Muerte dentro de la muralla santa - Eva Noroña Franco - E-Book

Muerte dentro de la muralla santa E-Book

Eva Noroña Franco

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Beschreibung

Cornelius, un peregrino mendigante, llega a un monasterio, en Suiza, para participar en los ejercicios espirituales. Ahí, conocerá a Isabel Etzaitz. La atracción mutua es irresistible, y se entregan a una apasionada relación.El asesinato de la administradora, Violette Renaud, cometido dentro de esos muros de rezos e intrigas, y el asesinato del hermano Anton Turpen, llevarán al criminólogo e investigador, Mark Alston, a reconstruir los hechos y perseguir un misterio en el oscuro pasado de los miembros de la comunidad religiosa. Un desafío inaceptable para un mundo lleno de convulsiones religiosas y sociales que marcarán el futuro de esa comunidad.Una noche, en la montaña, Isabel Etzaitz será testigo de los crueles testimonios de Cornelius. De una forma misteriosa, Cornelius desaparece, e Isabel regresa al monasterio para recuperarse de la estremecedora noche en la que sus vidas parece ser que se habían quedado suspendidas.En la búsqueda para desentrañar el misterio, Mark Alston descubre sus sentimientos por Isabel Etzaitz, la mujer que es tan parecida a su exmujer y, también, tan diferente.EL AUTOREva Noroña Franco (México, D. F. 1957), enseguida de haber terminado su formación superior de secretariado y contabilidad (Asistente de Dirección), giró el rumbo hacia otro lado: primero, como sobrecargo en una aerolínea mexicana; después, en el ramo de la exportación e importación, en Canberra (Australia). Tiempo más tarde, el amor la llevó a Suiza, el país que ama y donde las circunstancias la llevaron a descubrir su pasión por la escritura. Desde muy al principio de su vida se interesó por entender la compleja estructura del comportamiento humano. Las libretas estaban llenas de pensamientos, historias, agudas observaciones y reflexiones que durante años había acumulado. En realidad, esta novela, Muerte dentro de la muralla santa, es la incursión en un tema que siempre la inquietó.

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Capítulo 1

Las manecillas del reloj marcaban las dos y media de la madrugada. Un agudo grito que provenía de lo más profundo de su interior la arrebató del sueño. Se dobló en posición fetal y apresó la cabeza entre las manos. Se levantó de la cama y olió su ropa empapada de un sudor frío. Le pareció que el olor era como el de un animal acorralado y esperando la llegada inminente de la muerte. Sintió náuseas. Se desnudó frente al espejo y miró su cuerpo maltratado.

En su imaginación, Isabel veía a Cornelius; él estaba ahí, llamándola dentro de esa habitación gris y verde que creía ver empequeñecerse más y más a cada segundo.

Abrió el grifo del lavabo, cogió la pastilla de jabón y se frotó con fuerza todo el cuerpo intentando hacer desaparecer aquel olor. El frío se filtraba por los muros de la casona. Los dientes le castañeteaban, pero ese frío no la mataría, eso era seguro. Buscó en el armario la botella con agua de colonia de aroma a manzana y se ungió con ella todo el cuerpo y la espesa melena hasta convencerse de que el olor a Cornelius había desaparecido. Regresó otra vez a la cama y se dejó caer. Con el puño golpeó la tabla de la pared, que crujió y cedió ante la fuerza de su mano antes amorosa. En el esfuerzo fallido por sosegar sus sentimientos agitados dejó salir un sonido lastimero de su garganta, posiblemente el que aquella noche Cornelius hubiese querido oír de su compañera. Porque ella había sido la compañera de un cruel fabricador de pasiones.

—¡Hijo de puta! ¿Por qué?

Ahí, encogida, lloró hasta que su llanto se convirtió en una respiración interrumpida. Creía que su vida se había quedado suspendida en aquella noche.

Parece por momentos que mi cuarto estuviera

poblado de espíritus, pues en la oscuridad oigo

suspiros misteriosos y alientos distintos que

cambian de posición a cada instante.

¿Los has mandado tú?¿Eres tú mismo que

te multiplicas invisible a mi alrededor?

Alfonsina Storni

Capítulo 2

Eran poco más de las tres de la tarde cuando Cornelius llegó a la ciudad de Rapperswil, a las orillas del lago Zúrich. Le pareció una ciudad hermosa y no le extrañó que la llamaran La Ciudad de las Rosas. Sus calles y parques estaban llenos de ellas.

Cornelius buscó una banca apartada y con sombra a la orilla del lago. Soltó los tirantes de su mochila y la dejó caer sobre la banca. Treinta y dos kilómetros a pie le habían producido ampollas y dolor en los meniscos. La carne quemada por el sol le dolía. El sudor le escurría en hebras por entre las cejas y las sienes. Con la manga de la camisa se secó la cara. La ropa húmeda se le pegaba al cuerpo. De la mochila sacó la botella de agua y se enjuagó la boca dos veces; luego se la bebió toda y volvió a llenar la botella con agua de la fuente. De una de las bolsas de la pierna de su pantalón sacó una canica de vidrio roja, un paquete con picadura de tabaco y un librito de papel para fumar. Lió un cigarrillo con destreza, lo encendió y aspiró profundamente el humo. Parado, con las piernas abiertas, contempló a lo largo de la colina los muros grises de piedra tosca y los techos rojos del monasterio y del castillo. Al fondo, tres torres se levantaban como tres guardianes, rodeadas de agua por tres de sus lados. Por el otro lado protegían la ciudad.

«Vamos a ver si Dios me deja vivir en su casa», pensó Cornelius. Dejó caer la colilla, y la apagó con su orina. Se echó la mochila a la espalda y la ciñó a su cuerpo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y se cercioró de que tenía la canica roja. Con movimientos lentos y seguros empezó a descender la colina a través de un bosque de pinos. Su cuerpo atlético emitía un magnetismo animal.

Rondó el monasterio hasta llegar a la enorme puerta de madera. Jaló la cadena de la campana de la puerta de hierro forjado. Al instante, se abrió una ventanilla y se asomaron unos ojos vidriosos.

—Buenas tardes, soy Cornelius. El hermano Jonathan Pausa me espera.

—¿Qué dijo? Por favor, hable más alto, que no le he oído bien. A mi edad la sordera es un problema —dijo una voz quebradiza.

—El hermano Jonathan me está esperando. Soy Cornelius. Él sabe quién soy.

