No puedo más - Anne H. Petersen - E-Book

No puedo más E-Book

Anne H. Petersen

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Beschreibung

Un análisis incendiario del agotamiento en los millennials, los cambios socioculturales que lo provocan, las presiones que lo sustentan y la necesidad urgente de un cambio drástico. ¿Tu vida es una lista interminable de tareas pendientes? ¿Te encuentras navegando sin pensar por Instagram porque estás demasiado cansado para leer un libro? Bienvenidos a la cultura del agotamiento. La escritora de cultura y exacadémica Anne Helen Petersen sostiene que el agotamiento es una característica definitoria de la generación millennial, que nace de la desconfianza en las instituciones que nos han fallado, las expectativas poco realistas del trabajo moderno y un fuerte repunte de ansiedad y desesperanza exacerbados por la presión constante de «desempeñar» nuestras vidas en las redes. Basado en un artículo viral de Petersen en BuzzFeed, que ha acumulado más de siete millones de lecturas desde su publicación, No puedo más examina cómo el agotamiento afecta a la forma en que trabajamos, criamos y socializamos.

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«Los millennials no tienen la menor opción». Este fue el título de un artículo de Annie Lowrey, publicado tras varias semanas de cuarentena a raíz de la expansión generalizada de la COVID-19, en el que detallaba la gran cantidad de formas en que la generación de los millennials está realmente jodida. «Los millennials accedieron al mercado laboral durante la peor recesión desde la Gran Depresión —escribía—. Cargados de deudas, incapaces de acumular riqueza y atrapados en trabajos sin futuro y con bajas prestaciones, nunca han obtenido la seguridad económica de la que disfrutaron sus padres, sus abuelos o incluso sus hermanos mayores». Y ahora, justo cuando deberían estar alcanzando sus «años de mayores ingresos», se enfrentan a un «cataclismo económico más grave que la Gran Recesión, lo que casi garantiza que serán la primera generación en la historia moderna de Estados Unidos que terminará siendo más pobre que sus padres».[1]

Para muchos millennials, más que una revelación, artículos como el de Lowrey suponen una confirmación: sí, estamos jodidos, pero eso lo sabemos desde hace años. Incluso cuando el mercado de valores subía y las cifras oficiales de desempleo descendían en la economía supuestamente idílica de finales de la década de 2010, muy pocos de nosotros sentimos algo parecido a la seguridad. En realidad, lo que sentíamos era que las cosas irían a peor, que el suelo se abriría bajo nuestros pies, o el equivalente a cualquier otra metáfora que se os ocurra para describir la sensación de alcanzar a duras penas algo parecido a una seguridad laboral o económica, sin abandonar en ningún momento la certeza de que todo puede desaparecer y, de hecho, acabará desapareciendo. Poco importaba lo mucho que te esforzaras o durante cuánto tiempo lo hicieras, lo mucho que dedicaras tu vida al trabajo o cuánto te implicases en él: al final, volverías a encontrarte en ese lugar solitario y aterrador, preguntándote por enésima vez cómo era posible que tu hoja de ruta —la promesa de que si hacías esto conseguirías esto otro— estuviera tan equivocada.

Pero lo reitero: a pocos millennials les sorprende. No confiamos en que los trabajos o las empresas que los proporcionan vayan a durar. Muchos de nosotros vivimos atrapados en tormentas de deudas que amenazan con engullirnos en cualquier momento. Estamos agotados por el esfuerzo de tratar de mantener algún tipo de equilibrio: con nuestros hijos, en nuestras relaciones, en nuestra vida económica. Hemos sido acondicionados para la precariedad.

Durante décadas, la precariedad ha sido una forma de vida para millones de personas y comunidades en Estados Unidos y en todo el mundo. Vivir en la pobreza, o como un refugiado, es estar supeditado a ello. La cuestión es que este no fue el relato que nos vendieron a los millennials —sobre todo a los blancos y de clase media— con respecto a nosotros mismos. Al igual que las generaciones que nos precedieron, fuimos criados en una dieta de meritocracia y excepcionalismo: la idea de que cada uno de nosotros rebosaba potencial y que para activarlo solo necesitábamos trabajar duro y a conciencia. Si nos esforzábamos, fuera cual fuera nuestra situación actual en la vida, encontraríamos estabilidad.

Mucho antes de la expansión de la COVID-19, los millennials empezaron a asumir lo vacío que era en realidad este relato, lo profundamente fantasioso y deprimente que resultaba. Era comprensible que la gente lo perpetuara contándoselo a sus hijos y a sus semejantes, en editoriales en The New York Times y en manuales de instrucciones, porque dejar de hacerlo equivaldría a admitir que no es solo el sueño americano el que está roto, sino la propia América. Que la cantinela que tanto repetimos —que somos una tierra de oportunidades, un superpoder mundial benevolente— es falsa. Reconocer esto es profundamente desconcertante, pero es algo que quienes no han surcado nuestro mundo con los privilegios de la blancura, de la clase media o de la ciudadanía comprendieron hace ya algún tiempo. Hay quien solo ahora empieza a darse cuenta de la magnitud de esta ruptura. Otros, en cambio, llevan toda su vida dándose cuenta y lamentándose por ello.

Mientras escribo esto, en mitad de la pandemia, ya nadie duda de que la COVID-19 es la gran clarificadora. Clarifica qué y quién importa en nuestras vidas, qué son necesidades y qué deseos, quién piensa en los demás y quién únicamente en sí mismo. Ha puesto de manifiesto que a los trabajadores llamados «esenciales» se los trata en verdad como si fuesen desechables, y ha hecho imborrables décadas de racismo sistémico, con la consiguiente vulnerabilidad a la enfermedad. Ha subrayado la ineptitud de nuestros líderes federales actuales, los peligros de la prolongada desconfianza que se viene fomentando hacia la ciencia y las consecuencias que lleva asociadas el permitir una gestión empresarial de la producción de los equipos médicos, en la que los beneficios priman por encima de todo lo demás. Nuestro sistema de salud está roto. Nuestros programas de ayuda están rotos. Nuestra capacidad para realizar pruebas está rota. Estados Unidos está roto, y nosotros con él.

Cuando la COVID-19 comenzó a extenderse por China, me encontraba ultimando la edición final de este libro. Cuando se inició el cierre de las ciudades, mi editor y yo empezamos a preguntarnos cómo podríamos abordar los drásticos cambios emocionales, económicos y físicos que han acompañado a la expansión de la enfermedad. Pero no deseaba introducir comentarios en cada capítulo, dando a entender que las distintas secciones se habían escrito ya desde un principio con estos nuevos cambios, como si de alguna manera los hubiera intuido. Eso habría sido más difícil, pero también más raro y falso.

En su lugar, quiero invitar a los lectores a pensar en cada argumento de este libro, en cada anécdota, en cada esperanza de cambio, de la forma más amplia y envalentonada posible. Antes, el trabajo era una mierda y era precario; ahora lo es más. La crianza de los hijos resultaba agotadora e imposible; ahora más. Lo mismo puede aplicarse a la sensación de que el trabajo nunca acaba, de que el ciclo de las noticias asfixia nuestra vida interior y de que estamos demasiado cansados para acceder a algo que se asemeje a un ocio o un descanso verdaderos. Los efectos colaterales de los próximos años no cambiarán la relación de los millennials con la sensación de desgaste ni acabarán con la precariedad que alimenta esta situación. Más bien al contrario, el agotamiento arraigará aún con más fuerza en nuestra identidad generacional.

