Mundos en la Eternidad - Juan Miguel Aguilera - E-Book

Mundos en la Eternidad E-Book

Juan Miguel Aguilera

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Beschreibung

El cuarto volumen de la imprescindible saga de space-opera de Akasa-Puspa nos trae las nuevas guerras por el control del universo entre las facciones que lo dominan: los bárbaros Utsapini, el decadente Imperio y la misteriosa Hermandad. En esta ocasión, las tres fuerzas se enfrentarán por un misterio que podría tener la clave para aniquilar a todo ser vivo en la galaxia. Aventuras, guerras espaciales y acción trepidante esperan al lector en una saga emblemática de la ciencia ficción española.-

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Juan Miguel Aguilera

Mundos en la Eternidad

 

Saga

Mundos en la Eternidad

 

Copyright © 2001, 2021 Juan Miguel Aguilera and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726705690

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

prólogo

La puerta se abrió y entró en el habitáculo un tipo de baja estatura, con el pelo gris hierro cortado a cepillo y las insignias de comandante de la Utsarpini.

El hombre se sentó frente a Jonás Chandragupta y empezó el interrogatorio:

—¿Es usted natural de Martyaloka?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo lleva en Kunthaloka?

—Cinco años.

—Dígame, ¿por qué abandonó un planeta que pertenecía a la Utsarpini, para trasladarse a otro que mantenía una política totalmente hostil a ésta?

—No puedo darle una razón concreta... —musitó Jonás sin saber qué decir. No quería comprometerse más; quería salir de esto como fuera, quería que le dejaran vivir.

—¿No simpatiza usted con la Utsarpini? ¿No cree en los principios de nuestra cruzada?

—Claro... yo...

—Debo decirle que la Hermandad está muy disgustada con usted, y que hemos recibido numerosas presiones pidiéndonos su cabeza. —Jonás tragó saliva. Su interrogador le observaba fríamente, admirándole como lo haría un jugador de ajedrez profesional—. Según mis datos usted se doctoró en biología por la Universidad de Martyaloka. ¿Es esto correcto?

—Arqueobiología...

—¿Cómo dice...?

—Arqueobiología. Mi especialidad es la arqueobiología... —dijo, y añadió sin poder evitar el temblor de su voz—: ¿Qué piensan hacer conmigo?

—¿Reconoce estas insignias? —dijo el interrogador señalando los emblemas prendidos en su antebrazo—. Tranquilícese, doctor. La Marina no tiene la menor intención de entregarle a esos religiosos carniceros.

—¿Qué quieren de mí, entonces? ¿Se divierten jugando conmigo al gato y al ratón?

—Sólo cumplo con mi trabajo, doctor Jonás. Intento saber si es usted un hombre en el que la Utsarpini pueda confiar.

—¿Me está tomando el pelo? ¿Por qué iba la Utsarpini a necesitar confiar en mí?

—La Utsarpini necesita científicos y técnicos para sus naves de guerra. En estos tiempos difíciles, cualquier buen especialista hallado en un planeta recién integrado, resulta interesante para nuestro ejército...

—Un botín de guerra más.

—Llámelo como quiera, doctor. —El oficial extrajo una nota y la leyó durante unos segundos en silencio. Después levantó la vista, y se dirigió de nuevo a Jonás —. Al parecer sus teorías sobre el tema de los Orígenes son la causa de que la Hermandad le haya situado en su lista negra... Usted afirma que la raza humana no es originaria de Akasa-puspa. Que nació en algún otro lugar del Universo, y ha escrito varios libros sobre el tema. Esto está en clara oposición a las doctrinas de la Hermandad.

—¿Ha leído usted alguno de mis libros?

—No. Son de lectura “no recomendada” en el ámbito de la Utsarpini.

—Ya veo. Si lo hubiera hecho sabría que en el Imperio hay numerosos biólogos que sostienen esta teoría, que por otro lado no es mía. Yo simplemente he intentado difundirla en la Utsarpini.

—¿Y defienden lo mismo que usted? ¿Que la raza humana se originó fuera de Akasa-puspa?

—Exactamente.

—¿Qué pruebas tienen? ¿Por qué están tan seguros de algo así? No existen registros anteriores a la Hegemonía de Alikasudara-Maha, hace cinco mil años.

—Hay pruebas genéticas de que los humanos colonizamos Akasa-puspa en un pasado mucho más remoto, millones de años quizá.

—¿Cuál fue entonces nuestro mundo de origen? ¿Está fuera de Akasa-puspa? ¿Dónde?

—Nadie lo sabe. Algunos arqueobiólogos imperiales afirman que se trata de algún planeta de los brazos espirales de la Galaxia.

—¿La Galaxia? Pero estamos a miles de años luz de ella. Quizás yo no entienda mucho de biología, pero de lo que sí sé es de navegación espacial. Nada puede viajar más rápido que la luz... ¿cómo cruzamos entonces el vacío que nos separa de la Galaxia? ¿Cómo viajaron nuestros antepasados hasta aquí a pesar de la limitación de la velocidad de la luz?

Jonás se detuvo y miró suspicazmente al interrogador.

—¿Qué está intentando averiguar sobre mí? ¿Por qué no me lo pregunta directamente?

—Ya se lo he dicho; intento averiguar si usted es útil para nuestra causa.

—¿La causa de la destrucción, de la oscuridad, de la quema de libros?

—Usted tiene una idea equivocada sobre la labor que está realizando la Utsarpini de Kharole. Mientras permanezcamos divididos no podremos hacer frente a los continuos ataques llegados del exterior. Derrocharemos nuestras energías en continuas e inútiles guerras. Mientras no tengamos paz no tendremos tiempo para dedicarlo al progreso.

—¿A quién intenta convencer? Ustedes son aliados de la Hermandad. Invadieron este planeta combatiendo hombro con hombro con los religiosos.

El oficial sacudió un brazo como si intentara alejar aquel argumento.

—Eso es lo de menos. El trabajo de los políticos es conseguir alianzas, no importa lo absurdas que parezcan éstas. El de los militares es obedecer órdenes, y luchar por un ideal. Mi ideal, doctor Jonás, es muy semejante al suyo: Cultura y Progreso...

—Aquí en Kunthaloka teníamos una sociedad libre. Teníamos una democracia. Ustedes han acabado con todo. La Hermandad ya ha empezado a aplicar la censura en todos los medios de comunicación... ¿Es ésta su labor culturizadora?

—¿Libre y democrática? ¿Quién está intentando engañar a quién ahora? Su sociedad estaba dispuesta con el único objetivo de que los Campesinos se perpetuaran en el poder. Y ustedes los científicos, administradores y comerciantes, colaboraban descaradamente con ellos.

—¡Pero era un primer paso! ¿Qué posibilidades tendremos con la Hermandad ejerciendo su poder implacable?

El comandante sonrió.

—Como usted ha dicho, es un primer paso. Sólo eso.

—No es lo mismo —insistió Jonás con terquedad.

—De todas formas —continuó el comandante—, eso es irrelevante puesto que ya he tomado una decisión...

Se puso en pie. Jonás lo miró con asombro.

—¿Puedo saber de qué se trata?

—Acaba de ser admitido en la Marina de la Utsarpini...

—¿Me está tomando el pelo, o es que no ha visto mis piernas?

—No le serán ningún problema en el espacio.

—¡Esto es ridículo!

—Por supuesto, puede rehusar...

—¿Y en ese caso?

—En ese caso, será entregado a la Hermandad.

—Claro, soy libre para rehusar y morir.

—Mírelo de esta forma: la Hermandad está tras de usted, y usted sólo tiene un medio para salir del planeta: una nave militar. Puede viajar en ella en un cómodo camarote, como oficial científico. O puede, en cambio, ser trasladado en el compartimento de carga, junto a otro millar de reclusos, hasta alguna olvidada prisión en Nirgunaloka... La decisión es suya. Piénseselo, doctor.

Y salió de la habitación sin darle tiempo a Jonás replicar nada más.

