No era a esto a lo que veníamos - María Bastarós - E-Book

No era a esto a lo que veníamos E-Book

María Bastarós

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Beschreibung

'No era a esto a lo que veníamos' es un libro sobre el terror de la normalidad. Sus personajes luchan por integrarse en un cosmos que legitime su existencia: el del amor romántico, el de la maternidad, el de la urbanización con piscina, el del trabajo asalariado, el de la familia tradicional. Una codiciada normalidad que, poco a poco, se irá convirtiendo en un territorio hostil y desasosegante, donde la vida es a menudo difícil de sostener. Después de su fulgurante debut con Historia de España contada a las niñas, María Bastarós vuelve a sorprendernos con estos relatos de atmósferas asfixiantes: el desierto de los Monegros, la erosión de las Bardenas, las carreteras abandonadas, los polígonos industriales… Espacios que marcan un camino hacia los márgenes o hacia el delirio, y donde los personajes y sus deseos se encuentran casi siempre con el reverso de lo que buscan.

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María Bastarós Hernández

María Bastarós Hernández (Zaragoza, 1987) es historiadora del arte, gestora cultural y escritora. Ha trabajado para centros como el Thyssen Bornemisza y el Instituto Cervantes de Tánger, y comisariado exposiciones como “Muerte a los Grandes Relatos” (Matadero Intermediae, Madrid) o “Apropiacionismo, disidencia y sabotaje” (Sala Juana Francés, Zaragoza).

En diciembre de 2018 publicó la novela Historia de España contada a las niñas, galardonada con el premio Puchi Award, el premio Cálamo Otra Mirada y el premio de Narrativa de la Asociación de Críticos Valencianos (CLAVE). Su relato “Fantasma” abre la antología de cuentos ‘Ya no recuerdo qué quería ser de mayor’ (2019). También es autora de Herstory: una historia ilustrada de las mujeres (2018) y Sexbook: una historia ilustrada de la sexualidad (2021) junto a Nacho M. Segarra y la ilustradora Cristina Daura. Ha colaborado para productoras de contenido como Globomedia y Atresmedia y sus artículos, poemas y textos de ficción han sido publicados por medios como Verne, El Diario o Píkara Magazine. Imparte cursos de escritura creativa en la Escuela Fuentetaja.

Candaya Narrativa, 78

NO ERA A ESTO A LO QUE VENÍAMOS

© María Bastarós Hernández

Primera edición impresa: noviembre de 2021

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Alpha Smoot

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-51-8

Depósito Legal:B 2885-2022

A Gastón y a mis amigas, criaturas perfectas

Índice

Portada

Autora

Créditos

Dedicatoria

Índice

Prólogo: La normalidad nunca sale gratis

Cita

Cena de mayores

El día de la escopeta

Huevas de trucha

Nunca sale gratis

Las chicas no

Amor

Marabunta

Tan despacio para quienes esperan

Notre-Dame reducida a cenizas

Instrucciones para salvar a un grillo

Ritual iniciático

Hambre de qué

Los que mantienen el fuego

Agradecimientos

Página final

PRÓLOGO: LA NORMALIDAD NUNCA SALE GRATIS

Nerea Pérez de las Heras

María Bastarós pone esta máxima –la normalidad nunca sale gratis– en boca de una presentadora de telediario en uno de los primeros relatos de este libro. Como una de esas advertencias que recibimos de niños y que solo cobra sentido pasados los años, esta frase va creciendo, expandiéndose a lo largo de todos los relatos y adquiriendo categoría de revelación. La normalidad no solo no sale gratis: en el universo de No era a esto a lo que veníamos se descubre como carísima, casi inasumible. Una fórmula incapaz de sostener la felicidad, por inalcanzable o por, una vez alcanzada, detestable y vacía, digna de boicot. En estos relatos, espacios como la familia, la pareja, la urbanización, la infancia, el trabajo asalariado o la universidad enseñan las costuras y revelan su verdadera esencia, tan terrible como la de una guerra, una casa encantada o un sótano de interrogatorios camboyano.

La protagonista de «El día de la escopeta» se encuentra con que inercias aparentemente sutiles –su incapacidad para irse de casa, unida a la imbecilidad y la enajenación de los hombres con los que convive, su padre y su marido– pueden desembocar en una escena de violencia extrema, disparatada y tarantiniana. En otro de los relatos, el paso de un hombre corriente de héroe a fantoche por la vía de la autoridad laboral desata la venganza de su familia. Para las protagonistas de muchos de estos relatos, como para tantas mujeres ficticias o de carne y hueso, lo comúnmente aceptado como incondicional, tradicional y seguro, resulta ser opresivo, imprevisible, agotador o letal. María Bastarós tensa a los personajes al máximo para ver hasta dónde pueden llegar. Y siempre es muy, muy lejos.

