Munichs - David Peace - E-Book

Munichs E-Book

David Peace

0,0

Beschreibung

LA ÚLTIMA NOVELA DEL AUTOR DE MALDITO UNITED El 6 de febrero de 1958, el vuelo 609 de British European Airways se estrelló al despegar en el aeropuerto de Múnich. A bordo viajaba, además de la tripulación, el joven equipo de fútbol del Manchester United y los periodistas que lo seguían. Veintiún pasajeros murieron en el acto, cuatro se debatieron durante días entre la vida y la muerte, y otros seis resultaron gravemente heridos. En esta novela coral, David Peace rinde un originalísimo homenaje a una generación que alumbró uno de los mejores equipos de fútbol de todos los tiempos a partir de un prodigioso arsenal de recursos estilísticos y formales, y tras una labor de documentación portentosa. A ratos trágico, a otros tragicómico pero siempre conmovedor, Peace ha concebido un retrato sin parangón del fútbol y la Gran Bretaña de los años cincuenta.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 777

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



MUNICHS

DAVID PEACE

Traducción de Gabriel Cereceda

Munichs

© 2024, David Peace

Publicado originalmente en inglés en 2024 por Faber & Faber Limited según acuerdo con Casanovas & Lynch Literary Agency S.L. Todos los derechos reservados

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Diseño y maquetación: Endoradisseny

Composición digital: Pablo Barrio

Primera edición: Noviembre de 2024

Primera edición digital: Noviembre de 2024

© 2024, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

[email protected]

www.editorialcontra.com

© 2024, Gabriel Cereceda, de la traducción

© PA Images vía Getty Images, de la imagen de la cubierta: el guardameta Harry Gregg del Manchester United en la semifinal de la FA Cup contra el Fulham en el Villa Park, 22 de marzo de 1958, pocas semanas después del accidente

ISBN: 978-84-10045-17-0

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

En memoria de mi padre, Basil Dunford Peace

Uno tras otro iban convirtiéndose todos en sombras.

Mejor pasar con valentía a aquel otro mundo,

en toda la gloria de alguna pasión,

que marchitarse y apagarse lúgubremente con los años.

«Los muertos», James Joyce

Índice

Nota del traductor

Un presagio

I. PARAD TODOS LOS RELOJES

1

2

3

4

II. ANTES DE QUE LO OLVIDÉIS

5

6

7

8

9

III. EL VALS DEL DIABLO

10

11

12

Después del partido, antes del partido

Nota del autor

Fuentes y agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

Nota del traductor

A lo largo de la novela, el autor prescinde por razones estilísticas de las comillas para señalar los diálogos y las citas, que se indican únicamente con una mayúscula inicial. En la traducción marcamos las citas y los diálogos con los dos puntos y prescindimos de los guiones, reservados para las acotaciones a fin de facilitar la lectura. En los demás casos reproducimos los entrecomillados del texto original. Por lo demás, se trata de una novela bastante oral y con cierta diversidad dialectal, que hemos tratado de mantener.

Un presagio

Salieron del túnel como un tren fantasma, todos de blanco, a la penumbra de la tarde de Highbury, primero Byrne, luego Gregg, después Foulkes y Jones, Colman y Edwards, Charlton y Morgans, Taylor, Viollet y Scanlon, con brazaletes negros por los muertos, los ya muertos, en las mangas de las camisetas, y allá fueron, a través del campo, bajo el cielo encapotado y la atenta mirada de dioses y hombres, sesenta y cuatro mil hombres o más, que llenaban el estadio, hasta donde tocaba el cielo, aquel peligro de un cielo invernal que amenazaba más que lluvia, más que nieve, aquellos hombres y muchachos, de todos los puntos del norte y del sur, del este y el oeste, con las mejores galas del sábado, del West Ham, el Chelsea e incluso los Spurs, padres reacios con los hijos entusiasmados que habían dicho toda la semana, habían dado la lata y suplicado: Papá, papá, ¿podemos ir, podemos ir, por favor, papá, por favor? Para ver el fútbol enseñado por Matt Busby y a la panda de los vigorosos Busby Babes1, el famoso Manchester, Manchester United, aquellos diablos rojos por fin, en carne y hueso por fin…

Sábado, 1 de febrero de 1958:

Pero no de rojo, de blanco aquel día, brocado y místico, por el terreno oscuro y despejado corrieron, sobre un campo de tierra, de césped y pintura, a ponerse a su arte…

Desde el principio, Tommy Taylor fue el eje móvil y Eddie Colman el enlace. Albert Scanlon, Dennis Viollet, Bobby Charlton y Kenny Morgans volaban por los meridianos, moviendo la pelota con una precisión rápida y fluida que dejaba al Arsenal mareado.

Primero Morgans cortó hacia dentro y se la pasó a Duncan Edwards, el hombre-muchacho que habían venido a ver todos los muchachos de Londres. Duncan avanzó con soltura, con fuerza y elegancia, y, a más de veinte metros de distancia —PUM—, disparó por debajo de Jack Kelsey, la leyenda de Highbury, y todos aquellos muchachos de Londres se giraron hacia sus padres y dijeron: ¿Has visto eso, papá? ¿Has visto lo que acaba de hacer?

Eso fue a los diez minutos. Veinte minutos después, a partir de un despeje rápido de Harry Gregg, Scanlon dejó atrás a todos los que estaban a la vista y corrió a toda velocidad sesenta metros por la izquierda. Como una bala llegó el pase al centro y el rechoncho Bobby Charlton, que ya había tirado las espinilleras, con las medias alrededor de los tobillos, dando grandes boqueadas para respirar, de alguna manera logró mandar el balón a la red de un zapatazo.

Pero el United no había terminado. Justo al final de la primera parte, Scanlon cruzó el balón desde una banda, Morgans lo devolvió desde la otra y Taylor se anticipó para colocar la pelota en la red después de que el desafortunado Kelsey solo pudiera despejar su primer intento. 3-02.

Pero ninguna ventaja es nunca lo suficiente grande, ninguna victoria segura, y pasados sesenta minutos, en tres pestañeos, el Arsenal liquidó la ventaja de un Manchester United aletargado, gracias a un gol de Herd y luego dos de Bloomfield, que empataron a tres el partido.

El ruido impenetrable que tronaba ya sobre el estadio evocaba el ambiente del Arsenal de antaño, cuando Jack, Hulme, Bastin, James y Lambert arrasaban con todo lo que tuvieran delante. Pero despertado bruscamente de los sueños europeos, aquel equipo joven del United no se desanimó cuando otros lo habrían hecho con toda seguridad, sino que demostró valor y dijo sin más: Vale, si vosotros metéis tres, cuatro o cinco, entonces nosotros meteremos cuatro, cinco o seis. Así que se pusieron manos a la obra otra vez.

Primero Charlton la entregó a Scanlon, que se escapó otra vez y centró a Viollet para que volviera a poner por delante al United de cabeza. Luego, otro despeje rápido de Gregg terminó en Coleman, que después mandó un pase colocado para la carrera de Morgans, el cual superó a su marcador y luego la cambió a Taylor. Él recibió el último pase y batió a Jack Kelsey con poco ángulo. 5-3.

En su honor, el Arsenal no se rindió todavía. Bowen y Groves siguieron presionando al United. Le abrieron el camino a Herd, y allá fue Tapscott para mandar un disparo que entró por el palo largo. Pero entonces acabó el partido.

Sin aliento en las sombras que se alargaban, en la noche que avanzaba, cogidos del brazo los vencedores y los vencidos abandonaron el campo de juego. Cada uno de ellos sabía que había ayudado a forjar algo de lo que estar orgulloso, un partido que viviría por siempre, en el recuerdo

y la imaginación.

