Noche y día - Virginia Woolf - E-Book

Noche y día E-Book

Virginia Woolf

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Beschreibung

«¿Sabes que eres rara a más no poder? Todo el mundo me parece un poco raro. Tal vez sea el efecto de Londres». En el Londres de principios del siglo XX, Katharine, la nieta de un célebre poeta, se promete con William, un insulso escritor que ansía reconocimiento. Lo que William no sabe es que, a pesar de su legendario abuelo, su prometida prefiere, en secreto, el mundo preciso y exacto de las matemáticas al nebuloso y ambiguo de las letras. Mientras tanto, Mary, una joven y resuelta sufragista, se enamora de Ralph, un abogado de origen humilde que no puede evitar sentirse atraído por Katharine. Publicada en 1919, Noche y día, la segunda novela que escribió Virginia Woolf, nos muestra, a través del destino entrecruzado de estos cuatro jóvenes londinenses, las tensiones entre su libertad personal, sus sentimientos y los muros de clase que erigen las convenciones sociales de la época. «Una de las más grandes escritoras del siglo XX». The Guardian

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LA AUTORA

Virginia Woolf nació en Londres en 1882. Creció en el barrio de Kensington y fue educada por su padre, el escritor sir Leslie Stephen, y los ilustres visitantes que frecuentaban su casa como Henry James o Thomas Hardy. Con la muerte de su madre, Virginia, a los trece años, sufrió su primera depresión. Más adelante, con la muerte de su hermanastra y su padre, los episodios depresivos y de ansiedad se agravaron y derivaron en un trastorno bipolar que sufriría hasta su muerte. Se mudó junto a su hermana Vanessa a Bloomsbury, barrio que dio nombre al grupo literario, artístico e intelectual que se formó alrededor de ellas y del que fueron integrantes figuras como E. M. Forster, J. M. Keynes, Bertrand Russell o Leonard Woolf. Virginia se casó con este último en 1912. Tres años después publicó su primera novela, The Voyage Out y, en 1917, fundó junto a su marido la editorial Hogarth Press, que publicó a muchos escritores de la vanguardia literaria del momento como Katherine Mansfield, T. S. Eliot o la misma Woolf. En 1919 publicó su segunda novela, noche y día, pero el reconocimiento le llegó con La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927). Durante los años veinte mantuvo una relación sentimental con la escritora Vita Sackville-West, a quien le dedicó Orlando (1928). En ese momento Woolf gozaba del reconocimiento de sus contemporáneos y era considerada una de las escritoras más importantes del modernismo. En 1929, con la publicación de su ensayo Una habitación propia, también se convirtió en una referente del movimiento feminista, al que siguió en 1931 con su célebre novela Las olas. En 1941, después de terminar Entre actos, su trastorno bipolar, unido al estallido de la Segunda Guerra Mundial y a la mala recepción de la biografía que había publicado de Roger Fry empeoraron su estado. El 28 de marzo escribió una nota de despedida a su marido, se puso el abrigo, se llenó los bolsillos de piedras y se suicidó lanzándose al río Ouse.

LA TRADUCTORA

Nicole d’Amonville Alegría es poeta, traductora y editora. Es de múltiple nacionalidad, pero escribe en español. Ha publicado dos poemarios, Estaciones y Acanto, y poemas dispersos en revistas y antologías de España, México y Estados Unidos. Ha recreado en español la poesía de W. Shakespeare, E. Dickinson, A. Rimbaud, S. Mallarmé, L. Durrell y L. Riding, y la de los poetas catalanes J. Brossa, A. Bartra, M. Bauçà y P. Gimferrer, entre otros. En su labor de editora, traductora y prologuista destacan: El amor de Magdalena, edición trilingüe de un sermón anónimo redescubierto por R. M. Rilke; El tórtolo y fénix, edición cuatrilingüe dedicada enteramente al hermético poema de W. Shakespeare «The Phoenix & Turtle»; 71 poemas (edición bilingüe) y Cartas, de E. Dickinson (este último seleccionado por El País como uno de los mejores diez libros del año 2009) y Laura y Francisca, edición bilingüe de un poema-historia de Laura (Riding) Jackson.

En Trotalibros Editorial ha traducido Soledad, de Víctor Català (Piteas 6).

NOCHE Y DÍA

Primera edición: octubre de 2023

Título original: Night and Day

© de la traducción: Nicole d’Amonville Alegría

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

Editado con la colaboración del Govern d'Andorra

ISBN: 978-99920-76-56-9

Depósito legal: AND.347-2023

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

VIRGINIA WOOLFNOCHE Y DÍATRADUCCIÓN DE

NICOLE D’AMONVILLE ALEGRÍAPITEAS · 23

A Vanessa Bell

Pero, al buscar una palabra,

no hallé ninguna que resistiera

junto a tu nombre.

I

Era un domingo de octubre por la tarde y, lo mismo que muchas otras señoritas de su clase, Katharine Hilbery servía el té. Tal vez ocupara en ello la quinta parte de su mente; las partes restantes salvaban la pequeña reja de día que se interponía entre el lunes por la mañana y aquel dócil momento, y jugueteaban con las cosas que uno hace de manera voluntaria y habitual a la luz del día. Pero, aunque estaba callada, saltaba a la vista que era dueña de una situación que le resultaba muy familiar, y dejaría que siguiera su curso acaso por milésima vez, sin involucrar ninguna de sus desocupadas facultades. Una simple mirada bastaba para evidenciar que la señora Hilbery era tan rica en las dotes que logran llevar una merienda de distinguidas personas mayores a buen término que apenas necesitaba la ayuda de su hija, siempre que otro se encargara del fastidioso asunto de las tazas y el pan con mantequilla.

El pequeño grupo llevaba menos de veinte minutos sentado a la mesa, y la animación observable en sus rostros y la cantidad de sonido que generaban honraban a la anfitriona. De improviso, Katharine se dijo que si en ese momento alguien abriera la puerta, pensaría que lo estaban pasando en grande; pensaría: «¡Qué delicia es entrar en esta casa!». Y, de forma involuntaria, se echó a reír y dijo algo para incrementar el ruido, en principio, para honra de la casa, porque hasta entonces ella misma no se había sentido demasiado entusiasmada. En aquel preciso momento, lo que la divirtió bastante, la puerta se abrió de par en par y un joven entró en la habitación. Katharine, en tanto que le estrechaba la mano, le preguntó en su fuero interno: «Bien, ¿piensas que estamos pasándolo en grande?».

—El señor Denham, mamá —dijo en voz alta advirtiendo que su madre había olvidado el nombre del joven.

Ello no pasó desapercibido al señor Denham, e incrementó el bochorno que inevitablemente acompaña la entrada de un extraño en una habitación llena de personas que se sienten muy cómodas entre sí, todas a media frase. Al mismo tiempo, el señor Denham sintió que mil puertas acolchadas se habían cerrado entre él y la calle. Una fina bruma, la etérea esencia de la niebla, flotaba en el dilatado y vacío espacio del salón, todo plateado en la mesa redonda donde se agrupaban las velas, y de nuevo rojizo junto al fuego. En su mente aún circulaban ómnibus y taxis, y le hormigueaba el cuerpo por haber andado a paso ligero por las calles, entrando y saliendo del tráfico y los peatones, de modo que el salón le parecía aislado y tranquilo; y el aire espesado por azules motas de niebla suavizaba y arrebolaba los rostros de las personas mayores, a cierta distancia unos de otros. El señor Denham había entrado cuando el señor Fortescue, eminente novelista, llegaba a mitad de una frase muy larga. La suspendió mientras el recién llegado se sentaba, y la señora Hilbery juntó con pericia las partes rotas inclinándose hacia él y comentando:

—Bien, señor Denham, ¿qué haría si estuviera casado con un ingeniero y tuviese que vivir en Mánchester?

—Seguro que podría aprender persa —apuntó un viejo y enjuto señor—. ¿Acaso no hay en Mánchester un maestro jubilado o un hombre de letras con quien pudiera estudiar persa?

