Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun - E-Book
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Bajo la piel E-Book

Susana Rodríguez Lezaun

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Beschreibung

No es fácil tratar con Marcela Pieldelobo. Nacida en Biescas, un pequeño pueblo del Pirineo aragonés, es desde hace una década inspectora del Cuerpo Nacional de Policía en Pamplona. Una mujer excesiva en sus costumbres y afectos, y también en el original tatuaje que se enrosca en su cuerpo y que apenas nadie conoce. Está convencida de que las órdenes son susceptibles de interpretación, que hay cosas que es necesario guardarse para uno mismo y que las puertas cerradas pueden dejar de estarlo si se sabe cómo abrirlas. Aunque no tengas una orden judicial. Ahora el pasado, en forma de un padre maltratador que reaparece tras la muerte de su madre, llama con furia a su puerta, pero Marcela tiene cosas más urgentes que atender, como el caso de un bebé abandonado en un aparcamiento solitario y un coche de alquiler siniestrado sin rastro del conductor, pero con manchas de sangre y huellas de rodadas… Cuando las pistas conducen a una conocida empresa propiedad de una de las más tradicionales e influyentes familias locales, sus superiores deciden apartarla del caso... Pero Marcela, fiel a sus principios y a su instinto, insiste en ir más allá, aun a costa, ahora, de su propia vida. UN THRILLER TREPIDANTE QUE NOS PRESENTA A UNA INSPECTORA MUY POCO CONVENCIONAL CAPAZ DE ENFRENTARSE AL MAL ENMASCARADO EN LAS MÁS DIGNAS INSTANCIAS DE NUESTRA SOCIEDAD. «Un personaje inolvidable. Una historia emocionante e intensa. Una escritura poderosa y turbadora que va mucho más allá de la novela de género». Rosa Montero «Una heroína con una personalidad compleja, fuerte y absolutamente magnética, Pieldelobo es la gran alegría del año para los fans del noir». Mikel Santiago «Una ejecutiva desaparecida, una criatura abandonada y el dueño de una gran fortuna que puede estar implicado en todo ello. La encargada de la investigación es la inspectora Marcela Pieldelobo, que acaba de perder a su madre, y que debuta en la literatura con una narración de ritmo vertiginoso en la que las imágenes desfilan ante el lector con la fuerza del mejor cine negro». César Coca, El Correo «Una trama soberbia, como soberbios son los perfiles femeninos de Marcela Pieldelobo y de Victoria García de Eunate. Me ha encantado». Paz Velasco

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Bajo la piel

© Susana Rodríguez Lezaun, 2021

www.susanarodriguezlezaun.com

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: IStock y Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-571-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Agradecimientos

 

 

 

 

 

A mi padre y a su risa, ahora sí, eterna. Gracias

1

 

 

 

 

 

«Calla, por favor. Calla…, calla… Necesito pensar. Shhhh…».

Ajeno a sus súplicas mudas, el bebé que viajaba en el asiento del copiloto lanzaba al aire sus estridentes berridos. El pequeño habitáculo del coche funcionaba como una caja de resonancia.

«Calla, mi niño, por favor, por favor…».

El vehículo que la seguía ya había intentado dos veces sacarla de la carretera. Durante un instante fugaz pudo ver el odio y la inquebrantable decisión en los ojos de quien conducía, y supo que estaba a punto de morir. Y su hijo también.

Pisó el acelerador hasta clavar el pie en la alfombrilla, pero el perseguidor se mantenía pegado a su parachoques trasero. Reconoció la carretera. Había tomado tantos desvíos en los últimos kilómetros que por un momento ni siquiera sabía dónde estaba, pero ahora el despoblado paraje le resultaba familiar. Había una bifurcación no muy lejos de allí.

«Mantente pegado a mí, grandísimo hijo de puta».

Apretó el volante y calculó los metros que le quedaban por delante. No aceleró. Intentó ignorar el llanto desesperado de su hijo y concentrarse en la carretera, cada vez más estrecha. Hacía rato que había oscurecido. Eso la ayudaría. Sólo tendría una oportunidad.

Los faros iluminaron los apenas dos metros del camino que se abría a su izquierda. No había señalización, era un sendero privado que terminaba en un depósito de aguas.

Dio un violento volantazo cuando ya estaba a punto de pasar de largo. El coche describió un arco cerrado y las dos ruedas izquierdas perdieron el contacto con el asfalto. La sensación de estar volando la asustó, pero no llegó a paralizarla. A esas alturas ya no tenía nada que perder. Enderezó el volante y apretó el acelerador. El coche se lanzó cuesta arriba por la pista asfaltada llena de baches y socavones.

Como esperaba, su perseguidor se dio cuenta demasiado tarde de la maniobra y siguió recto. «Ahora o nunca». Calculó que su ventaja no superaría los dos minutos. Aceleró al máximo de las posibilidades del modesto utilitario, revolucionando el motor para superar el pronunciado desnivel.

«Unos metros más…».

Ante ella apareció el enorme y compacto edificio de hormigón que albergaba el depósito de aguas del valle. La carretera terminaba allí. A su espalda, de momento sólo había oscuridad. Giró a toda velocidad hacia la parte trasera de la construcción circular y frenó en seco junto al muro exterior.

Le temblaban las manos. Soltó con dificultad el cinturón de seguridad de la sillita del bebé, lo pasó por encima de su propio cuerpo, abrió la puerta del coche y lo dejó en el suelo, lo más cerca que pudo de la pared. Olvidó darle un beso. El último. Volvió a cerrar la puerta, dejando fuera el llanto desgarrado del niño, y aceleró de nuevo.

Completó la vuelta al edificio y encaró la pista por la que había llegado.

Allí estaba ya.

Dos brillantes haces como cuchillos se acercaban a ella a toda velocidad.

No dudó. Se lanzó cuesta abajo con la misma decisión con la que había subido, convencida de que no se atrevería a una colisión frontal. Quería matarla, no morir.

Como esperaba, el deportivo se hizo a un lado en el último momento, dio media vuelta, arrojando una lluvia de guijarros, y aceleró tras ella.

El silencio era tan doloroso… El único sonido que ahora podía oír era el de su corazón latiéndole en las sienes, sus jadeos y una oración que no recordaba haber empezado a entonar. Se concentró en la plegaria para amortiguar el miedo que le agarrotaba los músculos e intentó pensar.

La carretera.

Derecha… No, izquierda, lejos de allí. Lejos…

El asfalto recibió a los neumáticos con un golpe seco. Oscuridad y silencio. A lo lejos, las luces de la ciudad. Delante, nada.

La carretera le otorgó ventaja al deportivo. Aceleró e intentó adelantarla. Ella dio un volantazo para evitar que la superara, pero le faltó rapidez de reflejos. De pronto, sus ojos estaban casi a su lado. Y la sonrisa perversa.

Fue consciente del movimiento brusco de sus brazos, del coche que se lanzaba sobre ella, del ruido de la carrocería al colisionar, de las chispas metálicas que iluminaron la noche.

Abrió la boca e intentó terminar la plegaria. Luego todo empezó a dar vueltas. Soltó el volante y gritó. Se golpeó la cabeza contra la ventanilla y después rebotó en el techo. Rodó, gritó y repitió el nombre de Dios, pero al instante dejó de invocarlo. Prefería que su Señor se quedara al lado de su pequeño. Dijo «amén» e intentó volver a coger el volante, pero ya no pudo.

Y luego, todo terminó. Las vueltas, las chispas, el sonido, el dolor y la vida.

2

 

 

 

 

 

Todos los cementerios huelen igual. Ese aroma dulce, empalagoso, de los cipreses enhiestos hacia el cielo, como si apuntaran la dirección que debían tomar las almas que iniciaban allí su incierto viaje. La tierra fresca, removida y amontonada a un lado de la fosa, tenía un olor acre, húmedo.

