Nazis y buenos vecinos - Max Paul Friedman - E-Book

Nazis y buenos vecinos E-Book

Max Paul Friedman

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Beschreibung

Bajo la excusa del terror nazi, los Estados Unidos internaron a más de cuatro mil alemanes, residentes en Latinoamérica, en campos de trabajo del desierto de Texas. Algunos de ellos eran miembros del partido nazi; otros, judíos que huían de Europa y fueron hechos prisioneros junto a sus enemigos y deportados de nuevo a Alemania; en su mayoría, alemanes sin una vinculación política directa. Este exhaustivo ensayo analiza los primitivos guantanamos y la llamada política de buena vecindad que los Estados Unidos llevaría a la práctica con una red de servicios de espionaje, como el FBI o la CIA, para hacerse con los mercados y sistemas políticos de gran parte de Latinoamérica.

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PAPELES DEL TIEMPO

www.machadolibros.com

NAZIS Y BUENOS VECINOS

La campaña de EE UU contra los alemanes de América Latina durante la II Guerra Mundial

Max Paul Friedman

Traducción de Jaime Blasco

PAPELES DEL TIEMPO

Número 9

© Max Paul Friedman, 2003

Published by the Press Syndicate of the University of Cambridge

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-162-4

Índice

Prólogo

Agradecimientos

Introducción. Nazis y buenos vecinos

Capítulo I. Contaminación

Capítulo II. Evaluación

Capítulo III. Listas negras

Capítulo IV. Deportación

Capítulo V. El internamiento

Capítulo VI. Justicia

Capítulo VII. Expropiación

Capítulo VIII. Repatriación

Conclusión. Qué fue de los buenos vecinos

Epílogo. La nueva amenaza

Glosario

Bibliografía seleccionada

Para mi padre

Prólogo

San Francisco, California, abril de 1945. Werner Kappel yace en una cama de hospital con la mejilla llena de metralla y la mandíbula rota mientras se aferra a la medalla que le acaban de conceder, un corazón púrpura. Tiene todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre el extraño curso de los acontecimientos que le han llevado hasta allí.

En 1938, cuando Werner tenía 16 años, su padre, Fred Kappel, un mayorista de pieles judío que vivía en Berlín, fue expulsado de Alemania amenazado por la Gestapo. Padre e hijo viajaron de incógnito a Dinamarca y desde allí se dirigieron a Panamá, donde encontraron trabajo como conductores de autobús. El 7 de diciembre de 1941 Japón atacó Pearl Harbor y el gobierno de los Estados Unidos puso en marcha una operación secreta para asegurar su flanco meridional. Agentes de la inteligencia americana identificaron a Fred, a Werner y a otros cuatro mil alemanes que vivían en América Latina como posibles nazis subversivos y les deportaron a Estados Unidos, donde fueron confinados en campos de internamiento en el desierto de Texas.

Durante el siguiente año y medio Fred se dedicó a enviar cartas desesperadas desde el otro lado de la alambrada a todos aquellos organismos que se le pasaron por la imaginación: al Departamento de Estado, a la Casa Blanca, al Departamento de Justicia y a las organizaciones judeo-americanas. Gracias a esta campaña y a las protestas de otros ochenta refugiados judíos que se encontraban presos en aquellos campos de internamiento acusados de «extranjeros peligrosos de países enemigos», obtuvieron la libertad condicional a finales de 1943. Werner Kappel se fue a vivir a St. Louis, donde encontró un trabajo como aprendiz de panadero. Después, el ejército americano le llamó a filas.

Le enviaron a Filipinas, y resultó gravemente herido mientras luchaba en la batalla de Luzón. Estuvo seis meses hospitalizado. Su primera petición de ciudadanía americana le fue denegada, aludiendo que había entrado ilegalmente en el país, una afirmación irónica y cruel, pues en realidad le habían detenido y le habían traído a Estados Unidos por la fuerza. Pero un congresista se interesó en su caso y a finales de junio de 1945 juró su ciudadanía frente a un juez de Inmigración. A Werner Kappel, veterano de guerra condecorado y ciudadano de los Estados Unidos, todavía le costó seis meses más librarse de la supervisión de la unidad de control de enemigos extranjeros del gobierno.

«Todo aquello resultó muy injusto», recordaba Werner muchos años después. «Habíamos sido víctimas de la persecución nazi y, por tanto, no teníamos nada que ver con Hitler. Ya no nos sentíamos alemanes, y los demás alemanes tampoco pensaban que lo fuésemos. Los americanos eran los únicos que nos veían así.» El paso del tiempo le ha permitido perdonar, pero no consigue olvidar todo lo que le sucedió a él y a otras muchas personas que fueron detenidas en América Latina durante la Segunda Guerra Mundial. «Es ridículo tener que abandonar Alemania huyendo del nazismo y acabar confinado en un campo de detención para nazis», afirma hoy. «¡Todavía me enfado cuando pienso en ello!»1.

Notas al pie

1 Werner Kappel, entrevistas telefónicas con el autor, Sun City, Florida, 30 de marzo de 1999 y 25 de febrero de 2000. Véase también «Records of the War Department on KAPPEL, Werner Julius», en la carpeta «Kappel, Werner. Panama», Name Files of Interned Enemy Aliens from Latin America, 1942-1948, caja 41, Special War Problems Division, RG59, National Archives, College Park, MD.

Agradecimientos

Terminar de escribir un libro implica tener que reconocer una serie de deudas impagables. Estoy en deuda con Diane Shaver Clemens, con David Hollinger y con Victoria Bonnell, de la Universidad de Berkeley, en California, por todos estos años de apoyo y de sabios consejos. A mis viejos amigos y mentores Steve Volk, de la Universidad de Oberlin, y Seymour Hersh, que me enseñó que los secretos no existen, les debo más de lo que soy capaz de expresar con palabras.

En la Facultad de Historia de Berkeley he tenido la suerte de encontrarme siempre rodeado de colegas que me han ofrecido generosamente su amistad y sus críticas. Me refiero a Dirk Moses, a David Engerman, a Phil Soffer, a Jim Cane y a Chaela Pastore. También estoy muy agradecido a los catedráticos Anthony Adamthwaite, Jon Gjerde, Leon Litwack, Gerald Feldman, al difunto Jim Kettner y a la ingeniosa Mabel Lee. En la Universidad de Boulder, Colorado, agradezco el apoyo que me han prestado a Jeffrey Cox y a Paula Anderson, del Centro de las Humanidades y las Artes, y a Tom Zeiler y a Bob Schulzinger, de la Facultad de Historia.

El trabajo de archivo multinacional ha sido imprescindible para ampliar el estudio de las relaciones exteriores más allá de los registros que llevaban a cabo los encargados de diseñar políticas concretas con el fin de analizar el impacto que tendrían sobre los individuos y sobre las naciones a las que estaban destinadas; para encontrar las pruebas que en Estados Unidos son difíciles de conseguir, y para alcanzar una perspectiva tanto externa como interna. Ni mi trabajo de investigación ni las entrevistas que se hicieron en el extranjero habrían podido llevarse a cabo sin el apoyo de las siguientes instituciones: la Society for Historians of American Foreign Relations, la Woodrow Wilson National Fellowship Foundation, el Institute on Global Conflict and Cooperation, la Mellon Foundation, el Franklin and Eleanor Roosevelt Institute, el Rockefeller Archive Center, la American Historical Association, la Lucius N. Littauer Foundation, y en Berkeley, el Institute of International Studies, el Center for German and European Studies, el Center for Latin American Studies, la Graduate Division y la Facultad de Historia.

