trampa. Al final, Íñigo cedió a todas sus pretensiones. Accedió a que Leonor se mudara a su casa y consintió en que el salón fuera desde entonces diez metros cuadrados más pequeño, por obra y gracia del tabique que otorgó una habitación propia a la mujer. Claudicó en todo, mirando a su esposa con asombro, sin creerse realmente que ella fuera capaz de pedírselo y que él se rindiera sin presentar batalla. Estaba realmente cansado de luchar.
Tardaron casi una hora en cerrar todas las ventanas, cortar el suministro de luz y agua, cargar los escasos bultos que no se había llevado el camión de mudanzas y acomodarse en el coche. Miró a sus hijos a través del espejo retrovisor. Markel y Maite estaban de nuevo inmersos en sus consolas, ajenos a todo lo que los rodeaba. Acababan de cumplir ocho años y eran los gemelos más diferentes que Íñigo había conocido. Markel, bastante más pequeño y delgado que su hermana, era un niño tranquilo y pausado, poco amigo de las aventuras y, en su opinión, demasiado apegado a su madre. Maite, sin embargo, nunca estaba quieta. Peor estudiante que su hermano, era casi un palmo más alta y mucho más ágil y fuerte que él. Desde siempre había asumido un papel protector del que Markel se aprovechaba cuando le convenía.
Raquel parloteaba a su lado, con el cuerpo parcialmente vuelto para poder ver a su madre, que viajaba en el asiento central, con un nieto a cada lado. Primero uno y luego el otro, los niños recostaron la cabeza en la silla de viaje y se rindieron al sueño. Su abuela recogió con cuidado las máquinas que mantenían aferradas entre sus pequeños dedos y las guardó en las mochilas que llevaban a los pies. Quizá, después de todo, pudiera ser de alguna utilidad en la familia, aunque solo fuera cuidando a los niños cuando sus padres estuvieran trabajando, si bien sabía que su hija era perfectamente capaz de ocuparse de todo, como venía haciendo desde que nacieron los gemelos.
Cuando la forzada posición comenzó a resultarle incómoda, Raquel enderezó el cuerpo y se giró hacia delante. El parpadeo de los ojos duró lo necesario para no tener que mirar a su marido. A veces sentía que Íñigo le estorbaba, que estaba de más en su vida, pero las razones prácticas pesaban más que los sentimientos a la hora de iniciar un proceso de separación. El sueldo de los dos les permitía vivir con holgura y concederse incluso pequeños caprichos de vez en cuando. A cambio, mantenía su cuerpo alejado del de Íñigo por las noches y miraba a otra parte cuando se cruzaban.
Raquel notó un molesto escozor en los ojos, como el que la asaltaba durante las noches que pasaba en vela cuidando a sus hijos cuando enfermaban; le pesaban los párpados y le costaba mantener la vista fija en un punto concreto. El sopor era cada vez más intenso, pero no quería caer en la tentación de dejarse llevar por el sueño. Volvió la cabeza y comprobó que su madre había cerrado los ojos. No le gustaba dormirse en el coche, le parecía que su misión era estar alerta, pero la somnolencia era casi insoportable. Se frotó los párpados con las manos y respiró profundamente un par de veces, intentando oxigenar su organismo para mantenerlo despierto. Sintió la mirada de su marido sobre ella y se esforzó por espabilarse.
—Duérmete si quieres. —La voz de Íñigo le sonó extraña, ronca y lejana—. No te preocupes por mí, encenderé la radio y escucharé los partidos.
Acompañó las palabras con la acción y su dedo dio vida a un alterado locutor que narraba la loca carrera de un delantero en busca de la portería contraria. Bajó el volumen hasta que el relato radiofónico no fue más que un murmullo y volvió a concentrarse en la carretera. Detrás de ellos, una oscura tormenta avanzaba en la misma dirección. Las nubes negras se encendían cada pocos segundos, sacudidas por latigazos eléctricos que restallaban su furia unos instantes después.
Raquel nunca supo en qué momento la venció el sueño. La modorra se fue apoderando poco a poco de su cuerpo hasta que no tuvo más remedio que cerrar los ojos definitivamente y dejarse arrastrar a un territorio sin sonidos ni imágenes, un rincón oscuro del que le estaba costando mucho esfuerzo regresar. Tampoco sabría decir cuánto tiempo había permanecido dormida. Lo primero que notó fue que el coche no se movía. ¿Habrían llegado a casa? Despertó con un fuerte dolor de cabeza y la boca seca como el esparto. Separó despacio los labios, estirando la piel milímetro a milímetro. Después, despegó la lengua del paladar y comprobó la presencia de los dientes, tan áridos como el resto de su cavidad bucal.
Abrió los ojos despacio, temiendo el dolor que le causaría la luz, pero a su alrededor solo encontró la oscuridad de una noche sin luna ni estrellas. Pero lo que realmente la asustó fue el silencio. El único sonido que alcanzó a distinguir fue el de la lluvia repiqueteando sobre el coche. ¿Cuándo había comenzado a llover? La tormenta estaba muy lejos cuando se durmió.
Se incorporó lentamente y soltó el cinturón de seguridad. Íñigo no estaba a su lado. Volvió la cabeza para confirmar lo que ya sospechaba: el asiento trasero estaba tan desierto como el contiguo. Estaba sola en el coche. A través de las ventanillas solo había oscuridad. La noche era completa a su alrededor, no distinguió luces de edificaciones ni farolas, ni siquiera el rastro de los faros de otros vehículos. ¿Dónde estaba? Y, sobre todo, ¿dónde estaba su familia?
Bajó despacio del coche, buscando alguna referencia que le permitiera descubrir su ubicación. Los pies se le hundieron en un inesperado barro blanduzco que prácticamente absorbió sus zapatillas de deporte. Gotas de lluvia le golpearon la cara con furia, arrancándole los últimos jirones de sueño. Por primera vez desde que era adulta no le importó que el agua le empapara el pelo, pegándoselo al cráneo y modelando el contorno de su pequeña cabeza. El aire frío y cortante le dibujó la silueta a través del fino jersey que llevaba puesto. Olía a tierra, a humedad y a estiércol. Asía con fuerza la portezuela por temor a que también desapareciera si la soltaba. El coche era lo único que en esos momentos la vinculaba con la realidad, garantizándole que no estaba soñando ni se había vuelto loca.
Localizó su bolso sobre la alfombrilla y volcó el contenido hasta encontrar el teléfono móvil. Con los dientes apretados, se esforzó por controlar el temblor de sus dedos y alejar el pánico que crecía en su interior. El haz de luz de la linterna hirió de muerte a la oscuridad, que se retiró unos metros para mostrarle una amplia extensión de hierba verde y húmeda. Alargó el brazo para mantener el contacto con el metal. Como una barca que gira alrededor de su ancla, Raquel rodeó el vehículo muy despacio, iluminando el suelo y el horizonte alternativamente, buscando cualquier pista que le permitiera hacerse una idea de lo que había sucedido. Las puertas del coche estaban cerradas y de su interior habían desaparecido también los abrigos y las pequeñas mochilas en las que los niños guardaban sus juguetes.
