Novalis - Antonio Pau - E-Book

Novalis E-Book

Antonio Pau

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Beschreibung

«Novalis, escribió el filósofo Georg Lukács, es el único poeta auténtico de la escuela romántica. Sólo en él se transformó el alma entera del Romanticismo en poema. La vida y la obra de Novalis, es inútil tratar de huir del lugar común, forman una unidad inescindible, y como tal unidad es un símbolo del Romanticismo en su plenitud». Una vida truncada en plena juventud y una obra compuesta en su mayor parte por fragmentos: sobre una y otra se alza uno de los episodios más deslumbrantes de la poesía universal. Si la palabra poética ya es de por sí visionaria y trascendente, lo es más en la pluma de Novalis, cuya agudeza filosófica tuvo a su servicio una expresión de la máxima sutileza y del más delicado lirismo.

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Novalis. La nostalgia de lo invisible

Novalis. La nostalgia de lo invisible

Antonio Pau

 

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

LA DICHA DE ENMUDECER

 

 

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2010, 2023

www.trotta.es

© Antonio Pau Pedrón, 2010

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-173-7

… Por eso se creó Novalis, en el mundo visible, un mundo invisible. Vivía con la nostalgia de ese mundo. Y es a ese mundo al que ha vuelto, después de haber alcanzado tan pronto su final.

August Coelestin Just,Friedrich von Hardenberg, 1805

ÍNDICE

Nota preliminar

I.

Tres modelos, tres influencias

II.

Un mundo en miniatura

III.

Adolescencia. Encuentro con Bürger. Primeros poemas

IV.

Entre el derecho y la literatura

V.

Siguen los años de universidad

VI.

El funcionario enamorado

VII.

Encuentro con Hölderlin y Fichte

VIII.

A vueltas con el yo

IX.

Enfermedad y muerte de Sophie. La llave que todo lo abre

X.

El gran modelo: el filósofo Frans Hemsterhuis

XI.

Hacia la síntesis de física y metafísica. Los estudios de Freiberg

XII.

Un toque de frivolidad: los Diálogos

XIII.

Los fragmentos, entre el azar y la necesidad. Aparece Novalis.

XIV.

Nuevo amor y un poema

XV.

La primera novela: Los aprendices en Saïs

XVI.

Profesión y poesía. Los Cánticos espirituales

XVII.

El encuentro de Jena y La cristiandad o Europa

XVIII.

Naturaleza, hombre, Dios

XIX.

Pensar, saber, sentir

XX.

Respirando aire salino. Informes profesionales y segunda novela, Heinrich von Ofterdingen

XXI.

Los Himnos a la Noche. Viaje geológico por los montes de Sajonia

XXII.

El último viaje. La muerte plácida

Cronología, con indicación de domicilios, viajes y obras, y concordancias de literatura alemana y española

Principales obras consultadas

I.

Novalis

II.

Novalis en español

III.

Sobre Novalis

 

1. Vida

 

2. Obra

IV.

Sobre Novalis en español

Índice onomástico

Índice de obras, poemas y primeros versos

Índice de lugares

Índice de ilustraciones

NOTA PRELIMINAR

Juan Ramón Jiménez puso al frente de Platero y yo una frase de Novalis: «Dondequiera que haya niños, existe una Edad de Oro», y unos años más tarde, Vicente Aleixandre encabezó La destrucción o el amor con unos versos del poeta alemán: «Es tocar el cielo, poner el dedo / sobre un cuerpo humano». Pero ni en 1917 ni en 1935 se había publicado en España libro alguno de Novalis. Y éstas no son las únicas citas que se hicieron del autor alemán en esas primeras décadas del siglo XX. La admiración a Novalis ha ido por delante, en España, de su conocimiento. La aureola ha precedido a la imagen. El atractivo de Novalis se intuía. Los autores españoles se habían forjado una imagen de él con unas pocas frases. Novalis tardó en llegar a España más de un siglo, y antes de llegar ya suscitaba entusiasmo.

La revista La Abeja, que se imprimió en Barcelona entre 1862 y 1870, fue un caso excepcional de difusión de la cultura centroeuropea: en el primer año de su publicación dio ya noticia de Novalis. Pero su difusión era muy limitada. Unas pocas décadas después, Joan Maragall tradujo Heinrich von Ofterdingen al catalán, y escribió en castellano sobre Novalis con ocasión del centenario de su muerte. «Su obra —dijo el gran poeta en un periódico de 1901— es poco conocida y nada divulgada. Muchos espíritus modernos influidos y tal vez formados por Novalis ignoran su obra directa, y algunos habrá que no sepan siquiera su nombre; porque la acción universal de aquélla ha sido indirecta y lenta en proporción de lo segura y poderosa».

Novalis llegó a España a través de Maeterlinck. Maurice Maeterlinck desveló a Novalis a varias generaciones de franceses, y también —en menor medida— de españoles. Maeterlinck tradujo a Novalis en 1892. Poco después estuvo en Madrid, y le recibieron los escritores del noventa y ocho. Encabezando la traducción escribió estas palabras: «Hay pocas obras más misteriosas, más serenas y más bellas. Se diría que el autor gravita desde una montaña interior que sólo él conoce, y que desde lo alto de las cimas silenciosas ha visto a sus pies la naturaleza, los sistemas, las hipótesis y los pensamientos de los hombres. No resume: purifica; no juzga: domina sin hablar. En esos grandes diálogos profundos y solemnes, entremezclados de alusiones simbólicas que van a veces más allá del pensamiento, ha fijado el recuerdo de uno de los instantes más lúcidos del alma humana». Es probable que Juan Ramón Jiménez conociera a Novalis por esa vía. Aleixandre lo conoció por Eva Seifert, que le abrió el horizonte de la poesía alemana —y especialmente de los autores románticos— en los años veinte.