Más de cuarenta personas que vivieron este tenebroso episodio de la historia accedieron a hablar conmigo sobre sus experiencias. Sus nombres aparecen en la bibliografía. Nuestras conversaciones no siempre fueron fáciles para ellos. Todos cuentan con mi agradecimiento, y me gustaría añadir mi respeto y mi admiración por sus ganas de luchar contra el pasado.

Los archivistas, esos héroes olvidados de la investigación histórica, me abrieron el camino a través de montones de documentos, a menudo bastante oscuros, especialmente en el Politisches Archiv des Auswärtigen Amtes, en Bonn; Bundesarchiv Berlin Lichterfelde, Bundesarchiv Koblenz, Schweizerisches Bundesarchiv, en Berna; Ibero-Amerikanisches Institut, en Berlín, y el Archivo Nacional de Costa Rica, en San José. Desearía mencionar en especial a Rocío Rueda, del Archivo Histórico de Quito, y a Margarita Vanegas, del Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Bogotá; a Bill Walsh, Ken Hegel y John Taylor, de los archivos nacionales de la Universidad de Park, y a Cary Conn, de NA (archivos nacionales), por tener la gentileza de despachar con prontitud mis peticiones de acuerdo con la ley del derecho a la información.

Agradezco los consejos, las ideas, las indicaciones y el apoyo del infatigable Roger Daniels, y también los de Haim Avni, Bart Bernstein, Leon Bieber, Enrique Biermann, Jean-Pierre Blancpain, Friedhelm Boll, Tico Braun, Jurgen Buchenau, Michael Buddrus, Marta Calderón, Judy Ewell, Norbert Finzsch, Edith Friedman, Mark Gilderhus, Marcel Hawiger, Jennifer Hosek, Carmen Janssen, Elisabeth y Kathryn Jay, Ines y Gerd Kaiser, Arnold Krammer, Walter LaFeber, Michel Laguerre, Tom Leonard, Mercedes Muñoz, Hugo Murillo, Mónica Navarro, Ronn Pineo, Rocío Rueda, Rosemarie Sambrano, Bettina Sassen, Chris Scholl, Daniel Schorr, Friedrich Schuler, Elena Servi, Ilka-María y Klaus Vester, Regina Wagner, Heidrun Wimmersberg y Patrik von zur Mühlen. Mi editor, Lew Bateman, ha sido una fuente de motivación a lo largo del proceso, y también he de dar las gracias a mis lectores, Tom Schoonover, David Schmitz y William O. Walker III, por sus excelentes sugerencias. Han sido muchas las manos que han ayudado a dar forma a esta obra, pero cualquier responsabilidad recae exclusivamente sobre mí.

Este libro está dedicado a mi padre, Martin Friedman, que se ha preocupado por esta obra con la misma actitud tranquila con la que lo ha hecho por mí desde que nací.

Desde aquella tarde soleada de verano en Berkeley en que vi a Katharina Vester por primera vez, hasta los fríos inviernos berlineses que pasamos juntos, trabajando en la misma mesa, discutiendo cada uno en nuestro idioma, estoy embelesado por su agudeza mental, por el placer con que utiliza la ironía y por su espíritu indómito. Sine te nihil.

Introducción

Nazis y buenos vecinos

Washington, septiembre de 1941. El presidente Franklin Delano Roosevelt está empeñado en convencer a la reticente opinión pública de su país de la necesidad de embarcarse en una guerra por una causa justa, y advierte a los americanos a través de las ondas que las «tropas de avance de Hitler» están preparando «puntos de apoyo, cabezas de puente en el Nuevo Mundo, para utilizarlas en cuanto se hagan con el control de los océanos». En América Latina «las conspiraciones son constantes». Según el presidente, en ese preciso instante los agentes alemanes están maquinando todo tipo de «intrigas… complots… sabotajes». La última señal inequívoca de que los nazis se están acercando, dice el presidente, es que se acaban de descubrir «campos de aterrizaje secretos en Colombia, desde donde el Canal de Panamá se encuentra a tiro». El público norteamericano escucha absorto a su presidente1.

En Bogotá, estas declaraciones produjeron un gran revuelo. El embajador americano Spruille Braden, muy sorprendido de que «el presidente se hubiera arriesgado a decir algo semejante», envió a su personal a toda prisa a las granjas y campos de arroz de propietarios alemanes para crear ex post facto pruebas que demostraran la verdad de esas declaraciones. El presidente colombiano Eduardo Santos se burlaba de la infundada proclama de Roosevelt, y le decía a Braden que, «a fin de cuentas, Colombia entera es un enorme aeropuerto potencial». Un indignado senado colombiano votó por unanimidad que esos campos de aviación no existían, que Colombia cumplía con su responsabilidad de defenderse contra la amenaza que representaban las potencias del Eje. De vuelta en Washington, el secretario de Estado Cordell Hull se sintió en la obligación de llamar al embajador de Colombia, Gabriel Turbay, para expresarle «la sincera disculpa del presidente, la suya propia y la de su gobierno por aquellas declaraciones involuntarias»2.

Turbay se tomó las cosas con calma. Llevaba todo el año informando a su ministro de Asuntos Exteriores de la «marcada tendencia que muestran los Estados Unidos a exagerar los peligros de la penetración nazi» en América Latina, tanto «deliberada como inconscientemente». ¿Por qué iba a ser el presidente inmune a esos temores?3

LA AMENAZA ALEMANA

La deportación de 4.058 alemanes, 2.264 japoneses y 288 italianos desde América Latina y su posterior confinamiento en los Estados Unidos sigue siendo una de las historias perdidas de la Segunda Guerra Mundial4. Para comprender cómo pudo llegar a suceder hay que retroceder en el tiempo hasta los años anteriores a la entrada de los americanos en la guerra, cuando la administración Roosevelt creía que la amenaza más inmediata contra su seguridad era que los alemanes pudieran desestabilizar América Latina. En esta región vivían más de un millón y medio de alemanes. La mayor parte se concentraban en el sur de Brasil, en Argentina y en Chile, aunque también existían pequeñas comunidades, estrechamente unidas, dispersas por todo el sur y el centro del continente. Los agitadores del Partido Nazi (NSDAP) en el extranjero se habían ganado algunos adeptos y habían provocado un gran alboroto en esta comunidad alemana a mediados de los años treinta; en vísperas de la guerra, la mayoría de los ciudadanos alemanes, aunque seguían sin estar dispuestos a unirse al Partido, celebraban con entusiasmo los éxitos del régimen que gobernaba en su tierra natal. La ineptitud de los espías nazis no había beneficiado nada a la campaña de guerra de su país pero, sin embargo, había contribuido a crear un ambiente de amenaza continua. Los propagandistas británicos, los agentes de los servicios de inteligencia poco profesionales y los acalorados reportajes que aparecían en las noticias avivaron aún más la delirante suposición, muy extendida entre el gobierno y entre la mayor parte de la opinión pública estadounidenses, de que existía una «quinta columna»* nazi que estaba a punto de apoderarse del continente5. Franklin Delano Roosevelt era de esta opinión, y su ejército estaba preparado para un eventual ataque.

Excepto en seis ocasiones, el tema más importante del casi centenar de reuniones del Comité para la planificación conjunta de los departamentos de Estado, de la Marina y de la Guerra, que se celebraron entre 1939 y 1940, siempre fue América Latina6. Los estrategas militares estadounidenses pensaban que lo más razonable era que las fuerzas aerotransportadas alemanas cruzasen el Atlántico por su punto más estrecho, desde Dakar en la colonia francesa de Senegal hasta la provincia de Natal, en Brasil. «Cuando estén listos para enviar escuadrones de bombarderos desde África», le explicaba en 1939 Roosevelt a su amigo el embajador en México Josephus Daniels, los alemanes que viven en América Latina provocarán una «guerra civil… los aviones alemanes volarán desde África y caerán en picado sobre Brasil para que la victoria se decante del bando que los alemanes hayan decidido defender»7. En mayo de 1940, los británicos les advirtieron que esta pesadilla estaba a punto de convertirse en realidad, y el presidente ordenó a su ejército trazar un plan de emergencia, la operación «Vasija de oro», que consistía en enviar 100.000 soldados americanos a Brasil. A los inmigrantes alemanes les habían reservado un papel estelar en el guión que había que seguir ante el ataque nazi. Con las listas negras y las deportaciones, Washington tenía la esperanza de destruir «el foco de contagio de los países Eje» y mantener el continente a salvo8.

