Mucho que decir y poco que contar - Javier Guillén - E-Book

Mucho que decir y poco que contar E-Book

Javier Guillén

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«Mucho que decir y poco que contar», sentenció Arsenio Iglesias tras perder la Liga 93/94 de la forma más trágica. Djukic erraba un penalti en el último minuto y el SuperDepor se quedaba sin el que hubiera sido el primer título de su historia después de haber conquistado a todo un país en lo que constituyó un fenómeno deportivo, social y mediático sin precedentes. Pero ¿cómo se llegó hasta ahí? ¿Qué sucedió después? ¿Queda, treinta años después, algo por desvelar? Futbolistas, presidentes, entrenadores, árbitros, periodistas, aficionados, políticos… A través de más de doscientos testimonios, este libro reconstruye hasta el último detalle un episodio que, detrás del dramático desenlace que lo convirtió en uno de los más célebres e insólitos del fútbol español, oculta un sinfín de pequeñas historias cruzadas, muchas de ellas desconocidas. Además, el presente volumen incluye enlaces a material audiovisual exclusivo e inédito donde los protagonistas toman la palabra. Una ciudad entregada en cada calle y cada rincón. Una sombra y una sospecha. Un héroe fallido. Un villano. Mil leyendas. Tenía razón Arsenio. Aún hay mucho que decir. «El SuperDepor perdió un campeonato, pero ganó una historia. Una de esas que merecen un libro: este es el relato definitivo de unos días que parecen sacados de un guion macabro y que marcaron con una cicatriz épica y eterna la memoria del fútbol». Nacho Carretero

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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ENSAYO 44

AUGUSTO CÉSAR LENDOIRO1

PRÓLOGO

 

 

 

 

El 14 de mayo de 1994, una preciosa ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes estaba a punto de vivir la mayor fiesta de su historia. La victoria del Deportivo sobre los ches equipararía A Coruña con Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao y San Sebastián, al ser una de las siete grandes poblaciones españolas que habían podido celebrar el ser campeones de Liga.

Por eso los coruñeses engalanaron sus casas y se vistieron de azul y blanco. Se preparaban para disfrutar de una tarde y una noche de ensueño. Todo lo tenían bien organizado: las entradas del partido, la reserva del restaurante, el fin de fiesta en discotecas… Bueno, todo no, «solo» faltaba ganar el encuentro.

Ese día, la verdad sea dicha, no estuvimos nada finos, pero, cuando ya el tiempo se agotaba y dábamos todo por perdido, Dios nos vino a ver en forma de penalti. González se adelantó un metro de la línea —lástima de VAR en esa temporada— al tiempo que Djukic se dirigía al balón sin casi respirar. El portero adivinó la dirección del esférico y el estadio de Riazor, igual que el serbio, se quedó sin respiración, enmudeció.

Increíble. Habíamos cambiado perder una Liga en el último suspiro por pasar a la historia del fútbol mundial. Fue a partir de ese dramático instante cuando salió a relucir lo más valioso de esa escuela de vida que es el deporte. La afición, aún en cierto estado de shock, había invadido el césped para arropar a los jugadores y, de forma especial, a Djukic. El presidente, nada más terminar el encuentro, desde el mismo palco, había felicitado al Barça, a sabiendas de la suculenta prima a los valencianos.

Y todos —eso solo puede hacerlo la gente del deporte que sabe perder— a celebrar una «fiesta». La de los aficionados en Cuatro Caminos y la de plantilla, directiva e invitados en la cena prevista de antemano en El Corte Inglés. Algo inaudito después del tremendo varapalo sufrido. En palabras de mi añorada Mari Carmen Izquierdo, «esto, Augusto, solo lo podéis hacer vosotros».

Fue aquel el gran máster de todo el deportivismo. Los niños sufrían al ver emocionados a sus abuelos, porque pensaban que ya no verían ganar una Liga al Dépor. La tristeza se había apoderado de la situación, pero cada uno ofrecía su lado más humano. Era justo lo que siempre habíamos transmitido de los valores del deporte, que te prepara para levantarte con fuerza después de la más dolorosa de las caídas.

Fue emocionante poder comprobar cómo ese ejemplo de solidaridad de todo un pueblo hiciese llorar a toda España, aficionados y no aficionados al fútbol, a los que les costaba entender que David felicitase como vencedor a Goliat, a pesar de sus golpes bajos.

Era un momento muy duro, pero a los dirigentes nos correspondía la tarea de volver a ilusionar a la afición. Había que convencerlos de que «España nos debe una Liga». El objetivo era difícil de cumplir, pero entre todos conseguimos, pocos años después, que casi todos aquellos abuelos pudiesen celebrar ser campeones.

Con la salida de Mucho que decir y poco que contar he recuperado la ilusión, que comenzaba a perder, de que un gran director o directora de nuestro cine lleve a la pantalla ese momento épico del fútbol mundial. El guion de la película ya existe. Gracias, Javier Guillén.

MUCHO QUE DECIR Y POCO QUE CONTAR

 

 

 

A Irma, Jesús y Paloma,

por su apoyo incondicional

y por ayudarme a cumplir sueños.

 

E a Pauliña, pola súa infinita paciencia

e por mudarse á Coruña o 14 de maio de 1994.

 

 

 

 

 

Para confeccionar este libro han sido entrevistados más de un centenar de periodistas y fotógrafos. Al lado del nombre de los mencionados aparecerá el del medio de comunicación en el que trabajaban en mayo de 1994.

 

Al final de los capítulos II, V, VI, VII, VIII, IX, XIV y XXI aparecen códigos QR que dirigen a material audiovisual exclusivo complementario al texto. Del mismo modo, la versión completa del capítulo XVI es accesible a través del código QR que se facilita en la página 259.

 

 

 

Señores, creo que en los casi cien años de historia de la Liga nunca se ha vivido algo semejante a lo de hoy, y creo que será muy difícil, por no decir imposible, que se viva en el futuro algo parecido a lo de hoy.

