Nadie enciende el mundo - Juana Villanueva - E-Book

Nadie enciende el mundo E-Book

Juana Villanueva

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Beschreibung

La empresa, un grupo humano de dinámicas relacionales, es en gran medida reflejo de la sociedad. Cuando la sociedad está enferma, en las organizaciones aparecen personajes y relaciones tóxicas, como aquellos a los que tendrá que enfrentarse Henar Márquez, la protagonista de esta magnífica novela de Juana Villanueva. Recién salida de un hospital psiquiátrico donde ha estado ingresada un año tras el fallecimiento de su marido y su hijo, estas situaciones pondrán a prueba su propia fortaleza y salud mental, uno de los grandes temas que aborda este libro. Una novela sorprendente desde el principio que pone encima de la mesa algunas de las realidades más terribles que se producen en las empresas actuales, y que cuestionan muchas de las prácticas y también las destrezas necesarias para poder sobrevivir en esos entornos. Reflexiones muy oportunas y formuladas de forma muy novedosa y valiente, con episodios con los que todos de alguna manera nos podemos identificar, líneas rojas que no se deberían cruzar, y, por encima de todo ello, una refrescante sensibilidad que nos da esperanza

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NADIEENCIENDEEL MUNDO

JUANA VILLANUEVA

 

 

Título original: Nadie enciende el mundo

Primera edición: Febrero 2023

© 2023 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autora: Juana Villanueva

Ilustración de portada: Ana Pérez Márquez

Foto de la autora: José Miguel Stelluti

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Valeria Hernández

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-19495-33-4

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A mi hija Sara.

ÍNDICE

Prólogo

Preámbulo. Las sombras de la última noche

I. El loro

II. La máquina del tiempo

III. Los buenos, los malos y los «ni buenos ni malos»

IV. Los Tres Ases

V. «El demonio»

VI. Todo es posible en Marbella

VII. La reina calva

VII. Las dos Cecilias

VIII. El príncipe azul que yo soñé

IX. El reencuentro

X. En busca del hombre invisible

XI. La flaca

XII. La descendencia

XIII. Santa Claus vive en Barcelona

XIV. Doña Inés (la novia de don Juan)

XV. Unos se van y otros vuelven

XVI. La llamada del águila

XVII. En busca de una clave para salvar al mundo

XVIII. Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

IXX. Las cartas boca arriba

XX. Una jauría humana

XXI. La boda

XXII. El cumplimiento del contrato

XXIII. La segunda oportunidad

XXIV. Y colorín colorado

Epílogo

Sara enciende el mundo

PRÓLOGO

Cuando he tenido que escribir el prólogo de un libro siempre se me aparece el fantasma de Bartleby. Bartleby El escribiente es un maravilloso relato de Herman Melville que se sintetiza en la frase «prefería no hacerlo», y no es porque realmente no quiera hacerlo, sino que a veces es mejor no hacer nada para no estropear el relato. Esto puede pasar con este libro de ficción de enorme valor que rezuma la garra expresiva de su autora.

Hace tiempo, en los arcaicos tiempos de estudiante, tuve a bien clasificar en cuatro tipos los prólogos de los libros. Lo mencioné en un artículo cuyo título era «Como el bello arte de prologar», en el que indicaba con ejemplos esta taxonomía sui generis:

•    En primer lugar estaban los «prólogos-expectativas», que generan unas enormes ganas de leer el libro y en ocasiones una profunda decepción posterior.

•    Luego estaban los «prólogos-destripadores» (en aquella época no utilizábamos el baboso concepto de spoiler), que te contaban el nudo e incluso el desenlace sin dejar que lo descubriéramos a través de la lectura.

•    En tercer lugar los «prólogos-loa», donde se narraba en bucle las bondades del libro o de la autora, generando un sabor de boca empalagoso antes de la lectura.

•    Y, por último, los «prólogos-contexto», donde se plantean aquellas temáticas que, a modo de ideas-fuerza, estructuraban los libros y que es el que voy a intentar escribir. Consiste en dar claves sobre el contexto que permitan no encerrarse en elogios fútiles y pasajes habituales, descubriendo al lector las ideas que a la autora le han permitido expresar la trama de la novela. Por tanto, esta obra necesita un prólogo que no genere expectativas ni loas y que no adelante los bonitos encajes narrativos y vericuetos discursivos que os vais a encontrar.

