Una bala con mi nombre - Susana Rodríguez Lezaun - E-Book
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Una bala con mi nombre E-Book

Susana Rodríguez Lezaun

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Beschreibung

Zoe Bennett tiene una vida anodina y rutinaria. A sus cuarenta años, es una mujer seria, solitaria y con un pasado triste, que se refugia en su trabajo como restauradora en el prestigioso Museo de Bellas Artes de Boston. En una aburrida fiesta para conseguir donaciones conoce a Noah, un jovencísimo y atractivo camarero con el que, casi sin darse cuenta, inicia una alocada y tórrida relación. ¿Demasiado bonito para ser verdad? Eso parece. Una noche, Noah la convence para que visiten el taller de restauración cuando el museo ya ha cerrado sus puertas. Horas más tarde, la tranquilidad de su vida estalla en mil pedazos para convertirse en un peligroso torbellino de avaricia y violencia donde no podrá fiarse de nada ni de nadie y que despertará en ella unos instintos y una fuerza de voluntad desconocidos hasta entonces. "En esta oscura novela con reminiscencias de los hermanos Coen, Susana Rodríguez nos demuestra que los diamantes no son los mejores amigos de una chica. Y los buenos amantes, tampoco". Toni Hill "Un thriller adictivo y muy bien escrito. Zoe Bennett me ha robado el corazón". Juan Gómez-Jurado "Una endiablada intriga al mejor estilo americano que se lee sin aliento y de un tirón". Alicia Giménez Bartlett "Vuelve Susana Rodríguez Lezaun con un thriller endemoniadamente rápido. Seguir a Zoe Bennett te dejará sin aliento". Domingo Villar "¡Qué personaje el de Zoe! Como en las tragedias, los personajes son aplastados por fuerzas más allá de ellos. Desde el principio, se rastrea su destino y suponemos que no podrán escapar. "Una historia profundamente humana y conmovedora. ¡Bravo! Me divertí mucho leyéndola". Bernard Minier "Produce una especie de maligno placer en el lector seguir los pasos de Zoe Bennett, heredera moderna de los tipos taciturnos de Caine y de Ambler, en su inevitable camino hacia el lado oscuro". Alexis Ravelo "De la mano de una poderosa protagonista femenina este inteligente thriller se lee de un tirón y sin aliento. Un auténtico page-turner en el que la autora navarra, con su maestría literaria demostrada en su trilogía anterior, lleva al lector por donde quiere y como quiere". Pepe Rodríguez, El Placer de la Lectura "Al igual que la protagonista de la novela Zoe se enamora a primera vista, el lector se enamorará de la vertiginosa trama que Susana Rodríguez Lezaun ha escrito. Hacía tiempo que no leía una trama tan canalla y tan bien estructurada". Javier Velasco, Todo Literatura

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Una bala con mi nombre

© Susana Rodríguez Lezaun, 2019

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

Imágenes de cubierta: AlinaStock

 

ISBN: 978-84-9139-394-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

«Nadie conoce la muerte, ni siquiera si es el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males».

Platón. Apología de Sócrates

 

 

«Uno no quiere creer que detrás de una sonrisa bondadosa se esconde lo inconcebible».

Víctor del Árbol. La víspera de casi todo

 

 

«Y ahora sé lo que debo hacer: seguir respirando, porque mañana volverá a amanecer y quién sabe lo que traerá la marea».

Tom Hanks en Náufrago (Robert Zemeckis, 2000)

 

 

 

 

 

Para Ander, Egoitz, Mikel, Ibai, Julen, Asier, Carlos, Nacho, Patricia, Graciela y Abraham.

Siempre sonrío cuando os veo, y eso es impagable

 

Para Eva e Iker, ahora y siempre

 

Para Santos, una vez más, y las que haga falta

Prólogo

 

 

 

 

 

Hace frío.

Hace frío y tengo miedo.

Noah flota a mi lado, no sé si muerto o inconsciente, y yo concentro las pocas fuerzas que me quedan en la punta de mis dedos, con las que me agarro a una rama medio podrida mientras intento que la corriente del río no nos arrastre a ninguno de los dos.

Vigilo que la cabeza de Noah permanezca fuera del agua, pero es difícil. Apenas puedo mantenerme a flote yo misma. Y a pesar de todo, tengo que reconocer que hemos tenido suerte. El coche en el que huíamos voló como una flecha en dirección al río, pero afortunadamente cayó sobre un arenal poco profundo y pude salir. Antes de alejarme del vehículo con Noah a rastras me aseguré de romper todas las bombillas de los faros, que parpadeaban como furiosas luciérnagas en mitad de la noche. Teníamos que ser invisibles si queríamos sobrevivir. Era posible que, a pesar de todo, haber caído al río nos acabara de salvar la vida.

No tengo ni idea de dónde estamos. Noah conducía como un loco, con los ojos desorbitados y una mueca aterrorizada en la cara. No me atrevía a preguntar adónde íbamos. Estaban a punto de darnos caza, así que era más que probable que muy pronto nos convirtiéramos en dos fríos cadáveres. La curva era muy cerrada y Noah iba demasiado rápido como para trazarla correctamente, así que el coche siguió recto, voló durante unos segundos eternos y aterrizó sobre el agua.

Lo más curioso de todo es que ninguno de los dos gritó mientras nos dirigíamos hacia lo que ambos suponíamos que sería nuestro fin. Recuerdo que miré a Noah, que seguía aferrando el volante como si todavía tuviera algún tipo de control sobre él. Tenía los labios separados, pero no decía nada. Los ojos fijos en el espacio abierto ante nosotros. No me miró ni habló, ni siquiera la breve oración que murmuran los condenados.

Por instinto, clavé los pies en el suelo y me agarré con fuerza a ambos lados de mi asiento. Una eternidad después nos rodeó el estruendo del agua al chocar con la chapa del coche. Me golpeé la cabeza contra la ventanilla, pero no llegué a perder el conocimiento. Noah, sin embargo, recibió un fuerte impacto contra el volante y yacía inmóvil sobre su asiento, en un incómodo escorzo sustentado por el cinturón de seguridad.

Esperé. Había oído que hay que esperar hasta que el coche se llene de agua antes de intentar abrir las puertas. Llamé a Noah, le grité, pero no se movió. El agua helada nos empezó a cubrir las piernas, pero se detuvo antes de llegar a las rodillas. Seguía viendo el cielo a través de los cristales. No nos estábamos hundiendo.

Esa podía ser una situación pasajera, así que me liberé del cinturón de seguridad y solté también el de Noah, que cayó aparatosamente hacia un lado. Lo apoyé contra la puerta y abrí la mía. Tuve que empujar con fuerza, pero conseguí separarla lo suficiente para salir. Con el agua hasta la cintura, rodeé el coche y saqué a Noah, que se desplomó como un fardo. Era una noche cerrada y no conseguía distinguir la orilla; la lógica me decía que, si habíamos volado en línea recta, debía seguir la trayectoria del coche.

