Mejor muerto - Susana Rodríguez Lezaun - E-Book

Mejor muerto E-Book

Susana Rodríguez Lezaun

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Beschreibung

"Hay personas que no merecen vivir. También esas merecen justicia. Susana Rodríguez Lezaun lo ha vuelto hacer en un thriller tan adictivo e implacable como su protagonista, la inspectora Pieldelobo: pasen y lean". Ibon Martín La esperada nueva novela de la serie de la inspectora Marcela Pieldelobo, en una investigación contrarreloj en la que todos mienten y nadie parece tener prisa por dar con un eminente empresario secuestrado. Francisco Sarasola, un importante promotor inmobiliario de Pamplona, ha desaparecido sin dejar rastro. Horas después de la denuncia, la familia recibe un mensaje en el que puede verse al empresario malherido en el suelo. Exigen un millón de euros a cambio de su vida. Pocos días después, el subdirector de la empresa se esfuma y la joven amante del empresario es encontrada muerta en los lavabos de la estación de tren. Sarasola es un hombre difícil, acostumbrado a hacer su voluntad sin preocuparse de las consecuencias de sus actos. Durante la investigación, Pieldelobo encuentra una familia poco apenada: un hijo ansioso por hacerse con las riendas de la empresa; otro débil, controlado por su joven esposa, y un tercero que apenas es un muchacho asustado. La primera esposa lo odia abiertamente, y la segunda, devota del tarot, lo teme y se esfuerza por complacerlo para evitar su ira. Chantaje y extorsión, amenazas y violencia, odios enraizados que los asfixian y les impiden avanzar. La familia Sarasola sabe que su obligación es colaborar en la búsqueda de Francisco, pero es tan fácil vivir sin él… Al mismo tiempo, Marcela sigue lidiando con sus propios fantasmas, sus miedos y sus dudas. Tajante y decidida en lo profesional, sarcástica y dubitativa en lo personal y experta en ponerse zancadillas a sí misma, aprenderá, sin embargo, que los tiempos de crisis tejen extrañas alianzas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Mejor muerto

© Susana Rodríguez Lezaun, 2024

www.susanarodriguezlezaun.com

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788410021402

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Citas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

El odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida.

Charles Baudelaire

 

 

Arde en la soledad que nos deshace,

tierra de piedra ardiente,

de raíces heladas y sedientas.

Arde, furor oculto,

ceniza que enloquece,

arde invisible, arde

como el mar impotente engendra nubes,

olas como el rencor y espumas pétreas.

Entre mis huesos delirantes, arde;

arde dentro del aire hueco,

horno invisible y puro;

arde como arde el tiempo,

como camina el tiempo entre la muerte,

con sus mismas pisadas y su aliento;

arde como la soledad que te devora,

arde en ti mismo, ardor sin llama,

soledad sin imagen, sed sin labios.

Para acabar con todo,

oh mundo seco,

para acabar con todo.

 

«Acabar con todo» (fragmento), Octavio Paz

1

 

 

 

 

 

Repetía su nombre como un autómata. «Francisco Sarasola. Francisco Sarasola. Sarasola. Sarasola García. García también. García». No sabía por qué lo hacía, solo que era importante no olvidar su nombre. Su nombre y su apellido. Francisco Sarasola García.

Había perdido toda esperanza de sobrevivir. Tendido en el suelo, inmóvil, envuelto en sus propias heces y orines, hacía horas que había dejado de esperar un milagro. Al menos, no sentía dolor. El disparo no lo había matado, pero la bala le había dañado la columna vertebral y lo había convertido en un despojo de carne ensangrentada y carente de cualquier tipo de sensación. Ni siquiera sabía en qué posición había caído al suelo.

Lo malo era que su cerebro sí seguía funcionando y le había permitido hacerse ilusiones cuando su verdugo se marchó, seguramente dándolo por muerto. Incluso cuando regresó al día siguiente y bramó al descubrirlo vivo, pensó que quizá entonces llegara a la conclusión de que aquello era una especie de señal y llamara a una ambulancia. Intentó decirle que no lo denunciaría, quiso prometerle una fortuna a cambio de ayuda, ¡cualquier cosa que le pidiera!, pero tampoco podía hablar. Lo miró, le suplicó con los ojos. Y él le escupió antes de volver a marcharse.

En las horas que siguieron comprendió que iba a morir, y poco a poco logró incluso que no le importara. No hizo examen de conciencia, no pensó en nadie ni recordó tiempos mejores. Solo podía pensar en la sed, en el calor y en la peste que exudaba su cuerpo. Nunca imaginó que llegara a oler algo parecido.

Debió perder el conocimiento en algún momento, porque cuando se despertó ya no estaba en el suelo conocido, sino sobre un solado basto de hormigón que le hería la piel de la cara. Todo lo que veía era gris. Una estrecha franja de muro, el suelo, el aire, polvo en suspensión. Todo gris. Ninguna ventana, ninguna puerta. Olía a humedad y a aceite para motores. No sabía dónde estaba. ¿Sería esa su tumba?

No había vuelto a ver a nadie y apenas era capaz de percibir algún ruido. Un siseo esporádico, un goteo arrítmico… Y luego, nada, silencio. Por eso su mente se había activado y repetía su nombre sin cesar. «Francisco Sarasola. Sarasola García. El García también».

2

 

 

 

 

 

No reconocía aquella espalda, ni las manos, con las uñas descuidadas y las pieles levantadas. Extrañaba el color del pelo, la forma de sentarse y hasta el tamaño de sus pies. Ese tipo tenía unos pies enormes.

La inspectora Marcela Pieldelobo observaba a hurtadillas al policía recién incorporado a su sección. Hacía menos de una semana que el subinspector Vila había ocupado el escritorio de Miguel Bonachera, que había abandonado el cuerpo y estaba a la espera de juicio por manipular las pruebas de un caso. Se había mudado a Barcelona y había empezado a tirar de contactos para encontrar un trabajo. Marcela estaba segura de que le iría bien. Miguel era de los que siempre caían de pie.

No sabía qué pensar de Vila. Para empezar, porque apenas había cruzado dos palabras con él. Miró de nuevo en su dirección. Le hizo gracia que leyera con la cara tan cerca de la pantalla del ordenador y los ojos achinados.

Volvió a sus asuntos e intentó olvidar la ausencia de Bonachera. Hablaría con él más tarde, lo llamaría y charlarían un rato. Como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera otro culo sentado en su silla.

Respondió al teléfono al primer timbrazo.

—En marcha, Pieldelobo —urgió el inspector jefe—. Coja al nuevo y vayan a Mendebaldea. Han denunciado la desaparición de un promotor inmobiliario. Ha llamado su mujer. Le van los datos al correo.

Marcela ya estaba en la puerta cuando el inspector jefe colgó. Se acercó al subinspector y le dio un golpecito en la espalda. Vila se giró sobresaltado.

—Tenemos un caso —dijo Marcela sin más—. Nos vamos.

 

 

Los primeros rayos de sol de la primavera siempre eran bienvenidos. Después se convertirían en un incordio para el resto del verano. Marcela cerró los ojos y levantó la cara hacia la fuente de calor. Vila conducía inseguro. El subinspector llevaba menos de dos semanas en Pamplona y tuvo que conectar el GPS del coche patrulla para llegar hasta Mendebaldea, al oeste de la ciudad. Marcela se dio cuenta de que achinaba los ojos cada vez que consultaba el mapa en la pequeña pantalla.

—¿Algún problema? —le preguntó por fin.

Vila desfrunció el ceño y la miró un instante antes de volver a concentrarse en el tráfico.

—Me he dejado las gafas en Logroño —explicó cuando terminó de trazar una curva—. Las cogeré el fin de semana.

—Recto en la siguiente rotonda, la primera a la izquierda y estamos —resumió Marcela.

