Nelson - Gino Renzo Cacciatore - E-Book

Nelson E-Book

Gino Renzo Cacciatore

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Beschreibung

Entrar a un libro es asomarse siempre a un mundo inesperado. Esta novela corta es un viaje singular y circular. Como la vida. Desde la mirada de un niño por entresijos de candidez y fantasía. Con un lenguaje poético, la imaginación desplegada en senderos de ilusión y tropiezos donde subyace un mensaje de paz. Vale la pena asomarse. Malena Cirasa

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Seitenzahl: 201

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Gino Renzo Cacciatore

Nelson

A un paso de la iluminación

Cacciatore, Gino RenzoNelson : a un paso de la iluminación / Gino Renzo Cacciatore. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3966-3

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Introducción

Aceptación - Parte Primera

Un Salto De Fe - Parte Segunda

El Perdón - Parte Tercera

Soltar - Parte Cuarta

El Tiempo - Parte Quinta

El Comienzo - Parte Sexta

Agradecimientos

Entrar a un libro es asomarse siempre a un mundo inesperado.

Esta novela corta es un viaje singular y circular. Como la vida. Desde la mirada de un niño por entresijos de candidez y fantasía. Con un lenguaje poético, la imaginación desplegada en senderos de ilusión y tropiezos donde subyace un mensaje de paz.

Vale la pena asomarse.

Malena Cirasa

Introducción

Este relato se inició hace muchos años, cuando aún no estaba listo para despertar. Cada instante en el transcurso de años venideros, desde la idea inicial hasta la última palabra fue exactamente como tuvo que ser. Entonces, una extraña inquietud había penetrado mi interior. El deseo de conocer siempre un poco más me llevó a encontrar distintos maestros. Por último, descubrí que todo aquel que se presentaba ante mí, lo hacía bajo el gran título de Maestro.

En este satisfactorio proceso de crecimiento los he tenido de ejemplo, en lo que debía hacer y en lo que no. Muchas veces creí equivocarme cuando copié al pie de la letra error tras error (no podía ser de otra manera). Posteriormente aprendí que dichos errores a los cuales había etiquetado como tales, me habían dejado una experiencia nueva y un crecimiento consigo. La mala acción, a veces, es más beneficiosa que la no–acción.

Un gran Maestro que encontré me enseñó importantes cosas a experimentar; su sabiduría fue compartida sin buscar nada a cambio. Él me contó que un Maestro espiritual sólo aparece cuando el aprendiz está listo, cuando su deseo es profundo; si su mente o su ego son motivadores de dichos conocimientos, el Maestro que aparecerá tendrá el mismo vacío espiritual que él; en suma, lo estafará.

Motivado por sus grandes enseñanzas comencé a involucrarme cada día un poco más, compré todo tipo de libros con ejercicios espirituales, desde los más modernos que ofrecen felicidad en treinta y tres pasos, hasta los que forjan los pilares de las religiones más antiguas. Pasé largas horas durante años, leyendo la Torah, las claves del Zohar, las enseñanzas del Ramayana, el Bhagavad Gïtä y Maha–Bharata. Jamás podría hablar mal de estos textos sagrados ni aconsejar a nadie para que no los lea; Todo lo contrario.

En mi caso siempre me alentaron a seguir buscando. Interiormente había una sed que no podía saciarse con ningún tipo de información. Cuando fueron pasando los años y más me sumergía en la intelectualidad espiritual mejor me sentía mentalmente, aunque el vacío fuera cada vez mayor en mi interior.

No podría precisar cuál fue el día del despertar, tampoco explicar puntualmente qué fue lo que hice para poder acercar a cada uno a su despertar. Lo que sí puedo decirles es cómo me sentí. Pequeños escalones me fueron llevando hacia la conciencia, pasos internos. Dejé de buscar en libros y experiencias ajenas; comencé a vivir cada día un poco más conmigo, primero aceptándome. Aprendí a escucharme, a escuchar a mi cuerpo y a mi mente. Pasé largos períodos escuchando al silencio en mi interior; cada vez que penetraba una capa más en la densa oscuridad de mis creencias preestablecidas me encontraba de una manera más confortable, así cada vistazo hacia afuera comenzó a ser igual. Ya no encontraba grandes fatalidades ni amenazas por doquier. Esa armonía se trasladó al exterior. No es posible que con mis palabras pudiera describir el estado de unión que hoy siento entre lo no manifestado y lo manifestado. Esto es algo que sólo sabrá usted cuando se anime a tirar por la borda todo lo que hay de inútil en sus creencias, cuando decida aniquilar su ego como parte del yo.

