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¿Cómo nos preparamos para la llegada de un hijo? ¿Y de dos? ¿Cómo nos preparamos para tomar una decisión que nos puede cambiar la vida para siempre? ¿Cómo nos preparamos para un cambio de trabajo o de casa? ¿Y para un viaje en familia o con un nuevo novio que todavía no conocemos bien? ¿Cómo nos preparamos para cruzarnos con alguien que no sabemos que estará allí? ¿Cómo nos preparamos para morir? Nadie se prepara para lo que no pasó es una afirmación sobre la incertidumbre de la vida. Cada relato es un recorte, un momento, en el que una persona, o varias, se enfrentan a lo inesperado. Historias de introspección, búsqueda, reflexión y decisiones. Historias de personas que nos rodean todos los días.
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Seitenzahl: 123
Veröffentlichungsjahr: 2024
CAROLINA MARTÍNEZ ELEBI
Martínez Elebi, Carolina Nadie se prepara para lo que no pasó / Carolina Martínez Elebi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4926-6
1. Cuentos. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com
Agradecimientos
Un lugar en el mundo
El pibe de la zorra
Resurrectio
La vida es un viaje
Nadie se prepara para lo que no pasó
Gerli
Cuidado con contar a quién votaste
Rutina
Las vidas de Omar
Viajar acompañados
¡Podría escribir un libro!
Cachi
Cuestión de puntos
El caos del orden
Las mejores pantallas son de papel
Escribir para pensar
Para Tomás y Luciano. Para Luchi y Tomi,
mis compañeros de fantasías.
Nadie se prepara para lo que no pasó es el resultado de años de sentarme con un anotador y una lapicera a volcar historias, pensamientos y emociones.
Fueron momentos en distintas épocas de mi vida en las que me acomodaba en algún rincón de mi casa, cerraba la puerta y pedía que no me interrumpieran. O mientras viajaba en tren, subte o colectivo. O entre clases en la facultad. O antes de desayunar, durante el Mundial de escritura en medio de una pandemia.
También, aunque suene a cliché, es un sueño cumplido que no logré sola. Por eso, quiero agradecer a cada una de las personas que tuvo algo que ver con que hoy esto sea una realidad.
Gracias, pá y abuelo, por haberme transmitido el amor por la lectura.
Gracias, má, por haberme enseñado a no soltar los sueños y ser mi ejemplo de “hacedora”.
Gracias, Chivi, por siempre creer en mí y alentarme en todo lo que hago.
Gracias, amor, por ser el compañero que me dio los espacios, tiempos, el empuje y la escucha para que yo no baje los brazos y por celebrar mis logros con emoción sincera.
Gracias especiales a mis chiquitos (cada día más grandes) por su cariño y paciencia en mis momentos de lectura y escritura. Gracias, Lu, por interesarte en lo que hago, ser tan atento siempre y por tu escucha abierta. Gracias, Tomi, por tu dulzura, tus abrazos en mis recreos y por invitarme a escribir nuevas historias juntos.
Gracias a Emi, Juli, Vicky y Rochi, mis amigas, por compartir mis alegrías y logros, por alentarme a nunca bajar los brazos, por brindar conmigo y por mí aunque estemos lejos y por quererme así como soy.
Este sueño cumplido es más lindo porque lo puedo compartir con ustedes, estén donde estén.
Entrar a tu casa de la infancia después de algún tiempo moviliza los sentidos de una forma única. Ya sea que pasen años o solo algunas semanas, esa distancia que existe por el hecho de no seguir viviendo en la que fue TU casa hace que los sentidos se agudicen. Durante años le insistí a mi mamá para que vendiera la casa, que ya le quedaba enorme a ella sola, y se mudara a una más chica, con menos habitaciones para llenar de cosas y menos rincones en los que se acumule polvo y telarañas. En lo posible, que no tuviera escaleras, para que a medida que pasara el tiempo eso no fuera una preocupación. Durante todos estos años, cada vez que le decía algo referido a eso me interrumpía con un claro “dejate de joder”, y ahí se terminaba la conversación. Se reía con ternura al decirlo porque ella no es de ese tipo de expresiones, pero yo sí, entonces me devolvía lo que yo le hubiera dicho a cualquiera que hubiera insistido por años para que yo me fuera de MI casa a otro lugar que probablemente no me gustaría.