Arrastré a Noah hasta que topé con unos matorrales y una diminuta lengua de arena y guijarros. No sabía si nuestro perseguidor habría pasado ya por allí y si el coche sería visible desde la carretera. Con los faros enmudecidos, la oscuridad volvía a ser la reina del lugar.

Desde entonces estoy aquí, esperando.

Espero a la muerte, y suplico para que sea rápida. Son ya demasiadas las heridas que jalonan mi cuerpo. Sólo quiero acabar. De hecho, estoy tentada de soltar las ramas y dejarme arrastrar por la corriente, pero morir ahogada se me antoja una forma espeluznante de abandonar este mundo.

Espero la paz. Pensé que podría, que por una vez sería más lista que ellos, más rápida que mis competidores y que el trofeo sería sólo mío. Mis ridículas ansias de aventura, de sentirme viva por primera vez desde que puedo recordar, es lo que me ha traído hasta aquí. Sólo quería unos dedos acariciándome la piel, una boca besándome con deleite, un hombre joven y atractivo bebiendo los vientos por mí. Quería una fortuna que me hiciera sonreír cada mañana, que me permitiera cruzar y descruzar las piernas despacio sobre la tumbona de una playa. Me siento imbécil. Voy a morir sintiéndome una estúpida. Creo que no hay nada peor que eso. Morir por una estupidez.

Pero también espero sobrevivir, salir de aquí, partirle la cara a Noah y correr hasta la primera comisaría que encuentre para entregarme y explicar lo que ha ocurrido desde el principio.

 

1

 

 

 

 

 

Me gusta mirarme en el espejo cuando todavía está cubierto de vaho. Difumina las facciones y me permite creer durante unos minutos que el tiempo no ha pasado, que detrás del vapor se esconde una Zoe Bennett de veinte años, treinta como mucho, en lugar de la cuarentona que acaba de salir de la ducha. Suelo cepillarme el pelo y extenderme la crema corporal antes de desempañar el espejo. Cuando lo hago, descubro una piel que empieza a marchitarse, unos ojos hastiados y una boca que apenas recuerda cómo se dibuja una sonrisa. Sé que no estoy mal para mi edad; me esfuerzo por conservarme en buena forma, pero distingo perfectamente las muescas que el tiempo va grabando en mí.

Me divorcié hace casi quince años, después de un breve y aburrido matrimonio con mi novio del instituto. Recuerdo estar de pie junto a él, frente al altar, y rogar a voz en grito en mi alma para que John tuviera el valor de responder «no» a la pregunta del pastor. Pero dijo «sí», y yo hice lo mismo, y nos embarcamos en una convivencia confusa en la que, en realidad, ninguno de los dos queríamos estar. No hubo niños y vivíamos de alquiler, así que la separación fue rápida y aséptica. No nos hemos vuelto a ver desde entonces, y lo cierto es que John acude a mi memoria en contadísimas ocasiones. Ni siquiera conservo su apellido. Es como un libro que has leído, que sabes que lo has leído, pero que no recuerdas exactamente de qué va.

Soy restauradora en el Museo de Bellas Artes de Boston, especializada en pintura renacentista. Me encanta mi trabajo. Me considero una humanista convencida, educada desde pequeña para buscar la belleza en todo aquello que me rodea. Por eso elegí esta carrera. Y para borrar la fealdad y el vacío con el que conviví durante los primeros años de mi vida, un periodo breve, más incluso que mi matrimonio fallido, pero que me temo que ha dejado una huella en mí más profunda de lo que yo misma imaginaba.

Me gusta pensar que soy algo así como la neurocirujana de algunas de las obras de arte más valiosas del mundo. Vigilo su estado con ojo de halcón, las cuido con esmero y, cuando enferman, las traslado hasta mi clínica privada, donde pongo toda mi sabiduría y experiencia al servicio de las tablas y los lienzos lastimados por los elementos o los seres humanos. Mi trabajo me hace feliz, y convierte en aún más miserable el resto de mi vida.

Era viernes por la noche, y el museo había organizado una fiesta en honor a los benefactores que sustentan la institución. Como responsable del área de restauración mi presencia era obligada, como bien me recordó el director esa misma mañana.

—Puedes traer un acompañante —me dijo de pasada.

Sabe perfectamente que no tengo pareja, así que no sé si lo había olvidado o si disfruta humillándome.

—Lo tendré en cuenta, muy amable —respondí con toda la dignidad que fui capaz de reunir en tan poco tiempo—. De todos modos, no me quedaré mucho rato, tengo planes para el sábado y no quiero estar demasiado cansada.

Era mentira, por supuesto, y creo que él lo supo al instante.

—Ya sabes cómo van estas cosas, Zoe. Tienes que estar disponible para que nuestros benefactores charlen contigo de manera distendida y tú les hables del fantástico trabajo que hacemos aquí. No puedes marcharte a la media hora de llegar, no eres una simple invitada. Eres una anfitriona.

Tenía sus ojos clavados en mi cara mientras hablaba, buscando quizá un resquicio por el que ahondar en su crítica, o simplemente observando de cerca las arruguitas de mis párpados. En cualquier caso, me limité a contestar con un escueto «por supuesto, Gideon, no te preocupes» antes de dar media vuelta y dirigirme de nuevo hacia mi taller.

Desempañé el espejo del baño y comencé el lento ritual de maquillarme y peinarme. No es algo que hiciera con frecuencia, ya que mi vida social era bastante limitada, pero en este caso habría preferido quedarme en casa. Me maquillé con cuidado, perfilé con sombra oscura mis ojos azules y marqué los pómulos con un generoso brochazo de colorete. Me recogí el pelo en un moño informal, con algunos rizos sueltos aquí y allá, y observé el resultado en el espejo. Decidí que no estaba mal del todo.

Me había comprado un sugerente vestido de noche plateado, con un generoso escote delantero y otro aún más atrevido en la espalda. Completé el conjunto con unos zapatos de tacón altísimo, un echarpe negro y un diminuto bolso del mismo color en el que tuve que embutir el móvil, las llaves y unos cuantos billetes.

Vaporicé frente a mí el carísimo perfume que nunca tenía ocasión de ponerme y atravesé la fragante nube muy despacio, permitiendo que las gotitas se depositaran sobre mi cuerpo.

 

 

La planta noble del museo bullía de gente cuando me bajé del taxi y me dirigí hacia la entrada principal. Llegaba con treinta minutos de retraso sobre la hora oficial de inicio de la fiesta. Por nada del mundo quería ser la primera en entrar y verme obligada a deambular sola por un salón vacío.