La fascinación que ha ejercido Novalis procede de su vida —una estrella fugaz— y de su obra —varios miles de fragmentos, dos novelas inacabadas y unos cuantos poemas—. Todo lo que se refiere a Novalis tiene la delicadeza de esas miniaturas que tanto gustaban en su época: mínimos pero nítidos perfiles con un bosque al fondo o unas ruinas, que cabían en un broche o una sortija. Todo es breve en la vida de Novalis: apenas veintiocho años sobre la tierra, una geografía minúscula —Novalis sólo conoció unos pocos pueblos de Sajonia—, unos cuantos amigos, unas cuantas páginas. Novalis, propiamente, lo fue sólo dos años, los dos últimos de su vida. Hasta entonces había sido Friedrich von Hardenberg, o Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, barón von Hardenberg, como dice la partida de bautismo que se extendió en la iglesia parroquial de Wiederstedt el 3 de mayo de 1772, un día después de su nacimiento.

«Ejercítate en la lentitud» (Übe dich in der Langsamkeit), escribió Novalis en uno de los cuadernos que siempre tenía a mano. Sintió casi desde la infancia la inminencia de la muerte, y precisamente por eso tenía que escribir despacio. No habría tiempo para la revisión. «Todo es semilla» (Alles ist Samenkorn), escribió también, en otro lugar, en otro cuaderno. Una semilla que él sabía bien que no vería germinar.

Su vida fue una búsqueda constante de lo absoluto. Ese absoluto que el hombre intuye entre lo efímero que le rodea. «Buscamos por todas partes lo absoluto —escribió Novalis—, y encontramos siempre y sólo cosas». Pero que sólo encontrara cosas no le desanimó. Lo que hizo fue ahondar en ellas, y lo hizo por dos caminos: el estudio de las cosas a través de la ciencia, y la búsqueda de su misterio a través de la poesía. Por eso, para Novalis, ciencia y poesía tienen una misma meta y al final confluyen. Al confluir levantan el velo que cubre la realidad, y las cosas aparecen como un receptáculo de lo absoluto.

Novalis fue un hombre bueno, de una bondad infantil y madura a la vez. Friedrich Schlegel le escribía en una carta a su hermano August: «Novalis cree que no existe el mal en el mundo». La vida y la obra de Novalis están impregnadas de esa mirada de bondad —recia y enteriza, no blanda ni lacrimosa— con que Novalis lo contemplaba todo. Se suele asimilar lo romántico a una candidez pueril, a una ensoñación vaporosa y vaga. Y Novalis era riguroso y preciso. Por eso escribió: «La exactitud científica es lo absolutamente poético».

La vida y la obra, truncadas ambas, de Novalis, han quedado como esos torsos griegos a los que el tiempo ha mutilado con tanta belleza. Goethe vivió ochenta y dos años de perfecta salud y dejó una obra impecable. Novalis vivió veintiocho, una gran parte enfermo, y sólo ha dejado fragmentos inconexos, novelas sin terminar y un puñado de poemas. Sin embargo, su vida y su obra tienen la misma perfección que las del viejo poeta ilustrado. La vida y la obra de Novalis parece que tenían que ser así, dolientes y mutiladas, para alcanzar la perfección que les correspondía.

I

TRES MODELOS, TRES INFLUENCIAS

La niñez de Friedrich von Hardenberg discurrió en el castillo de Oberwiederstedt, donde nació —allí estuvo hasta los doce años—, luego en la casona familiar de Weißenfels —entre los doce y los diecisiete años—, y durante un tiempo en la Encomienda de Lucklum, donde Friedrich pasó once meses y donde cumplió los quince.

El castillo de Oberwiederstedt había pertenecido a la familia durante varias generaciones —desde 1687—. Antes, desde el siglo XIII, había sido un convento de gruesos y sobrios muros. Sobre la construcción originaria se alzó una alta torre cilíndrica, se elevaron las paredes y el conjunto se remató con buhardillas y una cubierta de anchas tejas rojas. Las habitaciones eran sombrías y húmedas. Una escarpada escalera de caracol comunicaba los cuatro pisos. En lo que fue el claustro del viejo convento —un patio estrecho y en penumbra perpetua— crecían lilas y lirios desvaídos. El castillo de Oberwiederstedt estaba rodeado de campos de cultivo, pero la indolencia de las últimas generaciones de propietarios había hecho que campos y ganados sólo dieran ya para vivir medianamente. El padre tuvo que buscar trabajo. Había estudiado minería y derecho, y le nombraron director de las minas de sal de Dürrenberg, Kösen y Artern. No hacía mucho que se había descubierto la extraordinaria riqueza del subsuelo de Sajonia.

Los tres pueblos mineros —muy próximos entre sí— sólo tenían grandes galerías subterráneas y unas pocas casas apiñadas junto a la entrada del túnel, donde vivían los trabajadores. Por eso, Heinrich Ulrich Erasmus von Hardenberg decidió trasladar la familia al pueblo de Weißenfels. Weißenfels tenía un número suficiente de vecinos para hacer de él —estamos en el siglo XVIII— una pequeña ciudad: tenía tres mil ochocientos habitantes. La distancia entre Weißenfels y Leipzig —una ciudad de verdad, con más de treinta mil habitantes— era —y es— muy escasa: treinta y cuatro kilómetros. Una distancia que podía recorrerse fácilmente a caballo para asistir a las ferias —esas Leipziger Messen que eran un privilegio concedido a la ciudad por el emperador Maximiliano I en 1497 y que aún subsisten, aunque hoy con otras mercancías: automóviles, moda, informática.