Vila asintió en silencio y aceleró un poco. Un par de minutos después se detuvieron junto a otro coche patrulla.

Una mujer alta y rotunda, con el pelo castaño recogido en un moño alto que perdía mechones rizados, les dedicó una tímida sonrisa rosada cuando les abrió la puerta. De pecho generoso y formas amplias, mantenía una piel brillante y lisa. Marcela supuso que rondaría los cuarenta. Si tenía más, visitaba un buen centro de estética. Se hizo a un lado y los invitó a pasar. Paredes de estuco, un espejo y varios cuadros de estilo clásico.

Una vez en el salón, la mujer se giró para mirarlos de frente y se presentó como Valeria Huguet. Luego les estrechó la mano y los invitó a sentarse. Marcela hizo las presentaciones oportunas y se acomodó en una silla frente a ella mientras Vila ocupaba un sofá individual y se preparaba para tomar notas.

—Gracias por venir tan rápido —empezó la señora Huguet—, estoy empezando a preocuparme de verdad.

—Ha denunciado la desaparición de su marido, Francisco Sarasola —dijo Marcela—. ¿Desde cuándo falta de casa?

—Desde el viernes —respondió ella.

Marcela frunció el ceño. Era lunes.

—Han pasado tres días desde entonces. ¿No se ha preocupado hasta ahora?

La mujer movió la cabeza de un lado a otro.

—Francisco no suele dar explicaciones. Él organiza su agenda, va y viene como le parece mejor y no suele avisarnos. No es la primera vez que pasa el fin de semana fuera sin decirnos nada. —Valeria Huguet se examinó las manos y giró un par de veces uno de los muchos anillos que llevaba. Luego levantó la cabeza y miró a Marcela seria, pero serena—. A veces nos deja una nota, manda un mensaje o nos llaman de la empresa.

—Esta vez no ha sido así —supuso Marcela.

—No —confirmó ella—, pero, como le digo, tampoco es extraño. También falta su coche —añadió—, así que supusimos que estaría de viaje.

—¿Y no podría seguir de viaje?

—No, no. En absoluto. Esta mañana tenía programada una reunión que llevaba semanas preparando. Clientes nuevos e importantes. Mi marido nunca descuidaría su negocio, jamás —insistió. Cogió aire, volvió a girar el anillo y continuó—. Esta mañana me ha llamado José Luis Cambra, el subdirector de la empresa, preguntando por Francisco. No se había presentado a la reunión y no contestaba al teléfono. —Volvió a respirar profundamente—. Como les he dicho, hasta ese momento no me había preocupado, pero ahora no sé qué pensar. No nos coge el móvil y nadie sabe dónde está.

Marcela se dio cuenta del uso continuado del plural.

—¿Quién más vive con ustedes? —preguntó.

—Mi hijo, claro. —Acompañó sus palabras con una mirada hacia una de las puertas que se abrían al fondo del salón—. Máximo —añadió.

—¿Podemos hablar con él?

El amplio vestido de Valeria Huguet casi tocó el suelo cuando se levantó. La tela, de un sinfín de tonos verdes y tostados, se onduló vaporosa a su espalda y abrazó sus piernas cuando se detuvo para tocar a la puerta.

—Max, cariño —dijo a través de la rendija que había abierto—. Necesito que hables con la policía. Papá sigue sin aparecer.

Valeria se mantuvo junto a la puerta los dos minutos que el muchacho tardó en salir y lo escoltó hasta el centro del salón.

—Son la subinspectora… —empezó la mujer.

—Inspectora Marcela Pieldelobo y subinspector Diego Vila —corrigió Marcela, que se había puesto de pie y le tendía la mano. El joven la observó unos segundos antes de comprender qué debía hacer. Extendió un brazo largo y musculoso y estrechó con fuerza la mano que Pieldelobo le ofrecía. Luego se sentó en el brazo del sillón que ocupaba su madre y esperó en silencio.

—¿Has tenido noticias de tu padre este fin de semana? —le preguntó Marcela. El muchacho negó con la cabeza—. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

Máximo se encogió de hombros.

—El viernes, supongo —respondió por fin—. O el jueves, no estoy seguro.

Marcela se fijó en el enorme morado que el chico tenía en la mejilla. La coloración alcanzaba la oreja y parte de la mandíbula. Parecía un buen golpe.

—¿Qué te ha pasado? —quiso saber Marcela.

El muchacho se llevó la mano a la cara y ocultó el hematoma.

—Está todo el día con el monopatín —respondió su madre—, y no siempre le salen bien las piruetas. Esto no es nada para los golpes que se ha dado —añadió. El anillo de su dedo giraba enloquecido.

—¿Tiene su marido algún lugar al que suela ir, solo o con más gente? —retomó Marcela.

—Viaja mucho, y, cuando está en Pamplona, siempre está en la empresa —le aseguró Valeria.

—¿Aficiones? —insistió Marcela.

La mujer dudó un instante y luego irguió la espalda.

—Claro, el tiro olímpico. Está federado, va al campo o al hangar de la federación a practicar siempre que puede. Habría sido un buen tirador si le hubiera dedicado más tiempo, pero no podía.

—¿En qué modalidad? —intervino Vila.

—Pistola, plato, carabina… Le gusta todo.

—Comprobaremos si ha pasado por allí —dijo Marcela.

Máximo se removía inquieto sobre el brazo del sofá, demasiado estrecho para el cuerpo de un joven muy desarrollado para su edad. Alto y de hombros anchos, podría pasar por un veinteañero en lugar de los diecisiete que tenía. Era un chico guapo, como su madre, de pelo brillante y rizos suaves que le rozaban los hombros, ojos oscuros y piel clara.

—¿Dónde guarda las armas? —siguió la inspectora.

Valeria Huguet se puso de pie y los invitó a seguirla. Atravesaron un amplio pasillo hasta llegar a un despacho repleto de estanterías y archivadores. Delante de la ventana, sobre una mesa moderna y funcional, había un ordenador portátil, una pantalla más grande y un buen número de carpetas y papeles.

—Disculpen el desorden —murmuró la esposa—. A Francisco no le gusta que nadie entre aquí. Me obliga a vigilar desde la puerta cuando viene la asistenta para que no cambie nada de sitio.

Luego señaló hacia el fondo. En la pared de enfrente había una caja fuerte de un tamaño considerable y un armero metálico de puertas acristaladas. Los dos policías se dirigieron hacia allí. La madre y el hijo no cruzaron el umbral.

El armero contenía seis armas largas, escopetas, carabinas y rifles de precisión. Supusieron que las armas cortas y la munición estarían en la caja fuerte. Marcela se giró hacia la pareja que observaba desde la puerta.

—¿Conocen la combinación? Nos gustaría que comprobaran si falta algo.

—Esto es solo de mi marido, no creo que nadie más sepa cómo abrirla. Y aunque pudiera —añadió—, no sabría decirles si falta algo o no. No llevo la cuenta de las armas que tiene mi marido, no me interesan en absoluto, no sé disparar y no tengo intención de aprender.

Ojearon el contenido del escritorio sin tocar los papeles ni las carpetas.

—¿Llevaba su marido una agenda? —preguntó Marcela.

—Supongo —respondió Valeria—. Siempre tenía mil cosas que hacer, imagino que necesitaría una agenda para acordarse, aunque tiene una secretaria en la empresa.

Vila subrayó la palabra «secretaria» y siguió mirando a su alrededor. No encontró nada reseñable.

—¿Ha comprobado si falta ropa en su armario?

La mujer negó con la cabeza antes de responder.

—Está todo —les aseguró—. Menos lo que llevaba puesto, claro.

—¿Tomaba algún tipo de medicación?

—No, nada. Está sano como un roble, y eso que ya ha cumplido los sesenta.