IPARAD TODOS LOS RELOJES

1

La madre de Bobby cargó con una preocupación sombría, desde que se levantó, durante toda la mañana. Estaba más preocupada de lo que había estado en toda su vida. Sabía que pasaba algo, solo que no sabía qué, pero no pudo calmarse, de ninguna manera. Así que después de comer, cuando seguía sin sentirse bien, no podía quitárselo de encima, Cissie se puso el abrigo, el sombrero y los guantes y salió a la nieve, la nieve espesa, abundante, caminó pesadamente por la parte posterior de las casas, a ver a su amiga, y llamó a la puerta…

Pensaba que serías tú —le dijo la amiga—. Lo sabía. Conque venga, entra, cielo, sal del frío.

Cissie dio unos pisotones en el peldaño para quitarse la nieve de las botas, entró al calor y dijo: Pero ¿cómo lo sabías?

Lo sabía, sin más —le dijo la amiga—. ¿No notas que hay algo en el aire, algo que no va bien?

Sí, tienes razón, tienes razón —dijo Cissie—, pero ¿qué es, qué pasa, lo sabes? ¿Me lo puedes decir? Porque estoy perdiendo la cabeza. Solo quiero saberlo.

La amiga ayudó a Cissie a quitarse el abrigo, le cepilló la nieve del cuello y luego guio a Cissie al fondo y a la cocina, la sentó en una silla a la mesa, y dijo: Bueno, lo único que sé es que preocuparse no servirá de nada. Pero una buena taza de té, de té caliente, fuerte y dulce, eso a lo mejor sí. Luego con estas dos cabezas viejas y huecas lo pensamos si no se nos ocurre qué es…

*

Ya está, pensó Bill, con la cabeza encajada en el pecho, agazapado completamente en el asiento y con el cinturón tan apretado que casi no podía respirar, la nieve pasaba a toda velocidad, los motores aceleraban, pero no lo suficiente, lo sabía, no aceleraban lo suficiente, uno, dos, tres baches odiosos cuando no debería haber ninguno mientras Bill cerraba los ojos y pensaba otra vez: Ya está, lanzado arriba, alrededor y a la oscuridad, la oscuridad…

Sal de ese puñetero sitio, tío…

Bill oyó una voz, a alguien que golpeaba en la ventana. Abrió los ojos. Albert Scanlon iba sentado delante de Bill, pero Albert no estaba, había desaparecido, con la parte derecha entera del avión, Roger y los muchachos que iban sentados con él no estaban, habían desaparecido. Ya solo había cielo, cielo nada más. Pero Bill estaba intacto, todavía atado al asiento…

¿Qué demonios haces ahí dentro?

Bill se giró hacia la ventana, vio a un hombre con un extintor diminuto en una mano que aporreaba la ventana y que gritaba a Bill: ¡Sal, tío! ¡Sal!

*

Harry pensó que estaba muerto. Deben de estar todos muertos. Que aquello era el fin. No vería más a su mujer, a su hija, a su madre y a su padre, a sus hermanos y a su hermana. Que aquello era la muerte: un segundo luz y ruido, al siguiente oscuridad y silencio. En un país del que nunca podría volver, un idioma que nunca aprendería. El único sonido el sonido de un silbido, como de serpientes silbando, silbando en la oscuridad. La boca llena de sal, el sabor de la sal. No se atrevió a levantar una mano, a tocar la raja que le atravesaba la cabeza. La coronilla rebanada limpiamente, como un huevo duro, cortada de un tajo, y él dado por muerto, sin la cabeza. Que aquello era la muerte, su final. Pero entonces justo encima de él, a la derecha, vio la luz, un rayo de luz, que se derramaba sobre él, que lo llamaba: Harry, Harry, vamos, Harry, y se dio cuenta de que yacía de lado, todavía abrochado al asiento. Alargó una mano abajo, se quitó el cinturón y empezó a arrastrarse arriba, arriba hacia la luz, la luz que llegaba de un agujero. Alcanzó el agujero, sacó la cabeza por el agujero, miró abajo al suelo y se quedó paralizado: Bert Whalley, el entrenador de los juveniles, estaba tumbado en la nieve sucia y negra medio derretida con su chaqueta de punto de color azul claro, abiertos los ojos, observando arriba a Harry, devolviéndole la mirada a Harry. Bert no tenía ni un rasguño, pero Harry supo que estaba muerto, que Bert estaba muerto. Harry dio un paso atrás. Pateó el agujero, agrandó el agujero, luego cayó abajo por el agujero, al suelo. A su izquierda el motor estaba ardiendo, el resto del ala había desaparecido. A lo mejor todo el mundo estaba muerto, todo el mundo menos él. No, eso no podía ser cierto. Oía voces, a lo lejos, veía a cinco personas que se alejaban corriendo, que se alejaban a través de la nieve. Gritaban, le gritaban: ¡Corre, tío, corre!

*

A Bill no hubo que decírselo dos veces, pero cuando trató de levantarse para salir, no pudo levantarse para salir. Estaba atrapado en el asiento, todavía con el cinturón puesto. Se lo desabrochó lo más rápido que pudo, luego salió trepando por un agujero dentado de un costado del avión, dejando atrás a toda prisa fragmentos de metal retorcidos, en llamas, seguro de que el avión iba a estallar, de que los motores iban a explotar en cualquier momento, en cualquier segundo, destrozados, y corrió todo lo rápido que pudo a través de la nieve espesa y húmeda, pero sin tocar nunca la nieve, sin que los pies tocaran nunca el suelo, a toda velocidad, lejos del avión, de la destrucción, como si le fuera la vida en ello, la vida en ello.

*

¡Corre, idiota, corre! ¡Va a explotar!

El capitán apareció de alrededor de un lado de la cabina. Llevaba en una mano un extintor pequeño y con la otra hacía un gesto a Harry, gritaba a Harry, le decía, le ordenaba que corriera, tío, corre. Luego desapareció otra vez, a la vuelta de la parte delantera de la cabina, y Harry habría corrido, estaba a punto de correr, pero entonces, entre el chisporroteo del fuego, el silbido en el aire, los chillidos a lo lejos, Harry oyó un llanto, a un crío que lloraba, y Harry gritó a la gente que huía a toda prisa a través de la nieve, a las figuras que desaparecían a lo lejos: ¡Volved, cabrones, volved! ¡Todavía hay personas vivas aquí!

Pero no volvieron, siguieron, y con furia y con rabia Harry los maldijo. Los maldijo mientras trepaba y se arrastraba de vuelta al aparato para rebuscar a través de la oscuridad, pensando en su hija, su propia hija, que alguien haría lo mismo por su hija, volver a por su hija…

Notó un abrigo, un abrigo diminuto en la mano, en la oscuridad, temeroso de lo que iba a encontrar cuando levantara el abrigo infantil, pero allí no había nada, debajo del abrigo. Oyó otro llanto, que venía de más al fondo. Se arrastró, trepó más adentro en los restos, hacia el llanto, hacia el niño, y encontró al niño, al niño diminuto, atrapado debajo de un montón de chatarra. Apartó la chatarra, liberó al crío, levantó al crío y lo cogió en brazos. Luego Harry volvió a trepar, otra vez sobre los restos, a través de los despojos y fuera del avión, con el niño en brazos, y cuando Harry salió de la oscuridad, de regreso a la luz, con el chiquillo en brazos, pegado al pecho, se dirigió hacia las personas a lo lejos, trató de alcanzarlas, llamándolas para que pararan, para que esperaran, para que le cogieran al niño…

El operador de radio dejó de correr, se giró y volvió hacia él. Harry le dio el niño y dijo: Todavía hay gente viva ahí.

El operador de radio asintió con la cabeza, le cogió a Harry el crío y luego se giró y empezó a alejarse otra vez, con el bebé en brazos, apretado contra el pecho.