El destello de una luz a lo lejos llamó su atención. El haz de la linterna no alcanzaba a iluminar el lugar en el que aparecían y desaparecían los pequeños reflejos blancos que ahora veía con claridad, pero calculó que la separaban al menos cien metros de lo que quisiera que fuese aquello. En cualquier caso, era su única referencia de un lugar habitado. Un bocinazo lejano acabó con sus dudas. A su espalda había una carretera, quizá la misma por la que ellos circulaban antes de que…, ¿qué? No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se había dormido. Podían haber transcurrido dos horas o dos días, aunque la escasa cordura que todavía mantenía le decía que no había pasado demasiado tiempo. En su reloj de pulsera faltaban pocos minutos para las siete y media. Hacía más de tres horas que habían salido del pueblo, doscientos minutos de los que no guardaba ningún recuerdo.
Enfocó el suelo con la linterna. La hierba apenas medía un palmo, pero sus raíces se hundían en una tierra ahíta de lluvia, un auténtico lodazal en el que a duras penas se podían dar dos pasos seguidos. ¿Cómo habían salido sus hijos de allí? ¿Y su madre? Gritó sus nombres con la voz rota por el miedo y la desesperación. Se sacudió el agua que le cubría los ojos y volvió a gritar. Aguardó impaciente entre una llamada y la siguiente, confiando en oír una respuesta, pero solo el viento parecía tener voz. Sus gritos se hicieron cada vez más rápidos y estridentes, hasta que los nombres de sus hijos formaron una cadena ininterrumpida de aullidos que se perdían en la noche.
Rendida, se dejó caer en el asiento del coche. Cerró los ojos y luchó por alejar las terribles imágenes que llenaban la pantalla de su imaginación. Encendió la luz superior y apagó la linterna. La señal de cobertura del móvil era una débil línea roja. Imposible telefonear. Sin pensárselo dos veces, salió de nuevo del coche y hundió los pies en el barro. La lluvia se había convertido en una suave llovizna que se deslizaba por su piel como una caricia helada. Insensible al frío, con la mente centrada en todo lo malo que podría estar sucediéndole a su familia, envió a sus piernas las escasas fuerzas que le quedaban y se lanzó en pos de la lejana carretera con el móvil frente a los ojos. Corrió todo lo que pudo hasta que la línea roja se convirtió en un destello azul. Avanzó unos pasos más y se detuvo para marcar. Tecleó rápidamente el número de Íñigo. Al instante, una voz grabada la informó de que el móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Íñigo nunca apagaba el móvil, jamás. De hecho, una vez le confesó que ni siquiera recordaba la clave de acceso. Tampoco el teléfono de su madre aceptó su desesperada llamada.
Sintiéndose como la perdedora de todas las batallas, se rindió al cansancio y al miedo y se dejó caer de rodillas en el barro, llorando con la cara levantada al cielo y la boca abierta para permitir que el horror saliera de su interior y la rodeara por completo.
Necesitó unos minutos para serenarse. Ahuyentó las lágrimas y encendió una vez más la pantalla del móvil. La operadora del 112 respondió al segundo tono. Con la voz todavía entrecortada, le explicó la situación lo mejor que pudo. Pronunciadas en voz alta, sus palabras sonaban completamente inverosímiles, pero eso era exactamente lo que había sucedido: se había despertado en mitad de la nada, sola en el interior del coche, y toda su familia había desaparecido. No pudo darle su ubicación exacta, así que le indicó la carretera por la que circulaban antes de dormirse. La operadora le pidió que conectara el sistema GPS del móvil y lo mantuviera encendido para facilitar su búsqueda.
Regresó al coche lo más rápido que pudo, compitiendo con el absorbente lodo por la posesión de sus zapatillas. Las llaves seguían en el contacto. Encendió el motor y conectó los faros y las luces de emergencia. La claridad que la rodeó de pronto le pareció tan irreal como la franja de arbolado que apareció al final del sembrado, invisible hasta ese momento.
De pie sobre el barro, girando incesantemente sobre sí misma, cambiando las luces por las sombras a cada momento, intentó mantener la calma y buscar una explicación lógica a la insensatez que estaba viviendo. Quizá su familia simplemente había salido a estirar las piernas para dejarla dormir un poco y se habían visto sorprendidos por la tormenta. Los niños se asustaban con los truenos, así que Íñigo habría tenido que buscar un refugio del que seguramente todavía no se habían atrevido a salir. Era posible que se hubieran desorientado en mitad de la noche y no supieran volver al coche… Pero comprendió que ninguno de esos planteamientos explicaba cómo habían llegado hasta allí. Presionó el claxon con fuerza, lanzando a la noche una nueva señal de auxilio que se sumó a su propia voz llamando con desesperación a sus hijos.
Veinte minutos después, las azuladas luces de emergencia se detuvieron en la carretera, buscando seguramente un camino de acceso. Los primeros agentes que llegaron hasta ella la encontraron sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una de las ruedas del vehículo, tiritando y empapada. La cubrieron con una manta y la invitaron a sentarse en el caldeado interior del coche policial. Poco después, el embarrado huerto se había convertido en una luminosa feria, con varios pares de luces rotatorias girando incesantemente alrededor de la tragedia.
El inspector David Vázquez estaba seguro de que ya había leído ese párrafo antes, pero no recordaba ni una sola palabra. Aunque sus ojos se paseaban con obstinada insistencia por las mismas líneas escritas, su cerebro permanecía ocupado en cuestiones muy alejadas del informe que reclamaba su atención. Las lamas de las cortinas, celosamente cerradas, le mantenían a salvo de las miradas de soslayo que le lanzaban sus compañeros de trabajo, pero nada, ninguna puerta, ningún muro, por alto que fuera, podía impedir que su mente volviera una y otra vez a los acontecimientos que acabaron con su vida hacía casi un mes.
No vio las señales, jamás sospechó que detrás de la mirada dulce de Irene Ochoa se escondiera una asesina con la tenaz determinación de eliminar a todo aquel que supusiese una amenaza para ella. Confundió la melancolía con el temor a ser descubierta, la euforia homicida con la alegría de volver a verlo.
Recordaba con dolorosa claridad la rápida intrusión en su casa de una decena de agentes uniformados en cuanto confirmaron que la sospechosa no estaba donde se suponía que debía estar. Invadieron sin miramientos el hogar que compartía con Irene mientras le observaban con una mezcla de compasión y desconfianza, seguros de que a ellos ninguna mujer habría podido engañarlos hasta ese punto, pensando por eso que, quizá, el inspector Vázquez no fuera tan ajeno a la historia como pretendía.
Escuchó en silencio el relato de los cargos contra ella y asistió, atónito e incrédulo, al meticuloso registro que dirigió un ufano inspector Redondo, que veía por fin confirmadas las sospechas que llevaba varios meses alimentando. Los agentes se desplegaron por las habitaciones con estudiada eficacia. Un instante después, la casa se llenó con el sonido de cajones arrancados de los muebles, armarios despojados de su contenido y muebles trasladados de un lugar a otro para revisar hasta el último rincón.
