Tokio Redux - David Peace - E-Book

Tokio Redux E-Book

David Peace

0,0
12,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El 5 de julio de 1949 la Ocupación tenía resaca. El Japón ocupado militarmente por los Estados Unidos se despierta de los festejos del Cuatro de Julio con una preocupante noticia: Sadanori Shimoyama, el presidente de la Empresa Nacional de Ferrocarriles, el hombre que adora los trenes, ha desaparecido. Sobre él pesan amenazas de muerte tras anunciar cien mil despidos. Shimoyama es pieza clave para que todo siga funcionando bajo la Ocupación, para que el país ame a sus nuevos amos, para que no estalle la tercera guerra mundial. El general Willoughby, mano derecha del comandante supremo MacArthur, su fascista favorito, encarga al detective Harry Sweeney que centre todos los recursos disponibles en encontrar a Shimoyama. En 1964, mientras el país prepara los Juegos Olímpicos, al expolicía Hideki Murota, le encargan averiguar qué ha sido de Roman Kuroda, escritor obsesionado con el misterio Shimoyama. Su editor le ha dado un cuantioso anticipo para que escriba el gran libro sobre el caso y el plazo del contrato está a punto de expirar. Y en el otoño de 1988, mientras el emperador Hirohito agoniza, Donald Reichenbach, el prestigioso traductor estadounidense afincado en Japón, recibe la visita de una joven compatriota. Viene a exigirle información sobre los lejanos días en los que el joven Reichenbach trabajaba para el contraespionaje americano en el país del sol naciente. Tokio Redux es la historia de tres hombres atrapados en la locura que envuelve el caso Shimoyama, una espectacular novela negra de corte clásico a la que David Peace ha dedicado diez años y que pone broche de oro a su Trilogía de Tokio.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 757

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



TOKIO REDUX

DAVID PEACE

TOKIO REDUX

PRÓLOGO DE CARLOS ZANÓN

TRADUCCIÓN DE IGNACIO GÓMEZ CALVO

SENSIBLES A LAS LETRAS, 72

Título original: Tokio Redux

Primera edición en Hoja de Lata: mayo del 2021

© David Peace, 2020

First published by Faber & Faber, 2020

Published by arrangement with Casanovas & Lynch Literary Agency S. L.

© del prólogo: Carlos Zanón, 2021

© de la traducción: Ignacio Gómez Calvo, 2021

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-16537-37-2Producción del ePub: booqlab

Actividad subvencionada por la Fundación Municipal de Cultura, Educación y Universidad Popular del Ayuntamiento de Gijón/Xixón en su convocatoria de subvenciones 2020.

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para William Miller,siempre,y con especial agradecimientoa Shunichirō Nagashima y Junzo Sawa.

ÍNDICE

PRÓLOGO. «David Peace Redux», por Carlos Zanón

I. La montaña de huesos

II. El puente de lágrimas

III. La puerta de carne

NOTA DEL AUTOR

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

DAVID PEACE REDUX

El compromiso de David Peace (Osset, West Yorkshire, 1967) con la verdad construida a base de mentiras excede el marco del óleo en el que nos la pinta, novela a novela. Brochazos y estocadas, disparos y oraciones en el óleo y por toda la pared. Como la vida —confusa e inevitable— uno no ha de querer entenderlo todo pero sí sentirlo. Es el suyo un compromiso con lo narrado, con los hechos reales en los que se suele basar y apuntalar sus obsesiones y paisajes, sus personajes y momentos históricos, pero también está el compromiso de que los arquetipos no acaben siendo clichés ni restos del mobiliario. Las víctimas siguen siendo víctimas después de ser escritas por Peace. Y el dolor y el desamparo, y el pathos, que nos parece caprichoso solo porque desconocemos los mecanismos del poder y del momento para entender su inevitabilidad. Y con sus protagonistas, tipos en medio de un mundo —el interior y el exterior— que se les desmorona. Ellos están al límite de su resistencia física, mental y emocional y, alrededor, todo viniéndose abajo en escenarios siempre derrotados, ciudades o comunidades. Y, por supuesto, también el compromiso con lo literario desde el momento en que el cómo, la música, la arquitectura, la atmósfera está al servicio de hacer de la lectura una experiencia que incluya entretenerte e incomodarte, exigirte y recompensarte. David Peace no es un jugador fácil porque hay algo sagrado en cómo plantea su escritura. No es necesidad de trascendencia sino de respeto. Por los seres humanos que dieron pie a los personajes, por el pasado incrustado en el presente, por los vivos y los muertos, por el escritor, por todos los escritores, por el libro como instrumento de saqueo y reposo emocional, y, sí, también, por nosotros, sus lectores.

Su mundo es personal, obsesivo, cinematográfico, radical muchas de las veces. Sabes qué te quiere decir aunque no entiendas lo que te dice. Lo sientes, lo presientes, lo supones y lo evocas. Es poético en el sentido de aproximativo, de levantar el velo, ver la verdad y era sencilla, pero cuando cae otra vez el velo eres incapaz de explicar en qué consistía esa verdad. Es pictórico, una paleta de colores, los contornos difusos de Bacon, la sensación de la elección cromática del artista. Es musical. David Peace, los buenos momentos de David Peace son como cuando escuchas una canción y no conoces el lenguaje en el que quien te canta te escupe o susurra el tema. No sabes qué te dice pero sí que para el cantante es importante cantarla y que le prestes atención. La intención, la necesidad. No hay función de piloto automático. Hay indolencia a veces en sus páginas —como la vida cotidiana— imperfectas, llenas de cosas, desordenadas, sin sentido, reiterativas como el propio no género que es la novela. Es inmenso su mundo novelesco. No podemos entender el universo del mismo modo que no podemos entender todos los mundos que se esconden en una buena novela. Y más música en David Peace. Ritmos, secuencias, estribillos, patina el autor sus cuchillas sobre un pentagrama que escucha en su cabeza, que hace que retumbe en la nuestra y nuestro pecho. Debe ser así. T. S. Eliot decía que a medida que la poesía se aleja de la música se está alejando de la poesía. Los trozos novelescos menos logrados en la escritura o en nuestra lectura de la obra literaria son aquellos en los que se pierde el compás.

David Peace lo sabe.

REDUX

El libro que tienes en manos, Tokio Redux, es el esperado cierre de su Trilogía de Tokio. Antes estuvieron Tokio, año cero (2007) y Ciudad ocupada (2009). Entre la segunda entrega de esta trilogía, Peace publicó dos libros.

Red or Dead (2013) fue su segunda incursión tras Maldito United (2006) en el mundo del fútbol. Si en este narraba los 44 días de Brian Clough como entrenador del Leeds United, en Red or Dead lo hace con el mánager general del Liverpool FC, Bill Shankly, desde 1959 hasta su dimisión, inesperada, en 1974. En el 2018 publica Paciente X. El caso clínico de Rynosuke Akutagawa, un interesante ejercicio entre el homenaje y la recreación artística de la obra del suicida escritor como un héroe marcado por un destino que ya se anunciaba en lo que escribía.

Tokio Redux es el Kurosawa de El infierno del odio (1963) y más si apuramos la jugada y atinamos a ver Rashomon (1950) en el segundo libro de la trilogía. Diferentes enfoques de los mismos hechos a la luz de las velas encendidas por un médium y mantenidas vivas por el relato de los muertos. Más cine. Tokio Redux es el Lynch de Una historia sencilla (1999) en medio de Carretera perdida (1997) y Mullholland Drive (2001). David Peace ha abierto su armario y ha elegido el traje Cary Grant para explicarnos la desaparición y muerte de Sadanori Shimoyama, el presidente de la Empresa Nacional de Ferrocarriles de Japón, y su investigación en busca de los culpables. Estamos en 1949. Más concretamente el 5 de julio. Y seguimos al detective de policía Harry Sweeney en su odisea en busca de un desaparecido primero y un asesino o asesinos después. Harry Sweeney milita con más desgana que patriotismo en el bando de los ganadores de una guerra, deambula entre escombros, muerte y heridas que exudan pus y rencor, miedo y derrota.

