En la sangre - Susana Rodríguez Lezaun - E-Book
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En la sangre E-Book

Susana Rodríguez Lezaun

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Beschreibung

Susana Rodríguez Lezaun regresa con su esperada nueva novela de la serie protagonizada por Marcela Pieldelobo. La inspectora Pieldelobo está todavía en el punto de mira de sus superiores de la comisaría de Pamplona después de las irregularidades cometidas en la resolución de un caso de triple asesinato relacionado con una poderosa familia del Opus Dei. Un operativo de la Policía Nacional contra el narcotráfico con agentes infiltrados se complica cuando la joven Elur Amézaga aparece asesinada en Bera, un pequeño pueblo de Navarra muy cercano a Francia. Elur es confidente de la policía y novia de un destacado dirigente abertzale local y todo apunta a que el culpable de su muerte es el inspector Fernando Ribas, amigo de Marcela (además de amante y mentor de la inspectora cuando esta entró en el Cuerpo, hace más de diez años), pero Marcela se resiste a creer que Ribas, a pesar de todos sus defectos, fuera además un policía corrupto. Dispuesta a aclarar lo sucedido, la inspectora Pieldelobo ignora tanto los chantajes anónimos como las indicaciones de los cuerpos policiales, que insisten en zanjar el caso cuanto antes, y las amenazas del entorno abertzale, que no quiere verse implicado en un caso relacionado con las drogas. Una vez más, ella seguirá su instinto e iniciará una peligrosa investigación contrarreloj que pondrá en peligro su vida en las brumosas tierras de la muga entre Francia y Navarra. «Cuando terminé En la sangre pregunté: ¿hay más novelas de Marcela Pieldelobo? ¡Porque quiero leerlas!». ÁNGEL DE LA CALLE «Asesinatos, corrupción policial y una inspectora que cuestiona la versión oficial. Todo lo que nos pierde a los amantes del noir». SANTIAGO DÍAZ Sobre Bajo la piel, primer caso de Marcela Pieldelobo: «Un ritmo vertiginoso, definiendo a sus personajes con trazos agudos y muchas veces llamativos que resultan de una notable eficacia». El Correo, César Coca «Una novela que se te pega a las manos y cuesta soltar. La trama policial es dura y sin concesiones. Susana Rodríguez se atreve a lo que pocos autores de novela policiaca he visto atreverse». MoonMagazine, Rosa Berros «Pieldelobo (…) es un personajazo cargado de contradicciones y aristas al que le tomamos cariño desde su primera aparición… en un cementerio». Ideal «Está tan magníficamente ideada, hilada y construida que se convierte en un universo en el que es muy fácil adentrarse y del que es muy difícil alejarse». Fanfan «Pieldelobo representa la búsqueda de la justicia por encima de todo, incluso de la Ley que, como sabemos, tantas veces maniata a víctimas, jueces y fuerzas del orden favoreciendo, sin pretenderlo, al delincuente». Literocio

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

En la sangre

© Susana Rodríguez Lezaun, 2023

www.susanarodriguezlezaun.com

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 9788491398653

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Citas

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Estamos unidos por la sangre, y la sangre es memoria sin lenguaje.

 

Joyce Carol Oates

 

 

Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,

hoy estoy para penas solamente,

hoy no tengo amistad,

hoy solo tengo ansias

de arrancarme de cuajo el corazón

y ponerlo debajo de un zapato.

 

Miguel Hernández, «Me sobra el corazón»

 

 

 

 

 

 

A Eva. Si os cruzáis con ella, debéis saber que nunca conoceréis una persona mejor, más generosa y con el corazón más grande

 

 

A Iker. La luz de mis días, el muchacho de la sonrisa eterna, de los ojos brillantes, del ceño fruncido ante las injusticias

1

 

 

 

 

 

No sabía por qué, pero lo único en lo que podía pensar en esos momentos era en los viajes en el tiempo. ¿Serían reales algún día? Reales y sencillos, claro. Recordaba películas en las que los viajeros en el tiempo perdían con cada salto temporal parte de su materia física, de sus moléculas o algo así. No quería deshacerse entre rayos azules y esferas que giraban a la velocidad de la luz, ni saltar montada en un DeLorean enorme, ruidoso e impredecible. No, ella solo quería hacer y deshacer a su antojo, arreglar situaciones y, lo más importante, adelantarse a sus rivales.

Lo que estaba ocurriendo en ese momento no tendría por qué suceder si hubiera sabido de antemano que estaba pactando con el diablo. Y, sobre todo, si hubiera sido capaz de predecir, de ver de algún modo, lo estúpida que estaba siendo.

El pelo dibujó retorcidos remolinos alrededor de su cabeza y le azotó la cara cuando le dio la espalda al viento. Estaba helada. La noche ya era fría de por sí, pero allí abajo podía sentir sobre la piel la gélida caricia de la nieve que ya debía de estar cayendo en las cumbres más altas. Hundió las manos en los bolsillos del anorak y rozó distraída el cañón de la pistola. La tranquilizó sentir el metal en la yema de los dedos. Ese era el único tacto frío que no le molestaba. Giró una vez más sobre sí misma, despacio, atenta a cualquier movimiento.

En aquel camino no había farolas, y hacía muchos metros que había perdido de vista las luces del pueblo. Podía oír el paso furioso del río Bidasoa, ahíto después de las últimas lluvias, pero apenas veía un par de metros a su alrededor. Suficiente. Conocía aquel lugar como la palma de su mano, tanto de día como de noche.

Se refugió en el túnel de piedra y miró el reloj. Allí dentro el ruido era ensordecedor. Guijarros rodando ladera abajo hasta el río, arrastrados por el vendaval; el silbido del viento entre las piedras del estrecho pasadizo; el quejido de los viejos árboles, que crujían con cada sacudida. Golpeteó el suelo y bufó, aunque lo que más ruido hacía era su propio corazón, que rebotaba en su pecho y lanzaba furiosos empellones de sangre palpitante a sus sienes, sus muñecas y sus ingles.

Si pudiera viajar en el tiempo, saltaría hasta volver a tener veinte años. Eso sí, era primordial conservar la memoria o, al menos, llevar un papel en el bolsillo advirtiéndose a sí misma de lo que debía y, sobre todo, lo que no debía hacer.

Escuchó un ruido a unos metros de ella, a la derecha. Por ese lado descendía el sendero que conducía hasta el punto de encuentro, donde ya llevaba casi media hora esperando. No veía nada. Si habían elegido ese lugar para encontrarse era precisamente porque allí no había vecinos, ni cámaras, ni siquiera una carretera o un camino por el que pudiera acercarse un coche sin ser visto. Era el vacío.

Pasos. Largos, fuertes, decididos.

Acarició una vez más su pistola. La culata repujada, el percutor, el suave gatillo, el terrorífico y tranquilizador cañón…

Se giró hacia la derecha. Él debía estar a punto de llegar, a pesar de que ya no oía nada. Supuso que se había detenido un momento. Quizá se había enganchado en una púa, no sería raro entre tanta zarza.

El siguiente sonido la pilló por sorpresa. Ya no procedía de su derecha, sino de su espalda. Pasos cortos, ligeros, rápidos.

—¿Eres tú? —preguntó a la nada.

Silencio, un rasgueo metálico y un clic que no identificó.

Saltó hacia un lado justo cuando una roca se hizo añicos a su lado. El siguiente disparo impactó a su izquierda, en el muro de entrada del túnel que acababa de salvarle la vida.

—¡Para! —gritó—. ¡Para, por favor!

Se adentró en el túnel y corrió con el ímpetu que dan la desesperación y el miedo. Corrió a oscuras, chocando una y otra vez contra las paredes rocosas que le rasgaban la ropa y le arañaban la piel.