David, confinado en la cocina y estrechamente vigilado, intentaba encontrar una explicación a lo que estaba sucediendo, pero lo único que podía arreglar la situación era que Irene regresara cuanto antes y aclarara todas las sospechas que pesaban sobre ella. Sin embargo, la puerta seguía cerrada y las constantes llamadas a su móvil terminaban siempre antes de empezar.
Redondo le indicó la silla en la que podía sentarse, y así lo hizo, demasiado abrumado como para protestar. Frente a él, apartada como si acabara de abandonarla, la silla en la que ella solía sentarse parecía completamente fuera de lugar, fría, vacía, descolocada. Un largo cabello oscuro contrastaba con el blanco respaldo en el que hacía solo unas pocas horas Irene descansaba, mirándolo desde detrás de la primera taza de café de la mañana. Le contó sus planes para la jornada, le besó en la puerta y, como siempre, le dijo adiós a través de la ventana, de nuevo sentada en esa misma silla. Lo que ocurrió después, y, sobre todo, lo que había pasado meses atrás, era un completo misterio para él.
Cuando el desfile de bolsas y cajas concluyó, Redondo plantó su huesudo cuerpo frente a él, con los brazos en jarras y la cabeza ladeada como la de un cuervo ante su brillante botín, y le exhortó a acudir a comisaría para prestar declaración voluntariamente, indicándole con la mano los coches policiales que permanecían estacionados junto a la acera. David se levantó despacio de la silla en la que había permanecido mudo durante las últimas dos horas.
—No me vas a meter en un coche patrulla —dijo mientras le clavaba en los ojos una mirada de hielo—. No voy a consentir que me trates como a un delincuente. Si tienes algo contra mí, detenme aquí y ahora. Si no, iré a comisaría cuando esté listo, yo solo y en mi coche.
El inspector Redondo se limitó a mostrar una sonrisa burlona. Había sonreído mucho esa mañana, a pesar de que su sospechosa había conseguido escapar. Vázquez no entendía dónde estaba el triunfo que le hacía tan feliz, aunque lo suponía relacionado con el hecho de verle allí sentado, atónito e indefenso ante las miradas de todo el cuerpo de policía. Se regodeó unos instantes más en su posición de superioridad antes de dar la vuelta y encaminarse hacia la salida.
—El comisario te espera dentro de media hora. Si llegas un minuto tarde, una patrulla vendrá a buscarte y entrarás esposado en jefatura.
Salió dando un sonoro portazo que retumbó en toda la casa, de nuevo solitaria y silenciosa.
David paseó la mirada a su alrededor. Los policías, sus propios compañeros, habían pasado como una horda de salvajes por todas las habitaciones de la casa, incluidos la pequeña buhardilla, el garaje, el jardín y el sótano. Salió de la cocina y caminó entre cojines destripados, sofás desplazados de su sitio, alfombras dobladas y colocadas de cualquier manera en un rincón, libros volcados, lanzados al suelo sin ningún cuidado, con las páginas dobladas y arrugadas. Se agachó junto a la librería y cerró los volúmenes que yacían a sus pies. Los apiló con cuidado junto al mueble, pero no tuvo fuerzas para volver a colocarlos en las estanterías.
El panorama que encontró en su dormitorio, la habitación que hasta esa misma mañana había compartido con Irene, era desolador. Habían retirado el colchón de la cama y ahora descansaba apoyado contra la pared, en un precario y antinatural equilibrio vertical. La ropa se amontonaba de cualquier manera sobre el somier desnudo y en el suelo, mientras que el armario, abierto de par en par, mostraba su alma despojada de todo adorno. Solo dos perchas habían sobrevivido al expolio y colgaban vacías, escondidas en un extremo de la barra. Encontró sus objetos personales desparramados de cualquier manera sobre la mesita de noche. Una foto de sus padres, un viejo reloj, unos cuantos libros manoseados… En el suelo, vacíos y volcados, estaban los cajones que hasta entonces los habían albergado.
Apretó las mandíbulas hasta que el rechinar de los dientes le produjo un intenso dolor. Le bullía la sangre, y la imagen de sus manos alrededor del escuálido cuello de Redondo se volvía cada vez más atractiva. Respiraba entrecortadamente y sentía los músculos tensos como cuerdas de guitarra. Redondo no tenía derecho a invadir su casa de aquella manera, ordenando a sus hombres que no dejaran ni un rincón sin revolver y que no perdieran el tiempo recolocando los objetos o cerrando los cajones.
Los miembros del equipo de registro parecían sacados de la lista de enemigos de Vázquez. En su casa vio a los escasos agentes con los que había tenido un desencuentro personal o profesional, policías a quienes en algún momento había recriminado su actitud o de cuyo abuso de autoridad había dado parte a sus superiores.
Encontró su abrigo en una de las pilas de ropa desordenada que cubrían el suelo y comprobó que las llaves del coche continuaban en su interior. Llegó a comisaría minutos antes de la hora fijada por Redondo. Su ira no se había diluido ni un ápice; al contrario, se esforzó por mantener al rojo vivo sus sentimientos, repasando mentalmente cada centímetro de su hogar devastado, cada libro expoliado de su lugar, cada cuadro torcido, cada prenda arrastrada por el suelo. Lo ocurrido era inaceptable.
Irrumpió en el edificio como una tromba, subiendo de dos en dos los escalones de recepción y empujando las puertas con excesiva fuerza. No respondió a los saludos e ignoró las miradas huidizas de los agentes con los que se cruzó. Solo el subinspector Torres se interpuso entre él y la entrada del despacho de Redondo, tras la que el afilado inspector esperaba ansioso el enfrentamiento.
—No merece la pena —le dijo Torres en voz baja, sin aflojar la presión sobre el brazo de su jefe, que insistía en avanzar—. No te busques la ruina por ese mierda. Sube a ver a Tous, aclara las cosas y él solito se pondrá en su sitio.
Su mano helada cubrió la de Torres. Quería librarse del freno y partirle la cara a ese imbécil, romperle la nariz y verle sangrar como un cerdo, pero Mario tenía razón. Relajó la presión sobre la mano de su compañero y respiró hondo antes de dar la vuelta y dirigirse a su propio despacho.
Necesitaba calmarse. Cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda en la madera. Tenía frío, y la angustia le atenazaba como un puño la boca del estómago. Y también tenía miedo, tanto como cuando, siendo un chiquillo, se cayó en un pozo no demasiado profundo, pero que a él, a los cinco años, le pareció la boca del infierno. Esperó durante horas, con los pies en el agua y la espalda pegada a la tierra empapada, hasta que su padre lo encontró y lo sacó de allí. Recordaba a su padre gritando su nombre a pleno pulmón y revivió el alivio que le embargó al sentir sus enormes manos alrededor de su cuerpo, izándolo hasta la superficie. Ese día, sin embargo, no encontraría consuelo en ningún brazo protector.
