Noches en vela - Catherine George - E-Book
SONDERANGEBOT

Noches en vela E-Book

CATHERINE GEORGE

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Gabrielle siempre había sido una mujer activa, independiente y segura de sí misma, pero la reaparición de Adam Dysart en su vida, con su carisma y su irresistible arrogancia, hizo que toda su estabilidad se viniera abajo como un castillo de naipes. Gabrielle volvió a Pennington temporalmente, o al menos eso pensaba ella, para hacerse cargo del negocio de su padre, pero le bastaron unas pocas noches sola en la aislada granja familiar para comenzar a suspirar por la fuerte y reconfortante presencia masculina de Adam. Sabía que, si lo dejaba entrar en su vida, lo dejaría entrar en su cama también, y sospechaba que Adam escondía algo...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 179

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Catherine George

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Noches en vela, n.º 1304 - octubre 2016

Título original: Restless Nights

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9039-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El aire del taller estaba impregnado del olor de los productos químicos con los que estaban trabajando aquellas tres personas, al ritmo de la música que emitía una pequeña radio. Una de ellas estaba pasando unos dibujos de una cubeta a otra; otra retocaba una copia; mientras que la tercera, que se encontraba alejada de sus compañeros, estaba concentrada en un óleo. Los tres estaban tan absortos en su trabajo, que ni siquiera oyeron el ruido del motor de un coche que se aproximaba; ni tampoco observaron la sombra que tapó la puerta de entrada unos segundos después.

El recién llegado paseó la mirada por la habitación buscando algo con impaciencia. Dio unos golpecitos en la puerta, pero tuvo que insistir hasta que por fin uno de los tres concentrados trabajadores levantó la cabeza y lo vio de pie junto a la puerta.

–¡Adam! Perdona, no te había visto.

–¡Hola, Eddie! ¿Está Harry… el señor Brett por aquí?

Aquella pregunta tuvo un efecto inmediato que hizo que los dos jóvenes se quedaran mirando al tercer miembro del trío, que se quedó inmóvil durante unos segundos dándoles la espalda a los demás. Por fin se volvió, miró a los otros y apagó la radio. Después de quitarse los guantes que la protegían de los productos químicos, se dirigió a la puerta con total tranquilidad, que era justo lo contrario de lo que sentía el hombre que la esperaba impaciente.

–Me temo que no está –contestó ella con calma.

–¿Y sabe cuándo volverá? Mire, me llamo Dysart, soy cliente suyo y necesito que me restaure un retrato con bastante urgencia; tengo que ponerme en contacto con él inmediatamente.

Lo miró detenidamente: así que aquel era Adam Dysart, no se parecía en nada al chaval larguirucho que recordaba del instituto, pero tampoco se había convertido en el intelectual que ella esperaba; era un tipo musculoso, de más de un metro ochenta, que llevaba puestos unos vaqueros gastados y una sudadera negra.

–Lo siento –respondió ella de forma cortante–. Eso va a ser imposible.

Dysart se quedó mirándola con frustración.

–¿Por qué? Si está fuera, por lo menos deme su número de teléfono para que pueda hablar con él.

–No puedo –lo interrumpió ella–. Está en el hospital, ha sufrido un leve ataque al corazón.

–¡Dios! ¡Es terrible! –exclamó horrorizado.

–¿Es tan importante esa pintura? –le preguntó ella después de quedarse pensando unos segundos.

–Ahora lo que me preocupa es Harry, dígame en qué hospital está para ir a visitarlo.

–Ni hablar. Lo último que necesita en estos momentos es que vayan a hablarle de negocios.

–Es usted nueva, ¿verdad? –preguntó Adam observándola y después miró a sus compañeros, que fingían no estar escuchando la conversación–. A Eddie y a Wayne ya los conozco. ¿La ha contratado Harry?

–Sí, pero solo temporalmente.

Dysart se pasó la mano por la cabeza llena de rizos negros.

–Mire, vamos a empezar de nuevo. Soy un viejo amigo de Harry y solo quiero saber cómo está, de verdad me preocupa.

Lo miró unos segundos antes de responder.

–Yo volveré del hospital hacia las ocho y media. Si quiere, puede llamarme aquí y le diré qué tal está.

–¿Está alojada aquí?

–Sí, señor Dysart. Al menos por el momento. Soy Gabrielle Brett.

–¿Gabrielle? –Adam la miró perplejo antes de tenderle la mano sonriendo con dulzura–. Hace tanto tiempo que no la había reconocido. Pero le aseguro que la conozco perfectamente; Harry no para de hablar de su brillante hija, está encantado de que haya seguido sus pasos… asegura que trabaja incluso mejor que él.

