No te alejes de mí - Innegable atracción - Melissa Mcclone - E-Book
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No te alejes de mí - Innegable atracción E-Book

Melissa McClone

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Beschreibung

No te alejes de mí Cuando Sarah Purcell despertó en la habitación de un hospital, lo último que esperaba era que el médico que la atendía fuera Cullen Gray, el hombre que estaba a punto de convertirse en su exmarido. Al cuidado día y noche de su esposa, Cullen vio que esa vez no iba a poder enterrar sus sentimientos. Y decidió que debía recuperarla y volver a tenerla donde se merecía, a su lado. Innegable atracción Becca Taylor había empezado una nueva vida y cuando Caleb Fairchild irrumpió en su vida, la atracción que ambos sintieron resultó ser lo último que necesitaba. Caleb había aprendido la lección de la forma más dura, y nunca volvería a confiar ciegamente. Sin embargo, no podía evitar sentirse atraído por Becca. Cuando los secretos de ella salieron a la luz, la traición parecía inevitable… a menos que la verdad consiguiera resquebrajar las paredes de hierro que él había construido alrededor de su corazón.

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Seitenzahl: 354

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 510 - septiembre 2020

 

© 2013 Melissa Martinez McClone

No te alejes de mí

Título original: Winning Back His Wife

 

© 2013 Melissa Martinez McClone

Innegable atracción

Título original: The Man Behind the Pinstripes

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-611-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

No te alejes de mí

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Innegable atracción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL DOCTOR Cullen Gray entró lentamente en el hostal East Day. Tenía los pies doloridos y estaba deseando quitarse las botas de escalada. Después de dos agotadores días en el monte Hood, le dolían todos los músculos del cuerpo. Pero creía que había merecido la pena, habían conseguido rescatar a un escalador.

Le llegó el aroma a café recién hecho y se le hizo la boca agua. Tenía hambre. Sabía que un poco de cafeína le vendría muy bien para poder aguantar la reunión posterior al rescate y el viaje de vuelta a casa, en Hood Hamlet.

Vio a sus compañeros del grupo de búsqueda y rescate de Montaña de Oregón. Estaban sentados alrededor de una mesa de la cafetería. Todos tenían tazas de café frente a ellos. Sus mochilas, cascos y chalecos estaban esparcidos por el suelo.

«Ya casi estoy allí», se dijo para animarse.

Tenía muchas ganas de quitarse la mochila y sentarse, aunque solo fuera durante el tiempo que durara la reunión. Pasó junto a un grupo de adolescentes, estudiantes de esquí que se reían y bebían chocolate caliente. Unas horas antes, la vida había sido algo muy frágil, metida en una camilla de rescate que colgaba con unos cables de un helicóptero. Pero se dio cuenta de que allí abajo, todo había continuado como de costumbre, como si no pasara nada.

Él prefería estar arriba, en la montaña. No porque le gustara especialmente el peligro o la adrenalina. Era cuidadoso y solo se arriesgaba para ayudar a los demás y salvar vidas.

Vivía de manera muy simple en Hood Hamlet, una pintoresca aldea de inspiración alpina.

El trabajo y la montaña eran lo más importante en su vida. Algunas veces, eran suficiente motivación. Otras veces, se sentía solo y vacío.

Pero en días como ese, recordaba por qué hacía lo que hacía, tanto como médico como socorrista voluntario. Sentía una gran satisfacción.

La misión había sido un éxito y creía que no había nada mejor que eso. Y, teniendo en cuenta la distancia de la caída y las graves lesiones del escalador, creía que había sido un milagro. No uno de Navidad, porque era mayo, pero igualmente asombroso y mágico.

Aunque era médico y más dado a la ciencia que a esas cosas, el año que había pasado en ese pueblo le había abierto la mente. Se había dado cuenta de que había cosas para las que no había una explicación científica. A veces, los pacientes desafiaban su diagnóstico y conseguían recuperarse sin que él pudiera explicar cómo lo habían conseguido.

En cuanto llegó a la mesa, se quitó la mochila y sintió un alivio casi instantáneo. La dejó caer al suelo con gran estruendo y todos lo miraron sobresaltados, pero ya no le importaba nada.

A pesar del cansancio que sentía, creía que nada podría arruinar ese día.

–Buen trabajo allí arriba, doctor –le dijo Bill Paulson mientras le ofrecía una taza de café.

Era otro voluntario del grupo de rescate.

–Has conseguido salvarle la vida a ese hombre –añadió.

Cullen se agachó para aflojarse las botas. Le incomodaba que otras personas halagaran su trabajo, sobre todo si se trataba de un hombre, como Bill, que era socorrista de montaña. No quería esas alabanzas. El resultado de su trabajo, poder salvar vidas, era pago suficiente.

–Me he limitado a hacer mi trabajo.

–Sí, pero en vez de en un quirófano, dentro de una grieta en la montaña –le recordó Paulson mientras levantaba su taza–. A la primera ronda en el bar invito yo.

Después del día que habían tenido, le apetecía mucho tomarse una cerveza con todos ellos.

–De acuerdo –repuso Cullen.

–¿Quieres algo más? –le pregunto Zoe, la bella esposa de Sean Hughes, el jefe del grupo.

–No, gracias –le dijo él mientras dejaba que el calor de la taza de café calentara sus frías manos.

–Bueno, dime si quieres más café –le ofreció Zoe con una gran sonrisa–. He oído que hoy has sido un verdadero héroe allí arriba.