En la casona de Weißenfels nacieron los cuatro últimos hermanos de Friedrich von Hardenberg, y pronto empezarían a morir, uno tras otro, a edades muy tempranas. El padre, que llegó a edad avanzada para su tiempo —murió a los setenta y cinco años—, vio morir a casi todos sus hijos. A la madre, que murió más tarde, a los sesenta y nueve, sólo le sobrevivió uno de los once hijos que tuvo.

El tercer lugar en que se desarrolló la infancia de Friedrich von Hardenberg no es una ciudad, sino un palacio-convento: Lucklum. En Lucklum vive Su Excelencia el Comendador Gottlob Friedrich Wilhelm von Hardenberg, uno de los personajes más influyentes en la poderosa Orden Teutónica. Para Friedrich y sus hermanos, el Comendador será siempre, por su solemnidad y su empaque, y por las medallas que luce sobre el uniforme, el tío Gran Cruz.

En Weißenfels, el niño Friedrich von Hardenberg no va al colegio. No sólo porque es enfermizo y débil, sino porque los niños de la nobleza tienen un preceptor. El preceptor de Friedrich es un joven de veinticuatro años, Carl Christian Erhard Schmid, buen conocedor de la filosofía kantiana y muy pronto catedrático de filosofía en la Universidad de Jena. Carl Christian Schmid conoce la filosofía de Kant antes que nadie —aún no se han publicado la Crítica de la razón práctica, que es de 1788, ni la Crítica del juicio, que es de 1790—, porque mantiene una correspondencia constante con el pensador de Königsberg. En sus cartas a Kant, que Schmid firma euer gehorsamster Diener —su más obediente servidor—, el joven filósofo le va preguntando al maestro por todos los recovecos de su pensamiento.

Éstos son los tres modelos humanos, absolutamente dispares, que Novalis tiene, de niño, ante sus ojos: su padre, el tío Gran Cruz y Christian Schmid. Los tres tratarán de influir en él. Novalis logrará hacer una síntesis de los tres, una síntesis personalísima, hecha de tres ingredientes: una religiosidad intimista, una alegre compenetración con el mundo y una singular hondura filosófica.

En los retratos que se han conservado de los hermanos Hardenberg —el padre y el tío de Novalis—, se puede ver a simple vista la diversidad de los caracteres. Heinrich Ulrich von Hardenberg, el padre, va vestido de riguroso negro: chaleco, levita y calzón negros, con un escueto volante blanco de puntilla en la bocamanga. Heinrich Ulrich von Hardenberg es pietista. Los pietistas visten de negro como manifestación de su ascetismo. Una facción particularmente severa del pietismo, la Herrnhuter Brüdergemeine —que se podría traducir como «Comunidad de los hermanos amparados por el Señor»— ha llegado de la cercana Bohemia hasta Sajonia. A los pietistas les tienen sin cuidado las prácticas externas y los dogmas, y sólo les preocupa la intuición de Dios. A Dios sólo se llega por el sentimiento. Los pietistas se sienten pecadores y les preocupa la salvación. La clave del pietismo es el Priestertum aller Gläubigen, el sacerdocio de todos los creyentes. Los laicos son también, a su modo, sacerdotes: como ellos, deben estar en relación permanente y personal con Dios, y, como ellos, deben vivir en perpetua penitencia y reparación.

Pero Heinrich Ulrich von Hardenberg es un pietista blando. Y para compensar su blandura —de la que es consciente— tiene que mostrarse extraordinariamente duro. Somete a sus hijos a largos ejercicios de meditación y les da inacabables clases de Biblia. Hardenberg no es estricto, sino severo. Castiga con dureza. Procura que no se trasluzca en su conducta sentimiento alguno. A su hijo Friedrich no le entiende, como los padres no suelen entender, en general, a los hijos que les salen poetas. «Mi padre posee un silencioso respeto y una religiosa veneración ante todos los fenómenos incomprensibles y que están por encima de lo humano —dirá Heinrich von Ofterdingen—, y por eso, creo, observa la floración de un niño con un humilde olvido de sí mismo. En lo que se refiere a mi educación, mi padre se comportó con la discreción y el respeto que le inspiraba la certeza que un niño tiene de las cosas supremas. Tuvo la convicción firme de que un niño que está dispuesto a emprender un camino misterioso se encuentra bajo una tutela cercana». En una carta escrita en sus últimos meses de vida —concretamente en enero de 1800—, le dirá Novalis a Wilhelm von Oppel, refiriéndose a su padre: «Nos exhortaba a ser aplicados y sobrios, y estaba visiblemente contento si seguíamos nuestras inclinaciones sin atender a la opinión del mundo. Alababa la felicidad de una vida sencilla y hogareña, y nunca nos pidió que actuásemos en consideración al interés o a la ambición».