Pero Harry no se quedó parado a verlo marchar. Harry volvió al avión, adentro otra vez, encontró a una mujer debajo de otro montón de chatarra, en un estado espantoso, con una herida abierta tremenda en la cara, la madre del niño, y Harry tuvo que empujarla para sacarla de los restos con las piernas, ella tenía las suyas torcidas y rotas, y luego arrastrarla lejos de lo que quedaba de la aeronave…

Seguía sin entender qué le había pasado al avión, cómo podía estar tan destrozado, desaparecidas partes enteras. Pero una vez más fue hacia dentro, a través de aquel infierno enmarañado y retorcido, en busca de supervivientes, llamando a sus amigos, a su mejor amigo…

¡Blanchy! ¿Blanchy?

Harry se topó con Ray Wood, con su jersey naranja grande, pero Harry no pudo moverlo, no consiguió que se moviera ni un centímetro. Halló a Albert Scanlon cerca y casi vomitó, Harry, de las heridas que tenía Albert, se esforzó por no devolver, Harry, mientras trataba de moverlo, pero Scanny tampoco se movía, y Harry tuvo la certeza de que estaba muerto, de que estaban los dos muertos, Albert y Ray, y también Bobby Charlton y Dennis Viollet. Todavía estaban atados a los asientos, colgados a medias dentro y a medias fuera de lo que quedaba del avión, sin un rasguño Bobby y no muy mal Dennis, pero Harry no pudo despertarlos, tuvo la certeza de que estaban muertos, pero los agarró por la cintura de los pantalones y los arrastró a través de la nieve a medio derretir y de la nieve sólida, todavía en los asientos, lejos del avión, lejos de las llamas, y luego de vuelta otra vez fue Harry, de vuelta alrededor del avión, para buscar, para llamar a ¡Blanchy! ¿Blanchy?...

*

Frank yacía atrapado en una maraña de metal, observando cómo caían copos de hielo a través de un hueco donde solo unos segundos antes, menos de un minuto antes, estaba la cola del avión. No sabía por qué, pero Frank estaba pensando en el accidente de Ringway del año anterior, fue en marzo, cuando un vuelo de British European Airways desde Ámsterdam se estrelló al aproximarse para aterrizar. Era un avión Viscount, y a un kilómetro y medio de la pista más o menos giró de repente a la derecha, en un ángulo descendente tan abrupto que la punta del ala derecha tocó el suelo. El avión se hizo pedazos, estalló en llamas y chocó contra una casa de la calle Shadow Moss. Mató a la madre y al bebé que estaban dentro y a todos los que viajaban en él, quince pasajeros y cinco miembros de la tripulación. El dueño de la casa de Wythenshawe, que perdió a su mujer y a su hijo, era un antiguo bombero del aeropuerto de Ringway, y apenas un año antes había lanzado una petición para poner de relieve los peligros de que los aviones volaran bajo. Pero cuando ocurrió, Frank recordó haberse preguntado qué pasaba por la mente de la gente en esos últimos segundos fatales antes de que las heridas o la muerte se la llevara por delante. Bueno, ahora ya lo sabía, pensó, observando los copos de hielo que caían del cielo gris apagado sobre la maraña retorcida de carnicería y caos que lo rodeaba, así era, y era una forma puñeteramente idiota de morir, y Frank cerró los ojos, una forma de morir de lo más idiota, y se adentró en la oscuridad.

*

Cuando Bobby abrió los ojos, lo primero que vio fue el cielo, el cielo grande, gris y sucio que lo miraba desde lo alto, grandes copos blancos y negros de nieve que le caían encima. El sabor a humo, a tierra, a sangre en la boca. Cerró la boca, trató de girar la cabeza, pero Dios santo, qué daño le hizo. Todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Un dolor puñetero, pero sobre todo en la cabeza, mientras le devolvía la mirada arriba al cielo, tumbado de espaldas en la nieve, todavía atado al asiento, al asiento del avión. Cerró los ojos. Estaba mirando por la ventana, observando cómo pasaba el mundo de un salto, y luego hubo aquel golpazo tremendo, el rechinar áspero del metal contra el metal, luego las luces se apagaron, todo se volvió negro.

*

Bill paró, paró de correr. Estaba sin respiración, encorvado y resollando. Recobró el aliento y luego se giró para mirar alrededor, atrás, y Bill no dio crédito a lo que veía, la escena que tenía delante. El avión se había partido por la mitad, ya no era más que dos montones enormes, dentados y retorcidos de metal ardiente, humeante, con arbustos incendiados y bidones de combustible esparcidos aquí y allá. La parte trasera del avión parecía haber atravesado una casa y algunos camiones, y por encima de ellos se alzaba la bandera del Reino Unido, que ardía en llamas en la cola, en el aire el tizne del fuego, penetrando el aire. Pero peor, peor todavía eran los cuerpos en el suelo, esparcidos en una línea pulcra y ordenada, entre la carnicería y el desorden, todos presentes y correctos en charcos de nieve a medio derretir, de nieve a medio derretir sucia. Bill empezó a volver hacia ellos, a andar de regreso a ellos, a los cuerpos en la nieve a medio derretir, los cuerpos en línea, en la nieve a medio derretir sucia, en una línea pulcra, incapaz de entender, de comprender cómo había sobrevivido, sin ningún rasguño, ileso, mirándose abajo las manos, levantando las manos, levantándolas hasta la cara, los ojos, en busca de marcas, en busca de heridas, preguntándose cómo, preguntándose por qué, sin saber cómo, sin saber por qué. No lo entendía, no podía comprenderlo, aturdido, totalmente aturdido, no tenía ni idea, no sabía por qué, no se le ocurría por qué.

*

Harry estaba estupefacto, estaba pasmado cuando dio la vuelta al otro lado del aparato. Había una casa con la mitad del tejado arrancada, y luego más lejos había otro edificio, en una especie de complejo, detrás de una cerca grande de alambre, y el resto del avión sobresalía desde el suelo del complejo, rodeado de bidones de combustible, los bidones explotaban, despedían unas columnas de humo tremendas arriba al cielo. Pero allí, entre el edificio en llamas y los restos del aparato, Harry encontró al Jefe. Estaba apoyado en los codos, con las manos cruzadas sobre el pecho, frotándose el pecho, pero el pie izquierdo apuntaba hacia donde no debía, en la dirección incorrecta, y él decía gimiendo: Las piernas, las piernas.

Espera, Jefe, espera, dijo Harry. Encontró un trozo de los restos, lo llevó de vuelta y apoyó al Jefe, le habló, le dijo: Estás bien, Jefe. Ahora espera y ya está. Vas a salir de esta…

Pero Harry veía algunos cuerpos más lejos, a unos treinta metros, pensó que podía oír voces, a alguien gritando. Se levantó, dejó al Jefe, se dirigió hacia los cuerpos y encontró a Jackie, Blanchy yacía tumbado de espaldas en un charco de nieve fundida, atrapado por el cuerpo de Roger Byrne, tendido Roger por encima de la cintura de Blanchy, sin una mancha, y sin ropa casi, solo con el chaleco y los calzoncillos, sin una marca, un solo rasguño, mirando arriba a Harry, observando arriba a Harry…

No puedo moverme, Harry —gritó Blanchy—. No puedo moverme. Me he roto la espalda, lo sé. Estoy paralizado, lo sé. No siento las piernas…

Harry dijo: Estás bien, estás bien, vas a recuperarte. Pero Harry supo que por el tono no dio la impresión de pensar que Blanchy fuera a recuperarse, que nada fuera a recuperarse, porque Harry miraba abajo a Roger, Roger le devolvía la miraba arriba a Harry, y después Harry siempre lamentaría no haberse inclinado entonces para cerrarle los ojos a Roger. Pero Harry acababa de fijarse en el brazo de Jackie, la parte inferior del brazo derecho parecía casi cortada. Tenía que tratar de detener la hemorragia, de salvarle el brazo. Harry se quitó la corbata para hacer un torniquete, pero tiró con demasiada fuerza y la corbata se partió en dos. Frenéticamente, mirando aquí y allá, levantándose, arrodillándose otra vez, Harry buscó algo, lo que fuera, en el barro y la nieve medio derretida, algo que sirviera, y notó y luego vio a alguien de pie sobre él. Levantó la mirada y vio a una de las azafatas del avión, allí parada, descalza en el barro y la nieve medio derretida, que lo observaba abajo, que miraba abajo a Roger y a Jackie…

No te quedes ahí parada —chilló Harry—. Tráeme algo para atarle el brazo. Pero la pobre chica no se movió, no se movió en ningún momento, se quedó allí parada, descalza en la nieve, mirando abajo, abajo al suelo, al suelo abismal.