—Espere un momento. —Los ojos vidriosos desaparecieron al cerrarse la ventanilla.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y un hombre encorvado debajo de un hábito que rozaba el suelo le hizo una señal con la mano para que lo siguiera.

—El hermano Jonathan está ocupado, pero me ha pedido que le muestre su habitación y le informe de nuestros horarios. Me pidió también que le dijera que lo esperará en su despacho dentro de una hora. El desayuno es a las siete en punto; la comida es a las doce en punto, y la cena, a las seis en punto. Aquí todos los horarios son en punto. La ducha está al fondo del pasillo; el comedor está en la planta baja. Y en el segundo piso están los despachos del hermano Jonathan Pausa, del hermano Anton Turpen y de la señora Violette Renaud, la administradora del monasterio. No se permite fumar ni en las habitaciones ni en el comedor. Soy el hermano Linus, el de más edad en la orden.

Sus ojos vidriosos buscaron la mirada de Cornelius.

—¿Cuántos hermanos viven en el monasterio? —preguntó Cornelius.

—No lo escuché bien. ¿Se refiere a cuántos hermanos somos? —repuso el hermano Linus—. Ahora somos solamente diez hermanos. La semana pasada murió el hermano Bartolomé. En total vivimos 22 en el monasterio. Sin contar a los peregrinos que esperan a que se les abra una puerta. Pero ¿hacia dónde?

—¿Qué quiere decir con ese comentario, hermano Linus? —preguntó Cornelius.

—Por aquí pasan muchos que viven en la oscuridad, y, en varias ocasiones, he sido testigo de una desmedida violencia.

—¿Cómo descubre a esas almas oscuras y maléficas? —preguntó Cornelius con cierta ironía.

—Creo que los ojos son el espejo del alma, y la reflejan muy bien… Ahora lo dejo solo para que desempaque y descanse —dijo, y buscó la mirada de Cornelius, que no dudó en regalarle una muy fría.

Los ojos del hermano Linus volvieron de nuevo hacia el suelo y salió de la habitación 601 con paso lento y cansado.

Cornelius se quitó las botas y las colocó fuera de la habitación. Se quitó también los calcetines y vio que tenía dos ampollas grandes. Luego vació el contenido de su mochila sobre la cama y colocó todo en un orden militar sobre la mesita. Después de quitarse la ropa, se dirigió al lavabo y allí orinó, como un impulso obsesivo. Después de la ducha, lió un cigarrillo y, mientras se lo fumaba, desnudo junto a la ventana, observó a algunos de los introspectivos que deambulaban por los jardines con miradas tristes y caras pálidas. «¡Pobres diablos! La idea de vivir y de morir algún día se convierte en un verdadero calvario. Todos son unos hipócritas, por eso tienen que desaparecer, porque son débiles», pensó. Dejó escapar una sonrisa burlona. Miró su reloj de pulsera; la hora había recorrido su tiempo.

El hermano Jonathan Pausa lo esperaba en su despacho, sentado frente a su ordenador y balbuciendo lo que escribía. Las paredes estaban tapizadas de libros cuidadosamente ordenados. Una cruz de madera colgaba entre todos ellos.

Cornelius apenas había rozado la puerta con los nudillos, y la voz del hermano Jonathan Pausa lo invitó a entrar.

—¡Ajá, eres tú! ¡Bienvenido! Te he estado esperando todo el día. Te ves muy bien —dijo nervioso el hermano, y se secó en el pantalón el sudor de las manos. Luego siguió—: ¿Cómo estuvo el viaje con este calor? ¿Cuántos kilómetros has caminado hoy?

—El maldito sol me maltrató la piel y siento los 32 kilómetros en las rodillas, pero no debería quejarme porque me gusta lo que hago —dijo Cornelius.

El hermano Jonathan Pausa mostraba su entusiasmo por ver a Cornelius, y sus ojos lo examinaron con rapidez. Encendió la vela que estaba sobre la mesita, luego se sentó frente a él y cruzó las piernas y las manos. Por un instante, sus ojos nerviosos se fijaron en el rostro bronceado de Cornelius. Daba la impresión de que se estaba perdiendo en un recuerdo que parecía estar unido a lo que sus ojos estaban observando.

—Hay quienes pagan mucho dinero para cogerse el bronceado que tú te has cogido gratis. Tienes dos semanas para recuperarte. Descansa, porque los ejercicios espirituales no son fáciles, es como subir y bajar montañas —dijo el hermano, y le sonrió.

—La verdad es que no entiendo cómo se puede vivir en un lugar de estos durante tanto tiempo. ¿Cómo puedes soportar ver todas estas caras compungidas, escuchar lamentos y aguantar tantas lágrimas? Debes de ser un masoquista —dijo Cornelius, y le sonrió con ironía.

—A todo te acostumbras con el tiempo, y te recuerdo que todos tenemos nuestra válvula de escape… Ahora que me acuerdo, ¿tienes una biblia? —dijo el hermano.

—Lo único que tengo es la novela policíaca que me regalaste cuando nos conocimos en aquel bar de Múnich.

—Sí, lo recuerdo muy bien, pero para los ejercicios necesitarás la biblia. Puedes tomar una de la biblioteca —dijo el hermano, y le devolvió la sonrisa.

—Primero quisiera descansar, el viaje ha sido muy largo —contestó Cornelius.

—Hazlo después de la cena. Una de las cosas que tienes que aprender aquí es obediencia… —dijo el hermano Jonathan Pausa.

—Y ¿me puedes decir a quién tengo que obedecer? —preguntó Cornelius, y lo miró fijamente.

—A mí y al hermano Anton Turpen —contestó el hermano con una mirada desafiante.

—So… so… ¿Y qué contesto a la pregunta de dónde nos conocimos? —preguntó Cornelius devolviéndole una sonrisa burlona.

—Puedes decirles que nos conocimos en un parque de Múnich, por ejemplo, ¿o acaso querías contar otra cosa? Me contaste tu situación y tu deseo de hacer los ejercicios espirituales en Rapperswil y punto, no hay más explicaciones —dijo el hermano, lo miró fijamente y siguió—: Hay un par de huéspedes que te ayudarán a organizarte, Nicola Zanetti e Isabel Etzaitz. Ellos viven en la Casa Verde, la casona de madera que está en el bosque. Los demás vivimos en los diferentes pabellones del monasterio, ya los irás conociendo. Da una vuelta por todo el monasterio y los jardines. La nave central de la iglesia y la capilla de los vitrales son muy bellas. Descubre todos los corredores y los rincones secretos. Porque muchos se pierden entre ellos y otros, sin embargo, se pierden en la vida, ¿no es cierto? ¿Cornelius? ¿En qué estás pensando?—dijo el hermano.