No podía imaginar a Irene quemando vivo a su marido, envenenando a su cuñada o acuchillando hasta la muerte a una joven limpiadora. Esa misma mañana la había besado hasta quedarse sin aliento, planeaban tener hijos, hacer un viaje el próximo verano… Vivía con esa mujer, dormía a su lado, la amaba profundamente, aunque lo único cierto en esos momentos era que Irene no estaba, había escapado de los policías que la vigilaban y nadie sabía adónde había ido.
Redondo aseguraba que había matado a tres personas. Cuatro, contándole a él, porque no conseguía recuperar el latido de su propio corazón.
Nadie le dirigió la palabra de camino al despacho del comisario. Llamó a la puerta y le sorprendió que el propio Tous le franqueara el paso. Unos metros más atrás, de pie junto a la mesa, el inspector Redondo observó con disgusto el intercambio de saludos. Cuando Tous ocupó su lugar tras el amplio escritorio, los inspectores se sentaron en las sillas dispuestas al otro lado, separadas entre sí por dos insuficientes metros de distancia.
—La situación es complicada. —Tous, poco amigo de los paños calientes, fue directo al grano—. El inspector Redondo tiene pruebas de peso contra Irene Ochoa en el asesinato de Katia Roldán, y todo apunta a que fue también ella quien la atropelló hace unos meses, el mismo día que sufrió un accidente que, muy oportunamente, acabó con el coche en el desguace.
Vázquez mantenía la espalda erguida, sin apenas rozar el respaldo de la silla y los dos pies firmemente apoyados en el suelo. Redondo, sin embargo, balanceaba despacio la pierna que había cruzado sobre la otra, abrazándose la rodilla con sus huesudas manos y esperando tranquilo a que le llegara el turno de hablar.
—Solo hay un motivo plausible para que Irene Ochoa decidiera quitarle la vida a Katia Roldán, y es que la joven la estuviera chantajeando de alguna manera con información sobre su pasado. —El comisario continuó desgranando los hechos con su voz grave y modulada—. Y las únicas personas que aparecen en el pasado de ambas, aunque sea indirectamente…
—Son su marido y su cuñada, ambos muertos en extrañas circunstancias. —Redondo no pudo contenerse más. Ignoró la mirada reprobadora del comisario y centró toda su atención en Vázquez, cuyo rostro estaba adquiriendo de nuevo el tono rojizo del que ya disfrutó en su casa. Tous se enderezó en la silla y reclamó el control de la situación con un gesto de la mano que hizo callar al inspector.
—En efecto, la investigación apunta en esa dirección —continuó el comisario y se giró hacia Redondo—. Usted mismo sospechó que Irene Ochoa, la viuda de Marcos Bilbao, podría haber sido víctima de malos tratos, como consta en su cuaderno de notas, aunque ella lo negara en todas las ocasiones en las que trató el tema.
—¿Habéis revisado mis notas? ¿Me estáis investigando? —Miró alternativamente a los dos hombres, uno a cada lado de la mesa—. ¿Significa esto que sospecháis de mí? ¡No solo lanzas una sarta de sandeces contra ella, sino que ahora pretendes convertirme en partícipe del complot que tú mismo has fabricado en tu cabeza! —Redondo le sostuvo la mirada con una tranquilidad que comenzaba a preocuparle—. Por el momento, lo único que está probado es que Irene Ochoa no está donde vosotros creéis que debería estar. El resto no son más que especulaciones, no hay ni una sola prueba sólida en su contra, únicamente las que has creado en tu calenturienta mente. ¿Qué te pasa, Redondo? ¿Necesitas carnaza fresca que echarte al buche?
Los dos hombres enfrentaron sus cuerpos sin levantarse de las sillas. Redondo descruzó las piernas, listo para la acción, mientras Vázquez se adelantaba hasta sentir en la nariz el agrio aliento del inspector. Tous fue el único que abandonó su asiento. En pie, hizo valer su autoridad con un golpe seco sobre la mesa que apenas tuvo efecto al otro lado del tablero. Vázquez sentía la sangre zumbándole en los oídos. Aceptar la culpabilidad de Irene era una posibilidad que no se planteaba en modo alguno.
Redondo expuso los hechos de manera concisa y contundente, como si le sobraran las pruebas que exponer durante un juicio.
—Es muy probable que Irene Ochoa sufriera malos tratos durante su matrimonio. —Las palabras del inspector evocaron en David imágenes de oscuros hematomas sobre la piel blanca, pesadillas en mitad de la noche, silencios prolongados y lágrimas furtivas—. Quedó probado que el día de su muerte Marcos Bilbao bebió hasta perder el conocimiento, algo que no debía de ser insólito si creemos a su viuda, al menos esta vez. Una vez dormido, Irene Ochoa provocó un calculado incendio en la habitación, seguramente prendiendo la colcha con un mechero o un cigarrillo, o ambas cosas. No sé cómo se las apañó para salir sin ser vista, si fue suerte o lo tenía todo preparado. No me sorprendería que hubiera diseñado una ruta de escape antes de prender la mecha.
—No hay ni una sola prueba de lo que estás diciendo. —Vázquez moderó el tono de su voz—. Yo mismo dirigí esa investigación y no encontré indicios de que el incendio fuera provocado. Tampoco los bomberos hallaron nada sospechoso, como seguro que sabes si has revisado el expediente.
—Cierto —reconoció Redondo con una inclinación de cabeza—, pero eso es porque desde el principio lo trataste como una muerte fortuita. No investigaste a la mujer, no buscaste testigos de sus andanzas, y ahora es demasiado tarde.
—Todo es circunstancial…
—No tanto —insistió Redondo, sin permitir que David se rehiciera—. Luego llegó la hermana haciendo preguntas. Hablé personalmente con ella en dos ocasiones. Estaba desquiciada. Insistía en que había algo extraño en la muerte de su hermano, quería ver las pruebas y los informes. —Hizo una pausa para tragar saliva. El recuerdo de la joven seguía incomodándole seis meses después—. Pero yo no le hice caso. Ni yo, ni nadie. Y cuando apareció muerta, todos dimos por supuesto que la desesperación y el dolor habían podido con ella. —Un nuevo alto en el discurso le permitió deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. Se aclaró la voz y continuó con renovada determinación—. Pero ¿y si no fue así? ¿Y si sus sospechas eran acertadas y la asesina volvió a actuar para evitar que hablara conmigo?
—Jefe —Vázquez miró directamente a Tous, ignorando a Redondo, que bullía de satisfacción a su lado—, yo estaba con Irene Ochoa cuando le comunicaron el fallecimiento de su cuñada. Se derrumbó, estaba realmente desolada.
—¡Qué gran actriz se ha perdido el mundo!
El comentario de Redondo encendió la ira de David, que se levantó de un salto y se plantó frente al inspector.
—¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! Todo son conjeturas, no tienes ni una sola prueba que vincule a Irene con las muertes de Marcos y Marta Bilbao. ¡Jefe! ¡No puede permitir los desvaríos de este…!
Tous se levantó una vez más, exigiendo a los dos policías que ocuparan de nuevo sus sillas. Para sorpresa de Vázquez, cedió de nuevo la palabra a Redondo, dándole vía libre para exponer sus lunáticas ensoñaciones.