Tokio Redux es una magnífica novela policial basada en hechos reales y, como el resto de la trilogía japonesa de Peace —cierre usted los ojos y pase a leer dos líneas más abajo si es de la cofradía del spoiler, como si los libros literarios fueran lo que pasa y no cómo nos cuentan lo que pasa—, en casos policiales sin resolver o cerrados en falso. Una novela policial más Hemingway que Ellroy (el referente de Peace desde su alumbramiento como novelista). Bien tramada, con buenos personajes que se mueven y dialogan estupendamente, con los hilos tensados y literariamente impecable. Uno, al leerla, pensaba que, a menos que tengas alergia al género clásico, es imposible que no disfrutes de Tokio Redux. Tiene todo lo gratificante de una historia evocadora, que ilumina nuestros recuerdos de otras lecturas, otros visionados, y el ritmo de un autor que escribe en el año 2020 (cambio de escenarios, diálogos, acción…).

Desconoce uno los motivos para ese cambio de registro a lo convencional en Peace. Y, antes de preguntárselo, uno puede aventurar respuestas. Seguro que tiene muchas de ellas. Imposible que sea una sola tratándose de quien se trata. La primera es que, tratándose de un escritor con tanta personalidad y necesidad de búsqueda, la ha escrito así porque le ha dado la gana. Porque ha querido probarse en ese registro o por considerar que la desventurada peripecia de las últimas horas de Sadanori Shimoyama necesitaba esa escritura, ese tono, esa claridad.

Más suposiciones.

Iggy Pop definía qué era artista de culto, una etiqueta que gusta más a quien la coloca que al propietario del pecho donde es colocado. Lo resolvía con lo que, para él, en el mundo real, significaba ser artista de culto: «Los amos de las discográficas no se te ponen al teléfono pero te llama un pirado a las cuatro de la mañana». Lo ideal es escapar de la exageración de ventas y clichés. Nadie o muy pocos sobreviven artísticamente a la trituradora de millones de libros vendidos sin acabar encerrado en seguir siendo amado por esos lectores, o seguir siendo el más vendido y para ello repetir la fórmula, convertirte en tu peor imitador. Pero también es verdad que estar encerrado en una vitrina para pocos pero exquisitos lectores ya no contenta a un autor al segundo libro —y tampoco ayuda a pagar el alquiler, la luz y mantener a tu familia—. Y excediéndome en la suposición —igual David Peace es heredero de un multimillonario escocés con castillo y todo y estoy resbalando sobre el ridículo— creo que está muy bien intentar llegar a un mayor público si —como es en el caso de esta novela— lo que haces es escribir soberbiamente una propuesta que no exige al lector una lectura experimental sino lustrosamente experiencial.

Otra.

Esta es quizás mi Suposición Tokio Redux favorita. Y es, en el fondo, una de las motivaciones que uno puede encontrar en Peace a lo largo de su trayectoria. Al principio de este prólogo he comentado el aspecto musical de sus textos. Tiene algo de músico de jazz David Peace y, en eso, se asemeja a otro de los culos inquietos del género, Jean-Patrick Manchette (1942-1995). Ambos añoran ser un Miles Davis que puede cambiar de instrumentistas disco a disco. Siempre tocan su música. Siempre es Miles Davis pero quienes la interpretan aportan lo singular, evitan inercias y manierismos. Nuevo y viejo a la vez. Tanto Manchette como Peace hacen de esa añoranza un instrumento y así cada libro de uno y otro son ellos pero los músicos son distintos. No se están quietos. Se buscan, se extravían, se encuentran. Sus libros son materia volátil y sorpresiva. No están donde creías que iban a estar. Son escapistas, buscadores, creadores. Gracias a ellos se estiran los géneros y los puntos de vista, se trasciende y transgrede. Se abren mundos y posibilidades. Y, en el caso Redux, lo cierto es que tanto si decidimos ubicarnos desde el último libro publicado, Paciente X, como si lo hacemos desde la anterior entrega de la Trilogía de Tokio, Ciudad ocupada, son libros formalmente complejos, de difícil lectura. En el caso de este último, reunidos a la luz de las velas de un médium, tenemos doce narradores distintos que se combinan con artículos periodísticos, atestados e informes policiales, cartas o páginas de un diario censurado —con tachaduras—. Además, el recurso musical del leitmotiv, del repicar de las mismas palabras, las interrupciones, los latidos del corazón bajo los tablones de Poe se suceden y, a ratos, nos desespera, nos fatiga y nos entorpece de una manera que nos parece —y eso es una novedad en Peace— artificiosa y amanerada, además de ya vista. El libro tiene muchos agarres estupendos pero, tanto en esta como en Paciente X, la propuesta musical de Peace sonaba barroca y, a ratos, innecesaria. Por todo ello, este Tokio Redux me parece un inteligente (y seguro que temporal, Peace es Peace) reajuste estilístico para no acabar siendo un retorcido amaño de uno mismo. No se puede hablar en su caso de una vuelta a los orígenes (casi iba a escribir: a sus primeros discos) porque el debut de nuestro hombre con el primer título de su Red Riding Quartet era todo menos un impoluto ejercicio de novela negra con letra clara y todo bien colocadito. Todo lo contrario.

1967-1974-1999

David Peace nació en Osset, West Riding de Yorkshire, Reino Unido. Estudió en Mánchester, se fugó en un primer momento a Estambul como profesor de inglés para recalar en Japón en 1994 donde aún reside en la actualidad con su mujer y sus dos hijos. De hecho, vivió en Japón hasta 2009, lo intentó con Inglaterra durante dos años pero acabó regresando en cuanto acabaron tsunamis y terremotos. Llegó a Japón escapando de ser escritor, una vocación que tenía desde la infancia.

Un primer manuscrito fue rechazado por todas las editoriales las cuales, según David Peace, no tenían la deferencia de poner un colofón educado cuando no desmoralizador del tipo «no deje de enviarnos futuros manuscritos» o «valorando su calidad literaria no encuentra acomodo en nuestro catálogo». En Japón empezó a escribir casi a modo de terapia de sus obsesiones, sin pretender —al menos en un primer momento— publicarlo y más aún, cuando se encontraba tan alejado del mundillo literario al que pertenecía, de su tradición y sus mecanismos de autores, agentes, medios y editoriales.

Una de las obsesiones que cubrieron de un modo enfermizo su infancia y adolescencia fue Peter Sutcliffe, un asesino en serie que fue acumulando víctimas —13 es la cifra oficial, probablemente sean más— desde 1975 hasta 1981. Acercarse a Sutcliffe ya lo había intentado nuestro hombre en 1988, cuando residía en Mánchester, perdido, deprimido y en paro, pero solo consiguió hundirse más y convencerse en aprovechar la primera oportunidad de fuga que tuviera. Esta llegó como profesor de inglés en Estambul. Puesto para el que no se exigía ningún tipo de cualificación, solo ser angloparlante y querer vivir en Turquía. Pero para escribir no solo basta un tema sino una voz. Prueba, copia y error. Copia y error hasta que tú eres tan mala copia de alguien y perseveras tanto en un determinado error que acabas siendo tú y solo tú. A David Peace le llegó, ya en Japón, el soplo de que había una librería de segunda mano donde vendían libros de género negro en inglés. La epifanía le llegó en forma del White Jazz del Mad Dog de las letras negras, James Ellroy. Esa era la manera, esa la forma de hacer saltar la banca. Novela negra escrita a dentelladas, como en medio de un tiroteo, utilizando todo, absolutamente todo lo que tuvieras a tu alcance que pudiera transformarse en palabras, sonidos, onomatopeyas e informes burocráticos. Y además enredando el crime fiction con el policial y la novela histórica, para explicarla e inventarla al mismo tiempo y siempre el crimen, desde los más notorios a las víctimas más humildes, como resultado de un momento concreto en un lugar concreto. Usted se muere aquí, por estar ahora y aquí. Más tics de Ellroy: su querencia por los cuartetos y por escribir a mano. Así que Peace se embarcó en sus recuerdos de aquella Inglaterra asfixiante, lluviosa, desesperada y desesperante y en el destripador de Yorkshire, en lo que acabaría siendo 1974. Su padre le hizo una visita, leyó la novela y le dijo: «Deberías enviar esto a una editorial». Así que envió un par de capítulos a una pequeña editorial, Serpent’s Tale, y no habían transcurrido ni dos semanas cuando la editorial le estaba ya pidiendo el resto.