 

CHEMA ABAD, Radio Nacional de España,

14 de mayo de 1994

 

I. SALIENDO A HOMBROS DEL BERNABÉU

 

 

 

7 de mayo de 1994

 

Un hombre cuya fama ha reventado el «populómetro» español en el último año se apresura a salir del estadio Santiago Bernabéu. Acaba de presenciar en directo el Clásico, un Real Madrid-Barcelona, y fuera, entre la muchedumbre, le esperan sus hijos. Apenas llega a ellos, varios jóvenes lo reconocen, lo rodean, vociferan su nombre, y entre cuatro lo alzan cual trofeo que levanta un equipo campeón. Los aficionados, hinchas del Real Madrid, lo llevan en volandas hasta el vehículo de su acompañante, Argimiro Vázquez Guillén, un prestigioso procurador coruñés. En total son poco más de diez minutos de dulce demencia con un hombre que se siente querido allá por donde pisa. Ochocientos metros de un delirante e imprevisto viaje a hombros, en procesión con medio centenar de chavales merengues que avanzan a su lado. A su paso, desde la puerta 0 del estadio hasta las proximidades de El Corte Inglés del paseo de la Castellana, decenas y decenas de personas le aplauden, sonríen, gritan su nombre, el de su equipo y le desean la mejor de las suertes. Él responde levantando los brazos, saluda cual emperador romano a sus fieles, o como un torero que sale por la puerta grande.

El cuerpo paseado a hombros es el de Augusto César Lendoiro, el presidente del equipo de moda del fútbol español (el mismo que bajo su batuta daría dieciocho años de continua pesadilla a la misma hinchada que le vitorea), pero, pese a la demostración de cariño, se va de Madrid rápidamente. En unas horas, algo más de trescientos kilómetros al norte de la capital, tiene una de las citas más importantes de su vida.

Ocho mil hinchas del Deportivo de La Coruña invaden paulatinamente desde el día anterior la ciudad de Logroño. El rojizo vino riojano se sumerge en almas blanquiazules en el desplazamiento más multitudinario que se recuerda en el club, que acaba de cumplir ochenta y ocho años. No es para menos, el Dépor está muy cerca de ser campeón de Liga por primera vez en su historia.

 

Logroño, un mal Amor… arreglado

 

El club gallego aventajaba en un punto al Barcelona —hasta la temporada 94/95 se daban dos por victoria— y tenía el campeonato a tiro. La cuenta era muy sencilla: si el Barça perdía el sábado en el Bernabéu (llevaba doce partidos consecutivos sin ganar en el estadio blanco) y el Dépor vencía el domingo en Logroño, levantaría el primer título de su historia a falta de una jornada por disputar.

En la capital riojana la expectación era máxima. Muy cerca de la famosa y gastronómica calle Laurel, empleados del hotel NH Herencia donde se alojaba la expedición blanquiazul habilitaron una sala para que los jugadores pudieran ver el Clásico. Algunos periodistas y fotógrafos se unieron a ellos. En el hall, sabedores de que también había decenas de aficionados alojados, instalaron otra pantalla. Frente a ella, más periodistas, empleados e hinchas. Fuera, hasta medio millar de coruñeses fueron llegando para animar a los suyos.

En el Bernabéu, Romario, sorprendentemente titular pese a que su padre llevaba seis días secuestrado en Brasil (pedían el equivalente a casi seis millones de euros de rescate), percibía de lejos cómo en el fondo sur se formaba la típica avalancha en la grada que era sinónimo de gol. Se cantó en Logroño. Pero… falsa alarma. Prosinecki la había mandado al lateral de la red. Poco después fue Butragueño el que la tuvo a portería vacía. El Madrid no era capaz de marcar a su eterno rival, como sí había hecho en los diez anteriores Clásicos como local. Los nervios comían las uñas de los coruñeses en la capital riojana, y Arsenio, atacado, decidía marcharse en el minuto sesenta a dar un paseo. Volvió poco después y a trece minutos del final vio cómo Guillermo Amor marcaba el gol que a la postre dio la victoria al Barça. El histórico Dream Team de Johan Cruyff —quien antes del partido firmaba el empate y la derrota del Dépor— conseguía al fin su primer triunfo en territorio comanche y mandaba un bofetón en dirección a Logroño que aplacaba cualquier atisbo de celebración.

«Al terminar el partido se hizo un silencio en la sala. Tengo muy mal recuerdo de aquella noche en el hotel», rememora Ballesta, segundo entrenador de Arsenio, que tiró de su habitual desconfianza: «Ya sabíamos que no nos iban a echar una mano». Los jugadores también quedaron afectados: «La cara de circunstancias de la mayoría de nosotros después de ver que el Barcelona ganaba… Era complicado», recuerda Manjarín. «La sensación que había era que estaban acojonados», apunta el periodista Carlos Cariño (Marca). Silencio, rostros largos y se rompen tradiciones: Arsenio cancela el paseo nocturno postcena por los alrededores del hotel. Justo allí donde un insensato conductor lanzó su vehículo contra los seguidores blanquiazules para a continuación darse a la fuga. Afortunadamente no hubo que lamentar heridos graves y los hinchas retomaron los cánticos, repitiendo una y otra vez uno muy directo para levantar la autoestima a los jugadores: «¡No pasa nada, la Liga está ganada!».

«Debajo del hotel hubo afición del Dépor durante toda la noche. Algunos ni durmieron», apunta Nando. Y es que la noche fue muy larga en una acogedora tierra de fácil empape «gastroalcohólico». A nadie le condicionó que ese fin de semana no pudiesen ser ya campeones. Había que disfrutar. Desde A Coruña habían llegado miles de «expertos de la noche» con pocas ganas de dormir, entre ellos un bus fletado por el dueño de la discoteca El Bosque, una de las salas más populares del área metropolitana coruñesa en aquella época. Corría el rioja, la cerveza, las copas, lo legal y lo ilegal. Los hosteleros de la calle Laurel estaban desbordados. Hasta tal punto que hinchas blanquiazules se ofrecieron para ayudar a servir copas. Decenas de deportivistas se mezclaron con empleados del club, también habituales de los saraos nocturnos, en la discoteca Yo Que Sé. Por allí estaban el doctor César Cobián o el delegado Barros Botana, que todavía recuerda aquel jolgorio multitudinario: «Yo no pagué en ningún bar, me invitaban a todo». El tercero que reconocieron los aficionados fue el querido Antonio el Gitano. El masajista, en pleno apogeo nocturno, se abrazaba a los hinchas al grito de «¡Tenemos que ganar por vosotros! ¡La plantilla lo dice!». Los más fiesteros cerraron el garito con una escena insólita: había deportivistas durmiendo dentro de la discoteca en tiendas de campaña.