1.-

La inmensa sala de banquetes apenas era calentada por una tosca chimenea que ardía en su centro. Las paredes de piedra estaban desnudas de toda decoración exceptuando unas cuantas armaduras espaciales de combate pegadas a ellas. Desde el techo abovedado, situado a quince metros sobre sus cabezas, colgaban los largos y delgados estandartes con los colores de los clanes fieles a Kharole.

Cerca de la chimenea se extendía una amplia mesa de roble, servida por un pequeño ejército de camareros, y repleta de incontables platos y fuentes en los que se amontonaban los más variados manjares. El ruidoso grupo de comensales estaba encabezado por la espectacular figura de Khan Kharole. Un par de mastines de aspecto despreocupado deambulaban en torno a él, recogiendo los huesos que arrojaba al suelo.

Khan se había ataviado para la recepción oficial con el incómodo uniforme de gala de los coraceros. Sus auxiliares le ayudaron a ajustarse el peto dorado, con el Tótem de su Clan (el León) grabado sobre su pecho. Se calzó las suaves botas de piel de perro, cubriendo las perneras de sus holgados pantalones grana. Las cinchas, y los complicados emblemas de los cuatro cuerpos del ejército de la Utsarpini.

Antes de salir, Khan se había mirado al espejo, palmeándose satisfecho el abdomen. A los cincuenta años estándar era un hombre corpulento, de un metro ochenta y cinco de estatura, de cuello grueso. Siempre había tenido una salud de hierro, y a pesar de que practicaba con pasión deportes tales como la equitación, la caza, y la lucha en baja gravedad, su constante buen apetito le había dotado de una voluminosa barriga que empezaba a causar problemas a los técnicos que diseñaban sus trajes espaciales.

Sin embargo, ¿cómo iba a adelgazar, si continuamente la etiqueta le obligaba a mantener banquetes como aquel? Quizás era necesario que celebraran su reciente victoria en Kunthaloka, pero Kharole se preguntaba si realmente había algo que celebrar.

“Esta noche no estoy de humor” —se dijo. Quizás eran las órdenes de destierro que había firmado. Y, sin embargo, para los cabezas de clan deportados era una buena suerte increíble. Cuando les comunicó su decisión, muchas caras sonrieron. Sin duda ya pensaban en labrarse una buena posición en algún otro planeta con los capitales que pensaban llevarse—. “Bueno, que piensen que se les dejará hacerlo”.

El Imperio habían tratado de desalentar las rebeliones en las provincias conquistadas mediante un plan de descarnado terror, con abundantes matanzas y mutilaciones. Khan Kharole apelaba a un método más sutil: Deportaciones en masa. Trasladaba gran parte de la aristocracia de una provincia, y la establecía en territorios extraños, a la par que llevaba a los extranjeros a ocupar el lugar que había sido vaciado. Como resultado de esto, se debilitaría su conciencia nacional, y se engendraría una segura hostilidad hacia los recién llegados. Esta hostilidad consumiría las energías que de otro modo habrían sido dirigidas contra la Utsarpini.

Quizás hubiera debido cortar algunas cabezas, pero Kharole estaba harto de sangre. Demasiadas veces había tenido que mostrarse como un verdugo.

Suspiró y volvió a concentrarse en la sala de banquetes. Allí estaban sentados los representantes de los clanes locales que habían sido lo bastante astutos como para cambiar de chaqueta antes del desembarco de la Utsarpini. Comprendió que, tarde o temprano, crearían problemas. Lucharían porque la política del Trono favoreciese sus intereses, e intentarían recuperar parte de los privilegios perdidos. Algunos habían accedido a colaborar tras ser apresados y se habían librado por poco del destierro.

“Los ricos siempre ganan la guerra”, decía su consejero, el buen Kautalya, “incluso cuando la pierden”.

Se dio cuenta de que alguien le preguntaba algo. Era Khatia Prubada, la elegante esposa de Sri Prubada, líder de uno de los primeros clanes vaikhuntanos en aproximarse a él.

—Chattrapati, ¿creéis que acabarán pronto los combates?

—Es difícil de decir, mi dama. Lo peor ha pasado; sólo quedan las operaciones de limpieza. —“Que costarán casi tantas vidas, pero se notará menos”, pensó Kharole—. Con la babel en nuestras manos, podemos traer refuerzos, y los rebeldes quedarán aislados —“Pero ahora nos queda tomar sus puntos fuertes uno por uno. Y eso tardará diez veces más tiempo”—. Si le preocupan sus negocios, tranquilícese, las cosas volverán pronto a la normalidad...

Kharole sonrió con confianza. impuestos altos, devaluación de la moneda, economía de guerra. “Tomáoslo con calma” —pensó.

De momento parecía que los principales clanes del hemisferio sur del planeta se habían constituido en una alianza. Bien, sin apoyo económico, los rebeldes no durarían. Y eso era lo que más le preocupaba.

Kharole comprobó que todo el mundo en la mesa estaba pendiente de sus palabras.

—Sí, amigos —siguió diciendo—, ahora más que nunca es necesaria la paciencia. Mi padre siempre decía que el gobernar es sentarse tranquilamente en algo: los reyes se sientan en tronos, los ministros en sillones. Gobernar no es asunto de músculos, sino de cerebro... y posaderas.

Los invitados le recompensaron con una risa amable, mientras algunas damas se escandalizaban levemente.

Tras la comida todos fueron conducidos a un salón contiguo donde los mayordomos sirvieron el té aromatizado con especias al estilo Kunthano. Pronto se formaron multitud de pequeños grupos de conversadores.

Khan se reunió con Kautalya, un anciano de labios finos, con un increíble manojo de pelo canoso; era su consejero personal, y lo había sido también de su padre. Su fidelidad a los Kharole estaba por encima de cualquier duda.

—Chattapatri — dijo Kautalya en voz baja —. El joven comandante Isvaradeva os espera en la sala de recepción.

—¡Kali! — exclamó —. Con todo este estúpido ajetreo casi lo olvido. ¿Qué haría sin ti? Lo recibiré inmediatamente, no se debe de hacer esperar a un joven tan valioso para la Utsarpini.

Uno de los mayordomos de palacio condujo a Job Isvaradeva hasta el salón donde Kharole y Kautalya esperaban.

Kharole vio al joven comandante, demasiado joven para su elevado rango, que intentaba parecer mayor adornando su afilado rostro con un bigote apenas poblado. La delicadeza de sus huesos y la suave línea de sus labios delataban a Isvaradeva como un miembro de los Altos Clanes.

—A vuestras órdenes, Chattrapati — saludó militarmente.

—Espero que me disculpes, comandante —dijo Kharole—. Uno sabe la hora a la que empiezan estos malditos actos, pero nunca tengo ni idea del momento en que terminarán. Sin duda has estado esperando.

—Apenas unos minutos, Chattrapati.

—Bien, lamento que no hayas podido venir antes y acompañarnos. ¿Te apetece tomar algo, comandante? Los cocineros, por exceso de celo, han preparado comida para un regimiento.

—Sí... eh, gracias Chattrapati, pero comí hace una hora en la nave.

—¿La Vajra? ¿En qué estado se encuentra?

—Ya casi totalmente repuesta del último combate. Pronto estará dispuesta para volver a la acción.

—Estoy seguro de ello. Bien, bien... Tenemos que hablar, ¿sabes? Acompáñame. Kautalya, búscanos un lugar más tranquilo.

Kautalya les condujo a través de varias salas hasta la biblioteca. Llegaron a ella tras un largo viaje por tortuosos pasillos que resultaban (por contraste con el desabrigado comedor) opulentos. Pesados tapices cubrían las paredes; una gruesa alfombra se extendía sobre las frías baldosas de mármol. Óleos de ciudades y paisajes de los más pintorescos mundos del Imperio colgaban a intervalos regulares sobre los tapices; un tenue y no desagradable olor flotaba en el ambiente procedente de ocultas flores. Finalmente llegaron a la Sala. Entraron, y Kharole cerró las dobles hojas de la puerta tras de sí.

Isvaradeva estudió admirado la inmensa cantidad de libros allí acumulados. Muchos debían de pertenecer originalmente a la sala, pero Isvaradeva sabía que Kharole viajaba siempre con una pequeña biblioteca a cuestas.