—Nada importante…, sólo que me pareció notar que en tu fuero interno están luchando dos fuerzas y, si es así, vas a tener que suplicarle a tu Dios para que no te deje caer en la tentación… —dijo Cornelius, y le sonrió.

El rostro del hermano Jonathan Pausa irradiaba la alegría que toda aventura contiene al principio de ser vivida.

Se despidieron y Cornelius salió del despacho. Caminó por los corredores y los rincones oscuros, abrió la puerta de la capilla de los vitrales, asomó la cabeza y luego se dirigió hacia el jardín. Allí se sentó, en una banca cerca de los introspectivos que hacían una pausa.

En su rostro se reflejó el desprecio que sentía por lo que estaba viendo.

Capítulo 3

En el lúgubre comedor azul, Isabel Etzaitz sacaba platos y cubiertos de un mueble. Cuando sintió la presencia de alguien, giró la mirada hacia la puerta y vio a un hombre que la observaba. Enfocó a esa figura que le impidió reaccionar por segundos. Sus miradas quedaron ancladas en algo indefinido. No hubo voces. Sólo silencio. Un silencio que une o divide, como cuando dos conocidos después de un largo viaje se vuelven a encontrar. Al cabo de un instante, Isabel Etzaitz logró decir:

—Hola, ¿eres el peregrino que viene de Estonia?

—Sí, de ahí vengo. Me llamo Cornelius. El hermano Jonathan me ha dicho que aquí los encontraría a todos.

—Pues ya has encontrado a la primera. Soy Isabel Etzaitz, huésped de estancia prolongada. Aquí todos nos tuteamos. El hermano Jonathan nos ha dicho que recorres el globo a pie. ¡Vaya, qué vigor y qué piernas debes de tener! —dijo, y le sonrió—. ¿Has vivido alguna vez en una comunidad cristiana? En caso de que no, te lo puedo explicar en tres palabras: aquí todos ayudamos. El primero que viene pone la mesa, el segundo trae la comida de la cocina, y así sucesivamente. Hoy no haces nada porque eres nuevo.

—He pasado por muchos monasterios. Me quedaré aquí un tiempo y haré los ejercicios espirituales —contestó Cornelius, y le sonrió también.

—Entonces tienes todo muy claro y, en un par de días, sabrás el tejemaneje de este…

La voz de una mujer interrumpió a Isabel Etzaitz. Era una mujer muy larga y esquelética.

—¿Vas a cenar hoy aquí, Isabel? —preguntó Violette Renaud.

—¡Ajá, pero si eres tú! Esta es Violette Renaud. Muy conocida en el monasterio. Violette, mejor explícale tú quién eres… —dijo Isabel Etzaitz con ironía, y sonrió a Cornelius.

—Mejor explícame, ¿por qué soy tan conocida? —preguntó Violette Renaud, y fijó su mirada amenazadora en la de Isabel.

—¡Olvídalo! Cornelius se dará cuenta por sí mismo. A propósito, es el nuevo huésped —dijo Isabel Etzaitz y acomodó el florero sobre la mesa.

—¡Ajá! Eres… el peregrino que camina miles de kilómetros. Hola, soy Violette Renaud, la administradora del monasterio y un objeto más del inventario de este lugar.

Violette Renaud le extendió una mano fría y huesuda.

—¿Por qué te has convertido en parte del inventario? —preguntó Cornelius.

—Porque aquí, o eres monje o eres parte del inventario —dijo Violette Renaud.

—Lo que Violette te quiere decir es que es un cachivache… Violette, ¿vas a la cocina a por la cena? —preguntó Isabel, y la miró con una sonrisa.

—Y tú una pobre arrimada… Mal acabo de llegar a este lúgubre comedor y ya tengo que ir a recoger algo —contestó Violette Renaud, y frunció el ceño.

—Te recuerdo que eres la segunda, y las reglas son reglas. Además, ¿no fue la administradora quien tuvo esta idea? —dijo Isabel Etzaitz, y la miró fijamente.

Cornelius observaba con una sonrisa a Violette Renaud y a Isabel Etzaitz.

—¿Dónde me puedo sentar? —preguntó Cornelius.

—¡Ahí no! ¡Ahí no! No te sientes a la cabecera de la mesa porque dicen que los que lo hacen nunca se casan. Déjame ese lugar, yo ya lo estuve… —dijo Isabel Etzaitz, y le sonrió.

—Bueno, entonces me siento a la otra cabecera de la mesa —dijo Cornelius y le devolvió la sonrisa.

—¿No quieres casarte o ya lo estuviste? —preguntó Violette Renaud con curiosidad.

—Las dos cosas —dijo Cornelius mientras sus ojos seguían los movimientos de Isabel.

—Violette, no te tocó cabecera y a tu edad te vas a tener que casar. Pero ¿con quién…? —dijo Isabel Etzaitz, y le sonrió a Cornelius.

—¡Yo voy a por la cena! Ahora me toca a mí, por llegar tarde —interrumpió Nicola Zanetti al entrar al comedor.

—Aquí viene este que siempre llega tarde. Pero eso sí, siempre vistiendo a la moda y prendas de marca. ¿Te detuvieron tus amantes o el gato? —preguntó Violette Renaud.

Violette Renaud cambió de actitud y mostró una cortesía que excedía todos los términos naturales. Una cortesía bien entrenada.

—Los tres están bien, pero me presionan para que regrese a casa otra vez —contestó Nicola Zanetti, y se rió—. Y tú debes de ser el peregrino del que el hermano Jonathan Pausa tanto nos ha contado.

Nicola Zanetti se ajustó las gafas, que por el aumento le agrandaban los ojos azules ya de por sí grandes.

—¿Vives en un triunvirato? —preguntó Cornelius.

—¡Chis! Con otro hombre y una mujer, pero es un secreto a voces aquí en el monasterio —contestó Nicola Zanetti, y le guiñó un ojo.

—Contarle un secreto a Nicola es como escribir un artículo en el periódico —dijo Violette Renaud, y lo miró con desprecio.

—¿Qué les ha contado el hermano Jonathan sobre mí? ¿Y qué es lo que todavía no saben de mí? —preguntó Cornelius sonriendo.

—Sabemos que pasarás un tiempo en el monasterio, sabemos que has recorrido miles de kilómetros a pie, y ahora sabemos que eres rubio y atractivo. Disculpa la indiscreción. ¿Qué habitación te han dado? —preguntó Nicola Zanetti.