El tío Gran Cruz es todo lo contrario del padre. Él sí es religioso profeso —todos los Caballeros Teutónicos lo son—, pero vive como un príncipe del Rococó. Con él conviven, pero recluidos en el convento, otros doce caballeros. Cada Encomienda debe reunir trece profesos, para repetir el número que formaban Cristo y los apóstoles. El Comendador Gottlob Friedrich Wilhelm von Hardenberg hace toda su vida en el palacio. Sólo se reúne con los otros profesos en el refectorio y en los actos religiosos que se celebran en la iglesia conventual. En el retrato que se conserva en la Rittersaal de Lucklum, el tío Gran Cruz aparece sonriendo, con la severa cruz teutónica colgando de una cinta sobre la armadura bruñida y una capa blanca sobre los hombros. Lleva una peluca rizada con melena. La Rittersaal tiene grandes arañas que cuelgan del techo, con cincuenta velas cada una, candelabros de bronce labrado sobre las mesas, y retratos del Gran Maestre de la Orden —que en estas últimas décadas del siglo XVIII es el príncipe Karl Alexander von Lothringen und Bar— y de todos los comendadores de Lucklum que se han ido sucediendo desde la Edad Media.

El tío Gran Cruz es un hombre mundano. Ha querido que el pequeño Friedrich viva con él una temporada larga porque quiere liberarle de la severidad paterna. Él quiere para Friedrich el triunfo social. Menos meditación y más sociedad. Los palacios son cómodos, la vida es bella, las conversaciones cultas son el mayor placer para el espíritu. Friedrich deja la casona de Weißenfels, deja a sus hermanos, deja el luminoso jardín de los juegos y se va a la Encomienda de Lucklum, a convivir con los caballeros profesos y con los nobles que vienen constantemente a visitar a su tío.

En Lucklum cumple Friedrich los quince años. En el palacio pasa largas horas de soledad, adentrándose lentamente en los miles de libros encuadernados en piel que se alinean en los altos estantes de la biblioteca. Al atardecer sale a los campos de la Encomienda: grandes extensiones onduladas en las que se divisan las siluetas de los campesinos inclinados sobre los azadones. Este año —1786— han plantado la Lindenallee: miles de tilos que bordean un camino amplio y recto que sale de la iglesia conventual.

«Desde mi infancia —escribirá Novalis años más tarde—, mi tío, que formaba parte de la Orden Teutónica, me había dispensado generosamente su atención y se había preocupado especialmente de mi educación. Intelectualmente, tenía la cultura de un viejo hombre de mundo, pero tenía también las limitaciones de un hombre así. La fortuna no le abandonó en ningún momento. Nunca conoció la indigencia, y por tanto jamás supo que se puede soportar el verse reducido a las necesidades más elementales, y desalojar el corazón y el espíritu de las mil comodidades que proporciona la vida mundana. Se había hecho hombre en el gran mundo, y siempre vivió en ese ambiente. Carecía de imaginación y estaba acostumbrado a apreciar las inclinaciones del corazón desde el punto de vista del interés, y a subordinarlas a la apariencia y al brillo exterior. Perdió, a lo largo de su vida, el sentido de las inclinaciones profundas, íntimas, y las sacrificó a sus prejuicios.

»Desde mi juventud me dio ocasión de satisfacer mi vanidad, y siempre vio en mi vivacidad la promesa de un éxito brillante. Cultivó en mí las esperanzas más halagadoras de desempeñar un papel en el mundo, y sin duda alguna, me habría apoyado con el máximo calor en esa carrera. Mi padre, sin embargo, despreciaba el brillo exterior. Nos exhortaba a la constancia y a la frugalidad, y manifestaba alegría cuando nos veía seguir el camino de nuestro corazón sin atender a la opinión del mundo. Nos pidió muchas veces que no eligiéramos en función del interés o de la ambición. Mi tío estaba atado a los privilegios de su rango y de su cuna, mientras que mi padre sonreía a uno y a otra».

Y la tercera persona decisiva en la infancia de Novalis es Carl Christian Schmid, siempre silencioso, siempre entre libros, viviendo la gran pasión de una filosofía a cuyo nacimiento él asistía, como nadie más, hora tras hora. Su amistad con Kant era su gran tesoro. En realidad no le conocía —Schmid no salió en toda su vida de Jena y los pueblos de alrededor—, pero las largas cartas intercambiadas con el profesor de Königsberg habían ido creando una relación muy estrecha entre ellos. Carl Christian Schmid sólo escribió un manualito de filosofía kantiana, de larguísimo título, Kritik der Reinen Vernunft im Grundrisse nebst einem Wörterbuch zum leichteren Gebrauch der Kantischen Schriften, que sólo pretendía, como el título indica, ser «un esbozo y un diccionario que facilitara el uso de los escritos de Kant». Y es que él mismo era una encarnación de la filosofía kantiana, que le brotaba cada vez que abría la boca —lo que le hizo muy simpático a Schiller y a Goethe—. Por la filosofía de Kant no se casó —habría sido una infidelidad—, y por la filosofía de Kant se enfrentó amargamente a Reinhold y a Fichte, que negaban el imperativo categórico. ¡Negar el imperativo categórico!

Carl Christian Schmid acabó haciéndose sacerdote, y le nombraron párroco de una pedanía de Jena, Wenigenjena. En su iglesia parroquial casó a Schiller con Charlotte von Lengefeld. Pero su verdadero proselitismo siguió haciéndolo con la filosofía kantiana.