Una primera idea notoria de este libro es la importancia de la salud mental en nuestra gestión como personas en el día a día. Los problemas psicológicos no son exclusivos de una parte de la población, sino que todos los tenemos y solo es cuestión de dosis. Y, como tras la pandemia del COVID-19, existe una mayor preocupación social por la salud mental, es el concepto refugio del desengaño emocional que ha originado la toma de consciencia de nuestra vulnerabilidad como personas. Sin duda la salud mental está presente en el discurso social actual por ser una expresión del sentimiento de significativo vacío que nos ha traído la pandemia.

Este libro aborda de una manera sencilla cómo la salud mental es un elemento cotidiano y un ingrediente básico de nuestra felicidad. La salud es un concepto muy genérico, pero que a veces no quiere abarcar lo mental, cuando este atributo genera los mayores niveles de enfermedad. La enfermedad mental no se debe banalizar, pero tampoco la tenemos que arrinconar a conversaciones secretas o a liturgia de confesión de una culpabilidad gratuita. Hay que afrontar los problemas mentales como una tesitura normal de las personas normales, que tienen episodios más o menos momentáneos de desajuste mental. No debemos estigmatizar las enfermedades mentales porque entonces es cuando verdaderamente tienen un efecto de alienación social. No hay enfermedades mentales sino tipos de enfermos mentales.

Otra idea importante en este libro de Juana Villanueva se refiere al mundo de los recursos humanos. Gran conocedora de este ámbito puede intercalar situaciones reales en la trama de la novela. La procelosa vida de un responsable de la gestión de personas en una empresa aporta multitud de experiencias de grato calado, y esto da mucha verosimilitud al relato. El entorno organizativo y empresarial es un ecosistema donde afloran multitud de incoherencias y posibilita la demostración de trastornos en la conducta de la persona. La autora es conocedora, por su trayectoria profesional, de estas situaciones y ello se puede observar en la enorme carga vivencial de su narración. Si juntamos la estigmatización del enfermo mental con el mundo empresarial nos encontramos con ejemplos reconocibles y cercanos para el lector, pues, como se puede observar en el libro, hay una combinación maliciosa del entorno de trabajo hacia los trastornos mentales, generando situaciones rocambolescas en un ámbito donde lo formal es sinónimo de lo normal. Creo que esta obra es muy sugerente para aquellos que están ocupando un puesto en la tan denostada función de Recursos Humanos.

Hay una tercera idea importante en el libro y es el amor (también la sexualidad). La forma de describir las situaciones sexuales y, lo mejor, de normalizar cualquier influencia de este ámbito lleva a un relato sutil y poco evaluativo. Sin duda el amor y los elementos sexuales están en el motor de las relaciones humanas, pero muchas veces nosotros mismos somos los que entronizamos su valor explicativo. Como cualquier acto humano, somos nosotros los que ponemos los adjetivos para describirlo y lo podemos hacer de modo que lo más normal pase a ser anormal. Lo normal de lo anormal o lo anormal de lo normal son dos formas de abordar esta temática. En esta obra, tanto el amor como la sexualidad son un verdadero «Mc Guffin», como decía Alfred Hitchcock, es decir, una excusa argumental que carece de relevancia por sí misma pero que está en las motivaciones de los protagonistas.

Como he dicho que no voy a destripar la historia, además de estas tres ideas nucleares, enfermedad mental, recursos humanos y amor/sexualidad, solo quiero aportar otras tres ideas sobre el estilo de la autora. En primer lugar, la cercanía; es sin duda una novela cercana, pues sus diálogos suenan en nuestros oídos como si los hubiésemos oído en nuestro día a día. La forma de apelar a los argumentos desde la sencillez del lenguaje y la manera de expresar los sentimientos nos parecen muy cercanos. Muchas conversaciones ha debido escuchar la autora para conseguir ese efecto tan habitual que se desprende de sus diálogos y descripciones de escenarios.

En segundo lugar, el dinamismo de la novela es inmejorable; cuando la lees estás metido en una burbuja de querer saber lo que pasa rápidamente. Gráficamente lo observo cuando nerviosamente miras cuántas paginas te faltan por leer, y esto pasa con este libro. El interés es máximo en cada uno de los capítulos; no tienen un descenso de la atención porque la línea argumental da curvas muy rápidamente. Este dinamismo le da un toque especial a la utilización de «apodos» y a las descripciones sencillas de las personas.

Sin duda es una obra de lectura rápida por el interés que produce desde el inicio de la obra.

