Mujeres en la alta gastronomía - Oscar Caballero - E-Book

Mujeres en la alta gastronomía E-Book

Oscar Caballero

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Beschreibung

En 1933, la Guía Michelin France crea su cuerpo de inspectores y otorga sus primeras tres estrellas. Tres de aquellos primeros siete restaurantes franceses honrados con la máxima distinción tenían a una mujer al frente de la cocina. Es la prueba de que las mujeres ya estaban ahí, en el nivel más alto de la gastronomía, por más que fueran discretas e incluso silenciadas. Tiempo después las siguieron cocineras al mando de todos los niveles de la restauración. En España, ya en las últimas décadas del siglo XX, chefas catalanas revolucionaron la restauración de Barcelona. Y, en paralelo, hubo chefas gallegas, vascas, madrileñas... Hasta nuestras primeras mujeres con estrella. Al margen de la nacionalidad de cada una de las protagonistas de este libro, sus biografías, con sus platos y anécdotas, son muestras de la diversidad de caminos que llevaron a la realidad actual, en la que muchas cocineras son por fin chefas al mando de cocinas y, a menudo, del restaurante.

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© del texto: Oscar Caballero, 2023.

© del prólogo: Lourdes Plana, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2023.

REF.: OBDO156

ISBN: 978-84-113-2358-1

ELTALLERDELLLIBRE•REALIZACIÓNDELAVERSIÓNDIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Este libro es la prolongación de una conferencia impedida por un virus. A principios del 2020, la empresaria, cocinera e investigadora María José San Román me invitó a participar de un encuentro de la asociación que preside, Mujeres en Gastronomía, programado para marzo de ese año en Alicante.

«¿Por qué no hablas de la historia de las mujeres en la cocina?», me sugirió.

Como sin ser historiador tengo el virus de la historia, inmediatamente me sumergí en mis archivos y en lo que resta de mi biblioteca. Un poco, también, en los recuerdos de varias décadas de crítica gastronómica.

Y en eso, llegó el COVID-19 y mandó parar. Impidió la conferencia, pero no este libro, que brindo —como un caballero— a María José.

¡Va por tu idea!

A GINE, CONFINADA CON EL NACIMIENTO DEL LIBRO AL QUE DIO MAQUETA IDEAL.

PARA MANU, QUE CORRIGIÓ SIN EXIGIR —PERO CON INSISTENCIA—, ALENTÓ UN CARÁCTER GANADOR Y ORDENÓ: ¡LEVÁNTATE Y MANDA!

A TABI, LECTORA PROFESIONAL.

Prólogo

Lourdes Plana Bellido Presidenta de la Real Academia de Gastronomía

Una larga y apasionante revisión de la siempre omnipresente, pero poco reconocida, presencia de la MUJER EN LA COCINA.

Este es un libro imprescindible y muy oportuno, en estos momentos en los que más que nunca se habla de la falta de protagonismo de la mujer en los restaurantes, en los galardones internacionales, en la prensa, en los libros de cocina...

Mujeres en la alta gastronomía está dividido en seis capítulos sobre la mujer a lo largo de la historia de la cocina, desde los primeros restaurantes que empezaron a aparecer después de la Revolución francesa hasta nuestros días.

Muy centrado, como es lógico, en el país de residencia del autor, Francia, relata historias de multitud de cocineras francesas, pero también de españolas y de otros países.

De las Mères Lyonnaises a Adeline Grattard, de Elena Arzak a Begoña Rodrigo, pasando por Carme Ruscalleda y Maca de Castro, de la Pardo Bazán a la Parabere... y cientos de nombres que te hacen dudar de la famosa inferioridad numérica de las féminas en las cocinas.

Detrás de cada uno de esos nombres, se puede comprobar cómo la vida de estas mujeres ha sido siempre difícil y casi heroica porque, a la dificultad compartida de triunfar en esta sacrificada profesión —la de la cocina—, hay que añadir todos los impedimentos y prejuicios sociales de otras épocas respecto a las mujeres y la tremenda dicotomía que se han tenido que plantear todas ellas: profesión o maternidad y familia.

Muchas de ellas han renunciado a sus objetivos familiares para poder lograr sus objetivos profesionales y otras se han quedado en el camino para no desatender sus instintos familiares. Pero también hay muchas, muchísimas, como relata este libro, que han sabido compaginar ambos objetivos.

No es fácil, y en cualquier caso, necesitan tener una gran compenetración con sus parejas para coordinar horarios y responsabilidades familiares domésticas.

También es verdad que actualmente hay una gran libertad para elegir el tipo de restaurante que quieren tener y los horarios que quieren ofrecer a la clientela, por lo que cada día más, hay chefas que han decidido priorizar calidad de vida al volumen de negocio y a la presencia en medios. Curiosamente, este cambio de mentalidad se va contagiando también entre sus compañeros masculinos.

Leyéndolo te das cuenta de que, aunque todavía hay un largo camino por recorrer, se han producido grandes avances si lo comparas con las primeras chefas. Pero no hay que cejar en el empeño de ir alcanzando cada vez más puestos de mando en las cocinas de los restaurantes para las mujeres y también más reconocimientos.

A Oscar, su autor, me une una amistad que viene desde su época de corresponsal en Francia de la revista Restauradores que yo dirigía. Su olfato periodístico le ha hecho estar siempre en la última noticia gastronómica en el país vecino, los restaurantes más novedosos, la mejor bodega, el champagne más exquisito, los libros más interesantes...

Inquieto, culto y polifacético, Oscar es un gran conocedor de la historia de la gastronomía, por lo que tiene autoridad más que suficiente para escribir no uno, sino varios libros sobre ella; pero su peculiar visión de las cosas, su humor socarrón, su ir y venir por tiempos e historias diferentes requieren toda la atención del lector.

Madrid, 31 de octubre de 2022

PRIMERA PARTE

Cherchez la femme

La mujer, a la cocina. ¿Por qué las mujeres son bicho raro en la alta cocina?

Si la historia de la alta cocina es francesa, como lo demuestran las santas escrituras gastronómicas, y si el restaurante —tal como lo conocemos hoy— es una consecuencia de la Revolución francesa, es lógico hurgar en la historia de la cocina francesa para desvelar el enigma.