Se sintió incómodo al oírlo. Muchos creían que el rescate en alta montaña era una temeridad, pero era todo lo contrario. La seguridad era siempre una prioridad para ellos.

–Solo he hecho mi trabajo, nada más –repitió Cullen.

–Sean tampoco se ve como un héroe, pero lo sois. Lo que hacéis es un trabajo de héroes.

–¿A que sí? –intervino Paulson–. Por eso ligamos tanto –añadió con un guiño–. Esta noche conseguiremos tantos teléfonos que vamos a necesitar más memoria en nuestros móviles.

El bombero Paulson era un mujeriego. Él, en cambio, no lo era. Había estado viviendo como un monje, pero eso estaba a punto de cambiar. Hasta entonces…

Se quedó mirando el café, tratando de no perderse en sus recuerdos.

Si salía alguna noche era para tomarse una cerveza y comer una hamburguesa, nada más. El resto no le interesaba lo más mínimo. La única mujer que quería no deseaba estar con él y se había dado cuenta de que había llegado el momento de seguir adelante con su vida.

–No me necesitas para conseguir todos esos números de teléfono.

–Es verdad –asintió Paulson–. Pero piensa en lo bien que lo pasaremos juntos.

–Uno de estos días vas a tener que crecer y darte cuenta de que las mujeres no están en este planeta para tu disfrute –le advirtió Zoe.

–No creo que llegue ese día –repuso Paulson con una gran sonrisa.

–Es una lástima, porque el amor puede conquistarlo todo.

–El amor es una porquería –espetó Paulson.

Cullen había estado a punto de decir lo mismo.

–A veces –reconoció Zoe–. Pero otras veces es pura magia.

«Sí, claro», se dijo Cullen tomando otro sorbo de café.

Creía que el amor no hacía otra cosa que llenar la vida de uno de problemas y dolor.

Se terminó el café y Zoe le sirvió otra taza. Llegaron más miembros del equipo de rescate a la cafetería. También entró un hombre que les hizo fotos.

–¿Por qué están tardando tanto? –preguntó Cullen mirando su reloj.

–Hughes debe de estar aún afuera, hablando con los periodistas –le contestó Paulson.

A Cullen no le gustaban demasiado los medios de comunicación, que trataban siempre de dramatizar las misiones de rescate en el monte Hood para hacerlas más atractivas.

–Bueno, mejor que se encargue Hughes de eso –comentó Cullen tomando una galleta.

–Ya verás cuando se entere la prensa de que bajaste por la grieta para atender a ese hombre.

–¿Y si les decimos que fuiste tú? –le planteó Cullen.

–Me parece bien –le dijo Paulson–. Sobre todo si la periodista rubia del Canal Nueve quiere hablar conmigo.

Cullen dio otro mordisco a la galleta. Supuso que las habría hecho Carly Porter. Su marido, Jake, también había participado en la misión y era el dueño de la compañía cervecera local y del bar. En esos momentos, nada le apetecía más que tomarse una pinta de la cerveza dorada de Porter con sus amigos.

El agente de policía Will Townsend se acercó a su mesa y también lo hizo Sean Hughes. Vio que parecían preocupados. Se quedó sin aliento al pensar que iban a decirle que el escalador había muerto o que estaba mucho peor. Era un hombre joven, casado y con dos niños.

–Hola, doctor –le dijo Will–. ¿Tienes el teléfono móvil apagado?

–Me he quedado sin batería –repuso Cullen–. Y por aquí no hay muchos lugares para recargar.

–El caso es que hemos estado tratando de localizarte –le dijo Will.

A Cullen se le hizo un nudo en la garganta.

–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

–Se trata de Sarah Purcell. Han encontrado tu nombre como persona de contacto en caso de emergencia.

Al oír su nombre, se quedó sin aliento y tiró la taza de café al suelo.

–No te preocupes, yo lo limpio –le dijo Paulson tomando rápidamente un puñado de servilletas.

Cullen se puso en pie y miró al policía.

–¿Qué le ha pasado a Sarah?

–Ha habido un accidente en el monte Baker –le dijo Townsend.

–¿Un accidente? –preguntó Cullen.

–Aún no tenemos muchos detalles, pero parece que Sarah estaba en el cráter cuando se produjo una explosión de vapor. La golpeó una roca y cayó desde bastante altura.

Se quedó sin aliento y sintió que se estremecía. Ni siquiera veía con claridad. Hughes lo sujetó por el brazo para evitar que se cayera.

–Tranquilo, respira hondo –le dijo Paulson.

Sintió que lo sentaban de nuevo en la silla. No podía creerlo.

«Sarah… Por favor, Señor. No, ella no», se dijo a modo de oración.

Sus emociones se arremolinaban en su interior. Estaba muerto de miedo. Pensó en su hermano gemelo, Blaine. Los recuerdos llenaron su cabeza y sintió que se mareaba.

–¿Está…? –preguntó con voz temblorosa.

No entendía qué le ocurría. Después de todo, era médico. La muerte era algo con lo que convivía a diario en el hospital. Pero en ese momento, ni siquiera se atrevía a decir la palabra.

Will se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos.

–Sarah está en un hospital de Seattle –le dijo.

No estaba muerta…Sintió que se le quitaba un inmenso peso de encima y se le llenaron de lágrimas los ojos. Llevaba meses sin verla. Su intención había sido salir de la vida de Sarah y seguir su camino, pero nunca había querido que le pasara nada malo.