Salieron del despacho y volvieron al salón, pero no se sentaron.

—Necesitamos marca, modelo y matrícula del coche que utiliza su marido —intervino Vila.

La mujer miró a su hijo, que asintió en silencio. Le pidió al subinspector el bloc de notas y escribió los datos.

—Avísenos si tienen cualquier noticia o si finalmente aparece —añadió Marcela.

El joven se perdió en su cuarto sin pronunciar una palabra. Valeria Huguet los acompañó a la puerta y se despidió después de insistir en que la llamaran con cualquier noticia.

Una vez en el coche, Marcela se puso al volante y buscó la dirección del hijo mayor del desaparecido, fruto de su primer matrimonio. Llamó, anunció su visita y arrancó.

—Cómprate unas gafas —le dijo al nuevo—, no me gusta nada conducir.

 

 

Máximo recordaba perfectamente la última vez que había visto a su padre. Todavía le dolía. Un puñetazo en el costado y otro en la mandíbula. No era la primera vez, y la excusa era lo de menos; cualquier cosa le servía para darle una paliza.

El viernes por la mañana, su padre entró en la cocina mientras Max desayunaba. Respondió a su saludo con un movimiento de cabeza y volvió a concentrarse en su móvil. De pronto, unos dedos velludos se apoderaron del smartphone. Máximo se quitó los auriculares y miró a su padre.

—¡Eh! —exclamó—, ¿a qué ha venido eso? Devuélvemelo.

—Tienes que cortarte el pelo —respondió su padre—. Es la tercera vez que te lo digo. Esas greñas no son formas de salir a la calle. Tienes una imagen que cuidar y un apellido que representar.

—Ya te he dicho que a mí me gusta así. No tiene nada de malo, mucha gente lo lleva largo —se defendió Max.

—Me importa una mierda la otra gente. Tú eres mi hijo y no vas a ser un puto melenudo. Te lo cortas hoy o vamos a tener problemas.

Máximo adelantó el cuerpo y miró desafiante a su padre. Era más alto y más fuerte que él, pero su sola presencia era capaz de congelarle el estómago. Respiró, expulsó el aire entrecortadamente y le sostuvo la mirada.

—Pues tendremos problemas, porque no me lo voy a cortar —respondió.

Francisco Sarasola le devolvió una sonrisa irónica y se guardó el móvil de su hijo en el bolsillo.

—Mientras lleves esas pintas, ni móvil, ni moto, ni dinero. Nada.

Máximo se levantó de golpe y se lanzó contra su padre para intentar recuperar su teléfono.

Francisco le retiró la mano, dio un pequeño paso atrás y lanzó el puño hacia las costillas del joven. El puñetazo lo dejó sin respiración. Se dobló sobre sí mismo y boqueó un instante. No vio venir el segundo golpe.

La boca se le llenó de sangre y un pitido intenso estalló en su oído. Se había mordido la lengua y le dolía terriblemente la mandíbula. Se cubrió con las manos y reculó hasta la pared. Su padre lo miraba con la cabeza gacha, los dientes apretados y las aletas de la nariz dilatadas. Seguía con los puños apretados, listo para pegarle de nuevo.

Max levantó una mano. Las lágrimas empezaron a mezclarse con la sangre y la saliva de su boca.

—No me toques, ¿entiendes? —farfulló el joven—. No vuelvas a tocarme en tu vida.

Cogió varias servilletas de papel de la encimera y se las puso en el labio.

—Eso no es nada —se burló el padre—. Eres un blando, un mierdecilla.

—Esta es la última vez que me pegas, escucha bien lo que te digo.

Francisco Sarasola miró a su hijo una vez más y se dirigió a la puerta.

—Córtate el pelo —dijo antes de salir.

—Muérete —susurró Max cuando su padre ya no podía oírlo—. Estarías mejor muerto.

3

 

 

 

 

 

Javier Sarasola vivía en un amplio adosado en Olloki, en el valle de Esteribar, una pequeña localidad a menos de quince minutos de Pamplona que había multiplicado de manera exponencial su número de vecinos gracias a varias promociones inmobiliarias de lujo, muchas de ellas puestas en marcha por la empresa de Francisco Sarasola.

Líneas rectas, fachadas claras, jardín delantero y piscina en el patio de atrás, tres alturas y un cochazo en el camino de entrada.

Sarasola los recibió con un apretón laxo y un apresurado «tengo mucha prisa» antes de acompañarlos hasta un salón en el que cabía el apartamento entero de Marcela y aún sobraría espacio. De pelo negrísimo y piel lechosa, los miraba fijamente desde detrás de sus gafas de pasta con gruesa montura negra. Los labios, finos y descoloridos, un tanto apretados en un ademán insolente, apenas se separaban para hablar, ofreciendo al aire y a las palabras poco más que unos milímetros por los que escapar.

Había una persona sentada en una de las sillas que rodeaban la amplia mesa del comedor.

—Le he pedido a mi hermano Sergio que venga, espero que no les parezca mal. Así ganamos todos algo de tiempo.

Nuevo apretón lacio y una sonrisa nerviosa en la boca de Sergio Sarasola, un par de años más joven que su hermano, aunque ambos habían cruzado ya la frontera de los treinta.

—¿Cuándo fue la última vez que vieron a su padre? —repitió Marcela.

La respuesta fue similar a la que habían obtenido hacía un rato.

—El viernes —apuntó Javier, que seguía de pie. Miró a su hermano y esperó la confirmación. Sergio asintió sin abrir la boca—. Se marchó de la empresa sobre las cinco de la tarde. Nosotros nos quedamos un poco más. Estamos hasta arriba.

Consultó su reloj y frunció aún más los labios. A pesar de lucir un afeitado impecable, la sombra de una barba tan negra como su pelo le oscurecía las mejillas y la barbilla.

—¿Les dijo qué pensaba hacer, adónde iba? —siguió Marcela.

—No, a mí no me dijo nada —respondió el mayor—, ¿y a ti?

Sergio Sarasola se sobresaltó al verse interpelado.

—No, nada —dijo por fin—. De hecho, casi no lo vi ese día, y tampoco se despidió cuando se marchó. Mi oficina está en otra planta —añadió.

—¿Qué pueden contarnos sobre sus costumbres, los lugares a los que suele ir, la gente que frecuenta…?

Los dos se encogieron de hombros al mismo tiempo.

—Casi todo lo que hace mi padre está enfocado a los negocios. Sus amigos son otros empresarios, si va a algún sitio es porque le interesa un terreno, o una promoción, o tiene que ver a alguien…

Se marcharon treinta minutos después sin ninguna información relevante. Los dos hijos pintaron a su padre como un hombre dedicado a su empresa que, por supuesto, había dejado algún cadáver por el camino. «Los negocios son como la guerra», les dijo Javier Sarasola, «si quieres algo, tienes que ir a por ello con todo». Sin embargo, no consiguieron sonsacarles ni una palabra sobre posibles rivales o enemigos con nombre y apellido.

—¿Qué te parece hasta ahora? —le preguntó Marcela a Vila mientras conducía de vuelta a Pamplona.

—Me da la sensación de que al tipo se le complicó el fin de semana —respondió el subinspector—. Me juego lo que quiera a que aparece antes de mañana con una resaca tremenda.

—Es posible —dijo sin más.

Hasta ese momento, todo el mundo había descrito a Francisco Sarasola como un obseso del trabajo, un hombre que vivía por y para su empresa. Por eso le inquietaba que no se hubiera presentado en una reunión importante y que no cogiera el móvil. No parecía propio de un tiburón de los negocios.

 

 

Javier Sarasola despidió a los policías en el jardín y regresó al salón. Encontró a su hermano pequeño con la cara entre las manos, llorando como un chiquillo.

—No me jodas —bufó—, ¿en serio?

Sergio se limpió la cara con la manga del jersey y miró a su hermano.