Marcela siempre había tenido un olfato fino, muy agudo, pero su madre le hizo prometer años atrás que le daría sepultura en tierra, y no en uno de esos nichos que el ayuntamiento había levantado en un lateral del camposanto. Prefería apretujarse entre las lápidas de sus amigos, de sus antepasados y de decenas de personas cuyos descendientes habían formado parte de su vida. Los conocía a todos. En el pueblo todo el mundo sabía quién era quién. Eso era lo bueno y lo malo de los sitios tan pequeños, y una de las razones por las que se marchó. Demasiada gente conocida y demasiada poca intimidad.

El cura levantó las manos hacia el cielo, murmuró unas cuantas frases más y volvió a cruzar los brazos delante del pecho. Luego la miró, y todos los presentes le imitaron. Cincuenta pares de ojos la observaban sin pestañear. ¿Qué querían? ¿Por qué nadie miraba a su hermano, de pie junto a ella? Porque a él estaban acostumbrados a verlo, pero ella era esa rara avis que asoma el pico una vez cada diez años, con suerte. Aquello no era del todo cierto, porque acudía a visitar a su madre con relativa regularidad, sobre todo desde que enfermó, pero apenas ponía un pie en la calle como no fuera para salir del coche el día de su llegada y volver a entrar cuando se iba. El resto del tiempo lo pasaba entre las cuatro paredes de la casona que un día fue su hogar. Su hermano, sin embargo, se había quedado a vivir allí, trabajaba en una fábrica cercana, había formado una familia y sus tres hijos crecían medio asilvestrados, libres y un poco gamberros. Como ellos mismos hacía no tantos años, recordó.

Sintió un golpe en el brazo. Su hermano acababa de darle un codazo. Quizá pudiera leerle la mente y no le gustaba nada lo que estaba pensando.

—La tierra —murmuró en voz baja.

Sí. La tierra. Lo había olvidado.

Avanzaron juntos un par de pasos y se colocaron frente a la fosa a la que ya habían bajado el brillante féretro en el que descansaba su madre. Sesenta años y una cruel enfermedad que la había ido devorando poco a poco por dentro. Fue duro verla empequeñecer, retorcerse, maldecir su suerte. Porque lo peor fue que permaneció lúcida hasta el último día. Incluso tuvo el temple de llamarla a Pamplona para despedirse. Marcela a punto estuvo de no coger el teléfono, pero al final, después de cinco tonos, pulsó el círculo verde y saludó.

—Mamá, me pillas con un lío tremendo.

—Sólo será un momento, de verdad. Estoy con el médico, ha venido esta mañana. Me querían llevar a Huesca, al hospital, pero les he dicho que no, que me quedo aquí, así que ha venido tu tía Esperanza y se quedará conmigo hasta que llegue tu hermano.

—¿Estás peor? ¿Has tenido una recaída?

—No te preocupes, chiqueta, tú tranquila. Yo estoy bien. Cansada, pero bien. Me temo que en mi saco ya no cabe ni un día más.

—Vamos, mamá, te queda cuerda para rato.

Escuchó un largo suspiro al otro lado del teléfono, y luego la voz de un hombre que pronunciaba palabras ininteligibles.

—Bueno, mi niña, te paso con el médico, que quiere hablar contigo. Este es nuevo, no le conoces. —Otro suspiro—. Chiqueta, cuídate mucho. Te quiero.

Marcela se quedó un momento en blanco antes de responder. Nada de aquello era normal.

—Yo también te quiero, mamá.

No estaba segura de si su madre la oyó, porque un segundo después le llegó la voz del hombre, ahora clara y rotunda.

—Señora Pieldelobo, soy el doctor Betés, el médico de su madre.

Oyó el sonido de los pasos del hombre sobre la madera de su casa. Luego una puerta. Se estaba alejando en busca de intimidad. Sólo las malas noticias necesitan privacidad.

—Hola —saludó ella, lacónica, expectante.

—Me temo que el estado de su madre ha empeorado gravemente y de manera irreversible.

—¿A qué se refiere? Acabo de hablar con ella y está bien. Cansada, pero bien —afirmó, repitiendo las palabras de su madre.

—Me llamó ayer a la consulta porque se sentía más agotada de lo normal y vine a verla por la tarde. Una simple auscultación ya me indicó que su corazón está… Bueno, está en las últimas. Insistí en trasladarla a Huesca para hacerle unas pruebas, proceder quizá con un cateterismo, observar el estado de las válvulas coronarias y del resto de los órganos… Podríamos probar con inmunoterapia o algunas sesiones más de quimio, pero se ha negado. Dice que no se quiere mover de aquí. Es tozuda como una mula. De todos modos —suspiró—, como supongo que sabe, el cáncer está muy extendido… Lleva mucho tiempo en paliativos…

Al otro lado del teléfono, Marcela asentía en silencio. Su madre era terca, pero también fuerte. Habían llegado hasta allí y seguirían adelante. No podía estar muriéndose. De ninguna manera. Una madre nunca muere. No hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto. Su madre siempre estuvo allí, incluso en la lejanía, a través del teléfono. Esas carcajadas sonoras, que le retumbaban en el pecho y la obligaban a sonreír. Su madre era una figura inamovible, perenne, segura. Su ancla. Alguien que había formado parte de todas las etapas de su vida, y que seguiría allí para siempre.

Y ahora le estaban diciendo que no, que eso no iba a ser así.

—Su corazón no aguantará demasiado.

—¿Cuánto es «no demasiado»? —consiguió preguntar por encima del nudo de su garganta.

—Unas cuantas horas, un día… No puedo decírselo con exactitud.

—Estaré allí en dos horas. Tres a lo sumo.

Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Le temblaban las manos.

Observó su reflejo en la pared acristalada.

Inspectora Marcela Pieldelobo. Treinta y cinco años. Divorciada. Sin hijos. Destinada en la comisaría de Pamplona desde hacía casi una década. Ninguno de aquellos datos decía nada sobre ella. Frías realidades que apenas raspaban la superficie. Letras y números en el documento de identidad. Nada más.

Se pasó la mano por la cabeza y la dejó caer por la nuca hasta el cuello. La camisa la estaba asfixiando. Hacía mucho calor allí dentro. Inspiró, espiró y apretó los dientes. Luego irguió la espalda y se puso en marcha.

Descolgó el teléfono de su despacho, informó a su superior de que necesitaba ausentarse de inmediato por motivos personales, habló brevemente con el subinspector Bonachera y corrió hasta el coche.

Voló por la carretera, sorteó las curvas y el tráfico. Voló, pero no lo bastante deprisa. Cuando llegó, casi a la vez que su hermano Juan, su madre ya había muerto. No recordaba haberse despedido, no estaba segura de si la había oído decirle que la quería, y esas dudas abrieron en su pecho un agujero tan grande que estaba segura de que jamás sería capaz de cerrarlo.

Y allí estaba ahora, con un tormo húmedo y acre en la mano, contemplando desde arriba el féretro de su madre. Su hermano lanzó la tierra que guardaba en el puño y esperó a que ella hiciera lo mismo. Unos segundos después la tocó suavemente en el brazo para animarla a soltar la tierra sobre el ataúd.

—Marcela… —susurró Juan.

—No puedo —respondió ella, que había cerrado los ojos para no seguir viendo la caja marrón, tan brillante que parecía una incongruencia que estuviera allí abajo—. Si echo la tierra, es como si la enterrara yo misma, y no puedo…

—Eso es una tontería —la urgió su hermano, consciente de las miradas perplejas de todos los asistentes—. Es un símbolo, nada más.