En la mañana del domingo se completó la invasión, pese a que algunos hinchas llegaron a dar media vuelta en mitad del viaje tras la desilusión por la victoria del Barça. Decenas de vehículos particulares, cuarenta autobuses y dos trenes especiales de Renfe desembarcaban en territorio riojano, por donde, además, para mayor captación mediática, pasaba ese fin de semana la Vuelta Ciclista a España (el equipo Banesto compartía hotel con el Dépor). Pero había que matar las horas antes del partido (19:00). Los aventureros que habían viajado sin alojamiento prolongaban el sueño en parques de la ciudad. Mientras los más privilegiados fueron invitados a las Bodegas Federico Paternina, propiedad del presidente del Club Deportivo Logroñés, Marcos Eguizábal, en la localidad de Haro. Allí compartieron mesa y mantel ambas directivas, degustando los mandamases, por iniciativa del administrador, un reserva especial llamado Blanco Brillante (uno de los vinos más antiguos producidos en España). Tras catarlo, Lendoiro clamó generosidad para sus acompañantes: «Por favor, Federico, traiga otra, que lo prueben también el resto que están mirando cómo nosotros lo tomamos». Y le creaba, sin saberlo, un pequeño apuro al maître: «Tenía igual cincuenta o cien botellas. No tenía más. El tío se agarró un cabreo…», recuerda entre risas Argimiro Vázquez Guillén, procurador y amigo del presidente. Entre el vino, la comida y la comodidad de aquellas bodegas subterráneas ubicadas a media hora de la capital riojana, las directivas casi llegan tarde al partido.

Antes que ellos fueron accediendo al estadio los más de siete mil deportivistas con entrada. Hubo un buen puñado que se quedó sin poder entrar; se colgó el cartel de no hay billetes. Algunos quisieron dar su último aliento a los jugadores en el hotel, donde Liaño accedió a colgarse una ristra de ajos reconvertida en collar. La hortaliza, además de poseer multitud de propiedades beneficiosas para la salud, se había convertido en un clásico elemento supersticioso para los blanquiazules. El Dépor se aferraba a todo para volver a ganar, ante un equipo que se jugaba la permanencia, y depender de sí mismo en la última jornada para ser campeón.

 

Gol en Las Gaunas

 

Hubo que sufrir. El 0-0 al descanso, que suponía la pérdida del liderato, traía irremediablemente a la memoria los últimos pinchazos. «Fue un partido duro de cojones», recuerda Liaño. Y es que hasta la segunda parte el Dépor no logró afianzar la victoria. Donato, con un golazo magistral de falta directa (marca de la casa), desempolvaba las gozosas gargantas gallegas: «¡Cruyff, cabrón, Dépor campeón!». Diez minutos después, Manjarín desataba el jolgorio casi definitivo tras cabecear un buen pase de Bebeto.

El sufrimiento y la tensión provocaron que Lendoiro olvidase la formalidad del palco de autoridades durante unos instantes, y se levantó para celebrar el 0-2. «No debería haberlo hecho, ya le pedí disculpas a Marcos Eguizábal», aclaraba el presidente instantes después ante los micrófonos de Josep Pedrerol, periodista de Canal+.

Más allá del palco, la grada blanquiazul (es decir, medio estadio) era una fiesta. Un hincha que portaba un palo con un Pompito gigante (más adelante conoceremos su peculiar batalla contra el Chupa Chups) se paseaba en claro vacile al vicio obligado de Cruyff. En el banquillo, la angustia acumulada era tan evidente que pese a llegar con ventaja a los últimos minutos, Arsenio se marchó y vio el final desde la entrada del túnel. «Todavía queda mucho por hacer aquí, sigue estando complicado», explicaba tras el pitido final frente al vestuario, mientras el utillero, Suso Méndez, se afanaba en cerrar la puerta a las cámaras para que no cruzasen la íntima frontera.

En el verde, los jugadores celebraban el triunfo con la sensación de haberse quitado una losa de encima. Paralelamente, en Río de Janeiro, el padre de Romario era liberado. Al conocer la noticia, Bebeto no ocultaba la emoción por la felicidad de su compatriota: «Gracias a Dios, estaba preocupado antes de empezar el partido, pedí a Dios la libertad de su padre», declaraba aliviado. Unas trompetas —sí, antes se podía entrar con instrumentos musicales, entre otros voluminosos objetos, a un campo de fútbol— ponían la nota musical a la fiesta previa a la traca final que se vivía en el pequeño Riazor de Las Gaunas, a la vez que Lendoiro volvía a atender a Josep Pedrerol en el palco, pasados ya varios minutos tras el final del encuentro. «En esto se sufre tanto… Que nadie eche las campanas al vuelo, que tenemos que luchar mucho todavía». Mientras, la hinchada gritaba al unísono: «¡Logroñés! ¡Logroñés!», agradecida tras un fin de semana especial. «Se jugaban el descenso y la gente prefería casi que ganase el Deportivo. Yo sigo siendo forofo del Logroñés desde entonces», sentencia Lendoiro con cariño tres décadas después. Lo cierto es que el presidente estaba tan sobreexcitado que momentáneamente, fruto de la emoción, se quedó en blanco ante el micrófono, superado por el griterío de los miles de deportivistas. «¡Lendoiro es cojonudo! ¡Como Lendoiro no hay ninguno!», vociferaban los hinchas más próximos al palco a la par que un hombre le rodeaba el cuello con una bufanda blanquiazul.

Bebeto y Liaño se encaramaron a las vallas del viejo Las Gaunas para abrazar de cerca a su gente. El portero firmó multitud de autógrafos. «Lo celebramos como si hubiera sido una final», asegura el meta. «La mayoría nos sentimos campeones al salir de Logroño», afirma López Rekarte. Djukic sacaba sus dotes de futurólogo: «Esta Liga se va decidir en el último partido, a lo mejor en el segundo tiempo, últimos minutos…». Para el partido definitivo era duda Claudio, que, lesionado y fuera de la convocatoria, vivió el encuentro de la penúltima jornada en un lugar imprevisible: en la ría do Porto, en Camariñas. «Estaba pescando, pero mi mente estaba en Las Gaunas. A ratitos encendía la radio y veía cómo iban. Me ponía fatal, muy nervioso». Un hobby irrenunciable para el nueve que no agradaba al míster (más adelante se explicará por qué). Pero bastante tenían con lo suyo en Logroño: «Recuerdo entrar en el vestuario y ver a Arsenio preocupadísimo diciendo que todavía queda mucho, que queda el Valencia… Él veía que lo que acontecía alrededor del equipo podía perjudicarnos», expone Manjarín.

Y es que lo del exterior estaba descontrolado, fuera de sí, indomable en plena ebullición. Nadie podía calmar a aquellos ocho mil deportivistas que habían cruzado media España para ver a su equipo ganar el primer título, y que festejaban pese a saber que tendrían que esperar una semana más.

«¡La Liga está clarísimamente decidida y ganada!».

«¡No se puede perder, ya está ganada!».

«¡Está ganada! ¡No hay problema ninguno! ¡Compramos las naranjas todas!».

«¡No vamos a sufrir nada!».