Estaba ingresada en uno de los mejores centros del noroeste del país.

Cullen parpadeó y tragó saliva. Tenía que calmarse y tomar una decisión. Él vivía en Hood Hamlet y sabía que Sarah recibiría el mejor tratamiento posible en ese hospital, pero tenía que asegurarse de que era la atención adecuada. Pensó que era un alivio que Seattle estuviera solo a cuatro horas en coche.

Se puso de pie. Estaba cansado, pero tenía que ir.

–Voy para allá –les dijo.

–Espera, no tan rápido –le dijo Hughes–. Nos han estado informando. Sarah está en el quirófano de nuevo.

Apretó con fuerza los puños al oírlo. No le parecía buena señal que ya la hubieran operado más de una vez. Esa cirugía podía significar cualquier cosa. A lo mejor trataban de aliviar la presión sobre el cerebro. Sabía que los volcanes no eran lugares seguros. Ser vulcanóloga había puesto a Sarah en peligro en más de una ocasión, pero hasta entonces se había limitado a tener algún golpe o contusión. Pero eso…

Cullen se pasó la mano por el pelo. Recordó que era médico y que tenía que controlarse.

–¿Os han dado ya algún pronóstico? ¿Qué es exactamente lo que tiene?

Hughes tocó el hombro de Cullen con la compasión de un amigo.

–Está en estado crítico –le dijo su compañero.

No podía creer que, mientras él había estado en la montaña salvando una vida, Sarah había estado luchando por la suya. Estaba muerto de miedo y sintió cierta culpabilidad, algo que le resultaba muy familiar. No había sido capaz de ayudar a Blaine, pero necesitaba estar al lado de Sarah y ayudarla al menos a ella.

Se dio cuenta de que no podía perder más tiempo. Sarah necesitaba a alguien con ella.

–Tengo que irme a Seattle –les dijo mientras agarraba su mochila.

–Johnny Gearhart tiene un avión y Porter ya está hablando con él para arreglarlo todo. Te llevaré en tu coche a casa para que te cambies y hagas la maleta. ¿De acuerdo?

Abrió la boca para protestar. Llevaba poco tiempo viviendo en Hood Hamlet. De vez en cuando, se tomaba alguna cerveza y veía los partidos con esos hombres, pero no confiaba más que en sí mismo y no le gustaba pedir ayuda. Se tragó sus palabras y decidió aceptar lo que le ofrecían de manera tan generosa.

–Gracias –les dijo.

–Para eso estamos los amigos –repuso Hughes–. Venga, vámonos.

Cullen asintió con la cabeza mientras Paulson recogía su equipo e iba tras ellos.

–Entonces, ¿quién es Sarah? ¿Un familiar? ¿Tu hermana? –le preguntó el hombre.

–No –dijo Cullen–. Sarah es mi esposa.

 

 

«¿Dónde estoy?», se preguntó Sarah Purcell.

Quería abrir los ojos, pero le daba la impresión de que tenía los párpados pegados. Por mucho que lo intentara, no podía abrirlos. No entendía qué le estaba pasando.

Sintió un fuerte dolor y tardó un minuto o más en darse cuenta de que era la cabeza lo que le dolía. Notó poco después que, aunque el dolor en la cabeza era el más intenso, le dolía todo.

Pero era un dolor lejano, como si no fuera del todo suyo. Había sufrido dolores peores.

Sintió frío por todo el cuerpo y de pronto, mucho calor. Y el aire olía diferente. Sabía que debía estar imaginándolo, pero le daba la impresión de que tenía algo metido en la nariz.

Oyó de repente un pitido electrónico. No reconoció el sonido, pero ese ritmo constante le dio más sueño aún. Decidió que no había motivo alguno para abrir los ojos. No cuando lo que quería era volver a dormirse.

–Sarah.

La voz del hombre atravesó la espesa neblina que rodeaba a su mente. Le sonaba de algo, pero no sabía de qué. No le extrañó. Después de todo, no tenía ni idea de dónde estaba, por qué estaba tan oscuro ni de dónde salía ese pitido.

Tenía muchas preguntas.

Abrió los labios para hablar, para preguntar qué pasaba, pero no le salieron las palabras. Solo un sonido ahogado escapó de su seca garganta. Necesitaba agua.

–Está bien, Sarah –le dijo alguien en un tono tranquilizador–. Te vas a poner bien.

Le alegró que ese hombre lo creyera, ella no estaba segura de nada. No entendía qué podía haberle pasado.

Recordó entonces que las nubes se habían estado moviendo y que un ruido horrible llenó el aire. Hubo una explosión y el terreno se agrietó. Se estremeció cuando recordó el estruendo.

Sintió que una gran mano cubría la de ella. Era una mano cálida y le resultaba tan familiar como la voz. Se preguntó si sería la misma persona. No tenía ni idea, pero la caricia consiguió tranquilizarla. Esperaba poder volver a dormirse.

–Su pulso ha incrementado –dijo el hombre con preocupación–. Y ha separado los labios. Se ha despertado.

Alguien le tocó la frente. No era la misma persona que seguía sin soltarle la mano. Esa tenía la piel lisa y fría.

–Yo no veo ningún cambio –dijo otro hombre–. Lleva aquí mucho tiempo. Tómese un descanso. Vaya a comer fuera del hospital y duerma en una cama de verdad. Lo llamaremos si hay algún cambio.

