Repensando el antiamericanismo - Max Paul Friedman - E-Book

Repensando el antiamericanismo E-Book

Max Paul Friedman

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Beschreibung

Después de una ambiciosa investigación, Max Paul Friedman, Profesor del Año 2014 de American University en Washington, D.C., examina doscientos años del desarrollo del valor simbólico de "América" en el imaginario colectivo y de la creciente influencia política, cultural, militar y económica estadounidense para plantear una nueva interpretación de uno de los mitos nacionales más importantes de Estados Unidos y su relación con el resto del mundo: el "antiamericanismo". El autor muestra el enorme impacto del concepto, que fue desarrollado por conservadores estadounidenses ya en el siglo diecinueve para acallar a la izquierda, tildando así por un lado de desleal a toda crítica interna y, por otro lado, de irracional a toda resistencia que encontró en el extranjero. Desde la guerra de 1812 y la guerra contra México hasta las intervenciones estadounidenses en Vietnam y en Iraq, el mito del antiamericanismo ha contribuido a políticas belicosas y a la incomprensión mutua que periódicamente crece entre EEUU y muchos otros países. El libro analiza la tortuosa relación con América Latina, desde la construcción de un imperio en el Caribe en 1898 hasta la Guerra Fría. Luchadores por la independencia como José Martí o Jacobo Arbenz, e intelectuales como José Enrique Rodó o Carlos Fuentes, fueron tildados de "antiamericanos", cuando en realidad eran críticos de distintos aspectos de la política o la sociedad estadounidense, así como también lo eran de otras sociedades. Revela nuevas informaciones extraídas de documentos secretos sobre los sucesivos golpes de Estado impulsados por la CIA contra gobiernos democráticos. Los funcionarios estadounidenses, la prensa y la mayoría de los académicos dieron por sentada la existencia de un extendido rechazo a los valores que representa su país, sobre todo la democracia, el progreso y la libertad...

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PAPELES DEL TIEMPO

www.machadolibros.com

REPENSANDO EL ANTIAMERICANISMO

La historia de un concepto excepcional en las relaciones internacionales estadounidenses

Max Paul Friedman

American University

Traducción de

Eric Jalain y Cristina Ridruejo

PAPELES DEL TIEMPO

Número 29

Título original:Rethinking anti-americanism

© Cambridge University Press, 2012

© Max Paul Friedman, 2012

© de la traducción: Cooperativa Aeiou Traductores, 2015

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-133-4

Índice

Agradecimientos

Abreviaturas

Introducción:El mito del antiamericanismo

1.Historia de un concepto

2.Americanismo y antiamericanismo

3.Un espectro recorre Europa: El antiamericanismo y la Guerra Fría

4.Mala vecindad: El antiamericanismo y Latinoamérica

5.El mito y sus consecuencias: De Gaulle, el antimericanismo y Vietnam

6.Antiamericanismo en la «Era de las protestas»

Epílogo:¿El siglo antiamericano?

Fuentes

Dedicado a Katharina

«Algunas verdades solo llegan a los oídos de los americanos por los extranjeros o por la experiencia»

Alexis de Tocqueville

Agradecimientos

La historia de las relaciones exteriores estadounidenses1es una enorme área que acoge a todo tipo de investigadores, los que están interesados por la diplomacia y las relaciones institucionales, los especialistas en políticas e ideologías nacionales, los estudiosos del lenguaje y de la cultura, teniendo que recurrir a fuentes de Washington y del extranjero. Por lo que el tema de este libro exige abrir múltiples líneas de investigación que abarquen desde las intervenciones militares hasta las políticas migratorias, desde cuestiones burocráticas hasta la poesía, desde las manifestaciones callejeras hasta las maniobras diplomáticas. Así que lo primero que quería expresar es todo mi respeto y admiración por la labor de mis colegas de la Society for Historians of American Foreign Relations [‘Sociedad de historiadores de las relaciones internacionales estadounidenses’], que desarrollan una amplia gama de metodologías para el análisis de las complejas interacciones de Estados Unidos con el mundo.

La investigación emprendida en este libro no hubiera sido posible sin el gene-roso apoyo de diversas instituciones que han visto necesario arrojar nueva luz sobre un tema que no obstante suena ya a tópico: la Fundación Alexander von Humboldt, el Instituto de historia alemana, la Society for Historians of American Foreign Relations, la Fundación de la Biblioteca Dwight D. Eisenhower, la Fundación de la Biblioteca John F. Kennedy, la Fundación de la Biblioteca Lyndon B. Johnson, la Facultad de Artes y Ciencias y el Departamento de Historia de la American University y la Comisión de apoyo a la investigación de la universidad del Estado de Florida. También estoy en deuda con las publicaciones que han difun-dido algunos de mis hallazgos, incluyendo temas exclusivamente contenidos en este libro: enAtlantic Studies(sobre el internacionalismo de Sartre, abordado en el Capítulo 3), en elBulletin of German Historical Institute(un primer resumen), enDiplomacy & Statecraft(una ampliación de la información sobre la cumbre de Caracas, contenida en el Capítulo 4), enDiplomatic History(una panorámica del dilema de la política exterior) y en elJournal of Social History(una ampliación del análisis de la cultura popular de la inmigración presentado en el Capítulo 1). Quería agradecerle también a la editorial Verlag Klaus Wagenbach que me concediera permiso para traducir y reproducir los versos de Erich Fried en el Capítulo 6.

Para los historiadores, los archiveros son los guardianes de las llaves. Toda mi labor debe mucho a su sabiduría y profesionalidad, especialmente cuando me han abierto el acceso a colecciones no catalogadas, concediéndome libertad para husmear en todo tipo de documentos, tanto en Estados Unidos como fuera. No puedo sino expresar todo mi agradecimiento a Michelle DeMartino, Sharon Kelly y Stephen Plotkin, de la Biblioteca John F. Kennedy en Boston; a Regina Greenwell, de la Biblioteca Lyndon Baines Johnson en Austin; a Valoise Armstrong, de la Biblioteca Dwight D. Eisenhower en Abilene; a Marty McGann, de los Archivos Nacionales del College Park; a Marilyn Milliken, del Roper Center for Public Opinion Researchs en Storrs; a Knud Piening, del Politisches Archiv des Auswärtigen Amtes; a Christine Hammann, del Stiftung Wissenschaft und Politik, y a Siegward Lönnendonker, del archivo sobre movimientos sociales de la Freie Universität, todos ellos en Berlín; a Heidi Dorn, del Zentralarchiv für Empirische Sozialforschung, en Colonia; a Stefania Ruggeri, del Archivio Storico Diplomatico del Ministero degli Affari Esteri, en Roma; a Dominique Parcollet, de los Archives d’Histoire Contemporaine, a Françoise Watel y Eric Trouilleux, del Ministère des Affaires Etrangères, y a Agnès Callu, de los Archivos Nacionales, todos ellos en París; a Andrew Murphy y Bill Brooke, de los Archivos Nacionales del Reino Unido, en Kew; a Leticia Luna y Jorge Fuentes, del Archivo Histórico Genaro Estrada, de la Secretaría de Relaciones Exteriores de la Ciudad de México; a Álvaro Corbacho Casas y Sylvia Belli y Latina, del Archivo Histórico Diplomático del Ministerio de Asuntos Exteriores en Montevideo; a Carlos Dellepiane, Javier Lafont y especialmente a Carmen Rebagliatil, del Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores y Cultura, en Buenos Aires; a Sandra Gutiérrez, del Archivo General Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores, y a Marcela Cavada Ramírez, directora del Archivo Nacional de la Administración Central del Estado, en Santiago.

Han sido innumerables los colegas y amigos que han contribuido a este libro, compartiendo conmigo sus ideas y conocimientos especializados; no puedo reseñar a todos, pero sí me gustaría destacar a aquellos que han dedicado parte de su tiempo a leer partes del manuscrito: Michael Brenner, Matt Childs, Mike Creswell, Roger Daniels, David Engerman, el difunto Jon Gjerde, Jennifer Hosek, Lisa Leff, Richard Lock-Pullan, Eric Lohr, Darrin McMahon, Dirk Moses, Brendon O’Connor, Roger Peace, Tom Schoonover y Suzanne Sinke. Gracias también a Carolyn Eisenberg, que se atrevió heroicamente a leer el extenso borrador, señalándome el camino hacia algunos nuevos árboles y hacia más bosque. También quiero agradecer sus sabias conversaciones, sugerencias y críticas a Mustafa Aksakal, Patrick Barr-Melej, Bob Beisner, Eva Boesenberg, Richard Breitman, Phil Brenner, Jim Cane-Carrasco, Daniel Cohn-Bendit, Frank Costigliola, Belinda Davis, Christiane Eilders, David W. Ellwood, Eileen Findlay, Edith Friedman, Elisabeth Jay Friedman, Roberto García Ferreira, Jessica C. E. Gienow-Hecht, Pierre Guerlain, Jürgen Habermas, Michaela Hampf, Marcel Hawiger, Seymour Hersh, William Hitchcock, Kathryn Jay, Ines y Gerd Kaiser, Alan Kraut, Peter Kuznick, Nelson Lichtenstein, Allan Lichtman, Alan McPherson, Steven Miner, Leandro Morgenfeld, Shoon Murray, Jacques Portes, Stefan Rinke, Philippe Roger, Peter Starr, Ilka-Maria y Klaus Vester y Heidrun Wimmersberg. En cuanto a mis alumnos de la American University, su desbordante entusiasmo me inspira continuamente.

