No tengo tiempo para pensar - Josep Muñoz Redón - E-Book

No tengo tiempo para pensar E-Book

Josep Muñoz Redón

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Beschreibung

No tenemos tiempo para nada. La familia, los amigos, el deporte u otras manías quedan siempre en segundo plano. También el cultivo del pensamiento, que supuestamente es una de las cosas que identifica más y mejor a nuestra especie, permanece a la espera. La prisa nos abruma. En este contexto precipitado necesitamos tiempo para descubrir el tiempo. Un oasis de pensamiento que empezamos a explorar gracias a prestar atención aquí y allá: reseñamos las observaciones resultantes, planteamos sendas cuestiones estimulantes y aguzamos el juicio mediante el ejercicio compartido de conversar, conocido como diálogo. No en vano, Ramon Llull auguraba taxativo: Pensar por uno mismo es el único proyecto en la vida.

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Josep Muñoz Redón

Manel Güell Barceló

No tengo tiempo

para pensar

(ni apenas para leer)

Traducción del catalán

Colección Con vivencias

21. No tengo tiempo para pensar

Título original: No tinc temps per pensar (ni gairebé per llegir)

Traducción del catalán por Manuel León Urrutia

Primera edición en papel: septiembre de 2012

Primera edición: diciembre de 2013

© Josep Muñoz Redón y Manel Güell Barceló

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. - 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

www.octaedro.com - [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

ISBN: 978-84-9921-485-6

Prólogo

El trasiego del mundo moderno no facilita el cultivo del pensamiento. Todos vamos acelerados de aquí para allá sin saber qué nos mueve, dónde queremos llegar o, lo que es más grave, si el camino que hemos elegido es el adecuado para conseguir nuestro ansiado objetivo. Siempre me han hecho gracia los aeropuertos, porque son uno de los únicos lugares donde todo el mundo, a pesar de las prisas, parece tener claro su destino. ¡Qué espejismo más espantoso! La armonía del conjunto no puede pasar desapercibida a un buen observador. La danza de los viajeros que con sus acompasados movimientos llenan el espacio de volúmenes rodantes es de una belleza eurítmica. Cuanto más veloces avanzan, más lentamente pasa el tiempo, como en la teoría de la relatividad. Por otro lado, la velocidad, la precipitación y las prisas no dejan de evidenciarse como los enemigos naturales de la silente y paciente labor de trazar conceptos con ideas.

Y es que pensar no es otra cosa que tejer un texto (hifologar, decía él) invisible, en un primer momento, de palabras. La convicción de establecer relaciones entre conceptos, tanto si tienen algo que ver entre ellos como si son completamente ajenos entre sí, define tanto la labor de aquellos que se dedican profesionalmente al cultivo del pensamiento, como la de los que permanecerán indiferentes a los resultados escritos de sus cavilaciones. Una clara intuición se me ha ido confirmando con el paso de los años: la analogía es un arma mucho más poderosa para explicar este proceso que, pongamos por caso, la deducción, la inducción o la intuición, como planteaba Pierce.

Incluso la tradición filosófica, o la científica, parecen confirmar los mismos presupuestos. Para Hume, las ideas se atraen mutuamente, igual que, según la física de Newton, se atraen las masas. Ahora bien, esta atracción no es espontánea, sino que responde a determinadas leyes. La primera es la semejanza, que permite establecer vínculos a partir de la similitud o las diferencias. La segunda es la ley de la contigüidad, que agrupa conceptos en función de su proximidad en el espacio y en el tiempo, y la tercera trata de la relación causal: «si pensamos en una herida, difícilmente nos abstendremos de pensar en el dolor inmediato».

Fournier hará algo parecido en el ámbito social. El amor será para él la forma que adopta la ley de la gravedad abocándonos a unos encima de los otros. Nunca mejor dicho. Su utopía social explorará todas las posibles combinaciones que adopta esta ley física. Nadie quedará excluido de un mínimo rédito de estimación, aunque solo sea en forma de relación sexual.