—Una prima nuestra se ha casado y se ha ido a vivir en Mánchester —explicó Katharine.

El señor Denham murmuró algo, que de hecho era cuanto se le pedía, y el novelista continuó la frase que había dejado. El señor Denham se maldijo por haber canjeado la libertad de la calle por aquel sofisticado salón, donde, entre otras contrariedades, sin duda no se luciría. Miró en torno a él y vio que, salvo Katharine, todos rebasaban la cuarentena. Su único consuelo: el señor Fortescue era una auténtica celebridad que tal vez mañana uno se alegrase de haber conocido.

—¿Ha estado alguna vez en Mánchester? —le preguntó a Katharine.

—Nunca —repuso ella.

—En ese caso, ¿qué tiene contra esa ciudad?

Katharine removió su té y Denham se dijo que se interrogaba sobre la necesidad de llenar la taza de otra persona, pero lo cierto es que se preguntaba cómo iba a lograr que aquel extraño joven armonizara con el resto. Advirtió que apretaba la taza con tal fuerza que la delicada porcelana corría el riesgo de curvarse hacia adentro. Le veía nervioso; era de esperar que un joven huesudo, con la cara algo enrojecida por el viento y el pelo un poco revuelto, se hallara nervioso en ese grupo. Es más, seguramente detestara ese tipo de recepción y hubiera venido por curiosidad o porque su padre le había invitado… sea como sea, no sería fácil lograr que encajara con los demás.

—Diría que en Mánchester no hay nadie con quien hablar —repuso ella al azar.

El señor Fortescue, como suelen hacer los novelistas, llevaba un rato observándola; sonrió ante ese comentario, que le dio pie para seguir especulando.

—Sin duda, pese a una ligera tendencia a exagerar, Katharine da en el clavo —dijo.

Y, retrepándose en el sillón, clavando los opacos y contemplativos ojos en el techo y juntando las yemas de los dedos, describió primero los horrores de las calles de Mánchester, luego los áridos e inmensos brezales de los arrabales de la ciudad, la casucha donde viviría la joven, y por último a los profesores y miserables estudiantes, apasionados de las obras más arduas de nuestros dramaturgos más jóvenes, que la visitarían. Poco a poco le cambiaría el semblante, regresaría volando a Londres y Katharine tendría que pasearla, como quien pasea de una cadena a un perro impaciente frente a hileras de clamorosas carnicerías, pobre criatura.

—¡Oh, señor Fortescue! —exclamó la señora Hilbery cuando este hubo terminado— ¡Acabo de escribirle para decirle cuánto la envidio! Pensaba en los grandes jardines y en esas queridas viejitas con mitones que solo leen TheSpectator y despabilan las velas. ¿Habrán desaparecido todas? Le dije que allí encontraría las cosas bonitas de Londres, pero sin las horrendas calles que tanto la deprimen a una.

—Está la Universidad —dijo el enjuto señor que antes había insistido en la existencia de personas que dominaban el persa.

—Sé que hay brezales, porque el otro día lo leí en un libro —dijo Katharine.

—Me apena y asombra la ignorancia de mi familia —comentó el señor Hilbery.

Era un hombre mayor cuyos ovalados ojos de color avellana, bastante brillantes para su edad, le aligeraban el rostro. Jugaba sin cesar con una piedrecita verde sujeta a una leontina, por lo que exhibía largos y ultrasensibles dedos, y con su manera de mover la cabeza muy deprisa de un lado para otro sin modificar la posición de su alto y más bien corpulento cuerpo, daba la impresión de procurarse un constante motivo de recreo y reflexión a costa del menor derroche de energía posible. Cabía suponer que había superado la etapa de la vida en que las ambiciones son personales, o bien las había satisfecho en la medida de lo posible, y ahora empleaba su considerable agudeza antes en observar y reflexionar, que en obtener resultado alguno.

Katharine, decidió Denham mientras el señor Fortescue erigía otra pulida estructura de palabras, se asemejaba tanto a su padre como a su madre, y la mezcla era un tanto extraña. Poseía los rápidos e impulsivos gestos de su madre —con frecuencia entreabría los labios para hablar, y los cerraba—, y los oscuros y ovalados ojos de su padre, rebosantes de luz sobre un fondo de tristeza o, lo que era más probable, pues era demasiado joven para haber adquirido un punto de vista triste, respondieran a un ánimo dado a la contemplación y el dominio de sí. A juzgar por el cabello, el cutis y la forma de los rasgos, era imponente, si no realmente hermosa. La caracterizaban la decisión y la serenidad, una mezcla de cualidades que resultaba en un carácter muy fuerte, no calculado para poner cómodo a un joven que apenas la conocía. Por lo demás, era alta; su discreto vestido estaba ornado de un viejo encaje amarillo al que la chispa de una antigua joya brindaba un único destello rojo. Denham advirtió que, aunque no hablase, controlaba lo suficiente la situación como para responder de inmediato a la llamada de auxilio de su madre y, sin embargo, bien veía que tenía la cabeza en otra parte. Se dijo que su posición en la mesa, entre todas esas personas mayores, no era de las más fáciles, y reprimió su inclinación a que ella o su actitud le resultaran antipáticas. La conversación, tras haberse extendido con generosidad sobre Mánchester, pasó a otro tema.

—¿Sería la batalla de Trafalgar o la Armada Invencible, Katharine? —preguntó su madre.

—Trafalgar, mamá.

—¡Claro, Trafalgar! ¡Qué tonta soy! Otra taza de té con una fina rodaja de limón, y luego, querido señor Fortescue, por favor, explique ese absurdo enigma. Una no puede dejar de creer a un señor de nariz romana, aunque le haya conocido en un ómnibus.

Aquí, a juicio de Denham, el señor Hilbery se interpuso y habló con gran sensatez de la abogacía y los cambios que había presenciado a lo largo de su vida. De hecho, le correspondía a él ocuparse de Denham, pues se habían conocido a raíz de que el señor Hilbery le había publicado un artículo jurídico en su revista. Pero cuando un momento después anunciaron a la señora Sutton Bailey, este se volvió hacia ella, y el señor Denham se vio guardando silencio, descartando posibles cosas que decir, junto a Katharine, que tampoco hablaba. Como ambos eran casi de la misma edad y tenían menos de treinta años, tenían prohibido el uso de numerosas frases cómodas que entablan una apacible conversación. Los silenciaba aún más el malicioso afán de Katharine de no ayudar con ninguna de las consabidas cortesías femeninas al joven, en cuyo porte erguido y resuelto detectaba algo hostil a su entorno. De modo que guardaban silencio, en tanto que Denham reprimía su deseo de decir algo brusco y explosivo que la sacara de su ensimismamiento. Pero la señora Hilbery era sensible al menor silencio en el salón, como a una nota muda en una escala sonora, e, inclinándose hacia el otro lado de la mesa, con la singular e indecisa distancia que daba a sus frases aspecto de presumidas mariposas revoloteando de un lugar soleado a otro, comentó:

—¿Sabe, señor Denham, que me recuerda muchísimo al querido señor Ruskin…? ¿Será la corbata, Katharine? ¿O el pelo? ¿O la manera de sentarse en el sillón? Dígame, señor Denham, ¿es usted admirador de Ruskin? Alguien me dijo el otro día: «Oh, no, no leemos a Ruskin, señora Hilbery». Me pregunto qué leen, porque no podemos pasarnos la vida subiéndonos a los aires en aeroplanos y escarbando en las entrañas de la tierra.

La señora Hilbery miró benévola a Denham, que no dijo nada articulado, y luego a Katharine, que sonrió pero tampoco dijo nada, y se le ocurrió una idea brillante.

—Seguro que al señor Denham le gustaría ver nuestras cosas, Katharine —exclamó—. Seguro que no es como ese espantoso joven, el señor Ponting, que me dijo que nuestro deber era vivir tan solo en el presente. A fin de cuentas, ¿qué es el presente? La mitad es pasado, y diría que la mejor mitad —añadió volviéndose hacia el señor Fortescue.