Los hinchas lo tenían claro: estaba hecho. Raro, muy raro era el que dudaba, rompiendo con el típico cliché gallego, y así lo reproducía la Televisión de Galicia al preguntar entre los aficionados desplazados. Con un micro delante o verbalizándolo con el clásico cántico de «campeones» que atronaba en Las Gaunas antes de emprender el viaje de vuelta, como recuerda Nando: «Cuando montamos en el autobús, la gente lo rodea para salir del estadio. Arsenio ahí nos hace saber que está preocupadísimo con la euforia». El optimismo era imparable. Y aquello, al Bruxo de Arteixo, escéptico por naturaleza, le carcomía por dentro. «Esta semana va a ser larga y dura, interminable». No solo para él, también para una ciudad que ya había comenzado a echarse a las calles.

 

¡A Cuatro Caminos!

 

Cohetes, bombas de palenque, bocinas de barcos pesqueros, caravanas automovilísticas, lágrimas en los mayores, felicidad en los más jóvenes… Así relataban los medios locales la explosión de júbilo que se había vivido en la ciudad gallega, cuyo epicentro final fue la fuente de Cuatro Caminos. No era la primera visita de la temporada, pero nunca había sido tan exultante y numerosa. El sentimental monumento que el Ayuntamiento había dejado sin agua ante la posibilidad de una celebración fue testigo, con los bomberos que se encargaron de regar a los hinchas, de los mismos cánticos que los viajeros deportivistas habían entonado en Logroño.

Circunstancia que se repetiría al día siguiente en otra jornada de peregrinaje blanquiazul. A media mañana, medio millar de deportivistas se concentraban en los aledaños de la pista del aeropuerto de Alvedro. Tras tomar tierra, los jugadores saludaron desde la escalerilla del avión a la jubilosa multitud. Los numerosos vehículos allí congregados formaron una caravana que escoltó al autocar hasta Riazor. «Desde que entramos en Coruña, por todas las calles y puentes estaba lleno de gente», recuerda Nando. Antes de la parada final, el chófer hizo una excepción en la calle Juan Flórez. Arsenio se bajó del bus para dirigirse a su domicilio y nada más poner un pie en tierra cortó la euforia de raíz: «Tranquiliños, tranquiliños, que aínda non hai nada decidido».

Comenzaba una jornada de descanso en mitad de una corriente de ilusión jamás vivida en A Coruña. Los dos goles marcados al Logroñés dejaban el campeonato en bandeja: si el Dépor ganaba en Riazor al Valencia, que no se jugaba nada, sería campeón de Liga por primera vez. Tan solo quedaba un partido para cruzar las puertas del cielo.

II. CAMINA O REVIENTA

 

 

 

Es necesario poner en contexto el momento, la historia, las personas, los medios, el funcionamiento y la infraestructura del club para entender la magnitud del inverosímil episodio que vivía una ciudad de 255.000 habitantes en 1994.

Ser subcampeón de Liga en la temporada 49/50 o ganar el Teresa Herrera al mismísimo campeón de Europa, el Benfica de Eusebio, en 1962, eran algunos de los escasos logros de los que podía presumir el deportivismo.2 El club no era sinónimo de títulos, ni de grandes hazañas, ni de majestuosos titulares en la prensa nacional. Acostumbrado a pasar gran parte de sus ocho décadas de historia en Segunda o a convertirse en el clásico equipo ascensor que alternaba repetitivamente la primera y la segunda categoría, en A Coruña, entrados ya los años ochenta, había un profundo desánimo en torno al fútbol. Ocupar la húmeda butaca de Riazor se convertía en un ejercicio casi heroico. El club transitaba deprimido en una particular longa noite de pedra (parafraseando el título de la obra poética de Celso Emilio Ferreiro) que se extendió hasta acumular dieciocho años sin pisar el primer peldaño del fútbol español. El ADN blanquiazul se forjaba a base de mazazos y de desaprovechar balas de gloria. Hasta cuatro ascensos dejó escapar el equipo a pesar de depender de sí mismo en la recta final. Pero aquella batidora de frustraciones inacabables pudo sumar una caída al abismo sin retorno. En el minuto 94 de la última jornada de la campaña 87/88, Vicente Celeiro salvaba al Dépor de descender a Segunda B, y lo que es peor, de una más que anunciada desaparición. Una elevada deuda de más de quinientos millones de pesetas (tres millones de euros) ponía en jaque la viabilidad y el futuro del club.

Paralelamente, un equipo de hockey patines acaparaba los focos y le robaba el público al estadio de fútbol para llevárselo al pabellón contiguo, donde en ocasiones se sobrepasaban los seis mil espectadores, mientras que para ver el supuesto deporte rey, incluso en partidos señalados, a veces no se alcanzaban los cinco mil. «Con el Liceo surgió una religión, jugaba a las doce y era obligatorio todos los domingos ir a esa misa. Era habitual ver el Palacio de los Deportes a rebosar. No era normal que en una ciudad como Coruña el hockey eclipsase a todo lo demás. El Deportivo, con un montón de problemas, venía detrás», recuerda el veterano periodista Moncho Viña (Radio Nacional de España), testigo de la zozobra blanquiazul y de la inesperada eclosión del vecino verdiblanco del stick, que en poco más de una década de vida comenzó a acumular títulos nacionales, europeos e intercontinentales. Aquel asombroso e inesperado éxito acabó sirviendo de catapulta para iniciar la historia dorada del club de fútbol de la ciudad.

 

«En el cole me llaman Bernabéu»

 

La rejilla de un sumidero le cambió la vida. Con tan solo cuatro añitos, la mala pata, nunca mejor dicho, le jugó una durísima pasada a un niño que había llegado, casi un bebé, con sus padres a la capital de la provincia desde la marinera villa de Corcubión. Pasarse casi dos años con la pierna escayolada por un desvío de cadera forjó el futuro de aquel crío que convirtió la adversidad en oportunidad. El diario Marca le sirvió para aprender a leer. Su tío Héctor se los mandaba a mes vencido, de treinta en treinta, desde Madrid. El pequeño Augusto se empapaba de toda la actualidad deportiva sentado en una silla de ruedas. Aquel infortunio le condicionó la infancia y, por ende, la vida. Pese a la oposición de su madre, temerosa de sus excesos, y no sin problemas, Augusto pudo practicar deporte una vez recuperado y tras volver a aprender a caminar. Hasta tal punto que acabó jugando al fútbol, al baloncesto, al balonmano y al voleibol. Pero su pasión también estaba en la gestión. Con un carácter sorprendentemente emprendedor para su edad, fundó un club de fútbol con tan solo quince años. Augusto se convirtió en presidente por primera vez, e hizo del Ural uno de los equipos más prestigiosos del modesto fútbol local. Aquel adolescente, al que en el colegio comenzaron a vacilar llamándole Bernabéu, en comparación con el entonces presidente del Real Madrid, comenzaba a labrar su leyenda.