—El domicilio de Marta Bilbao estaba demasiado ordenado; la cocina, impoluta. Limpió incluso la sartén y el plato que utilizó para prepararse la tortilla en la que mezcló los barbitúricos que le causaron la muerte. Se molestó en convertirlos en polvo y mezclarlos con el huevo. Un suicida no se cocina un cóctel mortal, se limita a ingerir el máximo de pastillas posible y a tragarlas con lo que tenga a mano. Pero teníamos las manos vacías, en ningún momento sospechamos nada extraño, nada más allá de una mente perturbada por el dolor y la pena.
Redondo hizo una pausa en su relato. Jacobo Tous lo observaba en silencio, con un asomo de lástima en su rictus concentrado. Vázquez, sin embargo, seguía las explicaciones del inspector con la mirada fija en sus pequeños ojos y en su nariz aguileña.
—Si Katia Roldán no se hubiera cruzado en su camino, seguramente nunca habríamos sospechado nada. En el ordenador personal de la joven encontramos unas páginas escaneadas de lo que parece ser el diario íntimo de Marta Bilbao. En ellas habla de la muerte de su hermano y dice algo muy interesante: que Marcos no fumaba, de modo que, o bien había otra persona con él esa tarde en la casa, o alguien preparó el escenario para que el incendio pareciera un accidente.
David se recostó en la silla. Se estaba cansando de escuchar sandeces, solo quería salir de allí, encontrar a Irene y demostrarle a ese estúpido que ni una sola de sus palabras era cierta. Después llegaría el momento de exigirle responsabilidades. Con un poco de suerte, si no conseguía que lo expulsaran del cuerpo, al menos lo enviarían lejos de su vista. Redondo continuaba hablando de Katia Roldán, exponiendo unas peregrinas teorías apenas sustentadas en declaraciones sacadas de contexto. Sin embargo, no tuvo más remedio que volver a prestar atención cuando el relato llegó al momento del accidente de tráfico que Irene sufrió un par de meses atrás.
—Hemos rastreado todas las piezas que se vendieron a través de la red de desguaces —estaba diciendo Redondo—. No ha sido fácil, pero hemos recuperado casi todas. Los forenses están analizándolas, aunque de momento ya han adelantado un detalle de lo más curioso: antes del accidente, alguien frotó meticulosamente con gasolina la parte frontal del vehículo. —El inspector miró a Vázquez, que le observaba atónito. Disfrutó durante un segundo de su triunfo antes de continuar—. Han encontrado restos de combustible en todas las piezas que tenemos, y, desde luego, su presencia no se puede achacar a un descuido en el repostaje. Alguien frotó el coche con gasolina y un paño del que, por cierto, también hemos hallado restos. Lo siguiente, sin duda, será encontrar residuos biológicos, como sangre o cabellos. Y si se corresponden con los de Katia Roldán, habremos cerrado el círculo.
—Hay cien causas que pueden explicar la presencia de gasolina fuera del motor —respondió Vázquez como un resorte—. Y tú lo sabes. Ni siquiera puedes demostrar que las piezas no se hayan impregnado de combustible en el accidente o durante su estancia en el desguace. Algunos mecánicos utilizan la gasolina para limpiar partes de un coche antes de volver a colocarlas en su sitio. ¡Todas tus pruebas son una mierda! No encontrarás ni un solo fiscal que quiera hacerse cargo de un caso con semejantes lagunas. ¡No tienes nada!
—No te alteres… —Redondo sonreía.
David se levantó de la silla y avanzó hasta colocarse frente al comisario.
—Señor, no tengo por qué aguantar esto. Es evidente que el inspector Redondo está disfrutando con la situación. Si tiene algo contra mí o contra Irene Ochoa, que lo diga en este momento. No voy a tolerar ni un insulto más, tengo cosas urgentes que requieren mi atención.
Tous miró a Redondo con severidad.
—Concluya, inspector, todos tenemos muchos asuntos pendientes.
—Por supuesto, comisario. —Recuperó la pose circunspecta y moderó el tono de su voz—. Una de las pruebas recogidas en el domicilio de la sospechosa es un maletín con un juego de cuchillos escondido en uno de los armarios de la cocina.
—No estaba escondido —protestó Vázquez—, simplemente ese es su sitio.
—De acuerdo, no estaba escondido. —Redondo se esforzaba por mantenerse serio, pero era evidente que le estaba costando un gran esfuerzo. David sabía que el muy hijo de puta se estaba divirtiendo—. Parece que la mayoría de los cuchillos no han sido utilizados nunca. Excepto uno de grandes dimensiones, que no solo muestra trazas de haber sido limpiado con lejía, sino que literalmente apesta a desinfectante. Inspector —por primera vez se dirigió directamente a Vázquez, girándose en la silla y mirándole a los ojos—, ¿recuerda haber utilizado en alguna ocasión el cuchillo de mayor tamaño de la colección y haberlo limpiado después con lejía?
En realidad, David ni siquiera había abierto nunca ese maletín. Él mismo lo colocó en el estante más alto, pero no se acordaba de una sola vez en la que lo hubieran utilizado.
—Que yo no lo haya utilizado no significa que Irene no lo hiciera en algún momento —respondió, a pesar de sus dudas—. Yo apenas cocinaba, de eso se ocupaba ella casi todas las noches.
—Qué afortunado…
El comentario de Redondo no le pasó desapercibido al comisario, que le recriminó una vez más su actitud. David se esforzó por controlar la creciente necesidad de romperle la cara de un puñetazo.
—Lo siento —se disculpó—. Mi mujer no es una gran cocinera y la tuya parece tenerlo todo…, salvo que mi esposa nunca ha matado a nadie, claro.
Ni Tous ni el propio Redondo pudieron hacer nada por evitar lo que sucedió a continuación. El puño de Vázquez voló hasta encontrar la afilada nariz del inspector, que todavía sonreía cuando el hueso se le quebró a consecuencia del impacto. La sonrisa era ya solo una mueca mientras la sangre se deslizaba a toda velocidad hacia la barbilla, le empapaba la ropa y salpicaba la impecable alfombra del suelo. David permaneció de pie frente a él, con los nudillos palpitándole en el puño todavía apretado, listo para golpear de nuevo. Redondo se levantó, empujando la silla al hacerlo. El estrépito del metal contra el suelo y el grito agudo de dolor que salió de la boca ensangrentada de Redondo atrajeron a varios agentes, que se arremolinaron en la puerta sin terminar de entender lo que estaba ocurriendo.
El comisario salió de detrás de la mesa y se dirigió hacia el inspector, que seguía quejándose en voz alta. Al pasar junto a Vázquez le puso una mano sobre el pecho y le empujó con firmeza en dirección a la puerta.
—Largo de aquí —le dijo—. Espéreme en su despacho.
David echó un último vistazo a Redondo, que gimoteaba con las dos manos sobre la cara. Se abrió paso entre los policías que se agolpaban en el umbral y se dirigió a su oficina.