He contado también con el privilegiado apoyo de los catedráticos Tom Zeiler, Neil Jumonville, Pam Nadell y el difunto Bob Griffith, con su maravillosa capacidad para crear comunidad académica. Norbert Finzsch me ha brindado sus incisivas críticas, su amistad y un inspirador lugar de trabajo en la Universidad de Colonia. También quiero agradecer su indispensable asistencia investigadora a Andrew Barron, Aaron Bell, Rod Coeller, Matthew Pembleton y Jennifer Pratt, así como a Christopher Griffin, por su experta labor en la preparación del Índice de Materias. Assen Assenov, director del Social Science Research Laboratory, ha colaborado muy amablemente en todo el procesamiento de datos. También quería expresar todo mi reconocimiento a Elena Servi y a Jim Murphy, por su asistencia en puntos complejos relacionados con el lenguaje y la lingüística. En cuanto a mi extraordinario editor, Lew Bateman, ha apoyado este libro en cada una de sus etapas. Agradezco igualmente toda la inteligencia de los anónimos revisores externos elegidos por la editorial Cambridge University Press para leer mi propuesta inicial; han ayudado a mejorar mucho el manuscrito, especialmente aligerando su endiablada densidad. Una enorme gratitud es lo que siento por mi más fiel lector, Martin B. Friedman, cuyos gentiles consejos y discretos cumplidos siempre han sido la más preciada recompensa a todos mis garabatos.

Katharina Vester ha aguantado la redacción de este libro casi tanto como me ha aguantado a mí y más de lo que nos llevó tender un puente a través del Atlántico. Gracias a ella, tanto el libro como yo hemos mejorado mucho. Es inenarrable lo que esto significa para mí.

Nota

1En consonancia con la crítica del autor, hemos decidido traducir en términos generalesAmericancomo ‘estadounidense’ y no como ‘americano’, porque las palabras no son inocentes, y la apropiación simbólica de todo el continente y ninguneo de todo el resto de pueblos americanos también opera por los derroteros léxicos. Sin embargo, por respeto a la coherencia histórica, hemos mantenido la traducción como ‘americano’ en aquellas citas de época y cuando el contexto así lo aconsejaba. (N. de los T.)

Abreviaturas

IntroducciónEl mito del antiamericanismo

«¿Por qué no les gustamos?» Corría el año 1913, cuando elNew York Timesse hacía esta pregunta refiriéndose a los canadienses, y creía tener la respuesta: debido a una «irracional animosidad» y a la «envidia»1. No era la primera vez que este periódico intentaba explicar a sus desconcertados lectores por qué había tanto resentimiento en el extranjero hacia lo que muchos consideraban «el mejor país del mundo»2. En 1899, un editorial titulado «¿Por qué nos odian?» aseguraba que la hostilidad del extranjero se debía a la «envidia» por nuestro «éxito político, social e industrial»3. Esta misma pregunta fue formulada una y otra vez a lo largo del sigloXXy, en cada ocasión, el enigma se resolvía median-te la siempre reconfortante proclamación de los pecados del extranjero y de las virtudes estadounidenses.

Si pegamos un salto hacia delante de casi un siglo, aterrizamos en un momento de auténtica angustia nacional: los horribles ataques del 11 de septiembre, unos sucesos sin precedentes en nuestra historia. «¿Por qué nos odian?», se preguntó entonces el presidente George W. Bush dirigiéndose al Congreso, a la nación y al mundo entero, y proponiendo inmediatamente una respuesta: «porque odian nuestras libertades»4. Esto fue seguido de toda una oleada de investigaciones (gubernamentales, periodísticas y académicas) sobre el desconcertante fenómeno del «antiamericanismo». Desde ese calamitoso día de 2001, ha habido más de 6.000 artículos de prensa hablando del tema5. Sigue una pequeña muestra de sus titulares: «Por qué al mundo le gusta odiar a América», «El antiamericanismo, un “ismo” en alza», «Un odio irracional», «Odiar a América es odiar a la Humanidad»6. El consenso nacional al respecto no ha hecho sino reforzar lo que los estadounidenses llevan un siglo escuchando: los extranjeros son irracionales y están mal informados sobre el mejor país del mundo.

El sigloXXIha traído consigo nuevas razones sobre la urgente necesidad de entender un fenómeno como el antiamericanismo, pero los debates recientes no han supuesto, en su mayoría, sino enésimas repeticiones de los mismos tópicos, de cuya naturaleza repetitiva somos sin embargo inconscientes, pues carecemos de memoria histórica sobre este fenómeno. Planteándose el concepto de «antiamericanismo» en un sentido literal, muchos se preguntan directamente por qué ciertos grupos e individuos están resentidos o se oponen a Estados Unidos y buscan la respuesta en los ámbitos de la psicopatología, de la maldad o de la ignorancia, «una dinámica irracional […] que emana de la necesidad de los seres humanos de explicar las desgracias que azotan su existencia eludiendo su responsabilidad sobre las mismas»7. Así nos enteramos que el antiamericanismo está «acantonado en la psique del mundo» porque los extranjeros son reacios a la modernidad o porque no les gusta la democracia8. Pero no nos hemos detenido a pensar hasta qué punto el propio término hunde sus raíces en el pasado estadounidense, resultando pues esencial estudiar su historia para comprender su significado y el círculo vicioso en el que ha encerrado a la visión estadounidense del resto del mundo. Este libro pretende pues demostrar cómo, muy frecuentemente, este concepto de «antiamericanismo» es el responsable de enormes errores analíticos de comprensión de las condiciones vigentes en el extranjero, contribuyendo así a decisiones políticas ineficaces que, a su vez, suelen incrementar aún más la hostilidad exterior hacia Estados Unidos.

Si se piensa un poco, en el fondo la expresión «antiamericanismo» debería resultar tan insólita y excepcional como para exigir un análisis más detenido; no se suele hablar de «antigermanismo» ni de «antimexicanismo», aunque toda nación haya suscitado en algún momento sentimientos de hostilidad y haya provocado desagravios históricos. Pero cuando aparecen resentimientos y odios hacia otros países, no solemos elevarlos a la categoría de ideologías ni buscamos sus causas en los ámbitos de la psicología profunda o de la oposición a grandes principios primordiales como la libertad o la democracia. Indudablemente, el desprecio hacia Estados Unidos abunda en todo el mundo –los prejuicios nacionales siempre han constituido uno de los pasatiempos más populares en todas partes–, lo que no es suficiente para explicar por qué solo se ha convertido en un «ismo» en el caso que nos ocupa. Cuando medio planeta se burlaba del exprimer ministro italiano Silvio Berlusconi, los italianos no se pusieron a denunciar, voz en grito, un brote de «antiitalianismo». Cuando los brasileños y los argentinos chocan por cuestiones territoriales o de liderazgo regional, nunca plantean que la verdadera causa del conflicto sea el «antibrasileñismo» o del «antiargentinismo» del vecino. Las escasas expresiones vagamente comparables a la del antiamericanismo se han dado históricamente en regímenes totalitarios o imperialistas, lo que revela unos extraños «compañeros de cama» lingüísticos de Estados Unidos. Los defensores del Imperio británico también acudían a la «anglofobia» para explicar por qué su «misión civilizatoria» suscitaba oposiciones en los territorios colonizados; en cuanto a la Rusia imperial, «defensora de los eslavos», también consideraba que los pueblos que se resistían obstinadamente a su férreo dominio cultivaban la «rusofobia». Los nazis denominabanUndeutsche(‘antialemanes’) a sus opositores, mientras la URSS acusaba a los disidentes de «antisovietismo» por desviarse de la doctrina oficial. «El poder tiende a confundirse a sí mismo con la virtud», en palabras del senador J. William Fulbright, una tendencia que hace toda oposición al poder un fenómeno desconcertante para los que lo ejercen9. Que una democracia adopte expresiones imperiales es algo que sin duda vale la pena investigar a fondo.