«¿Qué es pensar?», se pregunta Heidegger con el tono impostado y trascendente que habitualmente caracteriza a quienes se dedican al cultivo profesional del pensamiento. En este famoso texto, el autor alemán desliga el pensamiento de la percepción del mundo que nos rodea. Va más allá. También constata que no sabemos pensar, por lo cual plantea la necesidad de adquirir esta competencia. Pensar es crear, acaba diciendo. La empresa no parece fácil. Hay que propiciar la ocasión. Pero, aunque no poseamos una cabaña en medio de la Selva Negra, también podemos conseguirlo. Solo hay que imitar su determinación, que quedaba patente en el cartel con que recibía a los intrusos: «Estoy pensando, por favor, no llaméis a la puerta hasta x hora».

La generación de ideas, por lo tanto, se explica, como también han confirmado en la actualidad los neuroinvestigadores, gracias a la tenaz labor de trenzar relaciones neuronales estableciendo sólidos lazos que, en algunos casos, no desaparecerán mientras quede un soplo de aliento en el mecanismo que los ha hecho posibles. Es de agradecer que en este punto el paralelismo entre la biología y la psicología o la vida cotidiana sea tan evidente.

Pero hace muchos años que no veo a nadie manejar unas agujas de tejer para hacer un jersey, unos calcetines o, aunque sea, una rebequita para un recién nacido. El tintineo característico de los bolillos de las encajeras se pierde en la noche oscura de los tiempos, al menos de mi recuerdo. Pocas personas encontramos actualmente el momento de sosiego necesario para dedicarlo a estos quehaceres.

Algo parecido pasa con la reflexión. En un sugerente texto, uno de mis autores favoritos evocaba los ratos muertos, los paréntesis de la vida según su lenguaje, es decir, esos paréntesis que quedan cuando hemos acabado de hacer algo y aún no hemos empezado lo siguiente, como la cuna imprescindible del pensamiento: mientras esperamos a alguien que llega con retraso a una cita, los cinco minutos que dejamos entre clase y clase, el instante en que dejamos abandonado el diario ya leído encima de la mesa y osamos echar una ojeada sin intermediarios a la realidad que nos rodea, el rato que cada mañana, antes de salir de casa, dedicamos a repasar la agenda del día, etc. La conclusión no puede ser más evidente: sin la búsqueda constante de estos espacios de tiempo muertos, que paradójicamente son los más vivos que podemos experimentar, ahogaremos la posibilidad de la expresión del pensamiento.

Una reflexión que puede adquirir diferentes formatos, como el que representa un año sabático, una asignatura sin un objetivo definido, como la filosofía, o la convalecencia de una buena tuberculosis, que para muchos autores era la condición necesaria, al menos en otros contextos, para hacerse con una consideración intelectual. Pero un mundo que raciona con cuentagotas los períodos de vacaciones, que establece un cerco feroz a la práctica institucionalizada del pensamiento y no se ha desembarazado de las pandemias clásicas, no nos pone las cosas nada fáciles.

Así lo constataban hace algunos años los Mazoni con una tonadilla que tuvo el predicamento suficiente para ser considerada la canción del verano, al menos en Cataluña: No tinc temps per pensar (No tengo tiempo para pensar). Jaume Pla es un culo de mal asiento de la música y eso se nota en todas sus propuestas. También en la que hemos mencionado:

A cavall de dos llocs,

despullat vers el mon,

esquivant decisions,

somiant que perdo avions,

no tinc esma per res.

Tants anys i només he après

que no tinc temps per pensar,

que no tinc temps per pensar.

No tinc temps per pensar

que no tinc temps per pensar,

que no tinc temps…1

El pensamiento avanza de forma sinuosa y aterriza en medio de uno de los temas clásicos de la filosofía: el tiempo. La lírica da en la diana con una sorprendente facilidad, como acostumbra a suceder. Hace un puñado de siglos san Agustín planteaba, con notable agudeza:

Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Quién puede explicarlo de manera fácil y breve? ¿Quién puede formarse una idea clara del tiempo para poder explicarlo después con palabras? Por otro lado, ¿qué es más familiar en nuestras conversaciones? Entendemos muy bien lo que significa esta palabra cuando la utilizamos nosotros y también cuando la oímos pronunciar a otros. ¿Qué es, pues, el tiempo? Sé muy bien lo que es si no se me pregunta. Mas cuando quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé.

Pero el diagnóstico del obispo de Hipona va mucho más allá. San Agustín considera la nostalgia y la esperanza como dos de los grandes obstáculos para poder disfrutar realmente de la existencia. La primera, porque nos hace estar pendientes del pasado, y la segunda, porque nos aboca de manera inclemente al futuro. Sobre todo porque solo podemos vivir el presente y este dura un instante fugaz, que es difícil de atrapar.