Marcela no respondió. Soltó la tierra a sus pies, lejos de la fosa, y dio un paso atrás. Bajó la cabeza y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Su hermano no dijo nada, se limitó a colocarse a su lado y a meter la mano en el bolsillo de Marcela, como cuando de niños volvían del colegio en invierno. En lugar de darle la mano, Juan colaba sus pequeños dedos en el bolsillo de Marcela, que los rodeaba con su mano enguantada y los calentaba hasta casa. El pequeño gesto infantil pudo con ella. Ya no era capaz de rodear la mano de su hermano, mucho más alto y robusto que ella, así que apretó el puño y lo colocó en la palma de Juan, que lo envolvió con cariño. Apoyó la cabeza en su hombro y dejó escapar todo el dolor y la pena que la atenazaban desde que salió de Pamplona.

No se quedaron a ver cómo los operarios del cementerio cubrían la fosa de tierra. Su hermano y su cuñada se cogieron del brazo y ella los siguió unos pasos por detrás hasta la salida del camposanto. Agradeció alejarse del olor de los cipreses, de sus sombras bailarinas y de la tierra suelta que se le metía en los ojos, arrastrada por el viento procedente de las montañas. Viento helado que le congelaba las lágrimas antes de que pudiera derramarlas. Mejor así. Llorar era uno de los actos más dolorosos a los que se había enfrentado nunca.

Caminaron hasta el coche y poco después llegaron a la gran casa en la que hacía apenas dos días había muerto su madre. Un grupo de vecinas se había encargado de despejar el salón de la planta baja y llenar las mesas con platos de jamón, queso, chorizo casero, frutos secos y ensaladilla rusa. Además, habían desplegado un número considerable de vasos de plástico que esperaban perfectamente alineados junto a las botellas de vino tinto listas para ser descorchadas. Hacía demasiado frío como para quedarse de pie en la iglesia o en el cementerio a recibir las condolencias de todo el pueblo, como era costumbre, así que decidieron adoptar una tradición extravagante para muchos, pero que cada vez se repetía con mayor frecuencia por aquellos lares, sobre todo cuando la muerte llegaba en invierno.

Los hijos de Juan, sobrinos de Marcela, se habían quedado con su otra abuela, la madre de Paula, su cuñada. Eran demasiado pequeños para entender expresiones como muerte, vida eterna, dolor o desaparición, aunque Marcela creía que en realidad no estaban preparados para reconocer ante sus hijos que la muerte era indefectible, un paso del que no había posibilidad de dar marcha atrás y que obligaba a utilizar expresiones tan drásticas como «nunca más».

Cogió un vaso de plástico, se sirvió vino de una botella recién descorchada y se recordó una vez más que debía guardarse sus opiniones para sí misma.

El vino, oscuro y áspero, le calentó primero la garganta y luego el resto del cuerpo, aunque seguía teniendo las manos heladas y las uñas de un curioso tono azulado. Se moría por un cigarrillo, pero se obligó a esperar un poco. Ese sería el reto del día.

Los dolientes empezaron a llegar poco a poco, un goteo constante y silencioso de personas vestidas de negro, con la cabeza gacha, la espalda combada y un gesto apesadumbrado en la cara. Se arremolinaron alrededor de las mesas bien surtidas y comenzaron a comer, beber y charlar en voz baja. Marcela los observaba desde la puerta que daba al pasillo. Algunos rostros le eran vagamente familiares, pero a muchos estaba convencida de no conocerlos de nada. El vino, tibio y peleón, le dejó un desagradable regusto agrio, aunque al menos ya no tenía tanto frío. Necesitaba un pitillo. Fin de la prueba de fuerza de voluntad.

Se escabulló hacia el jardín trasero y se agachó para colarse en lo que un día fue un pequeño gallinero, después un productivo huerto y hoy sólo un hueco baldío cubierto de malas hierbas. Su hermano le había prometido mil veces a su madre que adecentaría ese rincón, pero las palabras, como las buenas intenciones, se las lleva el viento. Y ahora ya no corría ninguna prisa.

Retiró con la mano la tierra que cubría el enorme tocón que ocupaba la parte más alejada del desvencijado cercado, se sentó y sacó la cajetilla de tabaco y el mechero del bolsillo del abrigo. Cerró los ojos para disfrutar de la primera calada. Lo de aguantarse las ganas de fumar era una tontería. No conseguiría dejarlo así. Primero, porque el sufrimiento injustificado y sin recompensa era una solemne estupidez. Y segundo y más importante, porque a día de hoy, fumar era el único placer que se permitía y no pensaba renunciar a él. Hacía mucho que beber dejó de ser un placer. Bebía por prescripción facultativa, la suya propia. Era su anestésico, su antibiótico, su vendaje compresivo.

La sobresaltó el ruido de la portezuela al abrirse con un quejido agudo. Vio a su hermano agacharse aún más que ella para poder acceder al descuidado parterre. Se hizo a un lado para hacerle un hueco sobre la madera húmeda y le pasó el pitillo que le pedía sin palabras.

—¿Te escondes para fumar? —le preguntó Juan.

—La costumbre. No me hago a la idea de encenderme un cigarrillo en esta casa. No lo hacía ni cuando venía de visita. ¿Y tú? Ya no eres un crío.

—No conoces a mi mujer. Tiene peor genio que mamá. Me olisquea cada tarde cuando vuelvo de trabajar, dice que para calcular cuánto he fumado. Dios, me he casado con un sabueso.

Apuraron el pitillo en silencio, con largas caladas y media sonrisa en los labios, cómodos uno al lado del otro a pesar de la distancia que los separaba después de tantos años sin apenas tratarse más allá de lo que marcaban las fórmulas sociales. Las cenas de Navidad, un par de días en verano, algún fin de semana esporádico y las rápidas visitas de ida y vuelta cuando su madre enfermó. Pero se querían, y ambos sabían que el otro siempre estaría ahí para lo que hiciera falta.

Aplastaron las colillas en la tierra y las ocultaron debajo del tocón, junto a los restos amarronados de viejas boquillas y jirones claros del interior de los filtros. Marcela dedujo que su hermano visitaba con frecuencia el destartalado gallinero.

Permanecieron unos minutos sentados sin decir nada. Hacía frío allí fuera, pero era agradable escuchar el sonido del viento sobre sus cabezas.

—Has pasado un mal rato en el cementerio —empezó su hermano. Su tono se parecía al de una disculpa.

—Estoy bien —le aseguró Marcela—. ¿Sabías que los neandertales ya enterraban a sus muertos y llevaban flores a su tumba? Y en la cultura Bo, en China, colgaban los féretros de las paredes de una montaña para acercarlos más al cielo.

—WikiMarcela —bromeó Juan—. Deberías ir a un concurso de la tele.

—No doy el perfil —respondió con una sonrisa— y, además, entonces todo el mundo sabría que soy un poco friki.

—Un poco, dice…

Empujó a su hermano y escondió las manos entre las piernas para hacerlas entrar en calor. Permanecieron mudos, Juan contemplando el suelo, Marcela siguiendo con la mirada el combado recorrido del alambre que rodeaba el gallinero. No había ni un solo rombo igual a otro. Los picos de las aves, las pequeñas garras de los roedores, el óxido y sus propios dedos se habían entretenido durante muchos años en deformar lo que un día fue una alambrada casi perfecta.

—¿Qué tal te va todo? —preguntó Juan después de un largo suspiro, consciente, quizá, de que su hermana no tenía intención de acabar con el prolongado silencio.

—Bien —respondió ella, lacónica—. Ya sabes. Trabajo, trabajo y más trabajo. Si es cierto que el trabajo es salud, yo voy a vivir mil años.

—Te veo más delgada.