1974, publicada en 1999, puso a Peace en primera fila de los autores ingleses del momento y a nivel internacional, en especial cuando el prestigioso editor y mentor del género, François Guérif, publicó la versión francesa de esta novela y del resto del cuarteto: 1977 (2000), 1980 (2001) y 1983 (2002). Si Ellroy tenía su Cuarteto de Los Ángeles, Peace ya tenía su Cuarteto de Red Riding. Pero no solo Ellroy estaba detrás de lo que hacía sino Ted Lewis, John Harvey y Dereck Raymond. El ciclo fue adaptado para la televisión en tres partes —se omitió el guion de 1977— de Channel 4 emitiéndose en 2009. En su día, Ridley Scott compró los derechos para llevarlo al cine pero no fructificó esa aventura.

1974 y el resto del ciclo llegaron en el momento justo. El género negro estaba lleno de buenas noticias de calidad tanto a nivel de autores y libros, propuestas televisivas y cinematográficas, y además con la patada en el trasero que le dio Larsson llevándolo al siglo XXI y haciéndolo mainstream. Existía un público para esa historia que nos cuenta Peace, pero, especialmente, existía un radar y un público también por cómo la explicaba. Lo de Ellroy era evidente y reivindicado por el propio Peace, pero su brebaje era lo suficientemente personal y de alta calidad para disfrutar las diferencias (y poder hacerlo de uno y otro): intrigas retorcidas y, a ratos, confusas, apuesta por el escenario, la sensación, la experiencia lectora por encima de un guía argumental que te llevara de la mano. Pesimismo insoportable, extraños artefactos, crímenes sexuales, policías brutales, corrupción y marginalidad de arriba abajo de la escalera social en un entorno que es, al mismo tiempo, tu identidad y tu cárcel. Y, por supuesto, un retrato inmisericorde de una Inglaterra pre y thatcheriana, opresiva, cruel y desesperanzadora. David Peace nos metía en una pesadilla obsesiva, perturbadora, que no nos permitía olvidar el drama y el destino inexorable de unas víctimas y una sociedad implacable. Pura novela negra, por cierto.

Los cuatro libros del cuarteto también mostraban que el éxito y los halagos no movían la voluntad artística de búsqueda de su autor. Cambiaban los músicos, vamos, y si 1974 era autoconclusiva, 1977 se movía en el otro lado, la investigación era un caos, tramposa y, al final, todo quedaba a criterio del lector que ya había decidido que eso era lo de menos. En 1980 nos hablan las víctimas que divagan, señalan y nos gritan, en un formato radical, de música metida en una caja metálica mientras que en 1983 tres narradores se turnan en un viaje del pasado al presente. Todo en (des)orden en el planeta Peace.

THIS IS ENGLAND

El fútbol y la clase obrera definen la mirada desde Tokio de uno de los mejores escritores ingleses. GB84 (2004) fue la siguiente entrega después del Cuarteto de Red Riding. Formalmente uno no deja de sorprenderse por cómo consigue nuestro hombre poner en pie semejante catedral, hecha de pedazos de conversaciones, espasmos de acción, personajes esquivos y un ritmo casi a pie de ring por encima de las pulsaciones lectoras adecuadas. Una huelga de los mineros que nos llega como una novela negra. Una guerra civil encubierta, el fin de un mundo, unos luchando por su supervivencia, por su dignidad y otros por un modelo económico y social, por el mantenimiento del poder y su arrogante terquedad. Peace vuelve a casa para explicar esas 52 semanas de huelga de 1984 en la eclosión de una década de crisis a todos los niveles. El nuevo y el viejo mundo incluso con armas distintas, obsoletas unas (solidaridad, piquetes…) y otras recién estrenadas (el liberalismo thatcheriano, la violencia contra el sindicalismo…). GB84 se desgajó del Cuarteto de Riding porque su autor decidió que se merecía algo más que una subtrama por detrás de un asesino en serie como síntoma y enfermedad. Peace acertó. La apuesta estilística es radical, suicida, pero funciona. De tal manera que uno no puede imaginarse otra forma de ser contada si quieres conseguir esa sensación de inmediatez, de tragedia moderna con dos ejércitos en épocas distintas. GB84 se llevó todas las críticas favorables, perdió —casi seguro— a lectores pero fidelizó al resto y ganó el prestigioso James Tait Black Memorial Prize.

Maldito United (2006) y Red or Dead (2013) entran por otra de las puertas al mundo británico en la figura de dos magnéticos hombres de club: el entrenador del Leeds United, Brian Clough y el mánager general del Liverpool FC Bill Shankly.

Maldito United es la más exitosa de sus novelas hasta la fecha. Ayudó a ese éxito, además de ser formalmente accesible, su adaptación al cine con Michael Sheen de protagonista. Abandona el tono policial pero no su voluntad de esclarecer los motivos que llevan a sus protagonistas a hacer lo que hacen, a tomar las decisiones que toman. La historia local es que Brian Clough fue fichado para sustituir a Don Revie del banquillo del Leeds United y acabar con el fútbol bronco, sucio y casi tabernario por una propuesta futbolística en las antípodas. Para eso se ficha a un entrenador que se había posicionado en contra de Revie cuando era míster del Derby County. Una decisión polémica y una travesía que dura solo los 44 días que tardan en despedirlo. El hermetismo futbolero llega a Peace a buscar una verdad que encontró críticas en los herederos de Clough y una acción judicial del centrocampista Johnny Giles que prosperó.

Bill Shankly es el protagonista de Red or Dead y el club es el Liverpool FC. Aquí el conflicto es radicalmente otro ya que Shankly fue mánager general de los reds desde 1959 hasta 1974, año en que presentó, sorpresivamente, su dimisión. Tomó un club en la Segunda División, lo llevó a lo más alto y, en ese preciso momento, lo dejó. El misterio, el personaje Peace, el referente a muchos niveles Shankly… ¿por qué lo deja? ¿Por qué abandona lo que era toda su vida —ese club y ese trabajo— y a un paso de mayor gloria…? Al contrario que en su anterior incursión futbolera, aquí el estilo es áspero y cortante, difícil, robótico. Más de 700 páginas en un libro que durante mucho tiempo parece una consulta a los anales del club, partido a partido. Una elegía a un mundo desaparecido, a un tipo de honestidad y decencia de clase, a una manera de concebir el fútbol y la vida, a gente como Bill Shankly.

JAPÓN

En medio de la Trilogía de Tokio, en 2018 nos llegó nuestra dosis de David Peace: Paciente X. Es, a priori, una jugada tan arriesgada como atractiva. Homenaje a uno de los grandes escritores japoneses, Ryunosuke Akutagawa, que se quitó la vida en 1927 a la edad de treinta y cinco años. A lo largo de doce capítulos, Peace ofrece los mismos relatos a partir de lo que le ha sugerido la lectura de ensayos, narraciones y cartas de Akutagawa. Esta caja de música compleja y sofisticada es también una reflexión —hasta ahora inédita en Peace— sobre qué significa escribir, cuál es el material con el que trabaja un escritor —falsos recuerdos, fantasías, obsesiones, miedos y anhelos— y su dimensión pública. La figura trágica del hombre dentro de la cápsula de lo que escribe, del mito que reinterpretarán, después de muerto, sus lectores.

Pero la trilogía japonesa de la que Tokio Redux es su cierre comenzó con la publicación de Tokio, año cero (2007; Hoja de Lata, noviembre del 2021) a la que siguió Ciudad ocupada (2009; Hoja de Lata, junio del 2022). Planteada en sus inicios como otra serie de cuatro libros que abarcara el periodo de tiempo que iba desde la posguerra a los Juegos Olímpicos de 1964, fecha en la que Japón fue aceptado de nuevo en la comunidad internacional, finalmente acabó siendo una trilogía. Cada uno de los tres libros atravesado con el cable eléctrico de un crimen real durante la ocupación después de la derrota japonesa en la segunda guerra mundial.