Sin embargo, no tiene por qué ser así. Este es el lema del libro, y es algo que sigue siendo cierto. Quizá lo único que necesitamos para actuar sobre este sentimiento es un punto de inflexión irrefutable: una oportunidad no solo para la reflexión, sino para construir un modelo y una forma de vida diferentes a partir de los escombros y la claridad que ha generado esta pandemia. No hablo de una utopía en sí misma, sino de concebir el trabajo, el valor personal y el ánimo de lucro de una forma distinta; y de la idea radical de que cada uno de nosotros importa y somos verdaderamente esenciales y dignos de recibir cuidados y protección. No solo por nuestra capacidad de trabajo, sino por el simple hecho de ser. Si te parece una idea demasiado radical, entonces no sé qué podría hacer para que te preocupes por los demás.

Es cierto, como dice Lowrey, que los millennials no tenemos la menor opción. Por lo menos no en el sistema actual en el que nos encontramos. Pero una predicción igual de nefasta es válida para grandes franjas de la generación X y de la de los baby boomers; y para la generación Z las cosas solo irán a peor. La certeza absoluta que ofrece esta pandemia es que no es una sola generación en particular la que está rota, jodida o fracasada, sino el propio sistema.

[1]Annie Lowrey, «Millennials Don’t Stand a Chance», TheAtlantic, 13 de abril de 2020.

Introducción

-Creo que estás un poco quemada —me sugirió con mucho tacto mi editor de BuzzFeed durante una conversación por Skype—. Te vendría bien tomarte un par de días libres.

Era noviembre de 2018 y, sinceramente, me sentó fatal.

—No estoy quemada —repuse—. Tan solo trato de averiguar sobre qué quiero escribir ahora.

Desde que tengo recuerdo, no he dejado de trabajar en ningún momento: primero como estudiante de posgrado, luego como profesora y ahora como periodista. Me pasé todo 2016 y todo 2017 pisándoles los talones a candidatos políticos por todo el país, persiguiendo historias, a menudo escribiendo miles de palabras al día. Una semana de noviembre, tras entrevistar a los supervivientes de un tiroteo en Texas, fui directamente a una pequeña ciudad de Utah, donde pasé una semana escuchando las historias de decenas de mujeres que habían huido de una secta polígama. Era un trabajo importante y estimulante, y precisamente por eso resultaba tan difícil detenerse. Además, había descansado después de las elecciones. Se suponía que debería haber recargado las pilas. El hecho de que cada vez que hablaba con mis editores tuviera que contener las lágrimas era algo que en principio no tenía nada que ver con el agotamiento.

Aun así, decidí tomarme un par de días libres justo antes de Acción de Gracias. ¿Y sabéis qué hice? Intenté escribir una propuesta para un libro. No para este, sino para uno peor, más forzado. Eso no me hizo sentir mejor, evidentemente, porque era más trabajo. Pero, en realidad, a esas alturas ya no sentía nada. Dormir no ayudaba; ni hacer ejercicio. Fui a darme un masaje y un tratamiento facial, y me sentaron bien, pero tuvieron un efecto increíblemente momentáneo. Leer me ayudaba, en cierto modo, pero las lecturas que más me interesaban estaban relacionadas con la política, lo que me devolvía a aquello que me había dejado exhausta.

Tampoco puede decirse que lo que sentía aquel noviembre fuese nada nuevo. Durante meses, siempre que pensaba en acostarme, me abrumaban los pasos que tendría que dar para llegar a la cama por mi propio pie. Las vacaciones, lejos de entusiasmarme, parecían una cosa más a tachar de mi lista de tareas. Pasar tiempo con los amigos era algo que, si bien deseaba, me hacía sentir mal, y después de mudarme de Nueva York a Montana me negué a invertir tiempo en hacer nuevas amistades. Me sentía paralizada, insensible, completamente... plana.

A toro pasado, es evidente que estaba absoluta y ridículamente quemada, pero no me daba cuenta porque aquella sensación no se correspondía con la forma en que se me había representado o descrito el desgaste. No se había producido ningún dramático apagón, ni un derrumbe, ni había ido a recuperarme a la playa o a una cabaña aislada. Pensaba que estar quemada era como pillar un resfriado del que una se recupera, y por eso había pasado totalmente por alto el diagnóstico. Desde hacía meses me había convertido en un montón de ascuas ardiendo.

Cuando mi editor me sugirió que me estaba quemando, me opuse a la idea. Como es habitual en una adicta al trabajo de primer nivel, no me daba de bruces contra las paredes, sino que las rodeaba. Quemarse iba en contra de todo lo que hasta ese momento había comprendido acerca de mi capacidad de trabajo y mi identidad como periodista. Sin embargo, a pesar de que me negaba a llamarlo desgaste, era evidente que algo dentro de mí estaba roto. Mi lista de tareas, en concreto la mitad inferior, no hacía más que reciclarse una semana tras otra como una pequeña y ordenada acumulación de vergüenza.

En realidad, ninguna de esas tareas era esencial, tan solo suponían el tedioso mantenimiento de la vida cotidiana. Sin embargo, hiciera lo que hiciera, nunca era capaz de llevar a afilar los cuchillos, ni de dejar mis botas favoritas en el zapatero para que le cambiara las suelas, ni de llevar a cabo el papeleo y la llamada necesarios para registrar debidamente a mi perro. En un rincón de mi habitación había una caja con un regalo para un amigo que hacía meses que quería enviar, y en algún lugar de la estantería, acumulando polvo, había el reembolso de unas lentillas por una cantidad en absoluto insignificante. Todas estas tareas, que suponían un gran esfuerzo y una escasa gratificación, me resultaban imposibles de realizar.

Y sabía que no era la única persona con este tipo de resistencia a la lista de tareas: internet estaba plagado de historias de gente que no se decidía a averiguar cómo registrarse para votar, cómo presentar una reclamación al seguro o cómo devolver una compra de ropa online. Si no podía decidir sobre qué quería escribir en mi trabajo, por lo menos podía hacerlo sobre lo que en broma llamé «la parálisis de los recados». Empecé a clasificar gran cantidad de artículos, en su mayoría escritos por millennials y publicados en páginas web dirigidas a ellos, que hablaban del estrés diario de la «vida adulta» (un concepto adoptado para describir el miedo a realizar tareas asociadas con nuestros padres o con el orgullo que estos sienten al completarlas). Uno de los artículos lo expresaba así: «El millennial moderno, por lo general, ve la vida adulta como una serie de acciones, en lugar de como un estado de ánimo. De este modo, la vida adulta pasa a ser un verbo». Y ser adulto consiste, en parte, en completar las cosas que están en la parte inferior de tu lista de tareas, aunque te resulten difíciles de llevar a cabo.

A medida que iba leyendo, me fue quedando claro que las «tareas adultas» pueden ser de tres tipos: 1) las que son un fastidio porque nunca antes las has hecho (pagar impuestos, hacer amigos fuera del contexto escolar); 2) las que son un fastidio porque ponen de manifiesto que ser adulto significa gastar dinero en cosas que no son nada divertidas (aspiradoras, máquina cortacésped, maquinillas de afeitar); 3) las que van más allá de ser un mero fastidio porque consumen tu tiempo y resultan innecesariamente laberínticas (encontrar un terapeuta, presentar facturas para obtener un reembolso médico, cancelar el contrato de la televisión por cable, darse de baja en el gimnasio, unificar los préstamos estudiantiles, averiguar el modo de acceder a programas de ayuda estatal).