Un enigma, sí, porque desde el principio de los tiempos el hombre caza y la mujer cocina, y porque mucho antes del confinamiento casi universal del 2020 la mujer estuvo y está confinada a la cocina, en casa y con la pata quebrada. Enigma también porque la referencia tópica de los grandes cocineros es la cocina de su madre o la de su abuela; porque, como todo el mundo sabe, no hay mejor paella —poner aquí el plato nacional que corresponda— que la de mamá. Y enigma en fin porque, como lo demuestra este libro, a partir de lo que podría llamarse la tercera revolución de la cocina nueva, entre el final del siglo XX y los diez primeros años del XXI, la presencia de mujeres en la alta cocina se ha multiplicado en Occidente. En Francia, el aluvión femenino en la cocina gastronómica ha tenido un crecimiento exponencial en los últimos quince años. En España, la segunda década de este siglo ha visto ampliarse el fenómeno gracias a la nueva respetabilidad del oficio, en general, y a la influencia de dos o tres pioneras, en particular. Estos datos desbaratan la mayor parte de los argumentos que intentan explicar la ausencia de mujeres chefs.

Las cheffes.[1] Un aluvión tan intenso que, en una cultura como la francesa, reacia a las novedades (todavía llaman doctor a la doctora y presidente a la presidenta), oficializó la palabra cheffe. Avance importante y por partida doble: cuisinière, en francés, significa cocinera, pero designa también el fogón en el que se cocina, lo que difumina más aún la imagen femenina en los fogones. Sin embargo, como se verá más adelante, en la breve historia de la cocina francesa moderna (esa que podría comenzar con Carême, «cocinero de reyes y rey de cocineros», seguir con la invención del restaurante entre el final del siglo XVIII y los primeros treinta años del XIX, y consolidarse en la primera mitad del siglo XX a partir de Escoffier y del nacimiento de la guía Michelin-France), unas mujeres, las llamadas MèresLyonnaises (Madres de Lyon), se situaron al mismo nivel que los chefs.

Curiosamente, tras la Segunda Guerra Mundial, cuando poco a poco la mujer francesa conseguía derechos atrasados —votar, tener libreta de cheques a su nombre de soltera, ocupar puestos antes reservados a varones, abortar...—, las cocineras desaparecían del cuadro de honor de la guía Michelin, que hacía y deshacía prestigios. Hubo que esperar a 1985 y 1988 para que Ghislaine Arabian obtuviera dos estrellas en Le Restaurant, de Lille, y las reafirmara en 1992 y 1998 en Ledoyen, de París.

Los cambios de centuria son elocuentes. Hacia finales de la primera década del siglo XXI, el desplazamiento tectónico conduce hasta la realidad actual, en la que por primera vez aparecen cheffes al frente de las cocinas de esos grandes hoteles que están por encima de las cinco estrellas, llamados oficialmente palacios. Y no solo tallan ahí: hay cocineras al mando en todos los niveles de la restauración, del bistrot y el catering al gran restaurante.Más aún: cheffes pâtissières (pasteleras) acceden al mando por primera vez en restaurantes con tres estrellas. Y hay mujeres al frente de las cocinas y pastelerías de tiendas tan célebres como Fauchono Ladurée.

También el mundo del vino vive esa invertida violencia de género: uno de cada tres viñateros es viñatera. Para comprar y vender vinos en el restaurante, las sumilleras dejan de ser una rareza. Así, la cheffe con más estrellas de Francia y una de las más laureadas en el mundo, Anne-Sophie Pic, nombró a una sumillera, la argentina Paz Levinson, para supervisar la provisión de bodega y la venta en sala en sus restaurantes de Europa y de Asia.

No está de más recordar que un nuevo vino, el rioja Macán (ya mítico por culpa de sus padres: Vega Sicilia y una rama de la familia Rothschild, y nacido con las 69.000 botellas de 2009), tiene como interlocutora, por parte francesa, a la baronesa Ariane de Rothschild, primera presidenta del grupo bancario Edmond de Rothschild y única responsable de la diversificación de ocio y lujo.

Historias, anécdotas, nombres y apellidos puntuarán el relato.

Del chef a la cheffe: cosas de mujeres

Se han buscado mil razones para explicar la ausencia de mujeres en la alta restauración.

Una de las razones, evidente y general, es esa misma ausencia en la cúspide,en otros sectores de la sociedad. En 2020, por ejemplo, fue bruscamente desalojada la única mujer que dirigía una empresa del CAC 40, es decir, el IBEX 35 de Francia; y en ese país, en donde la presencia femenina en el mundo laboral es alta, es más fácil encontrarlas secretarias que presidentas; pero, si se trata de particularizar, los motivos de que las mujeres tengan escasa presencia en cocina varían con las épocas. Son recurrentes la pesadez del material en cocinas públicas, el machismo del sector, la falta de vestuarios separados en restaurantes gastronómicos; sin olvidar el aura militar del equipo de cocina que codificó Auguste Escoffier, no en vano denominado brigada, y cuya estructura jerárquica —y, en cierto modo, rutinaria— fue una anticipación de la cadena de montaje de la industria. Un mundo forjado por hombres, para hombres, y en el que, por consiguiente, no habría espacio mental para mujeres.En ese mundo, imperan los repertorios (conjuntos de recetas enunciadas esquemáticamente) y es obligatoria la memorización de nombres de platos y de salsas, multiplicados muchas veces a causa de mínimas variantes y acordes con las cartas desmesuradas de los restaurantes anteriores a la nouvelle cuisine.

En fin, la rutina —divinización de la mise en place— y la automatización de gestos son más respetados que la espontaneidad. Paradójico detalle, pero muchas veces escuchado: allí donde el poder lo tiene una mujer, aunque sea por carácter transitivo (la esposa del patrón, por ejemplo), se les suele cerrar la puerta a las mujeres, con la excusa de que su presencia crea problemas en la brigada, por culpa de amores o desamores. Sin olvidar supersticiones apenas superadas: hasta no hace mucho tiempo, en la mayor parte de los viñedos franceses, una mujer no debía entrar en la bodega cuando tenía su regla.