Aunque existían listas de todos los alemanes que vivían en Estados Unidos y el FBI tenía a miles de ellos bajo vigilancia, fueron los alemanes de América Latina los que más temores despertaron, porque no se habían integrado del todo, porque a finales de los años treinta los rumores que aseguraban que los nazis estaban implicados en algunos intentos golpistas se creían a pies juntillas, porque los propagandistas nazis proclamaban que todos los alemanes les eran leales, y por un factor que ha sido determinante en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina desde los tiempos de la doctrina Monroe hasta nuestros días: muchos norteamericanos pensaban que los países del sur del continente no podían manejar sus asuntos sin la ayuda paternal de Washington, y daban por supuesto que la mano oculta de las potencias europeas estaba detrás del más mínimo disturbio o de cualquier discrepancia con los planes de Estados Unidos9.

Este punto de vista precipitó la aplicación de una serie de medidas de urgencia que fueron evolucionando hasta convertirse en un programa de deportación y confinamiento de miles de personas. Esta operación se puso en marcha en pleno apogeo de la Política de Buena Vecindad de Roosevelt. Tradicionalmente se considera que ésta fue una época de insólita armonía. Los Estados Unidos habían prometido no intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos y, por este motivo, las relaciones interamericanas vivieron uno de sus mejores momentos. En realidad, esta descripción es una exageración total, un mito que se basa en la flagrante omisión del programa de deportación en los estudios históricos que se han escrito hasta ahora.

En este libro se demostrará que los funcionarios de Washington vulneraron tanto el espíritu como la letra de la Política de Buena Vecindad con el fin de convencer a sus homólogos latinoamericanos de que participaran en el programa de deportación. Aunque haya pasado inadvertido por alguna razón, este programa –la manifestación más evidente de la política que se desarrolló para combatir a las potencias del Eje en América Latina durante la guerra, una política que anunciaba además un regreso al intervencionismo–, debería ser la pieza central de cualquier estudio sobre la historia de América Latina durante la guerra, sobre todo en lo que atañe a las relaciones entre Estados Unidos y los países latinoamericanos en esa época.

¿Por qué el miedo a las victorias nazis en Europa se tradujo en la aplicación de medidas disparatadas contra los alemanes que vivían en el norte y en el sur de América? ¿Por qué a los alemanes que fueron detenidos en Estados Unidos se les permitió prestar declaración y fueron, en su mayoría, puestos en libertad sin llegar a ser encarcelados, mientras que a los que fueron detenidos en América Latina a instancias de Washington se les negó este derecho? ¿Por qué el porcentaje de ciudadanos alemanes que vivía en Estados Unidos y que fue recluido no alcanzó siquiera el uno por ciento, mientras que alrededor del treinta por ciento de los alemanes que vivían en Guatemala, del veinticinco por ciento de los que vivían en Costa Rica, del veinte por ciento de los de Colombia y más de la mitad de los de Honduras fueron expulsados como consecuencia del programa de deportación orquestado por Estados Unidos?10. Los alemanes de Tegucigalpa o los de San José no eran más partidarios del Tercer Reich que los de Yorkville, en Manhattan, o que los de Milwaukee. En toda América Latina había unos ocho mil miembros del Partido Nazi, y la mayoría de ellos vivían en Argentina, en Brasil y en Chile (tres países que no participaron en el programa de deportación)11. Sin embargo, se calcula que el número de afiliados al German-American Bund, el equivalente en Estados Unidos al Partido Nazi, oscilaba entre diez y veinticinco mil12. La concentración del Bund de febrero de 1939 a la que asistieron veintidós mil personas que ovacionaron de forma unánime a los oradores nazis se celebró en el Madison Square Garden de Nueva York13. No existen pruebas que demuestren que los alemanes que vivían en América Latina fueran partidarios más acérrimos de Hitler que sus compatriotas de Estados Unidos.

El gobierno norteamericano tenía otros motivos para aplicar políticas diferentes a los extranjeros alemanes en función de su lugar de residencia. En primer lugar, los norteamericanos pensaban que América Latina era una región vulnerable y dependiente, habitada por latinos indefensos que se encontraban a merced de las decisiones de los extranjeros; en segundo lugar, era difícil que las operaciones de inteligencia destinadas a encontrar elementos subversivos en el sur obtuvieran resultados, ya que contaban con pocos medios; y por último, los alemanes que vivían en América Latina representaban un peligro añadido: se estaban adentrando de manera considerable en los mercados de la región.

A mediados de los años treinta, cuando el mercado de exportación latinoamericano se había reducido como consecuencia de la gran depresión y de las elevadas tarifas proteccionistas, Alemania puso en marcha una fuerte campaña basada en la obtención de acuerdos de comercio exclusivos, en los trueques, en los créditos a la exportación y en la inflación de los precios de los productos latinoamericanos, que tuvo como resultado una espectacular expansión del comercio alemán, con repercusiones directas sobre la economía estadounidense. Se había producido una lucha enconada. «Si Alemania no exporta morirá», proclamaba Adolf Hitler, que necesitaba además materias primas para alimentar su maquinaria de guerra. Por su parte, el secretario de Estado norteamericano Cordell Hull declaraba durante un viaje a América Latina: «Debemos vender nuestros excedentes en el extranjero». La recuperación nacional que había estimulado el presidente Roosevelt dependía del comercio exterior, y las noticias procedentes del sur del continente eran algo preocupantes. Durante el primer año de su agresiva estrategia comercial, las exportaciones alemanas a la región se habían duplicado, mientras que las estadounidenses habían disminuido. Esta tendencia se mantuvo hasta finales de los años treinta. Tanto los fabricantes como la cámara de comercio norteamericanos reclamaban la intervención gubernamental para poder mantenerse a flote14.

El gobierno norteamericano pensaba que la ofensiva económica alemana, al igual que la invasión militar, dependía de la colaboración de los alemanes que vivían en América Latina. En un informe del Departamento de Estado se decía que, al contrario de lo que sucedía con los típicos inmigrantes yanquis, que sólo aguantaban una breve temporada fuera de su país, los inmigrantes alemanes estaban dispuestos a establecerse definitivamente en esa región, y habían aplicado «su innegable eficiencia y su visión para los negocios» a la creación de una cadena de distribución inmejorable; la ventaja que Alemania le llevaba a Estados Unidos se debía a la presencia alemana sobre el terreno. El aumento de las hostilidades entre ambas potencias contribuyó a que el gobierno de Washington confundiera los objetivos militares con los económicos en su afán de garantizar la seguridad nacional. El secretario para la Guerra Henry L. Stimson había advertido al congreso que los «intereses» que tenían los Estados Unidos en América Latina tenían que seguir rutas comerciales. El consejero de economía de Roosevelt, Bernard Baruch, predijo que «el control económico les permitirá a los alemanes apoderase de América Latina sin pegar un solo tiro»15.