Nosotros, los estadounidenses, no estamos acostumbrados a considerar a nuestro país como uno más en una larga serie de imperios, que no difiere de forma sustancial de muchos del pasado. Así, hemos desarrollado el concepto de «antiamericanismo» como algo tan trascendente como la misión histórica de nuestra nación, asumiendo que es la bondad inherente a Estados Unidos lo que inexplicablemente suscita resistencias en el resto del mundo. Este libro difiere de otras investigaciones sobre el antiamericanismo en que analiza el concepto en sí mismo: cómo se ha desarrollado, qué significados ha adoptado en diversos momentos y qué funciones ha desempeñado en la política interior y exterior del país. Un hallazgo sorprendente consiste en que nuestra concepción del antiamericanismo nos ha llevado a repetidas interpretaciones erróneas sobre los comportamientos de las personas y naciones, con efectos en realidad perniciosos para nuestros intereses. En vez de preguntarnos: «¿Por qué nos odian?», «¿por qué hay tanto antiamericanismo?», tal vez deberíamos empezar a cuestionarnos: «¿Por qué este tipo de conceptos existe solo en Estados Unidos?» y «¿cómo ha afectado a nuestras relaciones con el resto del mundo?».

EL MITO

Los «antiamericanos» han recurrido durante siglos a la fabricación de mitos y estereotipos, desde las teorías degeneracionistas del sigloXIX, proclamadas por personalidades como Cornelius de Pauw o el conde de Buffon, según las cuales el inhóspito clima de Estados Unidos atrofiaba inevitablemente el desarrollo de las personas y animales, hasta los rumores «pos11 de septiembre», según los cuales los ataques habrían sido orquestados por una conspiración de la propia Administración Bush. Tales «mitos antiamericanos» han sido minuciosamente diseccionados por un creciente ejército de comprometidos patriotas conocidos como los «caza-antiamericanos»10. Su cabeza más visible es Paul Hollander, un refugiado húngaro que ha desarrollado una larga carrera académica en Estados Unidos11. Hollander se ha unido a otros académicos que consideran que toda oposición a este país constituye un síntoma de enfermedad psicológica o moral. «Emociones tan primarias como la envidia, el resentimiento y la frustración –escribe Victor Davis Hanson– explican por qué las élites de todo el mundo condenan a los americanos por lo que somos o lo que representamos, en vez de juzgarnos por lo que realmente hacemos»12. Puesto que «Estados Unidos plantea un orden moral superior –asegura Russell Berman–, el antiamericanismo supone la expresión del deseo de eludir dicho orden moral»13.

Otros investigadores «caza-antiamericanos» se han dedicado a recopilar extensísimos registros de citas o declaraciones de extranjeros diciendo cosas bastante maliciosas y a veces absurdas sobre Estados Unidos y los estadounidenses, confeccionando así una auténtica galería de notables granujas «antiamericanos», para demostrar, de manera bastante convincente, que hace tiempo que existe una enorme corriente de sentimientos manipulados en contra de nuestro país14. Este libro no se va a dedicar a repetir nada parecido. En vez de proponer una enésima catalogación de mitos antiamericanos, los capítulos que siguen se van a centrar en lo que he denominado «el mito del antiamericanismo», consistente en la convicción de que toda crítica interna hacia Estados Unidos procede de ciudadanos desleales y de que toda oposición externa emana de la malevolencia, de sentimientos anti-democráticos o de patologías psíquicas que sufren los extranjeros.

Los mitos son historias que nos contamos a nosotros mismos para explicar cómo funciona el mundo y para dotar de sentido a los acontecimientos. El antropólogo Claude Lévi-Strauss no usaba el término «mito» como sinónimo de false-dad, sino para referirse a una historia que, junto a otras, aporta la base de lo que una cultura considera verdadero15. Este investigador señala, entre otras cosas, que los mitos tienden a dividir el mundo mediante oposiciones binarias: el bien contra el mal o los que están dentro contra los que están fuera. Roland Barthes –cuyas ideas influyeron en la ejemplar investigación de Philippe Roger sobre el antiamericanismo francés– defiende que los mitos son «naturalizados» mediante su frecuente repetición, en un proceso de «sedimentación», hasta que se convierten en ideas hechas propias del sentido común (doxa)16. Este proceso posee importantes implicaciones políticas, pues los mitos que logran alcanzar ese estatus de verdades evidentes constituyen la base de las ortodoxias políticas, excluyendo automáticamente toda perspectiva alternativa sin necesidad de probar ni de argumentar nada.

Asegurar que el antiamericanismo es un mito no equivale pues a decir que no existe un sentimiento antiamericano. Los prejuicios genéricos tienen un efecto distorsionador en las relaciones internacionales, pues privan a sus poseedores de una valoración serena de las intenciones y comportamientos de otros países. Cuando algún líder extranjero explica las políticas de Estados Unidos afirmando que los estadounidenses están enloquecidos por el poder o son unos ateos materialistas, lo que está haciendo es acudir a estereotipos muy simplistas, cuya utilidad no es mayor que decir que los italianos son caóticos, los alemanes inflexibles o los asiáticos una raza enigmática. Por otro lado, cuando algunos críticos reducen un fenómeno tan infinitamente complejo como la globalización a una conspiración estadounidense o explican cualquier cambio político indeseado en sus países como obra de una todopoderosa CIA, como si esta fuera el único actor en el escenario internacional, se están engañando a sí mismos y socavando su propia capacidad de oponerse realmente a las políticas que rechazan.

Si los mitos antiamericanos han abocado pues a algunas personalidades extranjeras a un callejón sin salida, de cara a comprender el relativo declive de sus propias sociedades frente a un creciente poder de Estados Unidos, esta misma lógica también ha funcionado en un proceso similar de sedimentación mediante repetición, que ahora amenaza en dar cuerpo a un consenso académico con efectos profundos y lamentables sobre nuestros propios gestores políticos y sobre el público estadouni-dense en general. He acometido la labor de escribir este libro porque aquellos que ignoran la historia de este término –que, por ejemplo, piensan equivocadamente que su origen se remonta a 1901, más de un siglo después de su verdadero nacimiento–, están en realidad contribuyendo a su proliferación como categoría explicativa, a pesar de ser un concepto que oscurece mucho más de lo que alumbra.

La principal función del mito del antiamericanismo en Estados Unidos y la principal preocupación de este libro consiste en el empobrecimiento del discurso político sobre nuestra sociedad, y especialmente sobre las relaciones exteriores del país, pues este concepto se alza entre los gestores políticos y su capacidad de obtener información potencialmente útil del extranjero, o bien de mejorar sus políticas mediante un mejor conocimiento del mundo. Un ejemplo reciente puede ayudar a aclarar este planteamiento.

En 2002, el presidente francés Jacques Chirac advirtió a Estados Unidos de que era preferible no invadir Iraq, basándose en parte en la mala experiencia de su país (y también personal) en la invasión de Argelia. La reacción estadounidense fue rápida y contundente: se lanzó una campaña de boicot a los productos galos, se quemaron banderas tricolores y se vertieron en las alcantarillas botellas de vino francés. La cafetería del Congreso revisó su menú para eliminar cualquier producto con denominación francesa, sustituyendo lasfrench fries[‘patatas fritas’] por lasFreedom Fries[‘Patatas fritas de la libertad’] y elfrench dressing[‘aliño francés’] por elFreedom Dressing[‘Aliño de la libertad’]. Varios miembros del Congreso dieron discursos en los que pedían que los cuerpos de los soldados estadounidenses enterrados en Normandía fueran devueltos a su patria, pues el suelo francés ya no era digno de acoger en su seno a nuestros héroes. Mientras tanto, las manifestaciones mundiales más enormes de toda la historia de la Humanidad reunieron a millones de personas de todo el planeta para exigir a Estados Unidos que no comenzara una guerra cuyo sentido estaba siendo vivamente cuestionado. No obstante, la mayoría de los estadounidenses decidió ignorar esta nueva «efusión antiamericana» y unirse para apoyar la decisión de su presidente, cuando este ordenó a las tropas que marcharan hacia la peor debacle en política exterior de los comienzos del sigloXXI17.