 

El Taboo

 

Una pequeña cafetería, habitualmente a rebosar, fue el punto de partida. «El Taboo era un cagalloncito con un beneficio altísimo. Debía de ser, por metro cuadrado, el mayor de España», asegura Lendoiro, cuya mente no cesa de hacer fugaces balances económicos automáticos aun con el paso de los años. El propietario de aquel local, frecuentado por Augusto y muchos de sus amigos, comenzó una campaña de presión. El Dépor era un barco a la deriva: salvado in extremis de desaparecer, en bancarrota, con tres presidentes y tres entrenadores en un año… Pepe lo tenía claro: Lendoiro tenía que rescatar al enfermo. Su bagaje: tres Ligas, tres Copas, dos Copas de Europa y una Copa Intercontinental con el Liceo. Había creado un milagro en el hockey, reventando la asentada supremacía catalana en este deporte. Su experiencia desde niño le avalaba, pero Lendoiro, que en ese momento era presidente del Liceo, gerente del colegio homónimo y concejal del PP en el Ayuntamiento herculino, se negó. Radios, amigos, peñas… Su amigo Pepe presionó hasta la saciedad y la encerrona dio sus frutos. Augusto terminó aceptando: «Si de verdad no encontráis a otro…». El nuevo presidente tomaba posesión, pero lo primero que hizo, al ver las cuentas, fue llevarse las manos a la cabeza: «Es un auténtico cadáver, esto no hay quien lo levante».

 

El Lute marca el camino

 

Atracos, robos, fugas, persecuciones… El cine quinqui tocaba techo. Aquel triunfal género autóctono cautivaba a las masas en las salas, especialmente cuando se llevó a la gran pantalla la delictiva vida de Eleuterio Sánchez en 1987. El nombre de la película, El Lute: Camina o revienta, sirvió de inspiración y eslogan para la nueva directiva del Deportivo.

«Augusto cogió un mapa de A Coruña y trazó unas líneas para situar la ciudad por barrios. Su primera intención era ver en cada zona qué directivo del fútbol modesto podía ser el más apropiado», rememora Pachi Dopico, uno de los fieles escuderos de Lendoiro mientras este fue presidente. «No era exactamente una designación geográfica. Había varios de Montealto», apostilla Lendoiro. Precisiones al margen, el nuevo mandamás escogió a sus consejeros en base a sus éxitos locales en equipos de barrio como el Orzán, el Victoria, el Español o el Deportivo Ciudad. Cero excentricidades, ausencia de grandes nombres y ni rastro de empresarios de alto prestigio. Cada cual con un empleo por cuenta ajena y, luego, a dedicarse al club sin ningún tipo de remuneración. Con estas condiciones iban a trabajar estos diez hombres durante muchos años, salvo algún mínimo cambio en los puestos.

El primer objetivo para Augusto estaba claro: había que establecer planes por trienios, tal y como había hecho en el Ural o en el Liceo. Entre las temporadas 88/89 y 90/91 había que asentar la economía y ascender a Primera. Dicho y hecho.

 

Quemar el meigallo

 

Las ansiedades pasadas y la pérdida de identidad rápidamente quedaron superadas. En el primer curso de mandato de Lendoiro, el equipo termina en mitad de la tabla (10º) y hace historia en la Copa, pues alcanza por primera vez unas semifinales en las que cae ante el Real Valladolid tras un nefasto y recordado arbitraje de Soriano Aladrén, que permitió un juego durísimo a Fernando Hierro sobre un joven Fran. Se cumple el objetivo de equilibrar la economía, y en el segundo curso el equipo está a punto de saltarse el guion trienal. Tan solo el Tenerife puede frenarlo en la promoción de ascenso a Primera. En el tercero, concretamente en junio de 1991, por fin se quemó el meigallo (hechizo que realizan las meigas). Tanto se quemó que ardió la cubierta de la grada de Preferencia, previsiblemente tras el lanzamiento de una bengala, lo que provocó una invasión de campo y la suspensión del partido durante cuarenta y seis minutos en mitad del desconcierto, el miedo y una voluminosa humareda negra mezclada sobre las rojizas llamas. Aquel accidentado encuentro ante el Murcia (2-0) enterraba de una vez por todas la longa noite de pedra y un sinfín de frustraciones para distintas generaciones de coruñeses. Como el presidente había presagiado, en su tercera temporada al mando se cumplía el ambicioso y deseado objetivo de ascender a Primera dieciocho años después.

 

«¡Barça! ¡Madrid! ¡Ya estamos aquí!»

 

La profecía que Lendoiro gritó a los cuatro vientos desde el balcón del ayuntamiento coruñés tenía su razón de ser, aunque posiblemente fuera el único que creyese fehacientemente en ponerse al mismo nivel de los dos dinosaurios del fútbol español. De nuevo, había que sentar las bases del siguiente trienio: entre la temporada 91/92 y la 93/94 tocaba dar el salto a jugar en Europa y optar a los puestos de honor de Liga y Copa del Rey. Otra vez, dicho y hecho. El retorno al primer peldaño del fútbol nacional trajo consigo grandes dosis de sufrimiento. La categoría se salvó en un abarrotado Benito Villamarín (0-0) en plena Expo 92 de Sevilla, haciendo bueno el 2-1 de la ida de la promoción ante el Betis. «¡Qué alegría, Martín! ¡Cuánto he sufrido, Dios mío! ¡Creí que me moría!», exclamaba aliviado Arsenio a Martín Lasarte nada más pitar el árbitro, una frase que, tres décadas después, aún da nombre a un hilarante pódcast blanquiazul. Pero en esa campaña se jugaba otro partido vital…

 

Capitalismo popular

 

El Gobierno de Felipe González, harto de la elevada deuda de los clubes (30.000 millones de pesetas, 180 millones de euros), de la cual la mitad era con Hacienda, los obligó a convertirse en sociedades anónimas deportivas (excepto a los que hubieran obtenido resultados económicos positivos en las últimas campañas). Para ello, el Deportivo tenía que cubrir, al menos, 378 millones de pesetas (2,2 millones de euros) de capital social. «Partíamos de la base de que el club era de los socios, así que buscamos un sistema en el que pudiésemos devolver la propiedad al abonado. Obligamos, entre comillas, a que si el socio quería conservar su asiento tenía que comprar dos acciones, que costaban 10.000 pesetas [60 euros] cada una. En los abonos de las siguientes cuatro temporadas le devolvíamos (restando de su precio) 40.000 pesetas [240 euros]», rememora Lendoiro. El club fijó el límite de compra de acciones en el 1% y la ampliación fue un éxito, pues superó la cifra mínima marcada y firmó la conversión con 401 millones de capital. Diecisiete mil accionistas se repartieron el 93% de las acciones al adquirir tan solo uno o dos títulos. Un procedimiento único en el fútbol español y que permitió que el club siguiese siendo de su gente, alejado de los modelos de grandes empresarios que imperaban en otros clubes, como Atlético de Madrid, Sevilla o Betis. El bautizado por Lendoiro como capitalismo popular arrasaba de la mano del accionariado minifundista.