—Estoy bien, son los nervios —dijo—. Y estoy preocupado por papá, claro.

Javier sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Lo que te tiene que preocupar es todo el trabajo que se nos viene encima. Tenemos que ponernos al día con la empresa en tiempo récord, enterarnos de lo que el viejo no nos contaba y arrancar nuestro propio camino. —Se acercó a su hermano, lo cogió por la barbilla y lo obligó a mirarlo a los ojos—. Los dos, Sergio. Ahora sí.

Sergio se retorció las manos y suspiró largamente. Javier estaba preocupado, no esperaba esa reacción en su hermano, aunque uno nunca podía saber cómo iba a responder en una situación de máximo estrés.

—¿Qué crees que le ha pasado? —preguntó el más joven.

—No tengo ni idea —respondió Javier, encogiéndose de hombros—. Un accidente, supongo. O una mujer.

Sergio sonrió de lado.

—O una mujer, claro. En cualquier caso —añadió más tranquilo—, todavía puede volver…

Javier miró a través de los ventanales del salón y pensó que pronto tendría que pedir que le limpiaran la piscina. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se concentró en las ondas del agua.

—Claro —respondió sin girarse—. Si vuelve, nos alegraremos mucho.

 

***

Marcela observaba a Damen en silencio desde el sofá de su diminuto salón, una habitación diáfana que incluía una cocina abierta y el recibidor en el mismo espacio. Más allá solo estaba su dormitorio y el baño. Recordó el salón de Javier Sarasola y le dolió el agravio comparativo.

Damen mezclaba despacio y con cuidado los ingredientes de la cena: huevos revueltos con unos perretxikos que habían llenado el pequeño piso de un intenso aroma a bosque.

Le gustaba que Damen cocinara para ella. En realidad, tenía que reconocer que le gustaba todo de Damen, y eso le preocupaba. Su barrera protectora contra las catástrofes había ido perdiendo densidad poco a poco, y ahora accedía a peticiones e invitaciones impensables hacía solo unos meses.

Damen no se había puesto el pantalón de chándal que guardaba en casa de Marcela y que usaba cuando se quedaba a dormir.

—¿Tienes que irte? —le preguntó mientras cenaban.

Damen asintió con la cabeza y la miró con la boca llena.

—¿Quieres que me quede? —preguntó él con una sonrisa.

Ella no respondió, pero le devolvió la sonrisa.

—Mañana tengo el día libre y he quedado con dos compañeros para subir al Mendaur —siguió Damen—. No podía traer todo el material aquí y, además, saldremos de Pamplona a las cinco de la mañana.

—Ya —farfulló Marcela, fingiendo seguir concentrada en su cena.

Damen dejó el tenedor sobre el plato y cogió la mano de Marcela al otro lado de la mesa.

—Esto tendría fácil solución si tú quisieras —dijo.

—No voy a ir al monte —respondió ella.

—Es mucho más sencillo: ven a vivir conmigo.

Marcela recuperó su mano y movió la cabeza de un lado a otro.

—No voy a instalarme en tu casa.

—¿Por qué no?

—Porque siempre sería tu casa —respondió Marcela al instante—. Es tu casa, con tus cosas, tus muebles, tu decoración…

—Todo eso puede cambiarse —ofreció él.

Ella volvió a negar con la cabeza.

—Siempre sería tu casa —insistió—, y yo siempre me sentiría una invitada.

Damen volvió a coger su mano.

—Si ese es todo el problema, estoy dispuesto a vender o alquilar mi piso y a que busquemos uno que nos guste a los dos, que lo amueblemos juntos y que sea nuestro.

Marcela abrió los ojos y la boca, pero no dijo nada.

—¿Quieres que busquemos algo juntos? —insistió Damen ante el silencio de Marcela.

—Deja que lo piense —respondió por fin.

—Como quieras.

Damen se levantó y empezó a recoger la mesa. Media hora después se despidió de ella con un beso y la promesa de tener cuidado en el ascenso.

Marcela sacó una cerveza de la nevera, abrió la ventana del salón y se encendió un cigarrillo. Imaginó a Damen dedicándole una mirada severa y pensó en a cuánto estaba dispuesta a renunciar a cambio de la supuesta felicidad que se supone asociada a la vida en pareja. Tendría que hacer una lista de los pros y los contras, decidir qué pesaba más, si su intimidad e independencia o una vida en común con el hombre al que amaba y que, al parecer, también la quería a ella. Él al menos lo había dicho en voz alta. Ella, nunca.

Apuró el pitillo y lo apagó, pero se quedó en la ventana. El viento traía gotas de lluvia que anunciaban un aguacero de primavera. Si analizaba los contras, en realidad no podía alegar nada de peso. Damen era un hombre casi perfecto. Leal, honrado, de carácter templado y generoso. Además, era muy atractivo y el mejor amante que había tenido. Quizá demasiado apegado a las normas, organizado en exceso y con un gusto casi enfermizo por el deporte. En muchos sentidos, ella se situaba en las antípodas, pero ahí estaban, forjando unos lazos que Marcela jamás se creyó capaz de establecer de nuevo.

Su rencor no era justo para Damen, no podía valorar la situación en función de lo que otros hicieron en el pasado. Damen no era Héctor, pero ella tampoco era la misma Marcela.

Y luego estaba el tema de los hijos…

Demasiadas espinas en una flor tan pequeña.

Cerró la ventana y se dejó caer en el sofá. Recordaba perfectamente la felicidad de sentirse acompañada y sabía cuánto dolía la soledad. Reconocía en sí misma la falsa autosuficiencia de quien dice no necesitar a nadie. Damen no era Héctor, no debía olvidarlo. Damen nunca sería Héctor.

Alcanzó el móvil, observó un momento la pantalla oscura y dejó escapar un largo suspiro. Luego abrió WhatsApp y tecleó rápidamente.

OK, buscaremos.

Damen respondió a los pocos segundos, tres corazones rojos y una carita con una sonrisa de oreja a oreja. Sonrió ante el mensaje y salió de la aplicación.

 

 

Diego Vila dejó caer con cuidado las mancuernas sobre la esterilla y se secó el sudor con una toalla. De momento tendría que conformarse con hacer ejercicio en casa. Había tenido que alquilar una habitación en un piso compartido con otros dos policías recién llegados a Pamplona, una agente en prácticas y un oficial, a lo que tenía que sumar el alquiler del apartamento en Logroño que ocupaba Cristina, su mujer, los dos coches y el largo etcétera de gastos que suponía el simple hecho de vivir.

Se dio una ducha rápida y se tumbó en la cama con el móvil en la mano.

—Hola, cariño —saludó cuando su mujer descolgó.

—¿Ya has soltado las pesas? —bromeó ella.

—Hace un momento. Estoy reventado, he estado todo el día de aquí para allá.

—¿Algo interesante? —se interesó Cristina.

—Un desaparecido, las visitas de rutina. He ido con la inspectora Pieldelobo. Eso también ha sido interesante.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, no ha pasado nada. Lo que ocurre es que llevo oyendo hablar de ella casi desde que llegué. Que si es intratable, ingobernable, insubordinada… No sé, cuando vino a buscarme se me encogió un poco el estómago. Ya sabes —añadió—, si mete la pata, nos salpica a los dos, pero la verdad es que ha estado de lo más correcta.

—No te fíes —le recomendó su mujer—. Cuando el río suena…

—Sí, sí. Estoy atento. Y tú, ¿qué tal tu día?

Cristina repasó los acontecimientos de la jornada y le puso al día del estado de su solicitud de traslado. Con un poco de suerte no pasarían más de seis meses separados. Con mala, tendrían que aprender a vivir a cien kilómetros de distancia el uno del otro.