—¿Fumas...? — dijo, abriendo una caja de cigarros y ofreciéndosela.

—No, gracias, Chattrapati — rehusó Isvaradeva.

—Gosser, mi médico, quiere que lo deje. Pero, maldita sea... si no puedo ni disfrutar de estos pequeños placeres. — Kharole encendió un cigarro. Emitió un anillo de humo con satisfacción —. También me agobia con su cantinela de que como demasiado...

Expulsó el humo y señaló los libros con el cigarro.

—En ocasiones estudio hasta muy tarde, por las noches cuando me desvelo. Sin embargo, sé que ésta es una batalla que me ha tocado perder. Quizás porque empecé muy tarde, nunca llegaré a dominar estas ciencias por completo. Cuando era joven tenía otros problemas. Y por otro lado el estudio no estaba muy bien visto en aquellos oscuros tiempos.

—Todos sabemos cómo el Chattrapati ha luchado para cambiar eso.

—Hombres como tú, comandante, son los que están haciendo posible mi sueño.

Uno de los camareros trajo el té. A Kharole no le gustaba beber sin acompañarlo con algo, de modo que sirvió una bandeja con una tetera, pasteles, frutos secos, jarritas de crema y un par de platillos de nata.

—Ah, se me olvidaba. ¿Un coñac?

—Eh... no, gracias, Chattrapati. No tengo costumbre.

—Eso está bien. Yo tampoco; comer mucho y beber poco, ésa es mi regla. Pero hizo un gesto vago con el puro — no pretendo que lo sea para todo el mundo.

La mano de Kharole se alargó hacia un dossier que había en una mesita cercana. Lo hojeó descuidadamente con la mano libre. Isvaradeva miró la portada, sintiendo un vago deseo de alargar la mano para cogerlo y leerlo. En lugar de eso bebió un sorbo de té. Buena bebida, en nada similar al sucedáneo que servían en las naves de guerra.

—Hummm... No está mal. El Almirantazgo parece tener muy buen concepto de ti. Prácticamente te presentan como el principal artífice de la victoria. Me han cursado una docena de peticiones proponiéndote para la máxima condecoración militar. Pero, ¿sabes una cosa...? Yo no necesito héroes. Los héroes son para las derrotas. Para que la muchedumbre se fije en ellos, y olvide las pérdidas. Necesito en cambio valientes con un sentido del deber como el que tú posees...

Las cejas grises de Kharole se alzaron, y su mirada penetrante se dirigió al rostro de Isvaradeva.

—Conocí a tu padre. Ah, ¿no lo sabías? Claro; sabiendo cómo pensaba, una amistad como la mía no era algo por lo que ir presumiendo por ahí, ¿no te parece?

—Bueno...

—Vamos, no disimules. Supongo que me habrá llamado “salvaje maloliente”, “yavana depredador”, “saqueador de tumbas” y otras cosas por el estilo.

Isvaradeva se sentía embarazado por la desconcertante franqueza de Kharole, aunque ya le habían advertido. De todos modos, la posición de su padre no podía ser más lógica. El poder de su Clan se basaba en la posesión de la mayor y más rica región agrícola de Simhaloka. Cuando el Imperio se retiró de la zona, acompañado por algunos de los clanes más influyentes, sus antepasados tuvieron que quedarse y gozaron de cierto poder e independencia, hasta la llegada de los Kharole.

Khan dio una larga chupada al cigarro, exhalando una nube de humo con un suspiro de nostalgia.

—¡Qué tiempos aquellos! Ahora tendría dificultades para embutirme en una cápsula de caída —se palmeó el abdomen —. Tu padre, Isvaradeva, era un hombre cabal; fue una especie de almohadilla entre los Altos Clanes y la Utsarpini. Sin duda, se evitaron muchas vidas gracias a su buen hacer como negociador.

Quedó un rato silencioso, absorto en sus recuerdos. Finalmente dijo:

—Pero no hablemos de eso, comandante Job Isvaradeva. Nuestro tema eres tú. Necesito a un buen oficial. Un tipo que sepa usar sus ojos, oídos y cerebro antes que los músculos. Un soldado leal.

Se puso repentinamente en pie y se dirigió a un extremo de la habitación. Isvaradeva, cogido por sorpresa, dejó su taza y se levantó. Se acercó al lugar en el que estaba Kharole, en respuesta a un movimiento de su mano.

Había un objeto enorme y extraño. Parecía un gran bloque de vidrio o plástico transparente, de forma aproximadamente cúbica, de un metro y medio de arista. Descansaba sobre una base metálica de unos treinta centímetros de grosor, y tan ancha como el propio cubo.

—¿Tienes idea de lo que es esto, muchacho? — preguntó Kharole.

Isvaradeva lo examinó cuidadosamente. En el fondo del cubo había unas cosas... Parecían ¿lentes? ¿proyectores? ¿cámaras? Un aparato, pero no se velan mandos de ninguna clase.

—Parece un artefacto... ¿Imperial?

—Es un artefacto Imperial. Un regalo de cumpleaños, de parte del embajador Sidartani. Lo llaman un “holotanque”.

—Sí, esto es su tablero de control. —Era una placa de reluciente plástico negro, de tamaño doble al de un libro. Kharole accionó un interruptor lateral. Al instante, la superficie de la placa se iluminó con hileras de letras y números—. Increíble, ¿no es así? Se comunica con el resto por ultrasonidos, o infrarrojos, o por telepatía, vete a saber. Kautalya, ¿quieres correr las cortinas por favor?

El consejero obedeció. Mientras, el holotanque parecía dar señales de vida. Un suave zumbido de ventiladores llegaba de su base.

El interior del holotanque parecía lleno de... Parecían puntos luminosos. De repente comprendió. Era una reproducción, increíblemente detallada, del Akasa-puspa.

—Un prodigio de la ciencia Imperial. Me gustaría saber cómo funciona. Mis técnicos en ordenadores querrían abrirlo, pero no se atreven. Y yo tampoco les dejo. Me dicen que uno de nuestros ordenadores que hiciera lo mismo abultaría tanto como este edificio... y eso que, según creen, la mayor parte del volumen de esta cosa es el conjunto de proyectores.

Isvaradeva escuchaba a medias, fascinado por la esfera de puntos luminosos que giraba lentamente en el centro del cubo. Cada estrella allí representada se movía en una complicada danza, influida por sus vecinas; pero, a grandes rasgos, todas giraban en torno al núcleo de Akasa-puspa en la misma dirección.

—Esto me servirá para mostrarte el problema, como hizo conmigo Sidartani.

Isvaradeva se volvió. El rostro de Kharole estaba iluminado por las luces del tablero, que seguía sosteniendo en su mano.

—A ver si me acuerdo... esto era para disminuir el brillo... —y el fulgor de Akasa-puspa se atenuó un tanto—. Ajá. Y ahora...

En el interior del holotanque comenzó a extenderse una delgada línea de luz azul, formando un arco casi perfecto. Atravesaba entre las estrellas, en una zona intermedia entre el Núcleo y el Límite. Pronto la línea hubo cerrado un círculo en torno al Akasa-puspa. Entonces empezó a formarse otra. Y otra. Y otra más.

El Sistema Cadena comprendió Isvaradeva. El Viejo Imperio había creado aquella red de gigantescos vehículos no tripulados de carga, acelerados a un cuarto de la velocidad de la luz, que recorrían en círculos la zona habitable del Akasa-puspa. Giraban en torno al Núcleo aprovechando su intenso campo magnético para virar, como electrones en el interior de un ciclotrón. Había sido la gran obra de los imperiales. Un medio de transporte para facilitar la unión a través de grandes distancias. Una vez acelerados hasta su velocidad de crucero mediante cañones láser, se mantendrían en sus trayectorias sin consumo de energía, excepto para los ordenadores.

Una complicada maraña de líneas azules envolvía el Akasa-puspa. Eran círculos máximos que se intersectaban en las proximidades de una estrella. Simhaloka, pensó. ¿Cuánto tiempo tardaría un rickshaw en recorrer su circuito? Sacó su regla de cálculo de bolsillo.