 

Dinero fresco

 

Apenas habían pasado cuarenta y ocho horas de la conversión en SAD y Lendoiro ya se sentaba en un gigantesco Jumbo con destino a Río de Janeiro. «Nos vamos Luisín [directivo] y yo a Brasil a fichar a Bebeto. Teníamos el dinero fresco», bromea el expresidente. Las negociaciones habían comenzado semanas antes, pero intentar pescar al delantero titular de la selección brasileña no era una cuestión baladí. La irrupción del Borussia Dortmund, que llegó a alcanzar un acuerdo con el jugador, provocó el viaje a la desesperada del presidente. «No me muevo de Río si no es con el jugador», llegó a afirmar Augusto a La Voz de Galicia desde Brasil, donde se las tuvo tiesas para poder acercarse a la urbanización donde residía el delantero, custodiada por dos gorilas armados con fusil. Una vez salvada esa barrera, para atarlo, tiró de productos locales: un collar de Sargadelos y un libro con fotos de A Coruña (tomadas en un día soleado). «Se los regalé a Denise [mujer de Bebeto] y le dije que la playa de Riazor era como una pequeña Copacabana». Funcionó. Bebeto rechazaba la oferta alemana, el Vasco da Gama aceptaba los 250 millones blanquiazules (1,5 millones de euros, o lo que es lo mismo, el fichaje más caro de la historia hasta el momento) y se instalaba con su familia en la «tropical» A Coruña.

Días antes ya había llegado otro brasileño internacional, tal y como recuerda el periodista Carlos Cariño (Marca): «En un Dépor-Atlético de Madrid de final de temporada aparece Mauro Silva en el palco. Va Donato, que jugaba en el Atleti, y le dice: “¿Tú qué haces aquí?”». La extrañeza de su compatriota se mezcló con la de la prensa: «Creían que yo iba al Atlético de Madrid», rememora Mauro. Para acometer el fichaje, la directiva herculina se adelantó a equipos de la talla de la Roma, con el que el medio tenía un preacuerdo firmado, como Bebeto con el Borussia. «Uno refuerza la llegada del otro. Uno apoya al otro para poder venir. Hablábamos mucho por teléfono: “Mira, vamos a Coruña, ¿qué te parece?…, si vas tú, voy yo también”», recuerda Mauro. De él se hablaban auténticas maravillas, pero no era tan conocido como Adolfo Aldana, otro de los fichajes, procedente del Real Madrid, donde se había curtido con la Quinta del Buitre, o como Nando, lateral que llevaba un lustro en el Valencia. «No vemos por qué La Coruña no puede aspirar a cotas más altas», sentenciaba Lendoiro. Algo gordo, incluso podríamos decir «supergordo», se cocía en la esquina noroeste del fútbol español…

 

De Mortadelo y Filemón al SuperDepor

 

Lejos de lo que el imaginario colectivo cree, o se le ha transmitido, el término «SuperDepor» (escrito junto, separado, con tilde, sin ella… Respetaremos aquí el nombre del día del bautizo) no nace el 3 de octubre de 1992, cuando el Deportivo remonta un 0-2 al Real Madrid (3-2 al final) y encadena un espectacular arranque con cinco victorias consecutivas que le permiten encaramarse a lo más alto de la clasificación. No, el SuperDepor nace unos meses antes y no es en el verde de Riazor, sino gracias a la colorida tinta de los cómics.

¡¡bOING!!, ¡¡CRASH!!, ¡PAF!, ¡UIIIIAAAAAAAAAAAAAH! Mortadelo y Filemón habían irrumpido con fuerza en la vida de varias generaciones de españoles en las últimas décadas. El tebeo estaba en auge y aparecieron nuevas publicaciones con aquellas singulares historietas humorísticas: Súper López, Súper Humor, Súper Mortadelo… Títulos, colecciones y personajes compartían repetidamente una palabra que comenzó a usarse con más asiduidad: súper. Pero faltaba algo, un «superequipo». La llegada de Bebeto, Mauro y compañía hacían prever a algunos periodistas que ese conjunto humilde —que se había salvado sufriendo hasta la extenuación en la 91/92— podría pelear por cotas mayores. Así lo palparon al inicio de la pretemporada Josele Rodríguez y Carlos Cariño, dos jóvenes redactores de Marca… y apasionados de los cómics. Había llegado el momento de incorporarle el adjetivo «súper» al Dépor y el día elegido para el bautizo fue el primero del nuevo curso futbolístico. El 28 de julio de 1992 nacía el SuperDepor en la esquina inferior derecha de la página 10 del diario Marca[fig. 2].