Prácticamente se lanzó sobre el teléfono móvil que había dejado en la mesa antes de reunirse con Tous. No había llamadas perdidas. Marcó una vez más el teléfono de Irene, pero la señal continuaba muerta. La comunicación a través del WhatsApp también se había interrumpido varias horas atrás. Aun así, escribió un nuevo mensaje y lo lanzó al ciberespacio. Junto a sus palabras, la esfera del diminuto reloj le indicaba que el destinatario todavía no había recibido su recado, ni tampoco los anteriores. Comprobó desesperado que la última conexión de Irene había tenido lugar esa mañana temprano, poco después de que David saliera de casa. Entonces se había puesto en contacto con él para proponerle comer juntos, a lo que él respondió con un rápido y rotundo sí. Después, nada.
Silencio.
Desesperación.
Muerte.
El comisario entró en su despacho sin llamar. Estaba enfadado. Su cara había adquirido un antinatural tono blanquecino que contrastaba con la espesa barba oscura que ya comenzaba a brotarle.
—Le ha roto la nariz —dijo sin preámbulos.
—Se lo merecía. Llevaba una hora lanzando acusaciones sin sentido y pasándoselo en grande a mi costa.
—Una agresión de este calibre me deja sin argumentos para defenderle, Vázquez. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?
—Haga lo que tenga que hacer, comisario. No voy a suplicarle que lo olvide. Si vuelvo a ver esa asquerosa cara, no dude que le golpearé de nuevo.
—No lo dudo. Por eso le sugiero que se tome unos días libres. Váyase a casa, apártese de la investigación. Todas las pruebas apuntan en la misma dirección. Si la señora Ochoa vuelve, quizá ella misma pueda aclararlo todo, pero su huida no hace sino acrecentar las sospechas sobre su persona. —Tous observó un momento al inspector. Parecía a punto de derrumbarse—. Si necesita algún tipo de ayuda, solicítela.
El comisario se detuvo cuando ya estaba a punto de abandonar el despacho. Con la manilla en la mano, se giró levemente para mirarle de nuevo.
—El inspector Redondo ha propuesto que se le coloque un dispositivo de escucha en el teléfono, por si la sospechosa se pone en contacto con usted. No me parece una idea tan descabellada…
—Me lo pide porque ningún juez autorizaría semejante intrusión —respondió Vázquez lo más tranquilo que pudo—. Pero no me van a pinchar el teléfono. Si Irene se pone en contacto conmigo, intentaré convencerla para que se entregue. Si no lo consigo, lo pondré inmediatamente en su conocimiento, comisario. No pienso volver a hablar con Redondo.
Tous pareció meditar unos instantes antes de asentir con la cabeza.
—Está suspendido durante una semana —añadió antes de cruzar la puerta—. Esto constará en su expediente, y alégrese de que no dé parte más arriba. Después volveremos a hablar. Cálmese y, repito, no se inmiscuya en la investigación. De hecho, espero que colabore en todo lo que se le solicite.
A través de la puerta abierta pudo ver a su equipo observándole desde el pasillo. Helen Ruiz, Mario Torres e Ismael Machado. Solo faltaba Teresa Mateo, de baja por maternidad. Evitó sus miradas y abandonó el despacho sin cerrar la puerta.
—Jefe…
La voz de Torres apenas alcanzó sus oídos. Cuando salió a la calle ya había anochecido. Los recuerdos de las siguientes horas permanecían borrosos en su memoria. Pagó una habitación de hotel y compró en un supermercado cercano suficiente vodka como para emborrachar a un regimiento. Encerrado en el estrecho cuarto, vio pasar las horas una a una. Dejó de contar cuando el alcohol le nubló la vista, pero la bebida no logró enturbiar del todo su mente, empeñada en recordar cada detalle de la mujer que acababa de asesinarle.
El amanecer lo alcanzó sin que hubiera conseguido dormir ni un solo minuto. Regresó temprano a la casa que había compartido con Irene y saludó con la cabeza a los dos agentes de guardia frente al jardín. Abrió la puerta conteniendo la respiración. Irene no salió a saludarle, ni le recibió el suave rumor de su voz canturreando en la cocina.
No se molestó en recoger los objetos desparramados por el suelo. Rebuscó hasta dar con una maleta y una bolsa de viaje y fue metiendo la ropa que encontró enredada con la de ella. No había ni un solo analgésico con el que paliar el dolor de cabeza que lo atenazaba; el equipo de Redondo se había llevado todos los medicamentos de la casa. Evitó mirar su reflejo en el espejo y embutió en las maletas todo lo que podría necesitar en los próximos días. Tendría que volver más adelante, pero de momento lo único que quería era salir de allí y no regresar hasta que todo se hubiera aclarado.
Mantuvo en todo momento el teléfono móvil al alcance de la vista y de la mano, pero el aparato permaneció mudo durante toda la mañana. Cerró las maletas y las dejó a un lado de la puerta de la calle. Entró en la cocina y observó de nuevo las sillas junto a la mesa. Se sentó despacio, acariciando el mantel, recibiendo como una caricia la calidez de la madera. Frente a él, como siempre, estaba la silla de Irene. Ladeada como el día anterior, como si acabara de levantarse y estuviera a punto de volver. Alargó la mano sobre la mesa, pero nadie rozó sus dedos. La silla, tan desolada como él, parecía pedirle un poco de compañía. Se levantó despacio, colocó su silla junto a la mesa y se dirigió a la de Irene. Solo era una silla, un mueble sin vida, sin más misión que la de otorgar descanso a quien lo necesita. ¿Por qué entonces sus dedos se negaban a tocarla? Alargó la mano, apretó los dientes y acercó la silla a la mesa hasta que el respaldo chocó con el tablero.
Veinte minutos después abría la puerta de su piso en la avenida de Bayona. La casa estaba helada después de tanto tiempo desocupada, pero no se molestó en encender la calefacción. Puso sábanas limpias en la cama, colocó un edredón encima, se desnudó y se metió dentro.
Durante los siguientes dos días solo salió de la cama para ir al baño o beber, unas veces agua y, otras, vodka directamente de la botella. No comió ni contestó al teléfono, aunque comprobaba quién llamaba cada vez que sonaba. Irene seguía sin aparecer. Casi siempre deseaba con todas sus fuerzas oír su voz al otro lado de la línea. Algunas veces, sin embargo, ponía todo su empeño en odiarla hasta la extenuación.
Dedicó largas horas a analizar segundo a segundo los seis meses de su vida que había compartido con ella. Visto así, desde una cama deshecha, envuelto en la penumbra y en un constante estado de semiembriaguez, le daba la sensación de que era demasiado drama para tan poco tiempo, pero no podía evitar sentirse profundamente herido y humillado. Seis meses. Toda una vida. Repasó sus conversaciones, las triviales y las más íntimas. Recordó su voz, las pesadillas que la sacudían cuando dormía, las lágrimas que intentaba esconder, casi siempre sin éxito. Él siempre lo achacó todo a la reciente tragedia que había vivido, a la pérdida de su marido, a los malos tratos padecidos durante tanto tiempo.