II

UN MUNDO EN MINIATURA

El pueblo de Weißenfels —y en él la casa familiar de la Klosterstraße, número 94— fue el centro de la vida de Novalis. Con un mapa a la vista se advierte con facilidad que Weißenfels es también el centro de la escueta geografía que recorrió a lo largo de su vida. Muy cerca de Weißenfels está Leipzig, la ciudad más importante de la Sajonia meridional. Al este queda la segunda gran ciudad, Dresde, y al lado, Freiberg, donde Novalis vivirá un par de años. Por el suroeste se sale en seguida del principado de Sajonia y se entra en el ducado de Sajonia-Weimar, donde gobierna el duque Carlos Augusto, y a su servicio, en puestos cada vez más encumbrados, el poeta Goethe. Al oeste están los pueblos mineros de Dürrenberg, Kösen y Artern, y un poco más allá, Tennsted, donde Novalis vivirá otros dos años. Al norte están las ciudades que vieron nacer y predicar a Lutero: Eisleben, Wittenberg, Wörlitz.

Estas tierras de la Alemania central son —a finales del siglo XVIII— un mosaico de principados, ducados, marquesados y condados de escasísimo territorio, con multitud de enclaves de unos en otros, y siempre con rigurosas fronteras y aduanas, con su propio ejército cada uno de ellos, con sus leyes y tribunales. Más de trescientos Estados soberanos. Príncipes, duques, marqueses y condes ejercen un gobierno personal y autoritario, aunque procuran rodearse de sabios, filósofos y literatos a los que nombran Hofräte —Consejeros de Corte—, que es el puesto más ambicionado y más alto.

En este palmo de la Europa ilustrada se da la máxima densidad de universidades del continente. Tiene universidad Jena, con sólo cuatro mil quinientos habitantes —y es una de las universidades más antiguas: se fundó en 1558—. Wittenberg, un pueblo de cuatro mil setecientos vecinos, tiene también universidad, y más antigua aún: es de 1502. Tienen también universidad Erfurt —de 1392—, Leipzig, Wurzburgo… En una misma universidad, la de Jena, coinciden en los años finales del siglo XVIII, como profesores, Fichte, Hegel, Schelling, Schlegel y Schiller. Los profesores pasean, entre ellos o con alumnos, por los caminos rodeados de bosques, y van haciendo la filosofía del momento, la que luego se expandirá por toda Europa, la que pasará a los tratados de filosofía de todos los idiomas. Novalis se inventará la palabra symphilosophieren, filosofar a la vez, construir en compañía un nuevo sistema filosófico. Novalis pasea con los hermanos Schlegel, Fichte pasea con Hegel, Schelling con Herder —al que Goethe ha traído también a Weimar, como predicador de la Corte— y ¿qué hacen? Symphilosophieren.

En estos años finales del siglo XVIII empieza a emplearse la palabra Geselligkeit, que sólo de manera muy imperfecta puede traducirse —como hacen los diccionarios— por sociabilidad. Geselligkeit no es la aptitud para el trato social —que es lo que significa la palabra española—, sino el trato mismo, un trato amistoso, confiado, y también armonioso: sólo hay Geselligkeit si los que se tratan tienen un horizonte de valores común. En 1848 se funda la revista Der Gesellige, el sujeto que sabe mantener ese trato afectivo y armonioso. El lugar donde más adecuadamente se ejercita la Geselligkeit es la casa, y en especial la biblioteca. Allí es donde se charla con calma y felicidad. En la biblioteca pondrá el propietario los retratos de sus amigos —generalmente siluetas recortadas en cartulina negra, Schattenbilder.

Un modo de ejercitar la Geselligkeit es la lectura conjunta. Los amigos se reúnen y leen un mismo libro. A partir de 1750 empiezan a formarse Lesegesellschaften, sociedades de lectura: ya no se trata de dos o tres amigos que se reúnen a leer, sino de agrupaciones de ciudadanos que se sienten libres en un Estado absolutista, y saben que por el libro les llega la noticia de las revoluciones hechas y por hacer, de los nuevos descubrimientos técnicos y geográficos, de las novedades del pensamiento. Se ha llegado a identificar cuatrocientas cincuenta de esas sociedades de lectura nacidas sobre suelo alemán en las últimas décadas del siglo XVIII. Pero la mayor parte de las sociedades de lectura no han dejado ningún rastro escrito, así que ese número —que es sólo el de las sociedades que se han podido identificar en nuestros días— es poco significativo. Muchas de esas sociedades estuvieron asentadas precisamente aquí, en este mosaico de pequeños Estados absolutistas que se apelotonan entre las cuencas del Werra y el Elba.

La Geselligkeit se ejercita, entre amigos distantes, a través de las cartas. Las cartas adquieren, en esos años, el máximo rango. Goethe escribirá: «Las cartas son los monumentos más importantes que el hombre puede dejar tras de sí» (Briefe sind die wichtigsten Denkmäler, die der einzelne Mensch hinterlassen kann). Y Novalis dirá en uno de sus fragmentos: «La verdadera carta es, por su propia naturaleza, poética» (Der wahre Brief ist seiner Natur nach poetisch).

En esta comarca de la Sajonia meridional nace, en los años finales del siglo XVIII, el Romanticismo. Precisamente aquí se produce la confluencia de diversos factores que hacen posible ese nacimiento: el cultivo de la introspección y de la sensibilidad que impone el pietismo; el subjetivismo que trae la filosofía kantiana, al negar la posibilidad de un conocimiento objetivo; el sentimentalismo de la Geselligkeitskultur, un sentimentalismo que se acentúa porque en ese trato amistoso y armónico empiezan a participar las mujeres —entre las primeras están Dorothea Veith y Caroline Michaelis, casadas con los hermanos Schlegel—; y la traducción de las obras extranjeras más impregnadas de pasión y de idealismo: August Wilhelm Schlegel traduce los dramas de Shakespeare y de Calderón, Ludwig Tieck traduce el Quijote.

