No soy yo - Luis López-Aliaga - E-Book

No soy yo E-Book

Luis López-Aliaga

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PREMIO ESCRITURAS DE LA MEMORIA - CATEGORIA OBRA INÉDITA DEL CONSEJO DEL LIBRO Y LA LECTURA 2021 A contracorriente de quienes alardean de su pureza, de los moralistas de última hora, Luis López-Aliaga deshilvana sus recuerdos para tejer un relato que se interroga sobre los vapuleados años 90—época de su formación y aprendizaje literario—, marcados por acomodos, transacciones, éxito económico y silencio, sobre todo silencio. En estas páginas hay sueños no tan distintos de los de hoy: hacer carrera, "hacerla", y para eso estar en el taller selecto, ir a la fiesta indicada, colaborar en los suplementos literarios del establishment, publicar en las grandes editoriales y, bueno, como en la literatura nunca hay mucho dinero, lanzarse a escribir teleseries. No soy yo es un relato personal y social, que a ratos adquiere el tono de un ajuste de cuentas con su generación, mientras que en otros transmite alegría, belleza y afecto. La madeja de recuerdos de López-Aliaga está hecha de promesas, excesos, lecturas (desde Virginia Woolf y Emil Cioran hasta Mario Levrero y Hebe Uhart) y vidas, muchas vidas con las que se ha cruzado y que ahora acompañan a este narrador que se ha propuesto no olvidar, porque sabe que el pasado y el presente se necesitan, ninguno tiene sentido por sí solo. Ese pasado le sirve para cuestionar nuestro presente y los lazos que perduran y que, en el campo literario, han querido camuflarse bajo una cierta ética fundacional. Este libro hace suyas las palabras de Pierre Bourdieu: si hay un campo, hay una batalla. Y si hay una batalla, hay caídos; cuerpos convertidos en residuos, tierra fértil sobre la que pasan, desaprensivos, los nuevos combatientes. Es, de este modo, una invitación a discutir, a quebrar la literalidad tediosa del presente. "Hablar —se lee en No soy yo— en un país donde el debate ha sido remplazado por el cahuín o por la arenga autoritaria".

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No soy yo

Luis López-Aliaga

© Editorial Hueders

© Luis López-Aliaga

Primera edición: octubre de 2021

Registro de propiedad intelectual N° 2021-A-10227

ISBN edición impresa 978-956-365-233-8

ISBN edición digital 978-956-365-270-3

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida

sin la autorización de los editores.

Diseño de portada: Constanza Diez

Diagramación digital: Luis Henríquez

www.hueders.cl | [email protected]

Santiago de Chile

Diagramación digital: ebooks [email protected]

NOTA PRELIMINAR

En el despliegue estratégico de una narrativa, la temprana definición del punto de vista se vuelve clave al momento de entablar un pacto de confianza con el lector. Es un asunto de perspectiva, la posición temporal y emocional desde donde el narrador nos contará la historia.

Pienso, por ejemplo, en “el que viene de fuera”, ese personaje sin nombre que Cynthia Rimsky despliega en Ramal, una presencia capaz de ver el horror y la dignidad del campo por el que se desplaza, sin ser uno más ni estar contaminado. “Viene de fuera” y tiene una misión, un proyecto, recuperar de algún modo lo perdido; se desplaza entre seres hoscos, silenciosos, que viven a otro ritmo, bajo la cadencia morosa del campo maulino. Es un tiempo estancado, como una fotografía en blanco y negro, y es un campo triste, en completo abandono. Detrás siempre una sombra, la lógica y estética del patrón que se impone, el foco del conflicto.

En el campo chileno, las almas penan, circulan entre los vivos, conviven; son generalmente un ruido, la madera que cruje en el galpón, el viento sobre los techos de calamina, un llanto o una queja que demanda por aquello que quedó inconcluso. Penan y a veces se les impone una pena, un castigo: los que se creen vivos les niegan la capacidad de intervenir, se sienten amenazados, temen quedar en evidencia. Pero están, existen, todos lo saben, y su presencia escenifica un asunto crucial referido al tiempo: pasado y presente se necesitan, ninguno tiene sentido por sí solo.