Se detuvo un momento y escuchó. Tuvo que taparse la boca con las dos manos para que su respiración no la delatase. Pero aparte de sus pensamientos, que gritaban como locos, no oyó nada.

Y tampoco veía nada. Cerró los ojos con fuerza y contó. Uno, dos, tres… Diez segundos. Abrió los ojos y confió en que sus pupilas fueran capaces de captar hasta la mínima partícula de luz que flotara ante ella. Seguía ciega.

Cerró los ojos de nuevo y contuvo las ganas de llorar.

Avanzó con la espalda pegada a la pared del túnel, tanteando con el brazo primero y moviendo las piernas después, prácticamente arrastrando los pies. Su mano izquierda sostenía con fuerza la pistola. Había comprobado el cargador antes de salir de casa y había estado practicando toda la tarde con el seguro y el gatillo. La había sorprendido una vez, pero no volvería a pasar.

La pared desapareció bajo su mano. Reconoció el lugar; había llegado a la pequeña hondonada en el muro en la que solía esconderse de pequeña para asustar a su hermano o a sus amigas. Estaba muy cerca de la salida. Se esforzó por recordar el lugar a la luz del día. Diez metros, doce como mucho. ¿Unos veinte pasos? Sí, eso era.

Escuchó guijarros que rodaban ladera abajo. Él había cubierto la misma distancia que ella, pero por arriba. Tenía que estar cansado, el túnel salvaba una colina breve y abrupta. Si volvía sobre sus pasos, él no la alcanzaría. Podía llegar al otro lado del túnel, recuperar su moto y volver a casa. Y luego, como en un viaje en el tiempo, deshacer los errores y volver a empezar. Sí, volver a empezar.

El silencio se adueñó una vez más de la noche. ¿Habría bajado ya? No podía perder ni un segundo. Dio media vuelta, se cambió el arma de mano y puso la que le quedó libre sobre el muro rugoso. Entonces, el ruido volvió. La seguía. Miró hacia atrás y vio una pequeña luz que se balanceaba de un lado a otro. Pasos, guijarros aplastados y una respiración tan agitada como la suya.

—Vamos a hablar —oyó que le decía—. Tranquila, hablemos —insistió.

La luz.

Se apoyó en la pared y apuntó a la luz. Brazos extendidos, manos firmes.

Disparó.

La bala se perdió al fondo del túnel. Había fallado.

Él respondió casi al instante. El disparo impactó en el suelo, muy cerca. Gritó y echó a correr. Él la imitó.

«No perder el control, no perder el control», se repetía mientras intentaba trazar correctamente la curva que dibujaba el túnel. Los pasos sonaban cada vez más cerca. Se detuvo, estiró el brazo armado hacia atrás y disparó de nuevo.

La luz no se detuvo. Lo tenía casi encima. Gimió y disparó de nuevo. Una vez, dos, tres…

Él disparó una vez más. El brazo le ardió y al instante sintió el calor de la sangre abandonando su cuerpo. Se tiró al suelo e intentó apuntar de nuevo.

La luz estaba a pocos metros, pero apuntaba hacia arriba, buscaba su cabeza, su espalda.

Quizá…

Esperó en silencio, con los dientes apretados, aguantando a duras penas el dolor y los calambres. La luz se detuvo un instante y luego siguió avanzando más despacio. No la oía ni la veía. Bien.

Cuando llegó a su altura, aguantó la respiración y esperó unos segundos.

Dejó que la rebasara; luego extendió las piernas y capturó las suyas en un movimiento rápido mil veces ensayado en los talleres de defensa personal.

Lo oyó caer y golpearse contra el suelo.

—¡Mierda! —gritó.

Ella disparó dos tiros rápidos. Él giró, gritó de nuevo y la luz se apagó.

Echó a correr, y corrió hasta que una mano alcanzó su anorak y tiró de ella hacia abajo.

De rodillas, luchó por volver a levantarse y seguir corriendo. Delante, a pocos metros, la negrura era menos densa. Estaba tan cerca…

Sintió una mano sobre su hombro, y luego otra. Una mano subió hasta su frente y le echó la cabeza hacia atrás.

Gritó, pero la voz se le quedó pegada a las cuerdas vocales, desgarradas por el filo del enorme cuchillo que acababa de atravesarle el cuello.

Cayó al suelo mientras los pasos se alejaban, de nuevo apresurados, y ella no tenía fuerzas ni para intentar cubrir con las manos el profundo tajo de su garganta.

2

 

 

 

 

 

La mujer meció despacio las caderas adelante y atrás, conteniendo la respiración. Sintió las manos del hombre en sus nalgas, apretando, masajeando y dirigiendo sus movimientos con suavidad. Le gustaban las manos grandes y masculinas, le excitaba sentirlas firmes sobre su piel. Suspiró, gimió y se movió un poco más deprisa. Apoyó las manos sobre el vello de su pecho y le pellizcó los pezones. Él dejó escapar un aprobatorio sonido gutural. Cerró los ojos y levantó las caderas para encontrarse con las de ella e instalarse más adentro. No aguantaría mucho más. Esa mujer lo había puesto a cien y ahora no sabía cómo frenar el tren. La cogió por la cintura y la tumbó sobre la cama.

—Vamos… —susurró contra su cuello. Acto seguido aumentó el ritmo, le lamió y mordisqueó los pezones, primero uno, luego otro, hasta que los gemidos de ella se convirtieron en agudos jadeos. Apoyó los puños en el colchón, junto a los hombros de la mujer, y se movió con rapidez. Ella cerró los ojos. Eso era buena señal.

Escuchó unos golpes fuertes en la puerta. Supuso que procederían de la habitación de al lado y los ignoró.

—¡Sí! —exclamó ella con un tono agudo.

Los golpes se repitieron, esta vez acompañados de gritos. Algo ocurría en el pasillo. Abrió los ojos y giró la cabeza en dirección a la puerta justo a tiempo de verla saltar por los aires bajo el empuje de un ariete.

—¡Guardia Civil, quietos!

Varios hombres, no sabía muy bien cuántos, entraron en tromba y se repartieron por la habitación. Tres de ellos se detuvieron junto a la cama y le apuntaron con sus armas.

—¡Quieto! —repitió uno de ellos—. Las manos donde pueda verlas.

La mujer se revolvió debajo de su cuerpo mientras gritaba aterrorizada. Uno de los agentes la empujó fuera de la cama con violencia y la obligó a tumbarse en el suelo. Él se arrodilló despacio sobre el colchón y levantó las manos. Estaba desnudo, podían ver que no iba armado. Aun así, el agente que estaba más cerca de él y que no había dejado de gritar desde que entraron le lanzó un culatazo en los riñones que le dejó sin respiración.

—¡Compañero! —consiguió decir al fin—. ¡Soy compañero!

—Lo sabemos —respondió el que le había golpeado—. Inspector Fernando Ribas, queda detenido.

—Pero qué coño…

—Supongo que conoce sus derechos —masculló el que parecía estar al mando desde detrás de su visera transparente—, pero si quiere, se los recuerdo.

—No hace falta. Solo quiero que me digáis qué coño pasa y que me dejéis vestirme.

—Claro, no pensamos pasearle en pelotas por la calle. ¡No lo perdáis de vista! —ordenó al resto del equipo—. Su amiguita también se viene. Por cierto —añadió, agachándose hasta colocarse a su altura. Pudo ver sus ojos pequeños y oscuros detrás de la pantalla—, tenemos una orden de registro. No esperaremos a tu abogado, no te vamos a dar la oportunidad de destruir las pruebas.