Los hermanos Schlegel son los que introducen la palabra romántico —que no tiene, en este momento, otro sentido que poético— y Novalis escribe el programa: «Hay que romantizar el mundo. Así se recupera su sentido originario. Romantizar no es más que una potenciación cualitativa. En esta operación, lo más bajo adquiere el rango de lo más elevado. Nosotros mismos podemos ascender en esa gradación cualitativa. Esta operación es aún ignorada por completo. Se trata de dar a lo corriente un sentido superior, a lo vulgar un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo infinito una apariencia infinita: así es como se romantiza todo».

Esa tarea de romantizar el mundo consiste —dice Novalis en otro lugar— en «la absolutización del momento». Lo absoluto, y su equivalente en la terminología novaliana, lo infinito, es el misterio en que están sumidas las cosas. Pero el misterio está oculto, velado. «Buscamos por todas partes lo absoluto, y siempre sólo encontramos cosas» (Wir suchen überall das Unbedingte, und finden immer nur Dinge), escribe Novalis. Y sin embargo, «nada es tan accesible al espíritu como lo infinito» (Nichts ist dem Geist erreichbarer als das Unendliche). Quien tiene particular sensibilidad para descubrir lo absoluto que se oculta tras las cosas es el poeta: «El poeta entiende la naturaleza mejor que el científico» (Der Poet versteht die Natur besser als der wissenschaftliche Kopf).

Romantizar supone, en definitiva, un camino que se recorre hacia el interior: «Soñamos con viajes por el universo —escribe Novalis—. ¿Es que no está el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia adentro va el camino misterioso. En nosotros, o en ninguna parte, está la eternidad con sus mundos —el pasado y futuro—». Y en otro lugar dirá: «Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro» (Alles Gute in der Welt kommt von innen her).

III

ADOLESCENCIA. ENCUENTRO CON BÜRGER.PRIMEROS POEMAS

Carl von Hardenberg, uno de los dos hermanos de Novalis que le sobrevivieron, describió así los años infantiles del poeta: «Fue un niño delicado, que no tuvo sin embargo enfermedades graves hasta los nueve años. Hasta el momento de la enfermedad no dejaba traslucir un espíritu excepcional; sólo el cariño extremo y la inclinación hacia su madre le distinguían de los otros hermanos y hermanas. Como nuestros padres pasaban el tiempo en el campo, sus únicos compañeros de juegos fueron su hermana —que sólo tenía un año más que él— y sus dos hermanos menores, que tenían unos pocos años. A la edad de nueve años tuvo disentería, y por efecto de ella, una atonía que sólo cedió con estimulantes dolorosos, y con un tratamiento largo y duro. Fue entonces cuando su espíritu pareció despertar.

»Se dedicaba con mucha asiduidad al estudio, y a los once años manejaba el latín y el griego con bastante habilidad. De esta época conocimos varios poemas suyos. En los ratos de descanso, sus lecturas favoritas eran poemas y cuentos, y éstos, los cuentos, se los relataba luego a sus hermanos. Quizá merece la pena reseñar también que a sus tres hermanos les gustaba un juego que consistía en que cada uno de ellos representaba un espíritu —el espíritu del Cielo, el espíritu del Agua y el espíritu de la Tierra—, y cada domingo, Novalis traía a sus hermanos las noticias de sus reinos, que él tenía la gracia de inventar con ingenio y originalidad, y con ese juego seguimos, sin interrupción, durante tres o cuatro años.

»Leía historia con mucho celo, y sus preceptores no tuvieron nunca necesidad de estimular su ardor por el trabajo. Hubiera sido preferible sin duda, para su salud, que algunas veces hubiera contenido ese ardor».

Cuando Friedrich volvió de la Encomienda de Lucklum, se encontró con la feliz novedad de que había nacido un nuevo hermano, Bernhard. El año vivido en Lucklum, con horas de soledad y horas en compañía de los solemnes Caballeros Teutónicos, le había hecho madurar. A su vuelta, Friedrich descubre la biblioteca del castillo de Schlöben, una antigua propiedad familiar que el padre había heredado de un pariente soltero. Desde entonces, sus viajes a Schlöben serán frecuentes, y algunos de los libros los traerá del castillo a la casa familiar de Weißenfels, donde puede leer reposadamente en el pequeño pabellón acristalado del jardín. Schlöben tendrá un significado particular en la vida de Novalis: allí se retirará a descansar —siempre a pie, por la proximidad— en los meses de estudiante en Jena, y allí planeará vivir en compañía de Sophie von Kühn después de la boda. Novalis, de haber sobrevivido a su padre, habría heredado el castillo de Schlöben. Él lo tenía presente, y eso hacía que su vinculación al viejo castillo familiar fuese aún más estrecha.

La ausencia frecuente del padre, que visitaba —a veces a lo largo de varios días— las minas que tenía encomendadas, hizo que Friedrich asumiera, junto a la madre, el cuidado de sus hermanos menores. Su mayor preocupación fue, durante esos años, la salud de su hermano Erasmus, enfermo de tuberculosis desde la niñez, y probablemente por ello débil de ánimo, y propenso, desde pequeño, a largas temporadas de melancolía. Para Erasmus, Friedrich fue el modelo que admiraba y seguía, aunque en las cartas que se intercambiaron en los años en que Friedrich fue a la universidad, se advierte que a Erasmus no le pasaban inadvertidos —a pesar de la admiración que sentía hacia él— los episodios de fantasía y dramatismo que de cuando en cuando arrebataban a Friedrich, y era él quien le obligaba a volver a poner los pies sobre la tierra.