Por consiguiente, los encargados de garantizar la seguridad de los Estados Unidos pensaban que la rivalidad económica de los alemanes era un asunto de su incumbencia, y atribuían el éxito comercial de Alemania al trabajo de sus expatriados. Sin embargo, como la amenaza de un ataque militar en el hemisferio occidental comenzó a desvanecerse después de las batallas de Stalingrado y de Midway, el programa de deportación se aplicó sobre todo a aquellos individuos que no tenían ninguna relación con el nazismo pero que habían adquirido una posición económica relevante. Los criterios económicos fueron reemplazando gradualmente a las preocupaciones defensivas, y durante la segunda fase del programa de deportación la intención original de eliminar a los elementos subversivos alemanes fue sustituida por una campaña despiadada cuyo objetivo era apoderarse de la cuota de mercado de los alemanes que quedaban. Para ello debían violar una vez más los principios de la Política de Buena Vecindad y aplicar medidas tales como las amenazas de devastación económica, para controlar la tendencia que existía en América Latina a mantener la presencia alemana como alternativa a la dependencia del capital norteamericano, que no siempre era satisfactoria. La deportación y el confinamiento de personas que no representaban amenaza alguna para la seguridad con el objetivo de mejorar la posición económica de los Estados Unidos, en lugar de favorecer los intereses norteamericanos acabó deteriorando la credibilidad de los motivos que justificaban originalmente este polémico programa, e incrementó el resentimiento hacia esa conducta hegemónica.

El desconocimiento, acompañado con frecuencia por el desdén absoluto, han sido las dos actitudes históricas predominantes de los norteamericanos con respecto a América Latina, y son la causa de la lamentable historia de la política que han administrado en esta región. Sin embargo, en aquella época, los norteamericanos no eran los únicos que tenían una visión confusa de los alemanes que vivían en América Latina: en Berlín sucedía lo mismo. Los responsables del Partido en el extranjero, unas personas que no tuvieron un papel demasiado destacado en el Tercer Reich, aprovecharon el sentimiento pangermanista tradicional para despertar el patriotismo y la lealtad de los emigrantes, e intentar conseguir así su apoyo económico. En las esperanzas que los nazis depositaron en los expatriados alemanes resonaba débilmente el eco de los temores estadounidenses: ambas partes interpretaron equivocadamente el sentimiento de solidaridad grupal y de orgullo nacional y étnico que compartían los alemanes que vivían en América Latina como un síntoma de su disposición a colaborar en la guerra. La política norteamericana era inaceptable, pero la alemana tuvo consecuencias catastróficas: la ineptitud y las tácticas de intimidación de los nazis perjudicaron y ofendieron a sus adeptos potenciales, y además ejercieron un efecto disgregador sobre las comunidades que se suponía que pretendían fortalecer. Aun así, el encargado de la Auslandsorganisation (Organización Exterior) del Partido Nazi, Ernst Bohle, demostraba su ignorancia en 1939 cuando presumía de que «hoy en día el Reich puede contar con los alemanes que viven en el extranjero con mayor seguridad que en 1914»16.

La mayoría de los emigrantes alemanes sabían que la situación era bien distinta, y sus vecinos latinoamericanos también. Sin embargo, tanto en Washington como en Berlín se pensaba que los alemanes de América Latina desempeñaban un papel clave para cumplir con el objetivo que se habían propuesto los nazis: dominar la región desde el punto de vista económico, político y militar. Para los norteamericanos representaban una amenaza y los alemanes habían depositado en ellos falsas esperanzas. Hacia 1941, este punto de vista se había convertido en una opinión generalizada. Cuando Estados Unidos se embarcó en la guerra no existía ningún plan específico para sacar a miles de ciudadanos alemanes de sus casas en América Latina y confinarlos en campos de internamiento en Estados Unidos y, además, tampoco era necesario. Las deportaciones se produjeron como consecuencia directa de la preocupación injustificada por la seguridad y de la lucha económica contra los propios alemanes.

Aunque muchos de los que fueron internados eran completamente inocentes, el entusiasmo que algunos de ellos demostraban por Hitler impide el más mínimo sentimiento de compasión. Pero este rechazo no debe desviar nuestra atención del resto de factores que intervinieron en la decisión de confinar en campos de internamiento a estos partidarios de los nazis y a otros compatriotas suyos menos entusiastas: los prejuicios raciales, los temores característicos de los tiempos de guerra, la convicción de que los latinoamericanos eran inferiores y el oportunismo económico. Tampoco debemos condenar el efecto dañino que produjo esta decisión sobre las relaciones interamericanas a un segundo plano.

La misma percepción equivocada de la situación que originó la campaña de deportación de los alemanes que vivían en América Latina despertó los temores de algunos funcionarios norteamericanos hacia otro enemigo imaginario: los refugiados judíos que huían de Europa. El rechazo de los inmigrantes judíos europeos que buscaban asilo en Estados Unidos es de sobra conocido. Pero pocos saben que los nazis tenían un centro especial en Bergen-Belsen donde habían apartado a varios miles de judíos para intercambiarlos por ciudadanos alemanes apresados por los Aliados. Este hipotético intercambio se podría haber llevado a cabo contando con los alemanes de América Latina que estaban dispuestos a ser repatriados. En este libro se explica por primera vez cómo se podrían haber salvado miles de vidas negociando con los alemanes. También se cuenta que el Departamento de Estado norteamericano fustró cualquier intento de llevar a buen término este proyecto.

Se mire como se mire, el programa de deportación e internamiento no benefició a nadie. Empeoró las relaciones entre Estados Unidos y América Latina en una época en la que se habían depositado grandes esperanzas en que se consolidaran. Muchas personas que no representaban ninguna amenaza para los intereses de los Estados Unidos se vieron privadas de sus medios de vida y de sus propiedades, y como no les concedieron el juicio que les correspondía por derecho, tuvieron que pasar los años que duró la guerra encerrados tras las alambradas. Se desviaron fondos que deberían haberse dedicado a la guerra real. Se vulneraron leyes nacionales e internacionales. Se abrió el camino de la corrupción en los países latinoamericanos al estrecharse la colaboración extraoficial entre la policía y los servicios de inteligencia norteamericanos y latinoamericanos, que fomentó en toda la región esa concepción de la seguridad interna al margen de la ley que resultó tan perjudicial durante la última mitad del siglo XX. Llegó a determinar incluso el fracaso del rescate de miles de personas que estaban en peligro, y que más tarde fueron asesinadas por los auténticos nazis de Europa. Y, además, todo esto no sirvió para mejorar la seguridad de América Latina o la de Estados Unidos.

NAZIS Y BUENOS VECINOS

El tema principal de este libro es la historia del programa de deportación, pero este tema también sirve de punto de partida para estudiar otras cuatro cuestiones de mayor alcance que se encuentran implícitas en el título.

La expresión «Nazis y buenos vecinos» hace referencia, en primer lugar, a las políticas exteriores que Alemania y Estados Unidos ejercieron sobre América Latina en una época en la que se dio la casualidad de que las preocupaciones de Adolf Hitler y las de Franklin D. Roosevelt coincidían. En los años que transcurrieron entre la toma de posesión de Roosevelt en 1933 y el comienzo de la guerra, las relaciones entre América Latina y Estados Unidos vivieron su mejor momento. Pero la amenaza nazi, tanto la real, que provenía de Europa, como la imaginaria, que tenía su origen en América Latina, ejerció tal presión sobre este sistema de cooperación que contribuyó al fin de este período de no interferencia estadounidense. Las tácticas diplomáticas y económicas que empleaba el gobierno de Washington para justificar las deportaciones y las expropiaciones de los alemanes contradecían los presupuestos de la Política de Buena Vecindad. Los latinoamericanos pensaban que el programa de deportación había convertido a la Política de Buena Vecindad en una víctima más de la guerra, y los funcionarios americanos lo reconocían en privado.