—Llevo los mismos pantalones de hace tres años.

—No lo dudo, pero te quedan grandes.

—Ya te he dicho que estoy bien, en serio. Mamá estaría orgullosa de mi dieta —añadió, y le dio un codazo a su hermano en las costillas que les arrancó una sonrisa—. ¿Y vosotros? ¿Qué tal van las cosas por aquí?

Juan sacó otro cigarrillo de su propia cajetilla y le ofreció uno a Marcela, que aceptó el pitillo y lo cebó con su mechero.

—Bien, supongo. La falta de noticias son buenas noticias, y aquí nunca pasa nada.

El aire olía a tabaco rubio, a tierra mojada y a excrementos de animales. Marcela hinchó los carrillos y soltó el humo que guardaba en la boca, formando una densa nube gris frente a la cara de Juan.

—¿Qué es lo que va mal? Me ha parecido que todo está como siempre.

—Eso es lo malo, que todo está como siempre.

Marcela guardó silencio, esperando que continuara. Sin embargo, su hermano apuró el pitillo, lo apagó en el suelo y lo hundió en la tierra oscura. Ella le imitó.

—Será la crisis de los treinta —dijo por fin—. O de los treinta y tres. Chorradas, sólo chorradas. Y será por el día. Muchas emociones y ninguna buena.

Juan se inclinó sobre ella y le dio un beso en el pelo. El gesto de ternura la pilló tan desprevenida que su primera reacción fue la de alejarse de él. Vio la tristeza en sus ojos. La reconoció porque era la misma que veía cada día en el espejo.

—Tú también no, por favor —le suplicó en un susurro.

—Nunca —le prometió ella. Se acercó y le besó en la frente—. Yo siempre estaré aquí.

La noche ya era un hecho y dentro de la casa la gente pronto empezaría a despedirse. Paula se enfadaría mucho si la dejaban sola en el velatorio de su suegra. Se levantaron y volvieron a la casa.

Nada más entrar en el salón se toparon con la mirada nerviosa y ofendida de su cuñada. Caminó hacia ellos con brío y se detuvo a un paso de su marido. Husmeó el aire, torció el gesto y soltó un bufido. Quedaba al menos una veintena de personas en el salón. Al parecer, casi nadie se había marchado mientras ellos fumaban y disfrutaban de la soledad en el viejo gallinero.

Marcela esquivó el reproche mudo y enfiló hacia las escaleras.

—Me voy a mi habitación —le dijo a su hermano—. Estoy cansada y me duele la cabeza, no tengo ganas de hablar con toda esa gente. Avisadme cuando estéis listos para iros.

Había pasado allí la noche anterior, pero después de horas dando vueltas en la cama, escuchando los quejidos del edificio y aspirando olores que la hacían fruncir la nariz, decidió aceptar la invitación de su hermano y dormir en su casa.

—Toda esa gente es tu familia. Rosa y Pedro han venido desde Zaragoza para despedirse de mamá, y Ana, Antonio e Ignacio han viajado desde Madrid.

—¿Quiénes?

—Tus primos, por Dios, que parece que vives en otra galaxia.

—No me encuentro bien. Tengo una jaqueca horrible y mañana debo madrugar para volver a Pamplona.

—¿Te vas mañana? Tenemos muchas cosas de las que hablar, hay asuntos que solucionar, decisiones que tomar… Y tú tienes que asimilar lo ocurrido. No me parece que estés muy bien.

—Lo estoy, de verdad, y lo que tú hagas y decidas me parecerá perfecto. Sé que será lo mejor. Avísame cuando me necesites, cuando tenga que venir a firmar lo que me pongas delante, y vendré. Además, no me he traído ropa, y tu mujer no puede seguir prestándome bragas y camisas indefinidamente. Ya llevo aquí dos días…

Su hermano la observó un buen rato en silencio. Luego se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Su barba incipiente le produjo un cosquilleo y evocó en su mente una imagen que no pintaba nada en ese momento.

—Me parece que no te voy a ver mucho a partir de ahora, tata —le dijo con los ojos brillantes.

—Siempre que quieras —le desdijo ella—. Ya sabes dónde estoy.

Él sonrió y movió despacio la cabeza de un lado a otro. Luego le pasó un brazo por los hombros y se encaminaron juntos hacia la escalera, dando la espalda a los invitados. Marcela suspiró aliviada y miró agradecida a su hermano pequeño. Le pareció ver en sus ojos un rastro del chiquillo inquieto y travieso que había sido, el joven simpático y extravertido que se reía como un crío con un tebeo entre las manos. Pero el velo de tristeza no acababa de desaparecer. Quizá fuera por la muerte de su madre. O quizá hubiera algo más.

El brillo nostálgico duró una fracción de segundo y luego dejó paso al Juan adulto, responsable, que se esforzaba por ser un buen padre, el hermano preocupado por su hermana mayor, tan sola, tan desgraciada…

—¿Qué tal llevas lo de…? —Ahí estaban, la preocupación y el recelo. Le extrañaba que no hubiera sacado todavía el tema—. Ya sabes, lo de Héctor.

La miró de hito en hito, con cautelosa atención, estudiando hasta su más mínima reacción. Lo que él no sabía era que, después de tres años, Marcela había perfeccionado mucho su cara de esfinge. Levantó los ojos sin pestañear, alzó un poco las cejas, relajó las mejillas para que ninguna mueca la delatara y se encogió de hombros con desdén.

—No lo llevo ni bien ni mal. Me limito a no pensar en él.

—No puedes hacer como si nunca hubiera existido.

—Claro que puedo, y de hecho lo hago. Es fácil. ¿Quién es ese Héctor?

—Tu marido.

—Exmarido, gracias. Y gracias también por recordármelo. Te enviaré la factura del psiquiatra.

—¿Estás yendo a un psiquiatra? —preguntó Juan, atónito.

—¡Por supuesto que no! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una niñita que no sabe controlar sus sentimientos y que ha perdido el rumbo de su vida? Fue duro en su momento, pero ahora estoy bien. De hecho, es cierto que apenas pienso en él. Sólo cuando algún capullo como tú me lo recuerda.

Juan levantó las manos en señal de rendición. Desde pequeño temía las explosiones de ira de su hermana y no tenía intención de provocarla ahora, con la casa llena de gente.

—Si tú estás bien, yo también —accedió—, pero no puedes irte mañana. Apenas hemos tenido ocasión de hablar, y no me refiero al papeleo. Tranquila, yo me ocuparé de todo eso, no te preocupes. Me refiero a charlar sin más. Desde que murió mamá no hemos hecho más que atender cuestiones… desagradables. Y no has visto a los chicos. No los vas a reconocer, están enormes. Aitor me recuerda mucho a ti, es muy listo, inquisitivo, y tiene un carácter del demonio.

—¡Yo no tengo mal carácter! —protestó.

—A la vista está —zanjó él con una sonrisa vencedora—. Quédate un par de días en casa, sólo para descansar, para que asimilemos juntos lo ocurrido. Ya nos ocuparemos de la ropa; esto es un pueblo, pero también tenemos tiendas de bragas.

Se imaginó a sí misma paseando por las calles de Biescas, respondiendo educada a los saludos de la gente, aceptando nuevos pésames y condolencias de compromiso, repartiendo sonrisas corteses y breves cabeceos, jugando con sus sobrinos, intentando hablar con ellos de forma que la entendieran, o ayudando a su cuñada y a su hermano a poner y quitar la mesa. La sola idea le provocó un escalofrío.

—De acuerdo —accedió, sin embargo—. Me quedaré un día más. Me vendrá bien desconectar y ver a esos engendros del diablo.

—No llames así a tus sobrinos, y menos delante de Paula. Ella no acaba de entender tu sentido del humor.