En tercer lugar, es una «obra sándwich». Esta expresión la utilizaba mucho en una tertulia que tuve en los años noventa; es decir, tiene un gran principio y un gran final. Y es precisamente esta fórmula la que le da un valor dinámico y cercano al relato. El efecto primacía de una novela es ese intrépido principio que te permite enclavar la historia rápidamente, y que tiene su máxima expresión en este libro. En las tres primeras páginas ya has centrado la atención y, sin saber dónde va la novela, tienes interés en saberlo. Y el efecto recencia es un final cuya fuerza está en lo imprevisto y te hace recordar todas las páginas anteriores que acabas de leer. Cuando vuelves para atrás a buscar momentos anteriores se aprecia el éxito del autor.

Esta es pues una novela «sándwich», modelo de intrigante principio y glorioso final.

El estilo cercano y dinámico, con un principio prometedor y un final sorprendente, y con unas temáticas en torno a la enfermedad mental, el mundo de la empresa, el amor y una visión muy normal de lo sexual podría ser un resumen de esta obra que animo a leer, no porque lo deba decir en este prólogo, sino porque sería una pena que os la perdieseis. Su lectura, amena y divertida, hace que pienses en verdaderos problemas humanos dentro de la normalidad narrativa.

Y, para terminar, una nota sobre la autora sin caer en contar su trayectoria profesional y personal. Se puede observar en esta obra su nivel de agudeza y capacidad. Si tuviera que identificarla con un animal sería un búho observador e inteligente que interpreta la realidad desde la experiencia vivida. También es fiel representante de las novelistas de casta experiencial, donde se aprecia el enorme valor de expresar realidades vividas. La experiencia de Juana hace más rica la narración. Sin duda es una gran novela de una autora que extrae sus discursos de la vivencia analizada en su trayectoria profesional.

Y, como decía mi querido Bartleby, «no hago nada más, porque si no voy a estropear el gran relato que a continuación tenéis».

¿Cuándo fue la última vez que te sorprendiste? Si no quieres sorprenderte, no sigas leyendo…

JAVIER CANTERA

Palentino, psicólogo, empresario,leonardino y tintinólogo

NADIEENCIENDEEL MUNDO

PREÁMBULO LAS SOMBRAS DE LA ÚLTIMA NOCHE

Esa noche salí tarde de trabajar. Estaba muy cansada, más que por el trabajo por la vida; mejor dicho, por la «no vida» que tenía desde el día del accidente. La noche era muy oscura y fría, una noche sin luna, la misma que se repetía en mis pesadillas. Quizás antes no tanto, pero ahora no me gustaba la noche, con su oscuridad y sus sombras que se confundían con realidades, y las noches sin luna me aterraban porque no podías distinguir las calles, ni a las personas, ni los objetos. En la noche solamente podías ver noche.

Cogí el metro a la salida del trabajo, como hacía cada día, pero tres horas más tarde de lo habitual. Desde mi incorporación tras la baja no lograba concentrarme y tardaba mucho en hacer cada tarea. Ya en el andén pude ver que había mucha menos gente de lo habitual y empecé a sentirme inquieta. Sabía que en las primeras estaciones no habría problema, pero que a medida que me fuese acercando al barrio de mi madre en las afueras de Madrid, donde vivía ahora, las personas iban a ser sustituidas por las sombras, y empecé a tener miedo.

Efectivamente así fue. Cuando quedaban cinco estaciones para mi destino se bajó la última persona de mi vagón. Estaba sola y la angustia me invadía. Antes la soledad me gustaba; ahora me aterrorizaba. Me asomé a los dos vagones contiguos al mío para cambiarme en la siguiente estación, pero no había nadie tampoco. Solo pude ver sombras. Me parecía que el metro iba muy despacio. Miraba la hora, los minutos pasaban muy deprisa, pero el tren apenas avanzaba, o por lo menos yo tenía esa sensación. Cada vez era más tarde y yo cada vez tenía más miedo. En la siguiente estación nadie subió y nadie bajó. Quedaban cuatro paradas más para llegar. Luego me esperaba de nuevo la noche y un trayecto de quince minutos andando por un barrio malo en una noche sin luna. Tenía miedo en el tren, pero también lo tenía a llegar.

Generalmente temía a las personas, por si eran malas, pero ese día no era así ¿A qué tenía miedo? Pedía que entrase cualquiera en el tren para no quedarme sola con las sombras. Me daba igual que me insultase algún borracho o que me atracasen; solamente quería ver a alguien de carne y hueso, no siluetas negras formadas de nadie.