Obsesivo y meticuloso, David Peace aborda esos escenarios y personajes de su país de adopción con la prevención de no hacerlo con la mirada de un extraño fascinado por las peculiaridades sino de un historiador concienzudo y de un escritor que no renuncia a su respirar, en este caso, entrecortado y extraviado. No pretende entender al Otro japonés pero sí narrarlo. Para no ser un impostor, echa mano de la máscara de militares o detectives norteamericanos, su manera de comportarse o pensar le evita pisar territorio minado.

En la primera entrega, Tokio, año cero, asistimos al caso Yoshio Kodaira, un soldado japonés condecorado que, de vuelta de la guerra con China, decide seguir violando y matando hasta convertirse en un serial killer. La excusa, una vez más, sirve a Peace para destruirnos ante la monstruosidad, pero también para denunciar, una vez más, a un sistema y al derrumbe de un sistema de valores que permite que el asesino atraiga a las víctimas con un anzuelo miserable: la promesa de un trabajo y comida. Un investigador, el inspector Minami, se enzarza en la búsqueda de un asesino de prostitutas que le llevará al horror.

Dos años después publicará Ciudad ocupada. Basado en el llamado Incidente de Teigin en el que se practicó el robo de un banco con la argucia de un control sanitario en el que se hizo ingerir veneno a sus empleados como si fuera medicina contra un brote de disentería. Tres minutos después, doce empleados mueren y cuatro caen inconscientes. Estamos en Tokio. Estamos en 1948. Como ya he comentado, a través de un médium tenemos los testimonios de los muertos y de algunos de los supervivientes. Además, un periodista, un detective, un militar norteamericano y un buen número de fuentes alrededor del extraño doctor asesino. Escombros, miedo, odio hacia la ocupación, espanto y amnesia ante lo que se estaba juzgando en los famosos tribunales de crímenes de guerra y la culpa como la verdadera infección que lo impregna todo. La culpa de los vencedores y los vencidos, de los muertos y de los que sobrevivieron.

Y ahora, después de estas páginas: Tokio Redux.

CARLOS ZANÓN,Barcelona, marzo del 2021

Más adelante, una noche de verano de 1949,

Buda se me volvió a aparecer,

en la celda, junto a la almohada.

Me dijo:

El caso Shimoyama es un caso de asesinato.

Es el hijo del caso de Teigin,

es el hijo de todos los casos.

Quien resuelva el caso Shimoyama,

resolverá el caso de Teigin;

resolverá todos los casos.

«Sadamichi Hirasawa», poema,extraído de Natsuame Monogatari, de Roman Kuroda,traducido por Donald Reichenbach

EN LOS JARDINES DE OCCIDENTE

A media luz, en la frontera, se agacharon por debajo de la puerta y entraron en el garaje. El cadáver yacía en el suelo de cemento bajo una sábana blanca manchada de sangre. Se pusieron los guantes. Bajaron la sábana hasta la cintura. La cabeza y el pelo estaban empapados en sangre. Había un agujero negro en el lado izquierdo del pecho. Una pistola se encontraba tirada en el suelo junto a los dedos estirados de la mano derecha.

—¿Lo conocíais personalmente? —preguntó el detective del Departamento de Policía de la ciudad de Edinburg, condado de Hidalgo, Texas.

La mano izquierda estaba posada sobre la pernera izquierda del pantalón. Dieron la vuelta a la mano. Tocaron las marcas de la muñeca. Negaron con la cabeza.

—Menos mal que habéis llegado tan rápido —dijo el detective—. En marzo aquí podemos pasar fácilmente de los veinticinco grados. La peste puede ser insoportable, os lo aseguro.

Alzaron la vista del cadáver. Echaron una ojeada al garaje: pistolas y rifles en vitrinas y en las paredes, cajas y cajas de munición en estanterías y en el suelo.

—Normalmente no nos gusta dejarlos tanto tiempo in situ —comentó el detective—. Si podemos evitarlo.

Volvieron a mirar el cadáver. Le taparon la cara con la sábana. Se levantaron y se acercaron a una larga mesa de trabajo que iba de punta a punta de una pared.

—Lo hemos dejado todo como lo encontramos —informó el detective—. Como nos dijeron en vuestra oficina.

Sobre la mesa de trabajo había una fotografía enmarcada, una fotografía de una máscara japonesa: La máscara del mal.

—Ninguna nota —dijo el detective—. Solo esa postal.

Miraron la mesa de trabajo. En la superficie había una hoja de un periódico viejo: la página dieciséis del New York Times del miércoles, 6 de julio de 1949. Aparecía una fotografía de unos soldados estadounidenses desfilando por una ancha calle de Tokio en la celebración del Cuatro de Julio. Bajo la fotografía, el titular: HALLAN DECAPITADO AL PRESIDENTE DE LA COMPAÑÍA FERROVIARIA DE TOKIO. Encima de la hoja de periódico había una postal apoyada contra un despertador. Cogieron la postal, una postal del río Sumida de Tokio.

—Supongo que nuestro amigo Stetson estaba obsesionado con Japón —apuntó el detective—. No tengo ni idea de por qué.

Echaron un vistazo al despertador de la mesa. Las manecillas del reloj se habían parado a las doce y veinte.

—Hace cuarenta años les estábamos dando para el pelo. Ahora son la segunda economía del mundo. Todos los chicos que murieron para nada deben de estar revolviéndose en las tumbas. La mitad del país conduce coches japoneses y ve televisiones japonesas. No lo entiendo, os lo aseguro. No entiendo nada.

Dieron la vuelta a la postal. Leyeron las cinco palabras escritas en el dorso: Es la hora de cierre.

I

LA MONTAÑA DE HUESOS

1

EL PRIMER DÍA

5 de julio de 1949

La Ocupación tenía resaca, pero aun así fue a trabajar: con sombras grises de barba y manchas de sudor húmedo, tacones y suelas que subían escaleras y recorrían pasillos, cisternas que se vaciaban y grifos que se abrían, puertas que se abrían y puertas que se cerraban, armarios y cajones, ventanas abiertas de par en par y ventiladores que daban vueltas, plumas estilográficas que rascaban y teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, y una voz que gritaba:

—Para ti, Harry.

En la cuarta planta del edificio de la NYK, en la enorme oficina que era la habitación 432 del Departamento de Protección Civil, Harry Sweeney se apartó de la puerta, volvió a su mesa, dio las gracias a Bill Betz con un gesto de cabeza, cogió el auricular que le pasó su compañero, se lo llevó al oído y dijo:

—¿Diga?

—¿El detective de policía Sweeney?

—Sí, el mismo.

—Demasiado tarde —susurró una voz de hombre japonés, y acto seguido la voz se desvaneció, la línea se cortó y la conexión se interrumpió.

Harry Sweeney colgó el auricular, cogió una pluma de su mesa, consultó su reloj y anotó la hora y la fecha en un bloc de papel amarillo: 9.45, 05/07. Cogió el teléfono y se dirigió a la telefonista:

—Se me ha cortado una llamada. ¿Puede decirme qué número era?

—Un momento, por favor.

—Gracias.

—Hola. Ya lo tengo, señor. ¿Quiere que se lo marque?

—Sí, por favor.

—Está sonando, señor.

—Gracias —dijo Harry Sweeney, mientras escuchaba el sonido del timbre de un teléfono y a continuación:

—Cafetería Hong Kong —dijo una voz de mujer japonesa—. ¿Diga? ¿Diga?

Harry Sweeney colgó el auricular. Cogió otra vez la pluma. Escribió el nombre de la cafetería debajo de la hora y la fecha. Luego se acercó a la mesa de Betz:

—Oye, Bill. ¿Qué ha dicho la persona que acaba de llamar?

—Solo ha preguntado por ti. ¿Por qué?

—¿Por mi nombre?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada. Me ha colgado, nada más.

—A lo mejor lo he espantado. Perdona.

—No. Gracias por cogerlo.

—¿Has conseguido el número?

—Una cafetería llamada Hong Kong. ¿La conoces?

—No, pero puede que Toda sí. Pregúntale.

—Todavía no ha llegado. No sé dónde está.

—Estás de guasa —dijo Bill Betz riendo—. No me digas que ese cabroncete está de resaca.