Denham se levantó casi con intención de marcharse, pues pensaba que ya había visto cuanto había que ver, pero Katharine se levantó al mismo tiempo y, diciendo «quizás le gustaría ver los cuadros», le condujo a través del salón a una sala más pequeña.

La salita era como una capilla en una catedral, o una gruta en una cueva, pues el atronador sonido del tráfico a lo lejos evocaba un suave oleaje y los ovalados espejos plateados semejaban hondas pozas temblorosas a la luz de las estrellas. Pero la comparación con un templo religioso era la más acertada, pues la salita se hallaba atiborrada de reliquias.

Poniendo la mano aquí y allí, Katharine hizo brotar distintas luces, revelando una masa cuadrada de libros rojigualdos, luego una larga falda pintada de azul y blanco que chispeaba tras el cristal, luego un bien dispuesto y equipado escritorio de caoba y, por último, encima del despacho, un cuadro cuadrado que contaba con una iluminación especial. Cuando Katharine hubo encendido esas últimas lámparas, se apartó como diciendo: «¡Hecho!». Denham se encontró bajo la mirada del gran poeta Richard Alardyce y se llevó un pequeño susto que, de haber llevado sombrero, le habría hecho descubrirse. Los ojos le miraban desde la suave pintura rosada y amarilla con divina simpatía, y luego pasaban a contemplar el mundo entero. La pintura estaba tan descolorida que apenas destacaban esos inmensos y hermosos ojos oscuros en la grisura circundante.

Katharine esperó a que el cuadro le impactara de lleno, antes de decir:

—Este es su escritorio. Utilizaba esta pluma.

Asió una pluma de ganso, que enseguida dejó en su sitio. El escritorio estaba salpicado de tinta vieja, y la pluma deshilachada por el uso. Allí, al alcance de la mano, había unos gigantescos anteojos de montura dorada, y, debajo de la mesa, unas enormes y viejas zapatillas. Katharine agarró una y comentó:

—Mi abuelo debía de ser al menos el doble de grande que los hombres de ahora. Este —prosiguió como recitara de memoria— es el manuscrito original de la «Oda al invierno». Los primeros poemas están mucho menos corregidos que los últimos. ¿Le gustaría echarles un vistazo?

Mientras el señor Denham examinaba el manuscrito, ella alzó la vista hacia su abuelo y, por enésima vez, se sumió en una placentera ensoñación donde se imaginaba como la compañera de esos gigantes, o al menos de su misma estirpe, y desdeñaba la mediocridad del momento presente. Seguro que la magnífica y espectral cabeza del lienzo nunca había observado las banalidades de una tarde de domingo, y no importaba lo que aquel joven y ella se dijeran, porque no eran sino gente insignificante.

—Este es un ejemplar de la primera edición del poemario —prosiguió sin tener en cuenta que el señor Denham seguía ocupado con el manuscrito—: contiene varios poemas que no se han reimpreso nunca, además de correcciones.

Hizo una pausa de un minuto y prosiguió como si los silencios fueran calculados.

—Esa señora de azul es mi bisabuela, junto a Millington. Este es el bastón de mi tío (era sir Richard Warburton, ¿sabe?, y cabalgó con Havelock a la Liberación de Lucknow). Y vamos a ver… Oh, ese es el Alardyce original, 1697, fundador de la fortuna familiar, junto a su esposa. El otro día alguien nos regaló esta vasija porque lleva el escudo y las iniciales. Pensamos que debieron de regalársela a la pareja en ocasión de sus bodas de plata.

Calló un instante, preguntándose por qué el señor Denham no decía nada. La sensación de que le era hostil, que se le había disipado mientras pensaba en las posesiones familiares, le volvió con tal vehemencia que se interrumpió en mitad del inventario y le miró. Su madre, que deseaba encontrarle un vínculo lisonjero con los grandes hombres del pasado, le había comparado con el señor Ruskin; esa comparación, que Katharine tenía presente, la llevó a ser más crítica con el joven de lo que este merecía, pues un joven endomingado se halla en un elemento muy distinto a un rostro captado por un artista en el clímax de su expresividad que mira sin inmutarse desde detrás de un cristal, que era lo único que le quedaba del señor Ruskin. Tenía un rostro singular, un rostro constituido antes para la prontitud y la osadía que para una excesiva contemplación: frente ancha, nariz larga y formidable, labios escuetos, y a la par tenaces y sensibles, y mejillas enjutas encendidas por un intenso flujo de sangre roja. Sus ojos, que en ese momento expresaban las habituales impersonalidad y autoridad masculinas, acaso revelaran emociones más sutiles en circunstancias más favorables, porque eran grandes y de color castaño claro; parecía que de improviso vacilaran y conjeturaran, pero Katharine solo le miraba para preguntarse si ese rostro no se habría acercado más al ideal de sus héroes muertos si se hallara ornado de patillas. En su cenceña estampa y sus enjutas, aunque lozanas, mejillas, veía indicios de un alma mordaz y angulosa. Percibió en su voz un ligero temblor, una inflexión un poco chirriante, cuando dejó el manuscrito y dijo:

—Debe de estar muy orgullosa de su familia, señorita Hilbery.

—Sí, lo estoy —repuso Katharine y añadió—: ¿Hay algo malo en ello?

—¿Malo? ¿Cómo iba a ser malo? Aunque debe ser un fastidio enseñarles sus cosas a las visitas —agregó pensativo.

—No lo es si las visitas las aprecian.

—¿No es difícil estar a la altura de sus antepasados? —prosiguió él.

—Supongo que no intentaría escribir poesía —repuso Katharine.

—No. Y eso yo lo odiaría. No soportaría que mi abuelo me anulara. Y, a fin de cuentas —prosiguió Denham paseando por la estancia una mirada que Katharine calificó de satírica—, no es solo su abuelo. La anulan por los cuatro costados. Supongo que desciende de una de las más distinguidas familias de Inglaterra. Están los Warburton y los Manning, y usted es pariente de los Otway, ¿verdad? Leí todo eso en alguna revista —agregó.

—Los Otway son mis primos —repuso Katharine.

—Bien —dijo Denham en tono concluyente como si eso demostrara su argumento.

—Bien —dijo Katharine—, no veo que haya demostrado nada.

Denham sonrió de forma peculiarmente provocadora. Le divertía y agradaba constatar que podía irritar, ya que no impresionar, a su inatenta y altiva anfitriona; aunque habría preferido impresionarla.

Guardaba silencio, sosteniendo el valioso librito de poemas aún sin abrir, y Katharine le observaba con un aire cada vez más melancólico o contemplativo a medida que deponía su irritación. Parecía estar considerando muchas cosas. Había olvidado sus obligaciones.

—Bien —volvió a decir Denham abriendo de improviso el pequeño poemario como si hubiera dicho cuanto quería o podía decir con propiedad.

Pasó las páginas con gran decisión, como si juzgara el libro en su totalidad: la impresión, el papel y la encuadernación, además de la poesía. Luego, habiéndose satisfecho de su buena o mala calidad, lo dejó en el escritorio y examinó el bastón de malaca de empuñadura de oro que perteneciera al soldado.

—Pero ¿usted no está orgulloso de su familia? —preguntó Katharine.

—No —dijo Denham—. Nunca hemos hecho nada de lo que enorgullecernos, a menos que consideremos el hecho de pagar las facturas como un motivo de orgullo.

—Suena bastante aburrido —comentó Katharine.

—Nos encontraría sobremanera aburridos —convino Denham.

—Sí, puede que los encontrara aburridos, pero no creo que los encontrara ridículos —agregó Katharine como si Denham hubiera formulado esa acusación contra su familia.

—No, porque no somos nada ridículos. Somos una respetable familia de clase media afincada en Highgate.1

—Nosotros no vivimos en Highgate, pero supongo que también somos de clase media.

Denham se limitó a sonreír y, devolviendo el bastón de malaca a la bastonera, extrajo una espada de su funda ornamental.