La empresa contratada para organizar la fiesta se había esmerado en los detalles. Habían dispuesto varias mesas alargadas cubiertas de gruesos manteles rojos en diversos puntos del enorme espacio, de modo que no entorpecieran el paso de las personas y aquellos que lo desearan pudieran acercarse a las obras de arte que allí se exponían. Gideon había ordenado que algunas de las obras más destacadas de nuestra colección de Claude Monet se instalaran sobre caballetes de madera alrededor del salón. El impresionismo no es mi etapa favorita del arte, pero tengo que reconocer que esos óleos tienen la capacidad de atraer y atrapar mi mirada, que se suele quedar perdida en las pinceladas cortas, rápidas y furiosas del francés. En mi opinión, Monet fue demasiado prolífico y se acomodó en unos pocos temas. Me aburre tanto nenúfar, pero sus cielos, sobre todo los de invierno, me apaciguan el corazón, normalmente tan rápido y furioso como su pincel. En cualquier caso, la elección de la decoración había sido muy acertada. El común de los mortales se sentía muy dichoso al ver tan de cerca la obra de un artista de renombre, con independencia de su valor, y los invitados lanzaban indisimuladas exclamaciones aprobatorias al descubrir los Monet repartidos por todo el salón y se hacían fotos junto a los cuadros. Sin embargo, mi alma de conservadora no podía evitar estremecerse cuando toda esa gente acercaba sus manos al lienzo para palpar la pintura con la yema de los dedos o para rozar la madera del marco. ¡Por Dios! Respiraban tan cerca que podrían derretir el óleo con el calor de su aliento. ¿Por qué no guardaban las distancias? ¿Por qué Gideon, maldita sea, no había colocado un cordón de seguridad? Todo fuera por los ceros de sus chequeras…

Los vestidos de las señoras centelleaban bajo los focos, mientras que los caballeros estiraban la espalda y metían barriga para lucir sus esmóquines con elegancia. Distinguí a Gideon en cuanto entré. Pendiente de todos los detalles, esperaba junto a su mujer cerca de la puerta, listo para saludar a cada benefactor en cuanto cruzara el umbral. Por supuesto, no movió ni un músculo cuando me vio; me acerqué a él con una sonrisa en la cara y saludé afectuosamente a Rachel, su esposa.

—Estás radiante —le dije con sinceridad—. El rojo te sienta de maravilla.

—Gracias. —Su azoramiento era evidente, al igual que su placer ante el piropo—. Pero nunca me quedará como a ti. Mis caderas son las de una matrona que ha pasado tres veces por el paritorio, mientras que las tuyas siguen lisas y firmes. Me das una envidia…

Decidí tomarme aquello como un cumplido y no como un recordatorio de mi situación vital y saludé a su marido.

—Al final has venido sola —me dijo.

Eso ya no era un halago, ni siquiera un recordatorio. Era una puñalada en toda regla. Incluso Rachel se dio cuenta de lo inapropiado del comentario.

—Ya sabes lo que dicen: más vale sola…

No terminé la frase. Sonreí cortésmente y me dirigí hacia el rincón más alejado, en el que habían instalado la mesa de las bebidas. Los camareros deambulaban por la sala con bandejas llenas de copas de champán, pero en esos momentos necesitaba algo más fuerte.

Saludé a varias personas por el camino, casi todos caballeros que admiraron mi escote sin pudor, antes de alcanzar la improvisada barra de bar.

—Vodka con zumo de limón —pedí mientras oteaba la sala.

Un minuto después apareció junto a mi mano un vaso alargado con la bebida. Lo cogí y decidí dar una vuelta por la sala. Si algún benefactor tenía interés en hablar conmigo, tendría que ser ahora.

Deambulé despacio entre la gente, los Monet y las blanquísimas esculturas de corte clásico que adornaban la entrada, dando cortos sorbos a mi vaso. Charlé con cuatro o cinco personas y sonreí a diestro y siniestro. Incluso acepté bailar con un industrial bostoniano, un hombre cuyo apellido, al igual que la fortuna de su familia, se remontaba hasta la época colonial. Sentí cómo sus dedos acariciaban distraídos mi espalda desnuda. Hice como que no me daba cuenta, o que no me importaba, mientras el sonriente magnate me hablaba de sus últimas adquisiciones en las subastas de arte de medio mundo.

—Sé que muchos coleccionistas confían en marchantes y galeristas —comentó ufano, con cuatro de los cinco dedos de su mano derecha acercándose peligrosamente al borde del escote de la espalda—, pero yo prefiero ver la obra en persona. Me resisto a comprar a ciegas, por mucho que los catálogos la describan e incluyan fotos detalladas. Quizá algún día le gustaría acompañarme a una de esas subastas. Su consejo de experta me sería de gran utilidad. Pagaría por sus servicios, por supuesto…

Sonreí y di gracias a Dios en silencio porque la música terminó justo en ese momento. Le agradecí el baile y me despedí con una coqueta inclinación de cabeza. Estoy segura de que lamentó abandonar el refugio de mi espalda.

Cuando me volví, a punto estuve de darme de bruces con uno de los camareros. El joven alargó la mano y me ofreció un vaso similar al que acababa de terminarme.

—Creo que lo necesita —dijo simplemente.

Sorprendida, acepté la bebida sin decir una palabra. Él dio media vuelta y desapareció entre las parejas que acababan de iniciar un nuevo baile.

La fiesta estaba en pleno apogeo. La gente se divertía, las risas resonaban entre las columnas y había un desfile constante de bandejas con canapés y copas de champán. Enganché una sonrisa a mi cara hasta que me dolieron las mejillas y me deslicé con discreción hacia uno de los ventanales abiertos, cerca de la zona del bar y detrás de un impresionante Monet que me servía de parapeto. Bendito fuera el francés, sus grandes óleos y los enormes marcos dorados que los rodeaban. Ya me preocuparía mañana por el estado en el que quedaban después de la fiesta, con tanto calor, semejante grado de humedad y todas esas personas rozándolos, lanzándoles los flashes de sus móviles y hablando tan cerca de ellos que casi podía ver las gotitas de saliva volando hacia el lienzo.

Dejé el vaso vacío sobre una esquina de la larga mesa y caminé hacia la balconada. Hacía una noche magnífica, ideal para celebrar una fiesta. ¿Por qué, entonces, no era capaz de divertirme? Si lo pienso ahora, la respuesta es muy sencilla: porque estaba sola, y porque seguramente seguiría así durante el resto de mi vida. No es que me asustara la soledad. Al contrario, disfrutaba de mi independencia y agradecía el hecho de no tener que dar explicaciones a nadie. Pero la soledad es una compañera ingrata, exigente, que te roba las palabras hasta dejarte muda, que te cubre el alma de polvo y moho, y que suele invitar a fantasmas indeseados cuando menos te lo esperas. Un plato, una taza, un cepillo de dientes. Un solo lado de la cama caliente.

¿A quién le cuentas el maravilloso reto al que te enfrentas en el trabajo? ¿Quién se sienta a tu lado para ver una película y comer palomitas? ¿Con quién compartes la alegría, el dolor, el miedo, la ilusión… la vida?