El campo literario está lleno de fantasmas. Ya no están, pero viven con nosotros y, a veces, prefiguran el futuro. Es la definición de un clásico: alguien que viene del pasado e interviene activamente en el presente. La soberbia o la ignorancia intentan pasarlos por alto, pero los muertos se resisten, son ausencias activas, motor de una trama policial de crimen y castigo.

He construido una identidad algo fantasmal en torno a la valoración del silencio, la discreción, el segundo o tercer plano. Aun así, no me es posible ser “el que viene de fuera”. Reconozco mis limitaciones —discreto, secundario, pero dentro— tanto como un profundo anhelo de sinceridad y transparencia. Quiero hablar de mi vida, de mi vida literaria y las posibles implicancias que pueda tener para los otros, ese invento que quiere ser el mundo entero y que, probablemente, no son más que unos cuantos amigos y enemigos cercanos.

Pero ya no escribo con espontaneidad, todo es un artificio y una trampa; quizás siempre fue así y uno lo olvida, se olvida, quiere creer que hay algo que viene con su forma, algo de fondo, una verdad franca e indesmentible.

¿Desde dónde escribo entonces?

Se suele referir con ligereza determinista a los 90, la aplicación de ciertos códigos psicológicos, políticos y culturales que explicarían una serie de males que, pareciera, la dialéctica histórica superó por sí sola. En la omisión del detalle, en la premura del juicio sintético, tienden a pasar colados los actores y las prácticas que, en gran medida, son la causa de los males denunciados. Desmemoria interesada que favorece al oportunista de antes y de ahora, al que siempre será necesario exponer, aunque nunca se dé por enterado.

Hay también indolencia en leerlo todo con claves generacionales y postergar el factor biográfico, la particularidad. “Bien amado por todos, negado por completo”: en esos versos de François Villon que me sé de memoria encuentro el punto paradojal que modela la apariencia doble de ser parte y venir de fuera. Tiene también, es cierto, el dejo odioso de la recriminación y la demanda. ¿Es eso entonces? ¿Estoy tratando de llamar la atención de algún modo? En el relato “Presupuesto irrestricto”, de Cecilia Pavón, la narradora se pregunta, en una noche de insomnio previa a una lectura poética: “¿Qué son las luchas estéticas sino luchas por la atención escasa del prójimo?” Y, con la presencia de un hombre que duerme a pata suelta a su lado, reflexiona: “Si no existiera la escasez, no existiría la guerra”. (Si hay un campo, decretó Bourdieu, hay una batalla. Y si hay una batalla, hay caídos; cuerpos convertidos en residuos, tierra fértil sobre la que pasan, desaprensivos, los nuevos combatientes).

El viejo artificio del narrador es un refugio que exculpa solo a medias. La evidencia de que esta primera persona no soy yo (o no soy exactamente yo), seguro será insuficiente para la parentela, sanguínea y literaria. No soy yo y, sin embargo, soy aquí y ahora, en este tiempo enrarecido. Kilómetros y kilómetros de palabras que, como un hilo, arman una estructura, unidad narrativa que es una suerte de instalación (filigrana o telaraña), un juego entre volumen y perspectiva: la versión oficial de mí mismo.

¿De qué va todo esto entonces?

Memoria y militancia, una forma de partir y de instalarme. Engaño, acto de apariencia doble, trabajo espiritual, un invento de sentido como cualquier otro: trotar, cocinar, regar el jardín, escribir un libro. Este lo imagino como la trama de alguien que duda, arranca, se resiste y, finalmente, termina por aceptar lo inevitable.

I

LA FIESTA FALLIDA

Disimular la ira.

Disimular el disgusto.

Disimular la pobreza.

Disimular el hambre.

Disimular la lengua.

Obrar con mucho disimulo.

Gonzalo Millán, La ciudad

EL FOCO

1.