Hace unos meses empezó con la idea de dejar por fin no solo la casa, sino el barrio. Mi mamá, esa Lili que nunca quiso mudarse ni siquiera a otra cuadra, quería irse del sur del conurbano bonaerense e instalarse en Chapadmalal, a donde siempre fue de vacaciones y de donde ella siempre dice que guarda los mejores recuerdos. Quizás de eso se trate la vida. En algún momento, después de cruzar alguna barrera o de sentir que ya cumplió con determinada meta, cada persona intenta buscar su bienestar recuperando pedacitos de infancia o de la adolescencia, si es que lo que tiene para recuperar es algo agradable. Supongo que habrá otras personas que lo único que intentan es mirar siempre hacia el futuro, esperando alejarse lo más posible de eso que vivieron. No es el caso de ella, que habla de su pasado con alegre añoranza pero también con ilusión por intentar traer un poco de su pasado hacia su presente y proyectar así su futuro.
Hace unos días, cuando se concretó la posibilidad de vender la casa y de mudarse a una sencilla pero cálida casita costera, mi mamá me confesó que si empezaba a revisar cada cosa para ver a dónde llevarla o qué hacer con eso, no iba a poder avanzar. “Cada vez que agarro una cosa con mis manos, me acuerdo de cuando ustedes eran chiquitas o de mis viejos, y no puedo seguir. Me cuesta mucho”, me dijo con sus ojos empañados, y agregó: “Vos sos mucho más desapegada y lo vas a hacer más fácil”.
Cuando entré, escuché las campanitas que estaban colgadas en la puerta del lado de adentro desde que nos habíamos mudado a esa casa de techos altos y postigones de madera. El sonido electrizante me anticipaba todo lo que me iba a movilizar recorrer cada pasillo y habitación. El olor del parqué encerado me llevó a esos sábados a la mañana en que me despertaba con el sonido de la lustradora y la radio AM de fondo. Mi mamá siempre tiene una radio encendida en la cocina o en el comedor. A veces en los dos lugares al mismo tiempo porque, dice, como va de un lado al otro de la casa ordenando o limpiando, así no se pierde lo que dicen. Ya estaban las cajas de la mudanza para embalar lo que se iba a llevar, pero mi tarea era encargarme de todo lo que no podía llevarse y que no podía quedar ahí porque había que entregar la casa.
Mientras avanzaba, anotaba en las notas del celular a dónde podíamos llevar algunos muebles. Es increíble todo lo que se acumula durante la vida de una persona, al punto de que recorrerlas, mirarlas, es un viaje en el tiempo. Algunas cosas eran para donar. Estaban en buen estado y podía servirle a otra familia. El juego de mesas y sillas del comedor diario y el del patio, un escritorio, una cama, algunos juguetes que todavía quedaban.
Subí la escalera y el sonido de la madera rechinando me hizo acordar a las noches en que me quedaba estudiando en el comedor y subía en puntitas de pie a la madrugada para no despertar a nadie. Era imposible no hacer ruido con una escalera de más de 70 años. Revisar los dormitorios era la parte más difícil para mi mamá y yo pensé que era la más fácil para mí. Su cama se la llevaba, junto con las mesitas de luz. Pero todavía estaban las camas en las que dormíamos mi hermana y yo que, además, habían sido de mi mamá y de mi tía cuando ellas eran chicas. Mi mamá las había traído a nuestra casa cuando fallecieron mis abuelos. Dos camas de una plaza. La acumulación de muebles siempre me abrumó, pero en cuanto me senté sobre el colchón de la que había sido mi cama, solté todas las lágrimas contenidas. Al vender esa casa, mi casa, se me terminaba de ir el último pedazo de infancia y adolescencia que quedaba todo junto, guardado en un lugar al que podía visitar de vez en cuando. Con sus rayos de sol que entraban a la tarde por la ventana de la que había sido mi dormitorio al que había llenado de posters y fotos, con el canto de los pájaros que habían hecho sus nidos en los árboles del fondo, con la cantidad de obras de teatro que hicimos con mi hermana en el living, con los recuerdos de todas las veces que nos resbalamos y caímos por la escalera encerada, con las mil llaves con las que mi mamá nos hacía cerrar cada puerta de la casa, con el aroma de las hojas de laurel y azúcar con el que Lili perfumaba toda la casa para atraer buenas energías. Un hogar cálido lleno de recuerdos, lleno de ella.
Me sequé las lágrimas, cerré los ojos, respiré profundo como me enseñó ella para ponerme en eje, pensar con claridad. Los recuerdos no están en las cosas, están en nosotros y en las personas. Abrí todas las ventanas para ventilar, que entre el sol y el aire fresco. Terminé rápido la lista de todo lo que era para donar. Ordené algunas cosas chiquitas en algunas cajas de la mudanza. Volví a mirar las camas. Me faltaba algo para cerrar esa etapa, así que la llamé a mi hermana y le dije que teníamos que pasar la última noche ahí, juntas, en nuestro lugar.