En segundo lugar, el título de este libro indica que existían dos categorías de alemanes que vivían en América Latina: los «nazis» y «los buenos vecinos». El gobierno norteamericano intentó distinguir entre unos y otros, pero fracasó en el intento. Los funcionarios encargados del programa de deportación no percibían la diferencia con claridad. Sus órdenes eran contradictorias. Algunas veces, había que ocuparse de los nazis peligrosos y dejar tranquilos a los alemanes pacíficos, y otras pensaban que todos los alemanes eran peligrosos en virtud de su nacionalidad. De acuerdo con este principio, los campos de internamiento se llenaron de «buenos vecinos». Otro de los motivos de las deportaciones fue que algunos dirigentes latinoamericanos se dieron cuenta de que lo único que tenían que hacer para apoderarse de las propiedades de sus vecinos alemanes era acusarles de nazis y entregárselos al gobierno norteamericano. En este estudio se aportan documentos procedentes de los archivos de siete países, y se analizan por primera vez 531 informes que encargó el gobierno norteamericano después de la guerra en los que se demuestra que el porcentaje de deportados que se merecían realmente la etiqueta de «extranjero peligroso de países enemigos» era mínimo.

Puede que la tercera acepción del título de este libro sea la más controvertida: desde el punto de vista de algunos latinoamericanos y de la mayoría de los alemanes, uno podía ser al mismo tiempo un «nazi» y un «buen vecino». La admiración que despertaban los alemanes, incluso los nacionalistas, entre los latinoamericanos, en ocasiones rozaba la idolatría. Para perplejidad de sus rivales norteamericanos, los alemanes habían logrado conquistar el corazón de muchos latinoamericanos simplemente porque habían echado raíces, habían aprendido la lengua local y habían contribuido de manera asombrosa al desarrollo económico de esos países sin intentar meter baza en los asuntos latinoamericanos como hacían los norteamericanos. Para muchos funcionarios latinoamericanos, los alemanes no representaban ninguna amenaza de orden político o económico, y no distinguían entre los que pertenecían al Partido y los que no. Por eso, cuando les presionaron para que expulsaran a algunos de sus ciudadanos preferidos, lo hicieron a regañadientes. Después de la guerra lucharon para que volviesen. Aunque muchos latinoamericanos se sentían ofendidos por los planteamientos racistas de los nazis, las elites que gobernaban Cuba, Chile y otros países, blancos en su mayoría, también pensaban que se encontraban en la cima de una jerarquía racial natural. Los latinoamericanos que vivían en Estados Unidos sabían de sobra que la sociedad norteamericana tampoco se libraba de la discriminación racial, una discriminación en la que el Estado participaba de forma activa. A pesar del conflicto que existía entre las dos grandes potencias que competían para lograr su apoyo y sus simpatías, los líderes latinoamericanos no pensaban que estuvieran inmersos en una lucha entre el bien y el mal, sino que se veían a sí mismos como dirigentes responsables que intentaban obtener ventajas para los intereses de sus naciones de un enfrentamiento entre grandes potencias.

Por último, el título de este libro plantea una pregunta ineludible para cualquiera que quiera comprender la época fascista tanto en Alemania como en cualquier otro lugar. ¿Cómo pudieron los buenos vecinos, las buenas personas, convertirse en nazis?* Salvo unos pocos activistas y un número de espías aún menor, los alemanes de América Latina que se afiliaron al partido no eran fanáticos nacionalistas. La mayoría de los que firmaron los carnés de miembro del partido lo hicieron por patriotismo, por oportunismo y por presión de grupo, no por fanatismo o por racismo. Los expatriados alemanes que habían crecido en la Alemania del káiser Guillermo anterior a la Primera Guerra Mundial culpaban a la frágil democracia de entreguerras de la República de Weimar de la decadencia de Alemania, y se alegraron del advenimiento de un líder fuerte que prometía una renovación económica y la grandeza para la nación. Dudo mucho que ninguno de los que vivían en la Alemania de después de 1933 pudiera evitar darse cuenta del odio y la violencia inherentes a los métodos de Hitler. Para aquellos que vivían al otro lado del océano, la cosa cambiaba. La distancia hacía que a menudo fueran incapaces de «ver el estado real de los asuntos de una sociedad organizada para la guerra y atormentada por la Gestapo», en palabras de un informe de los servicios de inteligencia norteamericanos17. Las actividades de los grupos nazis locales no eran ni mucho menos beneficiosas: se dedicaban a boicotear a los judíos socialmente y no toleraban que nadie expresara un punto de vista distinto del suyo en las comunidades alemanas. Sin embargo había mucha gente afiliada al Partido que interpretaba las concentraciones como una prolongación del espíritu nacionalista y como un ejemplo de la solidaridad del grupo, que habían llevaban tanto tiempo tratando de fomentar desde su posición de emigrantes. El hecho de que hubiera personas normales que se habían sentido atraídas por el nazismo debería inquietarnos mucho más que la idea de que todos los alemanes que apoyaban a Hitler eran malvados y que por tanto no tenían nada que ver con nosotros. Se trata de una conclusión mucho más preocupante.

LOS TEMAS QUE ESTE LIBRO NO TRATA

En este libro no se habla de los japoneses que fueron encarcelados en América Latina. Tampoco se habla de los italianos.

La campaña destinada a combatir la influencia de los ciudadanos del Eje en América Latina y a expulsarlos físicamente de la región, estaba dirigida de manera casi exclusiva contra los alemanes, que a los ojos de los norteamericanos representaban una terrible amenaza. Los alemanes estaban repartidos por toda América Latina, habían alcanzado un estatus social relevante y habían triunfado en los negocios. Los japoneses, por su parte, acababan de llegar y eran muchos menos. En las peores pesadillas de los estadounidenses, los que se apoderaban de los países latinoamericanos eran los «nazis», no los «japos». El secretario de Estado, Cordell Hull había afirmado: «En la mayoría de los países, los japoneses no representan un problema»18. Salvo en el caso de Perú y de Panamá, los japoneses que acabaron en los campos de internamiento de Estados Unidos fueron detenidos como consecuencia de un programa que había sido puesto en marcha con el fin de deportar alemanes19.

El número de prisioneros italianos capturados en América Latina fue todavía menor. Tan sólo se detuvo a 167 personas con sus correspondientes familias. La mayoría eran marinos mercantes y diplomáticos repatriados. También había algunos presuntos fascistas y víctimas de la negligencia de los servicios de inteligencia. Jamás se sospechó que existiera una «quinta columna italiana». Los italianos se habían adaptado rápidamente a la sociedad latinoamericana gracias a las similitudes lingüísticas, culturales y religiosas que existían entre ambas culturas. Los expatriados italianos, que pertenecían en su mayoría a la clase trabajadora, no eran especialmente partidarios del fascismo. Simpatizaban más con los movimientos anarquistas. Al presidente Roosevelt no le preocupaban demasiado: «Son una panda de cantantes de ópera. Los alemanes, en cambio, sí que son peligrosos», le había confesado al fiscal general Francis Biddle20.

Este libro tampoco se centra en las políticas de guerra de Argentina, Brasil, Chile y México, ni en las relaciones de los Estados Unidos con los gobernantes de estos países. Tampoco se habla de la experiencia de las comunidades alemanas de aquellos países. Y no se hace por una sencilla razón: estos países no accedieron a deportar a Estados Unidos a los ciudadanos alemanes que vivían dentro de sus fronteras. El compromiso que tenían con los norteamericanos era mucho menor que el que habían contraído los quince pequeños países que sí cooperaron con ellos en el programa de deportación. Cada uno tenía sus propias razones para negarse a colaborar con los estadounidenses. Históricamente, Argentina tenía una estrecha relación con el ejército alemán y, además, el gobierno argentino había decidido mantener una imagen fuerte y presentarse como una alternativa a los Estados Unidos. Durante la guerra, el gobierno argentino adoptó una política independiente de tendencia fascista, y no tenía ninguna intención de molestar a los alemanes que vivían en el país. La intención de Chile, un país con cerca de tres mil millas de línea de costa indefendible expuesta a posibles ataques, era permanecer neutral durante el conflicto todo el tiempo que fuese posible, mientras mostraba sus simpatías hacia los Aliados, una actitud similar a la que habían adoptado los Estados Unidos en relación con Gran Bretaña entre 1939 y 1941. El sistema judicial chileno se hizo cargo de aquellos alemanes que el gobierno consideraba peligrosos. Brasil y México, que en un principio habían sido aliados de Estados Unidos, acabaron construyendo sus propios centros de internamiento para los ciudadanos de los países del Eje que las autoridades consideraban peligrosos y se opusieron firmemente a los deseos del gobierno de Washington, que pretendía controlar sus planes de seguridad interior21.