Ser adulto —y, por extensión, completar tu lista de tareas— es difícil porque, hasta cierto punto, nunca había sido tan fácil vivir en el mundo moderno y, a la vez, resulta incomprensiblemente complicado. En este contexto, era evidente por qué evitaba las tareas que languidecían en mi lista de tareas pendientes. Todos tenemos una lista que necesitamos completar cada día, cuestiones a las que debemos adjudicar nuestra energía mental antes que a otras. Pero la energía es finita, y cuando nos empeñamos en pretender que no lo es..., llega el desgaste.

El mío, no obstante, iba mucho más allá de la acumulación de recados por hacer. Si era sincera conmigo misma —sincera de verdad, hasta el extremo de hacerme sentir incómoda—, todos esos recados eran el indicio palpable de un sufrimiento mucho mayor. No era simplemente que algo no funcionase en mi día a día, sino que durante la mayor parte de mi vida adulta algo había ido poniéndose cada vez peor.

Lo cierto es que todas esas tareas restaban valor a la que se había convertido en mi tarea definitiva, y en la de muchos otros millennials: trabajar sin descanso. ¿Dónde había aprendido a trabajar sin descanso? En el colegio. ¿Por qué trabajaba sin descanso? Porque me aterraba no conseguir un trabajo. ¿Por qué no he parado de trabajar desde que tengo un empleo? Porque me aterra perderlo, y porque mi valor como trabajadora y mi valor como persona están inextricablemente interconectados. No podía sacarme de encima la sensación de precariedad —de que todo por lo que había trabajado podía desaparecer en cualquier momento—, ni reconciliar esa sensación con una idea que me había acompañado desde pequeña: si me esforzaba lo suficiente, todo saldría bien.

Así que hice una lista de lecturas. Leí sobre cómo la pobreza y la inestabilidad económica afectan a nuestra capacidad de tomar decisiones. Exploré las pautas específicas de la deuda estudiantil y la vivienda de propiedad. Observé la relación entre las tendencias de crianza en «cultivo concertado» en los años ochenta y noventa y el paso del juego libre y desestructurado a las actividades organizadas y las ligas deportivas. Poco a poco empezó a surgir un marco, que coloqué directamente sobre mi propia vida, obligándome a reconsiderar mi historia y la manera en que la había narrado. Salí a dar un largo paseo con mi pareja, que, a diferencia de mi «yo millennial» viejo, había crecido en el punto álgido de la generación millennial, en un entorno aún más competitivo desde el punto de vista académico y económico. Comparamos opiniones: ¿qué cambió en los pocos años que separaban mi infancia de la de él?, ¿cómo modelaron y promovieron nuestros padres la idea del trabajo como algo completamente devorador?, ¿qué fue lo que interiorizamos como el propósito del «ocio»?, ¿qué ocurrió en la escuela de posgrado para que se exacerbaran mis tendencias de adicción al trabajo?, ¿por qué me sentía fenomenal mientras escribía mi tesis en Navidad?

Me puse a escribir para tratar de dar respuesta a estas preguntas, y ya no pude parar. El borrador aumentaba día tras día: 3.000, 7.000, 11.000 palabras. Un día escribí 4.000 y sentí que no había escrito nada en absoluto. Estaba dando forma a un estado que se había vuelto tan familiar y omnipresente que había dejado de reconocerlo como tal. Era simplemente mi vida. Pero comenzaba a reunir un lenguaje para describir lo que estaba ocurriendo.

No se trataba únicamente de mi experiencia individual en relación con el trabajo, de mi parálisis con las tareas cotidianas o de mi agotamiento. Tenía que ver con una ética del trabajo, con la ansiedad y el desgaste particulares del mundo en el que había crecido, con el contexto en el que había solicitado plaza en la universidad y había intentado conseguir un empleo, con la realidad de sobrevivir al mayor desplome económico desde la Gran Depresión y con la rápida expansión y ubicuidad de las tecnologías digitales y los medios de comunicación sociales. En resumidas cuentas: iba sobre ser una millennial.

* * *

El desgaste profesional (burnout) fue reconocido por primera vez como diagnóstico psicológico en 1974. El psicólogo Herbert Freudenberger lo aplicó a casos de derrumbe mental o físico como resultado del exceso de trabajo.[2] El desgaste es una categoría sustancialmente diferente al «agotamiento», aunque ambas afecciones están relacionadas. Agotamiento significa llegar al punto de no poder seguir; desgaste significa alcanzar ese punto y obligarte a continuar, ya sea durante días, semanas o años.

Cuando uno está sumido en el desgaste, la sensación de logro que sigue a una tarea agotadora (¡aprobar el examen final!, ¡terminar el gran proyecto de trabajo!) jamás llega. «El agotamiento que se experimenta cuando se padece el síndrome de desgaste profesional combina un intenso anhelo por este estado de realización con el sentimiento torturador de que en realidad se trata de algo inalcanzable, de que siempre hay alguna exigencia, ansiedad o distracción que no se puede silenciar —señala el psicoanalista Josh Cohen, especializado en el desgaste—. Uno está quemado cuando ha agotado todos sus recursos internos, pero aun así no puede liberarse de la compulsión nerviosa de seguir adelante».[3] Es una sensación de agotamiento sordo que nunca desaparece, ni siquiera cuando duermes o estás de vacaciones. Es saber que conseguimos mantenernos a flote a duras penas, y que el más leve imprevisto —una enfermedad, una avería del coche, un calentador roto— puede hundirte a ti y a tu familia. Es el aplanamiento de la vida en una lista interminable de tareas y la sensación de habernos optimizado hasta convertirnos en robots que resulta que tienen funciones corporales (que hacemos todo lo posible por ignorar). Es la sensación de que nuestra mente, como indica Cohen, ha sido reducida a cenizas.

En sus escritos sobre el desgaste, Cohen indaga en sus antecedentes: «el cansancio melancólico del mundo», como él lo llama, aparece en el libro del Eclesiastés, es diagnosticado por Hipócrates y resulta endémico del Renacimiento; un síntoma de desconcierto ante la sensación de «cambio incesante». A finales de 1800, la «neurastenia», o agotamiento nervioso, afligía a pacientes que se sentían arrollados por el «ritmo y la presión de la vida industrial moderna». El desgaste como afección generalizada no es nada (del todo) nuevo.

Pero el desgaste contemporáneo difiere en su intensidad y prevalencia. Las personas que trabajan de dependientes en una tienda con un horario impredecible al tiempo que conducen para Uber y organizan el cuidado de los hijos están quemadas. Los trabajadores de startups con almuerzos de lujo, servicio de lavandería gratuito y trayectos de 70 minutos de ida y vuelta del lugar de trabajo están quemados. Los profesores de universidad adjuntos que imparten cuatro clases diferentes y sobreviven a base de cupones de alimentos mientras tratan de publicar investigaciones en un último intento de conseguir una plaza fija están quemados. Los diseñadores gráficos autónomos que funcionan con su propio horario, sin atención médica ni tiempo libre remunerados, están quemados. El desgaste está tan extendido que, en mayo de 2019, la Organización Mundial de la Salud lo reconoció oficialmente como un «fenómeno ocupacional», fruto de un «estrés crónico en el lugar de trabajo que no se ha gestionado de manera satisfactoria».[4] Cada vez más —y cada vez más entre los millennials—, el desgaste no es un simple abatimiento temporal. Es nuestra condición contemporánea.