—Perteneció a Clive,2 eso decimos —dijo Katharine reasumiendo automáticamente la función de anfitriona.

—¿Es mentira? —inquirió Denham.

—Es una tradición familiar. No creo que podamos demostrarlo.

—Verá, en nuestra familia no tenemos tradiciones —dijo Denham.

—Suenan muy aburridos —comentó Katharine por segunda vez.

—Solo de clase media —repuso Denham.

—Pagan sus facturas y dicen la verdad. No veo por qué iban a despreciarnos.

El señor Denham envainó con cuidado la espada que, según los Hilbery, había pertenecido a Clive.

—No me gustaría estar en su lugar; solo he dicho eso —repuso él como si dijera lo que pensaba con la mayor precisión posible.

—No, pero a nadie le gustaría estar en el lugar de otra persona.

—A mí sí. Me gustaría estar en el lugar de muchas personas.

—En ese caso, ¿por qué no en el nuestro? —preguntó Katharine.

Denham la miró: sentada en la butaca de su abuelo, deslizaba con suavidad el bastón de malaca de su tío abuelo entre los dedos, teniendo por tela de fondo destellos de azul y blanco, y libros carmesíes con líneas doradas. La vitalidad y la serenidad de su porte, como un ave de rutilante plumaje posada con ligereza antes de emprender futuros vuelos, le alentó a exponerle las limitaciones de su suerte. Le olvidarían tan pronto, con tanta facilidad.

—Nunca sabrá nada de primera mano —comenzó casi con crueldad—. Ya lo han hecho todo por usted. Nunca conocerá el placer de comprar algo después de haber ahorrado para ello, o de leer un libro por primera vez, o de hacer algún descubrimiento.

—Continúe —dijo Katharine cuando él hizo una pausa dudando de improviso, al oírle proclamar en voz alta esos hechos, si tendrían algo de cierto.

—Claro que no sé a qué dedica su tiempo —prosiguió un poco tenso—, pero imagino que hace de guía a las visitas. Está escribiendo la vida de su abuelo, ¿verdad? Y ese tipo de cosas —designó con la cabeza la otra habitación, donde se oían estallidos de cultivada risa— deben de robarle mucho tiempo.

Ella le miró expectante, como si entre ambos adornaran un pequeño retrato de ella misma y le viera vacilar en la disposición de un lazo o un cinturón.

—Ha acertado bastante —dijo—, pero no hago sino ayudar a mi madre. Yo no escribo.

—¿Hace algo usted misma? —inquirió él.

—¿A qué se refiere? —preguntó ella—. No salgo de casa a las diez de la mañana para regresar a las seis de la tarde.

—No me refiero a eso.

El señor Denham volvía a ser dueño de sí mismo; hablaba con un sosiego que ponía a Katharine muy impaciente de que se explicase, pero al mismo tiempo deseaba contrariarle, alejarle de ella al hilo de una ligera corriente burlona o satírica como solía hacer con los jóvenes invitados ocasionales de su padre.

—Hoy en día nadie hace nada que merezca la pena —comentó—. Como ve —dio unos golpecitos al poemario de su abuelo—, ni siquiera imprimimos tan bien como ellos, y en cuanto a poetas, pintores o novelistas, no hay ninguno; así que, en todo caso, no soy única.

—No, no tenemos grandes hombres —repuso Denham—. Me alegro mucho de que no los tengamos. Odio a los grandes hombres. En mi opinión, el culto a la grandeza en el siglo xix explica la inepcia de esa generación.

Katharine despegó los labios y respiró hondo como si fuera a responder con el mismo vigor, cuando el sonido de una puerta que se cerraba en la habitación contigua captó su atención, y ambos advirtieron que las voces que habían oído alzarse y descender en torno a la mesa habían enmudecido; aun la luz parecía haber menguado. Un minuto después, la señora Hilbery apareció en el umbral de la antesala. Se les quedó mirando con una sonrisa expectante en el rostro, como si viera representarse en su honor una escena del drama de la nueva generación. Era una mujer muy bien plantada, que rebasaba los sesenta, pero a juzgar por la liviandad del cuerpo y el brillo de los ojos habríase dicho que los años apenas la habían rozado a su paso. Su rostro era enjuto y aguileño, pero cualquier atisbo de agudeza era disipada por unos grandes ojos azules, a la par sagaces e inocentes, que parecían contemplar el mundo con el enorme deseo de que se condujera con nobleza, y la plena confianza de que era capaz de hacerlo si se tomaba la molestia.

Algunas arrugas en la amplia frente y en torno a los labios podrían sugerir que había conocido momentos de cierta dificultad y de cierto apuro en el curso de su vida, pero en ese caso estos no habían minado su confianza pues, al parecer, seguía dispuesta a dar a cada uno las oportunidades que hicieran falta, y al sistema entero el beneficio de la duda. Se parecía mucho a su padre y, en cierto modo, evocaba como él los soplos de aire fresco y los espacios abiertos de un mundo más joven.

—Bien —dijo—, ¿qué le parecen nuestras cosas, señor Denham?

El señor Denham se levantó, dejó el libro, abrió la boca, pero no dijo nada, como comentó Katharine bastante divertida.

La señora Hilbery agarró el libro que él había dejado.

—Hay libros que tienen una auténtica vida —dio pensativa—. Son jóvenes con nosotros y envejecen con nosotros. ¿Le gusta la poesía, señor Denham? Pero ¡qué pregunta más absurda! Lo cierto es que el querido señor Fortescue me ha dejado un poco rendida. Es tan elocuente y agudo, tan perspicaz y profundo, que al cabo de aproximadamente una hora tengo ganas de apagar todas las luces. Pero quizás fuera más maravilloso que nunca a oscuras. ¿Qué opinas, Katharine? ¿Organizamos una pequeña reunión en plena oscuridad? Habría que tener habitaciones iluminadas para los pesados…

Aquí el señor Denham le tendió la mano.

—¡Pero si tenemos un montón de cosas que enseñarle! —exclamó la señora Hilbery ignorando el gesto—. Libros, cuadros, porcelana, manuscritos y el mismísimo sillón en que se sentó María Estuardo, Reina de Escocia, cuando se enteró del asesinato de Darnley. Yo necesito tumbarme un rato y Katharine debe cambiarse de vestido (aunque el que lleva es precioso), pero si no le molesta quedarse solo, la cena será a las ocho. Imagino que escribirá un poema mientras espera. ¡Ah, cómo me gusta la luz de la lumbre! ¿No tiene el salón un aspecto encantador?

Retrocedió un paso y les invitó a contemplar el salón vacío, iluminado con ricas e irregulares luces que bailaban y oscilaban al antojo de las llamas.

—¡Queridas cosas! —exclamó—. ¡Queridos sillones y mesas! Son como viejas amigas; fieles y taciturnas amigas. Lo que me recuerda, Katharine, que el pequeño señor Anning vendrá esta noche, y Tite Street, y Cadogan Square…3 Recuerda llevar a acristalar ese dibujo de tu tío abuelo. Tía Millicent lo comentó la última vez que vino, y sé cuánto me dolería a mí ver un retrato de mi padre tras un cristal roto.

Despedirse y huir era como tener que rasgar una titilante tela de araña tras otra, pues a cada movimiento la señora Hilbery recordaba algo acerca de las villanías de los enmarcadores de cuadros o las delicias de la poesía, y en cierto momento el joven pensó que le hipnotizaría para que hiciera lo que ella quería que hiciera, pues no suponía que concediera valor alguno a su presencia. Sin embargo, Katharine le brindó la oportunidad de marcharse, y eso sí se lo agradeció, como un joven agradece la comprensión de otro.