El argumento del trabajo pesado nunca me convenció. No porque el de la cocina no lo sea (más bien, lo contrario), sino porque durante siglos, campesinas primero y obreras después, las mujeres se midieron siempre con tareas e instrumentos fabricados por y para varones. Las labores del campo, la molienda del maíz, la carga de los niños a campo traviesa; vendimiadoras que parían en medio de la viña y que continuaban su tarea con el recién nacido en un paño; trabajadoras que, de vuelta a casa, lidiaban con sartenes de hierro y que lavaban a mano sábanas y toallas. No, no radicaba ahí el problema. Uno ha conocido suficiente cantidad de cocineros escuchimizados para colegir que aquellas mujeres recias no hubieran tenido inconveniente en fajarse con el utillaje de las cocinas profesionales por pesado que fuera.De hecho, las chefas de este libro, todas triunfadoras, todas distintas físicamente, comparten esa fuerza que no necesita exhibir músculo porque es interior, y la voluntad de salir adelante. O sea, como los cocineros que triunfan. Y hay que repetirlo: chefa quiere decir jefa. Es decir, no basta con cocinar bien, ni siquiera muy bien. La chefa tiene que saber mandar y ser capaz de motivar a un equipo.

Un tema interesante es precisamente el de la ambigüedad de la condición del cocinero, en Francia, independientemente de su género. «¿Obreros o artistas?», preguntaba el 1 de agosto de 1887 en Le progrès des cuisiniers el cocinero y escritor Philéas Gilbert, uno de los negros de la bibliografía de Escoffier. «En realidad ¿cuál es hoy mismo nuestra situación en la sociedad? Algunos de nosotros se proclaman artistas, otros se dicen obreros. ¿Cuál de las dos apelaciones corresponde? ¿Somos obreros? Sí. ¿La ley nos considera como tales? ¡No! ¿Hay cocineros que pueden ser denominados artistas según las acepciones de la palabra? Sí. ¿La sociedad les acuerda tal consideración? No. O sea que no somos, desde el punto de vista social, ni obreros ni artistas. ¿Qué somos entonces? Nada. ¿En qué aspiramos a convertirnos?». Y su consejo: «Cocinero que ambicionáis el título de artista, obtened en principio el de obrero [sic]».

De hecho, incluso quienes se consideraban obreros se veían más bien como artesanos. Y las fronteras entre arte y artesanía son porosas; pero ningún cocinero gozaba de las condiciones que los sindicatos lograron para el obrero de fábrica. «El estatuto de asalariado, que implica derechos y una protección social —escribe Alain Drouard en Histoire des cuisiniers en France[2](Historia de los cocineros en Francia)— es una conquista reciente de la profesión, posterior a la Segunda Guerra Mundial».

Drouard explica también que, además de la discusión entre obrero y artista de finales del siglo XIX, otra duda subsistía: «La cocina ¿es ciencia o es arte?». Y cita La vie à table à la fin du XIXe siècle[3](La vida en la mesa en el siglo XIX), donde Chatillon-Plessis la considera ciencia porque «el arte del cocinero exige una suma de conocimientos que pocas profesiones del conocimiento alcanzan o superan». Para Drouard: «La cocina es sobre todo un arte». Ahí está el palabro: «la cocina es un arte tanto en el sentido técnico como en el estético. Un arte efímero, de acuerdo, y que toma prestados conceptos de otras artes para llegar a sus fines. Los cocineros son artesanos que se proclaman artistas y creadores de obras maestras».

La cocinera descubre el pastel

Para complicar aún más las cosas, en 1887, el mencionado Gilbert (que es como decir Escoffier) subrayaba las analogías entre la carrera del cocinero y la del militar: «Desde el aprendiz sometido a las tareas más penosas, como el soldado, a las órdenes del jefe de partida equivalente a un suboficial, obediente frente al chef cuyo mando sobre la brigada equivale al de un coronel al frente de su regimiento». Y destacaba a esos chefs que «gracias a su trabajo y su renombre han adquirido la reputación de maestros, la distinción más elevada y más envidiada en el sector, algo así como un mariscal culinario».

Si se considera que los chicos suelen jugar más a la guerra que las chicas y tienen mayor apego a las estructuras jerárquicas, como lo demuestran las bandas de chiquillos, aquellas brigadas que guerreaban mediodía y noche (en francés, el momento culminante del servicio es denominado coup de feu, el disparo) y que respondían a las órdenes —por disparatadas que fuesen, como en el ejército— con un «¡oído, jefe!», segregaban de hecho a las mujeres. Evidentemente, las cosas han cambiado. De Golda Meir a Margaret Thatcher, sin olvidar la presencia cada vez mayor de mujeres en los ejércitos o el papel privilegiado que tienen las militares kurdas en la guerra de Siria, o incluso algunas feroces bandas de muchachas en suburbios occidentales, el juego de la guerra, entre proyecto y realidad, se ha feminizado. Correlativamente, cada vez son más numerosos los chicos desinteresados por trabajar hasta la extenuación y por saltarse la vida de familia. Esa presencia femenina en sectores antes considerados masculinos y el desinterés creciente de tantos varones por lo que sus mayores consideraban el grial sintetizarían el umbral que traspasan en cocinas cada vez más mujeres.

Por encima de la distinción genérica, las dudas de Gilbert flotan aún en las antecocinas. A quienquiera que se asome a ese mundo, aunque más no sea como espectador, le sonarán actuales esas discusiones sobre la condición del cocinero, sobre su relación con el arte y con la ciencia. El motivo es que, aunque sea en otro contexto, en el siglo XXI subsiste la ambigua condición social del trabajador de cocinas. También, como en todo sector ambiguo, subsiste el desnivel entre una élite con aura social y con retribución alta (enorme a veces) y un proletariado a su vez subdividido en becarios que no cobran (lumpen de la alta gastronomía, especialmente en España), aprendices mal pagados, extras... Y como es lógico, tales ambigüedades perjudican, en primer lugar, al último que llega. En este caso, a las mujeres.

Otra desventaja para ellas —que, en realidad, comparten con sus coetáneos— son los horarios delirantes, que pueden llegar a las sesenta horas semanales. Esos excesos son más habituales en la alta restauración que en los hoteles. Entre los que acuerdan importancia a la gastronomía, los más importantes crearon incluso dos brigadas: una para comidas y otra para cenas y, más tarde, redujeron las prestaciones a una decena de servicios semanales. También ajustó sus horarios la restauración colectiva donde, en compensación, los sueldos y la promoción son menores, y además, el sábado y el domingo libres son una conquista firme. El horario del restaurante gastronómico, con la coupure, esa interrupción del trabajo entre comida y cena —que apenas si alcanza para dar un paseo o, en el mejor de los casos, para dormir una siesta—, suele bloquear más las carreras femeninas que las masculinas.

¿Bocuse contra el machismo-leninismo?