En la tarea de llegar hasta el fondo de este libro juego con cierta ventaja, no les voy a engañar: dispongo de gran cantidad de metadatos sobre la autora, extraídos de unos cuantos años de amistad. Por ejemplo, sé que María tiene debilidad por los desiertos. Le gustan sobre todo los estadounidenses, aunque a la hora de escoger el desierto como escenario para la narración, lo de menos es dónde esté, ahí reside su encanto. Mojave, Atacama, Monegros o Tabernas comparten cualidades de páginas en blanco geográficas, de espacios entre lo físico y lo mental. Al desierto una viene a encontrarse consigo misma, sin nada más, como hace la niña de «Ritual iniciático», que llega a llamar mentiroso al paisaje otorgándole una cualidad de personaje que nos acompaña siempre como lectoras. Casi todas las historias se sitúan en los Monegros o Las Bardenas, paisajes áridos dominados por una quietud que anticipa lo extraño. El desierto de María está lleno de vida, de personajes en los que la autora hurga hasta el hueso. ¿Quién vive en este secarral? ¿Qué peligros acechan bajo los techos de uralita recalentados? Una pulida urbanización llena de jóvenes parejas de profesionales rompe el horizonte polvoriento: ¿será su vida más sencilla? ¿Qué demonios hace esa mujer caminando por el arcén en medio de la nada? ¿Y esa niña?

Entender la infancia y la naturaleza como reductos de pureza también son convenciones que la autora encuentra placentero deshacer. En «Cena de mayores» o «Tan despacio para quienes esperan», los niños aparecen como narradores poco fiables: atribuyéndoles inocencia corremos el riesgo de caer en una trampa. «Notre-Dame reducida a cenizas» desafía el anhelo con el que miramos a la naturaleza desde las ciudades. El sentimiento prefabricado de echar de menos o desear volver a un lugar que nunca fue nuestro nos convierte en presas fáciles, víctimas de nuestra ansiosa búsqueda de un lugar en el mundo.

En un par de ocasiones, María se refiere a relatos o poemas que ciertos personajes escribirán en el futuro, y nos sorprendemos reconfortadas. La autora nos concede un respiro, una esperanza a la que aferrarnos: la promesa de que esos personajes, pese a todo, van a sobrevivir. Y es que los protagonistas de la autora caminan, siempre, al borde de la desintegración.

María se mueve tan cómoda en los límites de lo fantástico, en la posibilidad de que todo acabe de la manera más inesperada, que leerla genera excitación y contagia una mirada perpleja y recelosa hacia la normalidad. Y quizá esa es la mirada más lúcida posible.

–Tengo temores, Robert.

–¿Temores, Kathy? ¿Qué temores?

–Si te lo digo, harás que me encierren.

La profecía, 1976

Todos estamos construidos sobre un cementerio indio.

Un bot en Twitter

CENA DE MAYORES

Llegarán a las siete, y para entonces la niña ya habrá preparado todo. Ha cogido el mantel rojo de la alacena, los servilleteros de cobre de la cómoda del rellano. Son los que la madre reserva para Navidad, pero esta ocasión es igual de importante. Ha intentado imitar lo que ella considera comida de mayores. En lugar de esos rectángulos de foie que su madre dispone sobre tostadas en sus cenas elegantes, la niña ha situado quesitos. La textura y el tamaño no son muy distintos a los del foie, eso considera, pero el color los delata. Para que no sea así, husmea por la cocina en busca de una solución. Hay algunos ingredientes marrones en polvo por ahí: café –demasiado oscuro–, clavo –no le gusta como huele–, canela –sabe a galletas, y aunque no está segura de cómo sabe el foie, cree que no debería saber a galletas–. Finalmente se decide por lo más familiar, porque de eso va precisamente todo este asunto. Agarra el bote de colacao turbo y lo espolvorea sobre los quesitos hasta que adquieren un tono beige que la deja satisfecha. Para sustituir a las gulas, uno de los platos predilectos de la madre, escoge patatas paja de bolsa.

Aunque tiene un pacto de silencio con la canguro –más que un pacto, una tiranía: la niña no le dirige la palabra, la canguro lo acepta para no despertar su ira–, le pide que pele y corte unos dientes de ajo por ella. Luego esparce los pedazos sobre las patatas paja. La canguro, toda pecas y pelo cobrizo, observa la mesa, sembrada de una comida que no consigue identificar. Luego mira a la niña.