II

El joven cerró la puerta con un portazo más brusco que ninguna otra visita esa tarde y se dirigió calle arriba a paso ligero cortando el aire con el bastón. Se alegraba de hallarse fuera de aquel salón, respirando niebla cruda y en contacto con gente ordinaria que solo quería su pedazo de acera. Pensó que si tuviera allí al señor, la señora o la señorita Hilbery, se las habría ingeniado para hacerles sentir su superioridad, porque le soliviantaba el recuerdo de torpes y entrecortadas frases que no habían logrado transmitir, ni siquiera a la joven de tristes, pero por dentro irónicos ojos, ni un átomo de su fuerza. Intentó recordar las palabras reales de su pequeño arrebato y, sin querer, las complementó con tantas otras de mayor expresividad que alcanzó a templar un tanto su irritante fracaso. De vez en cuando sentía la contundente punzada de la verdad, pues por naturaleza no tendía a embellecer su conducta, pero pronto, ayudado por el ritmo de sus pasos en la acera y el atisbo que cortinas a medio correr le deparaban de cocinas, comedores y salones que, con muda fuerza, representaban otras escenas de otras vidas, lo que acababa de vivir perdió intensidad.

Lo que acababa de vivir experimentó un curioso cambio. Ralentizó el paso, inclinó la cabeza sobre el pecho, y la luz de los faroles iluminó de vez en cuando un rostro extrañamente sereno. Iba tan absorto que cuando tuvo que comprobar el nombre de una calle, lo miró un rato antes de leerlo; cuando llegó a un cruce hubo de tranquilizarse dando dos o tres golpecitos en el bordillo como un ciego; y al alcanzar la estación de metro parpadeó en el resplandeciente anillo de luz, consultó su reloj, decidió que seguiría recreándose en la oscuridad y pasó de largo.

Sin embargo, el objeto de sus pensamientos no había cambiado. Seguía pensando en los habitantes de la casa de la que se había marchado; pero en lugar de rememorar sus miradas y palabras con la mayor precisión posible, había renunciado adrede a la verdad literal. Una curva en la calle, una habitación iluminada por un buen fuego, algo monumental en el desfile de faroles, a saber qué accidente de luz o forma le había cambiado la perspectiva mental y llevado a murmurar en voz alta:

—Ella me va bien… Sí, me va bien Katharine Hilbery… Me quedo con Katharine Hilbery—murmuró en voz alta.

Apenas lo dijo, aflojó el paso, agachó la cabeza y fijó la mirada. El deseo de justificarse, que antes había sido tan apremiante, dejó de atormentarle, y sus facultades, como si se hubieran librado de las ataduras y pudieran funcionar sin fricciones ni exigencias, dieron un salto hacia adelante y, como es natural, se centraron en la figura de Katharine Hilbery. Lo extraordinario era que hallara en ella una fuente de inagotable riqueza, dada la naturaleza destructiva de sus críticas en presencia de la joven. El encanto que había intentado negarle aun cuando se hallaba bajo sus efectos, la belleza, la personalidad y la reserva que se había empeñado en no sentir le poseían por completo; y cuando, como no podía ser de otra manera, hubo agotado los recursos de la memoria, continuó con la imaginación. Era consciente de lo que hacía, pues había método en su manera de detallar las cualidades de la señorita Hilbery, como si la imagen que tenía de ella respondiera a una necesidad particular. Le aumentó la estatura, le oscureció el pelo; pero en lo físico no había mucho que cambiarle. La más osada libertad la tomó con su mente, que tenía sus motivos de quererla soberbia e infalible, y tan independiente que solo Ralph Denham era capaz de desviar su alígero vuelo, pero en su caso, pese a algunas reticencias iniciales, acababa precipitándose desde lo alto para coronarle con su aprobación. No obstante, debía examinar y pulir esos deliciosos detalles con tranquilidad; lo principal era que Katharine Hilbery le iba bien; le iría bien durante semanas, quizás meses. Al quedarse con ella, se había dotado de algo cuya ausencia dejaba desde hacía mucho tiempo un vacío en su mente. Exhaló un suspiro de satisfacción; se percató de que estaba en el barrio de Knightsbridge y pronto el metro le llevaba a Highgate.

Aunque le sostuviera la conciencia de haber adquirido un bien de considerable valor, no estaba a prueba de los familiares pensamientos que le sugerían las calles residenciales, las húmedas matas que crecían en los jardines y los absurdos nombres pintados de color blanco en las cancelas de estos. Caminaba cuesta arriba, y en su fantasía daba tristes vueltas a la casa a la que se aproximaba, donde encontraría a seis o siete hermanos y hermanas, una madre viuda, y seguramente una tía o un tío sentados ante una desagradable comida bajo una luz muy brillante. ¿Debía cumplir la amenaza que le había sonsacado una reunión de ese tipo hacía dos semanas, la terrible amenaza de que si aparecían visitas el domingo, cenaría solo en su cuarto? Una mirada en dirección a la señorita Hilbery le decidió a plantarse esa misma noche y, por ende, después de entrar y confirmar la presencia de tío Joseph mediante un bombín y un paraguas de grandes dimensiones, dio instrucciones a la sirvienta y se dirigió a su habitación.

Subió muchos tramos de escalera y advirtió, como pocas veces había hecho, que la moqueta estaba cada vez más raída hasta que desaparecía por completo; las paredes se hallaban descoloridas, a veces debido a cascadas de humedad, otras al contorno de marcos ya retirados; el papel se despegaba en las esquinas; y un gran desconchón de yeso había caído del techo. El propio cuarto era un triste lugar al que regresar a esa hora tan poco propicia. Un sofá aplanado se convertiría más tarde en una cama; una de las mesas ocultaba utensilios para el aseo; la ropa y las botas se encontraban desagradablemente entremezcladas con libros que llevaban el dorado blasón universitario;4 y, a modo de decoración, colgaban de la pared fotografías de puentes, catedrales y grandes y poco agraciados grupos de jóvenes apenas vestidos, sentados en fila unos por encima de otros en las gradas de una escalinata. El mobiliario y las cortinas eran un poco miserables, y en ninguna parte se veía el menor indicio de lujo, o, aun, de cultura, a menos que los baratos clásicos de la biblioteca indicaran un esfuerzo en esa dirección. El único objeto que arrojaba cierta luz sobre el temperamento del dueño de ese cuarto era una gran percha instalada en la ventana para exponerla al sol y al aire, donde daba sardónicos saltitos una mansa y, al parecer, decrépita graja. El pájaro, alentado por haberle rascado detrás de la oreja, se posó en el hombro de Denham, que encendió la estufa de gas y se dispuso a esperar la cena con sombría paciencia. Al cabo de unos minutos, una niña asomó la cabeza.

—Mamá dice que si no bajas, Ralph, tío Joseph…

—Me traerán la cena aquí —repuso Ralph tajante.

La niña desapareció y en su prisa por marchase dejó la puerta entornada. Denham esperó unos minutos durante los que ni él ni la graja quitaron ojo al fuego, luego murmuró una maldición y se precipitó escaleras abajo, interceptó a la sirvienta y se cortó una rodaja de pan y otra de fiambre. Conforme lo hacía, la puerta del comedor se abrió de par en par y una voz exclamó: «¡Ralph!», pero no hizo caso de aquella voz y regresó a su cuarto con el plato. Lo depositó en una butaca frente a él y se puso a engullir, debido tanto a la rabia como al hambre. De modo que su madre se empeñaba en no respetar sus deseos; no era nadie en su propia familia; le mandaban llamar y le trataban como a un niño. Se dijo, con una creciente sensación de agravio, que casi todos sus actos desde que había abierto la puerta de su cuarto habían escapado al control del sistema familiar. Lo suyo hubiera sido estar sentado en el salón describiendo sus aventuras de la tarde o escuchando las aventuras de la tarde de otras personas; el propio cuarto, la estufa de gas y la butaca eran fruto de su lucha; al desgraciado pájaro, al que le faltaban la mitad de las plumas y un gato había dejado cojo, lo había rescatado entre protestas; pero lo que más molestaba a su familia, reflexionó, era su deseo de intimidad. Cenar solo o querer estar solo después de cenar era una rebelión en toda regla que debía combatir con todas las armas posibles, ya solapadas y furtivas, o abiertas y solícitas. ¿Qué le disgustaba más: el engaño o las lágrimas? Pero, fuera como fuere, no podían robarle sus pensamientos; no podían obligarle a decir dónde había estado o a quién había visto. Eso era asunto suyo; de hecho, era un certero paso en la dirección correcta y, encendiendo la pipa y cortando los restos de la cena para la graja, templó su algo excesiva irritación y se dedicó a pensar en el porvenir.