Cuando se observan las innovaciones en la gestión, algunas comunes a las cocinas en las que manda una mujer (la horizontalidad jerárquica, los horarios más adecuados, una cocina más espontánea), se deduce que el problema no consistía en saber si una mujer era capaz o no de comandar una brigada, sino en la manera de concebir esa función.

Las palabras de una cheffe como Dominique Olympe Versini, única estrella femenina de lanouvelle cuisinefrancesa entre 1973 y 1993, quien aseguraba no haber podido terminar de leer un solo libro de recetas, ni haber seguido jamás una receta escrita —«apenas la inspiración de un detalle de una foto»—, ni tampoco «haber conseguido, nunca, obedecer a las minuciosas recetas de pasteleros, aunque me lo propuse seriamente», pueden indicar otra pista de una aproximación diferente al oficio. Una aproximación más instintiva, más espontánea, pero con un pie en el precipicio del tópico, en esa tierra de nadie intelectual por la que se pasean, a lo largo de este libro, cheffes y chefs sin encontrar la solución. Y puede resumirse en esta pregunta: ¿existe una cocina de mujer, diferente de la del hombre?

Para rizar el rizo, la duda se podría prolongar así: ¿existe una cocina de hombre?

En otro sentido, Jessica Préalpato (cheffe pâtissièredel desaparecido restaurante Alain Ducasse, con tres estrellas Michelin, en el hotel Plaza Athénée de París), que comenzó en una brigada, dice no haberse sentido cómoda por la violencia y por la dureza del trabajo, aunque consiguió desempeñarlo sin quejas del chef. Por el contrario, el descubrimiento de la pastelería de un tres estrellas, «espacio separado en la cocina, con su gestión propia y un equipo más reducido y de trato por lo tantomás familiar, su ritmo diferente», le resultaron de entrada más atractivos.Y allí se afirmó hasta subir a lo más alto.[4]

Hablar de una cocina de mujer, femenina, ¿sería machismo? El gran Paul Bocuse zanjó esta cuestión: «Hay solo dos cocinas, la buena y la mala», cuando se le interrogaba sobre la cocina tradicional y la moderna.

Sin embargo, ¡ay!, no siempre fue tan ecuánime. En 1977, condenó a las mujeres a repetir eternamente los mismos platos. «Me reafirmo, aquí, en mi convicción —dijo— de que las mujeres son por supuesto buenas cocineras cuando se trata de cocina de tradición. Esa cocina que desde mi punto de vista carece de creatividad, lo que por mi parte deploro». Y en 2003, añadió: «Las mujeres hacen la cocina de nuestros comienzos, esas que las madres transmiten a sus hijos y nietos».

Así y todo, el tiempo no pasa en vano. En los últimos veinticinco años, la gran cocina francesa —y, en parte, la mundial— fue dominada por Joël Robuchon (la perfección técnica) y por Alain Ducasse (la ubicuidad del chef consejero y técnicas empresariales aplicadas a la multiplicación de establecimientos). Ellos pulverizaron todos los récords de las guías Micheliny sumaron, entre los dos, casi media centena de estrellas. Al mismo tiempo, surgió una cocina rompedora, pero diferente, localista en sus productos, cosmopolita en su concepción, más humana en las relaciones horizontales entre cocineros.

Esa cocina —que puede ser caricaturizada con chefs barbudos, uniforme de cocinero no convencional, tatuajes, cocina visible— vio irrumpir con fuerza cheffes y sumilleras. Sobre todo, chefas propietarias de su establecimiento.

La cheffe Amélie Darvas, tras triunfar en París,[5] emigró a Occitania, en donde obtuvo estrella, pero, sobre todo, escogió allí un entorno que le convenía ideológicamente (huerta, proveedores al alcance de la mano, naturaleza, vinos locales). En diciembre de 2017, explicaba su recorrido al dominical del diario económico Les Échos: «Desde que debuté en cocina mi objetivo fue siempre el de preservar mi libertad. Ser patrón no es evidentemente fácil todos los días. Y las cortapisas económicas resultan duras. Pero quería estar en mi casa, hacer las cosas a mi manera». La cheffe, que destacó en grandes cocinas antes de establecerse por su cuenta (su historia, como las de otras muchas, son el hueso de este libro), da otra clave diferencial: «no me interesa la demostración técnica ni que en el plato resplandezca mi sabiduría. Trato solamente de compartir lo que me sale de las tripas. Yo guiso con el corazón, con toda el alma».

El 13 de enero del 2003, en Le Monde, a la periodista Catherine Simon, que iba tras las huellas de las Mères Lyonnaises, una modista le comentó, irónica: «En cocina, los hombres ejecutan obras maestras, las mujeres cocinan platos para comer».

Jacotte Brazier, nieta de la más célebre de aquellas Madres, Eugénie Brazier, definió a esas pioneras: «Una cocinera que es su propio patrón».

También es verdad que el mundo de la cocina del siglo XXI poco tiene que ver con el del siglo XX, cuando solo las estrellas Michelin propulsaban una carrera. Antes rey del mambo urbi et orbi, Michelin debe afrontar la repercusión de 50 Best y de sus mejores del universo. En Francia, en el siglo XXI, Fooding se convirtióen bandera de la cocina joven, seguido poco después por Omnivore (en principio, publicación mensual; luego, guía; y más tarde, salón anual).[6]

En la segunda década del siglo XXI, despuntó un sitio de Internet, cada vez más presente: Atabula. Pues bien, si sobre los 2842 restaurantes distinguidos en el mundo por las distintas ediciones de Michelin, solo 141 chefas lucían estrella, 6 de las 14 direcciones distinguidas por Fooding (2018) contaban por lo menos con una mujer en su equipo dirigente. En el palmarés de Atabula(2017) de veinteañeros y treintañeros que cuentan en la gastronomía francesa, 38 eran mujeres (principalmente, cheffes). Y ellas brillan también en cada salón Omnivore.

Pero el mayor trampolín, en una Francia donde MasterChef con sus aficionados tuvo gloria efímera, fue y es Top Chef. Con once años de vida en 2020, este programa en el que solo participan chefs consolidados, propietarios a veces o bien segundos de grandes cocineros, deja hasta cien mil euros de premios, con la posibilidad consiguiente de abrir o desarrollar un establecimiento. En 2020, por ejemplo, participó Pauline Berghonnier, cheffe del reputado bistrot Allard, otra dirección parisina de la galaxia Ducasse, y en el jurado, figuraba la cheffe Hélène Darroze (con dos estrellas en París y tres en Londres; la mejor del mundo 2015 para 50 Best).