Escuchó ruidos en la cocina. Agradeció que hubiera alguien en casa, no le gustaba estar solo en ese piso desangelado. El saludo se le congeló en la lengua cuando encontró a Sofía, la agente en prácticas que ocupaba la habitación del fondo, preparándose la cena vestida únicamente con una camiseta de tirantes y unas braguitas.

—Lo siento —se disculpó Diego mientras daba media vuelta.

—¡Tranquilo! —exclamó ella—. Lo siento yo, en todo caso. Estoy tan acostumbrada a que los hombres de mi casa no me hagan ni caso que no me acuerdo de que no vivo con mis hermanos. Me vestiré ahora mismo. Vigílame la cena, por favor.

Aspiró el olor a jabón de su pelo todavía húmedo cuando pasó a su lado.

Cuando Sofía volvió, él seguía en el umbral de la puerta.

—¡Mi cena! —gritó. Corrió hacia la sartén, que humeaba y chisporroteaba sobre la vitrocerámica.

Diego soltó el aire que todavía guardaba y terminó de entrar en la cocina.

—Lo siento —repitió—, me he quedado ensimismado y no me he dado cuenta de que se estaba quemando.

Ella soltó una carcajada y tiró el contenido de la sartén a la basura.

—Me debes una cena —dijo sin dejar de sonreír.

—Hecho —respondió él con una sonrisa gemela—. Tú eliges, yo pago.

4

 

 

 

 

 

El subinspector Vila golpeteó suavemente en la puerta del despacho y la abrió despacio.

—Inspectora —saludó, acercándose a la mesa.

Marcela apartó la vista de la pantalla del ordenador y se giró para atender a Vila, que acababa de sentarse.

—El jefe ya ha cursado las órdenes pertinentes para que podamos acceder al móvil del desaparecido, y un equipo empezará hoy mismo a revisar las cámaras de tráfico entre el domicilio y la empresa. También se hará un barrido por el resto de las vías —añadió—, si conseguimos localizarlo en algún punto será un buen hilo del que tirar. ¡Ah! —exclamó de pronto—, a media mañana enviarán una nota de prensa a los medios. Comunicación la está consensuando con la familia.

—Muy bien —dijo Marcela sin más. Luego se levantó y cogió su chaqueta del respaldo de la silla—. Vamos a la empresa de Sarasola. He llamado al subdirector, nos espera. ¿Te has comprado unas gafas? —preguntó, mirándolo con el ceño fruncido.

Vila se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó unas gafas diminutas, de lentes rectangulares y montura de plástico negro.

—Doce euros en la farmacia —explicó.

—Tú conduces —apostilló Marcela.

 

***

Vila conducía con las gafas en la punta de la nariz. Bajaba la cara para ver la carretera por encima de las lentes y la levantaba cada vez que tenía que consultar el navegador.

—Las que tengo en casa son progresivas —se justificó.

Marcela no contestó. Intentaba concentrarse en el escueto expediente que le habían enviado sobre Francisco Sarasola y la empresa que dirigía, una promotora inmobiliaria con bastantes éxitos, algún auténtico pelotazo y un par de sonoros fracasos. Repasó en la tableta las imágenes de Sarasola en distintos encuentros empresariales, casi siempre sonriente y estrechando manos de colegas, políticos, varios famosos e incluso futbolistas de un equipo que un día llevó el nombre de la empresa en la camiseta. Poco más de metro setenta, una tupida mata de pelo gris, delgado y en aparente buena forma. Un tenue bronceado y las escasas arrugas que rodeaban sus ojos marrones hablaban de un hombre preocupado por su aspecto.

Las mismas fotos, u otras muy parecidas, adornaban el despacho de Francisco Sarasola en la empresa que llevaba su nombre, una planta entera de oficinas en un céntrico edificio de Pamplona con su nombre en enormes letras rojas en la fachada.

José Luis Cambra, subdirector de la firma y tan parecido físicamente a su jefe que semejaba un clon, los invitó a acomodarse alrededor de la mesa que ocupaba el rincón del despacho. Vestido con un traje de corte impecable y unos zapatos cegadores, comprobó la posición de la corbata y se aseguró de que los puños de la camisa sobresalían lo justo de la americana antes de mirarlos directamente a los ojos y ofrecerles una discreta sonrisa y un café, que ambos rechazaron.

Les repitió casi palabra por palabra la misma historia que habían oído de boca de la mujer y los hijos de Francisco Sarasola: no tenía noticias suyas desde que se marchó de la oficina el pasado viernes, y no empezó a preocuparse por su ausencia (que en su caso no fue tal, ya que no mantenían el contacto durante el fin de semana salvo excepciones) hasta que no se presentó a la reunión del lunes.

—Hemos peleado mucho para conseguir este cliente —explicó Cambra—. No sé cuántas horas hemos dedicado a preparar la mejor propuesta posible. Francisco se deja la piel en cada proyecto, pero este es especial, estamos hablando de varios millones de euros.

—¿Tenía enemigos? —preguntó Pieldelobo.

El subdirector levantó los hombros y las cejas al mismo tiempo.

—Son negocios, señora; un banquete de tiburones.

—¿Tenía enemigos, entonces? —insistió.

—Por supuesto, pero nada que le preocupara en realidad. A las buenas, todos somos estupendos, pero a las malas, Francisco era el peor; por eso era el mejor.

—Y entre toda esa fauna, ¿algún espécimen destacable? —Marcela se estaba cansando de los símiles zoológicos que no conducían a ningún sitio—. Le agradecería concreción, señor Cambra. Nombres, hechos, enfrentamientos, peleas si las hubo.

El subdirector cabeceó brevemente con la mirada perdida en la pared acristalada de su despacho. Cuando parecía que iba a decir algo, frunció el ceño y se dirigió a la puerta con paso decidido.

Al otro lado del pasillo, Javier Sarasola acababa de entrar en una oficina. Lo vieron encender las luces y dirigirse hacia el enorme escritorio de madera. José Luis Cambra salió de su despacho, cruzó el pasillo en dos zancadas y entró sin llamar en el de enfrente. Pieldelobo y Vila salieron detrás de él. Sentado a la mesa, el hijo de Francisco Sarasola esperaba paciente a que se iniciara el ordenador. Su pelo negro y espeso brillaba bajo las luces encastradas en el techo, que le blanqueaban aún más la piel. Sus ojos, oscuros, vivos y mordaces, observaron en silencio a las tres personas que lo miraban desde el otro lado.

Tras unos segundos, el subdirector dio un paso al frente.

—Javier, qué sorpresa verte aquí. ¿Necesitas algo? Seguramente yo puedo…

—No puedes —le cortó Sarasola—. Quiero saber cómo están los asuntos de mi padre para ponerme en marcha y que la empresa no se paralice.

—Varias personas de plena confianza de tu padre se están encargando de eso, conmigo al frente. No hacía falta… En estos momentos…

—Claro que hacía falta —le interrumpió de nuevo—. ¿Sabes quién soy? —preguntó sardónico—, ¿recuerdas mi nombre?

Cambra estiró la espalda y arrugó la frente.

—Por supuesto —respondió—. Solo pretendo ocuparme de la empresa mientras tú te preocupas por tu padre.

—Por mi padre ya se está preocupando la policía, ¿verdad? —preguntó, mirándolos con la cabeza ladeada—. Yo me ocuparé de la empresa. Mi hermano y yo —corrigió.

Cambra miró nervioso a los policías, que escuchaban desde el fondo de la habitación.

—Si te parece, hablamos luego —dijo por fin.

Javier Sarasola sonrió ante la bandera blanca.

—De usted, Cambra. Desde ahora, me tratas de usted.

El subdirector salió del despacho y entró en el suyo. Marcela dio un paso al frente y le sostuvo la mirada retadora.

—¿Cómodo? —le preguntó cuando estuvo junto a la mesa.