Pero el primer hombre no soltó su mano e incluso la apretó ligeramente.

–No, no voy a dejar a mi esposa.

Esposa.

La palabra se filtró en su mente hasta que la entendió. Se le vino entonces una imagen a la cabeza. La de sus ojos, tan azules como el cielo. Había hecho que se sintiera como la única mujer en el mundo. No sonreía a menudo. Pero, cuando lo hacía, era una sonrisa generosa que le calentaba el corazón y le había hecho creer que el suyo podía ser un amor para toda la vida.

Pensó en su hermoso rostro, en sus fuertes pómulos, su nariz recta y en el hoyuelo que tenía en la barbilla. Esa cara había estado en todos sus sueños hasta un año antes.

Cullen…

Estaba allí y sintió que una oleada de calor recorría su cuerpo. Había ido a buscarla. Necesitaba abrir los ojos y verlo para asegurarse de que no estaba soñando.

Pero no podía abrir los párpados. Trató de mover los dedos bajo la mano de Cullen, pero no podía. Trató de hablar, pero le fue imposible.

Aun así, se sintió mejor al saber que Cullen estaba allí con ella. Tenía que decírselo, quería que él supiera lo mucho que…

Pero, de repente, recobró el sentido común y se dio cuenta de que Cullen no debería estar allí. Él había estado de acuerdo con que el divorcio era la mejor opción. Ya no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo estado. No entendía por qué estaba allí.

Sarah trató de mover los labios, pero no salió ningún sonido.

–Mire –le dijo Cullen a alguien–. Se está despertando.

–Estaba equivocado, doctor Gray –contestó la otra persona–. Parece muy buena señal.

–Sarah.

Le sorprendió la ansiedad y la preocupación que notó en la voz de Cullen. No lo entendía. Quería pensar que, aunque su matrimonio había fracasado, quizás el tiempo que habían pasado juntos no había sido tan malo como para que Cullen se olvidara de todo.

Necesitaba abrir los ojos para verlo y decirle que…

Usó todas sus fuerzas y apareció una rendija de luz. Era muy brillante, demasiado. Cerró los ojos de nuevo. Empezó a dolerle aún más la cabeza.

–Está bien, Sarah. Estoy aquí –le dijo Cullen–. No voy a irme.

Pero sabía que no era cierto, Cullen la había dejado.

En cuanto hablaron de divorcio, él se había ido de su piso en Seattle. Y, cuando terminó sus prácticas en el hospital, se mudó a Hood Hamlet, en Oregón. Ella había terminado su doctorado en la Universidad de Washington y aceptó después un puesto de postdoctorado con el Instituto Volcánico del monte Baker.

Recordó que había estado desarrollando un programa para instalar sismómetros adicionales en ese monte. Había estado tratando de determinar si el magma subía por el interior y había necesitado más datos. Para obtener la información, tenía que subir al volcán y excavar los sismómetros para recuperar los datos. No habría tenido sentido instalar sondas que proporcionaran datos telemétricos porque eran caras y no iban a aguantar las duras condiciones cerca del cráter del volcán.

Había estado cerca del cráter para descargar los datos de los aparatos de medición a su ordenador portátil y enterrar de nuevo el sismómetro. Lo había hecho. Eso era al menos lo que recordaba. Se había producido una explosión y el aire olía a azufre, apenas podía respirar. No recordaba si le había dado tiempo a recuperar los datos o no.

Oyó más pitidos y otras máquinas a su alrededor. Tenía la mente en blanco. El dolor se intensificó, era como si alguien hubiera subido el volumen de un televisor y no pudiera bajarlo.

–Sarah –le dijo él–. Trata de relajarte.

Pero no podía hacerlo, tenía demasiadas preguntas.

–Tienes mucho dolor –adivinó Cullen.

Asintió con la cabeza. Le costaba respirar. Era como si una roca gigante presionara su pecho.

–¡Doctor Marshall!

La urgencia en la voz de Cullen no hizo sino intranquilizarla más aún. Necesitaba aire.

–Estoy en ello, doctor Gray –repuso el otro hombre.

Algo zumbó. Oyó pasos y otras personas a su alrededor. Movieron su cama. Había otras voces, pero no podía oír lo que decían. Abrió la boca para respirar, pero apenas le llegaba oxígeno.

De repente, el temor se disipó y también el dolor. Se preguntó si Cullen le habría quitado la roca que había estado sintiendo sobre su pecho. Recordó lo bien que solía cuidar de ella. Lamentó que no hubiera sido también capaz de amarla como ella necesitaba ser querida.

Se sintió de repente como si flotara, como si fuera un globo lleno de helio. Subía hacia arriba, hacia las nubes blancas. Pero no quería irse todavía, no hasta que…

–Cullen… –murmuró.

–Estoy aquí, Sarah –le dijo al oído–. No me voy a ninguna parte, te lo prometo.

«Me lo promete», se dijo.

También se habían prometido amarse y respetarse hasta que la muerte los separara, pero Cullen la había dejado poco a poco, dedicándose por completo a un trabajo que lo consumía.

Le había parecido un hombre muy estable que la apoyaba en todo, pero había resultado ser un marido cerrado que no expresaba nunca sus sentimientos. Aun así, habían compartido momentos maravillosos. Habían vivido en Seattle un año lleno de excursiones, risas y amor. Pero al final, nada de eso había importado. Ella había mencionado la posibilidad de divorciarse como una excusa para que hablaran de su matrimonio. Pero Cullen se había limitado a decirle que le parecía buena idea y que se arrepentía de haberse casado de manera apresurada con ella. No había querido luchar por su relación y había sido el primero en abandonar el barco.