Hoy paso por intensas percepciones de Dios y me regocijo en su majestuoso e infinito amor. Algunas veces caigo a un nivel inferior de conciencia y me involucro con mis ideas. Aunque ya no busco tener razón o defender mi postura (que ya no tengo). Pero sí me veo proyectando lo que podría suceder.

Estos altibajos de estados de conciencia no permanecen, siempre son superficiales, jamás podría robar la mente la paz que se halla dentro de mí. Es la paz que una vez que se encuentra jamás se pierde.

Mi deseo es que todo aquel que lea esta pequeña historia pueda ser consciente de la evolución que nos pide el universo. Es necesario que la especie humana evolucione dando un salto cuántico en este momento.

Cada uno deberá dejar de identificarse con la mente y restablecer el contacto con su ser, romper con todo lo que le han enseñado para hallar por fin su alma: la abundancia, la paz y la felicidad que habitan en ella.

Aceptación

Parte Primera

Desde muy chico había sentido que era diferente a los demás, no por ser más lindo ni más inteligente, sino por algo muy simple: disfrutaba del tiempo como ninguno. Para ver un amanecer o un ocaso. Solía frenar sus pasos para escuchar la melodía de un ave al cantar. Para las grandes cosas de la vida como para las más simples; podría ser casualidad, pero se daba cuenta de que disfrutaba de las cosas que otros no, acaso porque sus padres siempre se encontraban trabajando; cuando no lo hacían, estaban muy ocupados para regocijarse al igual que él fundido en la naturaleza. Tal vez, esto fue lo que de niño le dio una gran ventaja. La mayor parte del tiempo ayudaba en el campo en el que vivía. Se ocupaba de mantenerlo en excelente estado, también a los animales de la familia. Su padre Adrián le había enseñado desde muy chico cómo hacerlo, ya que era una tradición que venía de generación en generación. Había aprendido perfectamente a cultivar sus hectáreas. Sabía del cuidado de cada planta. Parecía un artesano cuando estaba a cargo de la quinta; conocía los tiempos precisos de cada verdura y fruta. Aunque no le gustara tanto como el encargarse de los animales de la granja, dedicaba mucho tiempo a la huerta de su padre.El tiempo también le alcanzaba para alimentar a los gallos, cuidar de las gallinas y sentarse a hablar con ellas, contaba meticulosamente porque necesitaba llevar los huevos a su madre. Era tan larga y convincente la explicación que algunos dirían que desde que él empezó a hablarles, las gallinas mejoraron su producción y calidad. Muchas veces se veía sentado hablándoles como un loco, pero otras tenía la certeza de que alguna podía entender lo que les decía. Hasta llegó a permanecer en silencio previendo una amable respuesta.

De una manera u otra no iba a cambiar su forma de ser, ni las cosas que lo colmaban.