Este episodio supuso, para todo historiador, un extrañodéjà vu: en los años sesenta, el entonces presidente francés Charles de Gaulle ya advirtió a Estados Unidos contra la idea de una intervención militar en Vietnam, basándose también en parte en la pésima experiencia francesa en la guerra de Indochina y prediciendo que una nueva guerra en ese rincón del planeta iba a durar una década y acabar con una derrota estadounidense. Como Francia mantuvo su oposición a la guerra de Vietnam, así como a otras políticas de Estados Unidos, en este país se lanzó una campaña de boicot a los productos franceses, quemándose banderas tricolores y vertiéndose vino francés en las alcantarillas. Algunos congresistas pronunciaron igualmente discursos reclamando la repatriación a Estados Unidos de los cuerpos de los soldados enterrados en Normandía, pues el suelo francés ya no era digno de acoger en su seno a nuestros héroes. En cuanto a las masivas manifestaciones anti-guerra que tenían lugar en todo el mundo, fueron simplemente tachadas de manio-bras antiamericanas. Funcionarios de nuestro gobierno calificaron el «antiamericanismo» de Charles de Gaulle de «obsesión compulsiva» y ordenaron a las tropas estadounidenses que marcharan hacia la peor debacle en política exterior de todo el sigloXX18.

Décadas después, el exsecretario de Defensa Robert McNamara, lleno de remordimientos, se lamentó por no haber hecho caso a las advertencias de Charles de Gaulle; exactamente igual que muchos estadounidenses que ahora se arrepienten de la decisión de invadir y ocupar Iraq19. No es que los franceses ostenten el monopolio de la sabiduría; de hecho, todos y cada uno de sus presidentes han seguido una ambiciosa agenda de promoción de los intereses galos en todo el mundo, entrando a veces en competición con los intereses estadounidenses. Pero la creencia de que la política exterior francesa se mueve básicamente impulsada por el «antiamericanismo», en vez de proceder de unos puntos de vista que merecen ser considerados por sí mismos, ha impedido una serena valoración de las alternativas.

DEFINICIONES

Esta función del mito del antiamericanismo –su capacidad para equivocar gravemente a los que recurren a él– ha sido ampliamente ignorada en la literatura académica y brilla por su ausencia en los debates gubernamentales y mediáticos. El término «antiamericanismo» es definido de forma muy variada, como una ideología, un prejuicio cultural, una forma de resistencia, una amenaza, como una forma de oposición a la democracia, de rechazo de la modernidad o como una envidia neurótica del éxito estadounidense20. La mayor parte de los investigadores están de acuerdo en que las simples críticas a Estados Unidos no suponen en sí mismas necesariamente una manifestación de antiamericanismo y especifican que han de darse por lo menos dos elementos para considerarlas como tal: una hostilidadespecíficahacia Estados Unidos (más que hacia otros países) y un odiogeneralizadoen el mismo sentido (que no afecte a la mayor parte, sino a todos los diversos aspectos de este país). Así pues, los extranjeros pasarían de ser críticos a ser antiamericanos si se centran, de manera injusta, en los defectos estadounidenses, pasando por alto los de otras sociedades, especialmente los de la propia, convirtiéndose así en «obsesos» del antiamericanismo21. Su visión debe ser monolítica: «El antiamericanismo supone una oposición sistemática a América en su conjunto», señala Ivan Krastev22. Lo que implica: «un odio transfronterizo hacia las políticas, cultura y pueblo america-no», escribe Brendon O’Connor23. El antiamericanismo es un «rechazo de América en su totalidad», según Peter Krause. «Un rechazo por norma, generalizado y global de América y de todo lo americano», asegura Andrei Markovits24. Barry Rubin y Judith Colp Rubin afirman que el antiamericanismo percibe a Estados Unidos como «total e inevitablemente malévolo»25. Estos dos requisitos: un odio específico a Estados Unidos –odiar a este país más que a ningún otro– y un odio indiscriminado –odiar todo lo que esté relacionado con el mismo–, poseen el atractivo de aportar solidez al análisis y de garantizar su clasificación tanto como ideología y como prejuicio.

En cualquier caso, si efectivamente aceptamos esta definición, «la galería de los monstruos» quedaría en realidad muy desangelada. Pues la mayoría de los que critican a Estados Unidos suelen criticar igualmente a sus propias sociedades, salvo tal vez ciertos discursos de Estado y de chovinistas ultraderechistas. Los críticos más frecuentemente tachados de «antiamericanos» suelen ver tanto la paja en el ojo ajeno como la viga en el propio. El filósofo Jean-Paul Sartre, a menudo citado como el más destacado antiamericano en Francia, fue desde un primer momento altamente crítico con la complicidad francesa en el Holocausto, en un tiempo en que sus compatriotas preferían creer que todo el país había estado en el maquis. También criticó con virulencia el dominio de Francia en Indochina y Argelia, rechazando tanto el racismo francés como el estadounidense26. El célebre escritor mexicano Carlos Fuentes, etiquetado como «antiamericano» por el Departamento de Estado, ha planteado durante décadas una amplia crítica social, con frecuentes denuncias de la represión y corrupción del gobierno mexicano27. Numerosos intelectuales alemanes de posguerra, rutinariamente acusados de antiamericanismo, como Heinrich Böll, Hans Magnus Enzensberger, Günter Grass y otros, sin duda criticaron las intervenciones militares estadounidenses, pero dedicaron mucho más tiempo y tinta a criticar numerosos aspectos de su propia sociedad que consideraban antidemocráticos o inhumanos, desde el reciclaje de antiguos nazis dentro del gobierno de Alemania Occidental hasta el coqueteo con la violencia del ala más extremista del movimiento estudiantil28. Además, todas estas personalidades también han alabado ciertos aspectos admirables de la sociedad estadounidense. Así que considerar su pensamiento propio de un «antiamericanismo obsesivo» supone poner todo el proceso de análisis patas arriba: sus críticas hacia Estados Unidos son un efecto de su pensamiento, no la causa del mismo; un pensamiento por lo general variado y en evolución (y abierto al debate), arraigado en un profundo compromiso con los problemas de sus propias sociedades.

También ha habido intentos de desarrollar definiciones menos partidistas del término. Algunos investigadores han entendido el «antiamericanismo» como sinónimo de oposición al poder estadounidense. En su sofisticada investigación sobre las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, Alan McPherson habla de «antiamericanismo» para referirse a «toda una serie de estrategias populares contra Estados Unidos […] una resistencia idealista pero confusa a unas políticas estadounidenses idealistas pero confusas»29. Una definición sensata en el contexto de su investigación, como lo es el uso realizado por Richard Kuisel del calificativo de «antiamericana» para describir la política cultural francesa. Pero parece que, en cualquier caso, el discurso público y el oficialismo han permanecido inmunes a usos mucho más cuidadosos del término en ciertos textos académicos30. Así que este no ha logrado librarse de sus poderosas connotaciones peyorativas, adquiridas tras dos siglos de uso y abuso como epíteto que sugiere prejuicios irracionales e ilegítimas calumnias.

Tras consultar varias definiciones razonables del antiamericanismo, he optado por no defender la superioridad de una sobre las demás, sino por hacer un recorrido histórico del problema, siguiendo el ejemplo de Quentin Skinner, J. G. A. Pocock y Reinhardt Koselleck, tempranos promotores de la teoría de los actos de habla y de la historia de los conceptos que reclamaron a los investigadores que se apartaran de debates sobre definiciones sintácticas de «conceptos esencialmente cuestionados», defendiendo que su significado es inherente a los usos que se les ha dado a lo largo del tiempo31. Este libro pretende pues repasar los usos históricos del término «antiamericanismo» y cómo ha derivado hacia una forma muy específica y, a mi parecer, perniciosa de discurso de poder. Tal vez esto sea la inevitable consecuencia de una permanente fe en el excepcionalismo estadounidense, en la firme creencia de que Estados Unidos es intrínsecamente superior a los demás países. Si, en efecto, Estados Unidos es «la ciudad sobre la colina», un modelo para el mundo que lo único que pretende es derramar sobre este los beneficios de la libertad y de la democracia, oponerse a él resulta sin duda irracional o maligno32. Si laAmerican Wayrepresenta el progreso (como de hecho plantean las teorías desarrollistas o modernizadoras de los años cincuenta y sesenta y el neoliberalismo de los noventa y comienzos del sigloXXI), oponerse a Estados Unidos no puede ser sino perverso: según el punto de vista del teórico de la modernización Lucian Pye, el antiamericanismo emerge de «una constelación de inseguridades e inhibiciones psicológicas»33. Mientras el excepcionalismo estadounidense permanezca en el centro de nuestro credo, la creencia del antiamericanismo como motor que impulsa toda oposición extranjera constituye el corolario lógico a la misma.