—Nicola, puedes interrogarlo después de que hayas traído la cena. Tenemos hambre —dijo Isabel Etzaitz con voz suave.

—Estoy en la 601, con vistas al jardín —contestó Cornelius.

—La 601, esa habitación es de lujo, tiene calefacción. Está destinada para los huéspedes especiales —dijo Nicola Zanetti, y se rió—. Isabel y yo vivimos en la Casa Verde, está bien escondida en el bosque. Si caminas por la vereda principal, poco antes de los viñedos. Da una vuelta por ahí mañana. No tenemos calefacción, pero sí un poco más de libertad, ¿cierto, Isabel?

—Nicola es heredero único de la fortuna de una familia industrial del cantón del Tesino y está aquí para olvidarse de los placeres terrenales… Deja de promocionar la Casa Verde como si todos gozáramos de lo que tú tienes. Eres el único que tiene baño, ducha, frigorífico y radio, y no tienes que limpiar la escalera. Y ahora viene el pero: todos los días se queja de que la puerta principal de la Casa Verde no tiene cerrojo. Es muy miedoso… Una madrugada me hizo bajar para controlar que no había nadie en la casona —dijo Isabel Etzaitz, y soltó una carcajada.

—No, mi reina, primero hay que decirle a Cornelius que la puerta principal de la Casa Verde está siempre abierta. ¿No te daría miedo, Cornelius? —preguntó Nicola Zanetti, y se fijó las gafas.

—No, ¿qué es el miedo? No lo conozco —contestó Cornelius.

—¿Que no conoces el miedo? —preguntó Nicola Zanetti, asombrado.

—No, no lo conozco, y tampoco recuerdo haberlo sentido nunca. El ejército te modifica mucho.

—¿Estuviste en el ejército? —preguntó Isabel Etzaitz.

—Seis años en la legión extranjera y, después, dos años en Asia, en un grupo de élite.

—Bueno, yo no hice el servicio militar…, quizá por eso tengo miedo. ¿No te gustaría cambiar tu habitación por una de la Casa Verde? Contigo sí comparto la ducha —dijo Nicola Zanetti, y soltó una carcajada.

—Nicola, estoy segura de que Cornelius no ha venido al monasterio ni en busca de amoríos ni a satisfacer curiosidades. Déjalo en la habitación 601 y ve a la cocina —dijo Violette Renaud.

—¿Por qué estás tan segura de lo que dices, Violette? —preguntó Isabel Etzaitz.

—No creo que Cornelius venga de tan lejos para buscar amoríos en este monasterio. Me imagino que su interés es otro —dijo, y se humedeció los labios con la lengua.

—Pero ¿y qué si Cornelius se enamorara de ti, Violette? —preguntó Isabel Etzaitz con una sonrisa.

Violette Renaud no contestó, la miró con desprecio.

—¡Oh! Cuidado, ahí viene él —dijo Nicola Zanetti.

El ambiente se tensó en aquel lúgubre comedor. Todos se pararon alrededor de la mesa, volvieron sus miradas hacia el suelo y rezaron. Después de guardar un minuto de silencio, se sentaron. Violette Renaud hizo un espacio para que el hermano Anton Turpen se sentara junto a ella.

—Buenas noches, Anton Turpen, soy uno de los hermanos del monasterio. Sé por mi hermano Jonathan que pasarás un tiempo con nosotros. ¿Te han instruido ya los del grupo? ¿Te han dicho cómo funcionamos? —dijo, y soltó una risa perspicaz.

—En eso estábamos cuando llegaste—dijo el hermano Linus con una sonrisa.

Los ojos negros del hermano Anton Turpen miraron a Cornelius con atención. Violette Renaud se levantó inmediatamente y colocó una canastita de pan solamente para el hermano Anton. Luego le sirvió un plato de sopa. Mientras masticaba lentamente el pan, el hermano Linus observaba a Violette Renaud y a su hermano Anton Turpen.

—Entonces, tú eres el peregrino… —dijo el hermano Anton Turpen—. Nuestro grupo varía de tiempo en tiempo. A las cuatro y veinte de la tarde se celebra la misa todos los días. Las horas de oración son a las ocho de la noche, pero hay varias celdas individuales, y dos para grupos donde se puede orar a cualquier hora. A las once de la noche todo tendría que estar apagado y en silencio, pero hay excepciones…

La risa incisiva del hermano Anton Turpen era muy alta en su tono. Sus labios formaban una línea que mostraba unos dientes amarillentos y grandes. Sus ojos eran como dos pozos profundos.

—Dime, ¿de dónde eres, Cornelius? —preguntó el hermano Anton Turpen.

—Estonia, Tallin, soy capitalino.

—Vienes de un país lejano. Desafortunadamente, no conozco Estonia, pero sé que es un país interesante por su historia y su política —repuso el hermano Anton Turpen—. ¿Y dónde aprendiste alemán?

—Después de la universidad, pasé dos años en Alemania. Alemania ha influido mucho en nuestra historia.

Esa noche, Cornelius estaba siendo el centro de atención y había estimulado la curiosidad de todos.

—¡Qué envidia! —exclamó Nicola Zanetti—. Gozas de esa libertad que muchos anhelamos.

—Sí, yo no los envidio a ustedes… —repuso Cornelius y le sonrió.

Isabel Etzaitz escuchaba con atención. Violette Renaud permaneció callada durante la cena y había vuelto a la posición sumisa que siempre adoptaba ante el hermano Anton Turpen, lo que le confirmaba a Isabel que existía un rango entre ellos.

Entre Isabel Etzaitz y el hermano Anton Turpen existía una extraña rivalidad tan larga como la muralla china. A ojos de Isabel Etzaitz, el hermano Anton Turpen cargaba con algún odio que no le brindaba ni tiempo libre ni paz alguna. «¿Odiaba a la mujeres? ¿Y representaba ella precisamente ese odio del hermano Anton? ¿Qué coño era aquello tan oscuro en su vida que tan bien disfrazaba con esa risa?», pensaba Isabel Etzaitz mientras sentía cómo la miga del pan le pasaba por la garganta.