La sonrisa se me había congelado en la cara, que notaba insensible, dormida. Sonreía al vacío, a la noche cálida que se abría ante mí al otro lado del ventanal. Ensimismada en mis pensamientos, no oí llegar al camarero hasta que su mano me rozó el hombro con suavidad. Sobre la bandeja que portaba con elegancia, un nuevo combinado de vodka y un platillo con dos canapés de caviar. Esta vez sí le miré a la cara. Era un hombre muy guapo. El pelo ondulado, del color del trigo maduro (creo que Monet tuvo algo que ver en mis apreciaciones), había sido disciplinado hacia atrás por el látigo del gel fijador. Me observaban dos ojos azules risueños y divertidos, a juego con la fabulosa sonrisa que cruzaba un rostro casi perfecto. Vestido de negro de los pies a la cabeza, como el resto de los camareros, era al menos un palmo más alto que yo, a pesar de los tacones. El arco del brazo con el que sostenía la bandeja marcaba un definido bíceps bajo la camisa, y apostaría a que el abdomen estaría igual de trabajado.

—Le traigo otra copa, pero me he permitido añadir algo de picar. Con el vodka, lo que mejor marida es el caviar, sin duda.

Titubeé un instante, pero sólo uno. Al momento, alargué la mano y cogí uno de los canapés. Estaba delicioso. Acompañé las huevas con un generoso trago de la refrescante bebida, todo ello sin apartar la mirada de sus ojos.

—¿Quieres uno? —le pregunté en voz baja.

—Estoy trabajando. De no ser así, nada me gustaría más que cenar con usted.

—¿Te gusta el caviar? —seguí preguntando, uniéndome a su descarado flirteo.

—Claro, ¿y a quién no?

—Podría nombrarte a más de veinte personas en esta sala que detestan las huevas de esturión y que sólo las comen porque son caras y se supone que eso es lo que hacen los ricos.

—¿Aparentar?

—Comer caviar y bañarse en champán.

Él amplió su sonrisa sin dejar de mirarme a los ojos.

—¿Es usted una de ellas?

—¿Una de quiénes?

—Una esnob.

Estuve a punto de atragantarme con el canapé.

—¿Esa impresión te he dado? —le pregunté. Él no contestó, continuó mirándome como si intentara leer la respuesta en mi cabeza—. No, en absoluto, no soy una esnob. Ni siquiera soy rica. Estoy aquí porque trabajo en el museo. Soy restauradora de arte.

—Debe de ser una profesión apasionante.

—Lo es, aunque a veces implique tener que asistir a aburridos eventos como este y ver cómo los invitados maltratan todas estas obras de arte. ¡Todo sea por el presupuesto del próximo año!

Alcé mi copa teatralmente y le di un trago. El vodka estaba delicioso.

—Mi turno termina a las once —me dijo en voz baja, con sus pupilas cobalto clavadas en mis ojos. Por un momento creí que intentaba hipnotizarme. Y quizá lo consiguió—. Si le parezco un descarado, es libre de abofetearme, pero estoy invitado a una fiesta y me encantaría que me acompañara. Una fiesta de verdad. Música, baile, bebida, diversión…

No pude evitarlo. Quizá fuera por efecto del alcohol, o porque su proposición en realidad parecía un chiste, pero el caso es que se me escapó una carcajada que hizo que los invitados más cercanos volvieran la cabeza para mirarme. El joven camarero me observó desconcertado. Era muy guapo, así que imagino que no estaría acostumbrado a que le dieran calabazas, pero yo tampoco lo estaba a que se rieran de mí.

—No quería ofenderla, lo siento —murmuró visiblemente avergonzado.

Le vi ruborizarse y me sentí malvada. El joven sólo intentaba ser atento. Y ligar conmigo, es cierto, pero yo había participado con mucho gusto en el juego del cortejo.

—No —dije por fin—, soy yo la que lo siente. No quería ser grosera, ni herir tus sentimientos. Has sido muy amable conmigo durante toda la velada, pero no estás obligado a entretenerme fuera de tus horas de trabajo. Te lo agradezco, pero no es necesario.

—Se equivoca —me cortó cuando ya había comenzado a alejarme de él—. No es ninguna obligación. Al contrario, para mí sería un honor que me acompañara a esa fiesta. No suelo invitar a desconocidas, y menos a mujeres con tanta clase como usted, pero estoy convencido de que es usted fascinante y que podríamos divertirnos mucho juntos.

Como en una novela barata, sentí la intensidad de su mirada, la tensión de su boca mientras esperaba mi respuesta, y sin poder evitarlo imaginé sus labios sobre mi piel.

—¿Por qué no? —respondí, sin poder dar crédito a mis palabras.

El joven relajó la expresión y lució una sonrisa de galán.

—Gracias, intentaré que se divierta y se olvide de todo esto —añadió, señalando la sala con un movimiento de la cabeza.

Sonreí y me dejé llevar por la emoción del momento.

—Para empezar, tendrás que dejar de tratarme con tanta ceremonia. Me llamo Zoe. Zoe Bennett.

—Yo soy Noah Roberts, y acabas de hacerme el hombre más feliz del mundo.

No sé si exageraba o si de verdad se alegraba de que le acompañara. En ese momento no me paré a pensar en nada más que en mi ego, que brillaba como una supernova por efecto de los halagos. Era altamente improbable que hubiera un hombre más atractivo en esos momentos en el museo, y acababa de invitarme a acompañarle a una fiesta. No sólo me había invitado, sino que había insistido.

Faltaba casi una hora para las once de la noche, así que me hice con un nuevo vodka con limón (¿el tercero?, ¿el cuarto?) y di varias vueltas por el salón, sonriendo generosa, besando alguna mejilla y charlando animadamente con todos los benefactores que me crucé en el camino. Cada vez que me volvía, encontraba a Noah mirándome con una sonrisa en los labios. Era lo más parecido a estar en el paraíso. Me sentía atractiva, hermosa, grácil, deseada, sexi… Era el mayor subidón de autoestima que había experimentado en toda mi vida, y pensaba disfrutarlo hasta las últimas consecuencias.

 

 

Dejé que pasaran unos minutos de las once antes de abandonar el museo. Me entretuve en despedirme de Gideon y de su esposa, que sin duda había bebido más champán de la cuenta y me miraba desde detrás de la cortina alcohólica que le nublaba los ojos, y salí a la cálida noche contoneando sutilmente las caderas. No tenía ni idea de dónde estaría Noah, pero confiaba en que pudiera verme emerger como una diosa desde donde quisiera que me estuviera esperando. Un segundo después, el joven se materializó a los pies de la escalinata y me dedicó una de sus sonrisas perfectas. Alargó una mano hacia mí y, como un impecable caballero, me ayudó a llegar hasta el suelo. Me besó en los nudillos y me condujo hacia la verja de entrada, donde nos esperaba un taxi. Abrió la puerta, esperó a que me acomodara y la cerró antes de rodear rápidamente el vehículo y sentarse a mi lado.