Fernando Ribas se sentó en el borde de la cama y se agachó en busca de sus calzoncillos. Cuando volvió a levantarse, se encontró con la boca de una automática apuntándole a la cabeza.

—No hay nada que más asco me dé que un poli corrupto. —El jefe del asalto apoyó el metal en su mejilla con tanta fuerza que pudo sentir el frío en las encías—. Date prisa.

—Llama a un abogado. Sabes que no podéis negármelo —masculló entre dientes.

Uno de los guardias se detuvo junto a él. Llevaba unas bridas negras en la mano. Iba a esposarlo. Se agachó de nuevo, localizó sus pantalones, los zapatos y la camisa y se los puso lo más rápido que pudo. No había terminado de abrocharse los botones cuando el agente le obligó a echar los brazos hacia atrás y le colocó las esposas de plástico en las muñecas.

—¡No hace falta que aprietes tanto, cabrón! —gritó al sentir las bridas clavadas en la piel.

Él le ignoró y se sumó a sus compañeros, que habían vaciado el contenido de su maleta y ahora revolvían en lo poco que había en los cajones desde que llegó a aquel piso.

Obligaron a la mujer, ya vestida y también esposada, a sentarse a su lado. No lo miró ni dijo nada. Se limitó a llorar con la cabeza agachada, gimiendo en voz baja. Un par de lágrimas cayeron directamente sobre su regazo. Luego vendrían muchas más.

—No sé qué hostias buscáis, ya aclararemos esto en la comandancia, pero ella no tiene nada que ver. Dejad que se vaya, joder. Os jugáis una denuncia, eso como poco.

—Cállate, gilipollas —gruñó el jefe—. Colega, hasta aquí has llegado.

Levantó su arma y, sin mediar una palabra más, estampó la culata contra su estómago desprotegido. Ni siquiera pudo tensar los músculos para minimizar el impacto. Se quedó sin respiración, se dobló sobre sí mismo y cayó de cabeza al suelo, donde se quedó mientras un desfile de botas negras pasaba muy cerca de su cara.

—¡Lo tenemos! —exclamó uno de ellos. Estaba visiblemente emocionado.

—Bien, cabrón. —El jefe se había agachado a su lado y le hablaba con una sonrisa torcida a un palmo de su cara—. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado. ¡Nos vamos!

Dos hombres lo obligaron a ponerse en pie y lo sacaron a empujones de la habitación y del piso. Varios vecinos se arremolinaban en el descansillo y en las escaleras, sin duda desvelados y atemorizados por el estruendo de los golpes y el asalto. La mujer, poco más que una muchacha en realidad, trastabillaba detrás de él, pero ya no lloraba.

La bajaron primero a ella y luego a él en el único ascensor del edificio y los metieron en dos coches patrulla. Las luces azules acariciaban la fachada con suaves destellos, que se convirtieron en afilados alaridos en cuanto el vehículo se puso en marcha.

El inspector Fernando Ribas levantó la cabeza y trató de imaginar qué iba a ocurrir a partir de ese momento, intentando prepararse para lo peor, pero no lograba ponerse en una situación más jodidamente incomprensible, disparatada y surrealista que la que estaba viviendo en ese momento.

3

 

 

 

 

 

Todo estaba en orden. Cada cosa, en su sitio. Los efectivos, dispuestos, agazapados tras los coches sin distintivos, en los laterales de la nave industrial y a ambos lados de la enorme puerta metálica que la cerraba. No eran más que un borrón negro en medio de la noche, en un polígono mal iluminado y alejado de la carretera. Estaban listos, a la espera de la señal.

El grupo de crimen organizado de la comisaría de Pamplona había pedido refuerzos para la operación final, así que la inspectora Marcela Pieldelobo y el subinspector Miguel Bonachera se sumaron al despliegue y se pusieron a las órdenes del inspector jefe Montenegro, que observaba el operativo desde debajo de su casco.

—Avancen —ordenó Montenegro.

Al instante, dos de los miembros del grupo de cabeza adelantaron al resto de sus compañeros con una enorme palanca metálica en las manos. Se colocaron frente a cada una de las cerrajas y las hicieron saltar en un suspiro. Otros dos agentes se situaron a su lado y juntos subieron la persiana metálica, que chirrió y se resistió, pero pronto estuvo un metro sobre sus cabezas.

—¡Ahora! —gritó Montenegro—. ¡Avancen!

Los gritos de «¡Policía!» lanzados por los primeros efectivos que entraron en la nave pronto quedaron sofocados por el sonido de los disparos y el rugido de varios motores.

Desde su posición, Pieldelobo y Bonachera esperaban el momento de actuar sin perder de vista la enorme nave industrial, un edificio rectangular de una sola planta y tejado alto visiblemente deteriorado, con la pintura exterior desconchada, los canalones rotos y fuera de sus guías y cubierto de grafitis nada artísticos.

Cuando cesaron los disparos llegaron las órdenes lanzadas a gritos.

—¡Al suelo!

—¡Quiero verte las manos! ¡Las manos!

El protocolo se cumplía según lo esperado. Las cosas siempre solían seguir el mismo patrón y acabar de la misma forma. El factor sorpresa y el impresionante operativo desplegado acostumbraban a ser suficientes para reducir a los delincuentes.

Lo que no había cesado, además de los gritos del interior, era el bramido de varios motores.

—Dos sospechosos huyen en moto. —La voz metálica del subinspector Sanvicente les llegó alta y clara a través de los auriculares—. Están rodeando el edificio, buscan la carretera.

—Entendido —respondió Marcela—. Vamos.

Bonachera y ella abandonaron su parapeto y se agazaparon a la derecha del edificio, a unos veinte metros de la entrada, atentos a la procedencia del ruido, cada vez más cercano.

Dos motos de alta cilindrada se abalanzaron sobre ellos a toda velocidad.

—¡A las ruedas! —ordenó Pieldelobo.

Bonachera no respondió. Se tumbó en el suelo con el torso levantado, clavó los codos en el asfalto y levantó su arma reglamentaria, que sostenía con las dos manos. A unos metros de él, Marcela había adoptado la misma posición.

Sin dudar, abrieron fuego al mismo tiempo. Disparos bajos, a las ruedas y el motor. Una bala tras otra, resonando en sus oídos a través del casco.

Una de las motos realizó una cabriola imposible y dio una vuelta casi completa en el aire antes de caer a plomo sobre el suelo. La segunda dibujó varias eses en la gravilla, se desplomó y se arrastró más de cincuenta metros con el motorista bajo el chasis. Ninguno de los conductores se movía.

Varios agentes se situaron junto a Pieldelobo y Bonachera, que se habían levantado y avanzaban despacio hacia los fugitivos con las armas preparadas.

—¡Está vivo! —grito Marcela cuando llegó al primer motorista.

—¡Este también! —confirmó Miguel.

Sus compañeros los inmovilizaron y permanecieron junto a ellos a la espera de la ambulancia.

—Buen trabajo —los felicitó Montenegro.

Entraron juntos en la nave. Los detenidos esperaban sentados en el suelo el momento de ser trasladados al furgón policial. Ningún agente había resultado herido, y varios de ellos habían empezado a registrar y fotografiar el botín incautado.

—¿Cuánto crees que habrá? —preguntó Miguel, señalando una larga mesa metálica en la que alguien había dejado al menos veinte paquetes perfectamente sellados.

—Un kilo por paquete —calculó Marcela—. Supongo que será coca, no creo que estos tíos se pringuen por unos kilos de hachís.

Al fondo de la nave, seis cochazos de alta gama brillaban y lanzaban destellos oscuros cada vez que la luz de una linterna incidía sobre ellos.