La luz cae recta desde el techo y le ilumina la mitad de la cara, la mitad de una sonrisa que nunca termina de desplegarse del todo. Le ilumina también parte de la melena de rockero argentino, bien cuidada, con unas hebras blancas sobrepuestas al negro azabache. Ven, mejor salgamos de aquí, me dice. Yo lo miro como desde otro tiempo y trato de encuadrarlo, de entender la real dimensión de sus palabras. Ven, salgamos. La luz deja al descubierto ciertos detalles perdidos en la noche, como en el cuento de Virginia Woolf, “El foco”: un detalle que lleva a una historia y esa historia a otra historia, a la historia de una generación y de varias generaciones y, así, hasta llegar a la historia del universo. Por momentos, sin embargo, ese rostro se me pierde, lo veo borroso, estoy borracho. Ven, me dice René Arcos, mejor salgamos.

2.

Era el cumpleaños de una chica Larraín, poeta o fotógrafa o documentalista. O las tres cosas juntas, seguramente. Una casa grande, en una calle con nombre de pintor renacentista, en Las Condes, a la que llegaron escritores, artistas plásticos, cineastas, “gente de la cultura”, como se les denominaba en aquellos años.

También Alejandra Costamagna, promisoria novelista, a quien antes de caer rendido sobre el sofá de la sala principal le declaré mi amor a vista y paciencia de su novio, un promisorio periodista y musicólogo. Todos prometíamos entonces. Y esa fiesta era parte de una promesa, la fiesta mayor: publicar en Planeta, ser reseñados en La Época, aparecer en El show de los libros, ganarse uno o varios Fondart al hilo, ser agregado cultural en algún lugar del mundo. Hacer carrera. Hacerla.

3.

A René Arcos Levi lo conocí en 1996, en un encuentro de literatura y cine en Viña del Mar. En una sala del hotel San Martín, compartimos panel junto a Rafael Gumucio y Tito Matamala. René preparó un texto sesudo sobre el minimalismo, y yo me dediqué a dar jugo, porque a eso me dedicaba, principalmente, en ese entonces. Me gustaba poner a prueba a las personas, dirimir rápido quiénes estaban de mi lado y quiénes en mi contra. Para ello recurría a un ingenio agresivo y a un cinismo algo burdo que, con el alcohol, parecía adquirir más brillo del que en verdad tenía.

René Arcos había ganado el concurso de cuentos del Artes y Letras de El Mercurio, un premio vilipendiado y secretamente codiciado por todos; había publicado un libro de cuentos en Planeta y escribía, todos los viernes, en el diario La Época.

Venía del sur, de Puerto Montt, y algo de la impronta de provincia conservaba, ese lugar común que supone cierta llaneza y buenos modales. Los tres días que duró el encuentro me los pasé borracho, y molesté sin sentido a quien se me cruzara en el camino. A él, por ejemplo, le insistí sin tino para que saliera del clóset, le achaqué la pulcritud de su prosa, le tiré a Borges encima como si fuera un pecado (el cuento con el que ganó aquel concurso se llama “El otro, el mismo”) y me reí de lo mateo que había sido al preparar un texto para ese encuentro que en dos días ya nadie recordaría. No sé cómo ni por qué René me soportó, pero a partir de entonces fuimos amigos.

4.

Los que la llevaban de verdad eran los de la Nueva Narrativa.

Después todos dirían que sospechaban de ellos, que desconfiaban. Hasta parece que nadie los leía, nadie les compraba, nadie quería ser amigo de Gonzalo Contreras, de Jaime Collyer, de Arturo Fontaine, de Carlos Franz.

Pero fueron reverenciados, comentados, envidiados. Irrumpieron con fuerza a fines de los 80 y se tomaron la década siguiente con un sentimiento expansivo, triunfalista, de aspiración cosmopolita. En el invierno de 1997, Carlos Olivárez, editor del suplemento Literatura y Libros del diario La Época, organizó un seminario que, visto en perspectiva, tuvo rasgos de ceremonia fúnebre. Cuatro jornadas en el Centro Cultural de España por las que desfilaron autores, críticos y editores, como Alberto Fuguet, Marco Antonio de la Parra, Camilo Marks, Soledad Bianchi, Carlos Orellana y Diamela Eltit, además de los ya mencionados. Seis mujeres de un total de 27 expositores.