De alguna manera tiene sentido que los millennials sientan este fenómeno con mayor intensidad: a pesar de que esta generación es a menudo descrita como un grupo de universitarios con un rendimiento menor al esperado, en la práctica estamos viviendo algunos de los años más erráticos y llenos de ansiedad de la edad adulta. Según el Centro de Investigaciones Pew, en 2020 los millennials más jóvenes, nacidos en 1996, cumplieron veinticuatro años; los más mayores, nacidos en 1981, treinta y nueve; y las proyecciones demográficas sugieren que en estos momentos, en Estados Unidos, nuestra generación es superior en número (73 millones) a cualquier otra generación.[5] No tratamos de conseguir nuestro primer empleo, sino que intentamos dar los pasos siguientes enfrentándonos al techo salarial del que ya tenemos. No solo estamos devolviendo las deudas contraídas como estudiantes, sino que buscamos la forma de empezar a ahorrar para nuestros hijos pequeños. Hacemos equilibrios con un precio de la vivienda desorbitado, el gasto de los cuidados infantiles y las primas del seguro médico. Pero, por mucho que intentemos organizar nuestras vidas o ajustarnos a unos presupuestos ya de por sí ajustados, la seguridad que nos prometieron en la vida adulta no parece llegar nunca.

Antes de que el término «millennial» quedara definitivamente vinculado a nuestra generación, otras denominaciones habían competido por colgar una etiqueta a los millones de personas que habían nacido después de la generación X. Cada una de ellas nos da una idea de cómo se nos definía en la imaginación popular: estaba la «generación Yo», que se refería sin ambages a lo que se percibía como egocentrismo puro y duro, y se hablaba también de «eco boomers», una referencia al hecho de que la inmensa mayoría de nuestros padres eran miembros de la más numerosa (y más influyente) generación que ha existido en la historia de Estados Unidos.

El nombre «millennial» —y gran parte de la ansiedad que aún lo envuelve— apareció a mediados de la primera década de 2000, cuando una primera oleada de nosotros accedíamos al mercado laboral. Nos sermoneaban diciendo que nuestras expectativas eran demasiado altas y nuestra ética de trabajo, demasiado baja. Habíamos llevado una vida muy protegida y éramos unos ingenuos, no se nos había inculcado una educación sobre el funcionamiento real del mundo. Estas concepciones se han ido consolidando alrededor de nuestra generación, sin prestar apenas atención a nuestro modo de afrontar y capear la Gran Recesión, a las deudas estudiantiles que soportamos y a lo inaccesibles que se han vuelto muchas de las metas de la vida adulta.

Resulta irónico que la caracterización más famosa de los millennials sea que creemos que todo el mundo debería obtener una medalla, independientemente de lo bien o mal que lo haya hecho. Mientras tanto, como generación, luchamos por desprendernos de la idea de que cada uno de nosotros es único y merece que las cosas le salgan bien. En realidad, cualquier millennial os dirá que, en su proceso de crecimiento en la vida, más que concebirse a sí mismo como alguien especial, lo más importante en su mundo era el «éxito», concebido en un sentido amplio. Si trabajas duro para acceder a la universidad, y después trabajas duro en la universidad, y más tarde te empleas a fondo en tu trabajo, triunfarás. Es una ética profesional algo diferente al «trabaja en la tierra de sol a sol», pero no deja de ser una ética.

Aun así, la reputación de los millennials persiste. Parte de su resiliencia, como veremos enseguida, puede atribuirse a las inquietudes que llevan tiempo gestándose en relación con las prácticas de crianza de los hijos en los años ochenta y noventa, a medida que los boomers han ido transformando ansiedades residuales sobre la forma en que nos educaron en críticas a toda una generación. Pero también se deriva del hecho de que muchos de nosotros sí teníamos grandes expectativas e ideas incongruentes sobre el funcionamiento del mundo (expectativas e ideas que incorporamos a partir de un complicado nexo autorreforzado de padres, profesores, amigos y medios de comunicación). Para los millennials, el mensaje predominante de nuestra educación era engañosamente simple: todos los caminos debían conducir a la universidad y, desde allí, a base de más trabajo, alcanzaríamos el sueño americano, que tal vez ya no incluyera un pequeño jardín, pero desde luego sí una familia, seguridad económica y, como resultado de todo eso, algo parecido a la felicidad.

Nos criaron en la creencia de que, si nos esforzábamos lo bastante, podríamos ganar al sistema —del capitalismo y la meritocracia estadounidenses— o, cuando menos, vivir cómodamente en él. Pero algo sucedió a finales de la década de 2010. Levantamos la vista del trabajo y nos dimos cuenta de que, cuando un sistema está roto, no se le puede ganar. Somos la primera generación desde la Gran Depresión en la que muchos de nosotros nos encontramos en una situación peor que la de nuestros padres. La tendencia general al ascenso social se ha revertido justo en los años en los que supuestamente deberíamos obtener los mayores ingresos de nuestra vida. Las deudas estudiantiles —se calculan unos 37.000 dólares por cada deudor— nos asfixian, atrofiando permanentemente nuestra vida económica. Muchos de nosotros nos mudamos a algunos de los códigos postales más caros del país en busca del trabajo intenso y de perfil alto con el que siempre habíamos soñado. Ahorramos mucho menos y destinamos un porcentaje muy superior de nuestros ingresos mensuales a pagar los cuidados infantiles, el alquiler o, si somos lo bastante afortunados para lograr reunir el pago inicial, una hipoteca. Los más pobres entre nosotros se empobrecen cada vez más y los de clase media luchan por mantenerse donde están.

Y estos son solo los aspectos económicos. También sufrimos una mayor ansiedad y estamos más deprimidos. Muchos de nosotros preferiríamos leer un libro a quedarnos mirando la pantalla de nuestro móvil, pero estamos tan cansados que solo nos queda energía para desplazarnos de forma mecánica por internet. Hay muchas más probabilidades de que tengamos un mal seguro —si es que tenemos uno— y un plan de jubilación más que exiguo. Mientras, nuestros padres avanzan hacia una edad en la que cada vez necesitarán más nuestra ayuda, económica y de otro tipo.

La única forma de conseguir que todo funcione es emprendiendo un proceso implacable: nunca jamás dejes de moverte. Pero en algún momento algo terminará cediendo. Es la deuda estudiantil, pero es más que eso. Es la recesión económica, pero es más que eso. Es la falta de buenos empleos, pero es más que eso. Es el sentimiento generalizado de tratar de construir una base sólida sobre arenas movedizas. Es la sensación, tal como indica el sociólogo Eric Klinenberg, de que la «vulnerabilidad está en el aire».[6] Los millennials convivimos con la realidad de que vamos a trabajar para siempre, a morir antes de haber terminado de pagar nuestras deudas estudiantiles, a arruinar a nuestros hijos con nuestros cuidados o a ser aniquilados por un apocalipsis mundial. Podría sonar a hipérbole, pero esta es la nueva normalidad, y el peso de vivir en medio de esta precariedad emocional, física y económica resulta abrumador, especialmente cuando se tiene la sensación de que muchas de las instituciones sociales que previamente habían proporcionado orientación y estabilidad —desde la iglesia a la democracia— nos están fallando.

Es como si nunca hubiera sido tan difícil llevar una vida —la nuestra y la de nuestras familias— ordenada, solvente desde el punto de vista económico y preparada para el futuro, sobre todo teniendo en cuenta que se nos pide que nos ciñamos a unas expectativas exigentes y, a menudo, contradictorias. Debemos trabajar duro, pero conseguir en todo momento un «equilibrio entre el trabajo y la vida». Debemos ser unas madres increíblemente atentas, pero no mamás helicóptero. Debemos asociarnos de forma igualitaria con nuestras esposas, pero seguir manteniendo nuestra masculinidad. Debemos marcar perfil en las redes sociales, pero llevar una vida auténtica. Debemos estar al día, ser buenos conversadores y tener una opinión propia sobre el vertiginoso ciclo informativo, pero sin permitir que la realidad de todo eso afecte a nuestra capacidad para llevar a cabo cualquiera de las tareas mencionadas más arriba.