–Normalmente, los ajos de las gulas están cocinados –le dice.

La cara de la niña se contrae, se llena de sombras. Antes la canguro se sorprendía frente a la hosquedad de la niña, la aturdía la variedad de máscaras que puede adoptar su rostro. A veces la niña es un monstruo de película antigua, un vampiro o uno de esos críos de cabellos blancos de El pueblo de los malditos. Otras veces es un animal, como una culebra de río o un cuervo pequeño. Otras es un objeto afilado, punzante. Pero nada sorprende ya a la canguro. Ahora, por ejemplo, la niña parece uno de esos perros ariscos, esqueléticos, que vagan por los arcenes de las carreteras comarcales. En una ocasión la canguro intentó agarrar a uno, ponerlo a salvo en su coche. El perro estaba en medio de la A-230, una de las carreteras que cruzan el desierto de los Monegros, su pelo ralo teñido por el polvo anaranjado de la planicie. Cuando intentó acariciarlo, el animal esquivó su mano y gruñó enseñando una fila de dientes amarillos como sombrillas de playa. La canguro aún lo imagina muerto de sed, su cuerpo vaciado de aire y fundido con el asfalto. A veces, cuando piensa en la niña, se le pone la misma cara que cuando piensa en aquel perro. La niña le lanza una de sus miradas aniquiladoras y la canguro se marcha, resignada, a ver la televisión. La madre de la niña tiene un canal, Calle 13, que solo programa películas de terror. La canguro, que tiene dieciocho años pero todavía está en bachiller porque ha repetido dos veces, se las ve todas. Carrie, La profecía, La semilla del diablo, El exorcista; siempre conteniendo la respiración, tapándose la cara y asomando sus ojos gris topo entre los dedos.

La niña abre la nevera. Allí no hay cerveza ni vino, aunque la madre bebe de las dos cosas. Mezclando zumo de arándanos y cocacola, la niña obtiene un líquido de aspecto muy similar al vino, tanto que se felicita en voz alta. Genial, dice, y observa satisfecha su obra. La mesa está empezando a servir de expositor para una auténtica «cena de mayores», y todo elaborado por ella misma. La cerveza, por otra parte, presenta más problemas que el vino. El zumo de piña es demasiado claro, demasiado denso. No da la talla. La niña piensa en añadir un poco de pis, pero desecha la idea. Aunque ha visto cómo ciertos náufragos cinematográficos beben su orina, no cree que sea algo que hagan todos los adultos. O tal vez sí lo sea y esté poniéndose trabas innecesarias. No sabría decirlo. La infancia es el territorio de la incertidumbre. Al final se decide por una cucharadita de café, que oscurece durante un instante el zumo pero luego se va a pique, amontonándose en el fondo. Parece uno de los cajones de arena del parque en los que la niña se entretenía hasta hace un par de años, un espacio para el juego pero esta vez bajo un cielo amarillo, apocalíptico. Decide prescindir de la cerveza. Al fin y al cabo, sus padres siempre tomaban vino. Y en las películas que ve la canguro, agazapada tras su propio cuerpo como si sus músculos y sus huesos fueran una trinchera, los adultos en cenas románticas también piden, invariablemente, vino.

A veces, cuando se aburre de jugar sola o sus muñecas empiezan a discutir –las reuniones de té que organiza entre barbies y peluches suelen acabar fatal–, la niña recorre el pasillo de puntillas, hasta sentarse bajo el marco de la puerta del salón. El padre y la madre hablaban a menudo de hacer una reforma, tirar el tabique y dejar la sala de estar abierta, eliminando el vestíbulo de entrada.

–Así podrás jugar a la goma elástica en el salón –solía decir el padre–, o a la comba, o con el hulahoop. Te compraremos uno nuevo, de esos que se iluminan.

El padre se sabía el nombre de sus juguetes, no como el padre de su amiga Silvia, que llama a todo “la cuerda”. Pero el padre murió antes de hacer la reforma y de comprar el hulahoop nuevo –de todos modos, la madre ya no la lleva jamás al parque a jugar–, así que la niña tiene escasas esperanzas al respecto. Además, el tabique le sirve para esconderse de la canguro: desde donde ella está no es capaz de verla, pero la niña sí puede atisbar esas películas llenas de vísceras y mujeres aterrorizadas. Sobre todo le fascinan las que tratan sobre gente que se convierte en otra cosa, como la de La Mosca o Un hombre lobo americano en París. Las transformaciones de sus protagonistas la hipnotizan, erizan hasta el último de sus pelos. Las garras rompiendo las débiles uñitas humanas, el pecho ensanchándose, los miles de ojos de mosca reduciendo la cara de Jeff Goldblum a gelatina. Por la noche, todas esas imágenes se enmarañan en su cabeza, y la niña sueña que también ella se transforma: su piel se estira y le salen astas y se convierte en un ciervo que huye, o se vuelve resbaladiza y demasiado lenta, como una ballena a la que quieren dar caza, y se despierta exhausta y empapada en sudor.