Con los que no pasaba tanto tiempo era con los chanchos. Desde chico lo asustaban. Cuando la chancha tenía cría, si alguien se acercaba y chillaba brutalmente, venía a él un atemorizante recuerdo: la primera vez que vio a su padre un veintidós de diciembre matar a un cerdo. Esos gritos –casi humanos– habían logrado que nunca más quisiera acercarse a ellos. Solamente le llevaba la comida sin un hola y chau. Entraba cabeza gacha y hacía su trabajo lo más rápido posible, con cierto aire de duelo. Siempre que veía a los chanchos, lo hacía pensando que después vendría lo mejor: las vacas. Con ellas podía sentarse en el verde césped, al costado de la cerca, apoyado contra las maderas; les hablaba durante todo el día, sabía que sus compañeras no se irían. Aunque por sus caras largas y ojos cansados, más de una vez le hicieron preguntarles:– ¿Las estoy aburriendo, amigas? Bueno, si es lo que quieren, les contaré una historia más divertida.Cuando no sabía qué contar, buscaba un libro viejo de su abuelo en la biblioteca y lo leía en voz alta, por si alguna de las que estaba más atrás no llegara a oírlo. Desde la mañana hasta la noche tenía que realizar tareas en el campo. Gracias a haber aprendido todo desde muy chico, ahora que era un adolescente, cuando hacía los trabajos de prisa sabía que tendría la tarde libre. Podía aprovecharla para recostarse en la hierba y descansar, dormirse mirando el sol caer y despertar ante un cielo negro colmado de estrellas. O podía salir a recorrer el campo; era tan extenso que nunca había terminado de conocerlo. Sólo salía a caminar cuando su padre estaba libre y lo acompañaba.Si me quedo acostado no voy a ganar nada, sólo insomnio y nadie conoció sus tierras durmiendo. Voy a salir en alguno de los caballos sin que nadie se dé cuenta, así puedo volver al atardecer, guardar los animales e irme a dormir sin que se enteren mis padres, pensó.Caminó hacia el establo pensando encontrar a su padre junto a Pablo, hermano menor de Celia. Mientras caminaba se dijo: lo mejor de irme esta tarde es que mañana tendré una buena historia para contar a los animales.

El establo era viejo, de madera oscura con techo a dos aguas, una enorme puerta al frente dividida en cuatro partes, dos superiores y dos inferiores.

Al entrar, lo primero que vio fue un enorme caballo negro tapando la vista del resto del lugar, dejando relucir el trabajo fino del cepillado que recibía cada día en su brillante pelaje. Suavemente lo acarició, asomándose por debajo y advirtió que ni su tío ni su padre estaban adentro. En hilera había seis caballos más, cada uno en su lugar. Pensó: si salgo ahora podré recorrer todo y volver antes de que anochezca, cruzar el arroyo por primera vez, conocer el otro lado de los campos de la familia.

Ágilmente colocó las monturas en el primer caballo que había, no en el negro porque era el de su padre y nunca había dejado que alguien lo montara. En los siguientes minutos Nelson ya había preparado las monturas, estaba arriba del nuevo compañero rumbo a lo desconocido.

Salió rápidamente en línea recta hasta penetrar el abundante campo de trigo, perdiéndose en el paisaje.

Con una gran sonrisa pensó en el porqué durante años nunca había decidido cabalgar hasta el arroyo. Desde la casa se podían divisar varias hectáreas de campo y al final dos montañas con un enorme monte que las rodeaba; además de los campos sembrados, un gran arroyo pasaba justo en medio.

Si voy por la orilla podré llegar sin problemas, mejor aún, podré volver, pensó Nelson. Después de un largo rato de cabalgata, se detuvo. Miró hacia atrás (ya no divisaba su casa) el espanto se apoderó súbitamente de él, tenía la sensación de que una molestia comenzaba a gestarse en lo más hondo de su estómago. La frase: nunca mires hacia atrás, surgió desde su interior. ¿Por qué habré oído a mi padre decir esto? ¿Sabría que me quería ir y que en algún momento me encontraría pasando el trigal, mirando hacia atrás? ¿O será por el hecho de vivir sin observar el pasado? Nelson vislumbró una puerta de entrada a una incógnita de la cual no podría salir más que con la ayuda de sus padres; la dicotomía como un rayo de luz clara despejó su mente. En vez de quedarse pensando en esta extraña revelación decidió continuar su viaje sin extrañas aflicciones.

Mientras buscaba excusas por si alguien lo veía irse tan lejos, el caballo relinchó. Al alzar la vista pudo ver el arroyo; ése que siempre había visto a lo lejos hoy estaba listo para cruzarlo. Metió a su amigo en el agua y comenzó a ir río arriba; sintió adrenalina en todo su cuerpo revigorizado. El agua hasta las rodillas del caballo hacía que salpicara hacia todos lados; entre las gotas y los saltos, no le cabía en el pecho tanta alegría. Después de un rato de galopar decidió salir del agua, no quería cansar de más a su potrillo. Continuó avanzando por la orilla; era un lugar único con sembradíos a ambos lados, el arroyo en el medio y un gran monte delante. Nelson amarró al caballo a uno de los primeros árboles que había antes del inmenso monte.