Tratar de hacerlo todo a la vez sin apenas apoyo o red de seguridad es lo que convierte a los millennials en la generación quemada. Nadie pone en duda que los integrantes de otras generaciones estuviesen asimismo quemados. El desgaste, al fin y al cabo, es un síntoma de vivir en nuestra sociedad capitalista moderna. Y, en muchos sentidos, nuestras dificultades palidecen en comparación con las de nuestros antepasados. Nosotros no hemos tenido que sobrevivir a una Gran Depresión ni a la pérdida catastrófica de vidas que acompaña a una guerra mundial. Los avances científicos y la medicina moderna han incrementado en gran medida nuestros estándares de vida, pero, pese a ello, nuestra calamitosa situación financiera ha cambiado la trayectoria económica de nuestra vida: nuestras guerras no son «grandes», pero son profundamente impopulares e interminables; guerras que socavan nuestra confianza en el Gobierno y en las que combaten aquellos que se encuentran en una situación económica en la que el ejército es la única vía de estabilidad. Y luego está el cambio climático, que requiere un esfuerzo global y una renovación sistémica tan enorme que ninguna generación ni ninguna nación pueden abordarlo por sí solas.

Existe la sensación generalizada de que, a pesar de algunas de las auténticas maravillas de la sociedad moderna, nuestro potencial se ha visto limitado. Y, aun así, nos esforzamos, porque es lo único que conocemos. Para los millennials, estar quemados es un principio fundacional: la mejor forma de describir para qué hemos sido educados, el modo en que interaccionamos con el mundo y lo pensamos, así como nuestra experiencia diaria del mismo. Y no se trata de una experiencia aislada: es nuestra temperatura de base.

* * *

El artículo sobre el desgaste de los millennials que finalmente apareció publicado en internet —y que tuvo más de siete millones de lecturas— era un ensayo personal que pretendía abarcar la experiencia de toda una generación. Las reacciones que suscitó evidenciaron que, al menos en algunos aspectos esenciales, lo había conseguido. Una mujer me contó que se había desgastado tanto en su prestigioso programa de máster que tuvo que dejarlo, y que después se pasó todo un año trabajando en una perrera, recogiendo cacas y limpiando. A una profesora de primaria de Alabama no hacían más que repetirle lo «santa» que era por la labor que desempeñaba, aunque cada vez disponía de menos recursos para hacer su trabajo. Lo dejó la pasada primavera. Una madre con dos hijos me escribió diciendo: «Recientemente me he descrito a mí misma en terapia como una “lista de tareas andante” que “solo existe de cuello para arriba”». Había miles de correos electrónicos exaltados, de varias páginas cada uno, y cada día recibía más. Poco a poco me di cuenta de que simplemente había articulado lo que hasta ese momento había sido en gran medida indecible. Carecíamos de un vocabulario generacional común y, por consiguiente, nos costaba transmitir a los demás las particularidades de lo que nos estaba sucediendo.

Pero esto fue solo el principio. Lo que encontraréis en las siguientes páginas es un intento de ampliar y desarrollar aquel artículo original, y para ello me he basado en exhaustivas investigaciones académicas e históricas, en más de tres mil respuestas a sondeos propios y en innumerables entrevistas y conversaciones. No se puede comprender la forma en que vivimos sin examinar a fondo las fuerzas económicas y culturales que moldearon nuestra infancia, así como las presiones a las que se enfrentaron nuestros padres a la hora de educarnos. Por eso vamos a examinarlas. Nos fijaremos en los cambios masivos que se han producido a gran escala en la organización y la valoración del trabajo, así como en la manera en que se distribuye el «riesgo» —en el trabajo, en las finanzas— entre las empresas y las personas que hacen que funcionen. Exploraremos por qué las redes sociales resultan tan agotadoras, cómo desapareció el ocio, por qué la crianza de los hijos se ha convertido en «todo alegría y ninguna diversión»[7] y de qué manera el trabajo se ha vuelto una mierda (y así se ha quedado) para muchos de nosotros.

En cualquier caso, este no deja de ser un libro fundamentado en mi propia experiencia de desgaste, pero he intentado expandir la comprensión de lo que se siente al estar quemado más allá de la presunta experiencia burguesa. Porque el uso que típicamente se ha dado a la palabra millennial —para hablar de nuestras grandes expectativas, de nuestra holgazanería y de nuestra tendencia a «destruir» industrias enteras, como la de las servilletas o los anillos de compromiso— suele describir los comportamientos estereotipados de un subconjunto particular de la población millennial: casi siempre de clase media y, a menudo, blanca.

Sin embargo, esa no es la realidad de millones de millennials. De los 73 millones de millennials que vivían en Estados Unidos en 2018, el 21 por ciento, más de una quinta parte de la población, se identificaban como hispanos. El 25 por ciento hablaban una lengua distinta al inglés en casa. Solo el 39 por ciento de los millennials tienen un título universitario.[8] El hecho de que estar quemado se haya convertido en una experiencia que define lo millennial no significa que todas y cada una de las experiencias de desgaste sean iguales. Si una persona blanca de clase media se siente agotada al leer las noticias, ¿qué ha de soportar una persona indocumentada circulando por el mundo? Si resulta tedioso lidiar con el sexismo implícito en el lugar de trabajo, ¿qué ocurre cuando añadimos a eso una dosis de racismo no tan implícito? ¿Funciona de forma distinta el desgaste cuando no se tiene acceso a la riqueza generacional? ¿Cómo afecta la deuda estudiantil cuando se es el primero de la familia en ir a la universidad?

Dejar de situar en el centro de la experiencia millennial total la experiencia millennial blanca de clase media es un aspecto constante y fundamental de este proyecto. Me descubro volviendo a las palabras de Tiana Clark, que, en respuesta a un artículo mío sobre los pormenores del desgaste de la gente negra, escribió: «No importa el movimiento ni la época, durante centenares de años el pueblo negro de este país ha vivido en un constante estado de desgaste».[9] Y al tiempo que muchos estadounidenses blancos intentan reclamar seguridad económica, lo cierto es que ese tipo de seguridad siempre se ha mantenido esquiva para los estadounidenses negros. Como afirma la socióloga Tressie McMillan Cottom, en la economía de nuestros días «alcanzar el ascenso social, incluso en ciudades prósperas que compiten por ofrecer puestos tecnológicos, capital privado y reconocimiento nacional, es tan complicado como en 1962», durante la Marcha sobre Washington. Según Cottom, «en aquella economía, los estadounidenses negros se topaban con la segregación racial legal y el estigma social que nos mantenían apartados de las oportunidades reservadas a los estadounidenses blancos. En 2020, los estadounidenses negros pueden acceder legalmente a las principales rampas de acceso a las oportunidades (universidad, puestos de trabajo, escuela pública, vecindarios, transporte, política electoral), pero, por mucho que se esfuercen como todo el mundo, no tienen mucho que sacar de ahí».[10]

Recuerdo a la inmigrante china de primera generación que me envió un mensaje tras la publicación del artículo explicándome que, de niña, en su casa nunca había oído las palabras «ansiedad» o «depresión». «Sí conocía los términos 吃苦 (“comer amargura”) y 性情 (“sentimiento del corazón”), porque mis padres sentían la depresión que caracteriza a los recién llegados a Canadá. Luchaban por encontrar un trabajo estable en una sociedad que coloca a la gente blanca por encima de cualquier otra. Aceptar que también yo puedo estar quemada, deprimida y sentir ansiedad y, a la vez seguir siendo una persona china, ha sido un proceso complicado».