Hoy, sin embargo, no hay tiempo para películas.

La niña agarra una de las tazas que reposan junto a la cafetera. La levanta en el aire, presionando el asa con índice y pulgar, y luego la suelta. La taza estalla sobre el suelo de la cocina: pedazos de porcelana salen disparados y se esconden bajo la mesa, bajo la alacena, bajo la nevera.

La canguro chilla al escuchar el ruido. Acude apresurada, blanca como harina recién tamizada.

–¿Qué ha sucedido?

La niña no dice nada, solo mira hacia el suelo. La canguro se hace cargo de la situación: recopila cada fragmento de taza, se deshace de ellos. Los tira en una bolsa distinta a la de la basura, para que no rajen el plástico y se esparza toda la porquería.

–Desde luego –le dice a la niña– tienes manos de queso.

La niña, silenciosa y eficiente, acaba de ultimar los detalles de la mesa. Luego interroga a la canguro con la mirada.

–Está muy bien –dice ella, aunque su cara, más delatora de lo que cree, deja claro que no entiende nada de lo que allí sucede, ni cuáles son las intenciones de la niña con ese menú estrafalario.

La niña le hace un gesto para que se marche. No necesita más de ella. La canguro tuerce la cabeza y abre la boca en forma de O. La trenza se le posa sobre el hombro, una espiga pelirroja que la niña envidia en secreto. Finalmente, no dice nada.

En cuanto desaparece, la niña se quita las zapatillas y camina, silenciosa, hasta el cuarto de la madre. Allí abre el cajón de la mesilla y saca una caja mediana, de madera oscura, que la madre y el padre trajeron de un viaje. La niña huele la caja, se llena los pulmones con su aroma, la aprieta contra su pecho. Luego regresa a la cocina y la deja a su alcance, bajo un canastillo de mimbre con un par de mandarinas.

Con todo listo, solo queda esperar.

La madre y el nuevo novio suelen llegar a las nueve: la madre va directa a la cocina y se encarga de preparar algo, en silencio, mientras él fuma en el salón, cosa que el padre nunca hubiera permitido. La madre, antes tan charlatana, se ha hecho ahora experta en el arte de la escucha. El novio nuevo habla sin parar de cosas que la niña no entiende, cosas como la transición, elneoliberalismo, laperestroika. Incluso cuando habla de cosas que la niña cree que debería entender, lo hace de forma que ella no se entera de nada. Su lenguaje es críptico, enrevesado, inalcanzable. A la niña le da la sensación de que oculta algo.

Mientras espera, repasa mentalmente la mesa: hay gulas, hay vino, hay foie. Todas las cosas que el padre y la madre tomaban cuando cenaban ellos solos, después de mandarla a la cama con más prisa de lo normal. Desde donde está escucha los gritos de la película que ve la canguro. Son gritos de mujer, muy agudos, seguidos de algún no por favor y algún socorro. La niña sabe que, cuando se escucha ese tipo de gritos, la película de la canguro está a punto de acabar. Y cuando la película de la canguro está a punto de acabar, su madre y el novio nuevo están a punto de llegar.

Hoy, de hecho, lo hacen un poco antes.

A la niña se le pone cara de gato mientras la madre introduce la llave en el bombín. La escucha trastear y luego la puerta que se desliza sobre el parqué, con ese sonido tan parecido al de una escoba al barrer. La canguro apaga la televisión de inmediato, pero es tarde. La niña oye la voz grave del novio nuevo que dice:

–No deberías ver esas cosas, querida –El novio nuevo llama a la canguro querida, y a veces también a su madre–, son de una calidad paupérrima –Luego escucha cómo se enciende un cigarrillo, el sonido áspero del mechero atravesando el descansillo–.