El metro paró de nuevo y subió una mujer. ¡Por fin una persona! La miré con esperanza, pero la esperanza se transformó en pánico cuando me di cuenta de que tenía mi misma cara, mi mismo pelo, mi misma ropa. Sabía que no estaba soñando, pero quizás el miedo me había vuelto loca. En el fondo reconocía que no; era lo que estaba esperando durante todo el viaje y las dos lo sabíamos.

La mujer se fue acercando a mí. Yo me levanté y me fui alejando de ella y acercando a una de las puertas. Quería salir, huir ¡Quería despertar! ¡Por favor que sea una pesadilla otra vez!...

El metro paró justo en el momento en que ella estaba a mi lado. Salimos a la vez al andén central y me sonrió antes de empujarme a las vías justo cuando iba a pasar el otro tren.

Antes de caer vi a mi marido muerto por primera vez. Corría desesperado hacia mí para tratar de salvarme, y la verdad es que lo consiguió.

I. EL LORO

Cuando vi aquel loro gigante más grande que mi hijo de dos años muerto creí que volvía a tener alucinaciones. Si la recepcionista no hubiera empezado a gritarle al hombre que lo llevaba en una enorme jaula habría pensado que mi mejoría era solo una quimera. Pero no, allí estaba yo, esperando para tener una entrevista de trabajo en uno de los hospitales privados más elitistas del país, sentada enfrente de un loro del tamaño de un niño pequeño, escuchando a una recepcionista que parecía la directora del hospital por los humos que tenía, y a un director (el de la jaula) que se había convertido en recadero y traía un loro desde Barcelona, por encargo de un jefe al que la de recepción llamaba «demonio». No estaba mal… Había tardado unos minutos en entender todo aquello, pero la conversación entre la mujer de la recepción y el hombre del loro me terminó presentando ese extraño escenario.

De todas formas, el día ya había empezado raro. En el metro, cuando iba de camino al hospital, durante un momento me había parecido ver a mi marido otra vez. Eran apenas unos segundos, en los que mi corazón daba un vuelco. Luego mi cabeza le decía al corazón que no, que mi marido estaba muerto, que había tenido un accidente de coche, causado por su exceso de velocidad, y que se había llevado con él, al otro mundo, a nuestro único hijo, dejándome sumida en la desesperación y la locura. Esta alucinación la había tenido ya varias veces durante el año y un mes que había pasado desde el accidente y siempre había sido igual de horrible. Por lo menos era mi marido el que se aparecía; si hubiese sido el niño no lo habría soportado.

Tratando de no volver a pensar en mi esposo reapareciendo de entre los muertos para coger el metro y seguirme volví a prestar atención a la conversación que seguía en la recepción a propósito del loro. La situación era tan surrealista que no me quedó más remedio que sonreír; creo que incluso llegué a soltar una pequeña carcajada (quizás la primera en un año) cuando el director catalán que había traído al pájaro desde Barcelona llamó Ángel a la misma persona a la que la recepcionista apodaba «demonio».

Por un momento no supe si había salido del manicomio para ir a una entrevista, o si continuaba en él, aunque la verdad es que no era la primera vez que me preguntaba quién estaba cuerdo y quién estaba loco dentro y fuera del psiquiátrico y la respuesta no me quedaba tan clara. En el año de internamiento había conocido a personas terriblemente desequilibradas, pero también a otras esquizofrénicas, bipolares o depresivas como yo, mucho más cuerdas que alguno de los compañeros con los que había trabajado a lo largo de mi vida: paranoicos imposibles, sádicos malvados, megalómanos, narcisistas, anoréxicas crueles, sicóticos de todo tipo y, los peores de todos, los psicópatas, sin sentimientos, capaces de cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Además, ninguna de esas personas, que yo supiera, estaba sometida a ningún tratamiento psiquiátrico y se paseaban por las organizaciones como por su propia casa, amargando la existencia de todos los que por unas razones u otras no eran de su agrado.

Quizás alguno de ellos se hubiera curado con el tratamiento adecuado, quién sabe… Los psicópatas por supuesto que no, porque no son enfermos mentales, y por lo tanto no se pueden curar. Sus trastornos de conducta no tienen solución; son malos y ya está, no tienen afectos ni sienten remordimientos. Por eso dan tanto miedo. Además, en muchas ocasiones tienen un carácter seductor, y con él es más fácil todavía manipular a los demás.