Aquella tarde era un paso en la dirección correcta, porque formaba parte de su plan de conocer gente fuera del ámbito familiar, igual que formaba parte de su plan aprender alemán en otoño y reseñar libros jurídicos para la Revista Crítica del señor Hilbery. Llevaba desde que era niño haciendo planes; porque la pobreza y el hecho de que fuera el primogénito de una familia numerosa le habían llevado a pensar en la primavera y el verano, el otoño y el invierno, como etapas de una dilatada campaña. Aunque aún no hubiera cumplido treinta años, esa previsora costumbre le había dejado sobre las cejas dos finas líneas semicirculares, que en ese momento amenazaban con convertirse en arrugas permanentes. Pero, en lugar de dedicarse a pensar, se levantó, agarró un pedacito de cartón en que se hallaba escrita la palabra fuera en mayúsculas y lo colgó de la manija de la puerta. Hecho aquello, sacó punta a un lápiz, encendió una lamparilla y abrió el libro. Pero aún vacilaba en tomar asiento. Rascó al grajo, se dirigió a la ventana, descorrió las cortinas y miró la nebulosamente iluminada ciudad a sus pies. Miró a través de los vapores en dirección a Chelsea; clavó la mirada allí un momento y regresó a la butaca. Pero ni todo el grosor del erudito tratado de algún que otro letrado sobre los torts5 fue pantalla suficiente. A través de las páginas veía un salón muy amplio y vacío; oía voces bajas, veía figuras de mujer, hasta alcanzaba a oler el aroma del leño de cedro que ardía en la chimenea. Eso le alivió la tensión mental y se le reveló lo que antes había asimilado de forma inconsciente. Recordó las palabras exactas del señor Fortescue y el pronunciado énfasis con que las profería, y empezó a repetir lo que el señor Fortescue había dicho, a la manera del propio señor Fortescue, sobre Mánchester. Luego, mentalmente se puso a deambular por la casa, se preguntó si habría otras habitaciones como aquel salón y, sin que viniera a cuento, pensó en lo hermoso que debía de ser el cuarto de baño y en lo regalada que era la vida de esa gente tan pulcra que, sin duda, continuaría sentada en la misma estancia, solo que con otra ropa, y se hallarían presentes el pequeño señor Anning y la tía que se habría molestado si el cristal del retrato de su padre continuara roto. La señorita Hilbery se habría cambiado de vestido —«aunque el que lleva es precioso», había dicho la madre— y hablaría de libros con el señor Anning, que rebasaba la cuarentena y, además, era calvo. Qué sosiego y amplitud; sentía una paz tan absoluta que los músculos se le aflojaron, el libro se le cayó de las manos y olvidó que la hora de trabajo se consumía minuto a minuto.

Un crujido en la escalera le hizo volver en sí. De un culpable respingo se serenó, frunció el ceño y clavó la mirada en la página cincuenta y seis del libro. Oyó que un paso se detenía frente a su puerta y supo que aquella persona, fuera quien fuese, estudiaba el letrero y se debatía entre honrar su decreto o no. Por supuesto, la prudencia le aconsejaba que permaneciera inmóvil en un autocrático silencio, porque ninguna costumbre puede arraigar en una familia a menos que los primeros seis meses se castigue con dureza cualquier infracción. Pero Ralph sabía bien que quería que le interrumpieran y se llevó una gran decepción cuando oyó el crujido bastante más abajo, como si su visitante hubiera decidido retirarse. Se levantó, abrió la puerta con innecesaria brusquedad y esperó en el rellano. Al mismo tiempo, la persona se detuvo medio tramo más abajo.

—¿Ralph? —dijo una voz inquisitiva.

—¿Joan?

—Subía a verte, pero vi tu cartel.

—Bien, pues pasa.

Disimuló su deseo bajo el tono más gruñón que pudo.

Joan entró, pero se encargó de mostrar, manteniéndose erguida con una mano en la repisa de la chimenea, que estaba allí por un motivo específico y se marcharía enseguida.

Era unos tres o cuatro años mayor que Ralph. Tenía la cara redonda pero cansada, y manifestaba el tolerante aunque ansioso buen humor que caracteriza a las hermanas mayores de las familias numerosas. Sus agradables ojos castaños se parecían a los de Ralph, salvo en la expresión, porque si él concentraba la mirada en un único objeto, ella solía examinarlo todo bajo muchos puntos de vista. De ahí que aparentara ser bastante mayor que él, aunque no se llevaran muchos años. Miró un momento a la graja. Luego, soltó a bocajarro:

—Es acerca de Charles y la oferta de tío John. Mamá ha hablado conmigo. Dice que no puede permitirse mantenerle más allá de este trimestre. Dice que ya está en números rojos y, tal como están las cosas, va a tener que pedir un crédito.

—Eso no es verdad —dijo Ralph.

—No. No pensé que lo fuera. Pero no me cree cuando se lo digo.

Ralph, como si previera que esa charla familiar iba a ser larga, le acercó una butaca a su hermana y él también se sentó.

—¿No interrumpo? —inquirió ella.

Ralph meneó la cabeza y ambos guardaron silencio durante un rato. Las arrugas se le curvaron en forma de semicírculo sobre los ojos.

—No entiende que hay que correr riesgos —comentó por fin.

—Creo que mamá correría un riesgo si supiera que Charles iba a aprovecharlo.

—Tiene cerebro, ¿verdad? —dijo Ralph.

Percibiendo cierta agresividad en su voz, su hermana adivinó que algún agravio personal le impelía a adoptar esa postura. Se preguntó qué podía ser, pero enseguida se obligó a regresar al tema en cuestión y asintió.

—En ciertas cosas va muy retrasado, comparado contigo a su edad. Y también se muestra difícil en casa. Tiene a Molly esclavizada.

Ralph emitió un sonido que restaba importancia a aquel último argumento. Joan tenía claro que su hermano se hallaba en uno de sus perversos humores y se opondría a cuanto dijera su madre. Prueba de ello era que la llamaba «ella». Suspiró sin querer, y el suspiro molestó a Ralph, que exclamó irritado:

—¡Es muy duro meter a un chico de diecisiete años en una oficina!

—Nadie quiere meterle en una oficina —dijo Joan.

Ella misma empezaba a enfadarse. Había dedicado la tarde a repasar engorrosos detalles educativos y pecuniarios con su madre, y había acudido a su hermano en busca de ayuda alentada, de forma bastante irracional, por el hecho de que había pasado la tarde en alguna parte, no sabía dónde y no pensaba preguntarlo.

Ralph le tenía mucho cariño a su hermana y, viéndola irritada, se dijo que era muy injusto que tuviera que soportar todas esas cargas.

—La verdad —comentó sombrío— es que yo debería haber aceptado la oferta del tío John. A estas alturas estaría ganando seiscientas libras al año.

—¡Ni por asomo! —se apresuró a objetar Joan arrepintiéndose de su enfado—. A mi juicio se trata de ver si podríamos recortar gastos de alguna manera.

—¿Una casa más pequeña?

—Quizás menos sirvientes.

Ninguno de los dos hablaba con demasiada convicción y, tras reflexionar un momento acerca de lo que significaban tales reformas en un hogar estrictamente ahorrativo, Ralph dictaminó muy decidido:

—Ni hablar.

Ni hablar de que ella asumiera más labores domésticas. No, era él quien debía hacer sacrificios, pues estaba empeñado en que su familia tuviera las mismas oportunidades de distinguirse que otras familias, por ejemplo los Hilbery. En su fuero interno, y un poco con bravuconería pues no tenía pruebas de ello, creía que su familia era en cierto modo extraordinaria.