—Como todo buen patriota —contestó Harry Sweeney sonriendo—. Da igual, olvídalo. No seas tonto. Me tengo que ir.

—Qué suerte tienes. ¿Adónde vas?

—A ver a los camaradas que vienen en el Expreso Rojo. Órdenes del coronel. ¿Me acompañas? ¿Te apetece escuchar unas canciones comunistas?

—Creo que me quedaré aquí fresquito —respondió riendo Betz—. Te dejo a ti a los rojos, Harry. Todos tuyos.

Harry Sweeney pidió un coche de la flota, fumó un cigarrillo y bebió un vaso de agua, y acto seguido cogió su chaqueta y su sombrero y bajó por la escalera al vestíbulo. Compró un periódico, lo hojeó y echó un vistazo a los titulares: EL COMANDANTE SUPREMO DE LAS POTENCIAS ALIADAS TILDA EL COMUNISMO DE BANDOLERISMO INTERNACIONAL / AGITADORES ROJOS PROVOCAN DISTURBIOS EN EL NORTE DE JAPÓN / LÍDER SINDICAL COMUNISTA DETENIDO / EL SINDICATO NACIONAL DE FERROVIARIOS SE PREPARA PARA LA LUCHA ANTE LA REDUCCIÓN DE PLANTILLA EMPRENDIDA POR LOS FERROCARRILES NACIONALES DE JAPÓN / LOS ACTOS DE SABOTAJE CONTINÚAN / LOS REPATRIADOS VUELVEN HOY A TOKIO.

Alzó la vista y vio su coche en el exterior esperando junto a la acera. Dobló el periódico y salió del edificio al calor y la luz. Subió a la parte trasera del coche, pero no reconoció al chófer:

—¿Dónde está hoy Ichiro?

—No lo sé, señor. Soy nuevo, señor.

—¿Cómo te llamas, chaval?

—Shintaro, señor.

—Está bien, Shin, vamos a la estación de Ueno.

—Gracias, señor —dijo el chófer. Se sacó un lápiz de detrás de la oreja y escribió en el billete.

—Otra cosa, Shin.

—Sí, señor.

—Baja las ventanillas de delante y pon la radio, ¿quieres? Vamos a animar el viaje con un poco de música.

—Sí, señor. Muy bien, señor.

—Gracias, chaval —dijo Harry Sweeney mientras bajaba la ventanilla de su lado, sacaba el pañuelo del bolsillo, se secaba el cuello y la cara, se recostaba y cerraba los ojos al compás de una sinfonía familiar que no lograba identificar.

—Demasiado tarde —gritó Harry Sweeney, totalmente despierto, con los ojos abiertos, poniéndose derecho con el corazón palpitante, baba en el mentón y sudor corriéndole por el pecho—. Joder.

—Disculpe, señor —dijo el chófer—. Ya hemos llegado.

Harry Sweeney se limpió la boca y la barbilla, se despegó la camisa de la piel y miró por las ventanillas del coche: el chófer había aparcado debajo del puente de ferrocarril situado entre el mercado y la estación, el coche estaba rodeado por todas partes de gente que andaba en todas direcciones, y el conductor miraba nervioso a su pasajero por el retrovisor.

Harry Sweeney sonrió, guiñó el ojo y acto seguido abrió la portezuela y bajó del coche. Se agachó para dirigirse al chófer:

—Espera aquí, chaval, aunque tarde en volver.

—Sí, señor.

Harry Sweeney volvió a secarse la cara y el cuello, se puso el sombrero y buscó los cigarrillos. Encendió uno y le pasó dos al chófer por la ventanilla abierta.

—Gracias, señor. Gracias.

—De nada, chaval —dijo Harry Sweeney, y echó a andar entre el gentío y entró en la estación, mientras la multitud se separaba al ver quién era: un estadounidense alto y blanco.

La Ocupación.

Atravesó resueltamente el cavernoso vestíbulo de la estación de Ueno, su aglomeración de cuerpos y bolsos, su niebla de calor y humo, su hedor a sudor y sal, y fue directo a los tornos. Enseñó la placa del Departamento de Protección Civil al revisor y pasó a los andenes. Vio las banderas de vivo color rojo y los estandartes pintados a mano del Partido Comunista de Japón y supo cuál era el andén que buscaba.

Harry Sweeney se quedó en el andén, entre las sombras del fondo, secándose la cara y el cuello, abanicándose con el sombrero, fumando cigarrillos y matando mosquitos, descollando por encima de la muchedumbre de mujeres japonesas: las madres y las hermanas, las esposas y las hijas. Observó cómo llegaba el largo tren negro. Notó la multitud que se ponía de puntillas y luego la marea hacia los vagones del tren. Vio caras de hombres en las ventanillas y las puertas de los vagones; las caras de los hombres que habían pasado cuatro años como prisioneros de guerra en la Siberia soviética; cuatro años de confesión y contrición; cuatro años de reeducación y adoctrinamiento; cuatro años de trabajos forzados brutales e inhumanos. Esos eran los afortunados, los que habían tenido suerte; los que no habían sido masacrados en Manchuria en agosto de 1945; los que no se habían visto obligados a combatir y morir por cualquiera de los dos bandos chinos; los que no habían muerto de hambre en el primer invierno de la posguerra; los que no habían muerto en la epidemia de viruela de abril de 1946, o la de tifus de mayo, o la de cólera de junio; esos eran algunos de los 1,7 millones de afortunados que habían caído en manos de la Unión Soviética; unos pocos del millón de prisioneros con mucha suerte a los que los soviéticos habían decidido poner en libertad y repatriar.

Harry Sweeney observó cómo esos afortunados bajaban del largo tren negro a las manos y las lágrimas de sus madres y sus hermanas, sus esposas y sus hijas. Vio que tenían miradas inexpresivas, que parecían avergonzados o miraban atrás, buscando a sus compañeros de armas. Vio que desviaban la vista de sus familias y localizaban a sus camaradas. Vio que sus bocas se empezaban a mover y empezaban a cantar. Vio que las madres y las hermanas, las esposas y las hijas se apartaban de sus hijos y sus hermanos, sus esposos y sus padres, para quedarse en silencio, las manos a los costados, las lágrimas aún en las mejillas, mientras la canción que cantaban sus hombres sonaba más y más fuerte.

Harry Sweeney conocía la canción, la letra y la melodía: La Internacional.

—¿Dónde coño has estado, Harry? ¿Qué cojones has estado haciendo todo este tiempo? —susurró Bill Betz en cuanto Harry Sweeney cruzó la puerta de la habitación 432, mientras lo agarraba del brazo y le hacía salir por la puerta para volver por el pasillo—. Shimoyama ha desaparecido, y se ha armado la de Dios es Cristo.

—¿Shimoyama? ¿El del ferrocarril?

—Sí, el del ferrocarril, el puto presidente del ferrocarril —murmuró Betz, deteniéndose enfrente de la puerta de la habitación 402—. El jefe está dentro con el coronel. Han estado preguntando por ti. Llevan una hora preguntando por ti.

Betz llamó dos veces a la puerta del despacho del coronel. Oyó una voz que gritaba: «Adelante», abrió la puerta y entró delante de Harry Sweeney.

El coronel Pullman estaba sentado tras su mesa frente al jefe Evans y el teniente coronel Batty. Toda también estaba allí, de pie detrás del jefe Evans, con un bloc de papel amarillo chillón en la mano. Echó un vistazo y saludó con la cabeza a Harry Sweeney.

—Lamento llegar tarde, señor —se disculpó Harry Sweeney—. He estado en la estación de Ueno. Hoy llegaban los últimos repatriados.

—Bueno, ya está aquí —dijo el coronel—. Un desaparecido menos. ¿Le ha contado el señor Betz lo que ha pasado?

—Solo que el presidente Shimoyama ha desaparecido, señor.

—Hemos venido directos aquí, señor —terció Betz—. En cuanto el señor Sweeney ha vuelto.

—Bueno, no hay mucho más que contar —dijo el coronel—. Señor Toda, ¿tendría la amabilidad de resumir a su compañero lo poco que sabemos?