En el manicomio no había psicópatas; estos, o están en la cárcel o están en la política. O en las empresas; depende de cómo ejerzan su agresividad. Si es física van a la cárcel; si es emocional, o son políticos, o van a los comités de dirección de las grandes organizaciones –aquí siempre les hacen un hueco a pesar del peligro que su sola presencia supone–. Son los llamados psicópatas integrados, que no asesinan pero que pueden ser terriblemente peligrosos, aunque también muy eficaces desde el punto de vista organizativo. Y claro, ¿cuál es la profesión favorita de los psicópatas? CEO, por supuesto. Y como todos no llegan porque solo hay uno por empresa, muchos se quedan en directivo, y casi peor porque están más cerca de los empleados de base y por lo tanto pueden hacer más daño.

Si no has trabajado en grandes empresas no es fácil que se crucen en tu vida, aunque hay algunos en compañías pequeñas (que generalmente son suyas). Normalmente su ambición los lleva a entornos donde puedan ejercer su poder y su maldad sobre muchas personas.

Esto ocurre también en la política, dominada por psicópatas de libro. Si existiera un manual del perfecto psicópata, en él aparecerían descritos la mayoría de los presidentes de las naciones del mundo, y no de la antigüedad, sino de ahora mismo. Es verdaderamente triste, pero es que estos «trastornados conductuales» son muy inteligentes y consiguen lo que se proponen, a costa de lo que sea, y eso es lo que se persigue en la política y en la mayoría de las grandes organizaciones: objetivos, resultados, beneficios, no importa cómo. El método es lo de menos, las personas no importan…

Mientras me perdía en estas divagaciones, la conversación de la recepción parecía haber terminado. El portador del loro se acercó a mí y se presentó muy amablemente:

–Jordi Salisachs, director de las Clínicas del Noreste. Perdone todo este jaleo; llevo un día horrible con este loro dichoso. No nos conocemos ¿verdad?

–No, soy Henar. Vengo a hacer una entrevista de trabajo…

Lo primero que había pensado al ver a aquel hombre con el pájaro en la mano es que se parecía a Papá Noel, y que posiblemente trabajaba en Navidad en los grandes almacenes haciéndose fotos con los niños. Igual hasta tenía una con mi pequeño, pensé. Cerré los ojos y traté de centrarme; nunca había ido a hacerle fotos a mi hijo con Santa Claus y además ese hombre trabajaba en la clínica Los Tres Ases de director; no podía ser Papá Noel en Navidades. Además, me estaba preguntando algo:

–¿Una entrevista para el departamento de Personal? ¿Para sustituir a Manuel? Sabemos que se jubila pronto.

–Sí, para Recursos Humanos, People, como se dice ahora. Parece que considerar a las personas como un recurso ya no está de moda. Primero Personal, después Recursos Humanos y ahora People, en inglés, por aquello de la globalización.

–Uf, pues aquí somos un poco anticuados. Manuel siempre ha sido el jefe de personal… Y ahora yo creía que íbamos a contratar a un director de Recursos Humanos, pero si tiene que ser una «directora de People», trataremos de adaptarnos –comentó sonriendo.

–A lo mejor no es ni «directora de People»; la mayoría de las ofertas de trabajo ahora buscan a un «Head of People». Esto es lo último.

–Pues eso ya no sé; esta empresa es muy española. Hasta los catalanes como yo estamos mal vistos, ¿verdad, Amelia? –dijo, dirigiéndose a la recepcionista.

–No todos los catalanes, solo los independentistas como tú –dijo ella–. Y, aun así, a ti te quiere todo el mundo, porque eres muy buena persona. Tú, mientras no hables de tus ideas, todo va bien, aunque ya sabemos de qué pie cojeas; solo te faltaba ya traer de Barcelona a este loro de las narices, que lo mismo hasta habla en catalán. ¡A quién se le ocurre…!

Amelia continuó susurrando por lo bajo, al tiempo que otra mujer, vestida con el mismo uniforme que ella, vino a buscarme para llevarme al despacho de mi entrevistador.

–¿Henar Márquez? –preguntó.

–Sí, soy yo.

–Acompáñeme, por favor; el Dr. Aguilar la está esperando.

Mientras me disponía a seguir a la chica, Jordi me tendió la mano a modo de despedida. Me fijé mejor en él. Debía tener cerca de sesenta años; su tamaño y su parecido con Santa Claus le otorgaban un aspecto bonachón.