—Hay dos Teslas —murmuró Miguel—, cuestan casi cien mil euros cada uno. Y un Ferrari…

—Estás babeando como un chiquillo —bromeó Marcela—. Deja de mirar y vamos a seguir con la inspección. Tú por aquí y yo por la izquierda.

Marcela avanzó despacio, moviendo cada bulto para comprobar qué había detrás, abriendo cajas y rastreando el suelo. Los detenidos los observaban desde la zona iluminada de la nave, esposados y sentados en el suelo. Ninguno hablaba, pero su gesto indicaba con claridad qué estaban pensando.

Detrás de los coches encontró evidentes signos de lucha. Varios impactos de bala en la pared, salpicaduras de sangre, una zapatilla perdida en la reyerta y un teléfono que zumbaba y vibraba en el suelo. Marcela se agachó y alcanzó el móvil con la mano enguantada. Número privado.

Deslizó el dedo por la pantalla y se lo llevó a la oreja, con cuidado de que su piel no tocara la superficie.

Esperó en silencio, pero quien llamaba tampoco dijo una palabra. Por fin, al otro lado de la línea cortaron la comunicación y Marcela se quedó observando la pantalla, de nuevo negra y muda. Luego lo dejó otra vez en el suelo, donde estaba, y lo fotografió con su móvil. Hizo fotos del entorno, se alejó para tomar imágenes en perspectiva y lo cogió de nuevo.

—¡Tengo un teléfono! —gritó, levantando la mano—. Y una zapatilla —añadió.

—Busca a la gente de Domínguez, entrégalo y firma —le ordenó Montenegro.

—¿Ha venido la Reinona? —preguntó Marcela en voz baja.

—En persona —confirmó el inspector jefe con una sonrisa divertida en su cara redonda—. Si no le das motivos, no es un mal tipo.

—Yo no le doy motivos, me tiene cruzada —se defendió Marcela.

—Claro, Pieldelobo. Una santa es lo que tú eres. Entrégalo y firma —repitió antes de alejarse.

Marcela buscó con la mirada a los fantasmas de la científica. El inspector Domínguez, alias la Reinona, responsable de la brigada, tomaba notas y observaba a sus hombres firme como un mástil. Un ir y venir estudiado, concienzudo e incómodo, a juzgar por sus espaldas encorvadas y las veces que debían acuclillarse o arrodillarse en el suelo para observar, fotografiar y recoger pruebas. La Reinona no toleraba los descuidos y vigilaba a sus subordinados con ojos de halcón. Era un tipo soberbio y desagradable con el que Marcela evitaba tratar en lo posible.

Se acercó al primero de los hombres enfundados en un mono blanco que encontró y le mostró el móvil que llevaba en la mano.

—Estaba tirado detrás de los coches —explicó—. También hay una zapatilla deportiva y bastantes salpicaduras, por si os interesa.

—¿Lo ha cogido sin reseñarlo, inspectora? —La voz de la Reinona le llegó desde atrás. Se giró y lo vio dirigirse hacia ella como un obús, con el torso adelantado y los puños cerrados.

—En absoluto. He hecho las fotos preceptivas y luego lo he cogido con guantes. —Levantó la mano y le mostró la extremidad cubierta de látex negro—. Cuando he llegado estaba sonando; he descolgado, pero no ha hablado nadie. Luego han colgado. Supongo que quien fuera habrá oído el follón de fondo y ha sacado sus propias conclusiones.

—Por supuesto —bufó Domínguez—. Estos tipos no son unos aficionados.

Marcela ignoró a la Reinona y entregó el smartphone al agente que la miraba en silencio.

—¿Dónde firmo? —preguntó.

El agente miró a su jefe y luego anotó el modelo del móvil, el nombre de la inspectora y su número de placa, el día y la hora y los datos de quien recibía la prueba. La Reinona esperó impaciente y le quitó la carpeta de las manos cuando terminó.

—Suba las fotos a la intranet con esta referencia —ordenó Domínguez sin mirarla mientras le alargaba un pósit con una serie de letras y números—. Es importante que no se confunda, inspectora. Hágalo antes de cenar.

—Vete a la mierda, Domínguez.

El inspector sonrió, dio media vuelta y se alejó.

 

*

—Un día le voy a partir la cara —gruñó Marcela.

Se había reunido con el subinspector Bonachera en el bar al que solían acudir cada tarde al acabar la jornada. Se tomaban una cerveza o dos, picaban una bolsa de patatas fritas o un platillo de aceitunas y se despedían hasta el día siguiente. Intentaban no hablar de trabajo, pero a veces, como entonces, era inevitable.

—No te lo tomes como algo personal —respondió Miguel después de darle un trago a su cerveza—, es así con todo el mundo. No pierde oportunidad de insultar o menospreciar a cualquiera, en serio.

—A mí me tiene cruzada —insistió ella.

—Bueno —sonrió Miguel—, se lo sueles poner muy fácil, jefa.

—No me llames jefa.

—Es un hecho, eres mi jefa.

—Lo que es un hecho es que tú eres tonto y que Domínguez se merece que alguien le meta un petardo por el culo.

—En lo segundo estamos de acuerdo. ¿Quieres otra? —Señaló la cerveza vacía de Marcela.

—No, me voy a casa.

—Como quieras, yo me quedo un poco más. Mañana nos vemos.

—Hasta mañana, sé bueno.

—Siempre —respondió Miguel levantando su botellín.

 

 

Lanzó un cojín al suelo y se sentó con el móvil en la mano. Los acontecimientos del día y el encontronazo con Domínguez la habían sobrexcitado; le costaría conciliar el sueño, si es que lo conseguía. Las noches en blanco eran una constante en su vida, aunque de un tiempo a esta parte contaba con un par de soluciones a las que podía recurrir en casos desesperados como el de esa noche. El remedio químico estaba en el cajón de su mesita de noche; el humano, en la palma de su mano.

Marcó el número de Damen Andueza y esperó respuesta.

—Dime que te aburres solo en casa —dijo cuando Damen contestó.

—Me aburro solo en casa —repuso él sin dudar.

—Lo sabía. ¿Te apetece venir?

—Claro. ¿Has cenado? —preguntó él.

—No, no tengo nada en la nevera.

—Vaya novedad. Aguanta sin desfallecer hasta que llegue.

—Lo intentaré.

Sonreía cuando colgó. Damen tenía ese efecto en ella. A pesar de sus encontronazos y discusiones, su relación con el inspector Andueza, de la Policía Foral de Navarra, era la que más le había durado desde que se divorció de Héctor, hacía ya casi cuatro años.

Héctor Urriaga, vaya elemento. El hombre más atractivo que había conocido en su vida. Divertido, atento y más listo que el hambre, como solía decir su madre. Un mago de las finanzas, hasta que el truco le salió mal y el público, en forma de fiscal y juez instructor, descubrió el pastel. Ya había cumplido casi la mitad de la condena, por lo que no tardaría mucho en disfrutar de permisos penitenciarios. Marcela se divorció de él en cuanto fue declarado culpable y borró cualquier huella que hubiera dejado en ella. Todo. Vendió el piso que compartían, se deshizo de las pertenencias que su exsuegra no reclamó y se sometió a un aborto para que un bebé no buscado no la atara a él de por vida. Ese punto de inflexión en su vida la había convertido en quien era ahora, una persona desconfiada, cubierta de aristas, caótica y dolorida.

Le dolían las cenizas de su alma, que ardió como el papel cuando se la vendió al diablo, y le dolió la aguja que le perforó la piel y la rellenó de tinta, un tatuaje que era un recordatorio indeleble de todo lo que podía salir mal y de lo atenta que debía permanecer para no volver a romperse.