Era el principio de la primavera. Isabel Etzaitz había cumplido treinta y nueve años, y hacía un año que vivía en el monasterio. Se gastó sus pocos ahorros para pagar a los abogados que la defendieron de un marido muy violento y para comprarle a su madre una casa en España. Una casa que nunca existiría. De la noche a la mañana, el arquitecto desapareció con todo su dinero y la dejó con una mano atrás y otra adelante. A cambio de poco dinero, el hermano Jonathan Pausa le había ofrecido una habitación en el monasterio y comer tres veces al día. Y tres días a la semana trabajaba en una pequeña tienda de ropa de moda para mujeres que le permitía cubrir sus gastos básicos. El vínculo entre Isabel Etzaitz y el hermano Jonathan Pausa era la confianza que ambos estrechaban día a día. Los rezos y el humor negro de ambos la habían ayudado a sobrellevar muchos momentos de dolor. Su alegría natural regresaría algún día, pero eso no iba a suceder en el monasterio. Isabel Etzaitz sabía que los resultados de sus experiencias eran una constante afrenta para las personas de su entorno, sobre todo para los que tenían miedo de vivir. En el monasterio había muchos que padecían de ese miedo.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, las preguntas sobre los viajes de Cornelius continuaron. Él irradiaba una gran seguridad, y todos estaban muy interesados en lo que contaba. Isabel sentía la mirada de Cornelius todo el tiempo. Violette Renaud apareció tarde esa mañana y se sentó junto a él.

—¿Has pasado buena noche? —preguntó Violette Renaud.

—Excelente —contestó Cornelius, y volvió a mirar a Isabel Etzaitz.

—Bueno, yo os dejo desayunar en calma. Voy a dar un paseo por el jardín para digerir el desayuno —dijo Isabel, y se levantó.

—¿Puedo acompañarte? Necesito caminar un poco también —dijo Cornelius, y se levantó al mismo tiempo que ella.

—Te mostraré los viñedos y luego bajaremos al lago. Me ayuda a digerir a ciertas personas… —dijo Isabel Etzaitz, y miró a Violette Renaud—. ¿Has descubierto ya los laberintos de corredores y jardines?

—Sí, ya los descubrí, y también la capilla de los vitrales —dijo Cornelius.

—Esa es la capilla donde se celebra misa todos los días —dijo ella.

Violette Renaud la miraba con desprecio. Ellos dos salieron del comedor.

—Primero te llevaré a ver una obra de arte —dijo ella.

Se adelantó unos pasos y le hizo una señal para que la siguiese. Cruzaron el jardín y entraron en la iglesia; se dirigieron hasta la pila bautismal. Cornelius caminó alrededor de la enorme piedra sin saber si la veía, lo único que sabía era que su curiosidad aumentaba por saber quién era Isabel Etzaitz. Se sintió observado por ella, como si esperara una reacción de él.

—¿Qué te parece? Su forma es muy sencilla, pero fíjate en la copa y en el trabajo de incrustación de piedras semipreciosas —dijo ella en voz baja.

—¿Te interesan todas estas cosas de la Iglesia y sus rituales? —preguntó él.

—¿A ti no? ¿O es que quieres preguntarme si creo en Dios?

—Tarde o temprano te hubiera hecho esa pregunta, pero no tienes que contestarla. Yo tengo muchas dudas al respecto y he perdido la fe en todo esto…

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Para ver si puedo recuperarla y creer en ese Dios que todo lo perdona…

—¿O sea, que haces experimentos con Dios?

—No, no hago experimentos con él, sino conmigo. Pero, en realidad, la causa por la que estoy aquí es que quiero ordenar mis ideas sobre un proyecto en Afganistán.

—Afganistán está en guerra… ¿Quieres ir ahí por voluntad propia? Si es así, es como querer suicidarse.

—Si supieras todo lo que he hecho en mi vida y por todo lo que he pasado, te espantarías o entenderías mejor quién soy. Pero prefiero no contarte ahora esa historia.

—Sí, creo que sería demasiado, sobre todo si quisieras contármela a los escasos treinta minutos de conocernos…

Salieron de la iglesia y, cuando llegaron a la colina de los viñedos, Cornelius lió un cigarrillo y lo fumó lentamente. Le pareció a Isabel Etzaitz que Cornelius era un hombre muy singular, su voz era muy sensual y le agradaba mucho.

—¿Cuántos te fumas por día? —preguntó ella.

—Diez, quince, ¿por qué?

—Porque durante los ejercicios espirituales no puedes fumar.

—Lo sé, entonces haré una desintoxicación.

—Creo que no sabes en lo que te has metido —se rió Isabel Etzaitz.

—Tú y Violette no os queréis. Ayer noté la tensión que existe entre vosotras. Las mujeres…, siempre las mujeres —dijo Cornelius, y le sonrió.

—Es cierto. Ella odia a las mujeres atractivas y a las parejas de enamorados. Yo me considero de entre las atractivas —repuso Isabel Etzaitz, y le sonrió con picardía—. Pero no vale la pena hablar de ella. ¿Por qué atraviesas el mundo a pie? No tienes que contestarme si no quieres.

—Soy un peregrino mendigante. Rechazo la sociedad de consumo, la sociedad en cualquier país es corrupta, todos los gobernantes son corruptos, están enfermos. La humanidad es un tumor canceroso. Yo vivo de la limosna y mi sueño es ayudar a los necesitados.

—Pero vives de la limosna de la sociedad —dijo ella, y lo miró de reojo.

Isabel Etzaitz percibió que bajo la piel de Cornelius existía una gran dosis de agresión.

—Sí, vivo de la limosna del que quiera darme algo —contestó él—. El hermano Jonathan me ofreció hacer los ejercicios espirituales.

—¿A cambio de qué? —preguntó ella.

—Ya te lo dije, espero que los ejercicios esclarecerán algunas dudas para ese proyecto que tengo en mente… ¿Y tú, qué haces aquí?

—Yo salí a un viaje muy largo y durante mi vuelo me fracturé una ala y llegué aquí. Pero quiero levantar el vuelo otra vez y volar muy alto y muy lejos —contestó—. Tengo pensado irme ahora a Zúrich y pasear a orillas del lago y por la ciudad. ¿Quieres venir?

—Me encantaría, pero no tengo dinero.

—Yo tengo un billete para el tren, lo puedes usar antes de que caduque.

—¿A qué hora?

—A la una y treinta en la escalera de la entrada al monasterio.

—¿Compras de la limosna el tabaco para tus cigarrillos? Porque, escucha, un arquitecto y un exmarido me convirtieron en una peregrina mendigante. Tengo muy poco dinero y me gano el pan con mi propio trabajo. Hoy estás invitado con el dinero de mi trabajo. Ahora tengo que regresar a la Casa Verde y limpiar la escalera.