–¡Mucha suerte, Henar! Me alegro mucho de que la entrevista sea con Aguilar, Ángel Aznar es más duro.

–¿Aznar no será el «demonio»? –pregunté sonriendo abiertamente a Salichachs, que me guiñó un ojo mientras asentía con la cabeza.

–Pues sí. En esta clínica hay muchos motes. A mí al principio me llamaban Santa Claus, y ahora ya han abreviado y me dicen Santa –dijo riendo a carcajadas mientras se tocaba la enorme tripa con las dos manos.

–Pues la verdad es que me parece un mote muy acertado, y el que alguien apodado «demonio» se apellide Aznar, pues me resulta curioso también, la verdad…

Me despedí de él y me dirigí a mi entrevista de trabajo.

Inmediatamente me arrepentí del comentario que había hecho. Una vez más había sido indiscreta: no conocía la orientación política del director del noreste; solamente había supuesto que siendo catalán e independentista (por lo que había dicho la recepcionista) no le caería bien el ex-presidente del Gobierno Aznar, y como yo desde la guerra de Irak no le tenía simpatía tampoco, pues lancé mi comentario.

Sin embargo, sabía de sobra que no debía emitir mis opiniones a cualquiera que quisiera escucharme; los años trabajados parecían no haberme enseñado nada; lo seguía haciendo. En este caso, la sonrisa y el guiño de mi interlocutor indicaban que probablemente mi comentario no le había molestado, pero eso no me justificaba. Por mucho que lo intentaba no podía evitar parecerme a mi madre y decir lo que pensaba, sin preocuparme demasiado la opinión del receptor. De niña odiaba esa faceta de mamá, pero poco a poco, según iba creciendo, me iba dando cuenta de que yo era igual, y soltaba mis pensamientos sin demasiados filtros; no lo podía evitar. Y la medicación desde luego no había ayudado; de alguna manera te desinhibía, con lo que mi problema se había agravado. Pero total, qué más daba; posiblemente no volvería a ver a ese hombre en mi vida; estaba demasiado loca como para superar una entrevista de trabajo.

Siguiendo a la mujer que me conducía hacia mi entrevistador reflexioné sobre lo curioso que era el mundo laboral. Hacía un año que no me reía y una situación grotesca en un entorno de trabajo me había hecho soltar una carcajada, o por lo menos un amago de ella.

En mi caso siempre me había reído mucho en el trabajo, a pesar de haber tenido empleos estresantes. Todavía sonreía cuando recordaba muchas de las anécdotas pasadas, la mayoría compartidas con mis colaboradores, a pesar de que en los malos momentos casi ninguno había estado a mi lado. La verdad es que eso ya no me importaba. Había aprendido a no juzgar a los compañeros de trabajo. Los entornos laborales eran así; no podías esperar demasiado de nadie, aunque a veces compartieses buenos momentos. La clave estaba en no tener confianza en el ser humano, lo que por supuesto no es fácil. Al final siempre es un tema de expectativas y de manejar las tuyas… Confiar, no confiar, ¿qué era lo correcto? Tanto psicólogo, tanta terapia, tanta prueba primero psico-profesional y después solo psicológica. Me habían dicho que yo confiaba, que era inherentemente confiada y algo ingenua, «cándida», como me tenía un amigo de la infancia en su móvil.

Eso yo ya lo sabía; no hacía falta que ningún psicólogo o test me lo dijera. Estaba harta de oírselo a mi madre, a mi hermana, a mis amigas, a mi marido… A medida que vas creciendo el entorno te enseña a no confiar en el prójimo, y menos todavía en los compañeros de trabajo, en los jefes, o en los subordinados. Por supuesto esto no es ninguna lección que se imparta en ninguna escuela, ni siquiera en las de negocios; es una especie de formación continua que empieza en la guardería, sigue en el colegio, el instituto y la universidad y culmina cuando te incorporas al mercado de trabajo. Aquí no te queda más remedio que hacer un máster presencial de desconfianza si quieres sobrevivir. Lo malo es que yo, aunque lo he intentado, no tengo cualidades para desconfiar. La desconfianza para mí ha sido como las matemáticas; le ponía empeño, pero en el fondo, como no entendía nada, no era capaz de aprender.