—Ni ella, ni nadie —se lamentó.

Terminaron de subir las escaleras y su hermano se despidió con un beso delante de su habitación. Calculó que podría pasar un par de horas a solas, hasta que todo el mundo se fuera y el salón y la cocina volvieran a estar como una patena. Juan y Paula se ocuparían de eso, estaba segura.

Entró, cerró la puerta y empezó a arrepentirse de haber cedido con tanta facilidad. Tenía muchas cosas que hacer, casos pendientes, declaraciones en el juzgado, testificales que repasar… Mañana pensaría una excusa para irse por la tarde.

Se quitó los zapatos y se tumbó vestida sobre la cama. No tenía intención de dormirse, pero un cansancio inesperado se apoderó de su cuerpo y la dejó clavada sobre la colcha, sin fuerzas ni para meterse debajo del edredón.

Se rindió, cerró los ojos y le tendió la mano a su madre, que la esperaba detrás de sus párpados, sonriente, con su pelo castaño cayéndole sobre los hombros, como antes de que el cáncer y la quimio hicieran estragos en su organismo.

Sonrió al sentir en su mano la fina piel de su madre, respiró despacio y se dejó ir.

3

 

 

 

 

 

El día siguiente amaneció frío y despejado, brillante, absolutamente inadecuado en una jornada de duelo como la que estaba viviendo, en la que las emociones le arañaban la piel y las lágrimas amenazaban en todo momento con hacer acto de presencia.

No recordaba la última vez que alguien la había visto llorar. Ni cuando estalló el escándalo de Héctor dejó entrever en ningún momento su dolor, su frustración, su furia, el miedo a que la arrastrara aquella ola de mierda que acabó con los huesos de su marido en la cárcel y con su foto en todos los periódicos e informativos. Ella logró mantenerse al margen y apenas fue mencionada en un par de ocasiones por los medios más sensacionalistas, pero, aun así, la vergüenza propia y la suspicacia, real o imaginada, que creía ver en los ojos de sus compañeros la hundió en un pozo de ignominia y humillación del que hacía poco que había empezado a sacar la cabeza.

Y ahora, esto…

La casa de su hermano seguía sumida en el sueño cuando salió a la calle. Aún no había amanecido y el sol era apenas una promesa, pero llevaba horas despierta y había empezado a notar cada arruga de la sábana, cada protuberancia en el colchón.

Su sombra se fue haciendo más patente conforme regresaba a la casa de su madre. A su casa, en realidad. Marcela había nacido allí y vivió entre esas cuatro gruesas paredes hasta que se marchó a Ávila, a la Academia de Policía, con veintitrés años, nada más terminar la carrera de Psicología. Es cierto que mientras estuvo en la universidad de Zaragoza no vivía propiamente en aquella casa, pero Biescas seguía siendo su punto de referencia, el lugar al que regresaba casi cada fin de semana, al que se refería cuando anunciaba que volvía a casa.

Todo cambió cuando llegó a Ávila. La distancia, la exigencia de la preparación, los nuevos colegas, aficiones recién descubiertas… Luego vinieron las prácticas, el primer destino, y el segundo, siempre lejos de casa, hasta que su hogar sólo fue un ente indefinido, indeterminado, difuso en la memoria, una casa vieja con una mujer mayor y un hermano sonriente en su interior.

La de su madre era una casa grande, esquinada, muy cerca del río Gállego. Recordaba que, siendo niña, se dormía en verano con la ventana abierta para poder escuchar el murmullo del agua golpeando contra los guijarros de la orilla.

La enorme fachada de piedra estaba horadada por dos enormes balcones de madera, uno en cada planta, perfectamente ubicados en el centro exacto sobre la gran puerta ovalada; la segunda fachada encaraba la carretera que llevaba al río. En ella, una hilera de tres ventanas por piso y un pequeño balcón en la esquina contrarrestaban la dureza de la mole grisácea.

Se detuvo en la acera de enfrente y contempló el pétreo y consistente edificio. Era consciente de que estaba vacía, por supuesto. Nunca había sido una mujer fantasiosa ni creía en los milagros ni en los espíritus. Allí dentro no había nadie y, sin embargo, habría jurado que el visillo de una de las ventanas se acababa de mover, como cuando volvía de Zaragoza y su madre esperaba tras el cristal a que se bajara del autobús para salir a recibirla. Antes incluso de que consiguiera sacar las llaves del bolso, su madre estaba en la puerta, sonriente y lista para plantarle dos sonoros y apretados besos en las mejillas.

Hoy no habría ruido de cerrajas, ni besos, ni pellizcos en la cintura para comprobar si había adelgazado desde la última vez, ni alegres exclamaciones, ni «dame la maleta, anda, que pareces cansada; te he preparado una cena capaz de resucitar a un muerto».

Abrió la puerta con una sola vuelta de la llave. Con las prisas de la noche anterior nadie se había acordado de asegurar la entrada. Este era un pueblo tranquilo, pero, aun así, bien sabía ella que la maldad y la violencia podían aparecer incluso en los lugares más recónditos, bucólicos y supuestamente pacíficos.

Entró, cerró la puerta a su espalda y respiró en la oscuridad.

Se quedó en el vestíbulo, tan congelada como aquellos muros. Giró sobre sí misma en el recibidor de la casa vacía, observó las paredes llenas de fotos y los bodegones de flores que a su madre tanto le gustaban. Intentó dar un paso adelante, pero no pudo. Era como profanar un cadáver. La casa estaba muerta. Su madre era el corazón de ese lugar, y había dejado de latir. Allí no había nada que ver ni que sentir, salvo dolor, y de eso tenía más que suficiente.

Abrió de nuevo la puerta, salió a la luminosa mañana y se encendió un pitillo. La calle ya era un hervidero de personas que iban y venían, niños camino del colegio, señoras con el carro de la compra y jubilados que balanceaban el bastón dispuestos a vigilar un día más el cauce del río. El agua nunca era la misma, como el aire que respiraban.

También en casa de su hermano estaban todos levantados. Sus sobrinos no irían hoy a clase. Sus padres habían decidido tomarse las cosas con calma y disfrutar de un día en familia para hablar de lo sucedido. Por las explicaciones de Juan, Marcela dedujo que, básicamente, no les iba a quedar más remedio que desdecirse y rectificar todas las pequeñas mentiras piadosas que les habían contado desde pequeños cada vez que la muerte salía a relucir.

—Vais a quedar como unos mentirosos, lo sabes, ¿no?

—No, si se lo explicamos bien —se defendió su hermano.

—No hay forma de evitar el dolor. La abuela ya no está, ahora ocupa un agujero en el cementerio. No volverán a verla, ni ahora, ni nunca.

—Les hablaremos del cielo…

—… ¿y del infierno?

—Qué graciosa eres. Se trata de minimizar el dolor en lo posible, sin más. Sólo son niños…

—Vamos, Juan, sabes tan bien como yo que mamá nunca habría aceptado los paños calientes que les queréis aplicar. Ella les contaría la verdad, y punto. No tienes por qué regodearte en la parte macabra, pero tampoco mentir.

—Si tú lo dices…

—La muerte es parte de la vida.

—El final —replicó él.

—Sí, pero ineludible. No les mientas. Ahora, o dentro de unos años, vais a quedar fatal, y vuestras mentiras de hoy no les evitarán el dolor de mañana. Al revés, lo multiplicará, porque no estarán preparados. Les hacéis vivir en el país de las hadas y los superhéroes hasta que la magia se desvanece de golpe y llega la cruda vida real. —Bajó un poco la voz, consciente de la presencia de su cuñada en la habitación—. Y, por favor, no los animéis a que pongan el nombre de mamá a una estrella y le hablen cuando la echen de menos…

La rápida mirada que Juan le echó a Paula y la boca abierta de ella le dejó bien claro que esa idea no sólo se les había pasado por la cabeza, sino que formaba parte del plan.