—En absoluto —respondió él—, ¿qué se cree?

Marcela se encogió de hombros.

—Ayer no conseguí que mencionaran a ningún rival de su padre, me da igual si es a nivel empresarial o personal. Nombres, señor Sarasola. Si es tan amable. Le he pedido lo mismo al subdirector.

Marcela amagó una inclinación de cabeza que provocó que el empresario se revolviera en el amplio sillón.

—Tengo que pensarlo —dijo por fin.

—Hágalo —insistió Marcela—. Mientras, nosotros seguiremos preocupándonos por su padre.

Salieron del despacho sin despedirse y entraron en el de Cambra, que permanecía de pie junto a la ventana, de espaldas a ellos. No parecía consciente de su presencia en la misma habitación. Su atención permanecía centrada en lo que ocurría en la calle, unos pisos más abajo. Por fin, Marcela dio un paso adelante.

—Señor Cambra —llamó.

El aludido se giró despacio, con la mirada todavía perdida y el ceño fruncido. Tardó unos segundos en enfocarlos de nuevo.

—Perdón, estaba… —Levantó una mano y la agitó en el aire.

—Necesitamos que dedique unos minutos a elaborar un listado de personas que sientan animadversión por el señor Sarasola. No importa los motivos ni cuándo tuvo lugar el enfrentamiento; hay personas que maduran su venganza durante décadas. Y pídale a la secretaria del señor Sarasola que nos envíe su agenda lo antes posible.

Cambra asintió en silencio, sin relajar la frente.

—Lo haré, lo haré. En cuanto tenga un minuto. La prensa ya tiene el comunicado, supongo que lo sabe, y habrá que estar atento; la familia hará una declaración, pero hay que vigilar que los contratos que tenemos no se resientan por la situación. El dinero no entiende de problemas ajenos —añadió—, solo quiere más dinero.

Cuando abandonaron el edificio, periodistas, cámaras y curiosos tomaban posiciones frente a la puerta principal. Varios agentes de la policía municipal intentaban que la circulación no colapsara y que los vehículos de la prensa abandonaran los vados y aceras.

—Necesito un café —dijo Marcela.

—Yo no tomo café —respondió Vila.

Marcela frunció los labios y se dirigió al bar de enfrente. Por suerte, siempre había un bar cerca cuando lo necesitaba.

—¿Y qué tomas? —le preguntó.

—Infusiones.

—Madre mía… Bueno, cada uno se envenena como quiere. Vuelve a Jefatura, si lo prefieres.

Diego Vila negó con la cabeza y cruzó la calle junto a Marcela. Esquivaron a la prensa y se sentaron a la única mesa libre que quedaba. Buena parte del resto estaban ocupadas por periodistas y reporteros que charlaban en voz alta sin despegarse del móvil ni perder de vista lo que ocurría fuera.

Marcela arrugó la nariz cuando el subinspector trajo su infusión, un brebaje oscuro, rojizo y humeante.

—No sé cómo puedes beberte eso —bufó apartando la cara.

—Está bueno —le aseguró él.

—Ni de coña. Apesta.

Vila apartó la taza casi hasta el borde de la mesa y observó a los periodistas. Luego se puso las gafitas, sacó su móvil y abrió la web de un periódico local. La imagen de un sonriente Francisco Sarasola llenó la pantalla. Debajo, un enorme titular anunciaba la desaparición del conocido promotor inmobiliario, mecenas de varios equipos deportivos y generoso financiador de múltiples iniciativas culturales.

—Todo lo que desgrava —murmuró Diego.

Marcela sonrió y apuró su café.

5

 

 

 

 

 

Tirado en el suelo, inmóvil excepto por el constante parpadeo de sus ojos. La camisa cubierta de sangre, los brazos debajo del cuerpo, las piernas estiradas, separadas una de otra en una postura que, de sentirla, resultaría sumamente incómoda. Suelo de hormigón o cemento y una pared sin enlucir muy próxima. No pudieron ver nada más en los apenas diez segundos de vídeo que acababan de recibir. El mensaje había llegado al mismo tiempo al teléfono de los tres hijos y de la esposa de Francisco Sarasola, que esperaban en el despacho del negociador de la policía, el inspector Manuel Ortega, un tipo alto, de ojos escrutadores y maneras suaves.

Se habían sentado muy separados en dos grupos bien diferenciados y apenas intercambiaron un par de palabras desde que llegaron, primero los hijos mayores, luego Valeria Huguet con Máximo Sarasola. Ella fue la primera en llamar a la policía. Sergio Sarasola tardó casi media hora en hacerlo. Cuando Pieldelobo le preguntó al respecto, dijo haberse sentido demasiado impresionado como para pensar con claridad.

—Nuestros equipos ya están rastreando el número desde el que les han enviado el mensaje —les dijo Ortega.

—Es de un número secreto —intervino Sergio.

—Eso no es problema —le aseguró Marcela—. El número está oculto para quien recibe la llamada, pero no para las operadoras.

—Bien —interrumpió Javier Sarasola—. En cuanto al mensaje…

Valeria Huguet empezó a sollozar. El mayor de los hijos giró la cara con disgusto. Máximo, sin embargo, estiró el brazo hasta tocar el de su madre, que le cogió la mano con fuerza.

Marcela le hizo una señal a Vila, que leyó en voz alta las escuetas frases sobreimpresas en el vídeo.

Medio millón de euros. Dos días. No aguantará más sin agua ni comida. Atentos a las instrucciones.

Marcela, que permanecía de pie, observó a los presentes. Caras serias, circunspectas. Alguna lágrima, mucha preocupación e inquietud, a juzgar por el agitado movimiento de sus culos en las sillas.

—Desde luego, el mensaje es efectivo —empezó el negociador—. Las palabras justas y las imágenes más impactantes. No es una prueba de vida. —Estudió su reacción a este comentario—. No sabemos cuándo se grabaron. Francisco Sarasola lleva tres días desaparecido, podrían haberse tomado el viernes o esta mañana. El secuestrador, o los secuestradores, porque queda claro que no es una desaparición voluntaria, han sido sumamente cuidadosos, no muestran ni un detalle que nos indique dónde puede estar. Parece una nave industrial, a juzgar por el solado, o un edificio en obras.

—Mi empresa tiene unas cuantas naves industriales de suelo basto —apuntó Javier Sarasola—. Pediré que le pasen el listado por si es de alguna ayuda. Y de las obras en marcha, si quieren.

—¿Tu empresa? —gritó Valeria Huguet—. ¿Ya lo has matado? ¿Ya has heredado? Eres un cabrón sin corazón. Hasta donde sabemos, tu padre está vivo, y Sarasola e Hijos sigue siendo su empresa, ¡suya! Imbécil… —añadió en voz más baja, pero audible.

—Lo que no sé es quién te crees que eres tú —respondió Javier Sarasola—. Una puta más, una de tantas.

—Soy su mujer —escupió Valeria.

—Porque lo pillaste en un mal momento. —La sonrisa ladeada de Javier era un dardo lanzado directamente al corazón de Valeria. La mujer acusó la herida y volvió a cubrirse la cara con las manos para seguir llorando. Satisfecho, Sarasola entrelazó los dedos sobre su regazo y volvió a mirar al frente con los labios convertidos en una línea fina.

—Podríamos decir que esto nos sitúa ante un delito por motivos económicos —intervino el inspector Ortega, que había permanecido impasible a pesar de la evidente incomodidad de la escena vivida.

Marcela asintió.

—Necesitamos su permiso para intervenir los teléfonos. De todos —añadió.

Nuevo revuelo de culos sobre las sillas.

—Acostumbro a mantener conversaciones privadas por teléfono. Con clientes, proveedores, otras empresas, ayuntamientos… Son estrictamente confidenciales —remarcó Javier Sarasola.