Se levantó del suelo y ordenó un poco el salón. Recogió la ropa tirada sobre el sofá y los papeles desperdigados encima de la mesa, cerró el portátil y dejó en el fregadero la taza de café del desayuno. La ventaja de vivir en un apartamento pequeño era que había poco espacio que desordenar y quedaba presentable en un suspiro.

Comprobó el estado de su habitación, estiró el edredón, guardó más ropa en el armario y abrió un poco la ventana para refrescar el ambiente.

Volvió a sonreír cuando llamaron a la puerta.

—¿Un mal día? —preguntó Damen cuando entró.

—Mejor ni me lo recuerdes —le pidió Marcela—. Ya pasó.

 

 

—¿Un mal día? —repitió Damen una hora después.

El invierno se colaba inclemente por la rendija de la ventana entreabierta, pero era agradable acurrucarse bajo el edredón junto a un cuerpo tibio.

—Ni más ni menos que otros —reconoció Marcela.

Damen, fiel a su costumbre, la acariciaba siguiendo las sombras del árbol seco que cubría la espalda de Marcela. Desde la base, el tronco tatuado se extendía retorcido hasta el cuello, mientras que las ramas negras abrazaban su cintura, el tórax y el pecho. La yema de su dedo se detuvo brevemente en los cuervos que alzaban el vuelo sobre su piel. Uno por su hermano gemelo no nato, otro por su exmarido, muerto para ella, y el tercero por su madre. El rálido de Aldabra que acariciaba al último cuervo con su pico ya era pardo, como ella quería. Un ave que había reaparecido sobre la faz de la Tierra después de miles de años extinta, un milagro de la evolución. Un ser resucitado que alcanzaba al ave que portaba el alma de su madre.

El brazo relajado de Marcela ocultaba al último cuervo, una pequeña figura sobre una delgada rama que se inclinaba hacia el ombligo, un corvato con las alas plegadas y la cabeza hundida. Nunca hablaban de ese tatuaje, ella cambiaba de tema o lo mandaba callar. Pero si algo tenía Damen era paciencia.

—¿Te quedas a dormir? —le preguntó Marcela.

—Mañana trabajo.

—Y yo, ¿qué tiene que ver eso?

—Nada, en realidad.

Se giró hacia ella, Marcela acomodó su espalda contra el pecho de Damen y él la abrazó desde atrás. La besó en el pelo y ella le acarició brevemente el antebrazo.

Frío fuera y calor dentro. «Esto es vida», pensó.

4

 

 

 

 

 

El zumbido del teléfono; el incesante tecleo de los dedos sobre el ordenador, unos raudos, otros lentos como el cerebro de sus dueños; palabras perdidas en el pasillo; gritos y de nuevo el teléfono. Papeles, órdenes, formularios y más llamadas.

El subinspector Bonachera odiaba el trabajo de oficina, traer y llevar documentos o llamar a gente que no conocía ni tenía ganas de conocer. Llevaba horas con el papeleo de la actuación en la que habían participado la noche anterior. Ni siquiera pertenecía a esa brigada, pero le habían encasquetado un montón de trabajo sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Fichas, códigos, descripciones… Estaba hasta las narices.

Por eso agradeció en el alma, por primera vez en su carrera, que el asistente del comisario lo llamara.

Escuchó las órdenes, imprimió lo que le enviaron por email, se levantó y se dirigió hacia el despacho de la inspectora Pieldelobo.

—Jefa.

Miguel no llamó a la puerta antes de entrar y sentarse frente a ella. Dejó sobre la mesa la delgada carpeta azul que traía con él y cruzó las piernas.

—Bonachera —devolvió ella el saludo.

La observó en silencio hasta que levantó la vista de los papeles que estaba leyendo y lo miró a su vez.

—El comisario me ha pedido que te avise en persona.

Eso era nuevo. Estiró la espalda, apretó los puños y miró fijamente a Bonachera, que seguía impertérrito, sentado con la elegante pose que solo él era capaz de mantener con naturalidad. Esperó lo peor.

Marcela alargó la mano y atrajo hacia sí la carpeta que Miguel había dejado sobre la mesa. Ojeó rápidamente el primer documento, el informe de una autopsia, y dio un respingo cuando llegó al segundo.

—¿Qué es esto? —preguntó sin dejar de leer.

—Un caso de los feos, con uno de los nuestros implicado. Drogas, un cadáver…

—No lo entiendo.

—Han arrestado al inspector Ribas.

—¿A Fernando? ¿Están locos o qué?

—Me temo que no. Lo detuvieron ayer en Bera. La lista de delitos de los que se le acusa es larga, y ninguno menor. Se niega a declarar, así que el comisario ha pensado que quizá sea buena idea que vayas tú.

—No tenemos jurisdicción en Bera, eso compete a la Guardia Civil, o a la Policía Foral en todo caso.

—La operación es conjunta. Empezó en Galicia y luego se trasladó a Navarra. Los tres cuerpos juntitos, en amor y compañía, ya sabes. Como el detenido es de los nuestros, han tenido la cortesía de cedernos el marrón, aunque lo detuvo la Benemérita. El jefe dice que así al menos podremos intentar controlar los daños.

—¿Y ellos qué van a hacer? Me refiero a los picoletos y los forales.

—Siguen sobre el terreno. Se quedan con el alijo incautado y continúan buscando al pez gordo. Nosotros nos quedamos con el muerto. O la muerta, mejor dicho.

—¿Quién ha muerto?

—Una confidente, una joven de la zona.

—¿Cómo ha muerto?

—Le han abierto la garganta, ninguna posibilidad de sobrevivir. También recibió un disparo en el brazo —explicó Miguel—. Y luego le cortaron la lengua. La han encontrado a unos metros, entre unos matorrales, cerca del río. Es como si la hubieran lanzado sin más.

—Joder, eso pinta peor que mal —bufó Marcela.

—Lo sé, todo el mundo lo sabe. Si quieres mi opinión, creo que los picoletos nos lo encasquetan porque la víctima se movía en los ambientes abertzales de la zona y pasan de movidas políticas. Sospechan que uno de los tipos tras los que andan, además de ser secretario general o lo que sea de un partido abertzale y concejal del ayuntamiento, es uno de los traficantes que buscan.

—No me fastidies… —Marcela palpó el paquete de tabaco en el bolsillo de su chaqueta y maldijo una vez más las leyes sanitarias que tan rigurosamente se empeñaban en aplicar en la comisaría. Su despacho no tenía ventana, así que ni siquiera podía burlar la normativa sacando medio cuerpo a la calle para echar una calada—. Lo que no entiendo —continuó, resignada— es por qué me mandan a mí. Aranda está en Asuntos Internos y ha pasado por Homicidios. También es amigo de Ribas, él sería el adecuado, no yo.

—Se niega a declarar —repitió Miguel.

—Yo también lo haría.

—Por eso te mandan —zanjó Miguel con un encogimiento de hombros.

Así que Fernando Ribas por fin había cruzado la fina línea sobre la que llevaba tantos años haciendo equilibrios. Un funambulista con placa, eso es lo que era el inspector Ribas. Él la formó cuando no era más que una agente en prácticas, le mostró la luz bajo la que podía transitar y cómo controlar las sombras, avanzar bajo su amparo, convertirse en una más para sorprender al objetivo y vencer. Ese era su lema: todo sirve si al final tú ganas. Bien, pues parecía que la suerte acababa de darle la espalda.

—Siempre fuiste un poco idiota —masculló Marcela mientras estudiaba la ficha policial de su antiguo mentor.