AMERICANOS«ANTIAMERICANOS»

Si los nacionalistas estadounidenses ya son muy dados a ver preocupantes oleadas de antiamericanismo cada vez que lanzan una mirada al exterior, las críticas procedentes de sus propios compatriotas les resultan aún más siniestras, como auténticas puñaladas en la espalda asestadas por traidores. Este es el principal argumento de la influyente jeremiada lanzada por Paul Hollander contra una «cultura antagonista» que estaría socavando a Estados Unidos desde su mismo seno. A juzgar por los ejemplos que da, todo tipo de estadounidenses cae en el antiamericanismo: desde los ecologistas, hasta las feministas, pasando por todos los votantes que han apoyado a un candidato presidencial afroamericano, los católicos que atienden a los pobres e incluso los defensores de los derechos de las personas con discapacidades34.

La visión de Hollander de una auténtica y armoniosa América hermanada en las ideas más conservadoras tal vez sea más exagerada que los planteamientos de la mayoría de los «caza-antiamericanos», pero ejemplifica bien una tendencia –muy propia de los más soliviantados por el antiamericanismo– a pretender eliminar de su idea de Estados Unidos mucho de lo que precisamente ha caracterizado siempre a este país. Este siempre ha sido de hecho famoso ante todo por su extraordinaria diversidad, por contar con una población procedente de las cuatro puntas del planeta y por su política basada en una fuerte tradición de disenso. Estas verdades no encajan muy bien con los planteamientos de algunos de estos autonombrados «salvadores de América», lo que a menudo los coloca en la irónica posición de identificar toda crítica interna a la autoridad con el rechazo a la patria, cuando esta nació precisamente del desafío a la autoridad. En cuanto a los extranjeros, no les consienten ni un asomo de crítica. Así, somos testigos del curioso fenómeno de ver cómo intelectuales europeos y latinoamericanos son automáticamente tachados de «antiamericanos» por señalar el trato desfavorable que sufren los afroamericanos, como si fuera «poco americano» defender los derechos de los estadounidenses cuando estos son de raza negra. Los estudiantes de París, Fráncfort y Ciudad de México son calificados de «manifestantes antiamericanos» cuando ponen en práctica ideas y tácticas claramente inspiradas en las tradiciones estadounidenses, desde Henry David Thoreau hasta Martin Luther King35. Algunos congresistas han llegado incluso a calificar al Doctor King –que todo el país honra cada año con una fiesta nacional y cuya estatua en el National Mall es incluso más grande que la de Lincoln– como «antiamericano»36. Semejante visión del verdadero americanismo es increíblemente estrecha.

Algunos académicos se han adherido a las declaraciones de George W. Bush según las cuales detrás de toda crítica a Estados Unidos se oculta una profunda hostilidad hacia la libertad. Jean-François Revel equipara el antiamericanismo con el «odio a la democracia»37, en la línea de Stephen Haseler, que considera que las críticas antiamericanas son «críticas a la democracia en sí misma»38. Dan Diner afirma que el comportamiento de Alemania en relación con Estados Unidos constituye una prueba de fuego para saber si ese país pertenece a la «civilización occidental, que se basa en la fundación de la libertad individual y de la democracia»39. Ciertamente, contamos con numerosos ejem plos de regímenes antidemocráticos que han desarrollado una política de hostilidad hacia Estados Unidos, especialmente las monarquías del sigloXIX, los Estados fascistas y comunistas del sigloXXy los seguidores de Al Qaeda en el sigloXXI. Pero mucho de lo que se suele catalogar como antiamericano es en realidad lo más opuesto a lo antidemocrático. Heinrich Heine, cuyos sarcásticos comentarios sobre Estados Unidos aparecen en numerosos libros sobre el antiamericanismo, se dedicó en cuerpo y alma a la causa de la democracia en Europa, pagando por ello con el exilio en Francia durante media vida. Cuando los latinoamericanos defensores del progreso social y político vieron frustradas todas sus expectativas a raíz de intervenciones militares estadounidenses en sus países, o del apoyo indirecto de Estados Unidos a sus regímenes antidemocráticos, estaban reclamando más democracia, no menos40. La mayor parte de la población de Oriente Medio que afirma en las encuestas estar en contra de Estados Unidos también afirma estar a favor de la democracia41. No existe pues tanto un desacuerdo sobre los principios básicos como sobre cómo hacerlos realidad de la mejor manera posible.

«AMÉRICA»COMO CONCEPTO

Muchos de los que sistemáticamente condenan el antiamericanismo exterior atribuyen a menudo un particular sentido al «americanismo», como símbolo de la libertad, la democracia y el progreso. Pero no existe consenso sobre qué es el «americanismo», pues «América» no es un concepto inmutable. Incluso antes de la fundación de Estados Unidos, «América» ya constituía un lugar controvertido en el imaginario europeo, suponiendo para algunos el Paraíso en Tierra, los Campos Elíseos, el Edén, la Nueva Atlántida.Utopía(1516) de Tomás Moro yLa Nueva Atlántida(1627) de Francis Bacon se ubicaban, según ellos, en el Nuevo Mundo42. Pero en cambio, para otros este Nuevo Mundo suponía en todo caso una distopía. Tras 1776, los aristócratas contemplaban horrorizados un nuevo sistema político que creían dominado por el populacho, mientras los verdaderos demócratas hallaban en este país su inspiración, aunque condenaran una versión de la libertad humana que sin embargo permitía la esclavitud. A finales del sigloXIX, tanto la izquierda como la derecha condenaban a Estados Unidos como el nuevo Mammón, un Moloch43 industrial cuya maquinaria amenazaba con aplastar todos los valores espirituales o comunales, el símbolo y origen de muchos de los males que azotaban al mundo moderno. Estos tópicos abundaban en las crónicas de viajes, en los ensayos políticos y en las obras de ficción y han demostrado ser notablemente persistentes, en parte indudablemente porque se basaban en aspectos constatables de la sociedad estadounidense. En el sigloXX, la izquierda también rechazaba el poder del capital financiero, la imposición del régimen taylorista en el ámbito laboral y el aventurismo militarista en el extranjero, propios de Estados Unidos. Por su parte, la derecha acusaba a este país por lo que consideraba una excesiva tendencia hacia la nivelación social, una cultura masificada que potenciaba los gustos más plebeyos y la castración de la población masculina, carente de tradiciones marciales y dominada por las mujeres, que, a cambio de conquistar poder político, estaban perdiendo su feminidad. Pero sobre todo, lo que más abominaban los derechistas era la rampante mezcla racial, en un país, según ellos, cuya vulgar música (jazz) era negra y cuyo poder económico (Wall Street) estaba en manos de los judíos44. En cuanto a Latinoamérica, ahí se criticaba la apropiación del propio término «América» por parte de la mitad norte del continente; así, José Martí escribió desafianteNuestra América. En 1901, José Enrique Rodó se inspiró enLa tempestadde Shakespeare para escribir el libro más popular del momento, en el cual comparaba a Latinoamérica con el espiritual Ariel, guardián de la cultura mediterránea, que desafía al desalmado y materialista Calibán del Norte45. Pero, lo que es más importante, para los críticos más inquietos Estados Unidos representaba un probable futuro para su propio país, una perspectiva que suponía una fuente de esperanza cuando se resaltaban sus aspectos más positivos, pero todo lo contrario para aquellos que veían en nuestro país la materialización de sus mayores temores. Estas simbólicas representaciones de Estados Unidos se entremezclaban de forma compleja, como se representa en la Ilustración 1.

Que Estados Unidos apareciera tan a menudo en los debates desarrollados en el exterior refleja la importancia de su papel como lugar de proyección de ideas, de «fábrica de sueños», mucho antes de la fundación de Hollywood. Durante dos siglos, «América» ha servido como símbolo en los debates políticos internos sobre el capitalismo, la tecnología, la urbanización, la inmigración, los papeles de género, la cultura juvenil y otras cuestiones candentes en sociedades en transformación, especialmente cuando se hallaban desestabilizadas por los procesos de industrialización. Como primera república democrática moderna y uno de los primeros países industrializados, Estados Unidos parecía iluminar un camino para otras sociedades, por lo que los discursos sobre este país a menudo conllevaban un posicionamiento en los debates sobre el mundo de cada uno y sus transformaciones46. Esto ya era cierto en el sigloXIXy sigue siéndolo hoy en día, en la medida en que los argumentos sobre las políticas sociales o el intervencionismo estatal a menudo se articulan a favor o en contra del «modelo americano» o de «las condiciones en Estados Unidos»:amerikanische Verhältnisse,condizione americane,le modèle anglo-saxon(la expresión francesa suele mezclar los modelos estadounidense y británico en uno solo, igualando así a dos países unidos por una lengua común y por concepciones de economía política a menudo similares, pero trasladando a la vez la carga histórica acumulada de una relación de rivalidad contra los ingleses de casi un milenio a sus descendientes al otro lado del charco).