Estaba todo tan claro ante sus ojos, tan nítido y meridiano, que las acusaciones de Redondo le parecían absurdas, una broma de mal gusto. ¿Cómo podrían matar a alguien las mismas manos que le acariciaban? ¿Cómo podía ser capaz esa mujer de esconder en su interior el alma de una asesina? Imposible. Era completamente imposible.
El vodka conseguía ahuyentar la imagen de Irene, pero a costa de sustituirla por atroces evocaciones de los crímenes que cometió. Durante unas horas en las que creyó volverse loco, la nariz se le inundó de olor a humo. Le pareció ver fuego en varias ocasiones, y volvió a sentir el terrible calor que lo rodeó cuando pisó por primera vez aquella casa calcinada.
Más tarde oyó con claridad la voz de Marta Bilbao. Le insultaba, lo llamaba tonto, estúpido, se burlaba de él por haberse dejado embaucar de esa manera.
Una embaucadora. Eso había sido Irene. Lo engañó, construyó una enorme tramoya a su alrededor, el escenario perfecto, lanzó unos finos hilos de seda, se los anudó en las manos, en las piernas y en la cabeza, y lo movió como un muñeco. Como un monigote. Un pelele.
Durmió a trompicones, sin saber nunca exactamente si era de día o de noche, guiándose tan solo por las indicaciones de su cuerpo. Bebía cuando tenía sed, comía cuando tenía hambre, y se emborrachaba cuando su cabeza se empeñaba en recordar a Irene. Sintió lástima por ella, y por él mismo. La odió, y se odió también. Se convenció de que nada de esto habría pasado si hubiera hecho bien su trabajo, si hubiera visto los indicios desde el principio en lugar de liarse con la testigo. Quizá, solo quizá, si hubiera indagado más a fondo habría descubierto que el incendio no fue un accidente. Entonces, habría detenido a Irene, que habría sido juzgada y condenada, y nada de lo demás habría pasado.
Si hubiera hecho bien su trabajo. Si hubiera abierto los ojos.
Si…
¿Qué hace un hombre culpable en esta situación? No había nada que arreglar, todo estaba perdido. Habían muerto dos personas por su culpa, por su ineptitud y su ceguera. Tres, contándole a él.
Tendría que aprender a vivir con ello. Vivir y seguir adelante.
¿Vivir? En realidad, en esos momentos lo que menos le apetecía era seguir viviendo.
Cuando abandonó la calidez de la cama y se enfrentó a la gélida habitación y al hombre sucio y barbudo que lo miraba desde el espejo, decidió que había terminado el tiempo de la autocompasión. Encendió la calefacción, se afeitó y preparó la cafetera antes de meterse en la ducha. Los azulejos estaban helados. Si se fijaba bien, todavía podía ver la huella de la mano de Irene sobre las baldosas, deslizándose despacio hasta el suelo después de que David la hiciera suya.
Cerró los ojos y esperó a que el vapor caliente templara la estancia antes de sumergirse en el agua purificadora. Frotó con vigor, intentando arrancarse de la piel cualquier rastro de sus caricias, hasta que el agua ardiendo abrasó las marcas de sus besos. Salió de la ducha con la piel enrojecida, pero dispuesto a recuperar su vida. Quizá un día Irene le explicara la verdad de lo sucedido. Hasta entonces, solo podía seguir adelante.
Dedicó el día a poner orden en su casa y en su interior. Deshizo las maletas que trajo de Zizur y anotó todo lo que necesitaba comprar. Lavó la ropa, hizo la cama, encendió la televisión, puso la radio y se rodeó de normalidad. El olor de lo cotidiano, la cháchara de las vecinas y la luz del tímido sol invernal que calentaba las ventanas fueron como un bálsamo para sus heridas.
Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos todavía eran muchos los momentos en los que lo dominaban la rabia y la tristeza.
Una tarde en la que el invierno decidió tomarse un descanso, se vistió con ropa deportiva y salió a correr por la ciudad. Las toxinas de su cuerpo apenas le permitieron trotar un par de kilómetros antes de quedarse sin aliento, así que cambió la carrera por el paso rápido y, después, acompasó sus piernas a su cadenciosa respiración. Paseó a lo largo de la muralla desierta, acarició la helada balaustrada metálica y deslizó la vista por las robustas piedras del Mesón del Caballo Blanco, brillantes por la lluvia reciente.
Cruzó por la calle Redín hasta la plazuela de San José y la calle Salsipuedes, y bajó por la desierta calle Navarrería. Los pocos parroquianos que se habían animado a salir a la calle se apelotonaban en los escasos bares abiertos, y solo los adictos a la nicotina permanecían en la calle, solos y en silencio, apurando su pitillo y sosteniendo el vaso de vino o cerveza en la otra mano.
Caminó sin rumbo fijo, sin prestar atención a lo que le rodeaba ni a las personas con las que se cruzaba. Deambuló perezoso por las calles empedradas, negándose a pensar en otra cosa que la música que salía de los auriculares enterrados en sus orejas.
Levantó la vista y el corazón se le aceleró hasta convertirse en un atronador rugido. Sin darse cuenta, sus pasos inconscientes le habían llevado hasta el palacio de los Navarro Tafalla, oficina y hogar de Irene tras el incendio, y también el suyo durante los primeros días de su aventura.
Metió la mano en el bolsillo del abrigo y las llaves tintinearon entre sus dedos. Sabía que del llavero todavía pendían las que abrían esa enorme puerta de madera. Sin pensar, siguiendo un impulso a todas luces irracional, las sacó y abrió la puerta.
Subió las escaleras despacio y arrancó de cuajo la advertencia policial que prohibía el paso al interior a toda persona ajena a la investigación. Cruzó el umbral y cerró la puerta con cuidado.
Dentro reinaba el mismo caos que en la casa de Zizur, indicativo de que Redondo y sus huestes también habían pasado por allí. Había papeles por el suelo y encima de todas las superficies, los cajones estaban fuera de su sitio, no quedaba ni un cuadro colgado de la pared y todos los libros habían abandonado sus estanterías y aguardaban amontonados sobre un sofá a que alguien les devolviera la dignidad. Pero no sería él.
Apartó de su mente cualquier amago de tristeza o conmiseración y se acercó al escritorio de Irene. No había ni rastro de su ordenador portátil, y le dio la sensación de que el número de carpetas del archivador era menor que la última vez que se fijó en ellas, hacía dos o tres semanas. Encontró la agenda entre el maremágnum de papeles sueltos que inundaba la superficie de la mesa y tiró unos cuantos al suelo para poder sentarse en una silla.
La hojeó despacio, leyendo los escasos contactos que aparecían en sus páginas. No le extrañaba que Redondo la hubiera dejado atrás, no contenía ninguna información relevante para el caso, aunque a él le dio una importante pista sobre la personalidad de Irene, algo en lo que no había pensado hasta ese momento. Pasó las hojas adelante y atrás varias veces, pero no encontró ni un solo número personal en ellas, aparte de un par de anotaciones de familiares de su marido. Solo contactos de trabajo, mayoristas de viajes, empleados de aerolíneas, teléfonos de hoteles y restaurantes, de trenes y autobuses, pero ni un solo nombre fuera del ámbito estrictamente profesional.