Cerró la carpeta, se puso el abrigo y salió del despacho y del edificio. Luego subiría a ver al jefe, pero de momento necesitaba estar sola, intentar entender a qué se enfrentaba antes de que la trituradora se pusiera en marcha. Cuando el rodillo legal y policial echara a andar, no habría nada capaz de detenerlo.

Se refugió en el cercano parque de la Ciudadela, donde los gruesos muros de piedra ofrecían un parapeto perfecto para protegerse del viento. La primavera solo era una promesa lejana, y mientras, el invierno campaba a sus anchas por Navarra, con su viento gélido, su lluvia eterna y la niebla que se te pegaba a la piel y se colaba hasta los huesos. Odiaba la niebla de una manera irracional pero firme. En ella, los ruidos se difuminaban hasta desaparecer, igual que las personas y las cosas, que quedaban reducidas a una figura amorfa, una sombra sin contornos definidos que lo mismo podía estar avanzando que retrocediendo, tal era el engaño para la vista que las nubes blancas producían.

Los caminos que atravesaban la Ciudadela estaban transitados por figuras desdibujadas que se apresuraban hacia su destino. El césped, verde y brillante en primavera y verano, esplendoroso después de una buena tormenta, parecía agonizar bajo el peso de las nubes a ras de suelo. Ni rastro de las esculturas en las que solían jugar los chiquillos, ni de los portones de madera y metal, ni de los bancos rojos, siempre ocupados cuando hacía buen tiempo. El apetito de la niebla era insaciable.

Apoyó la espalda en el muro y encendió un cigarrillo. La vaharada de humo abrió una pequeña brecha en la bruma antes de fundirse con ella.

 

 

—No te separes de mí, ¿lo has entendido bien?

—Entendido.

Marcela se pegó al entonces subinspector Ribas y avanzó agachada, con su arma reglamentaria en la mano. Tenía veinticuatro años y hacía menos de un mes que había salido de la Academia. Su primer destino, donde la convertirían en una policía de verdad, fue la comisaría del barrio de Moratalaz, en Madrid, donde el subinspector Fernando Ribas la recibió entre bufidos y protestas. Alegaba que «los pimpollos», como llamaba a los novatos, le hacían perder el tiempo, y que en más de una ocasión había tenido que «salvarles el culo». En ese momento, la joven agente en prácticas Marcela Pieldelobo, con el uniforme impecable, los zapatos recién lustrados y todo el equipamiento reglamentario colgando del cinturón, dio un paso al frente.

—Señor —le dijo con la mirada fija en sus ojos—, gracias, pero de mi culo me ocupo yo.

Ribas la observó con las cejas en mitad de la frente y avanzó hasta situarse a un palmo de su cara.

—En tu vida vuelvas a llamarme «señor».

Él la esperó al final del turno para explicarle unas cuantas normas básicas que, según dijo, les facilitarían mucho la vida a ambos. Hablaron, o más bien habló él, sentados a la barra de un bar, dando buena cuenta de media docena de cervezas entre los dos. Terminaron la conversación en un hotel que Ribas pagó en metálico y sin necesidad de mostrar la documentación. Prebendas de buen ciudadano, alegó guiñándole un ojo.

Esa noche los habían requerido para intervenir en lo que parecía una trifulca entre yonquis. Los vecinos aseguraban haber oído disparos en una de las viviendas, un piso en el que todo el mundo sabía que se traficaba con droga. Nadie había salido ni entrado de la casa desde entonces.

Ribas abría la marcha, con Pieldelobo pegada a su espalda. Marcela oía la fuerte respiración del subinspector, que prácticamente solapaba la suya, también acelerada y brusca. Se notaba húmeda de sudor debajo del uniforme y las protecciones. Cada músculo, cada nervio, cada tendón, cada milímetro de sus venas estaban cargados de adrenalina. Podía oler la que exudaba Ribas. No era miedo. Era instinto de supervivencia.

Un compañero derribó la endeble puerta con el ariete y el resto entraron en tromba.

La casa estaba en silencio. No oyeron pasos, gritos ni exclamaciones. Nada.

Encontraron el primer cadáver sobre un sofá asqueroso que ocupaba la mitad de lo que supusieron que sería el salón. El segundo cuerpo estaba detrás de un sillón volcado. Marcela pensó que el desgraciado había intentado esconderse de su atacante, obviamente sin éxito.

La casa olía a cerrado, a podredumbre y a humedad.

—No sé cómo pueden vivir así —musitó Ribas mientras avanzaban metro a metro.

—¿Vivir? —respondió simplemente Marcela detrás de él.

Los efectivos se dividieron en el salón. Ribas y Pieldelobo se dirigieron hacia la derecha, donde una puerta blanca entreabierta permitía adivinar la presencia de la cocina.

El subinspector adelantó el arma y entró. Iba a dar un paso más cuando la puerta empezó a cerrarse con rapidez. Un brazo cubierto de ropa oscura cayó sobre Ribas como un mazo y lo lanzó al suelo. Marcela se irguió y empujó la puerta con todas sus fuerzas. El brazo se alejó del cuerpo de Ribas, que había caído sobre las mugrientas baldosas. No había terminado de incorporarse cuando Pieldelobo dio un paso adelante y al lado y apuntó con su arma al individuo que se ocultaba pegado a la pared. Un tipo alto y fuerte, muy diferente a los dos cadáveres del salón, la observó un instante con mirada desafiante.

Marcela levantó el arma y le apuntó con ella a la cabeza mientras con la otra mano agarraba el canto de la puerta y la empujaba violentamente contra la cara del tipo. Cuando separó la madera, la pintura blanca estaba manchada de rojo, igual que la nariz y la boca del agresor.

Ya de pie, Ribas sumó su arma a la de Marcela y gritó alertando a sus compañeros. Pieldelobo cogió al matón del hombro y lo obligó a abandonar su escondite. Luego lo forzó a tumbarse en el suelo y puso una rodilla sobre su espalda mientras le colocaba las esposas con firmeza.

Marcela se levantó la visera del casco y sonrió a su superior.

—A ver ahora quién le salva el culo a quién —dijo.

Ribas le devolvió la sonrisa y le hizo un guiño.

—Tendré que llamarte señora —respondió—, o jefa.

—Ni se te ocurra llamarme jefa.

 

 

Sonrió al recordar las viejas anécdotas que atesoraba en su memoria. Nunca se hicieron fotos juntos. Ribas era un hombre casado, y seguía siéndolo hasta donde ella sabía, pero no se cortaba a la hora de ir con ella, o con el resto de sus amantes, a concurridos bares, restaurantes céntricos y, por supuesto, al hotel u hostal que más cerca les quedara cuando la cosa se ponía caliente. Pero nunca se hicieron fotos. Aun así, las imágenes discurrían nítidas por su mente. Podía oír la risa de Fernando, y sus jadeos roncos cuando se acostaban. Si cerraba los ojos era capaz de evocar el aroma de su piel, regada con un perfume denso y un sudor dulce. Lo veía caminar, alargar la mano para cogerla por la cintura y arrinconarla para darle uno de esos besos desesperados que tanto le gustaban.

Disfrutaron de una relación breve, totalmente física, sin promesas, pero que los convirtió en grandes amigos cuando dejaron de verse como amantes y se convirtieron simplemente en compañeros. Mantuvieron el contacto cuando Marcela se trasladó a Pamplona, aunque la frecuencia de sus llamadas y mensajes se había espaciado bastante últimamente. De hecho, hacía meses que no sabía nada de él, a pesar de que acudía a su memoria con bastante frecuencia. Él le enseñó que las puertas solo están cerradas para aquel que no sabe abrirlas, y que todas las normas son susceptibles de interpretación. Sus consejos le habían valido grandes éxitos y tremendas broncas a lo largo de los años, pero hasta hacía poco jamás se había arrepentido de ninguna de sus decisiones. Eso también había cambiado últimamente.