—Sí, señor —contestó Toda, bajando la vista para leer su bloc amarillo—. Poco después de las trece horas, recibí una llamada de una fuente fiable de la jefatura de la Policía Metropolitana que me comunicó que Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón, había desaparecido esta mañana temprano. Luego confirmé que el señor Shimoyama salió de su casa en el barrio de Denen Chofu en torno a las ocho y treinta horas, camino a su oficina en Tokio, pero desde entonces se desconoce su paradero. Iba en un Buick Sedan de 1941, con matrícula 41173. El coche es propiedad de los Ferrocarriles Nacionales y lo conducía el chófer habitual del señor Shimoyama. Desde entonces mi fuente me ha dicho que el Departamento de Policía Metropolitana tuvo la primera noticia de la desaparición aproximadamente a las trece horas y que no se ha denunciado ningún accidente en el que estuviese implicado el vehículo en cuestión. A nosotros nos notificaron oficialmente la desaparición hace una hora, a las trece y treinta, y nos dijeron que todos los policías japoneses han sido informados y que están dedicando todos sus esfuerzos a localizar al presidente Shimoyama. Que nosotros sepamos, no se ha notificado a los periódicos ni a las emisoras de radio, al menos aún.

—Gracias, señor Toda —dijo el coronel—. Muy bien, caballeros. Yendo al grano, esto nos da mala espina. Ayer, como sin duda todos saben, Shimoyama autorizó personalmente el envío de más de treinta mil cartas de despido y una remesa de otras setenta y tantas mil la semana que viene. Esta mañana no aparece en el trabajo. Solo tienen que dar un paseo por cualquier calle de esta ciudad y echar un vistazo a cualquier farola o cualquier muro, y verán carteles en los que pone MUERTE A SHIMOYAMA, ¿no es así, señor Toda?

—Sí, señor. En efecto. Mi fuente también me ha dicho que el presidente Shimoyama ha recibido repetidas amenazas de empleados que se oponen al programa de despidos masivos y de recorte de gastos, señor, y que ha recibido numerosas amenazas de muerte.

—¿Alguna detención?

—No, señor, que yo sepa. Tengo entendido que todas las amenazas se han hecho de forma anónima.

—De acuerdo —dijo el coronel—. Jefe Evans…

El jefe Evans se levantó, se volvió para situarse de cara a Bill Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, con cuidado de no ponerse justo delante del coronel Pullman:

—Deberán dejar los demás casos o trabajar con efecto inmediato. Deberán centrarse exclusivamente en este caso hasta nuevo aviso. Deberán dar por sentado que Shimoyama ha sido secuestrado por ferroviarios, sindicalistas, comunistas o una combinación de los tres, y que está siendo retenido contra su voluntad en un lugar desconocido, y deberán llevar a cabo la investigación como corresponde hasta que reciban órdenes de lo contrario. ¿Está claro?

—Sí, jefe —contestaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

—Toda, póngame al tanto de lo que averigüen en la jefatura de la Policía Metropolitana. Quiero saber lo que sepan en cuanto lo sepan, y lo que van a hacer antes de que lo hagan. ¿Entendido?

—Sí, señor. Sí, jefe.

—Señor Betz, vaya a Norton Hall a ver lo que sabe el Cuerpo de Contraespionaje de esas amenazas de muerte. Me parece que todo quedará en agua de borrajas, como siempre, pero por lo menos nadie podrá decir que no lo hemos intentado.

—Sí, jefe.

—Sweeney, vaya a Transporte Civil. Averigüe a quién tenemos allí y lo que sabe.

—Sí, jefe.

—El coronel, el teniente Batty y yo tenemos una reunión en el edificio Dai-Ichi con el general Willoughby y otras personas. Pero si reciben cualquier información concerniente al paradero del señor Shimoyama, llamen al edificio Dai-Ichi de inmediato y soliciten que les pongan conmigo con la máxima urgencia. ¿Está claro?

—Sí, jefe —respondieron Toda, Betz y Harry Sweeney.

—Gracias, jefe Evans —dijo el coronel, rodeando su mesa para situarse junto al jefe, enfrente de William Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, para desplazar la vista de un hombre a otro, para mirar fijamente a cada hombre a los ojos—. El general Willoughby quiere que se encuentre a ese hombre. Todos queremos que se encuentre a ese hombre. Y queremos que se le encuentre hoy y se le encuentre vivo.

—Sí, señor —gritaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

—Muy bien —dijo el coronel—. Pueden retirarse.

Harry Sweeney se abrió paso a empujones entre una multitud de gente hasta la tercera planta del edificio del Banco Chosen. El pasillo estaba lleno de empleados japoneses que corrían de acá para allá, entraban por una puerta y salían por otra, contestaban teléfonos y agarraban papeles. Se dirigió serpenteando a la habitación 308. Mostró su placa del Departamento de Protección Civil al secretario situado fuera de la habitación y dijo:

—Sweeney, Departamento de Protección Civil. El coronel Channon me está esperando.

El hombre asintió con la cabeza.

—Pase, señor.

Harry Sweeney llamó dos veces a la puerta, la abrió, entró en la habitación, miró al hombre fofo sentado tras una espartana mesa y dijo:

—Detective de policía Sweeney, señor.

El teniente coronel Donald E. Channon sonrió. Asintió con la cabeza. Se levantó de detrás de la mesa. Señaló una silla de enfrente. Volvió a sonreír y dijo:

—Tómese un descanso y siéntese, señor Sweeney.

—Gracias, señor.

El coronel Channon se sentó otra vez detrás de la mesa, sonrió de nuevo y dijo:

—Lo conozco, señor Sweeney. Es usted famoso. Apareció en los periódicos: «el Eliot Ness de Japón», lo llamaron. Era usted, ¿verdad?

—Sí, señor, era yo. Antes.

—Y también solía verlo por la ciudad. Siempre con una mujer guapa del brazo. Pero hacía tiempo que no lo veía.

—He estado fuera, señor.

—Pues ha elegido el día ideal para aparecer. Ahí fuera hay un alboroto del demonio. Parece la estación de Grand Central.

—Lo he visto, señor.

—Llevamos así desde que el viejo Shimoyama decidió no presentarse a trabajar esta mañana.

—Por eso he venido, señor.

—Él también ha elegido el día perfecto. Justo la mañana después del Cuatro de Julio. No sé usted, señor Sweeney, pero yo hoy contaba con un día tranquilo. Un día muy tranquilo.

—Creo que habla en nombre de todos, señor.

El coronel Channon rio. Se masajeó las sienes y dijo:

—Dios, ojalá anoche me hubiese controlado un poco. Menos mal que no es como las resacas de antes.

—Le entiendo perfectamente, señor.

El coronel Channon rio otra vez.

—Tiene usted cara de haber visto mejores tiempos. ¿De dónde es usted, señor Sweeney?

—De Montana, señor.

—Caramba, esto debe de ser todo un cambio para usted.

—Me tiene ocupado, señor.

—Ya lo creo que sí. Yo soy de Illinois, señor Sweeney. Antes trabajaba para el Ferrocarril Central de Illinois. Ahora tengo todo Japón. Llevo aquí desde agosto del 45. Mi primer despacho fue un vagón de un tren de mercancías. He visto todo el país, señor Sweeney. He estado en todas sus puñeteras estaciones.

—Menudo trabajo, señor.

El coronel Channon miró fijamente a Harry Sweeney a través de la mesa. Asintió con la cabeza.

—Y tanto que sí. Pero no ha venido aquí a que le dé una clase de historia, ¿verdad, señor Sweeney?

—No, señor. Hoy no.

El coronel Channon había dejado de sonreír y de asentir con la cabeza, pero seguía mirando fijamente a Harry Sweeney.

—Le manda el coronel Pullman, ¿verdad?

—El jefe Evans, señor.

—Tanto monta. Todos responden ante el general Willoughby. Pero deben de estar asustados si le han mandado a usted, señor Sweeney. Están nerviosos, ¿no?

—Están preocupados, señor.

—Pues me alegro mucho de conocerlo por fin, señor Sweeney, pero podría haberse ahorrado el viaje.

Harry Sweeney metió la mano en su chaqueta. Sacó un bloc y un lápiz.

—¿Por qué, señor?

El coronel Channon echó un vistazo al bloc y el lápiz y acto seguido miró a Harry Sweeney.