*

Bobby abrió los ojos de nuevo. Notaba la humedad, el agua de la nieve medio derretida que le empapaba la piel a través de la ropa, pero eso no le molestaba, no le importaba. Trató de girarse, de mover la cabeza de nuevo, de mirar, de ver, y vio una casa incendiada. Hombres con cascos que corrían de aquí para allá, que gritaban palabras que no comprendía, un alboroto de timbres y silbidos, de sirenas que se acercaban desde lejos. Vio llamas que titilaban por debajo y alrededor de la mitad delantera del avión, grandes columnas de humo negro que se alzaban arriba al cielo gris y sucio. Debía de estar a unos cuarenta metros del aparato, Dennis yacía al lado de él, no en el asiento sino fuera del asiento, extendido en la nieve medio derretida y en la nieve sólida y cubierto de sangre. Dennis no se movía, no hablaba, pero entonces desde alguna parte, detrás de él o a un lado de él, Bobby oyó a alguien que gemía, que gritaba de dolor. Pensó que era el Jefe, parecía el Jefe. Bobby trató de girarse, de mirar, de ver, pero había un cuerpo, vio un cuerpo, un cuerpo que supo al instante que estaba muerto, que supo al instante que era de un compañero del equipo, un compañero querido que jamás nombraría, las heridas que deseó no haber visto jamás, y al lado de él otros cuerpos, algunos muchachos más, sus compañeros todos en una línea, tendidos en la nieve medio derretida y en la nieve sólida, en una línea desde el avión. Quieto y herido, nadie se movía. Bobby tuvo la sensación de estar en medio de un cuadro, un cuadro terrible de un paisaje terrible, y se dio la vuelta, apartó la vista, oyó las sirenas que se acercaban cada vez más y cerró los ojos otra vez. No había visto a sus mejores compañeros, a sus amigos más íntimos, Eddie y David, ni a Duncan. No quería verlos tendidos en la nieve, sin moverse, quería verlos vivos, oírlos decir…

¿Bobby? ¿Bobby? ¿Me oyes?

Bobby abrió los ojos, giró otra vez la cabeza. Dennis estaba sentado con la espalda recta en la nieve…

¿Qué pasa, Bobby? —dijo Dennis—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Nos hemos estrellado?

Es espantoso, dijo Bobby, y luego deseó no haberlo dicho.

*

Bill se quitó la chaqueta, se arrodilló en la nieve medio derretida al lado del Jefe, lo envolvió en la chaqueta, le cogió de una mano, la sujetó en su mano y dijo: Te pondrás bien.

El costado, es el costado, dijo Matt gimiendo.

Bill miró arriba, alrededor. Vio a Harry cerca, con sangre por toda la cara. Iba corriendo de aquí para allá, como un poseso: en un momento de rodillas rezando, llorando, y al siguiente volando aquí, yendo como una flecha allá, en aquel instante Harry estaba arrodillándose otra vez, ocupándose de Jackie, Bill pensó que era Jackie, lo oía gemir, gritar de dolor, de miedo. Bill pensó que debían de ser solo Harry y él los que estaban de pie por allí, caminando por allí, pero entonces, justo entonces, de la forma más repentina, Bill vio a Bobby y a Dennis levantarse de los asientos como después de una siesta, como si solo hubieran echado una siesta. Se acercaron andando hacia él y hacia el Jefe, los miraron abajo a él y al Jefe. No hablaron, no dijeron nada, y Bill no estuvo seguro de que supieran dónde estaban, quiénes eran.

Bobby empezó a desabotonarse la chaqueta. Se quitó la chaqueta, se inclinó, la colocó debajo del Jefe y luego se irguió de nuevo justo cuando se acercaba corriendo un hombre con una camilla.

El hombre dejó la camilla en el suelo al lado del Jefe y dijo: Van a venir a por usted enseguida.

Ya están tardando, los puñeteros, pensó Bill, y él y Bobby y Dennis empezaron a levantar con cuidado, con mucho cuidado al Jefe de la nieve medio derretida, del agua negra y sucia, a la camilla, listo para la ambulancia o para la asistencia que estuviera de camino, y Bill se preguntó por qué tardaban tanto, deseó que se dieran prisa, daos prisa, condenados.

*

¡Rápido! Hay alguien más aquí, Pete. Échanos una mano.

Parece Frank Taylor. Sí, es Frank…

Frank notó que lo alzaban, que lo arrastraban, que lo sacaban de los restos. Abrió los ojos y vio a Ted Ellyard y a Pete Howard llevándolo, dejándolo en el suelo, sobre una camilla…

Ahora aguanta, Frank —decían—. Aguanta, está llegando la asistencia, aguanta…

Frank quiso hablar, pero no pudo hablar, apenas podía respirar, eso dolía muchísimo. Los miró sin más arriba, los observó arriba, pero entonces desaparecieron, y él trató de incorporarse, de ver adónde habían ido, pero Harry Gregg estaba ya allí, le puso la mano grande sobre el pecho, lo presionó con suavidad…

No te preocupes, Frank, vas a recuperarte, tú ahora quédate tumbado sin moverte…

Frank tenía un cigarrillo en la boca, y no se le ocurría cómo o por qué tenía un cigarrillo en la boca. Su mujer le había aconsejado que dejara de fumar, y él lo había dejado, conque sabía Dios qué diría Peggy si lo veía así, pensaría que había vuelto a fumar. Ya iba a enfadarse bastante por cómo había quedado el traje, por cómo había dejado de sucio el traje, un traje nuevo, todo cubierto de fango y de nieve medio derretida, todo empapado de sangre. Frank se miró abajo los pies, vio el pie derecho, casi cortado estaba, rezumaba sangre, sangre suya era, y Frank se desmayó.