Por eso no podía creer Cullen le acabara de prometer que iba a quedarse a su lado. Sabía que al final se iría de nuevo, dejándola sola con los recuerdos y una alianza de oro.

Y saber que iba a ocurrir le producía un dolor mucho más profundo y desgarrador que cualquier dolor físico que pudiera sentir en su cuerpo.

Una parte de ella deseaba que Cullen permaneciera a su lado. Había soñado con que su boda hubiera sido algo más que unas palabras que intercambiaron frente a un tipo vestido como Elvis Presley. Una parte de ella deseaba que hubiera habido amor verdadero entre ellos. Pero se había dado cuenta de que era mejor no soñar con imposibles. Nada duraba y nadie se quedaba a su lado, aunque prometieran hacerlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CULLEN había perdido la noción del tiempo sentado al lado de Sarah en el hospital.

Sus amigos de Hood Hamlet habían estado pendientes de él en todo momento, con llamadas y mensajes. Su familia se había ofrecido a ir, pero él les había dicho que no era necesario. Creía que no necesitaban más dolor en sus vidas.

Esa pequeña habitación se había convertido en su mundo. Solo salía para bajar a la cafetería y para pasar unas horas cada noche en un hotel cercano. Su mundo giraba en torno a esa mujer.

Todo era muy raro. Seguía casado con Sarah, pero había dejado de ser su esposa hacía ya casi un año. En Hood Hamlet, no le había hablado de ella a nadie, al menos hasta el accidente.

Se levantó de la silla. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan inquieto.

No sabía por qué. Sarah ya no estaba tan grave. Los antibióticos habían logrado curar una infección inesperada y ya no tenía fiebre. Le habían retirado la sonda nasogástrica de la nariz y los cortes que tenía empezaban a cicatrizar, igual que las incisiones de las operaciones. Incluso la lesión que tenía en la cabeza había ido a menos.

Le daba la impresión de que lo que había pasado era una señal de que debían hablar y aclarar las cosas. Quería poder cerrar ese capítulo en su vida.

La mujer que yacía en la cama de ese hospital no se parecía en nada a la bella escaladora que había conocido en el Red Rock, un festival anual de escalada que se celebraba cerca de Las Vegas, donde se habían casado dos días después.

Quería que esa Sarah herida reemplazara en su corazón, o en su cabeza, la imagen que tenía de ella. La de una joven con largo cabello castaño, ojos verdes, una sonrisa deslumbrante y una risa contagiosa. No había podido librarse tampoco del recuerdo de sus besos ardientes y las noches apasionadas que habían compartido. Al principio había sido muy excitante, pero no había tardado en arrepentirse. No tenía siquiera la excusa de haber estado borracho cuando se casaron en Las Vegas. Había estado de algún modo embriagado, pero de ella, no de alcohol.

Había tratado de olvidarla, pero pensaba continuamente en ella. Creía que todo se solucionaría cuando por fin fuera oficial su divorcio.

Vio que la mano izquierda de Sarah se había deslizado y volvió a colocársela con cuidado sobre el colchón. Su piel estaba fría. Tiró de la manta y la arropó, para que no se enfriara más.

Sarah no se movió. Estaba inerte, durmiendo plácidamente. Nunca habría imaginado tener que usar palabras como esas para describirla. Sarah era apasionada, impulsiva y aventurera.

El silencio en esa habitación fue lo que lo empujó a pasar a la acción. No bastaba con mirarla, no era bueno que durmiera tanto. Tenía que hacer algo.

–Es hora de despertarse, Chica Volcán –le dijo.

Se le hizo un nudo al usar su apodo. Le había gustado bromear a costa de su trabajo como vulcanóloga hasta que se dio cuenta de que amaba esas rocas fundidas más que a él.

–Despierta –intentó de nuevo.

Pero Sarah no se movió. No era de extrañar, estaba tomando calmantes muy fuertes.

–He estado pensando mucho en ti –le dijo.

Era difícil hablarle, no sabía qué decir. Se sentía muy resentido y decidió concentrarse en el principio de su relación, en la parte bonita.

–¿Recuerdas esa primera noche en Las Vegas? Querías que nos hiciéramos una foto frente a las máquinas tragaperras y lo conseguimos, pero nos echaron del casino. Tus bonitos ojos verdes estaban llenos de picardía. Te gustaban mucho esas travesuras…

Sarah había conseguido hechizarlo y transportarlo a una época de su vida llena de libertad y diversión, como cuando Blaine y él habían sido dos jóvenes impulsivos y temerarios.

–Y entonces me besaste.

Sarah había conseguido cambiar en un instante todos sus planes. A partir de ese momento, no había sido capaz de pensar con claridad. Y no le había importado. Había sido una aventura.

–Fue la noche siguiente cuando pasamos junto a la capilla Felices Para Siempre. Me retaste riendo a que entráramos e hiciéramos por fin oficial nuestra relación.

Sarah le había dicho que así él no iba a poder olvidarse de ella cuando regresara a Seattle y que tampoco podría dejarla plantada en el altar después de años de relación y muchos meses planeando su gran boda.

Cullen le había prometido que nunca podría dejarla de esa manera.