–Lo voy a sustituir durante un tiempo –explicó sin querer hacer caso al cumplido–. Pero estoy totalmente saturada solo con el trabajo que él tiene pendiente, así es que creo que no voy a poder ayudarlo en este momento. Si me disculpa, tengo que seguir con lo que estaba haciendo. Adiós –concluyó haciendo una inclinación de cabeza antes de volver al lugar donde había estado trabajando antes de la interrupción.

Adam Dysart la observó incrédulo y ofendido por su comportamiento y luego se marchó.

Wayne y Eddie se volvieron inmediatamente a mirar a la hija de su jefe. La delgada joven tenía tal expresión de desagrado, que sus dos compañeros reanudaron sus tareas sin decir nada más hasta que Gabrielle les lanzó una mirada de resignación.

–¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos?

Wayne, que era un tipo alto y delgado con el pelo claro y rizado, le hizo un gesto a Eddie.

–El caso es que normalmente tu padre lo deja todo en cuanto aparece Adam Dysart con un nuevo hallazgo. Es decir, que le da prioridad absoluta –se encogió de hombros como pidiendo disculpas–. Creí que debías saberlo.

–Gracias por decírmelo, Wayne –contestó Gabrielle con aspereza–. Pero estoy al corriente del acuerdo que tiene mi padre con la sala de subastas de Dysart. Sin embargo, ahora que papá está en el hospital y con todo el trabajo que hay acumulado, me niego a abandonarlo todo solo porque el príncipe Dysart venga aquí exigiendo atención inmediata.

–¿Y tu padre lo sabe? –preguntó Eddie, que se echó atrás fingiendo estar aterrorizado al ver la cara con la que Gabrielle respondió a su pregunta.

–Es precisamente por el acuerdo que tiene con Dysart por lo que a mi padre se le ha amontonado el trabajo de tal manera; por no poder decirle que no. Desde que se marchó Alison, papá ha tenido más trabajo del que podía hacer, incluso con vuestra ayuda. Así que no me extraña que tuviera un ataque al corazón –explicó Gabrielle disgustada.

–¿No te atreves a restaurar tú la pintura de Dysart? –preguntó Eddie con valentía.

–¡Claro que me atrevo! Pero tendrá que esperar su turno como todo el mundo.

–La Sala Dysart’s está a punto de celebrar una de sus mayores subastas –informó Wayne–. Van a subastar objetos de arte y muebles. Seguramente Adam haya encontrado algo que quiere incluir en algún lote.

–Pues es una pena, pero tendrá que llevarse su preciada pintura a otro sitio –sentenció Gabrielle antes de hacer un gesto de impaciencia para cambiar de tema–. Bueno, ¿y ahora qué?

–No puedes hacer eso, Gabrielle, vas a disgustar a tu padre –avisó Wayne.

–No, si nadie se lo dice –la joven respondió en tono amenazador.

–Por nosotros no te preocupes, pero Adam sí podría contárselo.

–Ni siquiera sabe en qué hospital está.

–No creo que le resultara muy difícil averiguarlo.

Las palabras de Wayne se quedaron dando vueltas en la cabeza de Gabrielle hasta que fue a visitar a su padre esa misma tarde. Fue un consuelo ver que tenía mucho mejor aspecto, sus ojos volvían a tener aquel brillo inconfundible que tanto la había preocupado ver desaparecer unos días antes.

–Hola, cariño, estás preciosa –la recibió con una luminosa sonrisa.

–Seguro que eso se lo dices a todas –bromeó ella al tiempo que dejaba algunas revistas en la mesilla–. Hoy me he arreglado especialmente para el señor Austin –dijo refiriéndose al anciano con el que Harry compartía la habitación y que reaccionó con evidente satisfacción.

Gabrielle se alegró de que sus esfuerzos no pasaran desapercibidos. Le había costado bastante conseguir peinarse, ya que le había crecido mucho el pelo desde que se lo había cortado el Londres. Se había puesto una blusa azul lavanda y unos pantalones blancos de algodón porque hacía mucho calor, demasiado para estar en el mes de junio.

–¿Qué tal te encuentras? Quiero la verdad, no intentes tranquilizar a tu querida y angustiada hija.

–Estoy mucho mejor –aseguró su padre–. El médico dice que, si me porto bien, podré irme a casa dentro de poco.

Gabrielle respiró aliviada.

–Eso es estupendo, papá –acercó una silla para sentarse junto a la cama–. ¿Ha llamado alguien preguntando por ti?