Tanto los pequeños países de la cuenca caribeña como los más septentrionales de Sudamérica no pudieron resistirse a la presión de los norteamericanos. La mayor parte de los alemanes que fueron deportados desde América Latina procedían de Colombia, de Guatemala, de Costa Rica y de Ecuador. Por esta razón, en este libro se hace especial hincapié en lo que sucedió en estos países.

Aunque en alguna ocasión se analicen los métodos de los servicios de inteligencia norteamericanos, éste no es un libro que se centre en el espionaje o en el contraespionaje que se ha desarrollado en América Latina. Casi todos los espías alemanes que trabajaban en la región en esa época, lo hacían en Argentina, en Brasil, en Chile o en México. Las eficaces medidas que adoptaron los Estados Unidos para contrarrestar este espionaje ya han sido analizadas en otros estudios22. De los 4.058 alemanes que fueron deportados, tan sólo ocho habían estado involucrados en labores de espionaje. El FBI redactó un informe en el que se afirmaba que el sabotaje había sido «prácticamente inexistente». Tanto el sabotaje como el espionaje eran pistas falsas23.

LOS CAPÍTULOS

Este libro está organizado en capítulos de la siguiente manera: en el capítulo I, «Contaminación», se describen las comunidades alemanas de América Latina. En estos reductos relativamente autónomos de la alemanidad se mantenía la identidad cultural de la patria firmemente arraigada, aunque en algunas ocasiones los intereses de estas comunidades no siempre coincidían con los planes del gobierno de Berlín. La manipulación de los símbolos nacionales, las presiones constantes y el respaldo popular del que gozaba el nuevo régimen, hicieron que los alemanes que vivían en América Latina se pusieran del lado del gobierno de su país. Esto no quiere decir que fueran partidarios radicales del nazismo. La conducta del Partido Nazi resultaba tan ofensiva que mucha gente pensaba que todos los alemanes estaban cortados por el mismo patrón. El terreno estaba abonado para que, una vez embarcados en la guerra, los Estados Unidos emprendieran un programa de deportación de largo alcance a pesar del escaso interés que Alemania demostraba por aquella región.

En el capítulo II, «Evaluación», se analiza la torpeza de los servicios de inteligencia norteamericanos, que en esta época todavía se encontraban en pañales, a la hora de identificar a los nazis peligrosos. También se explica cómo contribuyó la prensa amarilla a crear la imagen distorsionada de la realidad que tenían los funcionarios estadounidenses, y el importante papel que desempeñaron los escasos refugiados y exiliados alemanes que practicaban el contraespionaje amateur. Su contacto previo con el nazismo europeo les había predispuesto contra sus vecinos alemanes, y sus temores se reflejaban en los informes que transmitían a sus contactos norteamericanos.

En el capítulo III, «Listas negras», se analiza cómo los estadounidenses tomaron la decisión unilateral de iniciar una guerra económica y confeccionaron para ello una lista negra en la que aparecían empresas y particulares alemanes radicados en América Latina sin consultar a los gobiernos de los países afectados. De esta manera, vulneraron por primera vez uno de los presupuestos fundamentales de la Política de Buena Vecindad: la promesa de respetar la soberanía de los gobiernos latinoamericanos. Las protestas que suscitó esta decisión dan una idea del daño que hizo la campaña antialemana a la Política de Buena Vecindad.

En el capítulo IV, «Deportación», se describe la rápida evolución de un programa de deportación regional que había sido concebido sin planificación alguna como una medida de seguridad restringida. En este capítulo también se explican las maniobras diplomáticas que realizaron los estadounidenses para convencer a los dirigentes latinoamericanos de que entregasen a los alemanes que vivían en sus países. En algunas ocasiones se volvieron a utilizar las tácticas de presión típicas de la época anterior a Roosevelt. En cualquier caso, los dirigentes latinoamericanos no eran simples «marionetas» controladas por Washington24. Algunos de ellos defendían los intereses de sus países o los suyos propios, y se negaban a satisfacer las exigencias de los Estados Unidos, las interpretaban a su antojo o contestaban con evasivas. Hubo gobernantes que llegaron incluso a aprovechar la presión que ejercían los norteamericanos para expulsar a sus oponentes políticos y apropiarse así de valiosas propiedades. En este capítulo se analizan los procedimientos de detención, de deportación y de transporte de prisioneros hasta los Estados Unidos, y se estudian muchos casos en detalle para demostrar que, en realidad, la mayoría no representaban ninguna amenaza contra la seguridad nacional.

En el capítulo V, «Internamiento», se describen las condiciones en las que se encontraban los campos de internamiento de los Estados Unidos y de América Latina, desde la mugrienta y abarrotada prisión estatal de Stringtown, Oklahoma, hasta las cuidadas edificaciones de estilo colonial rodeadas de césped, de Seagoville, Texas, construidas a imagen de un campus universitario.

La separación de las familias levantó las protestas de los presos y de sus recién politizadas mujeres, y los estadounidenses se vieron forzados a cambiar de política y a reagrupar a las familias. Se presta especial atención en este capítulo a la experiencia de más de ochenta refugiados judíos que fueron capturados en América Latina e internados en Estados Unidos; aparte de lo sorprendente que resulta que acabaran presos en unos campos de internamiento que habían sido construidos para encarcelar a sus enemigos, sus declaraciones confirman además que en estos campos sólo había una pequeña minoría de activistas nazis que utilizaban métodos de presión y aprovechaban el respaldo del régimen alemán, para controlar a una mayoría bastante dócil, tal y como lo habían hecho en las comunidades alemanas de América Latina de donde procedían.

En el capítulo VI, «Justicia», se cuenta cómo algunos funcionarios del Departamento de Justicia especialmente preocupados por los derechos humanos fueron descubriendo gradualmente que en los campos de internamiento había muchos civiles inofensivos que habían sido detenidos porque se suponía que representaban una amenaza contra la seguridad nacional. Este descubrimiento dio lugar a una fuerte confrontación con el Departamento de Estado. El testimonio, inédito hasta ahora, de un funcionario norteamericano que conocía de primera mano el programa de deportación viene a confirmar que la mayoría de los prisioneros no representaban ninguna amenaza contra la seguridad de los Estados Unidos.

En el capítulo VII, «Expropiación», se estudian los aspectos económicos del programa de deportación. Se explica cómo gracias a este programa los Estados Unidos erradicaron la presencia económica alemana en una región que siempre habían considerado de su propiedad. El detonante de las deportaciones había sido el miedo a una amenaza militar potencial, pero bastante tiempo después de que este peligro hubiera desaparecido, se siguieron llevando a cabo con el fin de acabar definitivamente con un importante rival comercial. No todos los dirigentes latinoamericanos adoptaron la misma postura ante esta situación: algunos se opusieron a las políticas de guerra económica porque suponían una intromisión en la política interior de sus países, e intentaron proteger las inversiones alemanas para no tener que depender únicamente de los Estados Unidos; otros sucumbieron a las presiones norteamericanas, expropiaron a los alemanes y repartieron entre sus amigos las posesiones recién confiscadas. También hubo algunos que utilizaron el capital alemán para cuadrar los presupuestos nacionales.