Y el cariño que había visto en los ojos de Sarah le impidió pensar con claridad. Por primera vez desde que su hermano Blaine se metiera en las drogas, Cullen se había sentido completo de nuevo, como si hubiera encontrado en ella la pieza que le faltaba desde la muerte de su hermano gemelo.

–No podía dejar que te escaparas –le dijo entonces.

Cullen había tomado su mano y había ido hacia la capilla. Olvidó por completo que se había prometido no volver a tomar decisiones arriesgadas. No sopesó las probabilidades ni consideró las consecuencias de casarse con una mujer a la que apenas conocía.

No había querido dejarse llevar por el sentido cuando Sarah había hecho que se sintiera completo, cuando había pensado que nunca iba a volver a sentirse así.

Media hora más tarde, salieron con alianzas a juego y un certificado de matrimonio.

No había dejado de lamentarlo desde entonces.

Durante las últimas navidades, había sido duro ver tan felices a los amigos con sus parejas. Se había sentido más solo que nunca.

Pero seguía casado con esa mujer, por eso estaba allí. Eran marido y mujer hasta que un juez declarara lo contrario. Estaba deseando volver a ser libre y poner su vida en orden.

De lo único que estaba seguro era que no iba a volver a casarse.

Al menos tenía un amigo con el que compartir su situación. Paulson era un solterón empedernido.

Pero hasta que el divorcio fuera definitivo, seguía atado a una mujer que no se cansaba nunca de hablar ni de hacerle preguntas, siempre empeñada en descubrir lo que sentía.

«Después del divorcio, todo será mejor», se dijo una vez más.

Se sentó junta a Sarah en la cama. Quería odiarla, pero no podía, no al verla tan frágil.

–Tienes los labios muy secos.

Tomó un tubo de la mesita y le pasó un poco de bálsamo por sus agrietados labios.

–¿Mejor?

Mientras ponía de nuevo el tubo en la mesita, le pareció percibir un leve movimiento. La manta se había deslizado. Había movido de nuevo el brazo izquierdo.

–¡Sarah!

Ella parpadeó. Una vez, dos veces. Se abrieron entonces sus ojos y lo miraron.

–¿Todavía estás aquí? –le preguntó Sarah con sorpresa y alivio a la vez.

–Ya te dije que no me iba a ninguna parte.

Ella tomó su mano y la apretó.

–Pero lo hiciste.

Sintió cómo el calor emanaba del punto donde se unían sus manos y no pudo evitar estremecerse. Suponía que no tardaría en soltarlo, pero no lo hizo. Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos y las comisuras de sus labios se curvaron en una tímida sonrisa.

Trató de recordar que aquello no era importante, que lo tocaba con cariño y agradecimientos, pero no podía ignorar el hormigueo que sentía por el cuerpo. Era muy agradable. Demasiado.

–¿Tienes sed? –le preguntó apartando la mano.

–Sí, agua, por favor.

Apretó un botón en la cama para levantar la cabecera. Tomó un vaso de agua de la mesita y se lo llevó a la boca. Colocó la pajita sobre su labio inferior para que pudiera beber. A pesar del bálsamo que acababa de aplicarle, sus labios seguían muy secos. No pudo evitar pensar en lo suaves y dulces que sabían cuando la besaba.

Pero sabía que no era el momento para pensar en esas cosas. Porque no iba a haber ningún beso más, por mucho que hubiera disfrutado de ellos en el pasado.

–Bebe lentamente –le advirtió él.

Sarah hizo lo que le pedía.

–¿Dónde estoy? –le preguntó después–. ¿Qué ha pasado?

Le despertó mucha ternura su ronquera. Agarró el vaso de agua para resistir la tentación de apartarle el pelo de la cara.

–Estás en un hospital de Seattle. Hubo una explosión de vapor en el cráter del Baker. Te golpeó una roca y te caíste.

–¿Continuó la explosión de vapor durante mucho tiempo? –le preguntó Sarah.

–No –le dijo él–. Pero hablé con Tucker Samson, que me dijo que era tu jefe, y cree que puede ser una señal de que pronto se producirá una erupción más importante.

Vio cómo fruncía el ceño por debajo de la venda que tenía en la frente.

–La verdad es que apenas recuerdo nada…

–Es normal. Sufriste una conmoción cerebral, pero ya estás mejor.

Vio que sus palabras no habían conseguido tranquilizarla, había pánico en sus ojos.

–No estaba allí arriba sola, estaba con…

–Otras dos personas también resultaron heridas, pero ya han sido dadas de alta. Tú te llevaste la peor parte. Caíste a una distancia considerable cuando te golpeó esa roca.

Ya no le resultaba tan difícil pronunciar esas palabras, pero la imagen de Sarah cuando la vio por primera vez en el hospital lo perseguía. Se había sentido tan impotente como cuando había tratado de ayudar a Blaine, que lo culpaba de su adicción a las drogas, y de cuando intentó revivirlo cuando una sobredosis le produjo un paro cardíaco. Había sido difícil tener que ver cómo otros se encargaban de ayudar a Sarah.

–Supongo que por eso me siento como si hubiera participado en un combate de boxeo –le dijo.

Vio que no había perdido su sentido del humor. Eso y su inteligencia habían sido dos de las características más atractivas de Sarah. Además de su bello cuerpo.

–Bebe más –le pidió acercándole la pajita y el vaso.

–Ya es suficiente. Gracias –repuso ella después.