–Si te refieres a tu madre, no, no ha llamado; pero me mandó esto –dijo señalando unas flores que había en el alféizar de la ventana.

–¿Y no ha habido ninguna llamada?

–Ni una –Harry frunció el ceño–. ¿Qué ocurre, preciosa? Estás preocupada por algo.

Gabrielle dudó unos segundos antes de comenzar a hablar.

–No te lo iba a contar por si acaso te enfadabas, pero creo que será mejor que sea sincera. Hoy ha venido Adam Dysart.

Los ojos azules iguales a los de su hija se encendieron.

–¿Ha vuelto a encontrar algo?

–Es probable.

–¿Qué quieres decir con que es probable?

Ella lo miró desafiante.

–No le he dado tiempo a que me contara los detalles; le dije que tenía demasiado trabajo y le sugerí que fuera a otro sitio.

–¡Gabrielle! –reaccionó con indignación–. ¿Qué demonios te ha impulsado a hacer eso? Los Dysart son viejos amigos y, aparte de eso, Adam es uno de mis mejores clientes. Él le ha dado al negocio familiar una visión mucho más artística.

–Papá, tenemos demasiado trabajo atrasado. Además, no sé por qué debería dejarlo todo en cuanto Adam Dysart chasquea los dedos.

Su padre estaba haciendo un auténtico esfuerzo por controlarse.

–Si mal no recuerdo, la mayoría del trabajo pendiente es para clientes particulares que no habían fijado ninguna fecha de entrega; mientras que Adam va a celebrar una subasta muy pronto. Así es que, si necesita que le restauremos algo para esa subasta, lo vamos a hacer, Gabrielle.

–Querrás decir que lo voy a hacer yo –respondió ella con el rostro en tensión–. En realidad me sorprende que me creas capaz de hacer un trabajo para tu adorado Adam.

–Cálmate. Sabes perfectamente que ahora mismo trabajas mucho mejor que tu viejo padre –hizo una pausa y respiró hondo para tomar fuerzas–. Se suponía que esto era un secreto entre Adam y yo, pero en las actuales circunstancias, será mejor que lo sepas.

–¿Qué sepa qué? –Gabrielle estaba intrigada.

–Hace un par de años tuve una racha de mala suerte. Acababa de invertir algo de dinero contratando a alguien que me ayudara y comprando material cuando una tormenta estropeó el tejado del taller. Como es un edificio protegido, la reparación era muy cara y yo no disponía de tal cantidad de dinero, así que pensé en vender parte de los muebles de Lottie a través de la sala de Dysart.

Gabrielle lo miró consternada.

–¿Y por qué no me lo dijiste?

–No quería preocuparte. El caso es que cuando Adam, que no es nada tonto, me preguntó por qué quería vender esas posesiones familiares, se lo conté. Enseguida me ofreció la suma que necesitaba.

–¿Te la dio así como así?

–No –respondió él con dignidad–. Era un préstamo, que por cierto ya le he devuelto.

–Lo siento, papá –dijo Gabrielle con ternura a la vez que le estrechaba la mano.

–Bueno, ahora ya sabes por qué quiero restaurar la obra de Adam. Por favor, preciosa, llámalo cuando llegues a casa y discúlpate con amabilidad.

–Está bien. Te prometo que lo haré, pero no te disgustes.

Harry se recostó en la cama aliviado.

–Pero a lo mejor no quiere que sea yo la que haga el trabajo.

–Claro que querrá –aseguró él.

 

 

Gabrielle se quedó con su padre más de lo normal para asegurarse de que su pequeña discusión no lo había alterado. Aquella tarde de verano, mientras conducía camino a casa intentó hacerse a la idea de que tenía que disculparse con Adam Dysart como le había prometido a su padre. Era consciente de que, si cualquier otra persona le hubiera pedido que restaurara una pintura, lo habría hecho sin dudarlo; pero, en cuanto se enteró de que aquel era el famoso Adam Dysart, se había visto incapaz de hacer lo que él le estaba pidiendo.

El resentimiento que sentía contra él se remontaba a su adolescencia, cuando ella era una joven con un aparato en los dientes y ciertos problemas de peso; y él era un chaval alto y delgado al que su padre invitó una vez a casa durante las vacaciones de verano. Nada más conocerse, Gabrielle se había dado cuenta de que Adam no podía esperar a que llegara el momento de alejarse de ella. Diecisiete años después, Gabrielle ya no tenía ningún problema con el peso, sus dientes podrían servir para un anuncio de dentífrico y se sentía muy segura de sí misma. El problema era que aquel hombre tenía todas las cualidades físicas que más la atraían de un hombre. Se ponía nerviosa solo con pensar que además procedía de una familia acomodada y estable y, según su padre, poseía un extraordinario talento para moverse en el mundo del arte que le permitía encontrar tesoros que para cualquier otro habrían pasado inadvertidos.