A mí me tocó intervenir en la cuarta jornada, la última. Era el más pendejo de todos y no me sentía parte de ese grupo, aunque al parecer Olivárez quería ensanchar el marco de referencia o, al menos, tomar el control del cambio generacional que vislumbraba. A diferencia del encuentro en Viña, esta vez los organizadores exigían un texto escrito. Durante lo que duró un viaje en tren de Temuco a Santiago escribí “Lo que menos quiero es engañar a alguien”, mi ponencia para la ocasión.

5.

Era una incomodidad, un desacomodo, un no saber bien cómo comportarse ante tanto entusiasmo colectivo. Sentirse solo o triste era casi traición a la patria. Y la ola gregaria reventaba sobre un estado de indefensión y soledad oculto, privado, una culpa que se cargaba tratando de mantener firme la sonrisa. El copete ayudaba. Mantenía viva la idea de celebración y nos permitía escondernos, escapar, castigarnos. Uno quería que lo quisieran a pesar de. A pesar de escuchar baladas italianas, de cantar valses peruanos, de no estar sobrio nunca, de nunca hablar en serio.

Ser joven así, joven escritor, era un estigma, un constante llorar por la herida. Con los brazos abiertos sobre el respaldo de un sofá antiguo, como un crucificado en una casa de familia, esa noche le hablé de amor a Alejandra Costamagna, del amor y la belleza que nos debían, el fraude que el tiempo, sin duda, se encargaría de reparar. Ella me escuchó un rato, paciente, y después tomó a su novio de la mano y me dejó solo, hablando solo y cabeceando.

6.

René Arcos también había participado en aquel encuentro sobre la Nueva Narrativa en el Centro Cultural de España, unos pocos días antes de aquella fiesta. A él le tocó intervenir en la tercera jornada y, aplicado como era, asistió a las sesiones anteriores y, probablemente, hasta tomó notas. En su texto citó a Benjamin y se hizo cargo de las ponencias que lo precedieron, en especial la de Diamela Eltit, la estrella disidente, quien denunciaba el fenómeno de la Nueva Narrativa como funcional al sistema neoliberal. René indagaba en el relato del Chile de entonces: “Un mundo perfectamente armado para el placer de ver la muerte sonriéndonos desde el televisor, diciéndonos, con todas sus letras, lo que ella siempre supo: que habíamos perdido y que lo mejor es no volver a levantarse del sillón que, de todos modos, vivirá más que nosotros”.

7.

Hay un momento particular en el cuento de Virginia Woolf que tiene que ver con un telescopio y con el bisabuelo que está solo y mira las estrellas, mira al cielo, al firmamento, y se hace las grandes preguntas sobre la existencia, ¿qué son? ¿Para qué están?; pero el bisabuelo también mira el detalle, en la Tierra, en ese páramo que es la Tierra, cada árbol en particular, los pájaros, una columna de humo, flores azules, y así, mirando a través del telescopio, conoce a la bisabuela. Pero ese telescopio ya no existe, la señora Ivimey, la mujer que cuenta la historia, nunca pudo encontrarlo. Encontró otros vestigios, objetos inútiles de la época del bisabuelo, una silla desfondada, los peldaños rotos, una cuerda, libros enmohecidos. Pero el telescopio, que es la clave de la historia, ya no existe.

Para entonces, cuando conocí a René Arcos, yo había publicado Cuestión de astronomía, un libro de cuentos que algo tenía que ver con aquello; los personajes eran jóvenes del futuro, o más bien, contaban sus historias como si ya las vieran años después, así, como se miran las estrellas, siempre en pasado. Así se miraban esos jóvenes, como si a través de un telescopio ya estuvieran viendo las estrellas muertas.

8.

Ciertas palabras se usaron hasta el hastío. Transición, posmodernidad. Y se habló del fin de la historia como si se tratara de una teleserie de Sabatini. Cultura también fue una de esas palabras. Desencanto otra. Los cientistas sociales se dieron un festín con esas palabras. Era el tiempo pre-Bolaño, quien para entonces publicaba La literatura nazi en América sin que nosotros nos enteráramos. Carver era el verdadero espíritu de la época, el autor que le daba estatuto literario a la elusión, al ocultamiento. La imposibilidad de decir como un mandato, una estética, una necesidad histórica.