«No sabría decirte si fui yo o si fue Josele el que puso el término SuperDepor», duda todavía Cariño. Su compañero sostiene que surgió en una conversación entre ambos. Y que ese mismo día recibieron la aprobación de Lendoiro en una de las habituales cenas que se hacían con el presidente cuando llegaba prensa de Madrid: «Se lo comentamos y le gustó mucho el término». Con la bendición de Augusto César, el nombre comenzó a usarse con cierta frecuencia y normalidad en el periódico. La siguiente referencia data del 7 de agosto, coincidiendo con la presentación del equipo. Sobre una información de Lis Franco y Juan Guillín, una franja alargada y gruesa de izquierda a derecha titulaba: «El SuperDepor ya brilla con todas sus estrellas». El exitoso apelativo comenzó a hacer mella y dio el salto a otros medios. La Voz de Galicia lo matizaba un día después del goleador debut de Bebeto en pretemporada (Lugo 0, Dépor 6): «Para los herculinos, el sueño de un “Superdeportivo” ya tiene visos de aparente realidad, porque Bebeto llegó y besó el santo». El 18 de septiembre, el mismo diario replica en un artículo de opinión: «… Bienaventurados los hinchas del SuperDepor…». Pero cuando realmente cogió fuerza el sobrenombre, ahora sí, fue el 3 de octubre. Aunque ya horas antes de que se produjese la histórica remontada ante el Madrid en Riazor, de nuevo Marca, con Cariño al mando, apostó por el vocablo basado en los tebeos. Esta vez por todo lo alto, en portada y con foto: «Fuimos a hacer un reportaje con Lendoiro al colegio Liceo La Paz. Mi compañero fotógrafo le dijo: “Escribe SuperDepor en la pizarra”». Y el presi, cual alumno aplicado, fijó la mano izquierda en el encerado para escribir con la diestra en mayúsculas bien grandes con la tiza: «SUPER DEPOR» (sí, separado). «A partir de ahí sí que fue un espaldarazo para que calase como marca». En el antetítulo, el diario añadía: «Nunca se había vivido en La Coruña un ambiente semejante». Y no, ni se había vivido antes la pasión desorbitada que inundaba las calles de orgullo blanquiazul, ni la capacidad para aplastar a todo rival que salía a su paso en el primer mes de competición. Por eso, los dos goles de Bebeto y el de Rocha en propia puerta catapultaron el invento del medio madrileño. «Resumía perfectamente lo que nos estábamos encontrando, era un superequipo que abrió una ventana de aire fresco, volvía a poner sobre la mesa el fútbol romántico de equipo pequeño que hace frente al poderoso», explica Juan Ignacio Gallardo, actual director de Marca y periodista que también vivió de cerca las andanzas triunfales del SuperDepor. El término fue acogido cariñosamente en todo el país, e incluso usado poco después en la prensa del extranjero (Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos, Panamá…), pero había un hombre a quien tanta dulce alabanza le producía una guerra interna. «¡¡Tanto súper y tanta mierda!!», exclamó Arsenio tras marcharse tres minutos antes del pitido final después de que su equipo se dejase empatar por el Tenerife con dos tantos poco antes de la conclusión del partido, empate que le costó seguir compartiendo el liderato con Barça y Madrid. «Vi que se metía al túnel y lo seguí por unos agujeros que había en unos cristalitos bajo la grada», revive Coke Novoa, cámara de Canal+ que «robó» la mítica imagen. Los orificios aparecieron tapados en el siguiente partido, pero aquel vocablo creado en una redacción de Madrid había nacido para convertirse en pesadilla de los grandes durante años.

 

¡A Europa!

 

Las cinco primeras victorias de la 92/93 no fueron más que el prólogo de una temporada espectacular en la que el conjunto de Arsenio cumplió de forma brillante y sobremanera el papel de candidato a equipo revelación. «Recuerdo el partido en Sevilla que estaba Maradona en el palco recién fichado, estaba narrando y decía “esto es increíble, cómo es posible que esto sea el Deportivo”. Veías cosas que yo no las había visto nunca en Coruña, era una sinfonía», rememora aún emocionado el periodista Moncho Viña. Los triunfantes ecos de aquel humilde club saltaban a otros puntos del continente: «El verdadero Maradona no juega en Sevilla, sino en La Coruña», sentenciaba La Gazzeta dello Sport desde Italia en referencia a Mauro Silva. Campeón de invierno, trece jornadas líder (nueve de forma consecutiva), Bebeto ganador del Pichichi, Liaño del Zamora, y un tercer puesto a cuatro puntos del campeón (el Barcelona) que abría al conjunto coruñés, por primera vez en sus ochenta y siete años de historia, las puertas de las competiciones europeas.

 

Un novato por el Viejo Continente

 

«Nosotros no sabíamos cómo relacionarnos en Europa, teníamos que preguntar a otros clubes cómo hacían las cosas, cómo establecían los vínculos… Y si ganas algo, ¿cómo premias? Cuando viene gente de la UEFA, ¿cómo los tratas?, ¿dónde los llevas a cenar? Cuando vienen los árbitros, ¿qué les regalas?», relata el exconsejero Pati Blanco, víctima de la inexperiencia junto a un grupo de directivos que, un lustro antes, realizaban humildes y sencillas tareas en el barro del modesto fútbol local, y ahora se encontraban desorientados ante las grandes y nuevas latitudes.

El primer periplo europeo de la historia blanquiazul duró seis partidos. El bautismo del «EuroDepor» se saldaba con un 1-0 en Aalborg (Dinamarca) que se remontó en la vuelta con una gozosa manita (5-0). El sorteo de dieciseisavos de final regalaba un histórico: el Aston Villa. Un club con solera, que llegó a ser campeón de Europa, y que viajó a A Coruña con quince directivos, cuarenta periodistas y quinientos hooligans. Un menú completo que dejaba escenas propias de Bienvenido, Míster Marshall en la ciudad. Pero en el campo todo se iguala. Y eso mismo hizo Pedro Riesco en la recta final para establecer el 1-1 y dejar todo abierto para la vuelta en Birmingham, donde —en la previa— un periodista inglés se dirigió a Arsenio: «Míster Iglesias, ¿es familiar de Julio Iglesias?». Veinticuatro horas después lo conocerían mejor. Manjarín hacía el único tanto del partido y el Dépor presentaba a Europa la primera de muchas machadas. La celebración de los cuatro mil hinchas herculinos presentes se extendió: «Llegó José Gerardo Fernández (Radiovoz) y nos regaló una botella de whisky para celebrarlo en el aeropuerto. Pero claro, no podía llegar al avión…», relata el aficionado Antón Lezcano. Se pueden imaginar las consecuencias entre aquellos veinteañeros eufóricos y alcoholizados: «La gente iba voladísima. Empezaron a saltar, desmontaron los asientos, cantaron “que bote Lendoiro, que bote el avión”… Tuvo que dar un toque el piloto para que la gente se comportase».

El sorteo de octavos deparó un rival que iba a dejarlos helados, el Eintracht de Frankfurt. Allí, Mauro Silva vio la nieve por primera vez, y se entrenó con una temperatura de 10 grados bajo cero. Al lado paternal de Arsenio no le generaba buenos presentimientos: «Me preocupa tanto frío por los brasileños». Y acertó. «Nando puso la mano en la nieve y la posó en el cuello de Bebeto. Este se giró y le dio una contractura», rememora Mauro. Una tortícolis lo dejó sin poder jugar. Incluso tuvo que recurrir a Radio Exterior de España para solicitar una manta eléctrica, que se consiguió gracias a un oyente. Otra vez, el novato estaba en apuros por desconocimiento. «Al Deportivo le pilló el toro y tuvo que comprar deprisa y corriendo guantes y calentadores a sus jugadores para el partido», narraban las páginas de Marca. En el gélido campo, al Dépor se le hizo largo el duelo y cayó en el último minuto (1-0). No fue lo único que se le hizo largo, y el delegado, Barros Botana, tuvo que salir al rescate. «Nos faltaban cuatro jugadores en el avión: Bebeto, Mauro, Donato y Pedro Riesco. Le pedí a un azafato alemán hablar con el comandante». Un coche de la aerolínea fue a por ellos y los llevó al avión por la pista. Pero el problema no se zanjó allí; siguieron las quejas de un conocido político español que viajaba en primera:

—¡Estoy hasta los cojones [de] que por cuatro niñatos se retrase esto un cuarto de hora!