La canguro no responde y la niña se pregunta si es porque, igual que ella, no sabe lo que significa esa palabra, “paupérrima”, que suena a enfermedad de la que te vacunan en el colegio. La oye recoger sus cosas a toda prisa, lanzarlas al fondo de la mochila sin piedad. La canguro despliega todo un mercadillo en cuanto se aposenta en el salón, objetos que a la niña le producen un embeleso que guarda dentro de su boca bajo llave. Una carpeta firmada por sus amigas, un esmalte de uñas con purpurina, una colorida revista de moda, pósits con forma de estrella o de diamante, una lima, un pequeño espejo que la canguro aproxima de vez en cuando a su cara para revisar sus poros y después menear la cabeza como si estuviera ante una tragedia sin precedentes. La canguro cruza un hasta luego con la madre, luego la niña la oye avanzar hasta la cocina. Se queda un momento de pie, junto a ella, observándola. Cuando la niña menos lo espera, la canguro avanza y le da un beso en la cabeza. A la niña ni siquiera le ha dado tiempo de apartarse. Mientras la canguro sale de la casa, la niña se frota la zona de la cabeza donde la ha besado, se obliga a sentir algo parecido al desprecio. La canguro forma parte de un universo nuevo, el universo sin padre, familiar pero aterrador como en La invasión de los ultracuerpos, del que la niña no piensa formar parte.

Luego sale al recibidor, donde la madre está colgando el abrigo en el perchero. Antes la madre se movía ligera y rítmica, igual que una bailarina, y sus movimientos y los del padre conformaban una coreografía perfectamente ejecutada. Ahora, todo lo que la madre agarra aparenta pesar más de la cuenta, cada ademán supone un esfuerzo del que parece sentirse incapaz. Es por eso por lo que ya no va a trabajar: poco después de la muerte del padre empezó a pasar las mañanas en casa, sin abandonar la cama. Se encogía bajo las sábanas y, si la niña se acercaba, se convertía en un bulto inanimado, una roca o un tocón. La madre le recordaba entonces a una película de dibujos que el padre le regaló y que no ha vuelto a ver desde su muerte. En la película, Mickey Mouse tiene que barrer unas escaleras con ayuda de una escoba, pero es demasiado trabajo así que parte la escoba por la mitad para obtener dos. Al principio parece una buena idea, pero pronto las dos escobas comienzan a dividirse en otras tantas, y así hasta que hay un ejército enorme de escobas que lo ocupa todo y que no atiende a razones. La niña no sabría decir qué es lo que había partido a la madre en primer lugar, si la muerte del padre o ella misma, pero la madre ya no parecía humana y, además, lo ocupaba todo, como si hubiera mil madres pero todas estuvieran hechas de madera y mimbre seco. En aquella época, la madre solo salía para ir a un lugar donde hablaba con un señor que le daba consejos. Así fue como se lo contó a la niña. Consejos para qué, le preguntó ella. Consejos para no estar triste, dijo la madre. Luego, un día cualquiera, la madre llevó a ese mismo señor a casa, y el señor habló y fumó durante todo el tiempo que estuvo allí. La niña nunca había oído tantas palabras difíciles tan seguidas. Y así cada tarde desde entonces.

La niña espera, silenciosa, a que la madre se percate de su presencia. Desde donde está la ve recortada contra la puerta blanca y le parece más pequeña que antes, como si se estuviera encogiendo. Tal vez ella también se esté transformando. En cuanto la madre la ve, mete la mano en el bolso y saca algo. Es un libro viejo, de lomos marrones, un poco descosidos.

–Mira lo que te he traído –anuncia poniendo el libro en manos de la niña.

La niña mira el libro, y luego a la madre, y luego otra vez el libro, sin comprender. En la portada hay un dibujo, una especie de océano surcado de líneas doradas. Algunos trozos han desaparecido, como si un animal furioso le hubiera dado mordiscos.

–Es un libro muy famoso –dice la madre. Luego agarra el libro de las manos de la niña y señala unas letras blancas–. Lee.

La niña se agita. El año pasado leía las palabras con bastante soltura, incluso estaba entre las mejores de la clase. Pero este año las letras se apelotonan y se pisan las unas a las otras, como si huyesen de algo. Ha dejado de dársele bien y, en consecuencia, de gustarle. De todos modos, es la primera vez que recibe un regalo de la madre desde que el padre murió, así que la niña lo intenta.

–Ma.

La madre menea la cabeza, no muy convencida.

–Mo –corrige la niña.

La madre asiente y sonríe con esa nueva sonrisa suya, la sonrisa de después del padre, que nunca enseña los dientes. Tal vez porque ha decidido que sus dientes no son muy bonitos –aunque la niña no lo cree así–, o por otra cosa. Puede que le estén creciendo, como en Lobo, y que esté intentando disimular. Puede que pronto haya que atarla al radiador, igual que a Jack Nicholson, para que no cometa una imprudencia. La niña se pregunta si la madre aceptaría ser atada, o si preferiría estar cómoda y exponerla al peligro de sus dientes.