—Si mamá no quiere correr riesgos…

—No puedes pedirle a mamá que vuelva a empeñarlo todo.

—Debería considerarlo una inversión; pero, si no quiere, habrá que encontrar otra manera, eso es todo.

Esa frase contenía una amenaza y Joan sabía, sin necesidad de preguntarlo, en qué consistía. Ralph, a lo largo de su vida profesional, que ya comprendía seis o siete años, había ahorrado unas trescientas o cuatrocientas libras. Joan, teniendo en cuenta cómo se había privado para ahorrar esa suma, no dejaba de asombrarse de que la empleara para jugar a la bolsa: compraba acciones para luego venderlas, ya incrementando su capital, ya mermándolo, siempre corriendo el riesgo de perder hasta el último penique en un día desastroso. No entendía aquello, pero no podía dejar de quererle aún más por esa singular mezcla de espartana disciplina y lo que a ella le parecía una locura romántica y pueril. Ralph le interesaba más que nadie en el mundo y solía interrumpirse en medio de una de esas discusiones económicas, pese a su gravedad, para examinar algún nuevo aspecto de su carácter.

—A mi juicio, sería una tontería que arriesgaras tu dinero por el pobre Charles —comentó—. Por más cariño que le tenga, no es que sea una lumbrera… Además, ¿por qué íbamos a sacrificarte a ti?

—Mi querida Joan —exclamó Ralph desperezándose con un gesto de impaciencia—, ¿no ves que todos vamos a ser sacrificados? ¿De qué sirve negarlo? ¿De qué sirve luchar contra ello? Así ha sido siempre, y seguirá siéndolo. No tenemos dinero y no lo tendremos nunca. Cada día de nuestras vidas nos partiremos el lomo hasta que estiremos la pata agotados, como la mayoría de la gente, si lo piensas.

Joan le miró, despegó los labios como si fuera hablar y los cerró. Luego dijo con gran tiento:

—¿No eres feliz, Ralph?

—No. ¿Tú sí? Aunque, quizás sea tan feliz como la mayoría de la gente. Sabe Dios si soy feliz o no. ¿Qué es la felicidad?

Pese a su mohína irritación, miró a su hermana con un conato de sonrisa. Como de costumbre, ella parecía sopesar cada cosa y equilibrarla antes de decidirse.

—La felicidad —dijo al final en tono enigmático, como si evaluara la palabra; luego hizo una pausa.

La pausa se eternizó, como si examinara la felicidad bajo todos los ángulos.

—Hoy vino Hilda —dijo de repente como si no hubieran mencionado la felicidad—. Trajo a Bobbie: está hecho un niño muy guapo.

Ralph advirtió divertido y con un deje de ironía que su hermana, tras haberse atrevido a entrar en un terreno un poco personal, iba a refugiarse en temas de interés general y familiar. Sin embargo, se dijo, ella era la única de la familia con quien podía hablar de la felicidad, cuando bien podría haberlo hecho con la señorita Hilbery desde su primer encuentro. Miró de manera crítica a Joan y deseó que no tuviera un aspecto tan provinciano o arrabalero con ese vestido verde de ribetes descoloridos, que se mostrara tan paciente y casi resignada. Empezó a querer hablarle de los Hilbery para insultarles, porque en la encarnizada batalla en miniatura que casi siempre se libra entre dos impresiones de la vida muy seguidas, en su cabeza la vida de los Hilbery superaba la de los Denham y quería cerciorarse de que Joan tuviera alguna cualidad que aventajara infinitamente a la señorita Hilbery. Debería haber sentido que su propia hermana era más original y tenía mayor vitalidad que la señorita Hilbery; pero ahora su principal impresión de Katharine era la de una persona de gran vitalidad y aplomo; y por ahora no veía qué había ganado la pobre Joan con ser la nieta del propietario de una tienda y ganarse la vida ella misma. La infinita grisura y sordidez de sus vidas le agobiaba, pese a su intrínseca convicción de que, como familia, eran en cierto modo extraordinarios.

—¿Hablarás con mamá? —preguntó Joan—. Porque, verás, hay que solucionar ese asunto de una manera u otra. Charles debe escribir a tío John si piensa ir allí.

Ralph suspiró impaciente.

—Supongo que da lo mismo si va o no va —exclamó—. A la larga, está condenado a la miseria.

Un leve rubor apareció en las mejillas de Joan.

—Sabes que dices tonterías —dijo—. Tener que ganarse la vida no hace daño a nadie. Yo estoy muy contenta de tener que ganarme la mía.

A Ralph le agradó que sintiera aquello y quería que prosiguiera, sin embargo, continuó con bastante perversidad.

—¿No será porque has olvidado cómo divertirte? No tienes tiempo para nada decente….

—Como ¿por ejemplo?

—Bueno, pasear, escuchar música, leer libros o ver a gente interesante. Tú, como yo, no haces nada que de verdad merezca la pena.

—Siempre pienso que, si quisieras, podrías lograr que este cuarto fuera mucho más acogedor —comentó.

—¿Qué más da la clase de cuarto que tengo si me veo obligado a pasar los mejores años de mi vida redactando escrituras en un despacho?

—Hace dos días dijiste que el derecho te parecía muy interesante.

—Lo sería si uno pudiera permitirse el lujo de saber algo de él.

(—Ese es Herbert que se acuesta ahora —terció Joan mientras oían que una puerta del rellano se cerraba con un portazo—, y luego no se levantará por la mañana).

Ralph miró al techo y apretó los labios. ¿Por qué —se preguntaba— no podía Joan desconectarse ni un minuto de los detalles de la vida doméstica? Encontraba que se implicaba cada vez más en ellos y que sus escapadas al mundo exterior eran cada vez menos frecuentes y, sin embargo, apenas tenía treinta y tres años.

—¿Alguna vez le haces una visita a alguien? —preguntó con brusquedad.

—No suelo tener tiempo. ¿Por qué lo preguntas?

—Quizás sería bueno que conocieras a gente nueva, eso es todo.

—¡Pobre Ralph! —dijo Joan de repente esbozando una sonrisa—. Crees que tu hermana está volviéndose vieja y aburrida. Es eso, ¿verdad?

—Para nada —zanjó él, aunque se sonrojó—. Pero llevas una vida de perro, Joan. Cuando no estás trabajando en una oficina, te angustias por todos nosotros. Y me temo que yo no te sirvo de mucho.

Joan se levantó y se quedó un momento calentándose las manos y, al parecer, pensando si debía añadir algo o no. Una sensación de gran intimidad unía a ambos hermanos y las arrugas semicirculares sobre las cejas de Ralph se borraron. No, ninguno de los dos tenía nada que añadir. Joan rozó la cabeza de su hermano con la mano al pasar junto a él, murmuró «buenas noches» y salió de la habitación. Ralph permaneció quieto unos minutos, con la cabeza apoyada en la mano, pero poco a poco la mirada se le hizo pensativa y la arruga le volvió a la frente, a medida que desaparecía la placentera sensación de compañerismo y vieja complicidad y se hallaba de nuevo a solas para continuar pensando.

Al cabo de un rato abrió el libro y prosiguió la lectura, echando algún que otro vistazo al reloj como si se hubiera impuesto una tarea que debía realizar en un plazo concreto. De vez en cuando oía voces en la casa y puertas de habitaciones cerrándose, lo que indicaba que todas las celdas del edificio, en cuya cúspide se encontraba él, estaban habitadas. Al dar la medianoche, Ralph cerró el libro, y con una vela en la mano bajó a comprobar que hubieran apagado todas las luces y echado llave a todas las puertas. La casa que así examinaba se hallaba desvencijada y raída, como si sus habitantes la hubieran despojado de toda lozanía y abundancia hasta el límite de la indecencia; y, por la noche, falta de vida, los espacios vacíos y las viejas manchas eran desagradablemente visibles. Katharine Hilbery, se dijo, la condenaría de plano.