Y pienso en un informe del Centro de Investigaciones Pew que examinaba las diferencias intergeneracionales con respecto a la deuda estudiantil y la propiedad de una vivienda. Es un documento útil, pero el uso de estadísticas para hablar de toda una generación deja otra historia sin contar: si bien la deuda estudiantil de los millennials ha aumentado en líneas generales, en el caso de los estadounidenses negros está por las nubes, en especial para los que han asistido a universidades depredadoras con ánimo de lucro. Un estudio reciente que examinaba el destino de los préstamos contraídos por estudiantes en 2004 halló que, en 2015, el 48,7 por ciento de los deudores negros había incumplido pagos, frente al 21,4 por ciento de los prestatarios blancos.[11] No es simplemente una diferencia estadística significativa, es directamente otra versión del relato millennial.

Distintos tipos de millennials han experimentado el camino hacia el desgaste de diversas formas, ya sea en términos de clase, de expectativas parentales, de ubicación o de comunidad cultural. Y es que, al fin y al cabo, gran parte de la identidad generacional responde a la edad y al lugar que cada uno ocupe en dicha generación en el momento en que se producen grandes acontecimientos culturales, tecnológicos y geopolíticos. Por ejemplo, yo pasé mis años universitarios haciendo fotos con mi cámara Vivitar y revelándolas varias semanas después. Pero muchos millennials descubrieron la universidad y la vida adulta en la misma época en que empezaban a utilizar Facebook y a descubrir qué significaba representarse a uno mismo en internet. Algunos millennials experimentaron los ataques del 11S como un acontecimiento abstracto inconcebible para sus mentes de escuela primaria; otros, en cambio, soportaron años de acoso y sospecha debido a su identidad religiosa o étnica.

Y luego está la Gran Recesión. Como millennial de más edad, cuando empezaron los rescates a la banca y las ejecuciones hipotecarias yo ya estaba estudiando en la escuela de posgrado. Pero otros terminaron el instituto o la universidad y se encontraron metidos de lleno en una crisis económica que apenas les dejaba otra opción que hacer aquello por lo que nuestra generación sería posteriormente ridiculizada: volver a vivir con los padres. Al mismo tiempo, decenas de miles de millennials vieron que sus padres perdían su trabajo, su casa y sus ahorros para la jubilación, lo que hacía aún más difícil, cuando no imposible, volver al hogar familiar. Con la recesión, algunos millennials se dieron cuenta de lo afortunados que eran por tener una red de seguridad; otros experimentaron lo bajo que se puede caer cuando no se dispone de una.

Por tanto, para saber de qué estamos hablamos cuando hablamos de millennials es preciso fijarse en quién está hablando. Estos acontecimientos, y sus secuelas, nos han convertido en quienes somos; pero lo han hecho de distintas formas. Este libro no puede abarcar completamente ninguna de las versiones de la experiencia millennial, incluida la de la clase media blanca. Esto no supone renunciar a mi responsabilidad, sino reconocer que esto es solo el comienzo de la conversación, una invitación a seguir hablando. No existen unas Olimpiadas del desgaste. Lo más generoso que podemos hacer por los demás es no solo ver los parámetros de la experiencia de otra persona, sino intentar comprenderlos verdaderamente. En definitiva, reconocer el desgaste de alguien no disminuye el propio.

Escribir aquel artículo —y este libro— no ha curado el desgaste de nadie, ni siquiera el mío, pero hay algo que sí quedó claro: no se trata de un problema personal. Es un problema social, y no lo vamos a curar con apps de productividad, ni con una lista de tareas, ni con un tratamiento para la piel a base de mascarillas faciales, ni comiendo unos putos cereales por la noche. Gravitamos hacia esas curas personales porque nos parecen factibles y nos llevan a creer que, con un poquito más de disciplina, con una nueva app, con una mejor estrategia a la hora de organizar nuestros correos electrónicos o con un nuevo enfoque en la planificación de las comidas, nuestra vida podría recuperar su centro, ordenarse de nuevo. Pero en realidad es como poner una tirita sobre una herida abierta. Tal vez pueda detener un tiempo la hemorragia, pero cuando se desprenda y fracasemos en nuestra recién descubierta disciplina, solo conseguiremos sentirnos peor.

Antes de empezar a librar lo que constituye en gran medida una batalla estructural, primero necesitamos entenderla como tal. A pesar de lo mucho que pueda intimidarnos, debemos recordar que cualquier truco vital de fácil implementación o cualquier libro que prometan ayudarnos a solucionar nuestra vida son solo formas de prolongar el problema. La única manera de avanzar es crear un vocabulario y un contexto que nos permitan vernos con claridad a nosotros mismos y ver los sistemas que han contribuido a nuestro desgaste.

Puede que no parezca gran cosa, pero es un punto de partida fundamental; es al mismo tiempo un reconocimiento y una declaración de intenciones: no tiene por qué ser así.

[2]H. J. Freudenberger, «Staff Burn-Out», Journal of Social Issues 30, n.º 1, 1974, pp. 159–65.

[3]Ibid.

[4]«Burn-out an “occupational phenomenon”: International Classification of Diseases», Organización Mundial de la Salud, 28 de mayo de 2019.

[5]Richard Fry, «Millennials Projected to Overtake Baby Boomers as America’s Largest Generation», Centro de Investigaciones Pew, 1 de marzo de 2018.

[6]Erik Klinenberg, Palaces for the People: How Social Infrastructure Can Help Fight Inequality, Polarization, and the Decline of Civic Life, Nueva York, Crown, 2018, p. 10.

[7]All Joy and No Fun: The Paradox of Modern Parenthood (2015) es el título de un libro de Jennifer Senior, donde explora cómo los hijos remodelan la vida de sus padres. (N. de la T.)

[8]Kristen Bialik y Richard Fry, «Millennial Life: How Young Adulthood Today Compares with Prior Generations», Pew Research Center, 14 de febrero de 2019.

[9]Tiana Clark, «This Is What Black Burnout Feels Like», BuzzFeed News, 11 de enero de 2019.

[10]Tressie McMillan Cottom, «Nearly Six Decades After the Civil Rights Movement, Why Do Black Workers Still Have to Hustle to Get Ahead?», Time, 20 de febrero de 2020.

[11]Judith Scott-Clayton, «What Accounts for Gaps in Student Loan De- fault, and What Happens After», Brookings Institute, 21 de junio de 2018.

01

Nuestros

quemados padres

«¿Crees que estás quemado? ¡Prueba a sobrevivir a la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial!». Esta era la crítica más habitual en mi bandeja de entrada tras la publicación del artículo sobre el desgaste de los millennials. Solía provenir de los boomers, que, irónicamente, no habían tenido que lidiar con la Gran Depresión ni con la Segunda Guerra Mundial. Otros grandes éxitos eran: «¡Alegra esa cara! La vida es dura» y «En los ochenta me dejé la piel y no me verás quejándome de estar quemado». Tales afirmaciones son variaciones de lo que percibo como la cantinela boomer: Dejad de lloriquear, millennials. Vosotros no sabéis lo que es trabajar duro.