¿Parir platos o guisar hijos?

Un joven chef, Bertrand Grébaut (Septime, en París), confirma que «hoy, las medallas atraen menos porque hay muchas otras maneras de asegurar la visibilidad de un restaurante y de ejercer el oficio con calidad. Es posible que te consideren sin exigirte esa estrella que antes era casi el único criterio de valoración. Guías como Fooding, portales especializados como Atabulae incluso ciertos blogs ofrecen visibilidad a la excelencia, independientemente de su forma de expresión».

Grébaut vive en pareja con Tatiana Levha (Le Servan), una de las cheffes que tallan en París. Ambos restaurantes cierran sábado y domingo. Grébaut se toma también una noche por semana para estar con su hija: «Quiero inculcar a mis equipos que no hay que culpabilizar por darles tiempo a las familias. En nuestro oficio queda mucho por hacer en cuanto a la organización humana de horarios». También recuerda que chef es el que comanda el trabajo de la cocina, no quien hace cada plato. «La idea de que el chef o la cheffe tiene que estar siempre al pie del cañón es arcaica. Si el trabajo está bien organizado puedes faltar a un servicio sin que pase nada».

En los primeros años de este siglo, la mujer era todavía una excepción en el horno de panadería: «Menos del 1% de aprendices y solo un 10% de pasteleras; pero las cosas cambian», explicaba en febrero del 2004, en L’Express, Jocelyne Gantois, directora de la Escuela de Pastelería y de Panadería de París. «Más de la tercera parte de aprendices que formamos hoy son chicas. El oficio se ha modernizado y es menos pesado. Las mujeres pueden ahora demostrar sus talentos para el dulce». Tres lustros más tarde, en la escuela Ferrandi, institución parisina que cumplió cien años en 2020, el 11% de alumnos del CAP (el certificado de aptitud, primer escalón del oficio) eran mujeres; pero su proporción crecía según ascendía el nivel educativo: un 22% de mujeres en bachillerato profesional y un 41% en doctorado. Y las cifras explotan en pastelería, tal vez, porque las aspirantes intuyen lo que Préalpato descubrió en la práctica: un 58% de mujeres en el CAP, un 53% en bachillerato profesional y ¡un 79% en doctorado!

Pascal Barbot (Astrance, en París), chef respetado y presente tanto en Michelincomo en 50 Best, vio pasar por su cocina a más de una docena de cocineras con segunda vida importante, como Adeline Grattard (Yam’Tcha), Tatiana Levha (Le Servan), Chloé Charles (cocinera para particulares), en París. O Agata Felluga (jefa de partida en Le Chateaubriand, de Iñaki Aizpitarte; luego en Jour de Fête, en Estrasburgo y, tras su cierre en 2018, consultante) y Ayako Ota (Miles, en Burdeos).

Dominique Giraudier, director del Institut Paul Bocuse de Lyon (uno de los más respetados centros de formación), y durante más de tres lustros gran jefe del grupo Flo, tiene una visión fundamentada y optimista: «Las jóvenes marchan hacia la toma del poder. Su número crece de año en año en el instituto: en 2017 había sobrepasado la paridad, con un 55% de alumnas». El fenómeno habría comenzado con la segunda década de este siglo, no sin dificultades tras los estudios. «En ciertas brigadas predomina todavía un cierto machismo y lo comprobamos en el acompañamiento de nuestras exalumnas —prosigue Giraudier—, brillantes, pero a menudo con dificultades para integrarse. Eso explica que muchas decidan ser empresarias. Quieren ser autónomas, definir el trabajo de sus brigadas y sus reglas de funcionamiento».

A continuación, tres ejemplos prácticos brindados en 2020 por dos estrellas de la pastelería francesa de restaurante, reconvertidas en consultantes, y una tercera que diversificó su carrera como alta funcionaria: cheffe pastelera del palacio del Élysée, primera mujer en endulzar los menús presidenciales.

Nina Métayerfue cheffe pastelera de Le Grand Restaurant, el dos estrellas de Jean-François Piège y, luego, directora de creación del Café Pouchkine, hasta que se instaló por su cuenta, como consultante. Entre otras cosas, lo hizo para disponer del tiempo necesario para preparar el difícil concurso de los MOF de pastelería.

Su historia es atípica. Viajó a México por sus estudios y allí la nostalgia del paladar la hizo clienta de la panadería de unos franceses. Por primera vez, cayó en la cuenta de que hacer pan y pasteles era un oficio. Aprendió las bases, bagaje suficiente para trabajar en panadería y pastelería en Australia. De regreso a Francia, aprobó su CAP de pastelería en Ferrandi y entró como aprendiz en la pastelería del hotelMeurice, donde terminaría media cheffe de partida. Estrenó puesto de cheffe pastelera en el gastronómico del hotel Raphaël de París, del que por entonces era cheffe Amandine Chaignot. En 2016, participó en la obtención de las dos estrellas de Le Grand Restaurant y fue pastelera del año para la revista Le Chef y para la guía Gault&Millau. Un año más tarde, dirigió el laboratorio de creatividad del Café Pouchkine, con un ex número 1 de Fauchon, Patrick Pailler, como adjunto. Además, fue nombrada pastelera del año en Rusia por la revista GQ. En 2019, con treinta y un años,finalmente abrió su propia panadería en Londres, en el Mercato Metropolitano y, poco después, una segunda tienda en Oxford Street.

Claire Heitzlerfue cheffe pastelera del histórico Lasserre, de París, puesto en el que celebró dos premios: el de mejor en su categoría, votado por sus colegas para el trofeo de la revista Le Chef en 2012 y, un año más tarde, el de mejor pastelera de Francia para Gault&Millau.

También tiene bagaje. A sus diecinueve años, tras estudios en la escuela hotelera de Estrasburgo, ganó el concurso de mejor aprendiz de Alsacia.En 2004, pasó por grandes restaurantes (Troisgros, Georges Blanc...) y partió a Tokio para dirigir la pastelería de Beige, el restaurante de Alain Ducasse. Tres años después, estaba en Dubái, al frente de la pastelería del Park Hyatt. En 2009, volvió a París, como pastelera del Ritz y, en 2010, dirigió la pastelería del histórico Lasserre. En 2015, fue nombrada jefa de creatividad azucarera de otra celebridad: Ladurée, la pastelería que relanzó los macarons, propiedad del poderoso grupo Holder. Y en 2018, a sus cuarenta años,inauguró consultoría propia, con clientes en Francia (Valrhona, Lenôtre) y en el extranjero.