III

Denham había acusado a Katharine Hilbery de pertenecer a una de las familias más distinguidas de Inglaterra, y si alguien se toma la molestia de consultar Elgenio hereditario del señor Galton hallará que tal afirmación no dista mucho de la verdad. Los Alardyce, Hilbery, Millington y Otway parecen demostrar que el intelecto es una posesión que puede transmitirse de un miembro de cierto grupo a otro casi hasta el infinito, y con la aparente garantía de que nueve de cada diez de la raza privilegiada atraparán y retendrán el don de la brillantez. Llevaban unos años siendo destacados jueces, almirantes, abogados y servidores del Estado antes de que la riqueza de aquella tierra culminara en la flor más singular de la que pueda alardear familia alguna: un gran escritor, un poeta eminente entre los poetas de Inglaterra, un Richard Alardyce; y, habiéndole alumbrado, demostraron una vez más las extraordinarias virtudes de su raza al continuar con su despreocupada y habitual tarea de engendrar hombres distinguidos. Habían navegado con sir John Franklin al Polo Norte, cabalgado con Havelock a la Liberación de Lucknow y, cuando no eran faros firmemente cimentados sobre una roca para orientar a su generación, eran velas fieles y constantes que iluminaban los consabidos recovecos de la vida cotidiana. Cualquiera que fuera la profesión, había un Warburton, un Alardyce, un Millington o un Hilbery en algún que otro puesto de autoridad y eminencia.

Es más, puede decirse que, siendo la sociedad inglesa lo que es, si uno lleva un apellido conocido, no se requieren grandes méritos para que le coloquen en un puesto donde, en general, resulta más fácil ser eminente que desconocido. Y si ello es cierto de los hijos, aun las hijas, incluso en el siglo xix, suelen convertirse en personas importantes: filántropas y educadoras si son solteronas, y esposas de hombres distinguidos si contraen matrimonio. Es cierto que había varias lamentables excepciones a aquella regla en el grupo de los Alardyce, lo que parece indicar que los benjamines de dichas casas se descarrían con mayor rapidez que los hijos de padres y madres normales y corrientes, como si en cierto modo eso fuera un alivio para ellos. Pero, en general, en estos primeros años del siglo xx los Alardyce y sus parientes han salido muy bien parados. Ocupan altos cargos y añaden siglas a sus nombres;6 trabajan en lujosas oficinas públicas y tienen secretarias particulares; escriben concienzudos libros de tapas oscuras, que publican las editoriales de las dos grandes universidades, y cuando uno de ellos muere lo más probable es que un familiar escriba su biografía.

Ahora bien, por supuesto, la fuente de esa nobleza era el poeta, de modo que sus descendientes directos se hallaban revestidos de mayor lustre que las ramas colaterales. La señora Hilbery, a tenor de su posición como hija única del poeta, era la jefa espiritual de la familia, y Katharine, su hija, poseía un rango superior a todos sus primos y parientes, tanto más cuanto que ella misma era hija única. Los Alardyce se habían casado fuera y dentro de la familia, su descendencia era por lo general profusa, y solían reunirse en las casas de unos y otros para los almuerzos y celebraciones familiares, que habían adquirido un carácter semisagrado y se guardaban con la misma regularidad que los días de fiesta y ayuno en la Iglesia.

En su época, la señora Hilbery había conocido a todos los poetas, novelistas, mujeres hermosas y hombres distinguidos del momento. Muertos estos o recluidos en su incierta gloria, hizo de su casa un lugar de encuentro para sus propios parientes, ante quienes lamentaba la desaparición de los grandes días del siglo xix cuando, en Inglaterra, dos o tres nombres ilustres representaban todos los departamentos de las letras y las artes. «¿Dónde están sus sucesores?», solía preguntar, y la ausencia de poetas, pintores o novelistas de verdadero calibre en ese momento era un tema sobre el que le gustaba rumiar en un crepuscular humor de benigna reminiscencia que habría sido difícil turbar en caso de necesidad. Pero distaba mucho de reprocharle su inferioridad a la nueva generación. Los recibía muy cordialmente en su casa, les contaba historias, les daba soberanos7 y sorbetes y buenos consejos, y tejía en torno a ellos cuentos que, por lo general, no solían guardar semejanza alguna con la verdad.

Una docena de fuentes distintas llenaron la consciencia de Katharine con la nobleza de su alcurnia apenas fue capaz de percibir algo. Encima de la chimenea de su cuarto infantil colgaba una fotografía de la tumba de su abuelo en el Rincón de los Poetas,8 y en uno de esos momentos de confianza adulta que dejan una indeleble impronta en un niño, le dijeron que estaba enterrado en aquel lugar porque era un «un hombre bueno y grande». Más tarde, en un aniversario, su madre la llevó allí en un hermoso taxi bajo la niebla y le entregó un gran ramo de coloridas y aromáticas flores para que las depositara en su tumba. Ella pensó que los cirios, los cánticos y el sonoro órgano de la iglesia eran todos en honor de su abuelo. Una y otra vez la mandaban bajar al salón para recibir la bendición de algún horrible y distinguido anciano que, aun a sus ojos infantiles, a diferencia de una visita normal, se sentaba en el sillón de su padre, un poco aparte, reconcentrado y agarrado a un bastón, y su propio padre se hallaba allí, también distinto de sí mismo, un poco nervioso y muy educado. Esas formidables y viejas criaturas solían cargarla en brazos, clavarle la mirada, y después de bendecirla le decían que debía andarse con ojo y ser una buena niña, o detectaban en su rostro una expresión similar a la de Richard de niño. Aquello le valía el ferviente abrazo de su madre, y la mandaban de regreso a su cuarto, muy orgullosa y con la misteriosa sensación de hallarse en una importante e inexplicada posición que el tiempo iría desvelándole poco a poco.

Siempre había visitas: tíos, tías, primos y primas «de la India», a los que venerar por su mero parentesco, y otras de la solitaria y formidable clase, a quienes sus padres le exigían que «recordara toda su vida». Gracias a eso, y a que siempre oía hablar de grandes hombres y sus obras, sus primeros conceptos del mundo incluían a un augusto círculo de seres a los que daba los nombres de Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, y así sucesivamente, cuyo parentesco consanguíneo era por algún motivo mucho mayor con los Hilbery que con otras personas. Constituían una suerte de linde en su visión de la vida y desempeñaban un considerable papel a la hora de determinar su escala de lo bueno y lo malo en sus pequeños asuntos. Su descendencia de uno de aquellos dioses no era una sorpresa, sino un motivo de satisfacción, hasta que con el transcurso de los años empezó a dar por sentado los privilegios de su condición y se le pusieron de manifiesto ciertas desventajas. Tal vez sea un poco desalentador no heredar tierras, sino un ejemplo de virtud intelectual y espiritual; tal vez el carácter concluyente de un gran antepasado resulte un tanto desalentador para quien corre el riesgo de que le comparen con él. Era como si, tras haber florecido con semejante esplendor, ya solo fuera posible el constante crecimiento de un buen tallo y hojas verdes. Por esos motivos, y por otros, Katharine tenía momentos de desaliento. Aquel pasado glorioso en que hombres y mujeres habían alcanzado una talla sin par se inmiscuía demasiado en el presente y lo empequeñecía con demasiada constancia como para resultar alentador para una joven que se veía obligada a experimentar la vida cuando la edad dorada ya había pasado.

Meditaba sobre esas cuestiones más de lo normal, primero porque su madre se hallaba absorta en ellas, y segundo porque dedicaba mucho tiempo a fantasear con los muertos al ayudar a su madre a elaborar una vida del gran poeta. Cuando Katharine tenía diecisiete o dieciocho años —es decir, haría unos diez—, su madre había anunciado entusiasmada que ahora que contaba con la ayuda de su hija la biografía no tardaría en publicarse. Las revistas literarias se hicieron eco de esa noticia, y durante un tiempo Katharine trabajó con gran orgullo y satisfacción.