En el capítulo VIII, «Repatriación», se examina la reacción del gobierno alemán ante el programa de deportación, y se describe el tira y afloja de los Estados Unidos para repatriar a los prisioneros alemanes a la Alemania del Tercer Reich. La intención inicial del gobierno de Washington había sido traer a los Estados Unidos a los alemanes peligrosos de América Latina e intercambiarlos por los americanos que se encontraban en Alemania. El gobierno británico se oponía a ello. No estaban dispuestos a suministrar más hombres al enemigo, sobre todo si estaban en edad militar. El gobierno norteamericano no estaba satisfecho con la «calidad» del primer reemplazo de ciudadanos americanos que habían llegado de Europa. La mayoría ni siquiera habían nacido en los Estados Unidos. Así que decidieron que los prisioneros alemanes presuntamente peligrosos siguieran en los campos de internamiento y suspender los intercambios. Como los funcionarios alemanes no conseguían reunir más rehenes americanos para intercambiar, se ofrecieron a liberar en su lugar a miles de judíos que se encontraban en campos de concentración. Sin embargo el gobierno norteamericano no quiso aprovechar esta oportunidad única.

En el epílogo, «La nueva amenaza», se describe la desilusión que sintieron los funcionarios norteamericanos que se habían pasado toda la guerra intentando expulsar a los nazis de América Latina cuando descubrieron que las personas a las que habían encarcelado no eran en realidad los peligrosísimos agentes secretos que se imaginaban.

Cuando el gobierno norteamericano dejó de perseguir nazis y se dedicó a perseguir comunistas siguió utilizando las mismas tácticas chapuceras que había empleado con los alemanes. El resultado fue una política exterior más ineficiente si cabe y un historial sangriento que se convirtió en una fuente de conflictos con el resto del continente. La campaña contra los alemanes que vivían en América Latina arruinó los progresos que se habían logrado gracias a la política de Buena vecindad. Tampoco sirvió para mejorar la seguridad del hemisferio. Pero además creó un precedente que permitió al gobierno de los Estados Unidos, obsesionado por la cruzada anticomunista en la que se había embarcado, cometer durante los cincuenta años siguientes todo tipo de excesos en América Latina, una región que los americanos nunca fueron capaces de entender.

Notas al pie

1 Russell D. Buhite y David W. Levy, eds., FDR’s Fireside Chats (Norman: University of Oklahoma Press, 1992), 192.

2 Spruille Braden, Diplomats and Demagogues (New Rochelle, NY: Arlington House, 1971), 240; Braden a Welles, 24 de noviembre de 1941, carpeta 12, caja 67, Sumner Welles Papers, FDR Library, Hyde Park, NY; Hull, «Reference to Air Field in Colombia», 17 de septiembre de 1941, bobina 28, Cordell Hull Papers (microfilm), Manuscript Division, Library of Congress, Washington, D.C. (de aquí en adelante LC). Véase también David Bushnell, Eduardo Santos and the Good Neighbor, 1938-1942 (Gainesville: University of Florida Press, 21967), 60-1.

3 Alberto Vargas al Ministerio de Relaciones Exteriores (de aquí en adelante MRE), 17 de septiembre de 1940, «Actividades Nazis 1940», Actividades Nazis 1940-1942, Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá, Colombia (de aquí en adelante AMRE); Turbay al MRE, 25 de julio de 1941, Embajada de Colombia en Washington, AMRE.

4 El número de deportados por nacionalidad aparece en White a Bingham, 28 de enero de 1946, «Statistics», Subject Files, 1939-54, caja 70, Special War Problems Division (de aquí en adelante SWP), RG59, National Archives, College Park, MD (de aquí en adelante NA).

* El término «quinta columna», que es utilizado de forma cotidiana en esta época, se acuñó durante la Guerra Civil Española, cuando el general fascista Emilio Mola explicó los soldados con los que contaba para atacar Madrid. «Tenemos cuatro columnas que avanzan hacia la capital», dijo. «Y dentro de la ciudad tenemos una “quinta columna”».

5 Cita de Mola en Congressional Record, Senate, vol. 86, pt. 6, 76th Congress, 3rd sess., 6773.

6 Ernest May, «The Alliance for Progress in Historical Perspective», Foreign Affairs, 41 (julio de 1963): 759-60, citado en Walter LaFeber, Inevitable Revolutions: The United States in Central America (New York: Norton, 1983), 82.

7 Josephus Daniels Diary, 14 de enero de 1939, bobina 7, Daniels Papers, Manuscript Division, LC.

8 Departamento de Estado, Policy of the United States Government in removing dangerous Axis nationals from the other American republics, 28 de mayo de 1943, «711.5», Costa Rica: San José Embassy Confidential File, caja 26, RG84, NA.

9 Véase Lars Schoultz, Beneath the United States: A History of U.S. Policy toward Latin America (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1998); John J. Johnson, A Hemisphere Apart: The Foundations of United States Policy toward Latin America (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1990).

10 Las estadísticas de los internamientos de alemanes en los Estados Unidos aparecen en el capítulo IV. En el caso de los demás países las cifras son aproximadas.

11 Para los datos con fecha de junio de 1937, véase Hans-Adolf Jacobsen, Nationalsozialistische Aussenpolitik, 1933-1938 (Frankfurt: Alfred Metzner Verlag, 1968), 662-3, y compárese con Michael Naumann, «Ausgewählte Daten zur Auslandsorganisation der NSDAP, Stand am 30.6.1939», basado en Bundesarchiv document NSD 8/43 (Auslandsorganisation der NSDAP. Statistik, 30.6.1939, Geheim). Por cortesía de Michael Naumann, Institut für Zeitgeschichte, Aussenstelle Berlin-Lichterfelde.

12 La estimación más alta es de Francis MacDonnell, Insidious Foes: The Axis Fifth Column and the American Home Front (New York: Oxford University Press, 1995), 47; la más baja es de Susan Canedy, America’s Nazis: A History of the German American Bund (Menlo Park, CA: Markgraf, 1990), 86.

13 «22.000 Nazis Hold Rally In Garden», New York Times, 21 de febrero de 1939.

14 Hans-Jürgen Schröder, «Die Vereinigten Staaten und die nazionalsozialistische Handelspolitik gegenüber Lateinamerika», Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 7 (1970): 309-71; Lloyd C. Gardner, Economic Aspects of New Deal Diplomacy (Madison: University of Wisconsin Press, 1964), 52.

15 Adolf A. Berle a los jefes de las legaciones diplomáticas en los demás países americanos, The Pattern of Nazi Organizations and Their Activities in the Other American Republics, 6 de febrero de 1941, p. 26, 862.20210/414A, RG59, NA. Stimson en el Comité del Senado sobre relaciones exteriores, Hearings on S. 275, 77th Congress, 1st sess. (Washington, 1941), pt. 1,131; Bernard Baruch, My Own Story: The Public Years (New York, 1960), 275. Ambas se citan en Gardner, Economic Aspects, 122-4.

16Minutes of the first meeting of the Latin America Conference on 12 June 1939 in the Auswärtiges Amt, 12 de junio de 1939, R67412, Rückwanderung aus Südamerika - Allgemeines, Kulturabteilung, Politisches Archiv des Auswärtigen Amtes, Bonn (de aquí en adelante PAAA).

* Aquí el término «nazi» se refiere a los alemanes de América Latina que se afiliaron a organizaciones nazis o que apoyaron a Hitler abiertamente, no a aquellos que participaron o colaboraron en el holocausto u otros crímenes de guerra. Las personas que aparecen en este libro estaban demasiado lejos como para verse implicadas en los horrores perpetrados en Europa.