La cuestión, tanto si son conscientes como si no, es que fueron precisamente los boomers quienes nos enseñaron no solo a esperar más de nuestra carrera, sino a valorar nuestras opiniones sobre la situación del trabajo y sobre nuestro agotamiento: valía la pena expresarlas (sobre todo en terapia, que poco a poco se iba normalizando) y abordarlas. Si somos tan especiales, únicos e importantes como se nos ha repetido a lo largo de nuestra infancia, no debería sorprender a nadie que nos neguemos a quedarnos callados cuando nuestra vida no nos hace sentir así. Y eso, especialmente para los boomers, a menudo puede sonar a queja.

En realidad, los millennials son la peor pesadilla de los boomers porque, en muchos casos, fuimos en el pasado el sueño de sus mejores intenciones. Y cuando se habla de boomers y millennials, con frecuencia desaparece esta conexión: el hecho de que los boomerssean, en muchos sentidos, responsables de nosotros, tanto de una forma literal (como padres, profesores e instructores) como figurada (como creadores de las ideologías y el entorno económico que acabarían moldeándonos).

Durante años, los millennials y los integrantes de la generación X se han irritado ante las críticas de los boomers, pero poco podían hacer al respecto. Los boomers nos superaban con creces en número y nos tenían rodeados: nuestros padres eran boomers, así como muchos de nuestros jefes, profesores y superiores en el lugar de trabajo. Lo que sí podíamos hacer era meterles caña en internet a base de memes. El popular meme Old Economy Steve [El Steve de la vieja economía] apareció por primera vez en Reddit en 2012, emparejando una foto de orla de instituto de los años setenta con una frase que sugería que nuestros padres ahora aman el mercado e insisten en que deberíamos empezar a alimentar nuestro plan de pensiones. Las iteraciones posteriores fueron creando un relato de sus privilegios económicos. Una versión del meme exclama que «lleva 30 años haciendo subir el déficit federal y después pasa la factura a sus hijos»; otra dice: «“Cuando estudiaba en la universidad, me pagaba la matrícula con mi trabajo de verano”. La matrícula costaba 400 dólares».[12]

Más recientemente, la generación Z popularizó en TikTok la expresión «OK, Boomer» como una reacción a alguien con un punto de vista desfasado, intratable o intolerante. Como señaló Taylor Lorenz en The New York Times, podía estar dirigido «básicamente a cualquier persona por encima de los treinta que diga algo condescendiente sobre los jóvenes y los temas que les preocupan». Pero es interesante resaltar la connotación contemporánea de boomer como persona condescendiente y obtusa.[13]

No es solo que los boomers sean viejos o anticuados; cualquier generación se vuelve vieja y anticuada. Los boomers se posicionan cada vez más como hipócritas, faltos de empatía y completamente inconscientes de la suerte que tuvieron; son el equivalente generacional a lanzar un penalti sin portero. Esta crítica surgió con fuerza en 2019, el año en que se esperaba que los boomers cedieran a los millennials su estatus de generación más destacada. Para ser justos, la generación X posee un largo y glorioso historial de antagonismo boomer. Sin embargo, la popularización de este argumento en particular, sobre todo en internet, se debió a lo pronunciadas que se han vuelto las diferencias tangibles entre la situación económica de los boomers y la de los millennials.

Estemos o no familiarizados con las estadísticas —que dicen, entre otras cosas, que el patrimonio neto de los millennials, según un estudio encargado en 2018 por la Reserva Federal, es un 20 por ciento menor que el de los boomers en el mismo momento de su vida, o que los ingresos familiares de los boomers eran un 14 por ciento más elevados cuando tenían la misma edad que ahora tienen los millennials—, aún es posible intuir el papel de los boomersen nuestra actual brecha generacional. Como dijo en 2019 el cómico Dan Sheehan en un tuit que ha conseguido más de 200.000 me gusta: «Los baby boomers hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo, pero con toda una sociedad».

Yo compartía esa animosidad, y todos esos correos electrónicos que me enviaron los boomers solo consiguieron acentuar mi ira. Pero cuanto más leía sobre las corrientes que contribuyeron a la expansión masiva de la clase media estadounidense, más evidente se me hacía que, si bien los boomers, como generación, crecieron en un periodo de estabilidad económica sin precedentes, su vida adulta estuvo marcada por muchas de las mismas presiones que padece la nuestra: un desprecio generalizado por parte de la generación de sus padres, sobre todo con respecto a la percepción de sus derechos y su falta de objetivos, así como el pánico frente a la capacidad de mantener (u obtener) un lugar en la clase media.

Los boomers sufrían ansiedad, estaban sobrecargados de trabajo y se resentían profundamente de las críticas que se vertían sobre ellos. El problema, y el motivo por el que muchas veces cuesta dedicarles pensamientos generosos, es su incapacidad para aprovechar esa experiencia para empatizar con la generación de sus propios hijos. Pero esto no significa que su ansiedad o su actitud hacia el trabajo no nos hayan influido. La filosofía boomer de los años ochenta y noventa fue el telón de fondo de nuestra infancia, la base de muchas de nuestras ideas sobre el aspecto que podía tener el futuro y sobre el mapa de ruta para alcanzarlo. Para comprender el desgaste millennial, por tanto, tenemos que entender qué fue lo que dio forma —y, en muchos casos, desgastó— a los boomers que nos crearon.

* * *

Los boomers nacieron entre 1946 y 1964, los dieciocho años del baby boom, que comenzó con la recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial y se fue acelerando a medida que los soldados regresaban a sus hogares. Se convirtieron en la mayor y más influyente generación que Estados Unidos había conocido jamás. Actualmente, en el país hay 73 millones de boomers, y el 72 por ciento son blancos. Donald Trump es un boomer, y también Elizabeth Warren. Ahora tienen entre sesenta y setenta años; son padres, abuelos y, en algunos casos, bisabuelos; están jubilados y se enfrentan al proceso de hacerse mayores. Pero en los años setenta estaban en la posición en la que muchos millennials se encuentran en estos momentos: accedían por primera vez al mundo laboral, se casaban e iban descubriendo cómo era formar una familia.

Un cliché muy extendido acerca de los años setenta es que la sociedad, en su conjunto, estaba en retirada: todavía recuperándose de la resaca de los años sesenta, se alejaba del activismo y abrazaba un interés recién descubierto por el propio ser. En la revista New York, el autor Tom Wolfe bautizó los años setenta como la «década del yo», y describió, con una capacidad hipnótica para el detalle, la obsesión de los boomers por la superación personal a través de los tríos, la espiritualidad, la cienciología y las cooperativas orgánicas.[14] «El viejo sueño alquímico era convertir metales básicos en oro —escribió Wolfe—. El nuevo sueño alquímico es cambiar la personalidad de uno: rehacer, remodelar, elevar y pulir el propio yo... y observarlo, estudiarlo y mimarlo. (¡Yo!)». Cuidado personal, pero con un matiz muy setentero.

A nadie sorprenderá que las tendencias que Wolfe describía y satirizaba sutilmente en su artículo fueran en realidad las de los profesionales de clase media: gente con recursos, económicos y temporales, para pagar más por el carro de la compra o por pasar los fines de semana asistiendo a seminarios de respiración profunda celebrados en salones de hotel. Pero bajo ese supuesto giro hacia la obsesión por uno mismo había una ansiedad compartida que se extendía por toda la nación: la insidiosa percepción de que, tras décadas de prosperidad, en Estados Unidos las cosas parecían ir notablemente a peor.