Se había librado de su uniforme de camarero y se había vestido con unos tejanos, una americana oscura y una camisa blanca. Un corbatín vaquero completaba el atuendo y le otorgaba un aire sofisticado que cortaba la respiración.

Le dio al conductor una dirección en una calle cercana al puerto. En esa zona había varios locales de moda de los que había oído hablar más de una vez, pero que nunca había visitado. Mis escasas amistades se limitan a personas relacionadas con mi profesión; apenas conozco gente de fuera de ese mundillo. Nunca he intimado con quienes sudan a mi lado en el gimnasio, ni mantengo contacto con mis amigas del instituto o la universidad. Esa fue una época de mi vida bastante anodina, que pasó sin pena ni gloria, sin eventos destacables y que está bien donde está: olvidada.

—Gracias por invitarme —dije para romper el hielo.

—Soy yo quien debe darte las gracias a ti por aceptar. Todo el tiempo he estado temiendo que te arrepintieras y decidieras no venir.

—¿Por eso me mirabas tanto? ¿Para evitar que me escabullera sin ser vista?

Noah se rio con ganas.

—¡No! —exclamó entre risas—. Lo que ocurre es que se me iban los ojos. Eras la mujer más guapa de la fiesta.

Me sentía halagada, pero no podía permitir que mi superego arruinara la velada.

—Sé que no es cierto, pero gracias de todos modos —respondí con una tímida sonrisa. A Audrey Hepburn le quedaba de maravilla; confiaba en que surtiera el mismo efecto en mi cara—. ¿Adónde vamos?

—Al Rock Club. Antes era un antro, pero mi amigo Deke Carter lo ha remodelado por completo y lo ha convertido en el centro de la noche de Boston. Lo inauguró hace tres meses y desde entonces se llena todas las noches. Hoy da una fiesta privada, hace varios días que me invitó. No pensaba asistir, pero me pareció la excusa perfecta para pasar más tiempo contigo.

—No creo que mi vestido sea el más adecuado para un local roquero…

—Estás preciosa, y muy adecuada.

Sonreí de nuevo y fijé mi atención en la calle. Necesitaba reflexionar unos instantes, pensar con calma en lo que estaba sucediendo. Me encontraba en un taxi con un desconocido mucho más joven que yo, que me llevaba a una fiesta privada en un garito del puerto de Boston. Aquello podía quedarse en una anécdota, una noche distinta y divertida, o convertirse en una auténtica pesadilla. La tentación de pedirle al conductor que me llevara a casa se materializó en mi mente, pero la mano de Noah rozando distraído mis dedos sobre el tapizado del asiento hizo que se evaporaran todas mis dudas.

«Una noche, —pensé—, no pasa nada por divertirse una noche, por ser otra persona durante unas horas. Mañana volveré a ser yo. Mañana».

Así que giré el cuello hacia mi joven y guapo acompañante y sonreí.

 

2

 

 

 

 

 

El local estaba a rebosar de gente que charlaba a voz en grito, se movía al ritmo de la música y sonreía con un vaso en la mano. Sobre el escenario, cinco músicos vestidos de cuero y tejanos lanzaban al aire sus canciones, coreadas con entusiasmo por la mayoría de los presentes.

—Son los Officers, ¿te suenan? —me gritó Noah, acercando su boca a mi oído y provocándome un inmediato escalofrío—. Son buenísimos, hace poco llenaron el Fenway Park y Walter ha conseguido que toquen esta noche en su local.

Lo cierto es que los temas no me eran del todo desconocidos, aunque era incapaz de seguir la letra de ninguno de ellos. En cualquier caso, sonaban muy bien, el ambiente era estupendo y la gente parecía estar pasándoselo en grande. Noah me cogió de la mano y nos zambullimos de cabeza en la pista de baile. Bebimos, reímos y saltamos al son de la música hasta caer rendidos. Sus brazos fuertes me alejaban y me acercaban cada pocos segundos, en un vaivén mareante y embriagador. Cada vez que mi cara se acercaba a su pecho percibía el aroma de su perfume y mi estómago se retorcía en un nada recatado pellizco. Hacía mucho tiempo que las piernas no me temblaban por nada ni por nadie. Estaba disfrutando de lo lindo, ya lo creo. Me sentía joven y atractiva, llevaba un vestido de ensueño, unos tacones de vértigo y a mi lado se contoneaba un hombre extraordinariamente guapo que me sonreía con aspecto feliz y no me soltaba la mano ni un segundo.

Eran más de las tres de la madrugada cuando otro taxi nos llevó hasta mi casa. Ni siquiera me lo pensé. Le cogí de la mano y, sin decir una palabra, le invité a salir del coche y acompañarme dentro. Como esperaba, Noah no se hizo de rogar. Pagó el taxi, bajó y me rodeó la cintura con un brazo.

Lo siguiente que recuerdo son mis manos empujando hacia atrás la americana, desabrochando los botones de la camisa, bajando el tirador de la cremallera de sus pantalones. Audaz, atrevida, muerta de deseo por ese hombre que me miraba con los ojos brillantes por la lujuria.

Lo conduje hasta mi dormitorio y sin pensármelo dos veces le convertí en el primer hombre que se metía en mi cama desde hacía más de cinco años. El vodka se tragó el miedo y me ofreció el arrojo necesario para no parecer una mojigata ignorante. Suplí la falta de experiencia con grandes dosis de desinhibida imaginación, una faceta de mí misma que estaba descubriendo a la vez que un experto y complaciente Noah.

Fue una noche realmente fantástica, placentera y gratificante, sorprendente en tantos aspectos que sería imposible enumerarlos todos. Disfruté de mi cuerpo y del sexo como nunca lo había hecho, y creo que participé activamente en que él también alcanzara altas cotas de placer.

Exhausta y feliz, me acurruqué junto a su cálido cuerpo y me dormí.

 

 

El sol nos despertó varias horas después. Me dolía la cabeza, tenía la boca pastosa y las piernas me pesaban una tonelada cada una. A mi lado, Noah seguía profundamente dormido. Me separé con cuidado de él, busqué mi bata y me dirigí al baño.

Mirarme en el espejo fue como recibir una bofetada en plena cara. Por supuesto, me había acostado sin desmaquillarme, y la pintura que con tanto cuidado apliqué la tarde anterior se había extendido alrededor de los ojos, dándome el mismo aspecto que un oso panda espectral. Estaba pálida, sucia y despeinada.

Eché el pestillo a la puerta, me libré de la bata y me metí en la ducha, donde me froté a conciencia cada centímetro de piel para eliminar los restos de sudor alcohólico. Salí de la ducha limpia, pero mi aspecto no había mejorado demasiado. Tenía en la cama a un joven imponente que estaba a punto de descubrir a la vieja con la que se había acostado. Apostaba a que no tardaría más de diez minutos en marcharse.