—Vamos a desayunar —propuso su hermano para cambiar de tema. Los tres chicos llevaban un rato armando jaleo en la cocina, excitados ante la idea de no ir a clase.

—Me han llamado de Jefatura —mintió. No quería seguir allí ni un minuto más. Empezaba a sentirse incómoda de verdad—. Tengo que marcharme.

—¿Ahora?

—Cuanto antes, sí.

—Eso no era en lo que habíamos quedado.

—Lo sé, pero al comisario mis planes le importan una mierda. Incluso el hecho de que no haga ni veinticuatro horas que enterré a mi madre se la trae al pairo.

—Eres funcionaria, tienes unos derechos, un sindicato…

—Sí, eso está muy bien sobre el papel, pero cuando ocurre algo gordo no hay horario, ni festivos, ni permisos, ni nada de nada. Sólo la obligación de acudir, y punto. Lo siento mucho —añadió ante la mirada compungida de su hermano. Para su sorpresa, no se sentía mal por mentirle, sino aliviada ante la puerta de escape que se había abierto inesperadamente ante ella y que pensaba cruzar a toda velocidad—. Te prometo que vendré el primer fin de semana que tenga libre.

Se llevó los dedos índices cruzados a los labios, como cuando eran niños, y logró exprimir una sonrisa de su circunspecto hermano. Qué poco quedaba en él del niño que la seguía como un perrillo faldero y al que hacía cosquillas hasta que le dolía la tripa de reírse. Tampoco él encontraría mucho en ella de la niña que fue, pensó. En el capítulo de las decepciones estaban empatados.

Desayunó con sus sobrinos, bromeó con ellos y respondió como pudo al interrogatorio del pequeño Aitor, que sin duda apuntaba maneras de policía, como le había advertido Juan.

Poco después de las once de la mañana, se despidió con un abrazo de su hermano y de su cuñada, les dio una pequeña propina a sus sobrinos con la consigna de que se la gastaran íntegramente en chucherías y puso rumbo a Pamplona.

No le dijo adiós a su madre. A ella no la dejaba atrás, la llevaba consigo ahora, y así sería siempre desde ese momento.

4

 

 

 

 

 

Abrió mucho la boca para aflojar la pinza de la mandíbula. No se había dado cuenta de que llevaba todo el camino apretando los dientes y dos horas después, mientras aparcaba en la zona reservada frente a la comisaría, el dolor le llegaba hasta el oído.

Era la una del mediodía. En lugar de entrar en la Jefatura, giró a la izquierda y caminó en busca de un bar lo bastante alejado como para garantizar que no habría ningún uniforme dentro. Eligió un garito de luces anaranjadas inmerso en un anochecer eterno. Aparte de la camarera, una anodina cincuentona de generosos pechos y pelo de un negro imposible, el resto de los allí reunidos se situaba en la indefinida franja que va de los veinte a los treinta. Perfecto. A esa edad no les interesa nada ni nadie que no fueran ellos mismos y su mundo, lo que le aseguraba la tranquilidad que necesitaba.

Pidió un café y un Jägermeister. La camarera le preguntó si lo prefería con hielo o en un vaso de chupito congelado. Lo segundo, respondió ella. Un minuto después tenía ante sí tres dedos de líquido ambarino ondulándose con la cadencia del paso de la mujer y una taza humeante de café solo. No dudó ni un instante por dónde empezar. Dos tragos después, la bebida alemana era historia. Exhaló despacio el aire caliente de sus pulmones, templándose de paso la boca y el cerebro, y cogió la tacita blanca.

Llevaba un par de horas sin pensar en su madre, pero de pronto, sin previo aviso ni venir a cuento, su imagen empezó a perseguirla sin tregua en el fondo de su cabeza. Su madre en Navidad, su madre comprándole un abrigo, su madre regando las plantas, su madre enseñándole a planchar, su madre regañándola por llegar tarde a casa, su madre haciéndole una trenza en el pelo… No importaba que abriera o cerrara los ojos; el rostro de su madre seguía allí, amable y sonriente, en la luz y en las sombras.

Dejó la taza vacía en el mostrador y pidió otro Jäger y un bocadillo de lo que fuera que estuviera caliente. Le castañeteaban los huesos. Sólido y líquido la templaron por dentro incluso más que el café, pero no consiguieron despejarle la cabeza ni espantar las ideas irracionales y las visiones indeseadas.

Se odiaba a sí misma por haber huido de Biescas. Quizá debería haberse quedado un par de días con su hermano, con la única familia que le quedaba aparte de una retahíla de primos a los que a duras penas reconocería si se los cruzara por la calle. Sin embargo, necesitaba poner tierra de por medio y empezar a restañar las heridas del único modo que le funcionaba: sola, en privado, sin demostraciones públicas de pesar, lágrimas en la almohada ni llamadas a horas intempestivas. El alcohol era un estupendo antiséptico para el alma, y el dolor del día siguiente, tanto el real como el del espíritu, se arreglaba con un par de ibuprofenos.

Pero lo que de verdad necesitaba era volver a casa; no a Pamplona, al piso que alquiló cuando se divorció de Héctor, sino a su casa de verdad, a Zugarramurdi, el lugar en el que intentaba unir los pedazos en los que se había convertido su vida y donde se refugiaba en cuanto tenía un día libre. Se hizo con aquella pequeña casona hacía algo más de tres años en un absurdo arrebato del que pensó que se arrepentiría en el acto y que, sin embargo, pronto se convirtió en el mayor acierto de su vida. Planta baja, primer piso y buhardilla en apenas setenta metros cuadrados de planta; un jardín trasero de buen tamaño y el verde infinito desde las ventanas. Paredes blancas, vigas de madera en el techo y una enorme chimenea en el salón. A pesar de su aspecto rústico, la casa había sido reformada a conciencia. Baños, cocina, calefacción, suelos de madera radiante, cristal aislante en las ventanas y el tejado recién renovado. El paraíso hecho realidad.

Por dentro, la casa todavía no era gran cosa, tenía los muebles justos y le faltaban enseres que iba comprando cuando los echaba en falta. Aunque poco a poco iba insuflando entre esas cuatro paredes parte de su propia esencia, el pueblo y todo lo que lo rodeaba, incluidas sus célebres cuevas y las leyendas que las llenaban de turistas cada verano, le proporcionaban tal paz, tal bienestar y sosiego que alejarse de allí durante demasiado tiempo le provocaba una sensación parecida al síndrome de abstinencia. Lo que daría por estar ahora mismo allí, en lugar de bebiendo sola en un bar, oliendo al limón del friegasuelos y a los posos requemados del café.

Estaba cansada, agotada física y mentalmente después de tres días dolorosos y estresantes. Todavía no era tarde, aún estaba a tiempo de recuperar su coche y poner rumbo al norte.

En la calle la saludó la tarde oscurecida y un viento cortante. La cafeína, el alcohol y la comida le habían levantado el ánimo y alejado un par de pasos a los fantasmas. Se sentía mejor. No se marcharía, al menos no hoy. Necesitaba ocupar el cuerpo y la mente. Ya se lamería las heridas en otro momento.

Como si le hubiera leído el pensamiento, el móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Sonrió al reconocer el número.

—Pieldelobo —respondió.

—¿Cuándo vuelves? —preguntó sin más su interlocutor—. Tenemos follón.

—Dos minutos.

Y colgó.