*

El Daily Mail envió a tres periodistas a Belgrado para cubrir el partido contra el Estrella Roja: Eric Thompson para que escribiera la crónica, Peter Howard para que hiciera las fotografías y Ted Ellyrand para que mandara un teletipo con las fotografías de vuelta a Londres. Después del accidente, después de volver a los restos y de hacer lo que pudieron, todo lo que pudieron, a Peter y a Ted los llevaron de vuelta al edificio del aeropuerto, donde Pete pidió utilizar un teléfono. Marcó el número de las oficinas del Mail en Londres y dijo: Llamo para comunicar la terrible noticia, el avión del Manchester United se ha estrellado en Múnich. Estábamos despegando. Acabábamos de levantarnos de la pista. ¿Me oyes? Yo estoy bien. Me siento un poco mareado. Dile a mi mujer que estoy bien. Por favor, que se entere. Hemos tenido un vuelo agradable desde Belgrado. Todo el mundo estaba contento y reía y hacía bromas porque volvíamos a casa y el United estaba en la semifinal. Estaba nevando cuando hemos aterrizado en Múnich. Luego hemos vuelto al avión para proseguir el vuelo. Yo iba sentado en la segunda fila de asientos a estribor, con Ted Ellyard. Cuando el piloto ha intentado despegar, por lo visto ha habido una pequeña avería en los motores. Ha parado. Luego ha intentado un segundo despegue. No se ha quedado satisfecho, así que ha rodado por la pista de vuelta a la zona de estacionamiento para que revisaran las cosas. Ha sido en el tercer despegue cuando nos hemos estrellado. Creo que estábamos hacia el final de la pista. Solo un poco por encima del suelo. De repente el avión ha parecido romperse. Los asientos han empezado a despedazarse. Daba la impresión de que se desintegraba todo. Había una sensación de balanceo. Ha empezado a caernos todo tipo de cosas encima. No ha habido tiempo para pensar. Se veía a todo el mundo atónito. Nadie ha gritado. Nadie ha hablado. Solo un silencio sepulcral durante lo que solo han podidos ser unos segundos. Pero ha parecido mucho tiempo. No recuerdo si ha habido un estallido o no. De repente se ha detenido todo. Yo estaba tan aturdido que he ido sin más de aquí para allá a gatas. Luego he encontrado a Ted Ellyard y yo todavía estaba entero. Hemos descubierto un agujero en los restos. Hemos salido a cuatro patas. En cuanto me he liberado, mi primer impulso, la verdad sea dicha, ha sido salir corriendo. Estaba aterrado. Pero de alguna manera he logrado quedarme allí. Me he dado la vuelta y allí estaba Harry Gregg, que es grande, el portero, que ha conseguido salir. También parecía ileso. En cualquier caso, la voz le funcionaba, porque estaba gritando: Venga, muchachos, manos a la obra. Eso nos ha puesto en marcha. Gregg, Ted Ellyard, las dos azafatas, el operador de radio y yo mismo hemos vuelto a los restos. Eran un desastre. Me han entrado ganas de cerrar los ojos. He notado el mismo silencio sepulcral que había justo antes del accidente. Nos hemos remangado y hemos hecho lo que hemos podido. He visto al capitán Thain coger un extintor. Ha empezado a apagar fuegos pequeños. He mirado alrededor para ver si había alguien al que conociera. He visto al capitán Rayment atrapado en la cabina, pero ha salido. A una mujer yugoslava que iba de pasajera y a su bebé los ha sacado el operador de radio, el Sr. Rodgers. Recuerdo haber sacado a Frank Taylor, el periodista deportivo de The News Chronicle. Estaba gravemente herido. También hemos sacado a Ray Wood y a uno o dos más. Había cuerpos esparcidos en la nieve a lo largo de unos ciento cincuenta metros. He ido a buscar a Eric Thompson. No he visto ningún rastro de él. Estoy dándome cuenta ahora de lo horrible que es eso. Daba la sensación de que todos los que iban sentados en la parte delantera del avión han sido los afortunados que han salido, los que iban en los asientos que miraban hacia atrás, sentados de espaldas a la cabina de la tripulación. Justo antes de que ocurriera yo he estado quejándome de que nuestros asientos estuvieran demasiado cerca de la cabina, porque había ruido y un poco de vibración. Menos mal que escogimos esos. Ha sido la parte del avión con menos daños. Todo el mundo ha hecho lo que ha podido. Justo antes de abandonar los restos, me ha venido a la mente de repente que llevaba una cámara y que he tomado algunas fotografías antes del despegue. La he buscado, pero no la he encontrado, había restos por todos lados. Una parte de los motores del aparato ha ido hacia delante unos ciento cincuenta metros y ha chocado contra una casa pequeña, que ha estallado en llamas. Pero el fuselaje no se ha incendiado. Ojalá pudiera decir qué le ha pasado al resto del grupo, aparte de las personas que he mencionado. No he visto a Matt Busby después del accidente. Ahora estoy pensando en mi mujer, Pam. Seguro que va a preocuparse. Por favor, dile que estoy a salvo. Creo que estoy perfectamente, pero me insisten en que vaya al hospital. Tengo que colgar ya, pero cuanto antes regrese a Mánchester, mejor. Me parece que estoy atontado. Ojalá pudiera decirte que no ha sido tan terrible. Temo que algunos nos hayan dejado para siempre. Pero ha sido muy rápido. No ha habido pánico. Eso me hace sentir orgullo del United. Esos muchachos son mis amigos. He estado en todas partes con ellos. No voy a olvidar esto nunca. Ahora tengo que recoger mis cosas. Quieren llevarme a rastras al hospital. Hasta pronto.

*

Reduce la puñetera velocidad —gritó Bill—. Vas demasiado rápido.

El microbús Volkswagen iba dando saltos y patinando sobre la nieve, todo lo rápido que podía, lejos del avión, Dennis y Bobby sentados delante con el conductor, Harry y Bill en los asientos del medio, Jackie y Johnny tumbados en la parte de atrás, con el Jefe al lado, los tres sobre camillas improvisadas, el Jefe envuelto en la chaqueta de Bill, agarrándose el pecho, mascullando: Es el costado, las piernas…

Bill y Harry alargaban las manos atrás por encima de los asientos para tratar de sujetar al Jefe en la camilla…

He dicho que reduzcas la velocidad, haz el favor, gritó Bill otra vez.

Pero el conductor no escuchaba. Solo negaba con la cabeza y repetía: Krankenhaus, Krankenhaus…

De repente frenó con fuerza y el microbús patinó hasta pararse, lanzados todos hacia delante…

Pero qué haces, condenado, gritó Bill.

Sin embargo, el conductor siguió sin hacerle caso, abrió la puerta y saltó fuera a la nieve. Dio la vuelta a la parte trasera para abrir las puertas del microbús. Dos hombres metieron a una mujer en la parte de atrás, al lado del Jefe. Parecía tener quemaduras muy graves, pero Bill y Harry la reconocieron: era la Sra. Miklos, la esposa del agente de viajes.

El conductor regresó al volante y partió de nuevo, y cogió más velocidad incluso entonces, con virajes bruscos aquí y allá, dando tumbos a través de la nieve medio derretida y de la nieve sólida…

¡Reduce la puñetera velocidad —gritó otra vez Bill—. Vas a matarnos, me cago en la puta…

Nein, nein —dijo el conductor—. Krankenhaus, nein…

Bill dejó atrás al Jefe y se giró adelante. Cerró un puño y empezó a golpearle la parte posterior de la cabeza al conductor con todas sus fuerzas. Reduce. La puta. Velocidad.

Pero el conductor siguió sin parar.

Bill agarró desde atrás al conductor, las manos alrededor del cuello. Sin embargo, el conductor no paró, no redujo la velocidad, viró bruscamente a un lado, patinó a otro, siguió conduciendo, cada vez más rápido, entró en Múnich, Dennis y Bobby al lado de él, con la vista clavada al frente, vacíos los ojos, vacíos los rostros, la nieve medio derretida en las calles, la rociada de agua en el parabrisas, Jackie y Johnny y el Jefe en la parte de atrás, sobre las camillas, mascullando y susurrando, Eleanor Miklos desmayada del dolor, un coche de policía por delante de ellos ya, guiándolos, la policía en las calles ya, despejando el camino, más ambulancias detrás de ellos, el conductor delante, las manos de Bill alrededor del cuello, yendo más rápido, más rápido aún, gritando cada vez más alto, una y otra vez…