Sabemos «qué es» el tiempo cuando nadie nos lo pregunta y dejamos de saberlo en el momento mismo de empezar a explicarlo: constituye, a primera vista, un hecho de naturaleza sorprendente. Sin embargo, su carácter inesperado se disipa a medida que pensamos en esta magnitud inalcanzable. La tradición filosófica no ha dejado de intentar explicarlo, desde la metáfora del río propuesta por Heráclito hasta la neurofenomenología, pasando, a modo de ejemplo, por «la imagen móvil de la eternidad» que emana de la mítica cosmología platónica, «la distensión del alma» derivada de la perspectiva psicologicista de san Agustín, o «la forma a priori de la sensibilidad» que resulta del enfoque crítico de Kant. El camino recorrido ha sido largo y errático.

Em convides a dinar

i a mig àpat me’n he d’anar.

Em sap greu, de debò,

però faig tard a no sé on.

Tot a mitges, cap per avall,

tot fet i deixat estar.

No tinc temps per pensar

que no tinc temps per pensar.2

Sigue diciendo la tonada, sin dar tiempo al oyente para poder recuperarse antes de plantearle un nuevo problema existencial acuciante:

No tinc temps per pensar

que no tinc temps per pensar

que no tinc…3

Con el estómago medio vacío, la boca llena de restos de comida y una descomunal mancha de aceite en la camisa, me levanto de la mesa para ir no sé a dónde y encontrar quién sabe a quién, para hacer quién sabe qué. La conclusión no puede ser más evidente: no tengo paciencia, no tengo vergüenza, no tengo respeto a mi anfitrión, y tampoco tengo juicio, porque de­saprovecho los pocos ratos de calma que la existencia propicia para poder pensar.

Un verdadero diálogo, la relación hablada que mantienen dos seres humanos, podría ser la clave de bóveda del pensamiento humano. Las palabras resbalan en el intercambio y acarician las ideas sin ahuyentarlas con una agresividad postiza. Las alegorías son tan importantes como los argumentos. La dialéctica es inconcebible sin esa palabrería inclemente.

Este juego de la palabra hablada nos hace mejores, al menos más humanos. En este contexto, es tan importante expresar nuestro punto de vista como escuchar el del otro y amoldar nuestra respuesta a esa nueva realidad. La capacidad de escuchar al otro es fundamental para poder avanzar conjuntamente. El esfuerzo del diálogo no es fundamentalmente un esfuerzo para hablar, sino para dar tiempo al otro para que se pueda expresar. En un verdadero diálogo, lo que alguien pueda decir depende en buena medida de lo que sea capaz de escuchar. Y para eso hace falta tiempo, mucho rato. Pero no solo un largo espacio temporal, también una clara disposición de apertura hacia nuestro interlocutor y un talante respetuoso, que desgraciadamente no abundan.

Es el caso de las conversaciones platónicas y de la mayoría de charlas que mantenemos el común de los mortales: «Los de Platón son los diálogos más falsos de todos. Consisten en alguien que habla y otro que a menudo dice: Por Zeus que tienes razón», afirma Slavoj Zizek para mostrarnos su desprecio del diálogo como acicate del pensamiento. Yo tampoco creo en los diálogos, ni en los debates, ni en las tertulias. Me aburren, los encuentro prescindibles, excesivos, cansinos. Y aunque no sea pedagógicamente correcto, ni filosóficamente gratificante, también me parece que: «La filosofía ha sido siempre dogmática».

Cronos se casa con su hermana. Como sus padres le habían predicho que sería destronado por uno de sus hijos, los devora en el momento de nacer. Rea, su compañera, que ya está harta, se inventa una estrategia para engañarlo. Cambia a su tercer hijo por una piedra que envuelve como si se tratara de una criatura antes de ofrecérsela a su marido. Cronos la mastica indiferente sin darse cuenta del engaño. De esta manera escapa Zeus de la glotonería de su padre. Ni que decir tiene que el pronóstico acabará cumpliéndose y Zeus será el futuro señor de la Tierra y el Cielo.