—No somos unos chismosos —respondió Pieldelobo—, pero debemos tener acceso inmediato a las próximas comunicaciones de los secuestradores.

—Puede que no se pongan en contacto conmigo —siguió el mayor de los hijos—, o que nos manden el mismo mensaje a todos, como hoy.

—O puede que no —le cortó Valeria Huguet—. Dales el teléfono y cómprate otro para hablar con tus amiguitos.

—Estúpida zorra…

Valeria hizo ademán de levantarse de la silla, gesto que imitó su hijo. Pieldelobo y Vila se situaron de inmediato entre los dos grupos de sillas.

—Necesitamos los móviles —zanjó Ortega, puesto de pie—. Y necesitamos que sigan nuestras indicaciones en cuanto a sus comunicaciones a la prensa. No pueden soltar lo primero que se les ocurra.

—Nombraremos un portavoz —decidió Javier Sarasola.

—¿Alguien de tu cuerda? —preguntó Valeria Huguet.

—Alguien con sentido común, no como tú, tarada.

—Suficiente —les cortó Marcela en voz alta—. Pónganme en contacto con su portavoz cuanto antes para establecer las directrices de la comunicación pública. Señor Sarasola —añadió, acercándose a Javier—, si no quiere, no está obligado a darnos acceso a su dispositivo. Un juez decidirá si es necesario por el bien de la víctima. Y confiemos en que sus reticencias no se filtren a la prensa, sería terrible…

Marcela sintió sobre su espalda la mirada acerada de Ortega, pero le dio igual. Ya aguantaría el chaparrón más tarde.

—No tengo inconveniente en firmar el consentimiento —reculó Sarasola—. Lo que me preocupa es que alguien más que yo escuche mis conversaciones. Algunas son muy delicadas.

—Quizá pueda posponerlas un par de días, hasta que todo esto se resuelva. Su padre no aguantará más, ¿recuerda?

—Inspectora —la llamó Ortega.

Marcela dio un paso atrás.

—Disculpe. Nos preocupamos por su padre…

 

 

Una vez solos, Ortega y Pieldelobo volvieron a visionar el vídeo un par de veces más, deteniéndose en algunos fotogramas en busca de indicios, escrutando en las sombras y tratando de localizar cualquier reflejo. Subieron el volumen y releyeron el mensaje. Finalmente, Ortega congeló la imagen de Sarasola en el suelo.

—¿Crees que está muerto? —le preguntó Marcela.

Ortega negó con la cabeza.

—El movimiento del pecho es ligero, pero respira. De lo que no estoy tan seguro es de cuánto aguantará. No creo que llegue a los dos o tres días que insinúan en el vídeo. La sangre bajo el cuerpo sugiere una herida en la espalda, puede haber afectado órganos vitales…

—¿Comienza la cuenta atrás? —preguntó Marcela.

—Me temo que empezó hace días, estamos en el tiempo añadido.

 

 

José Luis Cambra bordó su papel de portavoz de la familia ante las cámaras de televisión. Serio y confiable, con el temblor justo en la voz y la emoción medida en la mirada, habló de la conmoción de la familia al conocer el secuestro de Francisco Sarasola, hizo un llamamiento a los raptores para que lo liberaran de inmediato y elogió la figura de su jefe como empresario, padre y esposo.

Cuando los flashes se apagaron y los periodistas se ocuparon de la siguiente noticia, Cambra entró en el edificio de oficinas, subió hasta su despacho, cerró la puerta y corrió las cortinas.

Sentado a su escritorio, abrió uno de los cajones y sacó un pequeño teléfono móvil, un modelo antiguo sin conexión a Internet. Muy útil.

Seleccionó uno de los pocos números que guardaba en la agenda, marcó y esperó.

—Soy yo —dijo, y cerró los ojos, avergonzado ante la obviedad—. Está hecho.

Y colgó.

Oyó pasos en el pasillo justo antes de que la puerta de su despacho se abriera sin previo aviso. Javier Sarasola empujó la hoja, esperó a que su hermano pasara y entró a su vez, cerrando a su espalda. Sergio ocupó una de las sillas, mientras que Javier prefirió quedarse de pie detrás de su hermano, apoyado en el respaldo acolchado.

—Buen trabajo con la prensa —empezó—. Esperemos que esto se resuelva pronto y solo haga falta una comparecencia más, para anunciar la liberación de nuestro padre.

—Sí, ojalá —convino Cambra—. ¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó al ver que ninguno de los hermanos se decidía a hablar ni tampoco parecían tener intención de marcharse. Su actitud, sin embargo, no podía ser más distinta. Mientras Sergio Sarasola parecía entretenido con lo que pasaba al otro lado de la ventana, Javier sonreía y clavaba su mirada en Cambra.

—Necesito la agenda de mi padre —dijo por fin el mayor.

—Puedes pedírsela a Gloria, ella controla las citas de Francisco.

Javier amplió la sonrisa hasta mostrar los dientes.

—La otra agenda, José Luis. El cuaderno de los chanchullos, de los nombres…

—No sé de qué me hablas —le cortó el subdirector.

—No te pases de listo, y no me tomes por tonto. No está en su despacho, de modo que la tienes tú. Dámela.

—Insisto en que no sé de qué me hablas y, aunque lo supiera, no estoy autorizado para entregarte ningún documento que pertenezca a tu padre. No sin su consentimiento, en cualquier caso.

—Él no está y hay asuntos que atender.

—No ahora. No por ti —respondió Cambra.

Javier Sarasola acusó el golpe. Apretó el respaldo con fuerza y contuvo la furia que le palpitaba en las sienes.

—No es tu empresa, Cambra. Nunca lo será. Pero más pronto que tarde será mía. Nuestra —corrigió, colocando una mano sobre el hombro de Sergio—. Entonces, más te valdrá salir de aquí lo más rápido que puedas. Vamos —le dijo a su hermano. Sergio se levantó con rapidez y se dirigió a la puerta. Javier esperó hasta que se alejó para volverse un momento hacia Cambra—. Quiero el cuaderno, déjalo encima de mi mesa cuanto antes. Y no me tutees, ¿está claro?

José Luis Cambra esperó varios minutos sin moverse, hasta estar seguro de que ninguno de los dos Sarasola volvería a entrar. Luego abrió de nuevo el cajón, sacó el anticuado teléfono y marcó el mismo número que hacía un rato.

—Tiene que ser hoy —dijo—. No puedo esperar más.

Acto seguido sacó del ropero un maletín de buen tamaño y comenzó a llenarlo. El portátil, tres memorias externas, varios USB, media docena de dosieres en carpetas y un cuaderno de tapas negras.

Diez minutos después esquivaba a la prensa mientras salía del garaje al volante de su coche y aceleraba en las calles de Pamplona.

6

 

 

 

 

 

Los pies descalzos recogían las vibraciones de la canción y las repartían por todo su cuerpo. Bum, bum, bum. Sergio Sarasola se acercó despacio, contoneándose, hasta uno de los enormes altavoces de la sala de música. Se colocó en un lateral y apoyó la espalda en la madera lacada. BUM, BUM, BUM. Más alto, más fuerte. Sentía el sonido en su interior, la cadencia de la canción se mezclaba con el latido de su propio corazón. BUM, BUM, BUM.Lara se contoneó hacia él, los ojos apenas abiertos, la sonrisa relajada, las manos acariciando el aire. Llegó hasta su marido y comenzó a bailar a su alrededor. Sergio, de pronto consciente de la presencia de su mujer a su lado, abrió los ojos y sonrió. Luego alargó los brazos, la cogió por la cintura y la acercó a él. Bajó la cabeza hasta apoyarla en el hombro de ella y giró la cara para hundir la nariz en su cuello. Cerró los ojos y aspiró.

—¿Estás mejor? —le preguntó Lara en un susurro.