Christelle Bruatambién es del este de Francia (¿cuna de pasteleras?): nació en Mosela en 1977. Con su CAP de pastelería y un BEP (diploma de estudios secundarios y de enseñanza profesional) de cocina en mano, concursó y, en 1999, obtuvo el título de mejor aprendiz de Mosela (esos concursos y tales títulos se formulan en masculino porque las participantes son una novedad). Llevaba un año ya en su primer empleo: jefa de partida de pastelería en L’Arnsbourg, el restaurante de Jean-Georges Klein, discípulo de Ferran Adrià, que obtendría su tercera estrella con Brua en los postres. En 2003, fue nombrada chefa pastelera de Le Pré Catelan, en París, comienzo de una rara relación profesional con el chef Frédéric Anton, no solo por su larga duración —dieciséis años—, sino sobre todo por la armonía que se forjó entre sus respectivas maneras de trabajar y sus creaciones. En 2009, fue designada mejor pastelera del año por sus pares (Le Chef) y, cinco años más tarde, por Gault&Millau. El 9 de octubre de 2018, Les Grandes Tables du Monde (174 establecimientos de 25 países) la nombró mejor pastelera del mundo, según David Sinapian, presidente de la asociación: «Por haber manifestado una identidad propia, reconocible entre miles, que inspira hoy a toda una generación de chefs».

Un improbable premio Instagram la habría distinguido por su manzana en azúcar soplada, crema helada de caramelo, sidra y azúcar efervescente, con seguridad el postre de restaurante más fotografiado de la historia.

El 6 de mayo del 2019, Anton firmó un comunicado en el que anunciaba el adiós de Brua, contratada por el Élysée como cheffe de pastelería, clausura de «uno de los mejores ejemplos de fidelidad en el mundo de la restauración». En el otoño de 2022, Brua dejaría el Élysée para ocuparse de sus propios negocios de pastelería.

Una clave de este conflicto entre características del trabajo en cocina y condición femenina es esa falta de paridad biológica que se llama embarazo, sin duda la más absoluta excepción a la regla. También, la consiguiente creación de una familia, sociedad de la que la mujer suele ser más protagonista que el varón. De hecho, en Francia, la mayor parte de familias con un solo progenitor está formada por madre e hijo(s).

No es desdeñable, aun en la tercera década del siglo XXI, el problema femenino del doble empleo: profesional en el exterior y ama de casa en el interior. Todo eso provoca que, para una cheffe, «la necesidad de hacer cohabitar vida profesional y vida familiar sea más evidente que para un hombre», recuerda Amandine Chaignot,[7] una de las escasas cheffes que haya dirigido brigadas de palacios en París y en Londres. Desde 2020, Chaignot renunció a esos fastos y abrió un modesto restaurante propio en París (Pouliche), justamente para ser dueña de su tiempo. Poco después, duplicó la apuesta con su Café de Luce, frente a la hermosa plazoleta Charles Dullin, de Montmartre.

En 2017, Fanny Harpin, cheffe de Allard entonces, reconocía que su juventud le facilitaba la dedicación plena: «Más adelante, si quiero fundar una familia, tendré que reservar más tiempo a mi vida privada». No es fácil. Fanny Rey, finalista de Top Chef en 2011, y con estrella Michelin seis años más tarde (a sus treinta y seis años), en su L’Auberge de Saint-Rémy, es consciente de que «no hubiera hecho el mismo trayecto sin la ayuda de mi suegra (la madre del campeón de Francia de postres y ex chef pâtissier de L’Oustau de Baumanière, Jonathan Wahid, su pareja)». Sin la suegra, reconoce: «No hubiera participado en concursos ni conocido tantos profesionales ni, por supuesto, trabajado de noche, los fines de semana o en vacaciones».

Todo eso que los cocineros, casados o no, padres o no, realizan sin necesidad de suegra.

La nueva cocina de género tiene su primer hervor

Stéphanie Le Quellec (La Scène, en París, con dos estrellas Michelin) casada con un cocinero —exchef del Moulin Rouge—,asegura haber sufrido, durante muchos años, porque los horarios y las vacaciones de ambos jamás coincidían, con la dificultad consiguiente para ocuparse (¿quién de los dos? ¿cuándo y cómo?) de sus dos hijos.

Otra cheffe con estrellas, Hélène Darroze, repartida entre sus obligaciones en París y en Londres, fue madre pasados los cuarenta años porque, entre otras razones, ya podía pagar dos niñeras. «Y como soy mi patrona, puedo llevar a mis hijas conmigo al trabajo. Para ellas, los pasillos del Connaught(el histórico hotel londinense del que es cheffe) son su cuarto de juguetes».

Sin embargo, no todas las cheffes son patronas. Eso explica que «muchas cocineras desaparezcan de la circulación, entre la categoría de jóvenes talentos y la de cheffes confirmadas», lamentaba en 2017 Côme de Chérisey, entonces director de la redacción de la guía Gault&Millau.

En aquel mismo 2017, el citado Giraudier, hombre optimista, auguraba que un lustro más tarde Michelin contaría «entre 50 y 60 cocineras con estrella».Su pronóstico era generoso, pero no exagerado. En Michelin-France2019, aparecieron 27 mujeres con estrella. Y en Michelin-France2020 eran 33. Además, en ambos años, la celebración ritual desde comienzos de siglo incluyó —novedad histórica— distinciones a pasteleras, sumilleras, directoras de sala.Importantes cifras y datos porque, tres lustros atrás, las estrellas a mujeres ni siquiera eran contabilizadas. Apenas si el libroElles sont chefs, del crítico Gilles Pudlowski, convertía en tema una rareza.

Por entonces, en París, la singularidad encarnaba en el restaurante Petrossian, emanación de la famosa tienda de caviar y salmón: nombraba chef a una mujer. La cheffe Rougui Dia (nacida en 1976, en París, en familia senegalesa de la etnia peul, para sumar otra peculiaridad) reconocía haber sido instruida por su patrón, Armen Petrossian, sobre su hándicap: «Por ser mujer —le previno al nombrarla—, te exigirán el doble que a un hombre».