Krankenhaus, Krankenhaus…

*

Fue otro día frío y húmedo en Mánchester, pero otro día animado y expectante en la taquilla de Old Trafford, con todas las solicitudes para el partido de Liga contra los Wolves dos días después, luego para el encuentro de Copa contra el Sheffield Wednesday del sábado siguiente, el flujo conocido y continuo de seguidores que venían a la taquilla a conseguir sus entradas, además de los sacos habituales llenos de correo que llegaban para los jugadores, así que el joven Les Olive, el subsecretario del club, no daba abasto, con Walter Crickmer, su jefe, de viaje con el equipo en Belgrado y con el teléfono sonando sin parar, cada minuto le parecía a Les, que lo cogió por enésima vez aquel día y dijo: Taquilla…

Les, eres tú —dijo Joe Armstrong, el jefe de los ojeadores—. Acabo de oír una noticia terrible…

Les escuchó a Joe, la noticia que le contaba, las palabras que decía, y luego Les colgó el teléfono, y luego Les lo cogió otra vez y marcó el número de la casa del presidente, del domicilio de Harold Hardman, que no había ido a Belgrado, no había volado con el equipo porque estaba enfermo, estaba en casa malo en la cama, y le dijo: Siento mucho llamarle a su casa, Sr. Hardman, pero acabo de recibir una mala noticia…

Y después de decirle a Harold Hardman lo que le había dicho Joe, Les colgó otra vez el teléfono, luego se levantó de la mesa de trabajo, cerró la taquilla, atravesó el pasillo y subió las escaleras que llevaban al despacho del Jefe, donde sabía que Alma George, la secretaria del Jefe, seguía trabajando, aprovechando al máximo la paz y el silencio mientras el Jefe estaba fuera.

*

Mánchester, Mánchester, otra vez, en Mánchester, Jimmy Murphy, robusto y campechano, llegó volando de la estación de London Road con una caja de naranjas de la tierra prometida, nada menos, y antes de que los copos de nieve del cielo en lo alto hubieran tenido tiempo de fundirse en el sombrero o el cuello, se desplomó en la parte posterior de un taxi con la maleta, la caja y un: Hola, chico, ¿cómo estamos?

¿De vuelta al cuartel, verdad, Sr. Murphy? —preguntó el conductor—. ¿O a casa, derecho a la mujer y a los hijos?

Jimmy se rio. Ya me conoces, chico. Old Trafford primero, por favor, si eres tan amable. Y toma…

Se inclinó adelante para dejar cuatro naranjas en el asiento al lado del conductor. Recién traídas de la huerta de Sion.

Muchas gracias —dijo el conductor. El taxi arrancó y se alejó de la estación—. Muy amable de su parte. Y enhorabuena.

Jimmy rio otra vez. Gracias, chico. Me siento más generoso contigo de lo que hemos sido con ellos, te lo aseguro. Me temo que los hemos mandado de vuelta a Israel con las manos vacías. Pero también te digo que han peleado, la verdad. Y el portero, el capitán, Hodorov, menudo jugador, sí señor, y valiente, también, contra John el Grande. Hombro dislocado. Nariz rota. Conmoción cerebral, y ha seguido jugando. Luego, con el pitido final, derecho del campo ha salido, a una ambulancia y al hospital. El mejor jugador del partido, ha sido.

Pero Gales al Mundial —dijo el conductor—, y por primera vez. No es moco de pavo, Sr. Murphy, la verdad sea dicha. Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda de Norte, también, todos a Suecia ahora.

Jimmy miró por la ventana del taxi, vislumbró gente que se reunía en grupos, de pie en las esquinas de las calles, debajo de las farolas, encendidas ya todas, a finales de una tarde que ya era medio noche, allí parados en un silencio de bocas abiertas, un periódico de la tarde compartido en las manos en carne viva. Un poco frío y lluvioso para eso, pensó Jimmy, pero sonrió y dijo: Bueno, no ha sido nuestro mejor partido, chico, y tendremos que mejorar. Pero lo mejor para mí, la mejor noticia de todas, es que los muchachos han ganado en Belgrado. A ver si hacéis un buen trabajo, les había dicho, lo último que les había dicho, y lo hicieron, lo han hecho. Pero no me ha gustado no estar allí, así que es un gran peso que me quito de encima, chico.

Bueno, no se puede tener todo —dijo riendo el conductor—. Seguramente seguirán y ahora ganarán la puñetera competición, y entonces no van a parar de darnos la tabarra. Pero se lo dije y se lo vuelvo a decir, debería venirse a Maine Road, Sr. Murphy. Está desaprovechado, no deja ver lo que vale a la sombra de Matt Busby.

Jimmy rio. No, no, ir de segundón es lo mío, chico. Y ya os va bastante bien sin mí.

Puede ser, pero nos iría todavía mejor con un poco de la magia negra del viejo Jimmy Murphy, eso lo sé.

Jimmy miró fuera a través de la aguanieve, las calles de Stretford pasaban rápido por la ventana, Old Trafford allí fuera, en algún punto, en la penumbra del final de la tarde, a media asta ya la bandera del Campeonato de Liga. Bueno, necesitamos desplegar nuestra magia el sábado —dijo—, de lo contrario les veremos las orejas a los lobos3…

Dos naranjas cayeron rodando del asiento al lado del conductor al suelo del taxi, el vehículo avanzaba chirriando, algo en el viento, el aire…

Algo, alguna cosa...

Se han traído de vuelta el tiempo —dijo el conductor—. Típico de ustedes. Como si nosotros no tuviéramos ya bastante mal tiempo.

*

Hacía un frío que pelaba, un puto frío que pelaba, en las entrañas de Old Trafford, pero los muchachos del personal del estadio habían terminado sus trabajos aquel día y estaban perdiendo el tiempo en los vestuarios, bromeando y haciendo tonterías, impidiendo que el frío calara en los huesos, esperando a que el bueno de Arthur Powell entrara con sus andares de pato y decidiera si los hacía esperar hasta las cinco en punto o dejaba que se fueran pronto, todo dependía de su estado de ánimo, el viejo cascarrabias, pero el joven Nobby Stiles pensó que aquel día había una posibilidad, con el tiempo que hacía y porque tendrían que limpiar y dejar listas todas las botas de Belgrado al día siguiente. Pero cuando entró Arthur, Bill Inglis, que se encargaba de los suplentes, estaba con él, los dos con cara como de funeral, y Bill dijo: Sentaos, muchachos, poneos cómodos, tengo una mala noticia para vosotros, y todos los muchachos se quedaron callados y se sentaron en un segundo, preguntándose qué podía pasar, o quién había hecho qué, incluso si iban a echar a alguno de ellos, si lo iban a echar o no, pero entonces Bill dijo: El avión se ha estrellado, pero todavía nos faltan muchos detalles, así que esperemos que no sea demasiado grave. Y el viejo Arthur asintió con la cabeza y dijo: Sí, os informaremos más adelante, muchachos. Entonces Arthur y Bill volvieron a salir, dejaron a los muchachos en silencio, sentados en el vestuario de los suplentes, sin que nadie abriera la boca, hasta que alguien dijo: No será nada. Unos cuantos brazos rotos. O a lo mejor alguna pierna. Y otro dijo: Sí, y si son los suficientes, a lo mejor nos suben, nos dan un partido en el equipo titular. Entonces otro comentó riendo: A algunos de nosotros a lo mejor, pero a ti no, colega. Tendrían que estar todos muertos y enterrados para que alguien te escogiera.

*

Al estadio y escaleras arriba, de dos en dos, fue Jimmy, arriba a las oficinas, en lo alto, el estadio, el edificio, todo en silencio, pensó, nadie por allá, qué extraño es esto, nadie por aquí, ni Dios, el Jefe sin haber vuelto, oscuro su despacho, solo Alma al escritorio, la secretaria de los dos, era, sentada en la penumbra, sin encender siquiera la lámpara. Jimmy dejó en el suelo la caja de naranjas y la maleta, encendió las luces del despacho y dijo: Se te va a cansar la vista, de verdad, Alma, cielo, de verdad te lo digo, sentada a oscuras así.