Al llegar a la soleada y palpitante metrópoli internacional, Isabel Etzaitz y Cornelius caminaron por la Bahnhofstrasse hacia el lago. Ella notaba las miradas de los que pasaban junto a ellos y se preguntó qué era lo que los demás veían y que ella no podía ver. Pensó que quizá era la indumentaria tan diferente de ambos. Él hacía bromas sobre sus botas y sus tacones. Los dos rieron hasta que sucedió algo muy peculiar, algo que ella no se esperaba.

—Creo que me estoy enamorando de ti y eso no es bueno para mí —dijo Cornelius.

—Tampoco para mí. Vas muy rápido, ¿no crees? No puedes enamorarte de mí —dijo ella, y se detuvó en seco.

Isabel Etzaitz sintió un dolor en el pecho, como si esa declaración de amor llevara un mensaje siniestro.

—Sucedió en el primer momento en el que te descubrí en el comedor.

—No debes enamorarte de mí.

—No me lo puedes prohibir —dijo Cornelius, y la miró fijamente.

—Deja las cosas así como están, no trates de moverlas. No puedo explicártelo, no debí de haber…

—¿De haberme invitado hoy a venir? ¿De haber cedido a tu soledad? ¿Quién te maltrató?

—No quiero hablar sobre ese tema.

Apresuró el paso y sintió que las miradas de los peatones se concentraban en ellos.

—¡Una pregunta más, Isabel, sólo una! —dijo, y la tomó de un brazo—. ¿Puedes aceptar mi sinceridad? Tienes que ser justa contigo y conmigo. Yo acepto lo que quieras darme.

—No hay nada que discutir. No muevas nada —dijo ella.

—¿Puedes aceptarlo? —Le extendió la mano, y la miró a los ojos.

Isabel Etzaitz bajó la cabeza y le estrechó la mano. Cornelius alzó la mirada al cielo con una sonrisa, confirmando su triunfo en esa contienda de argumentos. Se sentaron a orillas del lago y hablaron sobre Dios y el mundo. Cornelius se esforzó por brindarle esa confianza que Isabel Etzaitz necesitaba ganar. Descubrieron que ambos poseían una buena dosis de humor negro. De un periódico olvidado sobre el césped escogieron una película, Public Enemies, con Johnny Depp, y se fueron al cine. Al salir, caminaron por las callejuelas antiguas hasta llegar al Niederdorf, y decidieron cenar en uno de los lugares favoritos de Isabel Etzaitz. Era un local viejo con ambiente alternativo en el que relajarse era fácil y el contacto con la gente, también. El camarero la conocía bien, la adulaba y bromeaba con ella. Isabel y Cornelius observaban cómo jóvenes y viejos de todas las esferas sociales se barajaban dentro de una espesa nube de humo y conversaban en competencia con el bullicio del lugar; era uno de esos sitios obligados para turistas y gente local. Salieron de allí con el ánimo de alargar el tiempo. De camino a la estación de trenes, pasaron por la iglesia de Fraumünster y pasearon por las orillas del Limmat; el tiempo transcurría en medio de sus risas. Aquel panorama romántico en compañía de Cornelius parecía hacerla olvidar, por un momento, su pasado al lado de un exmarido violento.

Cuando llegaron al monasterio, se dirigieron al comedor y allí se encontraron con algunos de los introspectivos que estaban charlando. No faltaba el que se atrevía a decir que estaba convencido de haber estado ya muy cerca de la iluminación. Isabel Etzaitz recordó las observaciones y comparaciones de Violette Renaud, que no eran siempre las más agradables, pero sí las más acertadas al describir a estas sombras que deambulaban entre los muros del monasterio con caras compungidas. Isabel Etzaitz y Cornelius se despidieron en el comedor. Ella salió a la oscuridad de la noche, y se dirigía a la Casa Verde cuando una voz gritó su nombre:

—¡Isabel! ¡Isabel, ¡espera! —Era Cornelius.

—¡Qué susto me has pegado! —dijo ella—. ¿Acostumbras espantar a los demás de esta forma?

—Gracias por el día de hoy, lo has llenado de color —dijo Cornelius y le besó la mejilla.

—No tienes que agradecérmelo. Me has dado lo mismo. Tengo que irme antes de que…

—¿Antes de qué, Isabel?

Ella no contestó, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el bosque.

—¡Dios es muy creativo y tú eres parte de su creación! —gritó Cornelius, mientras la figura de Isabel desaparecía entre la oscuridad y los pinos del bosque.

Aquella noche, la voz de Cornelius estuvo sonando en sus oídos durante muchas horas. Él había logrado lo que ella no había podido hacer en mucho tiempo: reír. Pero ese dolor aún estaba ahí, muy dentro de ella.

Capítulo 4

Poco antes de las siete de la mañana del día siguiente, sonó su móvil. Era Regula Hartmann, una de las pocas personas que Isabel Etzaitz consideraba una amiga. Era doctora y gozaba de buena reputación. Dirigía, con mucho éxito, un ambulatorio en Zúrich. Isabel Etzaitz había solicitado sus servicios como paciente en varias ocasiones y Regula Hartmann era clienta en la tienda de moda donde Isabel trabajaba. A pesar de que eran dos mujeres diferentes de carácter, llevaban una amistad sincera y se apoyaban mutuamente.

—¿Cenamos hoy? Tienes que orearte, si no, te vas a apolillar ahí —dijo Regula Hartmann.

—Buena idea, tengo que salir de esta rutina y de estas sombras —contestó Isabel Etzaitz.

—Si yo pudiera salir definitivamente de la mía… —añadió Regula Hartmann en el tono que su voz adquiría para criticar con toda malignidad.

Regula Hartmann era hija de un padre muy violento. Era una mujer seca para expresar emociones pero tenía buen corazón. No sabía reír, únicamente sonreía ante lo que ella consideraba que requería una advertencia. La afinidad más fuerte que las unía eran los temas sustanciales de la vida y algo que las dos muy bien conocían: la violencia.

—¿Te va bien a las siete y media? —preguntó Regula Hartmann.

—Perfecto, tengo ganas de verte —repuso Isabel Etzaitz.

Regula Hartmann llegó puntual a la recepción del monasterio. Mientras observaba atenta a los introspectivos y a los monjes que pasaban frente a ella, apareció Isabel Etzaitz.

—¿Cómo te sientes aquí? —preguntó Regula Hartmann con una sonrisa.

Se dieron un beso y se abrazaron.