Los años que median entre el regreso de Lucklum y la partida a Eisleben, para terminar el bachillerato, son años de intensas lecturas y también de los primeros poemas. Cuáles eran esas lecturas se ha podido saber porque se ha conservado la lista que Friedrich hizo con los libros que decidió llevarse en el equipaje que preparaba para Eisleben. Es una lista larga, con ciento veinticinco títulos, entre los que hay obras de la época —de la literatura más inmediata, la que estaban haciendo, allí mismo, o muy cerca de allí, Schiller, Herder, Lessing, Wieland, Klopstock…— y obras de la literatura clásica —Homero, Virgilio, Horacio, Sófocles, Píndaro…

En mayo de 1789, cuando acababa de cumplir los diecisiete años, Novalis se enteró con ilusión de que uno de los poetas que más admiraba, Gottfried August Bürger, iba a pasar unos días en un pueblo muy próximo: Langendorf. Se ha conservado un testimonio muy curioso de la inquietud y el interés de Friedrich por encontrarse con Bürger: los sucesivos borradores de cartas —en distintos tonos, desde el más solemne al más natural— en que le rogaba que le recibiera durante unas horas.

Bürger era, en aquellos años, uno de los poetas más populares de Alemania. Era popular, en buena parte, porque su ideal estético era precisamente lo popular —alle Poesie soll volkstümlich sein, denn das ist das Siegel ihrer Vollkommenheit, había escrito; «toda poesía ha de ser popular, porque ése es el sello de su perfección»—. Acababa de reeditarse, pocas semanas antes de ese encuentro con Friedrich von Hardenberg, el volumen de sus Gedichte, que había aparecido por primera vez en 1778. Eran, casi todos ellos, poemas de carácter anacreóntico, que exaltaban la alegría de vivir y la belleza del mundo. Pero en lugar de emplear la forma estrófica de la anacreóntica griega —tres versos endecasílabos y un eneasílabo, de rima libre—, Bürger empleó el soneto. Bürger ha pasado a la historia de la literatura alemana precisamente por ser el introductor del soneto. Los intentos de adaptar el soneto italiano a la lengua alemana que habían hecho en el siglo XVII Andreas Gryphius y Martin Opitz no cuajaron en poemas de calidad. La novedad de Bürger es la composición de sonetos en pentámetros yámbicos, que trae de Shakespeare —Bürger fue un excelente traductor de Macbeth—, y ése fue el camino que luego emplearían los grandes sonetistas alemanes, desde Heine hasta Trakl, pasando por Rilke.

En ese encuentro de Novalis con Bürger se habló, como es imaginable, del soneto, y el viejo poeta le recomendó que no se pusiera a escribirlos, porque la sujeción a requisitos formales tan severos iba a quitar espontaneidad a sus versos. En cuanto volvió a su casa, Novalis hizo todo lo contrario, y a los pocos días le envió dos sonetos.

La obra poética juvenil de Friedrich von Hardenberg es llamativamente extensa. En los años de Weißenfels —poco más de cinco, con la interrupción de su larga estancia en Lucklum—, escribió cerca de trescientos poemas. Es verdad que la mayor parte de ellos son tanteos imitativos, que en unos casos tienen un carácter bucólico —en la línea de los poetas renacentistas— y en otros carácter trovadoresco —en la línea que había recuperado Klopstock con sus largas odas declamatorias—. Son pocos los poemas escritos por Hardenberg en los años juveniles en que aparece un tono personal, intimista, que sería el tono predominante en su obra posterior. Uno de los poemas más destacados de esta primera etapa poética es «La tarde» (Der Abend), escrito en estrofas sáficas —tres endecasílabos y un pentasílabo—. Con un ritmo melodioso que se mantiene del primero al último verso, el poeta alude primero al mundo exterior, a la naturaleza —el Außenwelt —, y luego, en las dos últimas estrofas, al mundo interior —el Innenwelt—:

Aún candente se hunde el sol cansado,

recorrido su curso, tras los mares,

en busca de la paz, se hunde el ocaso

tras los campos.

Con finas alas grises se despliega

el ocaso, sin que la tarde tiña

de rojo el cielo azul, y esplendoroso

brilla sin nubes.

Los astros parpadean a lo lejos

y un lucero me contempla y sonríe,

brilla y sonríe, y con dulzura

en mí descansa.

Sopla el céfiro y cruje entre las ramas,

se aviva el ruiseñor entre sus quejas,

y en un campo de trigo alzan el vuelo

las codornices.

Las campanas del pueblo en sones claros

invitan a volver del campo y la fatiga.

Todo emana quietud. Nunca hubo tarde

tan apacible.

Fue así también la tarde de mi vida,

que empezó sonriendo entre las rosas,

más alegre aún y más serena

que este paisaje.

Esa perpetua paz busca mi alma,

y quiero descansar tan dulcemente

como en su choza el campesino espera

que se abra el día.

Glühend verbirgt sich nun die müde Sonne

Nach der mächtigen Laufbahn in die Meere

Suchet Ruhe, Dämmerung senkt sich nieder

Auf die Gefilde.

Dämmerung mit dem feinsten grauen Fittich

Keine Röthe des Abends weilt am Himmel

Welcher unbewölket in dunkles Azur

Prächtig sich kleidet.

Und die Gestirne blinken nieder fernher

Lächelnd sieht mich Abendstern so funkelnd

Lächelt aus den seligen Wonnegefilden

Ruhe ins Herz mir.