Rougui Dia, en su paso por la meca del esturión —más de siete años, de 2005 a 2012—, dejó el recuerdo de platos personales como un sabroso tartar de buey en el que la sal era reemplazada por granos de caviar. Luego, fue chefa en otro restaurante, Le Vraymonde(del hotel Buddha-Bar). Para la bibliografía de género, dejó un apasionante Le chef est une femme[8] (con prólogo de Dominique Loiseau), historia iniciática, lectura para cocineras y cocineros en ciernes.

Para confirmar el matiz de Giraudier sobre la vía empresarial como una opción para cocineras, Dia prefirió finalmente ser su patrona: en 2016, en la residencial calle Faubourg Saint-Honoré, abrió Un amour de Baba,[9] tienda monográfica especializada en ese savarín embebido en alcohol, ron de preferencia, que Ducasse relanzó en 1987 en Montecarlo.

En 2003, en el matutino Le Figaro, Hélène Darroze, ya con dos estrellas, matizaba que ser mujer en un mundo de hombres podía ser una ventaja: «Los proyectores están puestos en ti». Lo corroboraba el eco logrado por la japonesa Fumiko Kono, cheffe de Fauchon, en la plaza de la Madeleine. Fue la primera mujer en el puesto en la histórica tienda, cuyos platos preparados y pasteles lucen en los escaparates, fotografiados por turistas del mundo entero. Por entonces, Le Figaro aventuraba que Lafayette Gourmetshabía convocado un par de talleres de cocina andaluza, dictados por la cocinera española Celia Jiménez, «porque una chef les valdría más artículos de prensa que un chef».

Ni tanto ni tan poco: a comienzos del 2007, si bien Mari Tanaka (pastelera de Ducasse) ganaba el campeonato de Francia de postres, entre los 50 Bestanunciados la segunda semana de abril, solo aparecían dos chefas: Elena Arzak (Arzak, en Donosti) y Margot Janse (Le Quartier Français,de Sudáfrica).

Sin embargo, consecuencia de las cheffes que se impusieron en el último cuarto del siglo XX y principios del XXI, las futuras cocineras burbujeaban ya en escuelas o puestos de aprendices. Serían las protagonistas de una nueva cocina, en la segunda y tercera décadas de este siglo.

Los caminos necesitan ser desbrozados. Y aquí se contarán las historias de quienes abrieron sendas, como Ariane Daguin (su D’Artagnanimpuso el foie gras en Estados Unidos desde 1985), Reine Sammut (La Fenière, en Provenza), Andrée Rosier (de Biarritz, primera cocinera MOF), Anne-Sophie Pic (de licenciada en comercio a cheffe superlaureada).

En París, hicieron de cicerone Dominique Versini (Olympey Casa Olympe), Raquel Carena (Le Baratin), Flora Mikula (segunda de Passard en l’Arpègey luego patrona de sus restaurantes y de un hotel, Auberge Flora), Ghislaine Arabian (dos estrellas en Ledoyen, más tarde bistrot propio y estrella de la televisión), Hélène Darroze (apellido de armagnac y de albergue del sudoeste, cheffe con estrellas en París y en Londres).

Trío innovador: Stéphanie Le Quellec, Virginie Basselot y Amandine Chaignot fueron, casi al mismo tiempo, cheffes de palacios. Las primeras mujeres de la historia en ese puesto y a ese nivel.

Hay más, pero escapan a la idea de este libro: directoras de sala de grandes restaurantes, sumilleras, cheffes de lo salado y de lo dulce. Hay una fuerte presencia femenina en el sector del vino (en la viña, en las bodegas, en la comercialización y el comercio especializado), sin olvidar la feminización del sector agrícola más innovador. Si se añade la mayoría absoluta de mujeres en sectores como la promoción, las relaciones públicas y el periodismo más o menos gastronómico, queda claro que la marginación de la mujer en la gastronomía ha pasado a la historia.

Y que a esa historia hay que seguir interrogándola.

La francesa, desde el XIX, rima con la mesa

La glotonería no le va nada mal a las mujeres. Al contrario, conviene a la delicadeza de sus órganos y las compensa por otros placeres de los que deben privarse y por algunos males a los que la naturaleza parece haberlas condenado. Nada es más agradable que ver una bella golosa bien armada. Es decir, la servilleta donde debe ir, una de sus manos posada sobre la mesa mientras la otra lleva a su boca delicados trozos de comida, cortados con elegancia. O el ala de perdiz que se coge con la mano. Sus ojos son brillantes; sus labios, barnizados; su conversación, agradable. Sus movimientos, graciosos sin que le falte ese grano de coquetería que las mujeres ponen en todo lo que hacen. Tantas ventajas la vuelven irresistible. Hasta el punto de que el propio Catón, el censor, se dejaría conmover.

JEANANTHELMEBRILLAT-SAVARIN

La mujer, la francesa por lo menos, tenía ya en el siglo XIX, como se ve, un espacio propio en la mesa. Brillat-Savarin no elogia a la que no sale de la cocina ni a la que solo aparece para saludar a fin de que los hombres estén a gusto, pero tampoco se trata de un adorno de la mesa. No es la mujer florero, sino una protagonista de ese nuevo placer burgués: la cena gastronómica; con su marco también nuevo, el restaurante nacido de la Revolución francesa. Brillat-Savarin escribe con el fragor revolucionario en la pluma, y en medio de ese temblor social ya embarazado del restaurante, que dará a luz con el siglo que comienza.

En 1801, un largo poema, titulado La gastronomie ou l’homme des champs à table, dio nombre a la flamante ceremonia. En realidad, eran versos de burla, como hubiera dicho Quevedo: estaba de moda el lenguaje científico y lo de -nomía le daba prestigio al acto de comer. El tiro por la culata: igual que había pasado con la palabra impresionismo (mofa de un crítico de arte frente al cuadro Impresión, sol naciente, de Monet), el término gastronomía tuvo éxito mundial, a tal punto que muchos confunden la gastronomía con la cocina. Y no tienen nada que ver. Cocina, todos los pueblos tienen; gastronomía (el conjunto cultural que da historia y explicación a la comida y al vino), solo unos pocos.

En cualquier caso, había que bautizar un ritual nuevo, que civilizaba el yantar con los atributos flamantes del restaurante (trilogía feliz de sala, cocina y bodega), de las artes de la mesa, de los modales. Hasta trucos para detectar al nuevo rico, como el inútil cubierto de pescado y ese recipiente de agua con limón para enjuagar las manos, pero que el novicio bebía.