—Parece una clínica ecológica de neuróticos, ¿verdad? No sé cuánto tiempo aguantaré, espero que solamente lo necesario —dijo Isabel Etzaitz, y la miró de reojo.

—De verdad tengo que preguntarte si buscas el perdón de tus pecados aquí —dijo Regula Hartmann e hizo una mueca con la boca de disgusto.

—Quizá te hará bien acudir a la hora de oraciones junto a estas sombras —le dijo con malicia Isabel Etzaitz y soltó una carcajada, lo que no podía hacer su amiga.

—No. Definitivamente, esto no es lo mío. A estas sombras las atiendo mejor en el consultorio. Las reanimo con vitaminas o les extraigo lo último que les queda de sangre —contestó Regula Hartmann en un tono burlón. Salieron del edificio.

Era un atardecer cálido de verano y se decidieron por un restaurante en la campiña. Ya en el local, Regula Hartmann le confesó que estaba estresada por el exceso de trabajo y que necesitaba irse de vacaciones ella sola, a alguna zona tropical, lejos de pacientes, gemidos, pruebas de orina y sangre, hospitales y de todo a lo que su vocación estaba sometida. El consultorio era una vida que no quería llevar. Ella amaba la jungla. Su vida sexual no había llegado al grado cero pues de no ser por un par de amantes ocasionales su sexualidad era menesterosa.

Isabel Etzaitz sabía que el sueño húmedo de Regula Hartmann era un caribeño que durante muchas noches en un viaje a Surinam le había robado la tranquilidad. Se había convertido en una pasión a distancia, pero no era recíproca y eso se había convertido en un motivo de angustia. Regula Hartmann vivía en el deseo de perderse una vez más en aquella pasión que ahora era tan sólo un recuerdo doloroso.

—Él está otra vez aquí y tengo que verlo. —La voz de Regula Hartmann revelaba su obsesión.

—¿Y cómo piensas organizarte con todo? —preguntó Isabel Etzaitz.

—No lo sé todavía, pero tengo que verlo.

Pocas veces había visto Isabel así a su amiga, en un estado casi de trance que sólo se lo podía provocar el caribeño.

—¿Has pensado en los riesgos de esta aventura… por ejemplo, el sida? ¡Vamos, Regula! Eres una mujer con experiencia. El tipo anda danzando por todas las junglas femeninas, tú lo sabes muy bien, no me obligues a decirte… ¿Quieres saber lo que pienso de él?

—Sé muy bien lo que piensas de él y de mí. Nunca creí que estos sentimientos tan desgarradores pudieran llegar a dominarme. No hay madurez en este asunto —dijo Regula Hartmann.

—Es solamente una obsesión tuya y estás jugando con fuego —dijo Isabel Etzaitz—. Pero ¿qué esperas de mí? ¡Vamos al grano!

—No lo sé, Isabel, no lo sé.

—Su aparición te obnubila —dijo Isabel Etzaitz.

—Te estoy diciendo solamente que lo veré, eso es todo.

—Regula, la pasión produce caos; yo la conozco muy bien.

—¡Calla, no lo digas! Si un paciente me viniera con esta historia, sentiría mucha rabia contra él, como la que tú sientes en este momento. Impotencia. Pero constantemente me perdono por ser tan débil. ¿O es que soy muy cínica conmigo misma? Por el momento, quiero dejarme llevar por estas emociones.

—Malo, malo, te estás entregando a un vividor, a un oportunista. Te busca cuando te necesita, cuando quiere algo de ti y no siempre para follarte, porque eso es parte del pago por el favor recibido.

—Y ¿qué hiciste tú, Isabel? —Regula Hartmann la retó con la mirada.

—Lo mismo que tú. Por eso te digo: ten cuidado. Yo pagué muy caro el error, aunque es probable que estas experiencias tan extremas estén escritas en nuestros destinos. Te seré sincera, hay algo latente en nosotras que llama y que desea…, no puedo ni mencionarlo. ¿Regresamos?

La temperatura había mejorado cuando llegaron a Rapperswil. Regula Hartmann acompañó a Isabel Etzaitz hasta la Casa Verde. Unos diez metros antes de llegar a la entrada, Isabel Etzaitz se paró en seco.

—¿Qué te pasa? —preguntó Regula Hartmann, asombrada al notar esa reacción extraña.

—No lo sé, de pronto he sentido un miedo que me ha atravesado la médula, como si alguien me estuviera observando. Algo muy extraño.

Sus ojos se fijaron en la oscuridad de la noche, e Isabel pensó que Regula Hartmann no había entendido lo que le acababa de ocurrir.

—¡Espera, por favor! No quiero que pienses que no te creo, pero si estás pensando en tu exmarido… Isabel, tienes que esforzarte por olvidarle.

Regula le obsequió con una de sus sonrisas.

—¿Mi exmarido? No, no es él. Esto es muy diferente…

A Isabel le pareció ver que alguien la observaba a través de la ventana del salón de música en la planta baja, y en la Casa Verde sólo estaba encendida una luz. La de su habitación. Miró a Regula, y esta se encogió de hombros.

—¿Quieres que te acompañe hasta tu habitación? —preguntó Regula Hartmann.

—No —titubeó Isabel por un instante y se dirigió hacia la escalerilla que llevaba a la entrada principal. Fingió una soltura y tranquilidad, como si hubiera superado ese miedo que la había asaltado momentáneamente.

—¡Joder, Regula, tengo miedo de todo lo que me rodea, a la mierda con todo! —Isabel Etzaitz se rió, tal vez porque se sentía desalojada de su cuerpo. Regula le devolvió otra de esas sonrisas con las que la solía obsequiar, y se dio media vuelta agitando la mano en señal de despedida hasta que desapareció en la oscuridad.