Veamos, pensó. El Cúmulo tiene ciento cincuenta años luz de diámetro. La zona habitable estaba a un promedio de cincuenta años luz del núcleo. A un cuarto de la velocidad de la luz, eso representaba seiscientos años. ¡Desde el fin del Viejo Imperio, algo menos de medio circuito!

Kharole accionó un conmutador del tablero. Un segmento de una de las líneas azules se volvió repentinamente rojo.

—Un rickshaw de ese circuito ha sido destruido. Justamente mientras atravesaba ese segmento de la órbita —dijo—. Sidartani me lo ha comunicado. El rickshaw fue descubierto por una sonda del Imperio, un robot de investigación, según dicen. — Kharole hizo una mueca irónica e Isvaradeva comprendió que se trataba de una sonda espía —. Bueno, lo cierto es que algo ha interceptado a un vehículo del Imperio capaz de moverse a un cuarto de la velocidad de la luz y lo ha inutilizado. Y por lo que yo sé no hay nada en la Utsarpini capaz de hacer algo así. El rickshaw ha sido atacado en una zona donde abundan los incursores angriff. Comandante, tú te has enfrentado a esos alienígenas en el pasado...

—Así es, Chattrapati.

—¿Y crees posible que los angriff puedan estar detrás de ese ataque?

—No lo creo, Chattrapati, su tecnología es aún más primitiva que la nuestra. Al igual que nosotros no disponen de motores capaces de acelerar una nave a la velocidad de un rickshaw.

—Pero en realidad sabemos muy poco de ellos ¿no es así? —insistió Kharole—. Ni siquiera conocemos su mundo de origen.

—Son extremadamente sanguinarios y muy agresivos —dijo Isvaradeva, recordando su último enfrentamiento con los alienígenas—. Luchan hasta el final y es casi imposible capturarlos con vida. Quizá su planeta está en algún lugar de este sector, un vagabundo con una órbita extraña entre varias estrellas sería casi imposible de detectar... pero no tienen naves de fusión ni nada semejante. Y si las tuvieran harían cosas mucho más peligrosas que atacar viejos ricksaws.

—Pero tenemos que estar seguros, comandante —suspiró Kharole—, por eso no pude rechazar la oferta del Imperio de enviar una nave investigadora. Una nave de fusión de alcance ilimitado. No lo harían sin un buen motivo. ¿Puedes imaginar lo que pasaría si una nave así cayera en malas manos? Pero no puedo negarme. Ningún velero de luz podrá alcanzar a ese monstruo de rickshaw, a un cuarto de C. Tiene que ser la nave de fusión del Imperio, o nada. De modo, comandante, que ésta es tu misión...

—Entiendo, Chattrapati, ser vuestro observador en la nave Imperial.

—Exacto. Tener ojos y oídos bien abiertos y mente alerta. Averiguar qué diablos pasa con ese rickshaw. Averiguar si de verdad se dedican a investigar el naufragio... A propósito, te acompañará un científico. He avisado a la Armada para que nos envíen uno.

Kharole accionó algo en la consola e Isvaradeva parpadeó al encenderse las luces.

—Aquí tienes todo lo que sabemos —Kharole le tendió una carpeta—. Examínalo. Y ahora... a menos que tengas alguna pregunta, joven guerrero, déjame solo. Una montaña de papeles me aguarda anhelante.

Pero mientras Isvaradeva abandonaba el palacio no podía apartar de su mente la estremecedora imagen de los angriffs apoderándose de una nave de fusión.

2.-

Jonás Chandragupta no tuvo mucho que empaquetar. Tan sólo podía llevar treinta kilos de equipaje, y esto excluía cualquier posibilidad de llevar sus libros con él.

El viento invernal de Kunthaloka se filtraba entre la corta hierba de los parques, entre las plantas exóticas y entre los recortados setos; el viento arrancaba las hojas de los majestuosos robles a lo largo de la calle y las enviaba revoloteando en confusa desbandada. A lo lejos se elevaba hacía el cielo un delgado hilo plateado que parecía surgir de las nubes y remontarse casi hasta el cenit. La parte inferior de la babel estaba inmersa en la sombra del planeta, pero la parte superior seguiría iluminada por la roja luz de Rahu durante dos meses y medio más.

Un taxi le llevó hasta la Base de la babel y Jonás se dirigió hacia el ascensor para el que la Utsarpini le había dado un billete.

La babel se elevaba sobre su cabeza como una montaña prismática, convergiendo hacia un punto situado en el infinito, como sí pudiera taladrar la cúpula llameante que era el Akasa-puspa y terminar su camino a los mismísimos pies de Dyaus Pitar.

La Utsarpini y todas las culturas yavanas que surgieron tras la retirada del Imperio de aquella zona habían perdido la tecnología necesaria para colocar una nave en órbita, venciendo la atracción del planeta. Las babeles eran su única puerta al espacio.

Una puerta que todos deseaban controlar.

En poco más de doscientos metros montaban guardia una docena de hombres. Varios carros acorazados apuntaban sus armas hacia la inmensa planicie de cemento sobre la que se elevaba la babel. Atacar aquella posición sería poco menos que suicida. Las alambradas instaladas a unos 150 metros del parapeto constituían un jalón invulnerable a la hora de abrir fuego contra cualquier grupo armado.

Jonás cruzó la explanada mientras el característico viento de aquella época en Kunthaloka azotaba las perneras de sus pantalones militares produciendo un débil chasquido y empezaba a morder la carne al descubierto con repentino vigor.

Los trámites en la aduana de la Hermandad no presentaron ningún problema. El joven empleado de la Hermandad apenas echó una ojeada rutinaria a su visado militar. Luego, por el pasillo se dirigió desde el local de Aduana hasta la sala de recepción, al otro lado del edificio-fortaleza que era la Base de la babel. Jonás parecía haberse recuperado de sus inquietudes, caminaba entre grupitos de viajeros que miraban vagamente absortos los quioscos con escaparates de perfumes, cámaras fotográficas y frutas.

El ascensor era semejante a un vagón de tren vertical, y de extremos aerodinámicos. Estaba dividido interiormente en pisos semejantes a rosquillas por cuyo centro ascendía una escalera de caracol que los comunicaba.

Jonás utilizó esta escalerilla saludando a todo superior, y siendo saludado por todo aquel que se encontrara por debajo de él en el escalafón militar, hasta que dio con un piso en el que no había ningún militar a la vista. Tomó asiento, las butacas estaban dispuestas formando círculos concéntricos, y rebuscó en un revistero adosado a ellas. Había camarotes individuales provistos de literas donde uno podía realizar el viaje durmiendo, pero el ejército no parecía dispuesto a derrochar estos lujos con un simple alférez. Sin embargo, descubrió que podía reclinar su butaca hasta adoptar una posición casi horizontal y mucho más cómoda.

A través de la portilla, el suelo de Kunthaloka empezaba a alejarse con una velocidad creciente. Las vigas y estructuras externas de la babel desfilaban ante sus ojos con rapidez. Kilómetros de andamiajes trepaban por sus caras, y las ventanas y aspilleras de la Fortaleza Basal la perforaban. Los primeros quinientos metros de la babel eran una ciudadela vertical casi inexpugnable.

Se produjo un claro en la capa de nubes y Jonás tuvo un confuso cuadro, a través de las troneras, de parches verdes de vegetación, serpenteantes caminos color mostaza y pequeños caseríos solitarios. La babilonia permanecía invisible a sus pies, oculta por la masa del ascensor.

Tras veinticuatro horas de ascensión el aparato alcanzó la mitad de su trayecto, deteniéndose en la estación intermedia.

Jonás pudo contemplar el paisaje del planeta visto desde doce mil kilómetros de altura a través de los miradores semicirculares. Bajo él se extendía el planeta como una inmensa curva dotada de todos los tonos entre el azul y el blanco. Pensó en lo lejanos que parecían ahora sus problemas en aquel mundo contemplados desde esta altura.