El dato ceremonial tuvo rápidamente relato: casi simultáneamente con la palabra gastronomía, en 1804 exactamente, y en el restaurante parisino Au Rocher de Cancale, nació la crítica gastronómica encarnada en un comensal que, como una suerte de secretario de una cena de gastrónomos, apuntaba cada detalle. En realidad, y con escasas excepciones, así como la Revolución francesa fue el único movimiento europeo que acabó físicamente con la realeza, también es exclusividad francesa esta suma de gastronomía, restaurante, crónica de los pormenores y señoras participantes activas.

Aún a finales de la centuria, la burguesa castellana, por ejemplo, comía con los niños en el suelo, al pie de la mesa en la que cenaba el marido. Y mediada la siguiente, en Marruecos o en el País Vasco, tanto da, no había un sitio para la mujer en el protocolo de la mesa festiva; ocupaba otra, en distinta dependencia, junto a los niños. Los vástagos de la burguesía, por otra parte, comían con la nana e, incluso, dormían en casa de la nodriza que daba de mamar.

A ese respecto, anécdota parisina. A finales del siglo XIX, un emprendedor recogía los restos de pan de los restaurantes y los reciclaba en pan rallado, por ejemplo, y también en sopas de cereales. Las mismas sopas que las nodrizas daban para cenar a los niños burgueses a los que alojaban hasta sus cuatro años, edad en que se podía pensar que sobrevivirían a la fuerte cuota de mortalidad infantil. O sea que los críos de la burguesía comían una sopa de restos de pan dejados por los burgueses: comida basura de anticipación.

Hoy, cuando cualquier casa de comidas puede contar con todas las artes de la mesa e imitar las maneras de un restaurante gastronómico, resulta difícil de comprender que, durante casi todo el siglo XIX, y más de la mitad del XX, el restaurante gastronómico tal como lo conocería el mundo era todavía una elaboración cultural francesa: un acuerdo comercial tácito entre los officiers de bouche, el nutrido personal de restauración de castillos y de mansiones aristocráticas —en el paro a causa de la muerte o del exilio de sus patrones— y la naciente burguesía, esos nuevos ricos dispuestos a pagar lo que fuera necesario para disfrutar del modo de vida de palacio.

El resto de Europa no careció de la irrigación de dinero de una nueva clase social (en todas partes, había mercaderes ricos), pero conservó a su aristocracia con sus servidores, lo que restringía esas maneras de palacio al disfrute de una élite.

Del norte al sur de Europa, París excluido, en tabernas, ventas o albergues (en el albergue español, dice el refrán francés, comes lo que llevas), solo había embutidos o conservas (salazones, por ejemplo) y, en el mejor de los casos, un plato único y en mesa colectiva. El vino, a veces bebible, era servido como máximo en jarra; si no, en el recipiente aportado por el viajero.

Entre tanto, en París, esos restaurantes se multiplicaban y ampliaban el campo de su clientela: en principio, solo burgueses emergentes tras la Revolución; luego, nueva burguesía; y rápidamente, turistas —invento inglés del siglo XIX— de todos los países. Para comprender su especificidad, un testigo español dejó escrito esto.

Entre 1840 y 1841, Ramón de Mesonero Romanos visitó París y Bruselas. Su Recuerdo de viajes, publicado veinte años más tarde, es útil para puntualizar diferencias, que en algunos casos persisten. Deslumbrado por su hotel, el viajero recién llegado a París pide al lector que no busque en su memoria la referencia de hospedajes madrileños. Y cuando se sienta en una mesa «del famoso restaurante Very», uno de los restauradores más importantes de los jardines del Palais Royal, ese primer foco gastronómico, insiste en que no hay comparación posible «entre Dos Amigos y Rocher de Cancale, entre La Fontana y Les Frères Provençaux». De ahí, el «chasco de quienes, sin haber visitado París calculen, de los llamados restauradores en aquella capital, por los conocidos por fondistas en la nuestra». Y concretiza: «Se ha dicho no sin razón que para saber lo que es el placer de una buena mesa es menester ir a París; con efecto, el más delicado gastrónomo no tiene allí la menor queja; y para edificación de los madrileños, que nos solemos contentar con nuestra olla y nuestros míseros guisados, convendría reimprimir cualquiera de los abultados volúmenes, no listas, de artículos que las mesas parisienses ofrecen al feliz consumidor».

En fin, detalla «la limpieza y esmero en el servicio, la profesión de vajillas y cristalería, la magnífica iluminación de gas, la combinada escala de precios desde los más ínfimos a los más inauditos, el placer sensual que dejan adivinar los animados rostros de toda la concurrencia».

Cristeta en la Casa Blanca y Danièle en el Élysée

La cocina es un hecho social y es evidente que la mujer que no tiene un puesto en la mesa gastronómica no lo encontrará tampoco en la cocina de tal categoría. En la segunda mitad del siglo XIX, tres fenómenos concomitantes ayudaron a mejorar esa figura social: el utillaje doméstico (gas, cocinas, frío industrial, primeros electrodomésticos); la preponderancia de la higiene —concebida como un todo que incluía comer sanamente—, que jerarquizaba el papel del ama de casa; y en fin, la anarquía y el socialismo, para discutir (al menos, momentáneamente) los valores burgueses.

Pero los cambios son paulatinos. En 1941, con la excusa de los más de nueve millones de muertos de la Primera Guerra Mundial —sin contar los entre veinte y cincuenta millones de víctimas (cifras del Institut Pasteur) de la mal llamada gripe española, daño colateral— y de las bajas del efímero año bélico antes de la rendición, el mariscal Pétain dictó leyes que consideraban a la mujer vientre nacional, destinado a repoblar Francia. Una francesa con escasos derechos, como se ha visto. Además del progreso en cuestión de leyes y costumbres (en la primera década del siglo XXI, y en Francia, una periodista descubrió, azorada, la vigencia de una ley que objetaba el uso femenino de pantalones, o que el bar de la brasserie Fouquet’s, de los Champs-Élysées, no admitía mujeres solas), lo que cambiaría el estatuto social de la francesa sería su progresiva integración en el mundo del trabajo. En el caso de la cocina pública, hay que añadir la evolución del utillaje, más ligero cada vez, así como la escalonada civilización de las condiciones de trabajo y de confort de las cocinas. También es evidente que la cocina pública estuvo siempre marcada por la evolución de la sociedad.

Tabernas y bistrots