¿Cómo no traje un rifle, alguna piedra o al menos un palo?, sonrió atemorizado el joven bajando del caballo.

—Muchas gracias por el viaje, la pasé estupendo, tal vez deberías intentar no saltar tanto, ahora descansa que yo en un rato vuelvo, dijo a su amigo dándole un fuerte abrazo.

Dejó al animal cerca del agua y del césped y continuó el viaje a pie. Después de los primeros árboles alejados y los claros de luz, apareció un enorme monte ante él. Espinillos, cardos y ortigas hacían lenta la subida. No es fácil recorrer un monte a contrarreloj. El aire se tornaba cada vez más denso y la humedad del lugar insoportable. Surgían sonidos de animales que nunca en su vida había oído. Mientras subía, leves rayos de luz penetraban a través de las copas de los árboles, las hojas danzaban con el viento dejando que el sol espaciadamente salpicara de claridad todo alrededor y calentara como una fina caricia su espalda.

Un hermoso lugar como no había conocido antes. Voy a tener que ser cuidadoso y no contarle a nadie más que a los animales, si no quiero terminar castigado, se dijo el joven.

Después de ascender un buen rato encontró una piedra muy grande, al mirar hacia arriba vislumbró cómo subir, armando en su cabeza la mejor ruta para poder llegar a la cima. Respiró unas cuantas veces dándose ánimo y comenzó a escalar; trepó por un largo rato. Mientras más alto subía más difícil se tornaba; por mucho que quisiera no llegaría a la cima de la gran roca, se encontraba en la recta final, aunque para su desgracia le faltaban unos treinta centímetros para alcanzar lo más alto y terminar de subir. En el momento en que sus brazos cansados estaban a punto de soltarse, imploró por su vida con un grito:

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Permaneció colgado observando hacia abajo, midiendo la intensidad de la caída y sus futuros magullones. Cuando estaba por soltarse, una mano amiga lo levantó y Nelson logró poner las manos en la cima. Con las últimas fuerzas apoyó los codos, luego el pecho y con un giro quedó acostado mirando al cielo, exhausto, sin aliento.

—Muchas gracias por ayudarme señor, no lo hubiera logrado de no ser por usted, exclamó el joven agitado.

Al mirar a los costados pudo comprobar que nadie estaba junto a él, aquella persona que lo había ayudado a subir ya no estaba, pero al mirar hacia delante encontró algo sorprendente que borró todas sus preguntas con respecto al nombre de su salvador: Se encontraba parado en un lugar inexplicable, lo más hermoso que hubiera visto hasta ahora, rodeado de árboles, un paisaje circular. Como si antiguamente hubiera caído un meteorito y con el pasar de los años se hubiera cubierto de verde. Apenas logró incorporarse un poco para mirar hacia abajo, vio algo aún más extraordinario. Dicho lugar del asteroide se encontraba cubierto de agua cristalina: parecía un sitio encantado. Desde la piedra, pudo divisar peces en el fondo.

El mundo debe estar repleto de sitios similares que nunca veré, pero éste está acá, en mi tierra, pensó.

Aturdido por tanta belleza a su alrededor, decidió sentarse en la enorme roca. Al mirar con mayor tranquilidad el agua alcanzó a ver un gran ecosistema con peces de diferentes tamaños y colores, rodeado por una gran diversidad de plantas. Lo que más llamó su atención fue una calma sorprendentemente larga reflejándose hasta su interior. En la orilla había muchos animales descansando al sol; distinguía algunos, pero a otros no.

Si no me equivoco, he visto ese animal en algún lado, exclamó en voz baja. Y en ese instante el bulto negro, por su gran tamaño se movió lentamente, mezclándose entre la maleza.

Qué extraño animal acabo de ver. Dudó pensando en si cabría la posibilidad de haber visto mal, ya que no podía creer que existiera algo tan grande. Su inquietud mayor era que realmente no lo había podido ver bien.