¿Por qué pudiendo confiar en el prójimo tenía que desconfiar? ¿Porque eso era mejor que ser una ilusa como yo? En esos momentos no estaba preparada para responder a una pregunta tan compleja; solamente sabía que la risa me había hecho pensar. Quizás había llegado el momento de regresar al trabajo. Me había gustado volver a reír, aunque eso supusiera pasar por todo lo demás… Desde luego, las personas como Jordi, con su loro, su mano tendida y su sonrisa, me animaban a ello. «Menos mal que siempre hay gente amable –pensé–, si no todo sería todavía más difícil».

II. LA MÁQUINA DEL TIEMPO

El Dr. Aguilar debió ser guapo de joven; de hecho, lo era todavía, aunque debía estar cerca de la jubilación. También era alto y fuerte, conservaba el pelo con una bonita cana blanca y tenía la piel morena propia de los hombres que practican deportes al aire libre («seguramente golf», pensé). Parecía uno de esos galanes de cine a los que los años tratan bien y pueden seguir haciendo papeles de guapos pasados los sesenta. Amablemente me pidió que me sentara y yo, siempre obediente, así lo hice.

–Hola, Henar. Supongo que sabes que soy un viejo amigo de Bartolomé, tu psiquiatra, y en tiempos también el mío. Él me ha hablado mucho de ti. Piensa que eres una excelente profesional, y en su opinión ya estás preparada para volver al trabajo. Nuestra clínica necesita un director de Recursos Humanos y tú, pues siempre hay un día en el que tienes que volver… Es duro, pero necesario.

Al terminar la frase permaneció callado durante unos segundos, ensimismado en sus pensamientos, pero fue solo un momento. Enseguida volvió a la realidad:

–La verdad es que cuando nuestro común amigo me habló de ti me entraron ganas de conocerte, y tengo que reconocer que no fue por tu faceta profesional, sino por la personal. Quería hablar contigo porque has vivido una experiencia terrible, muy parecida a la que yo viví hace ya muchos años.

»Imagino que Bartolomé te habrá contado que mi esposa y mi hija fallecieron en un accidente de coche. Creo que no es necesario que te explique por lo que pasé.

»Después de los primeros meses me propusieron hacer terapia de grupo con personas que habían sufrido experiencias similares. Lo intenté, pero en aquel momento no pude con ello. Fui a la primera sesión y encontré que todos estaban absolutamente grillados. Yo estaba destrozado, pero creía conservar un poco de cordura. Allí todo el mundo gritaba y lloraba sin cesar, rezaba, golpeaba las paredes… El primer día fue demoledor. Aun así, animado por nuestro psiquiatra, lo volví a intentar, y el segundo día fue todavía peor que el primero. Lo más sorprendente de todo es que cuando iba a telefonear para comunicar que no volvería, ellos se me adelantaron y me dijeron que era mejor que no continuase, ya que estaba notablemente peor que el resto del grupo, y mi presencia en la terapia retrasaba la recuperación de los demás. No podía creerlo. ¿Yo retrasaba a aquella panda de tarados? ¡Era increíble!

»El caso es que nunca pude compartir mis sentimientos sobre la muerte de mi familia con nadie, a excepción del doctor Bartolomé. Soy una persona introvertida. Ahora, sin embargo, ha pasado mucho tiempo y me creo preparado para hablar sobre todo aquel terrible proceso; creo que me podría ayudar comentarlo con personas que han tenido una experiencia similar a la mía, y al mismo tiempo yo podría ayudar también. Por eso, cuando nuestro psiquiatra común me habló de ti quise conocerte de inmediato. Era como si el destino te hubiese puesto en mi camino; llevaba tiempo queriendo hacer voluntariado en alguna asociación de víctimas de accidentes de tráfico. Dicen que siendo voluntario siempre recibes más de lo que das, pero al final no me decidía, y de repente apareciste tú.

»Por supuesto consulté tu currículo y pedí referencias y todas fueron muy buenas. Y ahora pues aquí estamos, Henar, preparados para hacer una entrevista de trabajo poco convencional, ¿verdad?

»Ahora es tu turno. Eres tú la que me tiene que convencer de que eres la persona apropiada para este trabajo. La intuición está bien, pero necesitamos algo más.

El día continuaba sorprendiéndome: primero mi marido muerto siguiéndome en el metro, luego el loro gigante en la recepción, y ahora un entrevistador interesado en mi drama personal y no en mi trayectoria profesional. Dudé un momento lo que tenía que decir y al final decidí expresar lo que sentía, porque cualquier otra cosa no habría tenido sentido en un día como aquel.