9.

Con la mano derecha se tira la melena tras el hombro, sonríe, o no, eso no es una sonrisa, es un gesto de incomodidad, quizás hasta de disgusto, un rictus híbrido, imposible de definir desde acá, tan lejos. Las cejas gruesas se le juntan sobre la nariz, la frente arrugada, el resto de un cigarro entre los labios. Hay música alrededor, ¿Charly García? ¿David Bowie? Los ojos negros atrapan algo de la luz que cae del techo, miran hacia un costado, de reojo, luego vuelven. Lo veo así, tamizado por el humo del cigarro, una nube que lo rodea como un aura gris, imperfecta. Lo veo desde el sofá adonde he ido a parar, porque no me puedo mantener en pie, no me puedo a mí mismo, y la promisoria artista Larraín ya no me quiere en su casa.

Entonces René me dice: ven, mejor salgamos de aquí.

10.

Después de ese primer encuentro en Viña nos juntamos muchas veces en mi departamento, en la calle Faustino Sarmiento, cerca de la Plaza Sucre. Cocinábamos, fumábamos pitos, nos reíamos. También hablábamos de libros, de los que leíamos y de los que pensábamos escribir, aunque de esos menos. René preparaba lento una novela y escribía el guion de Historias de fútbol, la película de Andrés Wood. En una de esas noches le presté Conversaciones, de Cioran, un ejemplar que había subrayado maniáticamente en un viaje, con un lápiz verde, y después él escribió en La Época un texto sobre los libros subrayados, sobre la conversación que supone entre lectores del mismo ejemplar, la posibilidad de un diálogo diferido, una especie de amigo en otro tiempo, en otro espacio.

11.

La novela de René Arcos, Después de todo, apareció en 2001. Para entonces ya habíamos dejado de vernos. No hubo una razón en particular. Después supe que no fui el único, René se había alejado de todos, de todo, como si necesitara tomar distancia de ese pasado que nos había unido. Igual a veces nos encontrábamos en algún bar en Bellavista o en los pasillos de algún canal de televisión (ambos trabajábamos ya como guionistas) y nos saludábamos con cariño.

12.

La luz solo incide aquí y allá, de forma arbitraria, siempre. Un cuerpo desplomado sobre los azulejos de una ducha no ofrece, por otra parte, detalles de interés. Es solo eso, un cuerpo desnudo en el baño de un departamento, en Lastarria, un baño que se inunda y llama la atención de los vecinos. El cuerpo de René espera ser encontrado, cubierto por una manta, arreglado para una discreta ceremonia de amigos y familiares. Es la madrugada del 26 de mayo de 2011. El cuerpo arde luego en el fuego y se convierte en cenizas que viajan de regreso al sur de Chile, a Puerto Montt, a la casa familiar.

13.

Si en cambio vuelvo a la fiesta, veo a René Arcos sacándome como un bulto de la casa de la chica Larraín, ayudado por Ana María Sanhueza, una periodista amiga, promisoria como todos. Aunque no recuerdo nada, ahora me veo con ellos dentro de un taxi que baja bandera en 80 pesos. Y los veo después pagando la carrera, metiéndome al edificio, en Ñuñoa, al departamento, al dormitorio, tirándome sobre la cama, sacándome los zapatos, cubriéndome con una frazada. Y los veo conversando en el comedor de mi departamento, la luz del amanecer entrando por el ventanal sin cortinas, y René diciendo algo sobre los límites, sobre los límites de la vida, sobre cuidarla, sobre cuidarse, sobre no caer tan bajo ni tan rápido.

14.

Siempre quedan, de todos modos, vestigios, registros inútiles e inesperados. Esos que dan luz a hechos también inútiles, sin épica ni moraleja. Antes de salir de mi casa, esa madrugada del invierno de 1997, mientras yo dormía arropado en mi cama, René Arcos tomó un sobre usado que había sobre la mesa, lo desarmó de forma minuciosa hasta dejarlo convertido en una hoja rectangular y, en el reverso, con un lápiz pasta azul, escribió una nota.