Me sequé el pelo y me dejé la melena suelta. Luego apliqué una generosa capa de crema hidratante en las bolsas bajo mis ojos y repartí una discreta pero reparadora ración de maquillaje sobre mi cara. Un poco de rímel y un suave brochazo de polvos de sol completaron el trabajo de restauración. No estaba perfecta, pero al menos sí presentable para pasar el trago de la despedida sin abochornarme demasiado.

En la habitación, Noah continuaba dormido. Lo miré un instante. Estaba viendo al hombre más atractivo que había conocido en toda mi vida. Estuve tentada de volver a tumbarme a su lado, pero en su lugar decidí ir a la cocina y preparar el desayuno. No es que tuviera hambre, pero necesitaba ocuparme de algo.

Hice café, tosté pan, freí un par de huevos y dispuse fruta en un plato. Saqué mantequilla, leche y mermelada de la nevera y lo coloqué todo sobre la mesa de la cocina. Estaba a punto de servirme una taza de café cuando Noah apareció en el umbral de la puerta. Se había puesto los boxers. Y nada más. Se me cortó la respiración, y cuando me dedicó una sonrisa, creo que me hirvió la sangre en las venas. Vino hacia mí y me besó en el pelo con delicadeza.

—Hueles de maravilla —murmuró—. Yo, en cambio, apesto. Lo siento mucho.

Le acaricié la mano que había depositado sobre mi hombro.

—No apestas —le aseguré, porque era verdad—. Desayuna, luego podrás ducharte antes de…

Dejé la frase en suspenso. No quise decir antes de que se marchara, aunque eso era lo que pensaba. Mi corazón y mi cerebro se debatían en una feroz lucha interna. Por un lado, entendía que esto era una aventura y que, como tal, lo mejor era terminarla cuando todavía perduraba el buen sabor de boca. Pero, por otro lado, había sido tan corta que no me importaría alargarla un poco más. Sólo un poco más.

Testigo mudo de mi debate interior, Noah se sentó en silencio en la silla más próxima a la mía y sirvió café en las dos tazas. Me acercó una y bebió de la suya. La intensidad de su mirada comenzaba a incomodarme.

—Me iré en cuanto me lo pidas —dijo.

Sacudí la cabeza y me insulté mentalmente.

—No me malinterpretes —respondí—. No es que quiera que te vayas, o que te quedes. Quiero que hagas lo que quieras. No estás obligado a quedarte para hacerme sentir bien. Ya estoy bien. De hecho, mejor de lo que he estado en muchos años. Pero entenderé que quieras irte cuanto antes. La luz del sol desvela las verdades que oculta la noche.

—La única verdad aquí —me cortó—, es que me gustas mucho. Ayer me deslumbraste. Hoy me estás fascinando.

Me levanté y puse un poco de distancia entre los dos. Me temblaban las manos y creía que, si me quedaba allí sentada, el tamborileo de mi corazón sería evidente también para él.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté a bocajarro.

—Veintiséis.

—Yo tengo cuarenta.

—¿Y eso es importante por algún motivo?

Noah bebía despacio de su taza de café, sin dejar de mirarme. Respiré hondo y decidí soltar lo que me llevaba carcomiendo las entrañas desde hacía un rato.

—Podemos pasarlo bien, pero no vamos a ir más allá. Nuestras vidas son diferentes, seguramente igual que nuestros intereses y nuestras aspiraciones en la vida. Me gustas mucho —reconocí con un suspiro—, pero…

—¿Crees que soy un muerto de hambre? ¿Un ignorante que se gana unos pavos trabajando de camarero y redondea la faena camelándose a señoras ricas? Pues estás muy equivocada. No quiero nada de ti. Nada material, al menos.

Dejó la taza sobre la mesa y se levantó. Yo no sabía qué decir. Había malinterpretado mis palabras, no era eso en absoluto lo que quería decir.

—No me has entendido —balbuceé—. Por favor, siéntate y hablemos. No puedes irte así.

Noah me miró unos segundos y por fin accedió. Volvió a sentarse y clavó en mí sus ojos azules.

—Verás —empecé—, soy consciente de quién soy. De hecho, más consciente de lo que me gustaría. Y no me refiero a mi cargo en el museo, o al hecho de tener una vida más o menos desahogada. Me refiero a mí. Tengo cuarenta años, estoy sola por decisión propia, y no entiendo los motivos que puede tener un hombre como tú para querer estar conmigo. Y no hablo de tu trabajo, tu dinero o tu formación. De hecho, no sé nada de ti. Hablo de tu edad y la mía, de mi aspecto y el tuyo. Quiero pasarlo bien. Hay tantos espacios en blanco en mi vida que a veces yo misma me asusto. Soy una persona solitaria que habla con las plantas de las macetas, que les murmura a las pinturas con las que trabaja y a la que nunca le sucede nada extraordinario. Tú eres extraordinario, y por eso estoy a la defensiva, porque me preparo para cuando desaparezcas. Lo de ayer estuvo genial. Viviré con ese recuerdo mucho tiempo. Pero no tiene sentido fingir que puede repetirse, ¿no crees? Sé sincero tú también.

—¿Sabes? Creo que no puede haber nada peor que darte cuenta en tu lecho de muerte de todas las cosas que no has hecho, de que tu vida ha sido una mierda. Debería haber un infierno para esa gente, que se pasaran la eternidad lamentándose por las oportunidades perdidas. Yo no quiero ser uno de ellos. No pretendo dejar mi huella en la historia, prefiero que la vida me marque a mí. Por eso, cuando algo me llama la atención, cuando descubro algo que creo que puede enriquecer mi vida, voy a por ello. Ayer te vi a ti. Vi una mujer muy atractiva, con mucha clase, que estaba sola, aburrida, y quise conocerla. Lo que descubrí me gustó y punto. Y aquí estoy, dejando que la oportunidad me lleve donde quiera. Tengo veintiséis años. Tú, cuarenta. No veo el problema. Pero si prefieres que me vaya, no tienes más que decirlo.

Lo miré de hito en hito.

—Acábate el desayuno y dúchate —conseguí decir—. En realidad, sí que apestas.

 

 

Noah se marchó tres horas más tarde, después de un nuevo revolcón, un opíparo almuerzo y el compromiso por mi parte de que cenaría con él. No volvimos a separarnos hasta la tarde del domingo.

Las semanas siguientes transcurrieron en una plácida nube. Trabajaba con una sonrisa en los labios y me lanzaba escaleras abajo en cuanto terminaba mi jornada laboral para correr al encuentro de Noah, que me esperaba en el aparcamiento del museo junto a su moto. Paseamos por la playa, comimos, bebimos e hicimos el amor como si aquellos fueran nuestros últimos días sobre la tierra. Yo seguía teniendo mis dudas sobre la conveniencia de esa relación, pero era más fácil dejarse llevar por la marea de sensaciones placenteras. La otra opción era regresar a la soledad, el silencio y el ostracismo. Quería vivir. Por una vez, quería disfrutar de aquello que los demás parecían tener por derecho propio y que a mí se me había negado desde que podía recordar. O me lo había negado yo misma, no lo sé.