Tantas cosas habían cambiado…

 

 

—Creí haberle dicho al subinspector Bonachera que quería verla en el acto, inspectora.

El comisario Andreu no estaba de buen humor.

—Me lo dijo —respondió Marcela rápidamente—, pero necesitaba un poco de tiempo para asimilar la información. El inspector Ribas fue el responsable de mi formación, me impresionó mucho leer el informe.

—¿Le ha dicho Bonachera que la esperan en Bera?

—También me lo ha dicho, sí, y no entiendo la necesidad ni el motivo de que sea yo quien se coma este marrón, si me permite la expresión.

Andreu frunció levemente el ceño y lo dejó pasar.

—Los delitos de los que se le acusa al inspector Ribas son muy graves. Homicidio, tráfico de drogas, cohecho… La lista es larga, me temo. Permanece detenido en Bera, pero se niega a declarar. Creemos que si colaborara podríamos no solo concluir la misión que llevó hasta allí a tres efectivos hace varios meses, sino llegar incluso a la cúpula de la organización y superar por la mano al resto de los cuerpos con presencia en la zona. Además, una declaración podría beneficiarle bastante cuando la fiscalía presente cargos.

—Está dando por hecho que es culpable —dijo Marcela.

—Las pruebas son abrumadoras, al menos las que se refieren a la tenencia de drogas. A partir de ahí, es muy fácil tirar del hilo y demostrar que el resto también es cierto. Sin embargo, seguiremos investigando, por supuesto.

—Lo entiendo —aceptó Marcela sin creérselo demasiado—, pero no ha respondido a la pregunta de por qué yo.

Andreu bajó la mirada y fingió ojear los papeles que tenía delante.

—Su relación con él no es ningún secreto. Hemos hablado con antiguos compañeros del inspector Ribas y su nombre ha salido a colación varias veces. Creo que se… llevaban bien, y que todavía mantienen el contacto.

—Esporádicamente —aclaró ella.

—Aunque así sea —continuó el comisario—, parece que él la tiene en alta estima.

—Aun así… —Marcela estaba preparada para protestar, pero en ese momento Andreu propinó un golpe seco a la mesa.

—A ver si me explico, inspectora. —Su tono de voz había cambiado. Ahora era mucho más severo y grave, casi amenazador—. Su posición en esta comisaría es bastante delicada, por decirlo con suavidad. Su último caso nos causó muchos problemas a todos, incluida a usted misma, y no la voy a engañar: hubo quien propuso su expulsión del cuerpo. —Hizo una pausa para que sus palabras causaran el efecto buscado. Marcela pensó en Domínguez y volvió a desearle una muerte lenta y dolorosa—. Por suerte, conseguí detener la rueda que la iba a aplastar, pero tenga claro que está aquí a prueba. Un desliz, y el expediente seguirá su curso. No puede negarse —añadió—. Al contrario, debería darme las gracias por ofrecerle esta oportunidad de redención.

Marcela guardó silencio, asintió con la cabeza y se levantó con intención de irse.

—García le ha enviado al subinspector Bonachera toda la documentación que necesita. Tráigame resultados, Pieldelobo. Me los debe.

Saludó al oficial García al salir. El asistente del comisario le devolvió el saludo con un breve cabeceo y una sonrisa.

Bonachera la esperaba en su despacho.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó.

—Estaba con el jefe.

—¿Todavía?

—Bueno, antes de subir he salido a dar una vuelta. Necesitaba pensar.

Bonachera cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Supongo que se te hará tarde —dijo por fin—, puedo pedir que te reserven una habitación en un hostal. Así no tendrás que conducir de noche.

—Como quieras, pero intentaré no usarla.

—Tú decides —claudicó Bonachera—. Aquí lo tienes todo.

Le entregó la misma carpeta azul que a primera hora de la mañana, pero algo más gruesa. La cogió y volvió a salir del edificio, esta vez en dirección a su casa.

5

 

 

 

 

 

Llegó a Bera al atardecer. El invierno era inmisericorde con el sol. La niebla, que la había perseguido desde Pamplona, se había deslizado por la ladera de los montes hasta detenerse a las puertas del pueblo, como si esperara a que todo el mundo estuviera dormido para colarse y engullir todo lo humano y lo material.

Miró hacia su derecha. Si conducía en línea recta desde allí, entrando y saliendo de Francia, en menos de media hora estaría en Zugarramurdi, en la casa que compró tras divorciarse de Héctor y que consideraba su hogar.

El piso alquilado de Pamplona no era más que el sitio en el que pasaba las horas que no estaba trabajando o en Zugarramurdi. En lugar de eso, aparcó en el amplio estacionamiento junto a la rotonda y se dirigió a la izquierda, hacia el pequeño y discreto puesto de la Guardia Civil en cuyos calabozos permanecía encerrado Fernando Ribas.

Bera. Casi cuatro mil habitantes, con una población joven bastante significativa para lo que era habitual en otros pueblos. A setenta y cinco kilómetros de Pamplona y a treinta y cinco de Donosti. Una carretera complicada, llena de curvas, en la que eran muy frecuentes los accidentes. Bera. En la comarca de las Cinco Villas. Tumba de Julio Caro Baroja. Hogar durante algún tiempo del mismísimo Pío Baroja, que tanto renegó de esta tierra.

Saberlo todo, comprobarlo todo. No lo podía evitar. Saber la tranquilizaba, le daba seguridad. «El conocimiento es poder», solía decir para defenderse de las pullas de su exmarido cuando se burlaba de su costumbre. Ignorar lo que él estaba haciendo mientras estuvieron casados estuvo a punto de arrastrarla al abismo.

Antes de salir del coche le escribió un mensaje a Damen explicándole el motivo del inesperado viaje y le prometió llamarlo antes de acostarse.

Franqueó la verja y cruzó la puerta para entrar en la reducida recepción del cuartelillo. Tras el mostrador, de un tamaño en consonancia con la estancia, un guardia tan joven como delgado la miró con ojos recelosos. Se levantó de la silla en la que estaba sentado y su altura hizo aún más evidente su flacura y falta de robustez. Era apenas un muchacho al que le había tocado un destino complicado en misión administrativa. Si una cosa era mala, pensó, la otra peor.

—Inspectora Marcela Pieldelobo, de la Jefatura de Pamplona. Creo que me están esperando.

—Guardia Einer Tobío, a sus órdenes. El sargento Salas está avisado de su llegada. Le diré que ya está aquí. Si es tan amable de sentarse mientras tanto…

El joven de verde y con un cantarín acento gallego desapareció a través de una puerta, dejándola sola. Se giró y descubrió tres sillas blancas pegadas a la pared. Se sentó y sacó el móvil de nuevo. Saber, su puñetera manía de saberlo todo. Ahora, por ejemplo, no hacía más que darle vueltas al nombre del muchacho. Tecleó en el navegador de Internet. Einer. Nombre de origen escandinavo que significa guerrero, líder en la batalla. ¿Sabría él lo que quería decir su nombre? Era lo menos parecido a un guerrero que podía imaginarse. Era alto, pero de una delgadez que las capas de ropa que cubrían su huesuda silueta no conseguían disimular, de piel pálida y pelo ralo castaño muy corto, con marcas de acné y hoyuelos en las mejillas. Ojos audaces y marrones, muy oscuros, de maneras rápidas y decididas y andar ágil y elástico, como pudo comprobar mientras correteaba en busca de su superior. Si pudiera rebautizarlo, lo llamaría Alonso.