—Mucho mejor —respondió Sergio sin despegarse de la piel de su mujer—. Gracias.

Ella sonrió y le acarició la espalda con sus larguísimas uñas.

—Le diré a Pablo que nos consiga más hierba. Los próximos días van a ser complicados.

Sergio asintió y siguió bailando mientras las uñas de Lara le electrificaban el cuerpo.

Lara siempre sabía lo que necesitaba, lo que le convenía. Cuando lo veía estresado o triste, o especialmente hundido después de una reunión en la empresa o de una charla con su padre, ella le preparaba un Long Island. Ginebra, tequila, ron, vodka, limón y azúcar, un chute que le ablandaba el cerebro. A veces, la copa venía acompañada por un porro de maría que le relajaba los músculos y eliminaba cualquier vestigio de dolor o preocupación que el cóctel no se hubiera llevado por delante. Lara sabía que su marido era un hombre sensible, proclive a la exageración y a hundirse en el fango de la desesperanza. Pero ahí estaba siempre ella, su soporte imprescindible, su ancla, el motor que lo reflotaba una y otra vez, ya fuera con arrumacos y un polvo o con alcohol y hierba. Lo que hiciera falta, siempre.

Sergio era dócil y cariñoso, todo lo contrario que su hermano Javier. El recuerdo de su primer encuentro «familiar» todavía le ponía la piel de gallina. Sergio acababa de pedirle que se casara con él y, cuando ella aceptó, decidió que debía conocer a su familia cuanto antes. Reservó mesa para seis en un buen restaurante y le presentó a su padre, a su esposa y a sus dos hermanos, Javier y Máximo. La noche y el día.

Javier fue muy generoso en sus comentarios hacia Lara. Sin ninguna sutileza, la llamó buscona, aprovechada y oportunista. Luego atacó a su hermano Sergio llamándolo salido e idiota y, por último, le dedicó unas palabras al joven Máximo, que entonces apenas tenía catorce años y que se debatía entre la furia y la pena. Su padre observaba displicente a su primogénito con media sonrisa ladeada y algún gesto casi imperceptible cuando consideraba que estaba cargando demasiado. Solo la esposa del patriarca, Valeria, salió indemne de la cena, aunque no se cortó a la hora de defender a su vástago.

Valeria era la segunda esposa de Francisco Sarasola, madre de Máximo y, según le contó Sergio más tarde, «una tía rara, le va todo eso de la adivinación y echar las cartas». Quedó muy claro desde el principio que la relación entre las partes era, como mínimo, tirante, cuando no abiertamente hostil. Lara odiaba ese ambiente, evitaba siempre que podía los encuentros con los Sarasola y, cuando no le quedaba más remedio, utilizaba la química para llegar relajada y con un punto pasota. Xanax, Valium, Lexapro… Pura supervivencia.

Se separó de Sergio lo justo para poder mirarlo a la cara. Sonreía con los ojos cerrados. La hierba era muy buena, y el Long Island iba más cargado de lo habitual.

—¿Habéis tenido más noticias desde lo del vídeo? —le preguntó.

Sergio movió la cabeza de un lado a otro.

—No, y no creo que tengamos más.

—¿Por qué dices eso?

Él se encogió de hombros y alargó las manos para recuperar el abrazo de su mujer.

—No sé, algo me dice que el viejo es historia.

 

 

Marcela Pieldelobo y Diego Vila esperaban en silencio a que el comisario Andreu terminara de hablar por teléfono. Ambos habían agradecido la llamada del jefe. Llevaban casi tres horas dejándose los ojos estudiando el vídeo que había recibido la familia y analizando junto a los técnicos cada segundo del audio que lo acompañaba. En la científica seguían limpiando las pistas para intentar dar con algún indicio sonoro, pero el resultado estaba siendo bastante decepcionante. Y Javier Sarasola y José Luis Cambra seguían sin facilitarles un listado de rivales potencialmente peligrosos.

—No parecen tener mucha prisa por encontrarlo —había comentado Vila mientras se frotaba los ojos. Tenía clavado en la retina cada píxel del vídeo.

—Hace un rato hablé por teléfono con el hijo mayor —le contó Pieldelobo a continuación— y le pregunté directamente si tenía intención de pagar. Se quedó callado, como si no hubiera pensado en ello, pero al momento me aseguró que sí, por supuesto, que si no lo encontrábamos antes, pagaría. Él, en primera persona. No «pagaremos». «Pagaré».

—Ese tipo tiene un ego que no cabe en un estadio de fútbol —bufó el subinspector.

Marcela no podía estar más de acuerdo, aunque se cuidaría mucho de dar su opinión al respecto durante la reunión. Datos y evidencias, nada más. Y la evidencia era que no tenían nada.

Andreu colgó y los dos se irguieron en sus asientos.

—Era el presidente de la asociación de empresarios —empezó el comisario—. Quería saber si hay novedades sobre el secuestro, pero pronto ha quedado claro que lo que ocurre es que están preocupados. Dice que esto les recuerda a los peores años del terrorismo etarra, cuando secuestraban a empresarios que no pagaban el impuesto revolucionario, y me ha pedido protección.

Marcela se revolvió en su asiento.

—¿Están siendo amenazados o extorsionados? Eso cambiaría mucho las cosas…

—No, no. En absoluto —la cortó el comisario—. Nada de amenazas, al menos que él sepa, pero están inquietos. Temen que, si se trata de un rapto puramente económico y les sale bien, es decir, si los secuestradores consiguen el dinero y quedan impunes, les pase lo mismo a otros empresarios. He intentado tranquilizarlo —suspiró Andreu—, pero el miedo es libre y poderoso, así que le he recomendado que extremen las precauciones y que nos llamen al menor indicio de peligro.

Marcela asintió.

—Los Sarasola han accedido por fin a que se intervengan sus teléfonos —continuó el comisario— y el equipo de rastreo está listo. Nos envían refuerzos desde Bilbao, un par de técnicos de apoyo. Aunque lo ideal sería que dieran ustedes con el desaparecido cuanto antes. —La ceja izquierda del comisario se había situado en mitad de su frente y los miraba alternativamente por encima de las gafas, primero a ella, después a él, y vuelta—. Pidan lo que necesiten, esto es prioritario. Y no la cague, inspectora.

El comisario les lanzó una gruesa carpeta con las disposiciones judiciales, copias de los interrogatorios y resultados obtenidos hasta el momento y se apoyó en el respaldo de la silla. Marcela cogió la carpeta, saludó formal y se dirigió a la puerta. Vila salió pegado a sus zapatos.

—¿Volvemos a la sala de visionado? —preguntó el subinspector.

—No —respondió Pieldelobo—. La Reinona me ha mandado un mensaje, tengo que llamarlo.

El inspector Domínguez, alias la Reinona, era el jefe de la brigada científica, un tipo alto, siempre amoratado y sumamente desagradable. De hecho, era la única persona a la que Pieldelobo intentaba evitar siempre que podía.

De vuelta en su despacho, Marcela marcó la extensión de Domínguez y conectó el altavoz del teléfono.

—Inspectora —saludó la Reinona—. Se lo ha pensado, hace más de media hora que le he pedido que me llame.

Marcela decidió ignorar la pulla, no iba a justificarse ante Domínguez.

—Me acompaña el subinspector Diego Vila, es nuevo aquí.

—Lo sé —intervino Domínguez—. Sustituye al subinspector Bonachera. Puede estar tranquilo, Vila. No le han dejado el listón demasiado alto, no le costará mucho superarlo. Bastará con que no se drogue ni se vaya de putas.

—Nadie le ha pedido su opinión, inspector —respondió Marcela.

—Es un consejo gratuito, inspectora. Bien —zanjó—, tenemos información sobre el teléfono desde el que se envió el vídeo y la petición de rescate. Es un móvil robado.