Me compré ropa, estrené zapatos de tacón y me maquillaba a diario. Practicaba frente al espejo poses, miradas y morritos, me reía a solas como una tonta, buscando la forma de sonreír sin que se me marcaran las patas de gallo alrededor de los ojos. Me informé en Internet sobre los grupos de música que estaban de moda e incluso vi un par de películas porno, en busca de algo con lo que pudiera sorprenderle en la cama. Tomé nota mental de varias posturas e intenté ponerlas en práctica, pero la realidad y mis limitaciones físicas se impusieron y terminé por conformarme con lo que ya sabía hacer, que tampoco estaba tan mal.

La desinhibición natural de Noah, que se paseaba desnudo por el piso sin ningún pudor, me miraba con descaro y toqueteaba en lugares en los que ningún ser humano había puesto nunca la mano acabaron por contagiárseme, y me atreví a probar, a pedir y a dar. Me dejé llevar por el instinto y disfruté como jamás lo había hecho, aunque al terminar me cubría pudorosamente el cuerpo con la sábana hasta encima del pecho.

Fuimos un par de veces a su piso, un apartamento con un diminuto dormitorio, una cocina sin puerta y un estrecho salón, pero la mayoría de las citas terminaban en mi casa, mucho más amplia, práctica, discreta y acogedora.

Me contó que se había graduado en Periodismo, pero que se ganaba la vida como camarero en fiestas privadas mientras seguía buscando un trabajo acorde con sus aspiraciones. Confesó que le encantaría ser un gran reportero, pero que entretanto había trabajado como monitor en un gimnasio, auxiliar de dentista y mozo de carga en el puerto.

Le gustaban las películas de gánsteres y el rock, leía novelas policíacas, libros de historia y ensayos sobre economía y globalización, además de los cientos de cómics que se apilaban en precario equilibrio en el interior del armario del pasillo de su apartamento.

Sus padres y su único hermano vivían en algún lugar de Pensilvania al que no pensaba regresar excepto en Acción de Gracias y Navidad. Gente normal en un pueblo normal, demasiado aburrido para un joven con unas mínimas inquietudes. Se marchó de casa en cuanto terminó el instituto y consiguió una beca para estudiar en la Universidad de Massachusetts, que no era su primera opción, pero fue la única que lo aceptó con sus calificaciones.

Me relató sus viajes a lo largo y ancho de Estados Unidos, unas veces en moto y otras en tren, autobús o autostop. Había vivido más intensamente en los últimos cinco años que yo en toda mi vida. Mis viajes, que no habían sido pocos y que me habían llevado a recorrer buena parte de Europa, fueron siempre tan académicos y profesionales que apenas me habían proporcionado anécdotas que contar. Recuerdo la recompensa del estudio, el asombro ante obras que hasta entonces sólo había conocido en los libros, la admiración que suscitaban en mí las palabras de aquellos profesores tan eruditos, tan extraordinarios… Pero nada más. Nada de diversión, nada de turismo, nada de flirteos en el bar del hotel. Nada de nada.

A cambio, yo le hablé de mi trabajo, de las piezas que pasaban por mi mesa, de las dificultades a las que me enfrentaba, de las dudas que me asaltaban en ocasiones, cuando vacilaba sobre la mejor técnica a aplicar en cada caso… No era tan emocionante como sus andanzas, pero era mi vida.

—Me encantaría ver dónde trabajas —me dijo una noche, mientras me acariciaba la espalda desnuda con la yema de los dedos—, conocer el espacio en el que te mueves, en el que eres la reina.

—Mi trabajo no es nada del otro mundo —respondí—. Me paso horas enteras inclinada sobre una pieza, sin apenas moverme, revolviendo entre pinturas y pigmentos hasta encontrar el tono adecuado. O peor, en mi despacho, organizando el reparto de tareas, los días festivos, rellenando solicitudes de material, escuchando quejas… Es muy aburrido.

—No te creo. Por cómo te brillan los ojos cuando me cuentas lo que haces, tiene que ser apasionante.

—Lo es para mí, desde luego, pero para quien no esté en mi piel, ver a una persona sola y en silencio mover milimétricamente una herramienta tiene que ser un auténtico tostón.

—Me gustaría conocer tus dominios, de verdad.

—Es complicado, está prohibido el paso a cualquier persona que no trabaje en el museo —le expliqué. Su mohín desilusionado me conmovió y me ablandó el corazón hasta el punto de ceder en menos de un minuto—. Quizá pueda llevarte algún día, a última hora de la tarde.

—¡Sería estupendo! —replicó al instante—. Siempre que no te metas en un lío, por supuesto.

—No habrá problemas. Cuando cierra el museo sólo quedan dos vigilantes, y están acostumbrados a verme deambular fuera de las horas laborales. No se sorprenderán si los aviso de que voy a acceder por una de las puertas laterales. Les diré que va a acompañarme un técnico que necesita comprobar cierto material.

—Estoy deseando ir.

—De acuerdo, iremos mañana.

—¡Oh, no! —exclamó—. Mañana tengo trabajo, creía que te lo había dicho…

—No pasa nada, podemos ir el lunes.

Por toda respuesta, se inclinó hacia mí y me regaló una deliciosa sarta de besos que acabó, como casi siempre, con nuestros cuerpos unidos contoneándose a un ritmo suave y cadencioso, en medio de susurros y gemidos.

Me estaba acostumbrando a esta situación demasiado deprisa. Noah era un hombre atento y un fantástico amante. Era guapo y divertido, y parecía estar a gusto a mi lado. Mis sentimientos, tan claros y contundentes el día que nos conocimos, estaban virando poco a poco hacia una zona de aguas profundas, peligrosas y desconocidas, y yo ni siquiera era consciente del barrizal en el que estaba hundiendo los pies.

 

 

Como esperaba, el lunes por la tarde el vigilante del museo no se extrañó cuando me vio aparecer bajo el foco de la cámara de seguridad. Abrió la puerta y salió a mi encuentro. Se detuvo al descubrir a Noah a mi lado, pero nos franqueó el paso cuando le recordé que ya había avisado de que vendría acompañada de un técnico.

—No estaremos mucho rato —le aseguré.

—Tómese el tiempo que necesite, señora Bennett, yo voy a estar aquí toda la noche.

El guardia, un rollizo cincuentón de sonrisa fácil, regresó al mostrador desde el que controlaba el edificio. No vi ni rastro del segundo vigilante, por lo que supuse que estaría haciendo su ronda habitual por las salas y las distintas plantas del museo.