Después de disfrutar por un largo período la magia del sitio, el sol comenzó a caer y cientos de luciérnagas empezaron a iluminar el lugar volviéndolo aún más sorprendente. Gracias a ellas se dio cuenta de que ya se estaba haciendo tarde.

Disfrutó por un momento de los insectos danzando dejándose llevar por pequeñas ráfagas de viento y comenzó a descender lo más rápido posible, tratando de no caer desde la gran roca. Una vez en el monte bajó con mucha prisa y en un santiamén llegó hasta el caballo. No alcanzó a contarle lo que había visto, desató al animal y se montó saliendo rumbo a su casa alumbrado por la luz de la luna y millones de estrellas. Volvió imaginando qué podría inventarle a su padre. Tranquilo, porque dijera lo que dijera nunca había sido tan feliz en un solo día. Exhausto, después de un rato de cabalgar se reclinó hacia atrás, pudo ver un cielo encendido, sin lugar para una sola estrella más. Comenzó a cabalgar más despacio, admirando la noche, sin importarle qué podrían decir sus padres. La luna era tan inmensa y clara que sus cráteres podían distinguirse con facilidad; el cielo negro contrastaba aún más con cada estrella resplandeciente. Mientras admiraba las constelaciones pudo oír desde lejos gritos despavoridos:

—¡Nelson, Nelson!

El joven se afirmó bien al caballo y salió a toda velocidad en dirección a la voz de su madre, no muy lejos de él. Al verlo, Celia cayó rendida de rodillas intentando no llorar. Nelson saltó del caballo y con un abrazo levantó a su madre.

—Gracias a Dios estás bien ¿Dónde te habías metido?

—Discúlpame madre, terminé tarde todas mis tareas, estaba oscureciendo y decidí salir a dar una vuelta para mirar las estrellas.

Celia miró hacia arriba, por un momento desapareció su cara de enojo, el ceño fruncido fue retomando su posición natural; deslumbrada pensó en cuánto tiempo hacía que no se detenía a contemplar el cielo, miró hacia abajo, otra vez con cara larga. Dijo esta vez con voz mucho más calma:

—Me preocupé mucho, deberías haber avisado antes de irte, espero que te sirva de aprendizaje y no vuelvas a irte tanto tiempo sin avisar.

—Perdón, te prometo que no voy a volver a hacer sin avisarte.

El joven abrazó a su madre mientras caminaban rumbo a la casa con el caballo detrás.

—Cuando lleguemos vas a tener que ir a buscar a tu padre; él salió a buscarte en dirección contraria a la mía.

—Seguro va a querer castigarme, respondió rápidamente el joven.

—No Nelson, si te castiga es por no avisar, que tenga que salir a buscarte es una consecuencia nada más

Atravesaron el campo sembrado, llegando por fin a la casa. Celia entró y Nelson fue en busca de su padre. Interiormente sentía miles de cosas, pensaba en irse con tal de no encontrar a su padre, lo frenaba el saber que cuando volviera sería peor el castigo, por eso se adentró en el maizal y comenzó a gritar:

—¡Papá! ¡Papá!

Tuvo que galopar un buen rato para que, al fin, muy a lo lejos, pudiera oír los gritos del padre que lo llamaba con voz ronca, en cambio, su voz juvenil no se oía a lo lejos como la de él; pateó dos veces al caballo donde su tío le había enseñado y salió a toda velocidad. Alcanzó a verlo gracias a la luz de la luna, hizo un silbido agudo y en un instante se acercó al padre. Adrián volteó y vio a su hijo aproximarse con premura.

—Conque ahí estás. Sabía que te habías perdido

—Padre, disculpa por hacer que me buscaras, no me perdí, sólo fui a recorrer el campo para mirar el cielo y las estrellas

—Deberías avisarle a tu madre, después soy yo quien tiene que aguantar sus quejas, ahora vamos rápido que la tenemos que encontrar, salió a buscarte en dirección al arroyo

—Iba a ir sólo un rato, se me hizo tarde, por eso es que no avisé; la encontré cerca de casa, fue ella quien me mandó a buscarte

Nelson sin darse cuenta había mentido dos veces el mismo día, a las dos personas que más quería. Sintió una gran angustia en el pecho, sabía lo incorrecto que era mentir, pero esta vez se negaba a recibir cualquier tipo de castigo.