5

 

 

 

 

 

—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —Marcela señaló con la cabeza hacia el fondo del barranco, donde el equipo de la policía científica había colocado sus focos, lonas protectoras y mesas metálicas. El habitual circo forense de tres pistas, desplegado en precario sobre una pronunciada pendiente. Desde donde estaba podía ver que al menos cuatro de los agentes llevaban el culo o las rodillas de sus monos blancos manchados de tierra.

—No estamos seguros —respondió el subinspector Bonachera—. Han dado el aviso a primera hora de esta tarde, pero puede llevar ahí días. Lo encontró un vecino al que se le escapó el perro y andaba buscándolo. El animal husmeó el coche y se acercó a curiosear. Luego llegó el dueño y dio aviso.

—Pero esto es un accidente. ¿Nos han degradado en los tres días que he faltado? ¿Qué has hecho, Miguel?

El subinspector levantó las manos y fingió una cara inocente incapaz de disimular la picardía que encerraban sus ojos.

—Nada, te lo juro.

—Eres un mal bicho, no me fío de ti.

A pesar de sus palabras, Bonachera le caía bien. Era el compañero que más le había durado.

Llevaban casi dos años juntos y todavía no habían tenido ningún enfrentamiento serio, nada que no se pudiera arreglar en la barra de un bar.

A sus treinta y dos años, Miguel Bonachera era un hombre ambicioso pero legal. Superaba el metro ochenta y pasaba al menos dos horas al día en el gimnasio y otras dos pegado a un libro. Marcela le había visto leer prácticamente de todo, desde tratados de criminalística a ensayos económicos, pasando por ficción de todo tipo, biografías y estudios variopintos. Un día le descubrió con el Antiguo Testamento entre las manos.

—La religión ha provocado más muertes que cualquier enfermedad infecciosa —argumentó el subinspector—. Ninguna de las guerras que puedas recordar ha causado tantas bajas como las atrocidades que se han cometido en nombre de cualquier dios en cualquier época de la historia, incluso ahora. Sólo intento averiguar por qué.

—Estás como una cabra —bromeó Marcela.

—Soy un estudioso de la muerte —replicó él—, de sus causas y de sus ejecutores. Si un día nos cruzamos con un fanático religioso reconvertido en asesino en serie, me lo agradecerás.

Bonachera comprendió pronto que lo mejor era no discutir con la inspectora, dejarla hacer a su aire y no responder a sus exabruptos. Era una buena policía, de las mejores que había conocido, aunque el cumplimiento de las normas no fuera su fuerte y estuviera en todo momento en el punto de mira de sus superiores. Eso lo colocaba a él también bajo constante sospecha, pero la sombra de Pieldelobo era alargada y ocultaba por sí sola las meteduras de pata de todos los que la rodeaban.

—Vamos —insistió el subinspector—. Los de la científica han dicho que ya podemos pasar.

Bajaron por la pronunciada pendiente agarrándose a los arbustos y apoyando las manos en la tierra húmeda. Más tierra húmeda, pensó Marcela. La sintió en la palma, como la que sostuvo el día anterior en el cementerio de Biescas. Tragó saliva, sacudió la cabeza y apretó los dientes. No era momento de debilidades.

El coche, un Renault Clio blanco, presentaba las abolladuras habituales en un vuelco. Techo hundido, eje delantero desplazado y uno de los laterales bastante deformado. La puerta del conductor estaba abierta y no había nadie al volante. Miró a su alrededor. Varios agentes batían el terreno ayudados por linternas.

—¿Y el conductor? —preguntó Marcela.

—Ni rastro.

—Estaría herido y ha conseguido salir. No andará muy lejos.

—Llevan horas buscando, y nada —le aseguró Bonachera—. Lo que sí han encontrado son vestigios de sangre que suben hasta la carretera.

—Ahí lo tienes.

—Marcas de arrastre, no salpicaduras propias de quien camina cubierto de heridas.

El subinspector señaló hacia un estrecho sendero delimitado por banderitas blancas.

—Y en el asfalto —continuó—, desde varios kilómetros atrás hay señales de frenadas y acelerones, trozos de cristal y el retrovisor que le falta al coche.

—A este desgraciado lo sacaron de la carretera.

—Eso cree la Reinona.

Marcela se giró para comprobar dónde estaba el jefe de la Brigada Científica. Por suerte, Saúl Domínguez, alias la Reinona, estaba a varios metros de distancia, concentrado en sus asuntos. El inspector tenía fama de organizar su departamento con mano de hierro y de mirar a sus subalternos por encima del hombro, con la barbilla levantada y el desdén grabado a fuego en los ojos. Otro mal bicho, pero este malo de verdad. Llevaba cinco años en Pamplona, y casi desde el principio un agente graciosillo le puso el mote y con él se quedó, aunque nadie había tenido nunca el valor necesario para decírselo a la cara. Sus casi dos metros de altura y la envergadura de sus hombros disuadían por sí solos de cualquier conato de broma a su costa.

A pesar de todo, tenía que reconocer que Domínguez era un investigador concienzudo e imaginativo, con el olfato de un sabueso y los conocimientos del científico que era. Tenaz hasta rozar la cabezonería, Marcela no sabía de nadie a quien le cayera bien, aunque tampoco ella era santa de la devoción de la mayoría, así que en ese aspecto estaban empatados. Eso sí, si podía evitarlo, prefería que su camino no se cruzara con el de la Reinona. No sólo era un mal bicho, sino que además era un hombre rencoroso y vengativo. El último subinspector que tuvo la osadía de cuestionar sus decisiones pidió el traslado después de un año aguantando las constantes humillaciones y los estúpidos cometidos que Domínguez le encomendaba. Definitivamente, era mucho mejor mantener la distancia.

Giró alrededor del coche. En el maletero, abierto de par en par, algo le llamó la atención: un cochecito infantil y una pequeña maleta de vivos colores. Al fondo, una bolsa de deporte que apenas abultaba. Se volvió con rapidez hacia el subinspector.

—¿Sólo hay un rastro de sangre? —preguntó.

—Sí, sólo uno. Y sólo hay sangre en el asiento del conductor y en la zona más cercana. Nada en el asiento del copiloto o en los traseros. Todo parece indicar que el conductor viajaba solo.

—Una suerte.

—Supongo que sí.

Marcela completó la vuelta al perímetro del coche. Su mente recreó el vuelco, al conductor, aturdido, saliendo del vehículo, arrastrándose hasta la carretera, y luego…

—¿Dónde termina el rastro de sangre? —quiso saber. Iluminó el sendero de banderitas con su propia linterna. Llegaban hasta la cuneta.

—En mitad de la carretera, ahí mismo, y luego ni una gota más.

—Se subió a un coche. O lo subieron. Quizá quien provocó el accidente lo esperaba arriba.

—Pues a un hospital no lo han llevado; hemos llamado a todos, públicos y privados. No hemos encontrado documentos personales de ningún tipo —continuó Bonachera—. Sólo el equipaje del maletero, una bolsa con ropa de mujer y la maleta con equipamiento infantil, pero ninguna identificación.

—¿A nombre de quién está el coche?

—Pertenece a una agencia de alquiler de vehículos.

—Llámalos —ordenó Marcela.

—Ya está. Pronto nos darán el dato.

—¿Hace cuánto que lo has pedido?

—Diez minutos, todavía no les ha dado tiempo ni a encender el ordenador. Tranquila, estoy al tanto.

—Estoy tranquila —le cortó. Luego sacó un cigarrillo y lo prendió, girándose para proteger la lumbre del viento con su cuerpo.

—¡Pieldelobo! —gritó alguien detrás de ella. Se giró y encontró la cara rubicunda de la Reinona a un metro de la suya. No entendía cómo ese corpachón podía moverse con tanto sigilo—. Ojo con las colillas. No quiero perder el tiempo con nada que no pertenezca a la escena.