Noah lo miraba todo con curiosidad. Se detuvo ante varias de las obras y se interesó por una colección de figurillas precolombinas que lucían sus orondas barrigas y enormes pechos desde detrás de una vitrina apenas iluminada a esas horas de la noche, lejos de la hora de visitas.

—El museo posee obras de arte procedentes de los cinco continentes —le expliqué—. Tenemos la segunda colección permanente más importante del país, sólo el Metropolitano de Nueva York nos supera. Y luego están las exposiciones temporales. Ahora mismo hay una muestra de joyas realmente espectacular.

—¿Joyas en un museo?

—¡También son arte! La muestra expone una selección de joyas antiquísimas, como unos pendientes egipcios de ochocientos años antes de Cristo, y además piezas espectaculares de joyería moderna inspiradas en el Mundo Antiguo: de Cartier, de Bulgari, de Castellani… Mis favoritas son un conjunto de collar y pendientes renacentistas hecho de platino, oro, diamantes, rubís, zafiros, perlas y unas piedras de crisolita verde que brillan como los ojos de un gato.

—Estarías preciosa con esos pendientes —murmuró sobre mi cuello.

—No podría pagar ni una sola de las gemas que lo forman.

—¿Tanto cuestan?

—Si estuvieran en venta, su valor superaría el millón de dólares.

Calló durante un breve instante. Su cara de pasmo fue suficiente respuesta a la información que acababa de darle.

—¿Y no hay nada más… asequible?

—Bueno —respondí tras repasar en mi mente las maravillas expuestas—, partiendo de la base de que ninguna está en el mercado… hay un collar de oro y ámbar que está asegurado en unos trescientos mil dólares. Lo fabricó un orfebre italiano hacia 1880, es bastante sobrio para la época y el lugar, pero sigue siendo una pieza importante. Además, no me imagino luciendo joyas de semejante tamaño. Sus dueñas originales eran cualquier cosa menos discretas.

Sonreí y seguí avanzando. Quizá pudiéramos venir un día y realizar una visita completa al museo. Nada me gusta más que hablar de arte, y viendo lo receptivo que Noah se mostraba ante los cuatro datos que le había dado, pensé que sería una buena forma de acercarnos, de que conociera el mundo en el que me gusta perderme, siempre lleno de belleza, incluso cuando describe a la muerte.

Pasé mi tarjeta por el lector, tecleé el código y empujé la puerta del taller de restauración. Entré con Noah pegado a mi cuerpo. En el acto, se me formó un nudo en el estómago y se me erizó el vello de todo el cuerpo. Ese hombre me excitaba con sólo susurrarme cuatro palabras.

Encendí las luces y me hice a un lado para mostrarle mi santuario. La enorme sala, de más de treinta metros de largo y unos quince de ancho, contaba con un altísimo techo del que colgaban focos extensibles, grúas y cables de todo tipo. A la derecha, varios de los caballetes acogían diversas obras en distinto estado de restauración. Junto a los lienzos, grandes lámparas led se encargaban de iluminar el trabajo del restaurador sin producir un calor que podría ser peligroso para los pigmentos. A la izquierda de la sala se habían dispuesto mesas de diferentes tamaños, alturas e inclinaciones, para poder trabajar sobre ellas con obras muy diversas, como pergaminos, tablillas o esculturas. Sobre estas mesas colgaban las inmensas campanas extractoras que depuraban el ambiente del taller, muchas veces cargado de emanaciones de barnices y pinturas, además de polvillo de mármol, arcilla o piedra.

—Esto es impresionante —susurró Noah, como si su voz pudiera molestar a los personajes que nos miraban desde los cuadros—. Mucho más de lo que esperaba.

Avancé despacio hacia el interior de la estancia, explicándole la utilidad de cada elemento que encontrábamos, y le conté pequeñas historias de las obras que dormían en el taller, a la espera de regresar a las salas como las grandes estrellas que eran.

Le mostré una preciosa talla de madera del siglo xii, una escultura china de la dinastía Jin que representaba a Guayin, el maestro de la compasión para los budistas. Su pose tranquila, la mirada baja y la marca del tercer ojo en la frente emanaban tranquilidad, sosiego y confianza. Llevaba varios días en el taller, donde intentábamos devolver todo su esplendor a la policromía original, muy desgastada por el paso de los siglos.

Sentí la mano de Noah en mi cintura. No hizo nada más, pero fue suficiente para que se me escapara un gemido involuntario. Él se acercó a mí aún más y se agachó para besarme en el hombro.

—Me siento insignificante entre tanta belleza —dijo.

—Tú eres mucho más atractivo que esos dos —respondí, señalando un lienzo de Piero di Cosimo que también estaba siendo restaurado—, y eso que son ángeles.

—No me gustan los ángeles —añadió, deteniéndose frente a mí—, no tienen sexo.

Me cogió la barbilla con los dedos para obligarme a levantar la cara y me encontré con sus labios a dos centímetros de los míos y sus ojos de fuego taladrándome sin piedad. Me besó mientras deslizaba sus manos por mi espalda hasta llegar a las nalgas, que apretó y masajeó al tiempo que me empujaba hacia sus caderas, donde me esperaba una enorme erección. Mi cerebro debió colapsarse en ese mismo momento, porque le empujé hacia la pared que tenía más cerca y bajé mis manos hasta su trasero para imitar sus provocativos movimientos.

Con una rapidez asombrosa, Noah me dio la vuelta y de pronto me encontré con la espalda contra la pared y su cuerpo cortándome la respiración. Metió la mano por debajo de mi vestido y me acarició procazmente en mis zonas más sensibles. Me temblaban las piernas y apenas podía respirar. Su boca me devoró sin compasión mientras sus manos parecían decididas a encontrar un tesoro bajo mi ropa, explorando ávidas cada centímetro de piel.

Sin previo aviso, mis pies perdieron el contacto con el suelo. Me agarré al cuello de Noah con los brazos y crucé las piernas alrededor de sus caderas. Podía sentir sus fuertes manos sujetándome por el trasero.

—Te deseo tanto —me dijo con la voz ronca—. No puedo pensar en nada más que en ti. Todo el día. Cada minuto.

Me besó con fuerza y pasión, profundamente, sin dejarme apenas respirar. Yo respondí al instante, sin dudar, y dejé que mi beso le explicara cuánto miedo tenía, que a veces la inseguridad me apretaba la garganta hasta casi asfixiarme, que llevaba tantos años muerta, vacía y sola que temblaba ante la sola idea de perder lo que acababa de empezar a saborear, y que no podía evitar pensar en que quizá fuera mejor que me apartara del festín y siguiera mirando desde el otro lado de la ventana antes que verme expulsada del banquete y ser lanzada de nuevo al infierno. Porque ahora sabía que hasta entonces no había vivido, sino que me había limitado a mantenerme con vida, a sobrevivir. Ahora estaba viva. Noah había activado cada una de mis terminaciones nerviosas y se había convertido en el oxígeno que necesitaba para subsistir.