El avión se ha estrellado, dijo ella.

Bueno, venga, vamos a tomar algo, solo para entrar en calor. Un traguito de nada, ahora que no nos ven.

¿No te has enteado, Jimmy?

Jimmy se acercó a la bandeja de botellas que estaba encima del armario. ¿De qué, cielo?

De lo del avión.

Jimmy sirvió dos vasos. ¿Qué pasa con el avión?

Se ha estrellado. El avión se ha estrellado.

Jimmy le pasó un vaso a Alma. Salud.

No lo entiendes. Escúchame, Jimmy, por favor —dijo ella—. Por favor. El avión se ha estrellado. Ha muerto mucha gente, y dejó el vaso en el escritorio, volvió a sentarse en la silla y se echó a llorar.

Con la botella de whisky y el vaso en las manos, Jimmy se quedó allí parado, allí parado sin más, inmóvil, en medio del despacho, el despacho de Matt, mirando abajo a Alma, a la que le temblaban los hombros, a la que le temblaba el cuerpo, las palabras de ella en los oídos, en la cabeza, dentro del cráneo, le daban vueltas y vueltas dentro del cerebro: El avión se ha estrellado. Ha muerto mucha gente. El avión se ha estrellado, ha muerto mucha gente, ha muerto mucha gente, ha muerto, ha muerto…

Jimmy trató de negar con la cabeza, de silenciar el sonido, el eco de las palabras de ella, de sentir las piernas, levantar los pies, las piernas de ceniza y los pies de piedra, de dejar la sala y alejarse andando, pero para entrar luego otra vez, entrar otra vez y empezar todo aquello otra vez, a fin de que entonces aquello no pudiera haber ocurrido…

Ha muerto mucha gente…

Jimmy levantó la vista. Vio el reloj en la pared, las agujas marcaban las cuatro. Miró aquellas agujas, miró y miró aquellas agujas, trató y trató de hacerlas parar, volver atrás, atrás, atrás a lo de antes, pero no volvían atrás, no paraban…

Mucha gente…

Dio la espalda al reloj de la pared, cada corte del reloj una herida más profunda, cerró la boca todo lo fuerte que pudo, los labios, los dientes todo lo fuerte que pudo para tragarse un grito, un aullido terrible, y luego, apoyado en unas piernas de ceniza y en unos pies de piedra, entró en su pequeño despacho. Dejó la botella y el vaso en el escritorio, cerró con llave la puerta por dentro, luego se sirvió un trago. Se lo bebió entero, luego llenó el vaso otra vez, y luego otra, una vez más, y entonces, y solo entonces, se echó a llorar, a llorar él mismo por fin. Pero luego paró, se secó la cara, tomó otro vaso y volvió a levantarse, de pie y hacia la puerta otra vez…

Alma, cielo…

*

Eran entre las cuatro y media y las cinco menos cuarto y ya estaba oscuro fuera, y la Sra. Dale, la mujer del médico, estaba compartiendo los sucesos diarios de la vida familiar en la emisora Light Programme, cuando de repente una voz seria la cortó y dijo: La razón por la que interrumpimos El diario de la Sra. Dale es que debemos informar de un accidente de avión grave en el aeropuerto de Múnich. Todavía no tenemos todos los detalles, pero era un vuelo chárter de British European Airways de Belgrado a Mánchester. A bordo iba el equipo de fútbol del Manchester United, que regresaba de un partido en Yugoslavia con periodistas deportivos de la prensa londinense y responsables del equipo. Por lo que sabemos, se cree que han muerto veinticinco personas entre los pasajeros y la tripulación.

*

La madre de Bobby no llevaba una hora de vuelta cuando notó una sombra que caía a través del jardín. Levantó la vista del fregadero, miró por la ventana y a través de la nieve, la nieve que caía, vio a Ted Cockburn, el hombre que tenía la tienda de periódicos, que entraba en el jardín, que se acercaba a la puerta, pero Cissie ya estaba junto a la puerta antes de que él llamara, antes incluso de que levantara un guante, y Cissie dijo: Es nuestro Bobby, ¿verdad?

Sí —dijo Ted Cockburn—. Lo siento, lo siento mucho, pero quería que lo supieras antes de que saliera en los carteles, porque me daba miedo que no lo supieras, que no te lo hubieran dicho, pero el Chronicle ha hecho carteles que dicen que tu Bobby ha tenido un accidente, un accidente de avión, pero quería asegurarme de que lo supieras, antes de que los pusieran.

Gracias, Ted, gracias —dijo Cissie mientras levantaba la vista a la nieve y observaba cómo caía—. Pero ya lo sabía, lo sabía, sin más.

Lo siento —dijo Ted Cockburn otra vez—. Lo siento.

Cissie miró a Ted. ¿Qué dicen?

Lo siento, cielo —dijo otra vez Ted—, pero dicen que no ha habido supervivientes. Que ha muerto todo el mundo.

Cissie no se creyó eso. Sabía que pasaba algo, llevaba todo el día intuyéndolo. Pero no podía creer que Bobby estuviera muerto, en el fondo no, no lo sentía dentro, en el lugar de donde había venido Bobby. Pero necesitaba saber, saber que él estaba a salvo. Regresó a la cocina, cogió el bolso y el abrigo, pero no el sombrero ni los guantes, esta vez no, y salió corriendo del jardín, por la parte trasera de las casas, a través de la nieve, hasta la cabina telefónica de la esquina, y trató de llamar a Old Trafford, de descubrir la verdad, frías las monedas en las manos, rojos los dedos mientras marcaba. Pero la nieve y el viento habían inutilizado las líneas, las líneas estaban todas cortadas, así que a lo mejor se equivocaba, empezó a pensar que se equivocaba, que Bobby estaba muerto, tumbado en la nieve, solo en la nieve, la nieve alemana, abiertos los ojos al cielo, mirando arriba al cielo, buscándola, viéndola ya, en la cabina telefónica de la esquina, con el auricular muerto en la mano, llorando: No, Bobby, no. Despierta, Bobby, por favor, despierta.

*

Frank entraba y salía de la luz, creía haber estado en una especie de microbús en un momento concreto, saltando y a sacudidas por los campos, luego yendo a toda velocidad, más rápido que el demonio, y Billy Foulkes lo sujetaba, le decía: Vas a recuperarte, Frank. Tú sigue tumbado quieto. No te preocupes. Pero él estaba preocupado porque no podía respirar bien, quieto solo con dificultad, con mucha dificultad, y el dolor de la pierna, madre de Dios, el dolor punzante que le subía por la pierna derecha, por qué, no lo sabía, entraba y salía de la luz, tratando de pensar en Peggy y los niños, en sus dos pequeños, Andrew y Alastair, en casa en Mánchester, correteando por ahí, los oía corretear por ahí, dando la tabarra a Peggy mientras preparaba la cena: ¿Cuánto va a tardar en volver papá a casa? ¿Cuánto falta? Pero iba a llegar tarde, muy tarde ya, y lo sentía, pensaba cuánto lo sentía, por la preocupación que había causado, cuando alguien, un médico, pensó, esperó que fuera médico, le arrancó la manga de la chaqueta, la chaqueta del puñetero traje nuevo, le hizo pedazos la camisa, y luego metió la aguja de una jeringa hipodérmica en el brazo, muy adentro, y dijo: Chist ahora, chist, esto le va a dormir, y Frank asintió con la cabeza, Frank sonrió y cerró los ojos otra vez, Frank ya agotado, muy pero que muy cansado, salía de la luz otra vez, pero feliz ya, feliz ya de que hubiera llegado el sueño, de que hubiera llegado por fin.