Durmió cómodamente en una pequeña habitación de hotel reservada para oficiales, y al día siguiente reemprendió su viaje.

Esta vez se trataba de un ascensor más pequeño, con la forma aproximada de una caja de zapatos. A aquella altura la atmósfera era tan débil que las formas aerodinámicas eran completamente inútiles. Jonás observó los emblemas de la Utsarpini en el andén; éste era un transporte exclusivamente militar, por lo que el resto de la ascensión estuvo rodeado de uniformes y de insignias de todos los grados y colores.

La nave con la que Jonás cubrió la última parte de su viaje era uno de los botes de desembarco de la Vajra, una lanzadera espacial alada con una superficie inferior plana de material ablativo desechable, capaz de soportar las temperaturas de una reentrada en la atmósfera, pero que habitualmente era utilizada para el transporte en órbita alta. Construida con acero inoxidable, los filos delanteros y el borde de ataque estaban protegidos con grafito para evitar que la ablación modificara las características aerodinámicas de la nave.

Finalmente Jonás había averiguado su destino, y el verdadero objetivo de su viaje. Apenas el transbordador partió de la estación geosincrónica de la babel, un suboficial se le había acercado con un sobre cuidadosamente lacrado.

—¿Alférez Jonás Chandragupta...? — preguntó respetuosamente.

Jonás tardó un instante en reaccionar. Tendría que acostumbrarse a eso.

—Yo soy.

—Traigo unos documentos para usted, mi oficial.

—¿De qué se trata? — preguntó con curiosidad.

—No lo sé, mi oficial. Sólo me ordenaron que se lo entregara en cuanto estuviéramos en el espacio.

Jonás abrió el sobre y leyó su contenido. El suboficial se retiró tras de haber cumplido con el inevitable saludo militar.

Se trataba de los pormenores de su misión. Allí tenía la explicación de por qué la Marina había requerido los servicios de un científico civil.

Siguió leyendo, enterándose de que un rickshaw había sido destruido en una zona remota del Límite, y él debería de colaborar con los científicos imperiales que iban a investigar las causas de esa destrucción.

Le habían asignado un asiento situado junto a una diminuta tronera, y a través de ella observó la aproximación del transbordador a la nave de guerra que sería su hogar durante los próximos dos años: la Vajra.

Su aspecto externo recordaba a un espermatozoide introduciendo su cabeza por un anillo. El anillo contenía las velas convenientemente plegadas, la cola era un largo acelerador lineal.

Una gran superficie reflectora, desplegada frente a una estrella, era un verdadero propulsor. Este era el principio que movía la Vajra. En cierta forma era una nave auténticamente adaptada a su medio, con una perfección en su simplicidad que ni tan siquiera los navíos del Imperio habían conseguido igualar.

Para empezar, era mucho más económica, puesto que no necesitaba motor ni carburante. Incluso los sistemas de propulsión eléctrica por conversión de la luz eran más caros. Después, dado que el impulso no cesaba jamás, el navío a vela resultaba maniobrable según los mismos principios que un velero en alta mar. En particular, podía barloventear en la radiación, y remontar a contraviento hacia el sol. O, por el contrario, navegar con la estrella a su espalda para alejarse.

El velamen de la Vajra, estaba constituido por doscientos pétalos inmensos, de un superligero material aluminizado, de apenas 2,5 micras de espesor, unidos a un anillo que rodeaba el auténtico casco de la nave. Esas doscientas alas servían al propio tiempo para propulsar el velero, gracias a la presión de la radiación, y ayudaban a su control gracias al efecto giratorio engendrado por la rotación del conjunto. La fuerza centrífuga era la encargada de mantener extendidas las velas, en vez de recurrir a una estructura metálica como la de algunas naves de carga.

El conjunto era perfecto. La misma rotación, que procuraba la gravedad artificial al interior de la nave, largaba las velas y las mantenía tensas. El navío era fácil de controlar gracias a las velas orientales alrededor de su eje, como las palas de un helicóptero.

Con naves como aquélla inmensas hordas conquistadoras habían recorrido los planetas del Límite como marejadas de destrucción, saltando como pulgas de un perro a otro.

Las olas de civilización y barbarie se sucedían, ahora en ascenso, ahora en descenso, mientras los hombres comunes como Jonás ajustaban sus breves vidas entre sus flujos y reflujos.

Ahora, la Utsarpini de Khan Kharole pretendía volver a reunificar parte de aquel sector, y devolverle el esplendor que un día gozara bajo el Imperio.

Jonás no lo creía posible. El Imperio había tenido cinco mil años de continua expansión, abarcando más y más soles, hasta que sus líneas de comunicaciones se volvieron tensas e inestables. Prácticamente llegó a controlar la totalidad del cinturón de planetas habitables que salpicaban el ecuador de Akasa-puspa, y esto no evitó su decadencia final. Igual que un árbol que ha crecido demasiado, su propio peso fue su principal enemigo.

A lo largo de toda la circunferencia estallaron las rebeliones contra el poder central. Sofocarías, transportar tropas leales a las zonas más alejadas, representaba una sangría de hombres y recursos, que pronto haría tambalearse su monolítico poder.

Y las comunicaciones se convirtieron en su mayor problema. Incapaz de mantener una flota de naves mercantes lo suficientemente compacta, el Imperio se veía, cada vez más a menudo, en la necesidad de alquilar los servicios de las cofradías de navegantes. Por muy ricos que fueran los recursos obtenidos en las colonias, Simhaloka apenas alcanzaba a beneficiarse de ellos tras el pago de los portes. El resto del escaso beneficio se quemaba rápidamente al costear las expediciones policiales sobre los planetas rebeldes.

De esta forma, hacia el año 2000 después de su fundación, el Imperio se encontraba en una situación insostenible. Todo su poder residía en su viejo prestigio; monetariamente, estaba al borde de la bancarrota.

Se buscó desesperadamente una solución ante el desastre inminente, y esta solución fueron los rickshaws.

Alguien vio por fin al Imperio como lo que realmente era: un gigantesco ser vivo que estaba muriéndose por la falta de circulación sanguínea, por sus ineficaces y lentas sinapsis nerviosas, al igual que un miembro humano gangrenado.

Los rickshaws representarían un nuevo y estimulante sistema de circulación. Se construirían por cientos de miles, y recorrerían órbitas fijas, moviéndose como hematíes por la corriente sanguínea. Llevando la savia vivificadora a cada una de las ramas del Imperio.

Inmediatamente se construyeron miles de factorías espaciales con la misión de producir rickshaws. El Sistema Cadena empezó a funcionar a pleno rendimiento doscientos años después. Cientos de miles de rickshaws se movían, uno tras otro, por invisibles circuitos, comunicando las colonias entre sí. Funcionó bien, pero no pudo evitar la lenta caída del Imperio. Dos mil años tras su puesta en marcha, el Imperio abandonaría el Límite, incapaz de seguir manteniendo su influencia sobre aquel sector.

3.-

El autogiro privado de Su Divina Gracia había despegando desde un punto cercano a la base de la babel. El adhyat Habel Swami miraba distraído por la ventanilla.

—Una bomba de fusión hubiera reducido el rickshaw a partículas radioactivas —dijo la voz del anciano sentado junto a él—. Un láser o un rayo de partículas lo hubieran partido en dos limpiamente. ¿Pero qué puede haber causado semejante desastre...?

Habel Swami se volvió hacia Su Divina Gracia, el Jagad Gurú Srila.

Era un anciano encorvado, completamente calvo, de ojos hinchados y una boca semejante a una herida negra. Podía resultar grotesco para algunos, pero si se limitaban a juzgarle sólo por su aspecto, acababan lamentándolo tarde o temprano.

—Con todo este asunto del rickshaw destruido... —se preguntó Habel Swami — ¿No estarán los imperiales buscando una excusa para introducir tropas en nuestro sector...?

— Khan Kharole no tendrá más remedio. Recuerda que el rickshaw se está moviendo a un cuarto de la velocidad de la luz. Kharole no posee naves capaces de interceptar el rickshaw y decelerarlo, necesita una nave del Imperio para ello. Khan deberá permitir el paso de una de ellas, o el rickshaw escapará del Akasa-puspa, y se perderá en el vacío intergaláctico.