El mito es siempre sugerente y podemos aplicarlo a nuestra realidad más inmediata. Nosotros también podemos alumbrar un dios en forma de tiempo muerto. Cronos es un tarugo al que podemos embaucar. Solo tenemos que intentarlo con perspicacia y determinación.

Tiempo para una verdadera conversación, momentos para la observación, espacio para las preguntas, los tres ámbitos que Josep M. Esquirol propone sondear, en su libro El respeto o la mirada atenta, a todos aquellos que estén interesados en el cultivo del pensamiento. Seguiremos punto por punto su propuesta, la cual le agradecemos de antemano.

Los filósofos siempre han desconfiado de los sentidos. Solo la vista ha conseguido superar la mayoría de sus recelos. La ponderación que hacen Demócrito y Althusser del olfato, o Kant y Heráclito del tacto, son excepcionales, en este ámbito. El ojo se convierte en el símbolo de la inteligencia para los pensadores profesionales, como también lo ha sido en el conjunto de la sociedad. Pero a menudo miramos sin ver, nos pasan desapercibidos los rasgos más significativos de la realidad, a pesar de que los rozamos con la vista, por lo cual hay que aprender también a mirar.

El ejercicio siempre es el maestro más importante, también en este contexto. No hay nada mejor, pues, para aprender a mirar, que practicar: abstraerse por la calle mientras paseamos sin rumbo, concentrar la vista en un punto para intentar profundizar en su percepción, entrever una escena a través de una grieta. El pensador se convierte en un auténtico voyeur y así la expresión del pensamiento se convierte en lo que realmente es: una perversión. Desafiar el curso normal de las cosas, aunque sea en lo que se refiere a las apariencias. De esta manera nuestro protagonista se quedará a medio camino entre el autodidacta sartriano, que se ve abrumado por las novedades que pregonan las luces de los escaparates de la gran ciudad, y el flâneur benjaminiano, que campa a la deriva bulevard abajo picoteando de aquí y de allá sin que nada consiga captar su atención.

«Aprender a mirar es, fundamentalmente, aprender a prestar atención», escribe Esquirol. Pero, ¿qué es la atención? No es, como se cree a menudo, un esfuerzo por concentrar todos nuestros sentidos en un punto para sondearlo, antes al contrario, comporta cierto desinterés por todo aquello que sucede a nuestro alrededor. Más que una tensión, es una relajación. Una espera atenta, una serenidad calmada ha de sustituir la precipitación con que habitualmente hacemos las cosas: «La acción de prestar atención –afirma Esquirol– es de alguna manera paradójica: el esfuerzo requerido por parte del sujeto no supone un aumento de su presencia sino más bien su menoscabo o vaciado y una apertura al otro». En caso contrario no superaríamos el solipsismo y quedaríamos recluidos en la prisión que nosotros mismos hemos construido y que defendemos a capa y espada.

La atención ha de ser firme, pero suave. Mi fuerza es mi debilidad, también en este contexto. La paciencia y la serenidad son nuestros máximos aliados. No es necesario que suframos: si nos atrevemos a desafiar el ritmo enloquecido que hemos impuesto a nuestra vida, las ideas irán germinando y los hechos más irrelevantes adquirirán una trascendencia hasta ahora insospechada. El primer síntoma de que vamos por buen camino es reencontrarse con la capacidad de asombrarse, la misma a la que Platón y Aristóteles atribuyeron la responsabilidad del cultivo del pensamiento.

En este sentido, no hay nada más efectivo que practicar la costumbre de la interrogación sistemática. No en vano Lévi-Strauss afirma que: «el sabio no es la persona que proporciona las respuestas verdaderas; es el que formula las preguntas verdaderas»; o Heidegger identifica la filosofía con esa misma espontaneidad interrogativa: «La pregunta es la devoción del pensamiento».

Hay muchas clases de preguntas, nosotros nos referiremos aquí a las que nos dejan indefensos solo con su formulación, las que hacen temblar la tierra bajo nuestros pies, las que evidencian nuestra vulnerabilidad, las que trastocan el mundo que conocíamos hasta ese momento. ¿Qué es lo más importante de una pregunta? Que provoque esa especie de cataclismo que nos permite ver las cosas de una manera diferente, porque, como sugirió Blanchot, somos de los que creen que a menudo «la respuesta es la desgracia de la pregunta».