17 JRT, «German Kulturpolitik in the Other American Republics», 5 de octubre de 1942, en la carpeta «Reports Prepared by the Special Section», Office of Intelligence Research, Division of Research for the American Republics, caja 13, Division of American Republics (ARA), RG59, NA.

18 Hull a Biddle, noviembre de 1942, 740.00115EW1939/4570, RG59, NA.

19 Cerca de 2.000 procedían de Perú, que se ofreció a enviar a los Estados Unidos a todos los japoneses que vivían dentro de sus fronteras, es decir, unas 30.000 personas. En un principio el Departamento de Estado estaba de acuerdo, pero este plan no se llevó a cabo por falta de barcos. Keeley a Long, doc. 740.00115EW1939/5670, RG59, NA, College Park, MD. Véase también C. Harvey Gardiners, Pawns in a Triangle of Hate: The Peruvian Japanese and the United States (Seattle: University of Washington Press, 1981), y P. Scott Corbett, Quiet Passages: The Exchange of Civilians between the United States and Japan during the Second World War (Kent, OH: Kent State University Press, 1987).

20 Francis Biddle, In Brief Authority (Garden City, NY: Doubleday & Co., 1962), 207. Véase también Rockefeller a Welles, Reclassification of Italians - Repercussions in Latin America, 26 de mayo de 1942, 740.00115EW1939/3520 3/5, RG59, NA; Luigi Rossi, «L’etnia italiana nelle Americhe: la strategia statunitense durante la seconda guerra mondiale», Nuova Rivista Storica, 79: 1 (1995): 115-142; Orazio A. Ciccarelli, «Fascist Propaganda and the Italian Community in Peru during the Benavides Regime, 1933-1939», Journal of Latin American Studies, 20 (1988): 361-88.

21 Venezuela también contaba con instalaciones penitenciarias propias y se opuso a deportar a los alemanes a Estados Unidos.

22 Véase Leslie B. Rout, Jr., y John F. Bratzel, The Shadow War: German Espionage and United States Counterespionage in Latin America during World War II (Frederick, MD: University Publications of America, 1986); Stanley E. Hilton, Hitler’s Secret War in South America 1939-1945: German Military Espionage and Allied Counterespionage in Brazil (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1981), y Maria Emilia Paz, Strategy, Security, and Spies: Mexico and the U.S. as Allies in World War II (University Park: Pennsylvania State University Press, 1997).

23 FBI, German Espionage in Latin America, junio de 1946, 862.20210/6-1746, RG59, NA, pp. 38, 105-6; Hoover a Neal, 14 de octubre de 1946, 862.20210/10-1446, RG59, NA. Los ocho aparecen citados en el capítulo II.

24 La frase es de William Roseberry, «Social Fields and Cultural Encounters», en Gilbert M. Joseph, Catherine C. LeGrand y Ricardo D. Salvatore, eds., Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of U.S.-Latin American Relations (Durham, NC: Duke University Press, 1998), 517.

Capítulo I

Contaminación

«Gott beschütze uns vor

Sturm und Wind,

und vor Deutschen,

die im Ausland sind.»

«Dios nos proteja

de la tormenta, del viento

y de los alemanes

que están en el extranjero.»

                Proverbio de los marineros alemanes

Ciudad de Guatemala, febrero de 1936. A sus cuarenta y un años, el viajante Gerhard Hentschke goza de una posición que no habría logrado jamás en su patria natal. Su puesto oficial como agregado comercial de Alemania no es más que una tapadera para llevar a cabo tareas mucho más importantes: es el jefe del Partido Nazi en Guatemala, el «representante personal del Führer», en sus propias palabras. Incluso en este remoto rincón de los dominios alemanes, Hentschke y sus discípulos trabajan sin descanso, «impulsados por el auténtico espíritu nacionalsocialista, para participar en la construcción de la Nueva Alemania del Tercer Reich». El Partido cada vez tiene más afiliados, y la mayoría de ellos son jóvenes. Aquellos miembros del Partido que mancillan la raza casándose con guatemaltecos son expulsados de manera fulminante. En Guatemala se ha organizado todo un boicot social contra los judíos, apoyado por patrullas callejeras que se pasean por los barrios alemanes. Se presiona a los alemanes para que rompan las relaciones con sus amistades judías. Ningún empresario debe tener contratado a un judío. Los nazis todavía no se han apoderado de la junta directiva del Club Alemán, porque los alemanes más mayores, los más arraigados, se oponen rotundamente, pero ni los propios seguidores de Hentschke han sido capaces de disuadirle de izar en el club una bandera con una esvástica en el día de la bandera alemana, una actitud que viola la ley guatemalteca1.

No todas las estratagemas funcionan. El desdichado embajador alemán en Guatemala, Erich Kraske es incapaz de sofocar los numerosos conflictos que surgen por culpa de los activistas del Partido, pero ha conseguido evitar sin embargo que Hentschke manipule las listas de invitados a los actos oficiales de la embajada. Kraske le confesaría a su sucesor que representar a la comunidad alemana de Guatemala, siempre en discordia, era «un honor, pero no un placer». El presidente Jorge Ubico, un personaje que acostumbra a encarcelar a todo aquel que le critica y que tiene un palacio atestado de bustos de Napoleón, mira con buenos ojos a la acaudalada comunidad alemana, pero no está dispuesto a aceptar la peregrina reclamación de Hentschke, que pretende que se le conceda un derecho de veto sobre todos los extranjeros anónimos que soliciten una audiencia con el presidente guatemalteco2.

Mientras las tropas de su venerado Führer se dirigen hacia Renania, Hentschke ha puesto en marcha una campaña un poco más modesta, a su medida. Un grupo de destacados ciudadanos alemanes le ha pedido al ministro Kraske que le pare los pies a este líder nazi cuya actitud amenaza la unidad de los alemanes e influye negativamente en el ambiente mercantil, en la medida en que afecta a las buenas relaciones con los gobernantes locales. Los miembros de la junta directiva del Colegio Alemán, la mejor escuela del país, con mayoría de estudiantes guatemaltecos, han amenazado con dimitir aduciendo que la ideología nazi está invadiendo el programa de estudios y que se ha introducido en la escuela el saludo hitleriano. Tanto Hentschke como los profesores de esta institución, en su mayoría nazis traídos de Alemania y pagados por el gobierno de Berlín, siguen adelante con sus planes de adoctrinamiento y luchan abiertamente por el control de la junta directiva del colegio.

El presidente Ubico, un hombre de poco carácter, acostumbrado a las decisiones bruscas, cansado de las disputas de los alemanes y de la campaña de propaganda que sufren los estudiantes, ordena el cierre del colegio. La enfurecida respuesta de Hentschke ilustra la dificultad que encuentran las malas hierbas nazis para echar raíces en suelo latinoamericano: «¿Quién se cree que es este indio?»3.

LAS COMUNIDADES ALEMANAS

Aunque tradicionalmente América Latina ha sido el refugio preferido del Ugly American, existe un estereotipo equivalente entre los alemanes que podríamos denominar Ugly German y que estaría representado por los activistas nazis racistas que aparecieron en la escena latinoamericana en la década de 1930. Los matones advenedizos de la calaña de Gerhard Hentschke ofendían en gran medida a los inmigrantes que llevaban mucho tiempo viviendo en América Latina, no sólo en Guatemala, y suscitaban reacciones violentas que acababan repercutiendo de forma negativa sobre las comunidades alemanas que se suponía que pretendían defender. Aunque no había entre los expatriados alemanes muchos activistas que se dedicaran a reclutar militantes para el Partido Nazi, los que sí lo hicieron provocaron en cierta medida una reacción contra los alemanes que se plasmó en el plan de deportación que se estudia en este libro.