—Dejemos entonces que el Imperio y Khan se ocupen del asunto.

El anciano negó con un gesto.

—La Hermandad no puede ser excluida del conocimiento de esa arma capaz de destruir rickshaws, debemos acudir a la cita entre la Utsarpini y el Imperio.

—Una cita a la que no hemos sido invitados...

Srila suspiró, y le preguntó directamente:

—Detecto tu reticencia ¿Tienes alguna duda, hermano?

—Ninguna, Jagad-Guru. Tú no puedes equivocarte, porque el mismísimo Dyaus Pitar habla por tus labios. Sin embargo...

—Sin embargo...

—Los ecos de Su Voz llegan distintos a mis oídos.

La risa de Srila resonó como la de un muchacho de quince años.

—Es lo que ocurre cuando no se tiene línea directa. ¿Y qué te dicen esos ecos...?

Swami carraspeó.

—Nuestros informadores dicen que, en estos momentos, Kharole desconfía abiertamente de la Hermandad y especialmente de Su Divina Gracia.

—¿Quién sabe lo que este hombre tendrá en su cabeza? Es como un elefante furioso que montado por un borracho aplastara todo a su paso. Y el rickshaw destruido será la espuela con la que azuzaremos este elefante.

—¿Por qué complicar las cosas? Lo tenemos todo a nuestro favor... Podríamos presentarlo como hereje, lo que haría que incluso la nobleza más fiel le abandonasen. O, simplemente, denunciarlo como usurpador, cosa que tendría el mismo efecto. En teoría es al Imperio a quien pertenece el reino de Kharole. No es que los nobles respeten al Emperador, claro está, pero qué duda cabe que éste sería el pretexto ideal para campar a sus anchas... Lo bueno, es que cualquiera de estas acciones contaría con la simpatía del Imperio, que, sin duda, nos concedería a cambio la autonomía que deseamos.

—No. — Srila no reía ahora —. Lo que propones desencadenaría una guerra civil por la sucesión... Una guerra civil en el Límite sería rápidamente aprovechada por el Imperio para “salvar a la Sagrada Hermandad, amenazada por un sanguinario bárbaro usurpador”. Y sí algo no deseamos es la intervención Imperial en el Sector. Eso no haría otra cosa que cambiar un problema por otro peor. Al menos tenemos a Kharole cerca, y siempre podemos tratar con él, pero, ¿cómo influir en la política imperial distante un año luz de donde nos encontramos?

—¿Cómo evitarás ser destituido por Kharole, si llegara el caso?

Srila adoptó la pose de un prestidigitador a punto de extraer un conejo de su chistera.

—Le invitaremos a la próxima ceremonia del Vedi... — Esperó hasta ver la estúpida expresión de asombro que se reflejó en el rostro de Swami al comprender el alcance de sus palabras—. Como todo el mundo sabe, no se permite el paso de los no iniciados a este sacro ritual. Con Kharole haremos una excepción, pero deberá acudir solo..., y desarmado.

—Kharole no es estúpido. Jamás aceptará una invitación así — dijo Swami.

—No podrá negarse a un honor tan grande sin ponerse en evidencia.

—Luego piensas que asesinar a Kharole es la única solución.

—¿Quién ha hablado de asesinar a Kharole? Creía que me conocías más profundamente, hermano. Personalmente, siempre he detestado la violencia innecesaria.

—Entonces...

—Recuerda dónde estamos. En Kunthaloka. Esta babel fue el templo donde tradicionalmente se coronaba a los emperadores del pasado. Desde este punto de vista la corona Imperial está vacante. Coronaremos a Kharole como Emperador, a la antigua usanza.

—No puedes hablar en serio... — se apresuró a decir Swami horrorizado.

Srila levantó las manos pidiendo silencio al adhyát.

—¿Has considerado por un momento lo que eso significaría realmente para nosotros?

—Sí, la guerra con el Imperio.

—No lo creo. Las consecuencias serían otras, y muy distintas: Primera —Srila levantó un huesudo dedo —, colocaríamos a Kharole en una situación inferior, pues recibiría su Corona por graciosa condición de la Hermandad, que dado el caso, también tendría poder para retirársela.

“Segunda, puesto que yo, personalmente, le he hecho tan gran honor, destituirme sería una acción que Kharole se vería incapaz de enfrentar. En realidad (y ésta es la ironía) Kharole estará en deuda conmigo, y por extensión con toda la Hermandad.

“Tercera, trasladaríamos la hostilidad de Kharole hacia nosotros, dirigiéndola hacia el Imperio, que sin duda estaría más molesto ahora con Kharole que antes. Resultado, la alianza con la Hermandad se vería reforzada.

“Cuarta: el Imperio lo tomará como un insulto. Cuantas más energías empleen contra Kharole, menos se preocuparán de nosotros.

“Quinta, y última. La Hermandad seguirá conservando su autonomía. Este será nuestro precio por ayudar a Kharole en su lucha con el Imperio. Como ves, tendremos todas las ventajas de una alianza con el Imperio, y ninguno de sus inconvenientes.

—Admiro tu plan, Srila — dijo Swami —. Sin duda es digno de ti. Pero, me temo que Kharole no aceptará la Corona...

—No podrá negarse, porque no sabrá nada hasta el mismo momento de ser coronado..., ante las cámaras de televisión. Tampoco podrá rechazarla después, porque a Kharole le interesa también ser coronado Emperador. Esto dotaría a su causa de un prestigio que le permitirá ser más fácilmente aceptado como Raja Tiraja por los pueblos de planetas que, en teoría, siguen siendo súbditos del Imperio. Tarde o temprano él mismo hubiera acabado por coronarse Emperador. Si rechaza la Corona de nuestras manos, cerrara para siempre esa puerta. No, hermano, no le gustará en absoluto recibirla de esta forma, y en este momento, pero no podrá hacer nada por evitarlo.

Se volvió para contemplar la Sagrada babel que iba quedando atrás, mientras el autogiro seguía su viaje. Casi al instante se apoderó de él un extraño pensamiento: ¿El círculo se había cerrado...? ¿Debía retirarse en este mismo momento y esperar la muerte rodeado sólo de paz?

No, no podía ceder ahora, cuando la victoria estaba tan próxima.

4.-

Jonás tenía que reconocer que se había perdido. Caminaba a lo largo de los estrechos y sinuosos pasillos de la nave, arrastrando un voluminoso petate de lona gris, que sí bien no resultaba pesado bajo la escasa gravedad producida por el giro de la nave, si era, en cambio, incomodísimo de llevar. Y lo peor de todo era que cada vez tenía menos claro dónde estaba.

Uno de los reposteros lo había conducido hasta la sala de oficiales, junto con el resto de sus acompañantes en la última etapa del viaje, y allí le había indicado el camarote que tenían asignado. Después le habían abandonado a su suerte, para que encontrara el camino por sus propios medios.

Intentó hacerse una idea mental de la forma y de la disposición de la Vajra. Interiormente era semejante a una cebolla, con multitud de capas, o cubiertas internas, subdivididas en forma aparentemente anárquica. ¿Cómo iba a orientarse en un lugar así? Por todas partes se encontraba con marinos afanados en diferentes actividades, aunque la que más se repetía era la de pintura; esto complicaba aún más las cosas, pues las indicaciones en las paredes habían sido eliminadas en parte. Todo el mundo en la nave parecía ser presa de la locura de pintar del "Gris Armada" los mamparos. Por lo que Jonás sabía, ésta era la actividad típica en una nave de guerra cuando permanecía atracada.

Casi todo el mundo allí iba vestido con el amplío mono azul marino, que parecía ser el uniforme de diario en la nave. Al principio, Jonás había tenido la impresión de haberse equivocado de lugar y de encontrarse en una fábrica en plena actividad.