–Te vendrá bien chupar trocitos de hielo para hidratar la garganta. ¿Tienes hambre?

–No –contestó ella–. ¿Debería tenerla?

No parecía la misma mujer fuerte e independiente con la que se había casado. La vulnerabilidad que reflejaban su mirada y su voz hizo que le diera un vuelco el corazón. Le entraron ganas de abrazarla hasta que se sintiera mejor y desapareciera esa incertidumbre de su voz. Pero sabía que no era buena idea tocarla, aunque fuera solo por compasión.

–Seguro que recuperas pronto el apetito.

–Supongo que a mi apetito no le gusta la comida de hospital –le dijo ella sonriendo.

–Es que tu apetito es muy listo.

Sarah sonrió de nuevo y él le devolvió el mismo gesto. Pensó que esa conversación estaba yendo mucho mejor de lo que había imaginado.

–Te traeré a escondidas comida de verdad, no te preocupes.

–Sé que debo comer, aunque no tenga ganas. Tengo trabajo pendiente en el instituto.

Sus palabras lo dejaron sin aliento y recordó entonces que Sarah era, por encima de todo, una científica. El estudio de los volcanes no era un trabajo para ella, sino una pasión. Le habría gustado que pusiera el mismo esfuerzo en sus relaciones personales. Y en él.

–No hace falta que vayas, otros pueden analizar los datos. Ahora tienes que recuperarte.

–Pero me necesitan. Y son mis sismómetros los que están allí arriba –protestó Sarah.

–¿Son tuyos?

–Bueno, no. Los compramos gracias a una donación, pero los datos… ¿Se ha dañado el equipo?

–Tucker me dijo que pudieron recuperarlo y están analizando los datos del ordenador portátil.

–¡Menos mal! ¿Cuándo podré salir de aquí? Creo que podemos utilizar los datos para averiguar lo que va a pasar en el volcán. Si podemos predecir una erupción con éxito, se podrá utilizar el mismo proceso con otros volcanes y salvar muchas vidas.

Le gustaba ver la pasión con la que hablaba de su trabajo. A él le pasaba lo mismo, pero tenía que decirle la verdad.

–La conmoción cerebral es una de tus muchas lesiones.

Sarah se miró a sí misma y se fijó en la escayola del brazo.

–Puedo subir al Baker con el brazo en cabestrillo –le aseguró Sarah.

–¿Y qué harías si te resbalaras? Ya es bastante difícil tu trabajo como para hacerlo con una sola mano. Y también has sufrido lesiones internas, como un pulmón colapsado, algunas costillas rotas y contusiones. Por no hablar de que has tenido que pasar por dos operaciones.

–¿Dos operaciones?

–Sí, te han tenido que poner un clavo en el brazo derecho y ya no tienes bazo.

Sarah abrió sorprendida la boca, pero no tardó en recuperarse.

–Bueno, pero el bazo no es necesario, ¿verdad?

Suspiró con frustración. Lamentaba que Sarah no fuera una de esas científicas que trabajaban en un laboratorio del que nunca salían.

–Sí, se puede sobrevivir sin él.

–¡Qué alivio! –exclamó Sarah–. ¿Cuándo podré volver al trabajo? ¿La semana que viene?

–Eso tendrás que preguntárselo a tu médico.

–Pero tú eres médico.

–Sí, pero no el tuyo.

–Pero seguro que tienes una idea aproximada.

Sarah tenía razón, pero estaba allí para apoyarla, aunque ya no formara parte de su vida. Le había sorprendido descubrir que era su único contacto en caso de emergencia. Recordó que alguna vez le había mencionado a sus padres. Al parecer, ya no formaban parte de su vida.

–Tardarás en recuperarte más de lo que crees –le dijo él finalmente.

–Bueno, supongo que será mejor que se lo pregunte a mi médico.

–Y cuando te lo diga… –comenzó él.

–Te irás –lo interrumpió Sarah.

–Sí, pero no hasta que te den el alta.

–Gracias por estar aquí –le dijo Sarah–. Supongo que he echado a perder tu agenda y tu trabajo.

–Eso no importa –le aseguró él muy conmovido por sus palabras.

Sarah lo miró a los ojos con una intensidad que conocía muy bien. Tenía un aspecto magullado y débil, pero la inteligencia y la fuerza brillaban en sus ojos como lo habían hecho siempre.

–Tu horario y tu agenda son muy importantes, siempre lo han sido –le respondió ella.

–Sí, pero no quiero que estés sola –le dijo con sinceridad–. Sigues siendo mi esposa.

–Por mi culpa, lo sé –susurró ella–. He estado tan ocupada en el instituto que nunca encontraba tiempo para rellenar los papeles del divorcio. Lo siento. Lo haré en cuanto pueda.

–No es necesario –le dijo Cullen.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Sarah.

Una parte de él quería vengarse de ella y hacerle tanto daño como le había hecho a él. Recordaba perfectamente sus palabras.

–Eres estupendo y serás un marido fantástico para alguna otra mujer, pero sabes que lo de casarnos fue algo impulsivo. Actué precipitadamente y no pensé en lo que sería mejor para ti. Yo no soy esa persona. Te mereces una esposa que pueda darte lo que quieres –le había dicho.

No conseguía olvidar esas palabras, había sido muy duro superarlo.

–Como estabas ocupada, empecé los trámites de nuevo cuando me establecí en Oregón.

–¡Ah! –repuso ella sin dejar de mirarlo–. De acuerdo. Está bien.