–Moni –sigue la niña.

–Moby –interrumpe la madre–, Moby Dick. ¿Te gusta?

La niña dice que sí, aunque no está muy segura. Sin haber visto el interior, sospecha que ese libro no tiene dibujos. Además, está usado, como si viniera de la basura. A lo mejor es un libro para niños más mayores, de nueve o diez años. Ella tiene siete.

–Era el libro favorito de Pedro de pequeño. Lo leyó cuando tenía tu edad, ¿sabes?

La niña no responde: le parece que todos sus órganos se han paralizado, que su sangre se ha hecho espesa y ha dejado de fluir por su cuerpo. Siente cómo las manos con las que sujeta el libro se le congelan, los dedos se le ponen tiesos igual que púas de erizo. Luego comienzan a hormiguear, a volverse de piedra.

–Anda, ve a darle las gracias –La madre intenta parecer alegre, pero a la niña su voz le suena hueca, artificial, como la de la señorita que dice cosas por el megáfono en el colegio.

La niña se acerca al salón, se sitúa bajo el marco de la puerta. Ahí está ese hombre, el nuevo novio, envuelto en su nube color pizarra, haciendo que todo apeste a humo, a lluvia sucia, a bayeta mal escurrida. Es mucho más mayor que el padre, o al menos eso cree la niña, y de su barba caen a menudo unas diminutas escamas blancas que a ella la horrorizan. Suele preguntarse si la madre no las ve o si sencillamente finge no verlas, o si es algo que solo ella, como niña, es capaz de ver, y si debería alertar a la madre al respecto. También tiene la secreta esperanza de que, escama a escama, el hombre acabe desapareciendo. Es posible que sea solo un cascarón, que debajo de las escamas no haya nada más que aire.

La niña musita un gracias débil que el nuevo novio no es capaz de oír: sigue concentrado en las volutas grises que emergen de su boca, las ve ascender y chupa el cigarrillo de nuevo, esta vez con más ahínco, hasta que parece una flecha con la punta en llamas. Es entonces cuando la madre la llama: sin duda ha descubierto ya la mesa preparada para la cena.

–¿Y esta mesa? –pregunta elevando la voz desde la cocina.

La niña acude corriendo.

–Os he hecho una cena romántica –explica la niña.

La madre enarca las cejas, tarda en reaccionar. Alterna la mirada entre la mesa y la niña: observa el zumo con posos de café en el fondo, los quesitos pintados con colacao, el zumo de grosellas con su burbujeo sospechoso. Luego sonríe –de nuevo esa sonrisa rara, ese avergonzarse de sus propios dientes– y sale hacia el salón arrastrando los pies. Desde que el padre murió, los andares de la madre han cambiado. Todo su cuerpo se ha transformado, desde el pelo hasta las puntas de los dedos. Ahora camina más despacio, encorvada y con la cabeza gacha, igual que cuando sopla el cierzo.

–Pedro, ven a ver –la oye decir la niña–, Irene nos ha preparado un menú estupendo.

El novio nuevo llega a la cocina, observa la mesa sin decir nada, pasa revista a cada plato y cada vaso. La niña cree advertir en su rostro una ligera mueca de asco, aunque bajo la barba todo es más difícil de interpretar. La cara del novio nuevo tiene su propia máscara, vive de espaldas a los demás. De todos modos, no importa. No tiene que comerse nada de lo que hay allí.

–No es para él –advierte la niña, alejándose del nuevo novio.

La madre frunce el ceño.

–¿Para ti y para mí, entonces?

La niña niega con la cabeza, su pelo rizado baila como un ramillete de muelles. Entonces levanta el cesto de mimbre, saca de debajo la caja que cogió de la mesilla de la madre y la abre. La madre se queda pálida, de mármol y vidrio. La niña saca una foto de la caja, un retrato del padre en blanco y negro, del tamaño de una cuartilla. Era la foto favorita de la madre, la primera que el padre le dio cuando se conocieron. La niña agarra la foto y la deja en la mesa, apoyada contra un vaso vacío, frente a uno de los platos. La cara del padre, optimista y afable, sonríe como cuando estaba vivo.