Estos debates suelen centrarse especialmente en las relaciones entre el Estado y el mercado y la vida privada, usando a nuestro país como nodo simbólico. La expresión «el modelo americano» suele referirse a: impuestos bajos, débil influencia sindical, escasa regulación de las corporaciones, sistemas sanitario y educativo privados, etcétera, de la misma manera que el «socialismo escandinavo» o el «capitalismo renano» pasan a simbolizar otros modelos que incluyen un mayor inter-vencionismo estatal en el desarrollo económico y en la protección de los trabajadores, de las familias y del medio ambiente.

Ilustración 1:«América» como concepto. He recurrido a un diagrama de Venn para ilustrar los atributos entremezclados asociados a Estados Unidos, tal y como son percibidos, ya sea positiva o negativamente (o de manera ambigua), por la izquierda y por la derecha de otros países. Puesto que «América» y el «americanismo» pueden tener significados tan diversos, no existe una correlación necesaria y unívoca entre cierto principio y una postura «proamericana » o «antiamericana», como tampoco la aprobación o rechazo de las políticas estadounidenses o de sus características sociales constituye forzosamente un indicador de la orientación más o menos democrática o progresista de una sociedad.

En otras palabras, «América» posee significados muy heterogéneos, por lo que su crítica en debates políticos y culturales en el extranjero no constituye necesariamente una señal de que nos hallamos ante posturas antidemocráticas, como tampoco su alabanza supone un indicador fiable de posturas prodemocráticas.

Los «caza-antiamericanos» son conscientes de esta función simbólica de «América» en los debates en el extranjero: «Una amplia proporción de las críticas hacia Estados Unidos y la sociedad americana constituyen tanto críticas a la modernidad en sí como a la política exterior o a la rapacidad económica americana», escribe Hollander47. De hecho, esta confluencia entre modernidad y Estados Unidos tiene cierto sentido, pues este país ha sido quien ha desarrollado más temprano o más a fondo (o, por lo menos, de manera más visible) las transformaciones modernas, y el gobierno estadounidense ha promovido a menudo políticas de incentivación o de presión para que otros países sigan su camino.

Pero la lógica del antiamericanismo se viene abajo cuando se proclama una equivalencia bidireccional entre «América» y modernidad, en el sentido de plan-tear que Estados Unidos es el país de la modernidad, ergo todo antiamericanismo deriva de una oposición a la modernidad. Ciertamente, la sociedad estadounidense presenta numerosos aspectos altamente modernos: desde una constante innovación en los ámbitos de la tecnología, las comunicaciones, la literatura y las artes, hasta una rápida integración de los inmigrantes en la comunidad nacional, así como la masiva participación de las mujeres en el mundo laboral. Pero sin embargo, en otros aspectos, Estados Unidos ha sido y es menos moderno que, por ejemplo, algunos países occidentales europeos: está tardando mucho más en adoptar un sistema de bienestar y protección social, mantiene un sistema penal bastante más represivo (incluyendo la pena de muerte y la tasa de encarcelamiento más elevada del mundo), se muestra más reticente a adoptar medidas de protección medioambiental y laboral y hay menos mujeres ocupando altos puestos políticos. Estados Unidos también se ha mostrado a menudo más renuente a adherirse a tratados e instituciones supranacionales desarrollados para mitigar la frecuencia y violencia de los conflictos armados y, a comienzos del sigloXXI, reintrodujo oficialmente la práctica rutinaria de abusos físicos contra algunos prisioneros sospechosos de delitos políticos. Sean cuales sean sus beneficios políticos, estas medidas no contribuyen desde luego a una visión de Estados Unidos como un país más moderno que otros. Como tampoco que la sociedad estadounidense sea menos secular que otras sociedades comparables; la religión es considerada «muy importante» para el 59 % de los estadounidenses, pero solo para el 21 % de los alemanes y el 11 % de los franceses. Por otro lado, el compromiso de los estadounidenses con el libre comer-cio, elemento central de la modernidad capitalista, también es menor que en otros países48. En una reciente encuesta llevada a cabo en 24 países, los estadounidenses quedaron en la última posición en cuanto al apoyo a la siguiente afirmación: «Unas crecientes relaciones comerciales entre países resultan muy positivas y son algo bueno para su país». Tanto alemanes, como franceses, rusos, chinos, libaneses, brasileños y polacos aceptaron dicha afirmación con porcentajes superiores al 80 %, mientras los estadounidenses apenas la apoyaron en un 40 %. Si somos tan poco favorables al comercio internacional, esto invalida ciertamente el prejuicio de que el «antiamericanismo» constituye forzosamente una objeción a la globalización económica o a la modernidad capitalista, salvo que los «americanos» seamos los más «antiamericanos» del grupo49. En el mundo contemporáneo, las sociedades se han orientado hacia diversos planteamientos de la «búsqueda de la felicidad»; los estadounidenses no somos el único pueblo que se ha labrado su camino hacia el progreso científico, los derechos humanos, la igualdad social o el bienestar material. Hollander tal vez piense que «la americanización es la principal, tal vez la única, forma de difusión de la modernidad»50, pero en el mundo real existen muchos otros planteamientos de la misma.

¿ES EL ANTIAMERICANISMO UNA FORMA DE ANTISEMITISMO?

Las imágenes asociadas a algunas protestas contra las políticas estadounidenses en Oriente Medio ha reavivado la cuestión de hasta qué punto el antiamericanismo está relacionado con el antisemitismo. Desde que Max Horkheimer observara en 1967 que «allí donde aparece el antiamericanismo, florece igualmente el antisemitismo», los «caza-antiamericanos» no han dejado de subrayar los vínculos entre ambos. Existen desde luego chocantes coincidencias entre los malévolos reproches dirigidos hacia los estadounidenses y hacia los judíos: ambos serían pueblos desarraigados, codiciosos y poderosos portadores de la modernidad que amenaza a las sociedades tradicionales, pretendiendo dominar el mundo. Esto se debe en gran parte al origen judío de algunos de los consejeros presidenciales más influyentes –como en el caso de los consejeros de los presidentes Franklin Delano Roosevelt y George W. Bush–, como si los judíos manipularan de alguna manera a los gobiernos estadounidenses, actuando entre bambalinas. No es tan infrecuente oír, en algunas críticas hacia la sobredimensionada influencia de los bancos de inversión neoyorquinos en el sistema financiero internacional, ecos de teorías conspirativas sobre familias judías que controlarían secretamente el mundo de los negocios. Como plantea Horkheimer: «el malestar general reinante en toda cultura en declive siempre busca chivos expiatorios. […] Que encuentra en la figura de los estadounidenses, y dentro de los mismos, de nuevo en los judíos, que supuestamente dominarían a América»51.

Pero esta observación también puede dar lugar a abusos en sentido contrario, como en la afirmación de que «el creciente odio hacia América es otra forma de anti-semitismo» o de que «el antiamericanismo puede incluso ser entendido como una fase superior en la secularizada hostilidad hacia los judíos»52. Estas acusaciones de que el antiamericanismo no sería sino una forma velada de antisemitismo tienen el efecto de deslegitimizar toda crítica hacia Estados Unidos, pues los círculos intelectuales occidentales no toleran ya, con toda la razón, ningún prejuicio que se inicie con estereotipos y bromas hostiles hacia los judíos, por todo lo que históricamente han conllevado de odio y asesinatos en masa; actualmente ya somos conscientes de que todo rebrote de antisemitismo puede conducir a un nuevo Holocausto. Así que si aceptáramos la consideración del antisemitismo y del antiamericanismo como prejuicios paralelos, cualquier crítica o estereotipo sobre los estadounidenses devendría inaceptable, pues podría suponer el caballo de Troya de un proceso que condujera a odios fanáticos y asesinatos masivos. Atendiendo a esta lógica, todo antiamericanismo podría conducir pues a otro 11 de septiembre o a algo peor aún.