Él no sentía que estuviera bien, todo lo contrario. Tenía un nudo en la garganta. Había llegado a planear su futuro juntos. Una casa, mascotas, niños. Pero todo había cambiado.

–Voy a ver si encuentro a tu médico para que nos diga cuándo te pueden dar el alta.

–¿Puedo levantarme para ir al baño? –le preguntó Sarah antes de que saliera.

Cullen se detuvo, maldiciendo entre dientes. Tenía que ayudar a Sarah. Pero lo último que quería era tocarla. Respiró profundamente y la miró por encima del hombro.

–Sí, pero no puedes hacerlo sola. Avisaré a una enfermera para que venga a ayudarte.

Salió deprisa de la habitación. Necesitaba poner cierta distancia entre Sarah y él.

Pensaba que era que mejor que fuera una enfermera quien la ayudara y creía que lo mejor que podía hacer era mantener las distancias con Sarah hasta que le dieran el alta.

 

 

Sarah se lavó las manos en el lavabo. Natalie, una enfermera, no se había alejado de su lado.

–Después de una operación y con el uso de analgésicos, lo normal es que el cuerpo tarde un tiempo en regularse, pero lo estás haciendo muy bien, Sarah –le dijo animada la joven.

No pudo evitar sonrojarse. No estaba acostumbrada a que la felicitaran por ir al baño. Al menos Natalie le había dado un poco de intimidad y era mejor que tener que permitir que la ayudara Cullen, aunque sabía que estaba al otro lado de la puerta.

«No pienses en él», se dijo.

Se secó despacio las manos. Todo lo que hacía le costaba mucho esfuerzo y dolor.

–Gracias. No estoy acostumbrada a que mis visitas al baño sean todo un acontecimiento.

–No te avergüences. Esto no es nada comparado con un parto –respondió Natalie–. En esa situación se pierde toda la vergüenza.

Sarah no podía ni quería imaginarse en esa situación. No tenía intención de volver a casarse y dudaba que llegara a tener hijos. No era como Cullen, creía que él sí sería un buen padre…

Sintió de repente un dolor profundo en su vientre, le costaba respirar. Supuso que sería su incisión en el estómago o tal vez las costillas. Se apoyó en el lavabo.

–Siéntate en el inodoro –le dijo Natalie.

Sonó un golpe en la puerta.

–¿Necesitáis ayuda? –les preguntó Cullen

–No, estoy bien –repuso Sarah enderezándose.

–Volvamos a la cama antes de que el doctor Gray me riña por tenerte tanto tiempo en pie. Los maridos médicos son los peores, creen saber qué es lo mejor para sus esposas.

Pensó que quizás fuera así con algunos médicos, pero no con Cullen. Él la miraba como si quisiera salir corriendo de allí y lo entendía. Esa situación era incómoda para los dos.

Natalie abrió la puerta del cuarto de baño

–Aquí está, doctor Gray –anunció la enfermera.

Sarah salió como pudo del baño. Le costaba mucho dar cada paso. Sentía dolor, opresión en el pecho, náuseas…

Cullen abrió los brazos un poco, como si quisiera ayudarla, pero sin acercarse. Vio que tenía ojeras y supuso que no habría dormido mucho, pero seguía siendo el hombre más guapo que había visto en su vida y eso le molestó. No debía pensar esas cosas de su futuro exmarido y pensó que quizás estuviera así por efecto de los analgésicos.

–Ahora estás caminando mejor –le dijo Cullen con entusiasmo.

Sin saber por qué, le gustó que se lo dijera.

–Deberíais dar un paseo por el pasillo –les sugirió la enfermera–. Necesita algo de ejercicio.

Le encantó la idea, estaba deseando salir de esa habitación, pero vio que Cullen apretaba los labios. No parecía agradarle tener que ir a ningún sitio con ella.

No pudo evitar sentirse decepcionada, aunque lo entendía. Ella le había hecho daño al sugerir que se divorciaran y no parecía darse cuenta de que también Cullen la había hecho sufrir al no permitir que lo conociera de verdad. Creía que ese paso había sido una buena idea para evitarles a los dos más sufrimiento en el futuro.

–Sí, deberías dar al menos un par de paseos al día –le dijo Cullen.

Sabía que lo decía porque era médico, pero ya había hecho demasiado por ella y no podía obligarlo a que la acompañara.

–Daré una vuelta por la habitación. Este camisón no está hecho para andar en público. De otro modo, les enseñaré el trasero a toda la planta –les dijo ella.

–No creo que nadie se quejara –bromeó Cullen–. Y menos aún Elmer, el paciente de ochenta y cuatro años que tiene la habitación cerca de aquí.

Natalie se echó a reír.

–Sí, es verdad. Elmer te lo agradecería. Es un viejo verde –comentó la enfermera–. Y seguro que tampoco te importaría a ti, doctor Gray.

–Bueno, Sarah es mi esposa –repuso Cullen mientras le hacía un guiño a la enfermera.

Sarah lo miró estupefacta. Legalmente, seguían estando casados, pero sabía que Cullen quería el divorcio tanto como ella. No entendía por qué bromeaba como si todavía estuvieran juntos.

Cullen fue al armario y sacó algo de allí.

–Y como no quiero que ningún otro hombre la mire, le he comprado esto –les anunció.

Sarah no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.

–¿El qué?

Cullen sacó algo naranja de una bolsa.

–Esto es para ti.