–Para ti y papá –dice la niña. Luego mira, desafiante, al nuevo novio. Él se limita a sostener su mirada y a la niña le parece que sus labios dibujan una sonrisa torcida que no entiende. La madre, en cambio, se ha puesto lívida, tanto que parece que haya muerto hace tiempo y que esa que se yergue ante la niña no sea la madre sino, si acaso, su fantasma. El novio nuevo, sin mirar a la madre, rebusca en el bolsillo de su americana y saca uno de sus cigarrillos. En cuanto el sonido del mechero interrumpe el silencio, la madre reacciona y manda a la niña a su cuarto: habla como solo habla cuando el enfado se apodera de ella, con una voz llena de aristas, atravesada por un grito contenido. No le lanza ningún insulto –la madre no dice palabrotas–, pero se sienta en una de las sillas y da una palmada sobre la mesa, cosa que la niña nunca le había visto hacer. Ella se refugia en su cuarto, apaga la luz y enciende su lámpara del universo. Es una lámpara que proyecta las estrellas, la luna y los planetas, y además los hace girar en círculos por el techo y la parte alta de las paredes. Oye cómo la madre le dice algo al novio nuevo, aunque le es imposible entender qué. Él responde algo muy largo, y luego escucha cómo la puerta de la casa se cierra.

El novio nuevo, entiende la niña, se ha ido.

Que no se quede a dormir ya es una pequeña victoria. Cuando el novio nuevo pasa la noche en el apartamento, la niña no pega ojo, en parte porque es más consciente de su propia respiración y de cada ruido de la casa, en parte porque no quiere ceder al sueño sino estar vigilante, alerta. Aunque eso no es lo peor: todo el rato le parece que se está haciendo pis y, cuando reúne el valor suficiente para salir al pasillo y correr hasta el baño, no le sale ni una gota. Al día siguiente le duele el papo –el padre llamaba papo a todo lo que hay entre la cadera y las ingles, fuera lo que fuera y tanto en chicos como en chicas: sécate el papo, lávate el papo, ¡si ese niño te vuelve a decir que le enseñes el papo, dile que se mire el suyo!–, y cuando por fin consigue hacer pis le duele como si meara polvos pica pica.

La niña saca una linterna y un cuaderno de dibujos. Lo hojea mientras espera a que la madre la llame para cenar, pero ella no lo hace. La oye llorar de vez en cuando, bajito, igual que lloran las chicas de las películas que ve la canguro cuando están encerradas en armarios o en altillos, rezando para que el malo no las encuentre. La niña se pregunta si lo que ha hecho es terrible, si la madre, además de dar una palmada sobre la mesa, podría hacer otras cosas nuevas como, por ejemplo, decidir no darle de cenar nunca más, no llevarla al colegio o no comprarle ropa. Es cierto que ya no hacen las cosas divertidas que hacían cuando vivía el padre, como ir al río de picnic o patinar hasta el vivero y luego elegir las mejores flores para la terraza. Pero si además la madre deja de ocuparse de los asuntos básicos de la vida, como alimentarla y procurarle una educación, la niña no sabe cómo se las arreglará. Estará todavía más sola, sola sin paliativos: tendrá que coger un mantel, meter dentro sus cosas, hacerle un lazo arriba y abandonar la casa. Y la niña ya sabe qué les sucede a los niños que abandonan sus casas.

Cuando hace más de una hora que espera, la niña escucha de pronto una risa. Es una risa mutante: al principio tímida, luego más confiada, ancha y limpia como una pista de hielo. Como hace mucho que la madre no ríe así, le cuesta reconocerla. La niña se levanta, se acerca a la puerta de su cuarto y la abre, sin atreverse a salir. No hay duda de que es la madre la que ríe con esa risa cristalina, infantil. Además, habla. Habla con frases de verdad, largas y llenas de ritmos como una canción, por primera vez desde que el padre murió. La niña escucha, atenta a las palabras: la madre habla de unas vacaciones en Grecia, de algo sobre un restaurante indio y un plato demasiado picante, de la casa de la playa –esa casa la niña sí la conoce, era de los padres de su padre hasta que la vendieron–, de una vez en la que el coche se averió mientras bajaban por un puerto de montaña de noche. La niña la escucha hacer una pregunta tras otra, responderse a sí misma, reír cada vez más alto, descorchar con esfuerzo una botella de vino, rellenar copas, reír de nuevo. Luego la madre pone música, canciones que la niña sabe de memoria, y la silla se desplaza por el suelo. La niña escucha los zapatos de la madre, que siguen la cadencia de la música, al principio con destreza, luego cada vez más desacompasadas. Cuando la niña se queda dormida, apoyada en la jamba de la puerta, todavía envuelta en la ropa que llevaba cuando la canguro la recogió en el colegio, la madre aún habla y ríe en la cocina.