¿De donde viene esa pulsión por conservar papeles, boletos de micro, agendas viejas, servilletas rayadas que a nadie le interesan? Aparecen de pronto entre los libros, sin buscarlos, como ese pedazo de papel escrito a mano, un sobre desarmado, que después de años encontré entre las páginas de un libro de Dino Campana. Decía: “Somos 2: Arcos & Sanhueza. Te depositamos en tu lar sano y salvo, a pesar tuyo y nuestro... en fin: las cosas son así, la vida está graciosa y dos + dos siguen siendo tres. Un beso doble. Bye”.

DECIR O NO DECIR

Conocí a Alejandra Costamagna a mediados de los 90, en el taller que Antonio Skármeta realizaba en el Instituto Goethe, al que le decíamos Goethe Institut, con fruición, como si supiéramos alemán. Era “el taller de Skármeta”, pero se llamaba en realidad Taller Heinrich Böll, en honor al autor de Opiniones de un payaso, la novela en la que Hans Schnier, artista de la representación, payaso, presencia cómo en la Alemania de la posguerra todos a su alrededor se reacomodan y él, educado entre el miedo y la crueldad, se queda como un mendigo en la estación de trenes, a la espera de unas pocas monedas que premien su arte.

Buenas tardes colegas, saludaba el maestro a los elegidos. Alto, corpulento, miraba siempre desde arriba, con una sonrisa estampada en su rostro redondo y calvo, con los ojitos achinados detrás de los lentes de finos marcos de metal. Él nos había elegido, después de leer un texto con el que postulamos esperanzados de graduarnos de escritores. Y eligió a Alejandra Costamagna, Alejandro Cabrera, Nona Fernández, Francisco Ortega, Marcelo Leonart, Andrea Jeftanovic, María José Viera Gallo, y otros ocho privilegiados. Así nos sentíamos, como si fuéramos músicos y hubiéramos sido becados en el Conservatorio. Ahí, en el centro cultural que lleva el nombre del autor de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, éramos veinteañeros que creíamos estar destinados a grandes cosas, como publicar en una antología, escribir en La Época, que nos invitaran a alguna feria del libro, en provincia. Conseguimos, casi todos, ganar un Fondart y que hicieran alguna recreación de un cuento nuestro en El show de los libros, el programa de televisión que inventó y animó el propio Skármeta.

Fue una idea genial, inesperada, el libro como espectáculo, los autores como animadores de sus propias obras, la entretención como bandera de lucha. “El show de los libros” le daba, de paso, sentido y aval al nuevo proyecto de TVN como canal autónomo, sometido a las exigencias del mercado, pero con la peregrina idea de seguir siendo un “canal público”. Todos creímos en el proyecto. Una ingenuidad más, el libro, la literatura, como objeto de consumo masivo, “un artículo de primera necesidad” en un país que, después del trauma dictatorial, haría carne el manifiesto parreano. Creímos, de paso, en la antipoesía.

Éramos promesas en un país que prometía, que hacía del futuro un eslogan y una cruzada. La mayoría publicó algún libro, pero otros se convirtieron en expertos catadores de vinos, en abogados especialistas en derechos de autor, se fueron a vivir al extranjero sin casi dejar rastros. Los recuerdo a todos. Pato Tapia, Paola Dueville, Leo Boscarin, Franz Ruz, Marcia Álvarez. Hay, sin embargo, un nombre que se me escapa. Era joven como nosotros, pero muy serio, y creo que venía de provincia. Su proyecto literario tenía que ver con masturbarse. Ese era su tema y así lo expuso en la primera sesión de taller. De eso quería escribir. De la paja. No sabía bien si quería escribir cuentos, novelas o autobiografía. Solo sabía que quería escribir de eso, del onanismo, la manuela, la manfinfla. Nosotros, el resto, nos reímos a sus espaldas, comentamos sobre lo absurdo de su proyecto y a la tercera sesión el chico no volvió más. No recuerdo su nombre, pero podría llamarse Lautaro Palma.