Esto constituiría una poderosa advertencia contra toda crítica hacia Estados Unidos, procediera de donde procediera, de no ser porque existe una diferencia estructural básica entre ambos tipos de prejuicios que hace que su equiparación resulte fundamentalmente insostenible: es ilegítimo acusar a «los judíos» de algo, en la medida en que dicho colectivo no actúa de manera unitaria. Existe ciertamente un país como Israel, también llamado a veces «el Estado judío», pero independientemente de lo que piensen tanto los sionistas como los antisionistas, la realidad es que los judíos dispersos por todo el mundo no actúan concertadamente a través de dicho Estado. No existe una entidad monolítica identificable como «los judíos», mediante la cual estos lleven a cabo conjuntamente actos de ningún tipo. Creer lo contrario supone caer en el típico antisemitismo básico que resuena en tópicos como «Hollywood está controlado por los judíos» o «los judíos asesinaron a Jesucristo»53.

Sí existe, en cambio, una comunidad organizada que podemos llamar «los estadounidenses», que eligen colectivamente a sus líderes y financian las actividades de su gobierno a través de los impuestos. Aunque este factor básico de ciudadanía bajo el sistema del Estado-nación no constituye un argumento suficiente para responsabilizar a cada estadounidense particular de cualquier actuación de su gobierno, en cualquier caso afirmar que «los estadounidenses están ocupando Iraq» es cualitativamente diferente a decir que «los judíos están ocupando Cisjordania». Acusar a «los estadounidenses», por ejemplo, de producir altas tasas de contaminación medioambiental, tal vez suponga un «atajo mental», pero se trata en todo caso de un recurso aceptable en debates informales sobre asuntos internacionales y no expresa forzosamente ningún sentimiento «antiamericano», exactamente de igual manera que criticar a los chinos por la misma razón tampoco supone ningún caso de «sinofobia». No obstante, criticar a «los judíos» de cualquier cosa siempre resulta ilegítimo, así como una señal de prejuicio antisemita. Así que el supuesto paralelismo entre anti-semitismo y antiamericanismo se viene abajo. La idea de que toda oposición a las políticas estadounidenses (o, para el caso, a las políticas israelíes) derivaría básicamente de una animadversión irracional y de prejuicios conlleva el peligro de errar el diagnóstico y de sofocar un debate necesario sobre alternativas políticas.

REPENSANDO EL ANTIAMERICANISMO

El concepto de antiamericanismo ha evolucionado en el tiempo, como lo han hecho sus efectos. Este libro pretende repasar la historia de esta evolución. Para ello, una investigación en archivos y bibliotecas de nueve países en cinco idiomas diferentes ha permitido aportar nueva luz a algunos célebres episodios históricos, demostrando así que el presupuesto de que las críticas y oposición en el extranjero a las políticas estadounidenses pueden explicarse por el mero antiamericanismo ha limitado el debate y, en el fondo, dañado los intereses estadounidenses. El mito del antiamericanismo ha mutilado la capacidad de nuestros gestores políticos de ver más allá de su fe en la superioridad de la mentalidad estadounidense, obstaculizando así numerosas reformas progresistas y fomentando el aventurismo en el extranjero.

Esta investigación no pretende, sin embargo, aportar una historia general y exhaustiva del «antiamericanismo». Se centra de hecho en Europa occidental y en Latinoamérica, dos regiones desde hace tiempo consideradas vitales para los intereses estadounidenses, donde se ha dado una mayor presencia de este país en forma de influencias políticas, lazos comerciales, poderío militar e influencias culturales. Por esta misma razón, son las dos áreas del mundo que han generado un mayor volumen de comentarios sobre Estados Unidos. Como regiones con una tradición cultural común firmemente arraigada en «Occidente» o en «el mundo libre» –por muy cuestionadas que se hallen ambas expresiones–, han planteado un dilema que ha asombrado a sucesivas generaciones de estadounidenses: ¿por qué tanto conflicto en lugares donde parece que compartimos valores e intereses comunes? La hostilidad de países como la Unión Soviética o la República Popular China, durante la Guerra Fría, no parece en cambio demasiado difícil de explicar. El reto epistemológico de este libro no consiste pues en intentar entender las doctrinas e ideologías antiamericanas oficialmente promovidas por naciones rivales de Estados Unidos, pues esto es algo que se entiende por sí solo, sino en intentar comprender por qué numerosos estadounidenses se han topado con lo que consideran «antiamericanismo» en aquellos lugares donde esperaban ser acogidos con confianza e incluso gratitud.

Todas las naciones han sido en algún momento víctimas de estereotipos despectivos, de críticas y de corrientes de oposición, y tal vez especialmente las naciones más poderosas, pues su presencia en otros países es mucho más notable. A este respecto, Estados Unidos no es ninguna excepción. Lo que sí resulta excepcional es que los estadounidenses hayan elevado estos típicos sentimientos adversos al nivel de una corriente mundial cargada de importancia simbólica, así como de un factor explicativo tan significativo que merece la atribución de un «ismo», normalmente reservado a sistemas ideológicos complejos o a prejuicios muy arraigados. Pero esta situación no ha surgido de la noche a la mañana, tiene su propia historia.

El Capítulo 1, «Historia de un concepto», revela la evolución de los términos «antiamericano» y «antiamericanismo» desde sus primeras apariciones registradas en el sigloXVIIIhasta las continuas luchas al respecto a lo largo delXIXentre nacionalistas y cosmopolitas, supremacistas raciales y abolicionistas, halcones y palomas, con cada una de las partes proponiendo sus propias interpretaciones de dichos tér-minos, para aprovechar su enorme poder retórico. Se acusó de «antiamericanismo» a los «ciudadanos desleales» que cuestionaron la guerra contra Gran Bretaña en 1812 y a los que cuestionaron la guerra contra México en 1846, pero también se usó para ridiculizar a los latinoamericanos molestos con las injerencias de Estados Unidos en sus propios procesos de independencia. Este capítulo muestra también una imagen muy diferente de ciertos críticos extranjeros, a menudo presentados como elitistas contrarios a la democracia estadounidense, desde Frances Trollope y Charles Dickens hasta Heinrich Heine y Francisco Bilbao, en realidad apasionados luchadores por los derechos humanos y las reformas democráticas, que sin embargo fueron rutinariamente tachados de «antiamericanos», distorsionando su vida y obra. Este capítulo se sumerge en los análisis de historiadores de las ideas, reconsiderando los escritos de las supuestas élites «antiamericanas», así como en investigaciones de los historiadores de la cultura, acudiendo a fuentes infrautilizadas de análisis lingüístico, para cuestionar la afirmación convencional de que Estados Unidos era visto por las masas «proamericanas» como la tierra prometida de la libertad.

El Capítulo 2, titulado «Americanismo y antiamericanismo», examina el florecimiento del concepto de antiamericanismo durante la primera mitad del sigloXXcomo categoría de análisis de amplio uso –y abuso– por parte de periodistas, académicos y autoridades gubernamentales. La pugna política en torno a su significado acabó con una clara victoria de la derecha, que convirtió a esta palabra en un garrote siempre presto a alzarse para acallar a la izquierda, tildando así por un lado de desleal a toda crítica interna y, por otro lado, de irracional a todo extranjero poco cooperativo. En la medida en que los ultranacionalistas estadounidenses intentaban monopolizar el concepto de «americanismo al 100 %», para excluir de la comunidad nacional a los inmigrantes y a los socialistas, lograron asociar en el término «antiamericano» la traición a la patria con el disenso político, el reformismo social y las identidades multiculturales en Estados Unidos, consiguiendo igualmente que toda defensa de intereses nacionales extranjeros en disputa con los intereses estadounidenses fuera concebida como irracional.

La primera gran revolución social del sigloXX, acontecida en México, suscitó un auténtico chaparrón de comunicados y crónicas de estadounidenses, tanto miembros del gobierno como no, que atribuían la violencia en dicho país a un «antiamericanismo» profundamente arraigado en pasiones, y nunca en razones. Numerosos intelectuales recibieron el mismo expeditivo trato, como le ocurrió al británico George Bernard Shaw y al austríaco Stefan Zweig, aunque un mínimo análisis de sus textos demuestra que el antiamericanismo tiene muy poco que ver –por no decir que nada– con sus pensamientos. Por otro lado, la etiqueta de antiamericanismo impuesta a la globalización de las protestas contra la ejecución en Estados Unidos de los anarquistas Sacco y Vanzetti es cuestionada mediante su comparación con otro caso similar de protesta global: la persecución en Francia de Alfred Dreyfus, demostrando que ambos casos reflejan en realidad el nacimiento de un movimiento transnacional a favor de los derechos humanos, más que una hostilidad obsesiva contra Estados Unidos. Pero la prueba más irrefutable de hasta qué punto esta acusación de «antiamericanismo» resulta poco coherente la hallamos en el fenómeno más extremo del sigloXX: el nacionalsocialismo de Adolf Hitler no difundió toda una serie de prejuicios contra Estados Unidos hasta bastante tarde, tras unos cuantos años de entusiasta admiración por la tecnología estadounidense y por sus políticas de restricción de la inmigración, así como por prohombres como Henry Ford y Walt Disney; a pesar de lo cual, elFühreracabó declarando la guerra a Estados Unidos; pero sus igualmente desinformadas visiones negativas sobre este país eran producto de su belicosa agenda, no su causa.