Marcela levantó una mano para hacerle entender que lo había entendido y le dio la espalda. Le oyó farfullar frases sin sentido, aunque captó las palabras «incompetente» y «creída de mierda».

Arrieros somos, pensó ella. Apuró el cigarro, lo apagó en el suelo, recogió la colilla y la guardó en el plástico del paquete de tabaco, que hundió después en el fondo del bolsillo del pantalón.

—Capullo —murmuró Bonachera.

Marcela sonrió y asintió con la cabeza. Le gustaba que el subinspector le leyera el pensamiento.

Aunque apenas eran las seis de la tarde, la oscuridad había aplastado las sombras y les resultaba difícil distinguir el camino por el que habían bajado o cualquier otro acceso por el que regresar a la carretera.

—¡Reyes! —gritó Bonachera al agente que les había saludado en el arcén a su llegada—. Ilumina aquí, por favor, que no quiero merendar hierba.

El joven hizo lo que le pedían y enfocó hacia ellos, que treparon hasta el asfalto entre imprecaciones y resuellos.

—Comprueba si ha llegado el correo —pidió Marcela cuando estuvieron en tierra firme.

El subinspector estaba a punto de hacer una broma sobre la impaciencia de la inspectora, pero un rápido vistazo a su rostro le hizo desistir de cualquier comentario.

—¿Estás bien? —le preguntó, en cambio, mientras abría el correo en el móvil—. Te veo… gris.

—¿Gris?

—Sí, apagada, ya sabes…

—Gris. —Se retiró el pelo de los ojos. El viento soplaba de espaldas y la melena castaña se le alborotaba en la cara—. Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero gris… Aunque supongo que es una buena definición —bufó resignada—. ¿Ha llegado?

Bonachera paseó el dedo índice por la pantalla iluminada hasta dar con lo que buscaba.

—Lo tengo —exclamó. Pulsó, esperó y volvió a acariciar la pantalla despacio—. Aquí está. El coche se alquiló a nombre de una empresa con sede en Pamplona, AS Corporación. No tienen un nombre particular, sólo el de la firma. Y antes de que lo digas, ahora no habrá nadie allí, así que es inútil que vayamos.

—Iremos mañana. ¿Adjunta dirección y teléfono?

—Sí —respondió Bonachera.

—Pásamelos y en marcha.

Se dirigió con paso resuelto hacia el coche del subinspector. Ella ya había conducido suficiente por hoy.

Necesitaba algo que hacer hasta el día siguiente. La Reinona era muchas cosas, pero también lo tenía por un policía eficaz. Seguro que dejaba algún informe preliminar listo antes de irse a casa y ella podría hacerse una primera composición de lo que había pasado en aquella carretera.

 

 

Se equivocó. En esta ocasión, el inspector Saúl Domínguez se marchó sin haber escrito ni una sola línea en el ordenador, al menos no en las carpetas compartidas con el resto de los departamentos. Nada, ni una palabra. Qué hijo de puta, pensó Marcela. La conocía a la perfección, sabía que era impaciente y que prefería quedarse hasta la madrugada leyendo informes que irse a casa con una duda. Una pregunta, una respuesta. Siempre. Lo había hecho a propósito. Seguro que existía un informe preliminar, pero el muy cabrón lo había guardado en su ordenador, protegido con contraseña, para que ella se mordiera las uñas durante toda la noche.

Este arriero la iba a encontrar antes de lo que pensaba.

Golpeó las teclas del ordenador hasta que lo apagó y cogió el abrigo del perchero. Tiró de él con tanta fuerza que a punto estuvo de derribarlo. No había terminado de abrocharse la cremallera cuando Bonachera apareció en el quicio de su puerta.

—¿Una cerveza? —preguntó simplemente.

—Que sean dos.

Caminaron en silencio en medio de la noche. No necesitaban hablar para coordinar sus pasos y su destino. Con el cuello del abrigo subido hasta las orejas y las manos hundidas en los bolsillos, avanzaron raudos por las calles peatonales, convirtiendo con sus pisadas en monigotes bailarines las sombras que las farolas dibujaban sobre los charcos.

El bar Hole era justo lo que su nombre en inglés anunciaba, un agujero, un sótano escasamente iluminado que lo único bueno que ofrecía era el anonimato y la música. Los combinados eran como mucho pasables, primero porque el dueño compraba alcohol del barato y, segundo, porque el camarero no tenía ni idea de cómo preparar un buen trago ni estaba dispuesto a aprender. Iban clientes suficientes como para subsistir hasta el día de su jubilación. Para compensar, al menos tenía la decencia de poner rock nacional del bueno. Y, a veces, del muy bueno, como cuando entraron.

Tuvieron que imponerse a una contundente guitarra para pedir un par de cervezas. Con sus bebidas en la mano, se dirigieron a una de las mesas del fondo. Los recibió el rimero de olores que ya formaba parte del local. Madera húmeda, tabaco viejo, sudor y alcohol, mucho alcohol. Y si alguien se había dejado la puerta de los aseos abierta, meados y desinfectante con aroma a pino.

Siguieron en silencio hasta que mediaron sus botellines. Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dejaron sobre la mesa y sonrieron casi al unísono.

—Todavía no te he dado el pésame como es debido —empezó Bonachera mirándola a los ojos—. Lo siento muchísimo, de verdad.

—Gracias —respondió ella mecánicamente.

—¿Qué tal va todo? —siguió él.

—La Reinona me tiene hasta las narices —bufó Marcela.

—Ya, y a mí, pero no me refería a eso.

Marcela recuperó su cerveza, la apuró de un trago y le hizo un gesto al camarero para que les sirviera otra ronda. El barman la miró por encima de sus gafas, masculló algo ininteligible y se dio media vuelta.

—Estoy bien —dijo al fin—. Superándolo. Poco a poco, supongo.

—No te ha dado tiempo ni a hacerte a la idea.

Movió la cabeza de un lado a otro.

—Ya lo creo que me he hecho a la idea. Estuve en una casa vacía y ante una tumba ocupada. No necesito nada más para hacerme a la idea.

Una panza oronda cubierta por una camiseta negra se materializó a la altura de su cara. Arriba, la mueca del barman decía a las claras que no le gustaba lo que estaba pasando.

—No servimos en las mesas —gruñó mientras dejaba dos cervezas sobre la mesa—. La próxima vez os levantáis, como todo el mundo.

—Claro, tranquilo —respondió Bonachera con la mejor de sus sonrisas. El estruendo de una batería ahogó la respuesta del camarero, que dio media vuelta y se alejó con paso cansado.

Marcela guardó un prudente silencio. Quería seguir yendo a ese garito, aunque fuera un agujero infecto, y cabrear al camarero no era buena idea.

—Tenías derecho a una semana de permiso —continuó Miguel con la segunda cerveza ya en la mano.

—No podía quedarme. La situación era irremediable, no había nada que yo pudiera hacer para cambiar las cosas. Puedo llorar en cualquier sitio, ¿no crees? ¿O es obligatorio hacerlo en el cementerio?

—Visto así, tienes razón. ¿Y tu familia?

—Sólo tengo un hermano. Bueno, y tres sobrinos, pero son muy pequeños. Mi hermano tiene a su mujer y a los niños, no está solo.

—¿Y tú?

—Yo te tengo a ti, ¿no? —respondió con una sonrisa abatida. Levantó la cerveza y brindó con ella hacia su compañero, que la acompañó en el trago—. ¿Qué me dices de ti, cómo te va la vida?

Miguel sonrió y se encogió de hombros.

—Nada nuevo bajo el sol. Ningún cambio en las últimas setenta y dos horas —bromeó.

—Se me han hecho muy largas…