Fue una relación que estaba condenada al fracaso desde el primer día. Incluso desde antes. Era de esas cosas que ya sabés que no tenés hacer, esos lugares a los que sabés que no tenés que ir, esas personas con las que no tenés que juntarte. Pero ahí estaba yo, ansiosa esperando siempre sus mensajes. Era la época en que solo había SMS, nadie tenía internet en el celular y no podías ubicar a la otra persona si no quería ser ubicada. Podía ser bastante molesto, aunque también es el último recuerdo de libertad que tengo. No había confirmación de lectura posible y él sabía cómo aprovechar eso. Siempre había sido señalado como un pibe que estaba “medio loco”.
El día que lo conocí, diez años antes de salir juntos por primera vez, fue en un cumpleaños de una conocida que vivía en Lomas de Zamora, a unas cuadras de la estación, y que por su ubicación solía ser un punto de encuentro frecuente para hacer la previa antes de ir a los barcitos o boliches de Temperley. Yo tenía 16, él 18. Esa noche el festejo era en la casa. Habían conectado una computadora a unos parlantes y varios habíamos llevado CD con música en MP3 que cada uno había bajado de internet o comprado en el tren. La fiesta había terminado y habíamos quedado siete u ocho personas tomando cerveza caliente y mate frío en el patio de la casa de la cumpleañera, mientras amanecía. Él, sentado en la cabecera de la mesa, decía que algún día iba a hacer un viaje en zorra por todo el continente. Era su sueño. Yo no sabía qué era una “zorra”, además de un animal. Entre risas, sus amigos me explicaron que se refería a esa cosa que anda por las vías de los trenes y que tiene una manivela que sube y baja. El pibe de la zorra. Después de charlar un rato los dos solos, intentó darme un beso, pero le dije que no. No sé por qué, quería pero no. No se dio. Mi amiga Mara, con la que había ido al cumpleaños, me hacía gestos desde el pasillo para apurarme porque ya se quería ir. Me levanté rápido, le dije chau sin mirarlo y me fui. Ahí quedó todo.
Diez años después, nos encontramos por casualidad y charlamos un rato largo. Yo estaba yendo a tomarme el tren para ir a la facultad, él estaba haciendo la fila para hacer un trámite en un Pago Fácil. Yo había vuelto hacía unas semanas de unas vacaciones familiares después de cortar con mi primer novio. Él acababa de volver de un viaje mochilero por el Amazonas y estaba fascinado con la selva. Me invitó a tomar algo para ponernos al día. A mí me caía simpático y me daba curiosidad una persona tan distinta. Le dije que sí. Ahí empezó todo.
Dos años duró una relación que no tenía pies ni cabeza. A veces sentía que la cosa podía funcionar porque él me hablaba de su trabajo, su estudio y sus voluntariados. Enseñaba matemáticas a chicos y chicas de barrios vulnerables. Me parecía sensible, buen tipo, divertido y con ganas de vivir. Sentía que al lado de él iba a poder vivir grandes aventuras.
Hasta que llegó nuestro primer viaje juntos. Iban a ser cuatro días los dos solos en la costa atlántica. Habíamos conseguido un departamento prestado de un familiar. A pesar de que yo había pasado los 25 y que él estaba cerca de los 30, los dos vivíamos con nuestras familias porque nuestra situación económica no nos había permitido independizarnos. Todavía golpeaba la sucesión de crisis económicas y, a pesar de que trabajábamos, era casi imposible pensar en pagar un alquiler. Durante esos cuatro días llovió de manera torrencial así que solo salíamos para comprar churros o pizza. El departamento tenía una cocina muy chiquita con unas hornallas a gas que se apagaban por las ráfagas de viento así que decidimos no cocinar. El dos ambientes estaba en un octavo piso frente al mar. Por eso, aunque la vista era muy linda, era frío y húmedo. Las mantas para cubrirnos a la noche estaban apelmazadas y a pesar de que poníamos una arriba de otra, no nos abrigaban.
El clima, que podría haber invitado a que cualquier pareja aprovechara para no salir ni una vez y disfrutar de la lluvia vista a través de los ventanales, terminó siendo un escenario triste, como las lágrimas de millones de personas al escuchar a Chavela Vargas durante cuatro días. Yo no conocía su música, en ese momento de mi vida estaba más acostumbrada al pogo y al mosh, y él me aseguró que me iba a encantar. Le pregunté qué música hacía. Mis oídos, acostumbrados al rock nacional, a Metallica, los Guns, Green Day y a una larga serie de bandas under del punk local, jamás habían escuchado ni su nombre. Cuatro días estuvimos recostados escuchando canciones que me impulsaban a tirarme del balcón. El pibe de la zorra, que me había hecho reír con sus ocurrencias, ahora me deprimía con la banda sonora de su vida. Como las zorras que suben y bajan su manivela para avanzar, él vivía un sube y baja emocional y así fue esa relación. Hasta que no pude aguantar más y tomé una decisión.
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