—¿Es usted aficionado al juego, señor Sweeney? ¿Le gusta apostar?

—No, señor. Si puedo evitarlo.

—Vaya, es una lástima, una verdadera lástima. Porque le apostaría cien pavos, cien dólares de Estados Unidos, señor Sweeney, a que el bueno de Shimoyama hará como Cenicienta y estará de vuelta en casa antes de esta medianoche.

—Parece muy seguro, señor.

—Y tanto, señor Sweeney. Conozco a ese hombre. Trabajo con él cada día. Cada condenado día.

—Suele ausentarse sin permiso, ¿verdad?

—Le contaré lo que pasó: anoche mi secretario entró y me dijo que se había enterado por alguien de la oficina central de que Shimoyama iba a renunciar. No me extraña, señor Sweeney. Supongo que a usted tampoco. Lee los periódicos. Ese hombre está sometido a mucha presión. Por Dios, es el presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón. Va a despedir a más de cien mil de sus hombres. A Shimoyama ni siquiera le interesaba el puesto. La verdad, a mí tampoco. El caso es que pillé un jeep y me fui a su casa con intención de hacerle cambiar de opinión.

—¿Se refiere a su casa de Denen Chofu, señor?

—Sí, por esa zona.

—¿Y qué hora era, señor?

—Poco después de medianoche, supongo.

—¿Y lo vio?

—Ya lo creo. Su mujer y su hijo todavía estaban levantados, así que fuimos a una vieja salita de visitas que tienen. Es una casa grande, ¿sabe? Una bonita residencia. En fin, nos quedamos él y yo solos en la salita y hablamos.

—¿Habla nuestro idioma?

—Mejor que usted y que yo, señor Sweeney. Pero estaba agotado. Ese hombre estaba hecho polvo. La presión a la que está sometido… Pero no hablo de la presión del sindicato, ni de los trabajadores. Esa presión existe, pero con esa puede. Con lo que no puede es con las intrigas internas.

—¿Internas?

—Dentro de la compañía. Ese sitio es un condenado nido de víboras, se lo aseguro. No les vendría mal alguien como usted allí dentro para limpiarlo, señor Sweeney. A ver, Shimoyama tiene una reputación impecable, pero no es como usted ni como yo; no es un tipo duro. Por eso no quería ser presidente. Por eso nadie lo quería. Demasiado impecable.

—Alguien debía de quererlo.

—Sí, claro. Pero todos querían para el puesto a Katayama, el vicepresidente. Sin embargo, el padre de su mujer está enmerdado en un escándalo. La prensa no se lo habría tragado. Así que eligieron al bueno de Shimoyama. Pensaron que era poco severo y blando. Sabían que iban a tener que despedir a todos esos hombres. Pensaron que Shimoyama les haría el trabajo sucio y luego también lo despedirían.

—¿Y aceptó el cargo sabiendo todo eso?

—Sí y no, señor Sweeney. Sí y no. Verá, la reducción de la mano de obra solo es parte del problema. Están perdiendo dinero a manos llenas. Para purgar mis pecados, me encargaron que encarrilara la organización. Ese soy yo, señor Sweeney: el coronel Encarrilador. Y luego que evitara que se descarrilase. Eso implica restructuración, una restructuración enorme. Todos los sobornos, los regalos, los días de paga extra y los chanchullos de siempre se tienen que acabar, hay que ponerles fin.

—¿Y no les gusta?

—Claro que no, señor Sweeney. No les gusta un pelo. Así que están dedicándose a marginar a ese tipo, a ningunearlo, a dejarlo colgado. Que se lleve él los palos de los sindicatos, que reciba él todas esas cartas de acoso. Que todo el marrón le caiga a él.

—Entonces, ¿está usted al tanto de las amenazas que ha recibido, señor?

—¿Ha visto los carteles repartidos por toda la ciudad?

—Sí, señor.

—Pues usted lo sabe, yo lo sé y todo el puñetero país lo sabe. Pero ya le digo que ese no es el motivo por el que él quería dejarlo, por el que quería largarse. El viejo Shimoyama es más duro de lo que parece.

—Ha dicho usted que no es un tipo duro, señor.

—Me refiero a que no es como usted ni como yo. Usted ha entrado en combate, ¿verdad? Pues la última fue mi segunda guerra, señor Sweeney. Shimoyama estuvo sentado detrás de su escritorio durante todo el conflicto.

—¿Y es más duro de lo que parece?

—Mire, él puede con las amenazas. Sin problema. Es con las intrigas internas con lo que no puede. Todos le siguen la corriente, todos están de acuerdo con sus planes, pero luego se cruzan de brazos y se dedican a maquinar contra él. Es una condenada cueva de ladrones, hágame caso.

—Pero ¿fue usted a verlo anoche, señor?

—Sí, ya se lo he dicho. Fui a su casa. Hablamos. Me dijo que la responsabilidad le pesaba demasiado. Se disculpó, pero me dijo que estaba harto. Así que yo le solté el rollo, ya sabe, que lo que está haciendo es muy importante para Japón, que está reconstruyendo el país… Que si dimitía, lo echaría todo a perder.

—¿Y se lo creyó?

—Ya lo creo, señor Sweeney. Podría venderle una biblia al mismísimo papa. Cuando me fui nos reíamos y hacíamos bromas.

—¿Y a qué hora fue eso, señor?

—Sobre las dos, creo. Supongo que no durmió demasiado bien, así que estará descansando en alguna parte, esperando a que se pase la tormenta. Aparecerá, señor Sweeney.

—Parece muy seguro, coronel.

—Desde luego. Me apuesto cien pavos, si todavía le interesa. Conozco a ese hombre, señor Sweeney. Trabajo con él cada día. Lo veo cada día. Cada puñetero día de la semana.

—Menos hoy, señor.

El coronel Donald E. Channon miró a Harry Sweeney a través de la mesa. Acto seguido echó un vistazo a su reloj, se levantó y dijo:

—Tengo que ir al servicio, señor Sweeney. Y luego tengo que volver a dirigir mi ferrocarril.

Harry Sweeney metió el lápiz dentro del bloc y lo cerró.

—¿Puedo usar su teléfono, señor?

—Adelante.

—Gracias, señor.

El coronel Channon se detuvo junto a la silla de Harry Sweeney. Posó una mano rolliza y húmeda sobre su hombro.

—Créame, señor Sweeney. Aparecerá.

—Le creo, señor.

Harry Sweeney vio a Toda frente a la jefatura de la Policía Metropolitana, fumando un cigarrillo al lado de un coche. Se secó la cara y el cuello y encendió un cigarrillo mientras se acercaba a Toda.

—¿Has descubierto algo?

—Nada nuevo —contestó Toda—. La habitación Uno y la Dos están en ello, como si fuese el caso más importante desde el de Teigin. A las cinco lo harán público por la radio. Saldrá en los periódicos de la tarde. Así que ahora están sentados de brazos cruzados esperando junto al teléfono.

Harry Sweeney tiró la colilla del cigarrillo al suelo, la pisó y señaló el coche.

—¿Es para nosotros?

—Sí —respondió Toda—. ¿Tú te has enterado de algo?

—Puede que sí. Puede que no. No lo sé.

—¿Lo sabe el jefe?

—Está en una reunión.

—Deberías llamarlo y decírselo, Harry.

Harry Sweeney abrió la portezuela trasera.

—¿Decirle qué?

—Adónde vamos.

Harry Sweeney subió a la parte trasera del coche. Se deslizó a través del asiento. Bajó la ventanilla. Se inclinó hacia delante. Reconoció al chófer.

—Hola, Ichiro.

—Hola, señor.

Harry Sweeney sacó su bloc. Lo abrió, pasó las páginas y dijo:

—Al 1 081 de Kami-Ikegami, en el distrito de Ota.

—Sí, señor —asintió Ichiro.

—No me parece buena idea —comentó Toda, sentándose junto a Harry Sweeney y cerrando la portezuela.

Harry Sweeney sonrió.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Tardaron treinta minutos en recorrer la avenida B hasta el estanque de Senzoku, y luego un par de minutos más en dar con la residencia de Shimoyama, bajando la cuesta del estanque, en una calle tranquila y con sombra, con un agente uniformado apostado enfrente de la verja de la casa. No había multitudes, ni coches, ni prensa todavía.