El Capítulo 3, «Un espectro recorre Europa: El antiamericanismo y la Guerra Fría», demuestra hasta qué punto la Guerra Fría magnificó el poder retórico del término, ganando protagonismo en el choque entre las superpotencias, donde se esperaba de cada persona, país y movimiento nacional que eligiera bando. En cuanto al ámbito interno estadounidense, si ya anteriormente los críticos y reformistas sociales habían tenido que soportar la etiqueta de «antiamericanos», ahora los cargos asociados a la acusación se agravaban, pasando a convertirse en enemigos supuestamente implicados en una subversión que pretendía minar a Estados Unidos desde dentro. El Estado de seguridad nacional, creado en 1947, institucionalizó el concepto de antiamericanismo como algo que se podía medir, analizar y combatir mediante iniciativas políticas. La confluencia en este punto de las investigaciones académicas, de las encuestas científicas y de las inversiones gubernamentales en una ofensiva diplomática a gran escala aseguraron la promoción del término hasta la primera línea del frente de la Guerra Fría, a pesar de su endeble consistencia conceptual, que pasaba sin embargo ampliamente desapercibida. Sus distorsionadores efectos interfirieron gravemente en la percepción estadounidense de las actuaciones extranjeras, así como en la política exterior de Estados Unidos. Pero una lectura cuidadosa de los métodos de investigación y de sus resultados desbarata, no obstante, las afirmaciones de un masivo incremento del antiamericanismo durante este período, incluso en países como Francia, donde en realidad los estadounidenses siguieron siendo mucho más populares de lo que se suele pensar. El papel central desempeñado por el macartismo y por los conflictos raciales en la percepción global de Estados Unidos delata la contradicción básica de las acusaciones, según las cuales los extranjeros más críticos estarían infectados de un «antiamericanismo» derivado de su aversión hacia la democracia, pues, muy al contrario, muchos de ellos reclamaban de hecho el cumplimiento de las promesas democratizadoras estadounidenses, participando en movimientos por las libertades civiles y los derechos humanos. Basta, por ejemplo, un análisis de los textos de Jean-Paul Sartre sobre Estados Unidos para cuestionar su etiqueta de antiamericanopar excellence. El capítulo concluye exponiendo las dudas que algunos empleados de la United States Information Agency [USIA, ‘Agencia de información de Estados Unidos’] comenzaron a expresar en privado, en ocasión de una investigación interna, demostrando que incluso algunos de los profesionales de la caza de antiamericanos, que ostentaban altos puestos oficiales, reconocían las numerosas contradicciones del mismo concepto de antiamericanismo.

El Capítulo 4, «Mala vecindad: Antiamericanismo y Latinoamérica», explora el impacto de la división oficial estadounidense del mundo –iniciada por la Administración Truman– no solo entre comunistas y anticomunistas, sino también entre proamericanos y antiamericanos; incluyendo, esta última categoría, a movimientos nacionalistas no comunistas, pero aparentemente aquejados de una irracional reticencia a seguir el liderazgo estadounidense. Las autoridades, medios de comunicación e investigadores académicos estadounidenses bien podían quejarse a todas horas del «antiamericanismo» latinoamericano, atribuyéndolo a su ignorancia, envidia y comportamiento emocional, pero un mínimo análisis de las políticas, textos, datos de encuestas y documentos diplomáticos latinoamericanos muestran una muy escasa coincidencia entre esta caricatura y la realidad. Esto puede comprobarse mediante un pormenorizado examen de la política de Estados Unidos en Guatemala, el país latinoamericano que más preocupaba a las autoridades estadounidenses durante los primeros compases de la Guerra Fría. Numerosos documentos extraídos de los archivos diplomáticos británicos, alemanes, italianos y latinoamericanos demuestran que gobiernos por lo general muy afines a Estados Unidos no compartían su valoración del gobierno guatemalteco como comunista y antiamericano. El golpe de Estado promovido por la CIA en 1954 contra el presidente guatemalteco democráticamente elegido fue condenado de una punta a otra del planeta: desde Europa occidental en su conjunto hasta numerosos países asiáticos, pasando por Oriente Medio, lo que dañó el prestigio estadounidense y generó precisamente el tipo de hostilidad que se suponía que pretendía combatir. La Administración Kennedy, por su parte, si bien reconoció que el expresidente reformista guatemalteco Juan José Arévalo no era un comunista, lo tachó sin embargo de «antiamericano», a pesar de todas las pruebas de lo contrario, apoyando sobre esta base un segundo golpe de Estado para evitar su regreso a la presidencia en 1963. Las administraciones de Eisenhower y de Kennedy eran incapaces de darse cuenta de que tras el presunto antiamericanismo de Latinoamérica latían en realidad unos motivos y objetivos muy diferentes, pero, cuando sus políticas intervencionistas suscitaban críticas en todas partes, recurrían siempre al mismo concepto erróneo del antiamericanismo para despreciar a la opinión pública mun-dial, en vez de cuestionar sus propios prejuicios básicos, incluso cuando una revisión de dicho concepto podría haber propiciado políticas precisamente mucho más favorables a los intereses a largo plazo de Estados Unidos.

El Capítulo 5, «El mito y sus consecuencias: De Gaulle, el antiamericanismo y Vietnam», arroja nueva luz sobre un caso ejemplar: la de un líder occidental cuyas políticas parecían guiadas por el antiamericanismo. Tanto los servicios de inteligencia como las autoridades diplomáticas estadounidenses pretendían explicar las políticas de Francia, así como la agenda política del presidente francés Charles de Gaulle, acudiendo al léxico de patologías mentales, tan popular durante la posguerra. Así, su declarada oposición a la guerra de Vietnam era explicada debido a su supuesta predisposición a odiar a Estados Unidos, por razones personales, culturales y psicopatológicas. Este capítulo desbarata, no obstante, todas estas ideas hechas y demuestra que las políticas gaullistas respondían a toda una serie de rigurosos análisis sobre los intereses franceses y occidentales, y que sus conflictos con Estados Unidos no impidieron que Francia le ofreciera un apoyo tangible y muy poco reconocido en cuestiones cruciales de seguridad. Numerosos documentos de archivo en Francia, Gran Bretaña y Alemania revelan que el persistente esfuerzo del presidente francés por disuadir a las autoridades estadounidenses de intervenir militarmente en Vietnam comenzó de forma confidencial, mediante mensajes de advertencia repetidos por vía diplomática y privada durante años antes de hacer públicas sus críticas. Su visión de que una guerra en Vietnam no podía ser ganada y resultaría en realidad contraproducente era compartida, en todo el cuerpo diplomático francés, por los funcionarios occidentales mejor informados sobre el Sureste asiático, que predijeron con precisión por qué y cómo iba a ser derrotado Estados Unidos, e intentaron hacer llegar sus advertencias…, que acabaron siendo censuradas como «antiamericanas» en Washington. Bernard Fall, un periodista francoestadounidense hoy ampliamente reconocido como uno de los más agudos analistas sobre la guerra de Vietnam y sobre contrainsurgencia, en aquella época fue acusado de «antiamericano» e investigado por el FBI, por su afinidad con el escepticismo de Francia sobre la evolución de la guerra. Pero en realidad las opiniones gaullistas eran compartidas –en privado– por altos cargos públicos de Ale-mania Occidental y de Gran Bretaña, aunque la constatación de que las administraciones de Kennedy y de Johnson no toleraban críticas extranjeras les condujo a guardarse sus dudas para sí mismos y a presentar una cara pública «pro-americana» de apoyo retórico a su política en Vietnam. Este caso demuestra que los «antiamericanos» franceses ofrecieron en realidad los mejores consejos, mien-tras los aliados más «proamericanos», que antepusieron la apariencia de solidaridad, ayudaron a los políticos estadounidenses a provocar un gran daño a Estados Unidos. El concepto de antiamericanismo, al cerrar el paso a todo punto de vista alternativo, contribuyó así decisivamente a uno de los mayores fracasos en política exterior de toda la historia de Estados Unidos.