—Estos señores no son niñatos —trataba el delegado de justificar el problema—, son jugadores de fútbol, que como cualquier persona no han oído la megafonía y se han retrasado. Yo soy el delegado del club y tengo que dar cuenta de ellos, como si me llega a faltar usted y depende de mí.

—No me vengas con historias —replicó malhumorado el político—, estos salieron ayer noche y están como están, y por eso pierden el avión.

—No, mire, esta gente se cuida, y el único que no se cuida es usted, porque con esas bolsas que tiene viene sin dormir y de haber bebido la de Dios.

El rifirrafe lo controló el comandante: «Siéntese y no me dé más problemas», le pidió al delegado, mientras los futbolistas recibían a sus compañeros «desaparecidos» con una burlona pitada. «La policía no dejaba pasar a los negros», se justificaba entre risas Donato.

En Riazor, un tempranero gol alemán ponía muy cuesta arriba la eliminatoria. Ni los veintinueve córneres botados por el equipo gallego sirvieron para meter miedo al rival y el 0-1 no se alteró. El sueño de la UEFA terminaba en octavos de final con una ovación de los suyos, que pedían la vuelta al campo de los jugadores incluso media hora después del partido: «¡No pasa nada, la Liga está ganada!». Tres días antes, el Dépor se había colocado líder.

 

Los del tambor y los del violín

 

En las orquestas filarmónicas más afamadas destacan virtuosos violinistas altamente cotizados. Su fastuoso sonido conquista los tímpanos más exigentes, pero para que las partituras se interpreten con finura, hace falta que también brillen el viento y la percusión. Solo así se asegurará el sonido del éxito.

En aquel Dépor, el son vencedor se lograba con la inalterable premisa de Arsenio: orden y talento. Empezando a construir desde atrás. «Dame un bloque sólido en defensa y adelante si quieres me das cuatro trapalleiros [chapuceros]», recuerda Aldana sobre la importancia que le daba el técnico a mantener la portería a salvo. «Encajábamos pocos goles porque teníamos mucho control de balón y de los partidos», se defiende Liaño sobre los que tildaban de «amarrategui» a Arsenio, que solía poner como ejemplo al Milan de Capello. Quería seguridad, agresividad y dominio. Las modernidades y la estrategia no iban con él: «Schuster no necesitaba la estrategia para tirar las faltas como las tiraba. Necesitaría practicar él, pero no marear a los demás», argumentaba Arsenio en una entrevista con Bieito Rubido.

Lo cierto es que contaba con un bloque sólido en la zaga y con especialistas en cada línea del campo: «Había una columna vertebral de primerísimo nivel, podían jugar en cualquier equipo del mundo», remarca Fran. Delante no tenía precisamente trapalleiros, tal y como había demostrado Bebeto en su primera temporada. «Estábamos el grupo del tambor y los del violín», rememora sonriente Claudio. Es decir, los que destacaban por su oficio (Claudio, Alfredo, Ribera, Mariano…) y los que resaltaban por su calidad (Bebeto, Fran, Aldana, Djukic…), un grupo también denominado, durante los rondos, «el rincón del arte».

El once de la 93/94, compuesto bajo un fiable 5-3-2 con acreditados expertos en cuerda y percusión que tocaban al ritmo del viento de la corneta del astuto «Zorro de Arteixo», se recitaba de memoria en toda España. Era este [fig. 1]:

LIAÑO (portero). Sus reflejos y su seguridad en el arco fueron tan decisivos como imposibles de aventurar, teniendo en cuenta que llegó tras estar retirado del fútbol. «En la 90/91 conseguí el trofeo Zamora [de Segunda] con el Sestao y había rumores de que siete equipos de Primera me querían, pero ninguno me fichó. Al acabar la primera semana de pretemporada me reúno con un directivo y le digo: “Yo otro año aquí no puedo aguantar. No puedo estar en estas circunstancias. Si no me ficharon ahora, no me va a fichar nadie”. Y me despedí de ellos un viernes». Las humildes condiciones laborales le hicieron perder la ilusión por el fútbol a los veintisiete años: «Ganaba dos millones de pesetas [12.000 euros] y me los gastaba en gasolina». Liaño vivía en el hogar familiar en Santander y hacía cien kilómetros de ida y otros cien de vuelta para entrenar a diario en Sestao. Todo cambió cuando sonó el teléfono. «El sábado estaba en la playa de la Arnía y cuando vuelvo me dice mi madre: “Te han llamado del Sestao, que tienes que marcharte urgentemente para A Coruña”». Al día siguiente, con nocturnidad, como mandaban los cánones blanquiazules, estampaba su firma en un contrato ante Lendoiro. Tres años después, el jugador que menos cobraba de la plantilla, tan solo once millones de pesetas al año (66.100 euros), se convertiría en el Zamora —ganó dos consecutivos— con menos goles encajados (18) en la historia de la Liga. La marca, treinta años después, aún perdura pese a los intentos de Oblak (2015/16) y Ter Stegen (2022/23), que «tan solo» fueron capaces de igualarla.

LÓPEZ REKARTE (carrilero derecho). Con pasado en el Dream Team de Johan Cruyff, mantenía un gran nivel físico y era el líder, sin brazalete, del vestuario, al que impregnó con su contundente carácter y su mentalidad ganadora. Ya sabía lo que eran los títulos: una Liga, dos Copas y una Recopa. Su carisma, su influencia y sus dotes de mando lo llevaron incluso a dar reprimendas sobre la violencia a miembros de los Riazor Blues: «¿Cómo no se puede ir a Vigo a ver un partido? ¿Me lo podéis explicar? ¡Que sois una nación! ¡Que sois gente igual! ¡Que habláis el mismo idioma! ¡Que eso no puede ser!». Mentalidad, sentimiento y patriotismo vasco. Sus compañeros, como a su padre años atrás, se atrevían a llamarle «Bomba».

VORO (central). Llegó aquella temporada tras ocho años en el Valencia. Poderío físico y muy atento en las marcas. Fiabilidad y limpieza. Pese a que firmó tras un positivo en un control antidopaje que tuvo que aclarar: «Me olvidé de notificar a los médicos del Valencia que me habían suministrado un anestésico en el dentista».

DJUKIC