Los celos que sentía por el cariño que su padre le tenía a aquel chaval se habían hecho inaguantables el verano después del divorcio de sus padres, cuando Harry había empezado a hablar tanto de aquel joven con el que pasaba más tiempo del que compartía con su hija.

Había tenido que trasladarse a Londres con su madre a los trece años, y desde entonces había echado mucho de menos a su padre. Su mayor consuelo había sido descubrir que había heredado su talento y el amor por la profesión. Ahora que tenía en su haber la licenciatura de Bellas Artes, además de varios años de experiencia en los que había conseguido cierto renombre como restauradora, se consideraba casi tan buena como su padre. Sin embargo, un solo vistazo a Adam Dysart y había regresado de golpe a la adolescencia, recuperando de inmediato el rencor que había sentido por él.

Cuando estaba abriendo la puerta de la casa, el teléfono empezó a sonar.

–Soy yo –anunció su madre–. Pareces decepcionada.

–No, en realidad es un alivio oírte. Pensaba que sería uno de los clientes de papá.

–¿Qué tal está Harry?

–Bastante mejor, dentro de poco estará en casa.

–Me alegro mucho. ¿Vas a quedarte a cuidarlo?

–Sí, él tiene que tomarse las cosas con calma durante una temporada, así que voy a quedarme para asegurarme de que lo hace y así lo ayudo con el negocio.

–¿Y no pueden hacerlo sus empleados?

–No, son muy buenos chicos, pero todavía están aprendiendo.

–Escucha, Gabrielle, si Harry necesita contratar a alguien durante algún tiempo, yo puedo pagarlo.

–Sabes que papá nunca lo aceptaría. No te preocupes, me las arreglaré.

–¿Y qué pasa con tu empleo?

–Me debían algunos días de vacaciones y, además ya había decidido dejarlo; a lo mejor me establezco por mi cuenta, tengo muchos contactos… Para serte sincera, desde que Jake se hizo cargo de Restauraciones Trent, la situación ha sido un poco… difícil.

–¿Quiere decir que te perseguía por el taller?

–Algo así.

–¡Hombres! –exclamó Laura Brett–. Pero, ¿cómo te las vas a arreglar económicamente? Me imagino que para tu padre trabajarás por amor al arte.

–Ni mucho menos. Papá me va a pagar el sueldo habitual en estos casos.

–Estupendo. Dile que me alegro de que haya cambiado.

Gabrielle siguió charlando con su madre unos minutos y después decidió esperar la llamada de Adam Dysart antes de prepararse algo de cena; de ese modo comería más tranquila. Se sentó en la cocina con una taza de café, agobiada por el silencio y, por primera vez en su vida, deseó que la casa que su padre había heredado de su tía no estuviera tan aislada. De pronto, se sentía muy sola.

El sonido de alguien llamando a la puerta la sacó de sus pensamientos. Acostumbrada a su apartamento de Londres, en el cual podía ver a quien llamara a través del intercomunicador, le daba algo de apuro abrir la puerta sin saber quién estaba al otro lado. Se decidió a abrir cuando llamaron por segunda vez.

–Señorita Brett… Gabrielle –dijo una voz que le resultaba familiar–, soy Adam Dysart.

Consciente de que era inútil fingir que no estaba en casa teniendo todas las luces encendidas, Gabrielle abrió la puerta. Alto, rebosante de seguridad en sí mismo y con un aspecto más formal ahora que llevaba una camisa blanca y unos pantalones caqui, se quedó mirando a Adam impresionada.

–Hola –dijo él por fin–. Pasaba por aquí y pensé en venir a preguntar por Harry en persona en lugar de por teléfono.

«Pasaba por aquí», y eso que la casa estaba a varios kilómetros de cualquier sitio.

–Pase –lo invitó a entrar porque en realidad se alegraba de tener compañía, aunque fuera la de Adam Dysart–. ¿No quiere sentarse?

–No la entretendré. Estaba impaciente por saber qué tal estaba su padre.

–Está mucho mejor. Si todo va bien, la semana que viene le darán de alta.

–¡Cómo me alegro de oír eso! –dijo Adam con tal sinceridad, que hizo que Gabrielle sonriera por primera vez después de mucho tiempo.