Horas más tarde, la niña se despierta en la cama, tapada hasta la barbilla, con su pijama de felpa rosa y gris.

La madre está subiendo la persiana y la luz inunda el cuarto: se refleja sobre los ojos de las muñecas y los peluches y revela cada mota de polvo, cada huella en el cristal.

–Arriba, dormilona.

La madre tiene la cara hinchada, sobre todo los ojos, pero sonríe enseñando los dientes. A la niña le parece que está guapa. Después de deshacerse de las sábanas a puntapiés, se incorpora y se deja vestir por la madre. Ella le pone un vestido de cuadros verdes y rosas, el favorito de la niña, que nunca le deja llevar al colegio. La niña mira por la ventana: el sol está alto, erguido sobre el edificio de enfrente. No son las ocho, tiene que ser más tarde seguro. La niña observa su cuerpecillo recién vestido, alza la cabeza con gesto interrogante.

–Coge los patines –dice la madre–, hoy nos vamos a tomar el día libre.

Desayunan en el salón: la niña hundiendo la cuchara en los cereales con colacao, la madre canturreando, dando sorbos cortos a su café con leche. Hace un poco de frío, porque una de las ventanas está abierta, pero al menos ya no huele a tabaco. La madre la apremia, Venga, Irene, acaba y nos vamos. La niña engulle cucharadas enormes de cereales, dejando que la leche caiga por su barbilla pese al peligro que corre el vestido. Con los carrillos aún llenos se levanta y corre hasta la cocina para dejar su cuenco en el fregadero. Hay que pasarle un chorro de agua –eso le enseñó el padre–, evitar que la leche se reseque y se quede como polvos de talco mojados, agarrados a la porcelana. Antes de salir, la niña observa la mesa: la fotografía del padre aún en su sitio, dos copas manchadas de vino, uno de los quesitos y unas pocas patatas paja en el plato frente a la foto.

La madre conduce cantando, meneando la cabeza. Deja que la niña vaya delante por primera vez, sin ponerle el cinturón ni comprobar el cierre de la puerta y, de tanto en tanto, la mira y la anima a cantar. A la niña le parece que está guapa, cada vez más guapa, aunque no es la belleza que la madre solía tener. Es una belleza que inquieta un poco, como si los ojos se le hubieran vuelto más grandes y el pelo más rizado. También la piel se adivina más brillante, recubierta de un sudor luminoso que la niña nunca había advertido en ella. El coche atraviesa carreteras largas y vacías, más de las que la niña hubiera imaginado. No se atreve a preguntar a dónde van. Teme hacer algo, no sabe qué, que devuelva a la madre a su estadio anterior. Entonces llegan al desierto, un desierto que la niña conoce porque al padre le gustaba cargar las mountain bike en el coche y pedalear por allí, siempre con la mochila llena de botellines de agua. Uno no puede permitirse hacer tonterías en el desierto, solía decirle a la niña. Por aquí no hay nadie que te pueda ayudar. La madre coge una salida a la derecha y detiene el coche: todo a su alrededor es tierra naranja, tierra seca, tierra que vuela por el cierzo y se mete en los ojos y en la boca. La niña se sienta en el suelo, se quita los zapatos. La madre los guarda directamente dentro del bolso, sin la bolsita de plástico que solía llevar para evitar que la suela entrara en contacto con el resto de su contenido. Luego saca los patines del coche, los abre, los encaja en los pies de la niña. A ella le parece que le van más justos que antes, que ya no son de su talla, pero no dice nada. La madre ríe mientras ata los patines hasta arriba, con un lazo tan apretado que a la niña le corta la circulación. Cuando la niña se incorpora, la madre le da la mano y echa a correr. Los patines, tan ajustados en la parte de la espinilla, repiquetean sobre el suelo de tierra batida. La madre se gira una y otra vez, riendo con una risa ronca que le sale más del pecho que de la boca, y cada vez que lo hace su cara ha cambiado un poco, tanto que ya ni siquiera parece del todo la madre sino una especie de negativo de esta, una copia rara de la que la niña no sabe qué pensar. Quisiera decirle que los patines le hacen daño, que sería mejor ir a comprar unos nuevos que no le hagan rozaduras ni aprisionen sus dedos de esa forma tan dolorosa. Pero no dice nada, y no puede evitar que la madre la arrastre, la pista de tierra delante y ella volando detrás, hacia lo desconocido.

EL DÍA DE LA ESCOPETA