–Realmente estoy un poco sorprendida, aunque desde el principio me pareció raro que quisieran entrevistar a una persona que estaba ingresada en un psiquiátrico. Pensé que lo hacían por amistad con Bartolomé, para hacerle un favor. Desde luego algo extraño había.

»Antes de venir, el doctor me habló del accidente de su familia, aunque muy por encima, y no supe qué pensar. Él me animó mucho a hacer la entrevista, pero ahora casi me interesa más saber qué hizo usted para superar su pérdida. Sinceramente, en estos momentos cualquier palabra de aliento que tenga para mí me podrá ayudar mucho más que una entrevista de trabajo. Llevo más de un año sumida en una oscuridad de la que me parece imposible salir, pero a lo mejor su experiencia me inspira y me ayuda de alguna manera. ¡Ojalá!

–Pues empecemos por ahí entonces, y así hacemos un poco de terapia los dos. Te hablaré un poco de mi vida y de mi familia y luego si quieres me hablas tú de la tuya.

»Mi esposa y mi hija fallecieron en un accidente de coche en el que sobrevivió mi hijo pequeño. Podría contarte que gracias a él conseguí sobreponerme, pero es mentira. De un golpe así nunca te recuperas. Para agravar la situación tengo que reconocer que siempre fui un mal padre. Ya no tiene remedio, pero así fue. Bartolomé me ayudó mucho, pero no pudo hacer nada para que superase el remordimiento que sentía por pensar que, de los tres miembros de mi familia, vivió el que yo menos quería que hubiera sobrevivido. Sé que es muy duro lo que estoy diciendo; bastante he sufrido por pensarlo, pero así es. Y lo peor de todo es que creo que mi hijo siempre lo supo.

»Por supuesto esto no se lo puedo decir a cualquiera, pero ahora siento la necesidad de contarle algunas vivencias a alguien que pueda entenderme, y ya sé que no voy a retrasar tu recuperación; ya ha pasado más de un año de tu tragedia e imagino que durante el mismo habrás pensado tantas cosas que seguro que puedes entenderme. Y si no me entiendes, por lo menos aceptarás mis sentimientos. Si algo me enseñó el duelo es a respetar el de otros. Tú estás ahora mismo pasando por una situación terrible, por eso sé que no me juzgarás.

»No es fácil hablar de esto con personas que no han pasado por experiencias parecidas; no te entienden. El ser humano es incapaz de ponerse en la piel de otro. Por muy empática que sea una persona no puede imaginar el sufrimiento ajeno en una situación que no ha vivido; el que dice que te comprende miente. Solo las personas que viven experiencias similares pueden hacerlo; al final es todo muy simple. Las personas somos simples.

»Tú sí puedes imaginar mi dolor porque lo estás viviendo en tus propias carnes. El que no lo ha experimentado no lo puede imaginar. El dolor no se imagina; se siente o no se siente, no hay que darle más vueltas. Es como imaginar un dolor de cabeza que no tienes; no te empieza a doler la cabeza por imaginarlo. Es imposible, sencillamente no ocurre. Con los dolores del alma pasa exactamente lo mismo: en ningún caso puede dolerte el dolor de otro. Solo te duele el tuyo, y menos mal que es así… Mi madre sufría por mí, eso lo sé, pero no podía ponerse en mi lugar, pensar lo que yo pensaba, sentir lo que yo sentía, sencillamente porque ella no lo estaba viviendo; sus hijos estaban todos vivos…

»Yo sigo en duelo, porque tienes que saber que los duelos como el tuyo o el mío no duran un año; duran toda la vida. Lo que sí es verdad es que a partir de los primeros doce meses empiezas a asumir tu situación, a aceptarla y a resignarte; eso es algo que no te cuentan de una forma muy clara en las terapias. Solo te dicen que a partir del año todo irá mejor, lo que por lo menos no es mentira. Y es verdad que después del segundo año hay otra ligera mejoría, pero a partir de ahí solo hay aprendizaje; tienes que aprender a vivir con ello…

El doctor se quedó callado mirándome, esperando a que yo hablase. Traté de pensar de una forma rápida qué debía decir, pero mi cerebro, atontado por las pastillas, no iba deprisa y no se me ocurría nada. Volví a expresar lo que sentía; total, qué más me daba:

–La verdad es que le entiendo. No le juzgo, aunque me da pena su hijo.

»Yo soy mediana repetida; 1