Lispelnder wehn die Zephyrs in den Büschen

Die Nachtigall klagend noch belebt

Und aus jenem Weizengefielde hör ich

Schlagen die Wachtel.

Ländliche Glocken rufen hellen Tones

Aus dem Felde die müden Schnitter wieder,

Alles suchet Ruhe und heitrer sah ich

Nie noch den Abend.

Wär doch auch einst der Abend meines Lebens

Das so lachend mir anfing zwischen Rosen

Heiter, froh und ruhiger noch als dieser

Abend der Landschaft.

Möchte zu ewgem Frieden, meine Seele

Auch so lieblich hinüberschlummern, wie jetzt

In der Hütte müde der Landmann zu dem

Morgenden Tage.

Esa contraposición entre el mundo exterior y el mundo interior estará presente en toda la obra futura de Friedrich von Hardenberg. Un mundo requiere al otro, y es en la confluencia de ambos donde el hombre habita. En uno de los fragmentos, escribirá el poeta: «La sede del alma está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan. Donde uno y otro se entrecruzan está el alma, en cada punto de contacto» (Der Sitz der Seele ist da, wo sich Innenwelt und Außenwelt berühren. Wo sie sich durchdringen, ist er in jedem Punkte der Durchdringung).

Entre las poesías, más que juveniles, infantiles, hay una cuya autoría se ha puesto en duda, porque se ha conservado en una versión manuscrita por Carl von Hardenberg, aunque en el cartapacio en que él mismo reunió las poesías «de la época de Weißenfels» (Aus der Weißenfelser Zeit) escritas por su hermano Friedrich. Tendría poca justificación que Carl pretendiera intercalar un poema propio entre los de su hermano. Este poema revela, además, una idea que aparece con frecuencia en la obra de Novalis: que el amor se consuma con la muerte. El poeta alude, indirectamente, a una flor que tiene en español el mismo nombre que en alemán: nomeolvides, Vergissmeinnicht.

No me olvides cuando la tierra suelta y fríacubra este corazón que ha latido por ti tan tiernamente.Piensa que el amor será allí más perfecto,cuando aquí estuvo lleno como de faltas y flaquezas.

Libre ya, mi espíritu podrá abrazarte y bendecirte,y dará al tuyo consuelo y dulces sentimientos.

Piensa que soy yo, cuando una suave voz diga a tu alma:no me olvides, no me olvides.

Vergiß mein nicht, wenn lockre kühle Erde

Dies Herz einst deckt, das zärtlich für dich schlug.Denk, daß es dort vollkommner lieben werde,

Als da voll Schwachheit ichs vielleicht voll Fehler trug.

Dann soll mein freier Geist oft segnend dich umschwebenUnd deinem Geiste Trost und süße Ahndung geben.Denk, daß ichs sei, wenns sanft in deiner Seele spricht,Vergiß mein nicht! Vergiß mein nicht!

Entre esos primeros poemas juveniles hay uno particularmente revelador de las inquietudes de Hardenberg. Se trata de «Compasión de los pobres» (Armenmitleid). Que un joven de diecisiete años, de una nobleza aún llena de privilegios sociales, que vive holgadamente en una casapalacio, educado por preceptores, se proclame poéticamente defensor de los pobres y ataque duramente a los ricos puede resultar llamativo. Pero la sensibilidad social de Novalis queda patente a lo largo de toda su obra. A esa edad ya acompañaba a su padre a visitar las minas, y había visto y oído a los mineros, sometidos a condiciones de trabajo inhumanas. También resulta llamativo que el jovencísimo poeta considere que Dios le ha dado «inspiración y dulce eufonía» (Dichtergeist und süßen Wohlklang).

Proclama, boca mía, por qué te ha hecho Dios para que cantes,

por qué te ha dado inspiración y dulce eufonía,

si no lo ha hecho también para que en firme apremio

despiertes a los ricos de su calma indolente.

¿No puede el canto conmover corazones,

no puede hacer que escapen de la depravación?

¿No puede conducir al corazón por buen camino,

no lo puede sacar de su indolencia?

¡Adelante! Escuchadme, ricos sibaritas,

y atended aún más al grito que surge de vosotros,

mirad alrededor, ved a los pobres arrastrase, indigentes,

y daos cuenta de esto: que un Padre común os ha creado.

Sag an, mein Mund, warum gab dir zum Sange

Gott Dichtergeist und süßen Wohlklang zu,

Ja wahrlich auch, daß du im hohen Drange

Den Reichen riefst aus träger, stumpfer Ruh

Denn kann nicht Sang vom Herzen himmlisch rühren,

Hat er nicht oft vom Lasterschlaf erweckt;

Kann er die Herzen nicht am Leitband führen,

Wenn er sie aus der Dumpfheit aufgeschreckt.

Wohlauf; hört mich ihr schwelgerischen Reichen,

Hört mich doch mehr noch euren innren Ruf,

Schaut um euch her, seht Arme hülflos schleichen,

Und fühlt, daß euch ein Vater nur erschuf.

Hay tres poemas juveniles que tienen particular interés biográfico y literario. El interés biográfico reside en que esos tres poemas revelan que el joven Hardenberg no estaba día tras día encerrado con un libro en las manos: uno de los poemas exalta el castillo de Falkenstein (Bei dem Falkenstein), otro canta los montes del Harz (Der Harz) y el tercero está dedicado al patinaje sobre hielo (Der Eislauf). El castillo de Falkenstein era —y es, perfectamente conservado hoy, y dedicado a museo del románico— una soberbia construcción del siglo XII