Finalmente, cuando ya se había dado por vencido de orientarse por sus propios medios, se dirigió a un grupo de trabajadores ocupados en cortar, valiéndose de un soplete, una de las cubiertas por la que pretendían bajar una voluminosa mesa de rancho sujeta a una cuerda que colgaba de cuatro poleas. Jonás recordó que tendría que acostumbrarse a la idea de que en una nave de guerra los mamparos y las cubiertas son algo dispuesto eventualmente, y que por tanto puede sufrir drásticas mutaciones de acuerdo con las necesidades del momento.

Se dirigió a uno de los trabajadores y le preguntó por la cubierta B, que era donde quería ir. El infante levantó la vista de su trabajo, y le observó confuso.

Un suboficial le salió al paso saludándole militarmente.

—¿Desea algo, mi oficial...? —El nombre clavó una mirada furiosa en Jonás —. Eh..., mis hombres están trabajando...

Jonás enrojeció, y observó la tarjeta de identificación prendida de uno de los botones del bolsillo superior derecho del uniforme del sargento: “Jalandhar”. “Sargento de infantería de marina: Bana Jalandhar. “

—Verá, sargento... —Jonás no sabía cómo decirlo, de forma que no pareciese muy ridículo— Creo que no tengo una idea clara del punto de la nave en el que me encuentro.

—¿Dónde quiere ir exactamente, mí oficial? —preguntó Bana fríamente.

Jonás le mostró el papel donde había apuntado los datos sobre la situación de su camarote. El sargento lo estudió un segundo e inmediatamente levantó la vista.

—Es muy sencillo —dijo como si se dirigiera a un niño atrasado —. Simplemente siga este corredor hasta el final. Allí encontrará una escalera de caracol. Suba dos tramos, y se encontrará en un corredor, gemelo de éste, en la cubierta B. Sólo tiene que comprobar las numeraciones en las puertas, y encontrará su camarote.

Jonás recuperó el papel y se puso en marcha, tras saludar militarmente a Bana.

Este le devolvió el saludo, y permaneció donde estaba observando cómo Jonás se alejaba por el corredor, arrastrando torpemente su petate bajo la escasa gravedad.

—¡Vaya par de galones más nuevos, eh, mi sargento! —dijo el infante al que Jonás había preguntado. Bana le dirigió una mirada asesina y el hombre volvió a su trabajo.

7.-

La enfermería de la nave era tan apta para una intervención importante, como para empastar una muela. Parecía imposible que se hubieran podido acomodar tantos objetos en un espacio tan reducido. Sin embargo, el suelo pintado de rojo contrastaba tétricamente con el eterno “Gris Armada” de las paredes.

Jonás permaneció en el umbral, inseguro de a quién debía dirigirse.

—Perdone ¿lleva mucho tiempo ahí? —le preguntó el teniente médico Ajmer Adit Yadeva

Era un hombre de corta estatura, rechoncho, y que parecía rondar los cuarenta años de edad.

—Eh, no, mi teniente... —dijo Jonás preguntándose si había vuelto a equivocarse.

—Llámeme Ajmer. Aquí somos todos colegas, ¿no? Usted es... déjeme ver...

—Jonás. Jonás Chandragupta.

—Si, ahora recuerdo —dijo riendo entre dientes—. El tipo que se perdió en los pasillos.

—Parece ser que las noticias vuelan en esta nave.

Ajmer se encogió de hombros.

—Somos pocos, y nos conocemos mucho... —explicó —. ¿Ha tenido muchos problemas para encontrar la enfermería?

—Menos de los que tuve para encontrar mi camarote... — y añadió con cierto tono de reproche —: Entre otras cosas, es algo mayor...

Su camarote había resultado ser más grande que una cabina telefónica. Pero no mucho.

—Si permanece lo suficiente en el ejército, puede que dentro de veinte años le asignen uno lo bastante grande como para que pueda incluso estirar los brazos... — bromeó —. ¿Quiere tomar una copa?

—¿Una copa?

—Sí.

Jonás le miró extrañado.

—Creía que las naves de la marina eran secas.

—Y lo son, amigo mío. Esto no es una bebida alcohólica. —Extrajo de una alacena una botella etiquetada como “VENENO”—. Esto es alcohol etílico puro (usado como desinfectante local) disuelto en agua pura y destilada, con una cierta cantidad de terpenos, a los que debe esta solución su olor a naranja, amén de ácido cítrico (usado como anticoagulante), a lo que se añade en el momento de usarlo... tenga, eche una cucharada... un poco de bicarbonato sódico para neutralizarlo. —La mezcla inició la efervescencia. El oficial la sirvió en dos vasos de precipitados—. El reglamento no prohibe beber una mezcla de desinfectante, anticoagulante y esas cosas ¿verdad? Antes de aventurarse hacia una de las zonas más remotas del Límite un hombre prudente adopta las necesarias precauciones.

Llenó un vaso y se lo pasó a Jonás. El mismo se sirvió una generosa dosis de su mejunje.

—También llevo algo de coñac medicinal, pero lo suelo usar en curar el malestar de estómago del Comandante. Y pasando a asuntos más importantes... —dijo después de beber un largo trago —. Ya era hora de que el Alto Mando considerase alguna de mis peticiones... Me alegro de tenerle aquí, Jonás. Esta nave de guerra es demasiado grande para un solo médico. El exceso de trabajo ha estado a punto de volverme loco...

Jonás miró a su alrededor. Los suboficiales fumaban tranquilamente sentados en uno de los extremos del camarote. El instrumental parecía nuevo por el poco uso. En las alacenas se amontonaban docenas de paquetes de vendas sin abrir. Realmente, si el trabajo les enloquecía, parecían haber recobrado pronto la cordura.

—Su misión aquí será aligerarme un poco en mis obligaciones —siguió diciendo Ajmer—. Ante todo, iniciativa, mi querido amigo. No me moleste por nada que pueda resolver usted mismo... Por cierto, ¿en qué especialidad se doctoró?

—Arqueobiología.

Ajmer abrió mucho la boca.

—¿Arqueoqué...?

—Arqueobiología. No soy médico, teniente. Soy biólogo.

—¿Biólogo? —Y lo dijo como si Jonás padeciera una enfermedad vergonzosa.

Todo el aspecto jovial desapareció del rostro de Ajmer. Inconscientemente, Jonás apretó su vaso. Por un momento temió que el teniente fuera a retirarle su bebida.

—Biólogo. ¿Para qué coño sirve un biólogo en una nave de guerra?

—No lo sé, teniente... Tengo orden de presentarme al Ayudante Mayor, para que me informe sobre mi misión... en cuanto acabe con usted.

—Que va a ser muy pronto. —Se pasó una mano por sus cabellos, y pareció tranquilizarse—. Bueno, mi querido amigo, usted no tiene la culpa. Son las cosas del Almirantazgo. En una ocasión recibí dos cajas de píldoras anticonceptivas y esponjas vaginales. ¡Había pedido penicilina, y qué me mandaron! ¡Píldoras y esponjas vaginales! ¿Para qué diablos las quiero en una nave llena de hombres...? Bueno, no importa. Seguiré yo cargando con todo el trabajo. ¿Qué le parece eso?

—No lo sé, teniente. Intentaré cumplir cualquier misión que me encarguen lo mejor que sepa.

—Claro, claro. Eso dice mucho en su favor... — Ajmer meditó un momento —. Por supuesto, usted se hará cargo del sistema de renovación de aire. Es un cargo de mucha responsabilidad, Jonás. Podemos pasar sin comer, incluso sin beber, pero difícilmente sin respirar. —Soltó una estruendosa carcajada —. De usted dependemos, Jonás. Ya verá lo que hace...

Jonás tragó saliva. Ajmer siguió hablando. Parte de su aspecto risueño había regresado a su rostro.

—En estado de zafarrancho, su puesto estará aquí. Para ayudarme en lo que surja...

—Perdón, mi teniente. Pero...

—¿Sí?

—¿Quién cuidará entonces del sistema de aireación?

—Normalmente en zafarrancho se lleva el traje espacial. Además, hay técnicos experimentados a cargo del sistema de soporte vital. Su misión será simplemente comprobar de tanto en tanto que la mezcla es correcta, y tomar muestras en diferentes puntos de la nave. No conviene que el gas se estanque. Lo que me lleva a considerar que esto le dejará mucho tiempo libre...