Apoyó la espalda en la silla y dejó que su mente trabajara, sacudiéndose el óxido acumulado durante los últimos días, obligando a sus neuronas a abrirse paso entre los vapores del alcohol. Intentó acordarse de cualquier mención por parte de Irene a alguna amiga, a una prima o compañera de estudios, pero no consiguió recordar ninguna. Nunca quedaba con nadie fuera de las horas de trabajo. Nunca iba al cine, a tomar un café o una copa. Nunca llamaba por teléfono o intercambiaba mensajes. No hablaba con nadie. No confiaba en nadie. Ni siquiera en él. Siempre sola, toda la vida, desde que perdió a sus padres. Pero ni siquiera él, que la quería con toda su alma, se había dado cuenta del profundo pozo en el que estaba sumida. Estaba sola. Incluso cuando estaban juntos, Irene se sentía sola.
Cerró la agenda y la depositó con cuidado sobre la mesa. Echó un último vistazo a su alrededor, al desordenado espacio que un día fue su edén, y se marchó de allí.
Caminó despacio hasta su casa. No sabía qué pensar. En realidad, ese descubrimiento no aportaba nada nuevo al hecho de que Irene había asesinado a tres personas, pero le ofrecía un enfoque inédito e inesperado sobre ella.
Su primer contacto con el trabajo consistió en llamar a Mario Torres. No quería comprometerlo, pero necesitaba conocer los detalles de la desaparición de Irene. El subinspector reconoció que había poco que contar. Cuando sus sospechas aumentaron, tras los hallazgos en el domicilio de Katia Roldán, Redondo estableció una discreta vigilancia de su casa, un coche policial dando vueltas a la manzana. La vieron dirigirse hacia el supermercado, pero no la vieron salir. Entraron en la tienda cuando empezaron a temer que algo iba mal y, al no encontrarla, regresaron a la casa, donde comprobaron que tampoco había nadie. Imaginaron que había descubierto el dispositivo de vigilancia y logró despistarlo, pero no tenían ni idea de qué medio utilizó para huir. Pasaron más de cuatro horas desde que entró en el supermercado hasta que se lanzó la orden de busca. Para entonces, prácticamente podía haber llegado a Madrid, Zaragoza o Bilbao, y desde allí, a cualquier rincón del mundo.
El subinspector Dalmau le telefoneó varias veces a lo largo de los días siguientes. Aunque era evidente que hablaba en nombre de Redondo, no mencionó al inspector ni una sola vez, ni Vázquez preguntó por el estado de su nariz. Se limitó a preguntarle por menudencias relacionadas con el día a día de Irene, por teléfonos y direcciones de algunos parientes y por sus cuentas bancarias.
Un día antes del acordado para regresar al trabajo fue el propio comisario quien le llamó. Quería comprobar en persona que mantenía la cordura. Le hizo prometer que colaboraría en la investigación si así se lo requerían y que se mantendría en todo momento alejado de Redondo, amenazándole con la expulsión inmediata si protagonizaba una nueva agresión.
Desde entonces habían transcurrido tres semanas, las Navidades habían pasado sin pena ni gloria, el mes de enero estaba más que mediado, la nieve se resistía a llegar y su corazón continuaba desolado. Durante el día trabajaba con seriedad y eficacia, pero por la noche su mente naufragaba en un mar de dudas y dolor. Y la dueña del único salvavidas que podía sacarle de las aguas oscuras seguía sin dar señales de vida.
Vázquez llevaba un buen rato perdido entre el papeleo, releyendo una y otra vez el mismo párrafo fastidioso, cuando el teléfono acudió en su ayuda. Jamás en su vida se alegró tanto de oír el perforador zumbido. Un minuto después, su equipo cruzaba la puerta de su despacho. Alicia Hidalgo, una joven agente en prácticas, sustituía a Teresa Mateo desde hacía dos semanas. Pocas veces se separaba del subinspector Mario Torres, aunque nadie había establecido que él fuera el responsable de su formación. Sin embargo, parecían cómodos juntos, así que por su parte no había nada que objetar. Entraron uno tras otro en la sala de reuniones, colocándose como pudieron en el estrecho espacio mientras el inspector leía los papeles que acababan de entregarle.
—Una mujer asegura que toda su familia ha desaparecido al mismo tiempo y de manera inexplicable. Dice que se durmió en el coche y que cuando despertó estaba sola en mitad del campo. Las emergencias ya están de camino, igual que las unidades de refuerzo para una búsqueda exhaustiva.
La maquinaria policial se puso en marcha en el acto. En pocos minutos, los coches patrulla dejaron atrás las calles de Pamplona y volaron sobre el asfalto de la autovía. A lo largo del trayecto, Vázquez sintió en repetidas ocasiones las miradas furtivas que Torres le lanzaba desde el asiento del copiloto.
—Suelta lo que tengas que decir —le espetó finalmente—, me estás poniendo nervioso con tanta miradita.
Torres fijó la vista en la calzada, un tanto azorado por la brusquedad de su jefe.
—Solo quería saber si estás bien —respondió.
—¿Y pretendes saberlo mirándome a hurtadillas?
—Solo preguntaba…
—Pues pregunta.
Ninguno de los dos apartó los ojos del camino en los siguientes minutos, masticando el denso silencio que los rodeaba.
—¿Estás bien? —preguntó Torres finalmente.
Vázquez esperó unos instantes antes de contestar. Respiró hondo y relajó la espalda, aunque sus nudillos continuaban blancos alrededor del volante.
—Todo lo bien que se puede estar, dadas las circunstancias.
Torres se limitó a mover afirmativamente la cabeza, sin pronunciar palabra. Lo comprendía a la perfección. Su jefe se esforzaba por mantener la mente clara y no volverse loco. Había vuelto a trabajar cuando nadie lo esperaba, rechazó una oferta para trasladarse a otra comisaría y lidiaba a diario con las miradas cargadas de odio del inspector Redondo, en cuyo rostro todavía eran visibles unos hematomas verdosos y amarillentos.
Todos sabían que las cosas nunca volverían a ser como antes, pero habían aprendido a respetar los períodos de mutismo de su jefe, esos momentos en los que el dolor le atravesaba de lado a lado, abriéndole unas heridas que posiblemente no cicatrizarían jamás. En ocasiones, incluso en mitad de una reunión de equipo, el inspector se sumía en un espeso silencio del que era muy difícil abstraerle. El día anterior, sin ir más lejos, Torres le sorprendió de pie junto a la máquina de café, solo, con la mirada perdida y la bebida ya fría en el vaso. No regresó de donde quisiera que estuviese hasta que lo zarandeó suavemente, asiéndolo por un hombro y llamándolo por su nombre a pocos centímetros de la cara. Enfocó a su subordinado con un parpadeo, miró el café que tenía en la mano, fingió una sonrisa y se dirigió a su despacho, donde se encerró durante las siguientes dos horas.
—Tous me llamó a su despacho hace un par de días. —La voz lúgubre del subinspector rompió el nuevo período de silencio que se había establecido en el interior del coche.
—¿Y bien? —le urgió Vázquez al ver que Mario no continuaba hablando.