—Bonito barrio —comentó Toda—. Debe de costar una fortuna vivir aquí. Una fortuna, Harry.

Harry Sweeney se apeó del vehículo. Se secó la cara y el cuello. Contempló una casa grande de estilo británico, resguardada tras setos elevados y árboles altos.

Harry Sweeney y Susumu Toda enseñaron sus placas del Departamento de Protección Civil al agente uniformado de la verja. Recorrieron el breve camino de entrada, enseñaron sus placas al agente de la puerta y entraron en la casa con los sombreros en las manos.

Una criada hizo pasar a Harry Sweeney y Susumu Toda a una sala de visitas de estilo japonés. El detective Hattori del Departamento de Policía Metropolitana estaba allí. Les presentó a otro detective, uno de la comisaría de Higashi-Chōfu, y a continuación a Ōtsuka, el secretario del presidente Shimoyama. Ōtsuka hizo una reverencia, les dio las gracias por acudir y les preguntó:

—¿Hay alguna novedad?

—No —contestó Harry Sweeney—. Lo siento.

Ōtsuka suspiró y se encogió. Era joven, de unos veintitantos años, pero estaba envejeciendo prematuramente.

Harry Sweeney les pidió a todos que volviesen a sentarse, con las rodillas frente a la mesa baja. La criada trajo té y lo sirvió.

—¿Dónde está la familia? —preguntó Harry Sweeney.

—Arriba —respondió el detective Hattori.

Harry Sweeney miró al joven secretario sentado al otro lado de la mesa. Aquel hombre inquieto y nervioso. Harry Sweeney sacó el bloc y el lápiz.

—Hábleme de esta mañana, por favor. La agenda del señor Shimoyama.

—Bueno, esperábamos al presidente en la oficina central como de costumbre. Normalmente el presidente llega entre las nueve menos cuarto y las nueve. Yo estaba esperándolo en la entrada trasera, como siempre. Esperé hasta las nueve y cuarto más o menos. Luego volví a mi despacho y llamé a la señora Shimoyama. Me dijo que el presidente había salido de casa como siempre, a eso de las ocho y veinte. De vez en cuando, el presidente va a alguna parte antes de llegar a la oficina. De modo que pensé que a lo mejor había ido a la Sección de Transporte Civil, al edificio del Banco Chosen. Pero, cuando llamé, me dijeron que el presidente no estaba allí y que tampoco había estado antes. Así que durante la siguiente hora más o menos me dediqué a llamar a todos los sitios que se me ocurrieron a los que podía haber ido. Debí de molestar a la señora Shimoyama tres o cuatro veces más para comprobar si tenía noticias del presidente, porque para entonces estábamos preocupados, muy preocupados. Entonces me reuní con el vicepresidente Katayama y con otros dos directivos. El director de seguridad habló con el teniente coronel Channon, y creo que el vicepresidente Katayama visitó entonces el cuartel general de la Comandancia Suprema. También llamamos a la jefatura de la Policía Metropolitana, claro. Y luego, aproximadamente a las tres, vine aquí a visitar a la señora Shimoyama y ver a estos agentes.

Harry Sweeney dejó de escribir. Alzó la vista del bloc.

—Pero ¿qué citas tenía programadas el señor Shimoyama para esta mañana?

—Bueno, aparte de nuestra reunión matutina, la que manteníamos cada día, el presidente tenía una cita en el cuartel general de la Comandancia Suprema con el señor Hepler, el jefe del Departamento de Trabajo.

—¿A qué hora estaba programada?

—A las once.

—¿En el cuartel general?

—Sí.

—¿Ha faltado a alguna cita el señor Shimoyama en el pasado?

Aquel joven, aquel joven inquieto y nervioso, se removió de rodillas mirándose las manos y dijo:

—No, normalmente no.

—Pero ¿a veces sí?

Ōtsuka levantó la vista de las manos y miró a Harry Sweeney a través de la mesa.

—El presidente tiene un puesto muy difícil. Su trabajo es muy exigente, extraordinariamente agotador. Durante las últimas semanas, el presidente ha trabajado sin descanso. Estas últimas semanas ha habido ocasiones en las que ha tenido que adaptar su agenda sobre la marcha. Han llamado al presidente a la Sección de Transporte Civil o al cuartel general de la Comandancia Suprema con muy poca antelación. Este es un momento muy delicado para todos, y sobre todo para el presidente. Vamos a tener que despedir a más de cien mil miembros de nuestra plantilla. Más de cien mil hombres. El presidente lleva personalmente ese peso, siente esa responsabilidad, esa carga. Cada día. Es un momento muy delicado para él.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Somos conscientes de lo delicada que es la situación actual para el señor Shimoyama. Por eso estamos aquí. Gracias por responder a mis preguntas.

Harry Sweeney se volvió hacia del detective Hattori y dijo:

—Me gustaría hablar con la señora Shimoyama.

El detective Hattori condujo a Harry Sweeney y Susumu Toda fuera de la sala y les hizo subir la escalera hasta otra sala de estilo japonés, en esta ocasión más espaciosa. Había una mesa de madera y un armario grande. Una anciana, dos chicos y una mujer de mediana edad con un kimono oscuro se hallaban sentados en la estancia. El detective Hattori presentó a Harry Sweeney y Susumu Toda. Solicitó a la anciana y a los dos jóvenes que bajasen a esperar con él. Los muchachos miraron a su madre, quien sonrió a sus hijos. Los chicos siguieron a su abuela y al detective Hattori fuera de la sala. Harry Sweeney y Susumu Toda se arrodillaron ante otra mesa baja.

—Discúlpenos por molestarla de esta forma, señora Shimoyama —dijo Harry Sweeney.

La señora Shimoyama negó con la cabeza.

—Son ustedes bienvenidos, señor Sweeney. Pero ¿tienen alguna noticia que darme?

—Lo siento. Aún no.

—Entonces, ¿mi marido no está en el cuartel general de la Comandancia Suprema?

—No que nosotros sepamos.

—Yo pensaba que estaría allí. Últimamente lo han llamado varias veces. De repente. Pensé que quizá…

—¿Se le ocurre otro sitio donde podría estar?

—No, pero estoy segura de que estará durmiendo, descansando en alguna parte. Por eso lamento todas las molestias que está causando. Anoche tomó muchos somníferos, pero creo que no le hicieron efecto. Así que le habrán dado ganas de reposar, de echar una siesta en algún sitio.

—Sí —asintió Harry Sweeney—. Me he enterado de que se acostó muy tarde porque el coronel Channon les hizo una visita.

La señora Shimoyama negó con la cabeza.

—No, anoche no.

—¿Está segura, señora?

—Fue la noche anterior.

—¿Está segura de que no fue anoche?

—Fue anteayer por la noche. Estoy segura, señor Sweeney.

—Pero ¿su marido no durmió bien anoche?

—No, no durmió bien, señor Sweeney. Últimamente ha estado trabajando mucho y le ha afectado al sueño.

—Desde luego —dijo Harry Sweeney—. Pero ¿cómo vio a su marido esta mañana, señora?

La señora Shimoyama sonrió.

—Estaba cansado, eso seguro. Pero se levantó a las siete, como siempre. Le oí hablar muy contento con nuestro segundo hijo, Shunji, mientras se afeitaba en el cuarto de baño. Luego bajó al comedor y desayunó como siempre.

—¿Y habló con su esposo, señora?

—Claro. Nuestro hijo mayor estudia derecho en la Universidad de Nagoya, pero vuelve a casa esta noche. A mi marido le hacía mucha ilusión verlo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vimos. Mucho tiempo desde que él lo vio. Estuvimos hablando de su visita, de esta noche.

—Entiendo —dijo Harry Sweeney—. ¿Y espera que su marido regrese a casa a cenar esta noche, señora?

La señora Shimoyama asintió con la cabeza.

—Sí. Pero últimamente nunca sabemos cuándo volverá a casa…

Abajo sonó brevemente un teléfono.

La señora Shimoyama se volvió para mirar a la puerta.