Isabel Etzaitz abrió la puerta principal y avanzó unos pasos hasta quedar inmóvil en medio del tétrico recibidor. La puerta del salón de música estaba entreabierta. Una luz proveniente de un farol del jardín parpadeaba en la oscuridad que invadía aquel espacio y le daba un toque siniestro. Tenía que dar tres pasos más hasta llegar al apagador de luz en la pared contigua a la puerta del salón. Sus músculos y ligamentos se tensaron, tragó saliva con dificultad dos veces, inspiró profundamente y, mientras caminaba hacia la pared, la puerta del salón se abrió un poco más. Isabel Etzaitz se paró en seco y sintió que alguien respiraba detrás de la puerta. Levantó el brazo lentamente hasta que sus dedos pudieron tocar el interruptor y encender las luces del pasillo. Oyó un leve jadeo detrás de la puerta; ella y alguien más respiraban con la misma cadencia. Cuando creyó que se encontraban muy cerca uno del otro, giró el cuerpo, corrió atropelladamente hacia la escalera y la subió sin tropezar hasta llegar al rellano del segundo piso. Hurgó desesperadamente en su bolso hasta encontrar la llave de su habitación y a toda prisa abrió la puerta y la cerró inmediatamente. Echó el cerrojo, arrastró dos pesadas cajas con libros y atrancó la puerta. Luego se arrodilló, palpó el suelo bajo la cama hasta que sintió el martillo y lo sacó. Oyó cómo el parqué rechinaba al otro lado de la puerta y unos pasos se detenían frente a su puerta. Sentía los latidos de su corazón en la vena del cuello. Uno, adentro; y el otro, fuera de la habitación gris y verde. Esperaban inmóviles. Un cuerpo frente al otro en actitud de duelo. Esperó unos instantes y volvió a oír cómo las pisadas se alejaban. Corrió hacia la ventana, pero sólo vio el gato del cocinero que corría por la vereda. Su corazón todavía latía aceleradamente, como si quisiera atravesarle el pecho. El sudor empapaba su frente y un mareo la obligó a apoyarse en la ventana. Abrió el grifo del lavabo y dejó que el chorro de agua helada le empapara la cara y la cabeza. El agua le escurría en hebras por la espalda. Tomó la toalla, se secó la cara y se acercó de nuevo a la ventana, pero no vio nada.

Regresó a su cama envuelta en los restos del temor.

Capítulo 5

El hermano Linus abrió y cerró la puerta unas treinta veces. Eran las cuatro y el hermano Jonathan recibía en la recepción a los nuevos participantes en los ejercicios espirituales, que llegaban solos o en pequeños grupos. Contó treinta y uno, y constató que el grupo estaba completo. Estaba muy concentrado en que nadie o nada se le fuera a extraviar. Reía todo el tiempo. Luego, caminaron todos detrás de él y salieron al jardín, donde les esperaban los bocadillos y el vino. Cornelius platicaba con un grupo de mujeres.

Isabel Etzaitz observaba desde su habitación toda aquella escena en el jardín. Y mientras se cepillaba los dientes, se preguntó si el hermano Jonathan Pausa escucharía con igual devoción y atención las mismas historias y los mismos lamentos, día tras día, año tras año. A excepción de algunos casos especiales, como el de Cornelius, que era muy especial, el hermano Jonathan Pausa no era para los lamentos. Pero era monje. Y otra cosa no iba a ser jamás. Isabel Etzaitz lo admiraba por su intelectualidad y su negro sentido del humor.

«Alguna vez, todos hacemos cosas que no nos gustan. Esos clientes tan generosos que visten a sus esposas y amantes como gemelas sin que ellas lo sepan son unos perfectos cínicos, pero mi deber es vender ropa y no predicar la moral», pensó.

Durante tres días evitó encontrarse con Cornelius. Le había costado trabajo no verlo. Notó que lo había extrañado. Se había alimentado de sándwiches, yogures, galletas y chocolate, que le habían hecho ganar dos kilos; lo notó cuando la cremallera del pantalón quedó un centímetro abierta. Se puso los zapatos y salió de la habitación. Cruzó el jardín y bajó la cabeza para evitar las miradas, y se apresuró a entrar en el comedor.

Durante el día había pensado mucho en su futuro incierto. La dueña de la boutique le había informado de que iba a cerrar su negocio por cuestiones de salud y también financieras. Una grave enfermedad la había sorprendido, de un día para otro, y le había obligado a tomar esa decisión. La competencia en ese sector era muy dura, y Zúrich seguiría siendo la ciudad de compras y de recreo preferida por muchos. Su jefa había sido una buena empleadora y había confiado en ella. Isabel Etzaitz había aprendido a querer a sus clientas —a unas más que a otras—, e incluso alguna que otra vez había tenido que escuchar la pena de alguna esposa traicionada. Había estado trabajando toda la semana inventariando zapatos y prendas de marca fuera de temporada.

El comedor azul estaba vacío. Se sentó junto a la ventana. Se sirvió un café y tomó un periódico que estaba sobre la mesa. Lo estaba leyendo cuando una mano le acercó la taza de café. Levantó la mirada y vio a Cornelius sentado frente a ella, que le sonreía. Sintió cómo el corazón aceleraba su ritmo. Isabel Etzaitz movió la cabeza de izquierda a derecha y le sonrió.

—Hola, ¿cómo estás? Te observé al cruzar el jardín. Me pareció que algo te preocupaba.

—En una hora ya no podrás hablar, ¿lo sabes? —dijo ella, y le sonrió.

—Lo sé, por eso quiero aprovechar el tiempo para decirte que extraño tu risa, tu aroma a manzana, un cigarrillo y un güisqui.

—Me da la impresión de que no tomas en serio los ejercicios espirituales, pero en cuanto los termines, te irás, quién sabe adónde, quizá muy lejos. ¿Y yo?

—¡Chis! No, no, Isabel, tú crees que eres una aventura terrenal más en mi vida, pero yo te veo como mi compañera en esta vida. Se lo he contado todo a él.

—¿Quién es él?

—El hermano Jonathan, ¿quién más podría ser? Le he dicho que eres la mujer que persigo en mis sueños. También le he dicho que lo único que me pide el cuerpo es ejercicio y una buena sesión de sexo. Pero a cambio de esto me pone a rezar con un grupo de pecadores… Escucha, el único momento en el que podré verte será durante la misa. Por favor, asiste a ella, y todo lo demás no intentes entenderlo, por lo menos ahora —repuso Cornelius, y le guiñó un ojo.

—Dedícate a los ejercicios espirituales con seriedad. Duran sólo 30 días.

—Cuando termine con los ejercicios, te explicaré muchas cosas, pero ahora no puedo. Primero, tengo que tratar de aguantar todo esto.

—Tienes que explicarme muchas cosas —dijo ella—porque no entiendo nada.

—A partir de hoy puedes regresar al comedor. Ya no tienes que esconderte de mí. Violette ha preguntado por ti, parece que te extraña —dijo él con una sonrisa—. El chocolate y las galletas te han hecho subir de peso, y las gordas no me gustan.

—¿Esconderme de ti? ¿Cómo lo sabes?

Cornelius le guiñó un ojo, dio media vuelta y, antes de salir, dijo:

—No te olvides, mañana reservaré una silla para ti en la capilla de los vitrales.