–¿Quiere tomar algo?

–En estas circunstancias creo que deberíamos brindar para celebrarlo.

Gabrielle sacó una cerveza del frigorífico, la vertió en un vaso y se lo entregó.

–Por la pronta recuperación de Harry –brindó él.

–Por eso –asintió ella encantada y después lo miró a los ojos–. Señor Dysart…

–Llámeme Adam.

–Creo que debo disculparme por… por mi comportamiento de esta mañana. Si trae esa pintura mañana, veré lo que puedo hacer. Bueno, si confía en mí para hacer ese trabajo.

Adam se quedó mirándola en silencio unos segundos.

–No lo esperaba. Esta tarde casi me echó del taller.

–Eso fue esta tarde –lo interrumpió ella y enseguida se recordó que debía ser amable–. Claro que si prefiere llevarse el cuadro a otro sitio, lo entenderé, señor Dysart.

–¡Adam!

–Adam, ¿hay posibilidades de que ese cuadro sea valioso?

–Mi instinto me dice que sí, lo compré muy barato en Londres, pero intuyo que bajo la capa de suciedad puede haber algo interesante. Ahora mismo solo se ven una cabeza y unos hombros de mujer. Parece de alrededor de la segunda década del siglo diecinueve.

–¿Tienes alguna idea de quién podría ser el autor?

–Aunque está muy sucio, por los tonos que utiliza en la piel, podría tratarse de una obra de William Etty.

–Es famoso por sus desnudos –comentó ella rápidamente, a lo que Adam respondió con una mirada de respeto.

Se terminó el vaso de cerveza y se recostó sobre el respaldo de la silla; parecía sentirse como en casa y Gabrielle se dio cuenta de que seguramente su padre y él habían pasado más de un rato en esa misma situación. De hecho, era probable que dicha situación fuera más habitual para él que para ella.

–No sé cómo explicarlo, pero cuando veo algo de cierto valor que ha pasado inadvertido a los subastadores siento una especie de hormigueo en la nuca.

Gabrielle lo miró con curiosidad.

–Pero tú eres subastador y también tasador. ¿Alguna vez has dejado escapar alguno de esos tesoros?

–Hasta ahora no –respondió sin presunción alguna–. Debes de estar pensando que soy un engreído, aquí sentado enumerando mis cualidades.

Ella negó con la cabeza.

–Yo también soy muy buena en mi trabajo. Sería una tontería menospreciarnos a nosotros mismos.

Adam la miró en silencio durante bastante tiempo.

–Tengo curiosidad –dijo por fin con la mirada fija en sus ojos–. ¿Por qué me rechazaste de ese modo esta tarde?

Aquellas palabras hicieron que Gabrielle se sonrojara.

–Con la enfermedad de papá hay un montón de trabajo acumulado; los tres estamos trabajando a destajo para hacer frente a todos esos encargos. Pero, si quieres que te sea sincera, lo cierto es que me sentó mal que dieras por hecho que íbamos a dejarlo todo solo porque tú nos lo pidieras.

–Tienes razón, creo que ahora soy yo el que tiene que disculparse.

–Supongo que es porque mi padre siempre te da prioridad absoluta cuando apareces con uno de tus hallazgos.

–Para él no es ningún problema porque no es algo que suceda muy a menudo, si no yo ya sería millonario. Pero es cierto que, cuando acudo a él, siempre me atiende el primero.

–Me lo ha dejado muy claro hoy –le aseguró ella sonriendo–. Dijo que tenías una subasta pronto.

–Sí, pero si no tienes tiempo para que esté listo para ese momento, lo dejaré en una caja fuerte y esperaremos hasta que puedas trabajar en él.

Gabrielle lo miró sorprendida.

–¿Estás convencido de que tiene tanto valor?

Dysart asintió.

–Puede que me equivoque, pero no creo. La mitad del lienzo está cubierto de una segunda capa de pintura que debe de esconder algo, otra figura o, a lo mejor un paisaje. No hay ninguna firma, pero yo espero que aparezca al limpiarlo –una sonrisa se dibujó en su rostro–. Gabrielle Brett, no estamos hablando de mucho dinero como si se tratara de un Van Gogh, pero lo que está claro es que, incluso después de pagarte, podría tener bastantes beneficios. Lo compré muy barato.

–¿Cuánto?

–Una libra y media, por el cuadro y un par de acuarelas. A nadie le interesaba el lote número trece.

–¿Es tu número de la suerte?

Adam se encogió de hombros.