Una última consideración: el pensamiento no puede reducirse a la lectura, antes al contrario, muchas veces la adquisición de conocimiento de un escrito solo supone un ejercicio arqueológico que nos permite contactar con el cementerio de las ideas. Distinguir en un escrito los sonidos figurados por las letras puede ayudarnos a cavilar, pero llegados a un determinado punto tendremos que emprender el vuelo solos. No sirven las excusas, los miedos o los subterfugios. Solo digo que hay que preservar la independencia y la apertura mental suficientes, sin aceptar las fórmulas imperantes o los tópicos. Nos merecemos algo más que lugares comunes.

Mi propuesta no puede ser más simple. Os la planteo sucintamente porque se me hace tarde: necesitamos encontrar tiempo para pensar para qué hemos llegado hasta aquí y quién o qué nos ha traído, como una condición inexcusable para averiguar hacia dónde tenemos que orientar los próximos pasos.

1. A caballo entre dos sitios,/ desnudo por el mundo,/ esquivando decisiones,/ soñando que pierdo aviones,/ no tengo ánimo para nada./ Tantos años y solo he aprendido/ que no tengo tiempo para pensar,/ que no tengo tiempo para pensar./ No tengo tiempo para pensar/ que no tengo tiempo para pensar,/ que no tengo tiempo…

2. Me invitas comer/ y a mitad de la comida me tengo que ir./ Me sabe mal, de verdad,/ pero llego tarde a no sé dónde./ Todo a medias, boca abajo,/ todo hecho y abandonado./ No tengo tiempo para pensar/ que no tengo tiempo para pensar.

3. No tengo tiempo para pensar/ que no tengo tiempo para pensar/ que no tengo…

Observaciones

El olfato de Sartre

A las siete de la mañana salgo de casa para ir a coger el tren. Camino veinte minutos hasta la estación de Sants y espero en el andén. Todo está oscuro. La ciudad todavía duerme. Las calles están desiertas. El trajín en un establecimiento cercano anuncia la alborada del ruido. Una mujer que fuma pasea un perro escuálido. El suelo está mojado y tengo que sortear pequeños charcos para no mojarme los zapatos. El aire gélido de la mañana no está todavía envenenado. Solo una de las calles que atravieso aglutina un raudal considerable de vehículos. Aún no estoy conectado a ningún aparato, por lo que intento esquivar el ruido desagradable de los coches.

El vestíbulo de la estación contrasta con el tranquilo desperezo de la mañana en sus alrededores. Las máquinas, dispuestas estratégicamente en los accesos a los andenes, no paran de tragar monedas y escupir billetes. Cuando llego, el quiosco todavía no está abierto. Por una pequeña abertura del pabellón de cristal una señora de piel canela suministra los periódicos a los viajeros impacientes. La mayoría de usuarios del transporte público coge ejemplares apilados de prensa gratuita. Hay diversas opciones para elegir. Pocos transeúntes se contentan con una sola posibilidad. Todos parecen ir con prisa y malhumorados.

A menudo bajo las escaleras de acceso al andén mientras un altavoz chillón anuncia un convoy en dirección a Latour de Carol. Abajo, la confusión y el bullicio se hacen más evidentes. Entre aquella barahúnda cotidiana de gente distingo algunas caras conocidas. Son las mismas almas en pena que frecuentan este escenario infernal cada mañana. No puedes sentarte. Los bancos están abarrotados de viajeros que aprovechan para echar una cabezada mientras esperan. A pesar de que es muy pronto para estar cansado, esta situación me desborda. El rato de pie se hace eterno. El tren casi siempre llega puntual.

Las puertas mecánicas se abren perezosamente. Dentro, un rebaño de gente mira con indiferencia las caras de los recién llegados. Grupos de trabajadores quemados por el sol, a menudo del ramo de la construcción y de procedencias lejanas, se encojen en los asientos. Algunos comen. Otros escuchan música. Unos cuantos dormitan. Unos chinos dirimen de forma ostentosa una disputa. Incluso hay quien aprovecha para rezar murmurando versículos coránicos. El vientre metálico del gusano nos acoge a todos con displicencia. Me toca ir de pie, como cada día.