*

Elizabeth Wood estaba cambiándole el pañal a su hija, preguntándose qué iba a cocinarle a Ray para la cena, pensando que a lo mejor le apetecía una buena pierna de cerdo curada, pierna de cerdo al estilo inglés, después de estar fuera y en el extranjero, cuando Elizabeth oyó unos golpecitos en la ventana, levantó la vista y distinguió a su vecina, que le hacía señas para que se acercara, y Elizabeth cogió a Denise, se la llevó consigo y abrió la ventana…

¿Se ha enterado de la noticia, Sra. Wood?

No. ¿Qué noticia?, preguntó Elizabeth.

La vecina meneó la cabeza y dijo: Es terrible. Lo han dicho en la radio. Han interrumpido El diario de la Sra. Dale.

¿Por qué? ¿Qué ha pasado?, dijo Elizabeth.

Ha habido un accidente en Múnich, se ha estrellado un avión con los muchachos. Pero Ray está bien, ¿verdad?

En Múnich, preguntó Elizabeth.

Pero Ray está en casa, ¿verdad? —dijo la vecina—. Él no fue, ¿verdad?

*

Wilf McGuinness llevaba una semana mala. Se torció una rodilla jugando con los suplentes el sábado, contra el Arsenal. La rodilla se trabó, y cuando fue al estadio, el domingo, Ted Dalton, el fisioterapeuta, le dijo que probablemente se había roto un cartílago. Ted lo mandó a un especialista el martes, que dijo a Wilf que debía operarse, así que tenía que ir al hospital al día siguiente, el viernes. Siendo aquel, pues, el último día de libertad, Wilf llamó a su amigo Joey, que trabajaba en la parte de ventas del News Chronicle, y quedaron en el centro a modo de despedida, y fue mientras caminaban juntos por la calle Princess cuando vio el cartel: «ACCIDENTE EN PISTA DEL UNITED»…

Solo será un golpetazo, dijo Wilf.

Sí, dijo su amigo Joey.

Vosotros escribís lo que sea para vender unos ejemplares más, dijo riendo Wilf. Pero al mismo tiempo compró una primera edición, y se quedaron allí parados, en la calle Princess, en la esquina con la calle Bloom, leyendo el periódico. Pero todo era un poco vago, así que…

Sabes qué —dijo Joey—. Vamos a subir a la oficina, a ver qué pasa. Para que te quedes tranquilo.

Echaron a andar por la calle Bloom arriba, hacia la calle Sackville, luego torcieron y subieron por la calle Portland, atajaron por los jardines de Piccadilly, y cuando bajaron por Shudehill ya iban corriendo, Wilf sin preocuparse por el cartílago o por el tiempo, preocupado por los compañeros, por el silencio repentino y terrible que parecía haber caído del cielo y que había envuelto el centro de la ciudad, hasta que llegaron a los edificios del Chronicle y entraron, y entonces fue cuando los alcanzó, el ruido de la noticia, la noticia de…

«Se temen muchas pérdidas…».

*

Los teléfonos eran una locura, no paraban de sonar, y Joe y Les estaban en la oficina principal con Alma ya, tratando de ayudarla a ella y a Jimmy, llamando otra vez a la policía, a la BBC, al Chronicle, al Evening News, al Guardian, a todos los periódicos que se les ocurrían, a todos los periodistas que conocían, para saber detalles, para pasar información a las familias, a los parientes, tratando de dar con las familias, los parientes, con aquellos que tenían un número de teléfono o de contacto de un vecino o una tienda de la zona, pero en cuanto colgaban, el teléfono volvía a sonar, alguien les pedía detalles, les pedía información, y entonces tenían que esperar otra vez una línea saliente, pasaban minutos, y cuando finalmente conseguían una línea exterior, cuando lograban llamar a las familias, a los parientes, la mitad no contestaba, no estaba en casa…

Estarán en el aeropuerto —dijo Alma de repente—. Habrán ido a recibir el avión…

*

El vuelo 609 de British European Airways tenía el aterrizaje previsto en el aeropuerto de Ringway, en Mánchester, a las cinco de la tarde ese día. Muchas esposas y novias, junto con algunos seguidores, los que nunca se perdían la oportunidad de recibir en casa al equipo, habían acudido al aeropuerto. Los seguidores estaban encantados porque Jean Busby se había acercado a recibir a su marido. Pero Jean había ido porque estaba preocupada. Hacía menos de un mes que a Matt le habían operado las varices de las piernas. Le habían dicho que se tomara un descanso, que fuera al sur de Francia a sentarse al sol y al calor y a recuperarse. Pero nunca había habido mucha probabilidad de que siguiera el consejo, en mitad de la temporada, en juego todavía la Copa FA y la Copa de Europa, no. Matt no quería ni oír hablar de perderse el viaje a Belgrado. Pero Jean sabía que estaría hecho polvo, que eso le pasaría factura, así que por eso estaba allí, aunque no había soltado prenda, no a los seguidores. Estaban todos sentados en la sala de espera, riendo y bromeando, exultante el ánimo tras el resultado de la noche anterior, alegres e impacientes hasta que…

Las personas que esperan el vuelo BEA 609 de Belgrado deben pasar por la recepción de la sala principal, llegó la voz de una azafata de BEA, casi en un susurro, por la megafonía, al aire.

Sin estar seguras y con reticencia pero en pie, indecisas pero ya caminando con lentitud, las esposas y las novias cruzaron hasta la recepción de BEA, y algunos seguidores, los seguidores que ellas conocían, las siguieron, con la esperanza de que solo fuera un retraso, una noche fuera en el peor de los casos, sin querer inmiscuirse, pero queriendo saber por qué el encargado de BEA en el aeropuerto conducía a las esposas y a las novias a otra sala, una sala privada, donde lamentó mucho tener que decirles: Pero ha habido un accidente grave, y todavía no tenemos todos los detalles, pero parece que el avión se ha estrellado en el despegue en el aeropuerto de Múnich…

Pero ellos no volaban desde Múnich —dijo alguien—. Vuelan desde Belgrado. Debe de ser un error.

El encargado de BEA en el aeropuerto dijo que lo sentía, pero: No es un error. El avión había parado para repostar.

Dice grave. ¿Hasta qué punto?

El encargado de BEA dijo otra vez que lo sentía: Pero no tengo todos los detalles todavía, pero…

Pero usted sabe que es grave. Ha dicho que es grave —dijo una de las novias—. ¿Qué quiere decir con grave? ¿Quiere decir que ha muerto gente? ¿Eso quiere decir?

El encargo de BEA en el aeropuerto asintió con la cabeza, lamentó decirlo: Pero sí, creemos que hay fallecidos, sí.

¡Dios mío! —gritó alguien—. No…

Y las esposas y las novias se giraron las unas hacia las otras, se cogieron las unas a las otras, se abrazaron las unas a las otras, algunas lloraron, una gritó: ¡Todos aniquilados, lo sé! Lo sé, ya está. Todos aniquilados…

Jean Busby notó que las piernas le fallaban debajo, luego una azafata de BEA la sujetó, la condujo a una silla, le levantó un vaso de coñac hasta los labios, le puso una taza de té en las manos, le dijo que había supervivientes, algunos supervivientes, y que estaban pidiendo taxis para llevarlas de vuelta a casa, y que BEA estaba haciendo todos los preparativos necesarios, y que serían las primeras en saber cualquier noticia en cuanto llegara, pero que recordara que había supervivientes, algunos supervivientes…

Solo quedan diez, dijo una mujer en la sala principal mientras a Jean Busby a medias la conducían y a medias la llevaban al taxi, y Jean se paró y se giró y miró a la mujer, la mujer con un abrigo grueso blanco de invierno, de pie en la sala principal del aeropuerto de Ringway, y Jean dijo: ¿Qué ha dicho?

Acabo de oírlo en la radio —susurró la mujer—. Solo hay diez supervivientes.

*