Más en concreto: el tren de vida del crecimiento y el progreso que había marcado toda la vida de los boomers se había ralentizado de manera significativa. Las razones de esta desaceleración eran múltiples y estaban entrelazadas, y todas ellas nos remiten a versiones de la misma narrativa, que empieza más o menos así: en mitad de la Depresión, uno de los proyectos de ley más importantes ratificados por el presidente Franklin D. Roosevelt fue el de la Ley Nacional de Relaciones de Trabajo de 1935, que concedía protección jurídica a muchos empleados del sector privado en caso de que intentaran organizarse o afiliarse a un sindicato. La Ley Nacional de Relaciones de Trabajo reforzó asimismo los sindicatos: a partir de ese momento, el propietario de una empresa tenía la obligación legal de participar en negociaciones colectivas en las que los representantes sindicales negociaban con los propietarios para establecer una estructura de salarios y beneficios que se aplicaba a todos los miembros del sindicato. En el supuesto de que no se lograra llegar a un acuerdo, los miembros del sindicato podían ir a la huelga —y se les daba protección legal para que no perdieran sus trabajos— hasta que se alcanzase uno. Antes de 1935, si una persona se afiliaba a un sindicato corría un riesgo considerable, pero desde 1935 podía hacerlo teniendo a la ley de su lado.

Un empleado por sí solo nunca podría hacer frente a los caprichos de la dirección, pero cuando todos los empleados sindicados lo hacían, se volvían más poderosos. Y entre 1934 y 1950, los sindicatos utilizaron ese poder para impulsar condiciones laborales más «favorables». Dependiendo del lugar de trabajo, «favorables» podía significar cosas distintas, todas relacionadas con la salud y el bienestar del trabajador: un incremento de la seguridad en la cadena de montaje, por ejemplo, o disponer de recursos en situaciones de malos tratos, así como pausas reglamentadas. Podía significar un salario por hora lo bastante alto como para poder llevar el estilo de vida de clase media, lo que coloquialmente se conocía como el «salario familiar». O tal como estipulaba la Ley de Normas Laborales Justas de 1938, cobrar las horas extra si la semana laboral excedía las cuarenta horas, lo que ayudaba a evitar el exceso de trabajo por el simple hecho de que a la empresa le costaba más dinero. «Favorable» también podía significar atención médica, es decir, que no te arruinaras pagando las facturas médicas y no tuvieras que dedicar una importante cantidad de energía mental a preocuparte por lo que sería de ti si caías enfermo, así como una pensión que te librara de la pobreza cuando envejecieras. (No significaba mesas de tenis de mesa en el lugar de trabajo, ni que te pagaran el taxi para volver a casa después de las nueve de la noche, ni servicio de catering los lunes y los viernes, ni ninguno de esos «beneficios» para los empleados que con tanta frecuencia les venden hoy en día a los millennials con el objetivo de correr un tupido velo sobre el hecho de que el empleador apenas ofrece un sueldo suficiente para pagar el alquiler en la ciudad donde radica el negocio).

Las condiciones de trabajo favorables fueron el resultado de la existencia de sindicatos robustos, pero no habrían sido posibles sin lo que el experto en cuestiones laborales Jake Rosenfeld denomina «un Estado activo»: un Gobierno que apuesta por el crecimiento de la clase media, por trabajar con empresas grandes y saludables a lo largo y ancho del espectro económico. Esta es parte de la razón por la que ese periodo posterior a la guerra llegó a conocerse como la época de los «milagros económicos», en la que un crecimiento sin precedentes denotaba que «la gente común de todas partes tenía motivos para sentirse bien».[15] A medida que uno envejecía o se sentía cansado, podía jubilarse con una pensión y/o Seguridad Social, aliviando así la carga sobre sus hijos. Hay quien llama a esto la «Gran Convergencia», en referencia a la forma en que los ricos se volvían menos ricos y los pobres, menos pobres, a medida que la distribución de ingresos «convergía» hacia la clase media.

Durante este periodo, la Generación Grandiosa alcanzó lo más parecido a una distribución equitativa de la riqueza que este país haya conocido jamás. Las empresas asignaron mayores partidas al pago de salarios y prestaciones; los directores generales cobraban relativamente poco, sobre todo comparado con lo que se les paga hoy, y en proporción al resto de los empleados de la empresa (en 1950, un director general ganaba aproximadamente 20 veces más que un empleado normal; en 2013 ganaba más de 204 veces más).[16] Las multinacionales disfrutaban de un «progreso económico sin precedentes», generaban beneficios constantes, invertían en sus empleados, experimentaban e innovaban; en parte porque estaban mucho menos condicionadas por los accionistas, que simplemente no esperaban el crecimiento infinito y exponencial que exigen en nuestros días. «Puede que los trabajos fueran repetitivos, pero lo mismo sucedía con los salarios —señala el historiador laboral Louis Hyman—. El capitalismo funcionaba para casi todos».[17]

Vaya por delante que los beneficios de la Gran Convergencia no se distribuían de forma equitativa. Las protecciones por las que lucharon los sindicatos, y que fueron concedidas por el Gobierno de Estados Unidos, no se extendieron a los millones de personas que trabajaban en el hogar y en el campo. Cuando la Seguridad Social fue promulgada por primera vez como ley, excluyó a los empleados federales y estatales; a los trabajadores agrícolas; a los trabajadores domésticos, y a los de hostelería y de lavanderías hasta 1954. Como indica Hyman, puede que las reformas de los años treinta constituyeran un «punto de inflexión» para los hombres blancos, pero no para las personas negras, que en muchas partes del país seguían estando gobernadas por las leyes de Jim Crow.[18] Por todo Estados Unidos había aún grandes zonas de pobreza; los empleados, sindicados o no, estaban periódicamente sujetos a despidos en épocas de minirrecesión, y el «salario familiar» continuaba siendo una quimera para cualquiera que no trabajara en una gran empresa.

* * *

Las décadas de los años cincuenta y sesenta no fueron una especie de edad de oro sin sombras. No obstante, la volatilidad financiera general de las empresas —y de quienes allí trabajaban— era significativamente más baja de lo que lo es hoy. El politólogo Jacob Hacker afirma que, después de la catástrofe a nivel económico y social de la Gran Depresión, «los líderes políticos y empresariales pusieron en marcha nuevas instituciones diseñadas para repartir de manera generalizada los riesgos económicos fundamentales, incluido el riesgo a la pobreza en la jubilación, el riesgo al desempleo y a la invalidez y el riesgo a la viudedad a causa de la muerte prematura del sostén de la familia».[19] Algunos de estos programas, como el de la Seguridad Social, se «pagarían» con cada sueldo; otros, como el de las pensiones, se incluirían en el contrato de empleo. Pero la idea era la misma: algunos riesgos son demasiado grandes para que un individuo pueda soportarlos por sí solo; en su lugar, el riesgo debería repartirse entre un grupo mucho más amplio, atenuando así su efecto en caso de que llegara a producirse una catástrofe.

Por tanto, cuando se habla del crecimiento de la clase media después de la Segunda Guerra Mundial, nos referimos a una especie de utopía económica: un crecimiento masivo por todo el país del número de personas (sobre todo, aunque no exclusivamente, hombres blancos), con o sin titulación universitaria, que podían encontrar una seguridad económica y una relativa igualdad para sí mismas y sus familias.[20] Y como explica Hacker, durante un breve periodo de tiempo extendió las «expectativas fundamentales» del sueño americano a millones de personas.

Este fue el entorno en el que crecieron los boomers de clase media, lo cual explica por qué cuando algunos de ellos tuvieron edad de ir a la universidad, se sintieron cada vez más cómodos rechazando el statuquo