Amontonados como cabezas de ganado, sin sitio para sentarse, millones de desdichados cruzaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amstetrdam a Büchenwald, durante horas, días, semanas, camino del matadero. Muchos morían, antes de llegar a su magro destino, de hambre, de sed, por asfixia. Los cadáveres no caían al suelo porque estaban apretujados contra los supervivientes. Salvando todas las distancias, a nosotros cada mañana nos pasa algo parecido de camino a nuestro calvario particular en forma de trabajo que nos exprime.

Un hedor difícilmente concebible para una persona de nuestro tiempo lo apesta todo. Los marcos de las ventanillas huelen a goma podrida, el forro plastificado de los asientos desprende un tufo a alquitrán, los vagones apestan a excrementos de rata. Mujeres y hombres atufan a sudor y a ropa sucia; el aliento que exhalan mezcla la fragancia de la cebolla con la presencia de destilados alcohólicos y los refritos aceitosos. Apestan los mecánicos, hieden los celadores, huelen mal los albañiles, atufan los ejecutivos. Nadie se escapa de esta epidemia contemporánea. Los campesinos huelen tan mal como los maestros; los escolares emanan los mismos olores mefíticos que las matronas. Y como es natural, este paroxismo de olores llega a su máxima expresión en la zona del excusado. La fragancia se vuelve infernal. La contundencia aromática de los excrementos que expulsan los cuerpos, ya sea en forma sólida o líquida, no puede dejar a nadie indiferente. Cloacas de los rincones más soterrados del planeta parecen confluir en ese pequeño espacio. Los productos destilados han perdido cualquier parecido con los originales. Nada que ver con vinos aterciopelados o manjares exquisitos. Legados a este punto son iguales los huevos de esturión, las trufas y las mandarinas.

Pocos filósofos se han ocupado del tacto o del oído, y aún menos del olfato. El sabio de Saint-Germain escribió una vez que el mal olor es la primera justificación que encuentra el racismo. La doctrina que propugna la desigualdad de las razas humanas y en virtud de la cual se justifica el hecho de que ciertas personas puedan ser sometidas a explotación o segregación, o incluso a la aniquilación física, se filtra imperceptiblemente a través de nuestras fosas nasales. El único desodorante efectivo contra su efecto perverso, a pesar de que puede parecer paradójico, es el sudor. Aprender a reconocer, apreciar y favorecer la transpiración del otro, evidentemente. No estaría mal, tampoco, tener las ventanas de par en par para dejar que circule el aire fresco de la mañana, no seamos bobos, y poder divisar el horizonte del futuro compartido que nos espera en la próxima estación.

Distancias cortas

Es la hora de salida de la escuela. La calle se llena de madres y padres que llevan a sus cachorros cogidos de la mano. La prole suele aprovechar el trayecto para merendar. Entre la multitud, distingo una pareja paradigmática. Padre e hijo están enlazados por las extremidades superiores. El niño, que debe tener unos cuatro años, merodea remolineando mientras explora los portales. Todo parece despertar su interés: el umbral de la puerta, los cristales, los colores de los banderines que cuelgan de los faroles, las baldosas del vestíbulo, los rótulos que las comunidades de vecinos subscriben para protegerse de la publicidad indeseada en los buzones… El padre, en un primer momento, deja a la criatura a su aire. No por mucho tiempo. La paciencia del progenitor se agota rápidamente y empieza a tirar del brazo del retoño. La escena acaba indefectiblemente con los llantos del infante y los gritos del padre recordándole las actividades que les esperan en un futuro inmediato.

Roland Barthes contempla, desde la ventana, una escena muy similar el 1 de diciembre de 1976: una madre lleva a su hijo de la mano mientras empuja un cochecito vacío. Avanza imperturbable marcando el paso, mientras arrastra al niño, que se resiste a seguirla. El pequeño desearía pararse, descansar, retardar el paso, pero la madre no lo permite. Ella va a su ritmo, sin tener en cuenta el del niño. La barbarie del poder impone su dictado chapucero. La sutileza del poder pasa por la disritmia, la heterorritmia.

Según Barthes, el secreto de la convivencia radica en la idiorritmia. Un neologismo de raíces religiosas, compuesto por idios (propio) y por rhytmós (ritmo), que evoca el respeto que todos deberíamos tener por la cadencia del otro, si no queremos hacer naufragar la convivencia. La ideorritmia designa el tipo de vida de los monjes del monasterio de Athos, que viven solos pero dependen de un monasterio que organiza encuentros semanales conjuntos. Los clérigos disfrutan de una soledad amiga que se mantiene a medio camino del desamparo de los eremitas y el cenobitismo institucionalizado. Barthes plantea una zona utópica de convivencia entre dos formas que le parecen excesivas: la soledad del eremita y la integración total del convento.