—Sí.

—Bien, aprovechará ese tiempo encargándose del material del botiquín. Intente introducir un poco de orden en todo ese caos — y señaló uno de los armarios —. No será una tarea fácil. A ver si consigue que uno de esos haraganes le ayude — dijo señalando hacia los suboficiales —. Yo hace tiempo que me di por vencido. Si hace trabajar a uno de ellos consideraré que ha valido la pena su paso por esta santa sala... Bueno, creo que eso es todo. ¿Ha dicho que el Ayudante Mayor le pidió que fuera a verle en cuanto acabase aquí?

—Sí, mi teniente.

—Llámeme Ajmer. ¡Baksar!

Uno de los suboficiales sanitarios se levantó, apagó su cigarrillo, y avanzó hacia ellos. El cabo Baksar era un hombre delgado y ligeramente encorvado. Tenía aspecto de provenir de una zona rural de cualquier planeta perdido del Límite.

—¿Sí, mi teniente?

—Acompañe al alférez al Puente... y — Añadió con una mirada de complicidad— cuide que de no se pierda.

—A la orden, mi teniente.

Jonás le siguió en silencio. Sus pisadas no producían el menor ruido al deslizarse por el piso cubierto de goma negra.

—No le haga mucho caso al teniente — dijo Baksar después de un rato de caminar —. No le mata el amor por el trabajo, pero llegado el momento cumple como el primero. Y es muy imaginativo. Le he visto resolver situaciones que pondrían los pelos de punta al mejor cirujano.

Jonás se estremeció. Recordó el suelo pintado de rojo. Sin duda que durante un combate el botiquín no tendría el bucólico aspecto que había contemplado hacía unos momentos. Deseó fervorosamente no tener que enfrentarse nunca a una situación así. Le habían asegurado que en cuanto completara aquella misión sería libre para seguir en la Marina, o pedir la baja si así lo deseaba. En realidad sólo llevaba unas semanas de vida militar, y ya soñaba con acabar cuanto antes.

—¿Sabe cuándo partiremos, cabo? — preguntó.

—¿A qué se refiere?

—¿Cuándo iniciaremos el viaje?

Baksar silbó.

—Ya hace doce horas que estamos en camino, mi alférez.

¡Doce horas! Jonás se rascó la cabeza, confuso. Él había embarcado hacia exactamente ese tiempo. La nave se debió poner en marcha apenas hubo subido él a bordo. Y ni siquiera lo había notado!

Bueno, realmente, poco podría haber sentido. La Vajra debía estar usando su impulsor de masas para ascender a órbitas cada vez más abiertas en torno a Kunthaloka. En cuanto se hubiera alejado lo suficiente del planeta largaría las velas, y éstas atraparían el viento solar que les arrastraría hacia las más remotas regiones del Límite. Pero ni siquiera entonces sentiría el tirón de la aceleración. Los veleros solares eran incapaces de aceleraciones superiores al centésimo de g. Pero podían mantenerlas durante períodos ilimitados de tiempo alcanzando así elevadas velocidades. En diez meses, le habían informado, llegarían a su destino. Diez meses más de regreso, y sería un hombre libre.

Siguieron caminando en silencio. Ascendieron por una escalerilla de tubo de acero. El interior de la nave era un auténtico laberinto. No era extraño que se hubiera perdido al llegar. A los lados los mamparos parecían repletos de tableros de instrumentos, una puerta y, a continuación, un corredor muy estrecho de unos diez metros de longitud. Al avanzar por él se advertía un fuerte zumbido que vibraba bajo sus pies.

—El impulsor de masas — explicó Baksar.

Cerró la puerta posterior tras él y abrió la anterior; se encontraban en la cámara de misiles de estribor.

—¿Seguro que por aquí vamos al puente? — preguntó Jonás.

—Seguro, mi oficial. — Siguieron caminando, y al cabo de un rato añadió —: Siempre hacia arriba. El puente está situado cerca del eje longitudinal de la nave, y un poco desplazado hacia popa.

—Comprendo, la zona más segura frente a un ataque. ¿Pero no hay otra forma de ir hasta allí? Todo este camino es muy complicado.

—Es un atajo. Pero en caso de zafarrancho no podríamos usarlo. Esta cámara estaría cerrada, con los artilleros en sus puestos.

Jonás miró a su alrededor. Un estrecho y atiborrado compartimento escasamente largo para permitir que los misiles fueran cargados o retirados de los tubos lanzamisiles. Estos tubos, con sus compuertas traseras de sólidos goznes, se disponían contiguamente en dos bancos verticales de tres cada uno. Arriba estaban los trenes de carga unidos a pesadas poleas. Su diseño sugería que aquellos lanzadores sólo podían ser usados deteniendo el giro. Un sistema de embrague liberaría el giro de la rueda de la que partían las velas del resto de la nave. La principal función de ese embrague era la de evitar que el giro de la nave se acelerara, o detuviera el recoger o largar las velas, como consecuencia de la conservación del momento angular. Sin embargo, en caso de combate tenía otra utilidad práctica: la rueda seguiría girando manteniendo la tensión del velamen gracias a la fuerza centrífuga y la zona habitable de la nave permanecería ingrávida, en posición de zafarrancho, dispuesta a vaciar su arsenal contra cualquier enemigo que se aproximara desde no importa qué dirección.

Siguieron subiendo escaleras. Jonás notó cómo su peso decrecía rápidamente. Al mismo tiempo un invisible brazo tiraba de ellos lateralmente. La fuerza coriolis, analizó Jonás.

Por supuesto, el puente de mando no podía situarse en el mismo centro del navío, pues esto le privaría de gravedad, y haría muy incómodo el trabajo de los que allí estaban. El núcleo estaba dedicado a almacenes y al sistema de mantenimiento vital, pero el puente había sido situado todo lo cerca de él que les fue posible ubicarlo a sus diseñadores.

Las escaleras desembocaban en un pasillo. Al final del pasillo, otra puerta de pesados goznes les permitió situarse en lo que todos consideraban la cabeza misma de la nave.

Entraron en el puente de mando. A la izquierda se veía un departamento aislado para la radio, a la derecha una batería de máquinas y tableros con esferas de incomprensible uso. Más allá, en el centro, macizas columnas de acero y, aún más alejada, la plataforma sobre la que se asentaba el sillón de mando del comandante, rodeada por las terminales de los telescopios y monitores. En aquel momento estaba vacía. Jonás aún no había tenido la oportunidad de ver al Comandante Job Isvaradeva.

—¿Y el Comandante? — preguntó.

—Le será difícil verlo durante los dos primeros meses, mi oficial.

—¿Sí, por qué?

El suboficial se encogió de hombros.

—Es lo normal.

—¿Lo normal?

—Sí, he viajado en tres naves de la Marina, y siempre pasa lo mismo en los viajes de más de seis meses. Al principio el Comandante se pasa el tiempo encerrado. Aunque los hay peores. Los que salen de sus camarotes, y se dedican a incordiar a todo aquel que encuentran a su paso. Yo prefiero a los que se encierran como el Comandante Isvaradeva.

—Pero, ¿por qué?

El suboficial sonrió. Aquella sonrisa empezaba a serle familiar a Jonás. Significaba: “Tú eres nuevo aquí, ¿verdad?”

—Claro, mi oficial, usted nunca ha embarcado para un viaje de dos años...

—Este es mi primer viaje en una nave de la Marina.

—En ese caso todavía no se ha imaginado lo que va a ser pasar entre estas paredes de acero los próximos meses...

—Me lo está pintando muy negro...

—Negro no, mi oficial; gris armada — bromeó el suboficial.

—¿Y al Comandante le afecta eso más que a ustedes?

—No, a todos nos afecta por igual. Pero el Comandante tiene que soportar además el peso de la responsabilidad de todas nuestras vidas, durante esos dos años. Francamente, mi oficial, no me cambiaría por él por nada del mundo.