La puerta volvió a abrirse unos minutos después y el quijotesco guardia-guerrero la mantuvo abierta para que ella lo siguiera. Marcela se levantó y aceleró en su dirección. La guio hasta un despacho decorado con parquedad castrense. La enseña nacional, la foto del rey, un par de diplomas, un perchero desnudo, un armario archivador herméticamente cerrado, una estantería con una colección de libros de solapas oscuras, una mesa de escritorio y tres sillas, una a un lado y dos al otro. Suelo de madera y paredes blancas que habían empezado a amarillear.

Un hombre alto y corpulento, de mediana edad pero con restos evidentes de juventud, la esperaba de pie junto a la mesa. En posición de firme, extendió el brazo y apretó la mano que Marcela le ofrecía. Fuerte y decidido, una sacudida breve y clara.

—Sargento Salas, comandante de puesto, a su servicio.

—Inspectora Pieldelobo. Gracias por recibirme tan rápido, sobre todo teniendo en cuenta la hora que es.

Fuera, el sol ya se había puesto y las buenas gentes se habían retirado a sus casas. Hacía frío y la niebla era una mala compañera de paseo, así que en las calles de Bera apenas quedaban unos cuantos rezagados y los parroquianos fijos de los bares de la localidad, que completarían su ronda antes de retirarse.

—Aquí no hay horario, inspectora. Somos pocos efectivos y tenemos que cubrir todas las eventualidades que se presentan.

—Tengo entendido que últimamente han tenido más trabajo del habitual.

—Así es. Aunque recibimos refuerzos del grupo especial de estupefacientes de Madrid, lo cierto es que fuimos nosotros los que descubrimos el paso de los correos a Francia a través de uno de los viejos caminos que utilizaban los contrabandistas. Son un grupo muy bien organizado, tipos escurridizos, pero los pillamos.

—Creo que contaron también con la colaboración de efectivos del Cuerpo Nacional de Policía —añadió Marcela. Nunca había sido excesivamente corporativista, pero le fastidiaba que dejara a sus compañeros fuera del caso.

—Por supuesto, y de la Policía Foral. Ambos cuerpos han hecho un trabajo impecable.

Marcela cabeceó. De momento, prefería ser cordial.

—¿Podría explicarme qué es lo que ha ocurrido aquí?

—Siéntese. —Le señaló una silla con la mano y él ocupó la del otro lado del escritorio—. Le he preparado un dosier con toda la información de la que disponemos. Como comprenderá, no es mucha todavía.

Marcela abrió el expediente y le echó un rápido vistazo. Se detuvo en las fotografías que mostraban el contenido de la maleta de Fernando Ribas en el momento de su detención. Los apretados fajos de billetes compartían espacio con la ropa interior y con varias bolsas marrones opacas que, como comprobó unas fotos más tarde, contenían una cantidad nada desdeñable de droga.

—La marca de las bolsas —apuntó el sargento, golpeteando la foto con el índice— es la misma que la incautada en uno de los barcos del narco al que llevamos años persiguiendo. Estamos pendientes de los análisis de laboratorio para confirmarlo.

Marcela masculló por lo bajo, dejó con brusquedad la carpeta sobre la mesa e insultó en silencio a su amigo sin piedad.

—Anteayer por la mañana —siguió Salas—, recibimos la llamada de un senderista que había encontrado un cadáver en el interior del túnel del paseo fluvial. No nos costó identificarla. La joven trabajaba como camarera en uno de los bares de Bera y era bastante conocida; además, era la pareja de un tipejo muy popular entre nosotros, un individuo chulo y violento que encabeza todas las algaradas abertzales que se convocan. —El sargento hizo una pausa, se miró las manos y luego levantó la vista para clavar sus ojos en ella—. ¿Usted sabía que el inspector Fernando Ribas trabajaba en una misión encubierta?

—Me he enterado esta tarde.

—No estaba solo. El dispositivo estaba compuesto por tres personas sobre el terreno, más la cobertura necesaria que les brindaban desde Madrid. Por supuesto, ahora todo ha saltado por los aires. —Se reacomodó en la silla y continuó hablando—. Uno de los vecinos declaró haber visto a la víctima unos días antes discutir violentamente con un hombre moreno de complexión fuerte. Dijo que la arrastró del brazo, pero que ella logró zafarse y volver a entrar en el bar.

—¿No avisó a la policía?

—No. Conocía a la chica, y supuso que sería alguno de los tipos con los que solía juntarse.

—La descripción que dio encaja con cientos de hombres, y eso sin salir del pueblo.

—Claro, claro… Pero uno de mis hombres encontró una pulsera médica muy cerca del cadáver. La inscripción no deja lugar a dudas: Fernando Ribas, Rh O+, alérgico a la penicilina. Debió de caérsele durante el forcejeo, o quizá ella se la arrancó en la pelea. Hemos hablado con sus dos compañeros y ambos aseguran que últimamente el inspector Ribas se comportaba de forma extraña, apenas hablaba con ellos, salía solo y ofrecía excusas vagas cuando le pedían explicaciones.

—Todo parece bastante circunstancial —apuntó Marcela.

—Quizá, pero el juez nos firmó la orden de detención y registro. Después, con todo lo que encontramos, ya no quedó ninguna duda. La historia se resume, grosso modo, en una banda de narcotraficantes, un grupo de correos que transportaban la droga de un lado a otro de la frontera, un alijo al que le faltaban varios kilos, un policía infiltrado y corrupto y una chica muerta. El panorama no puede ser más negro para su colega. Pero ahora —Salas levantó las dos manos hacia el cielo, resignado—, nuestros respectivos superiores han decidido que, en aras de la paz y la concordia entre cuerpos, nosotros retomaremos la investigación del tráfico de drogas, de la que poco podremos sacar después de la que se ha liado, y la Policía Nacional se encargará de todo lo relacionado con el asesinato. La parte más sencilla, en mi opinión. Lo que les va a costar es lavar su buen nombre.

El sargento apretó los labios en un mohín que, sin palabras, dejó bien claro que no le hacía ninguna gracia que le hubieran quitado una parte del caso.

—Creía que esta era una investigación conjunta —apuntó Marcela, y añadió a sus palabras una fingida cara de asombro. Le solía funcionar.

El sargento entrelazó los dedos de las dos manos y las apoyó sobre la mesa. Su cara se convirtió en una máscara seria, severa. Frunció el ceño y acercó las cejas al centro de su frente.

—Desconozco las razones que los han llevado a desmembrar este caso, inspectora. —Desenlazó los dedos, le acercó la carpeta y se levantó de la silla. Marcela le imitó—. No —la detuvo el sargento—, usted puede quedarse aquí y leer tranquilamente la documentación. Luego, el guardia Tobío la acompañará al calabozo. Quédese el tiempo que quiera, tanto aquí como abajo. Supongo que ya conoce las normas sobre las visitas a un detenido. No puede interrogarlo, solo hablar con él e intentar convencerle para que declare. Mañana lo trasladarán a Pamplona, no sé por qué no lo han hecho ya… Nada de lo que le diga a usted es admisible ante un juez. Bien —añadió después de exhalar un largo suspiro, medio hastiado, medio agotado—. Yo me retiro ya, si me necesita, el guardia sabe dónde encontrarme. En caso contrario, hasta otra.

Desapareció con una celeridad asombrosa, dejándola sola en el despacho. Suspiró ella también, se acomodó en la silla y abrió la carpeta del caso Ribas. Leyó el informe con atención, intentando dejar a un lado el hecho de que estaban hablando de uno de sus mejores y más antiguos amigos, y se esforzó por memorizar los datos y los puntos más importantes. Ya tendría tiempo luego de profundizar en los detalles.

6