Salvando todas las distancias, encuentra unas características muy similares en aquellos pisos de estudiantes donde viven sus alumnos. Habitaciones individuales y espacios compartidos son para él el secreto de un compañerismo que se guardará siempre en la memoria como una de las mejores épocas de la vida. Las comunas posthippies de veinte a treinta miembros le parecen demasiado numerosas: «es necesaria una distancia que no rompa el afecto». Razón no le faltaba.

El mismo planteamiento alimenta el mito de la relación entre dos filósofos de esta misma época: Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Sartre y Beauvoir se ven por primera vez en 1929, en una biblioteca, mientras preparan oposiciones. La primera impresión que ella suscita al pensador no puede ser más elocuente: «Simpática, guapa, pero mal vestida».

Sartre encuentra en Beauvoir a la hermana que buscaba. En su autobiografía escribe: «Frecuentemente he cometido el error de buscar entre las mujeres a esa hermanita que no había existido». No tiene que buscar más. A partir del primer encuentro las citas son frecuentes, diarias. Se pasan el tiempo discutiendo de filosofía hasta agotar los argumentos, pasean, comparten confidencias, se prestan libros. La intimidad va en aumento hasta que Sartre impone tres condiciones para continuar la relación: el viaje, la poligamia y la transparencia. Tres normas que deberán distinguir su especial asociación.

Durante el lapso del primer contacto, que duró dos años, Simone de Beauvoir era la relación privilegiada de Sartre, y viceversa: ambos tenían derecho a entrar en la vida del otro a cualquier hora del día y de la noche, y a saber antes que nadie todo lo que hiciese el otro. Estaba prohibido mentir. «La sinceridad (o la transparencia) es un poco aquello a lo que no puedo renunciar», anotó Sartre en aquellos días. Pero, a la vez, tenían la obligación de no preguntar. Se sobreentendía que los escarceos amorosos eran circunstanciales. El pacto fue renovado muchas veces.

La pareja todavía no era conocida, pero rápidamente se convertiría en un modelo que imitar por generaciones de europeos al conciliar, aparentemente, aquello supuestamente irreconciliable: la fidelidad y la promiscuidad, la intimidad y la distancia (no llegaron a vivir nunca juntos), el amor y el deseo. No lo harían solos, necesitarían ayuda de muchos amigos, amantes, colaboradores. Sartre y Beauvoir consiguieron eludir el matrimonio a partir de una serie de compromisos parciales cimentados en el ejercicio de la libertad. Ni que decir tiene que la cosa acabaría como el rosario de la aurora. Aun así, este es un capítulo poco conocido de sus biografías. Intencionadamente menospreciado, me atrevería a decir, porque contradice el mito de la pareja ideal que proyecta una densa sombra de pamplinas sobre el pensamiento contemporáneo.

Siempre mucho más explícito, Schopenhauer había planteado exactamente el mismo problema en aquella fábula de los erizos que tanto le gustaba recordar a Freud: las personas somos como los erizos que, a consecuencia del frío del invierno, nos juntamos hasta clavarnos las púas y hacernos sangre. La metáfora no puede ser más contundente y llana. Para estos dos grandes pesimistas no hay convivencia posible sin sufrimiento. La mejor distancia entre dos personas siempre es la más grande.

Todavía no tengo las cosas tan claras. Quizás es que no soy lo suficiente viejo o lo suficiente categórico, ni siquiera cuando espero a mi mujer para salir de casa, mientras remolonea impenitentemente en el lavabo retocando no se sabe qué y se me hace evidente la necesidad acuciante de buscar «una distancia que no rompa el afecto». En esta circunstancia cualquier comentario provoca una discusión segura. El estira y afloja es simétrico. Víctimas y verdugos de la convivencia, las distancias cortas nos imponen su aliento tumefacto de potestades, tirrias y compases. La danza del amor nos acerca los unos a los otros enlazados por la cintura. Deberíamos intentar ahorrarnos los pisotones del que pierde el compás.

Vista aérea