—Volvamos tranquilos, si no tu madre nos va a hacer poner la mesa, dijo Adrián entre codeos y risas.

De regreso a la casa fueron conversando como nunca antes. Nelson sospechaba que su padre intentaba arrancarle la verdad; el joven por precaución pensó dos veces cada palabra.

—¿De verdad saliste a ver las estrellas? ¿O te perdiste?

—Creo que un poco las dos cosas, es muy extenso el campo, donde vayas encuentras lo mismo; es fácil desorientarse aquí

—Eso parece hijo, pero no es así, hay puntos de referencia que son los que tienes que usar para guiarte

—¿Cuáles son? No entiendo

Adrián permaneció un instante en silencio con los ojos cerrados.

—En este momento no recuerdo bien, después voy a ir a buscar un mapa que hizo tu abuelo de estas tierras, me lo dibujó a mano cuando tenía tu edad, solía perderme cada vez que quería salir a conocer. Nelson pensaba preguntarle por las dos montañas y el monte, pero su padre se daría cuenta de que había llegado hasta ahí y luego le mintió.

—Me serviría mucho ese mapa, quiero conocer todo, tanto como el abuelo o como tú, dijo Nelson midiendo sus palabras.

Fueron hablando un poco más hasta llegar a la casa. Al entrar, la mesa ya estaba servida y Celia a punto de traer la comida.

—Vayan a lavarse las manos, ya está todo listo, no quiero que la comida se enfríe, dijo malhumorada.

Fue una noche igual a todas, salvo que esta vez antes de comer Celia lo abrazó muy fuerte y Adrián los abrazó a ambos. Después de una cena a cualquiera le da por dormir, así le pasó al padre. Ni bien terminó de comer se quedó dormido en la mesa. El joven le dijo a su madre:

—Acompáñalo a la cama, yo levanto la mesa y me encargo de todo

Celia cerrando levemente los ojos asintió con la cabeza.

—Muchas gracias, en la cocina dejé agua caliente, no te vayas a dormir sin antes bañarte

El joven suspiró profundamente lamentándose; sabía que no tenía más alternativa que bañarse. Su madre le dio un fuerte beso en la frente antes de marcharse junto a Adrián.

Nelson hizo lo más rápido posible. Nunca había estado tan cansado, le dolía cada músculo del cuerpo; sin embargo limpió los platos y la mesa en un instante, se bañó sin dormirse, aunque un poco se le cerraban los ojos.

Al terminar alcanzó a vestirse prácticamente dormido mientras caminaba hasta la cama. Con los pies en alto y la cabeza apoyada en la almohada no alcanzó a pensar en el mapa, el monte ni en la aventura del día. Estaba tan exhausto que esa noche no recordó arrodillarse al pie de la cama como hacía siempre. Era lo único que recordaba de su abuelo, cuando lo hacía arrodillarse por las noches y las mañanas para rezar.

Realmente no tenía fe absoluta, dudaba acerca de la religión, pero –como la mayoría– cuando se encontraba en problemas, recurría a Dios. Igualmente, por costumbre, no había un solo día en el que no se arrodillara, salvo esta vez.

A la mañana siguiente se despertó tres horas más tarde de lo habitual. A sus brazos ni siquiera los sentía, miró la hora y saltó de la cama, tampoco desayunó; fue directamente a sacar los animales. Ese día no pudo brindarles el amor al que estaban acostumbrados. Sólo se encargó de dejarles comida junto al agua; postergó varios trabajos del día. Era tal el cansancio que ni siquiera abrió la boca para saludar a los animales. En otro momento hubiera insistido al padre para buscar el mapa. Las pocas veces que lo vio en la mañana saludó con un leve movimiento de cabeza, no tenía mucho ánimo de hablar, lo mismo con Celia a la hora del almuerzo. Una vez que se liberó de los animales, tomó asiento junto a sus padres y esperó a que la comida estuviera servida. Se limitó a comer sin emitir palabra. Adrián en tono burlón dijo:

—Sería mejor que abrieras los ojos, así podrás ver bien lo que comes

Celia rió junto a él.