Herejes - Antonio Pau - E-Book

Herejes E-Book

Antonio Pau

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Beschreibung

Los herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven en muchos casos por inercia. Los disidentes mejoran el pensamiento del que disienten. Quizá por esa razón escribió san Pablo: "Conviene que haya herejes". En nuestro tiempo la idea de herejía se ha desvanecido. Pero la palabra sigue viva para referirse a los que se apartan de las reglas escritas o no escritas. Los herejes tuvieron el valor de decir lo que pensaban y de morir por sus ideas. A muchos de ellos les hubiera resultado fácil retractarse en el último momento y librarse de la cárcel o la muerte, pero no lo hicieron, porque lo que pensaban lo pensaban con honradez, y no se traicionaron a sí mismos. En estas páginas se esbozan las vidas de veintidós de ellos. Aunque parezcan fantásticas e inverosímiles, son absolutamente reales. Pero de esa realidad que, como tantas veces, se aproxima a la ficción. "La lectura de Herejes de Antonio Pau sirve al autor para reflexionar sobre la capacidad creadora de las creencias y lo destructora que puede ser la ortodoxia cuando no está templada por la experiencia religiosa". Álvaro Pombo El Mundo "Acaba de aparecer un libro fascinante, Herejes, de Antonio Pau. Es un libro breve, escrito con claridad azoriniana. Su claridad expositiva es también notoria y fiables el rigor de las citas y las fuentes. La mayor parte de las veintidós vidas que se glosan en él parecen sacadas de un relato de Borges, y no es improbable que alguna vez nos hayamos cruzado con sus nombres leyendo al escritor argentino: Pelagio, Pedro Valdo, el Maestro Eckhart, Servet, Valentín el Gnóstico..."  (Andrés Trapiello en El Mundo) "El ensayista Antonio Pau ilustra su apasionada defensa de la libertad de pensamiento analizando la vida y la obra de una veintena de perseguidos por la Iglesia". (Babelia)

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Seitenzahl: 175

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Herejes

Antonio Pau

Para Candela, que entiende a quien se apartadel camino impuesto. Como ella misma.

LA DICHA DE ENMUDECER

© Editorial Trotta, S.A., 2020

© Antonio Pau Pedrón, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (e-pub): 978-84-9879-979-8

Depósito Legal: M-18489-2020

ÍNDICE

Prólogo

Marción de Sínope y el Dios bueno

Valentín el Gnóstico en su pléroma de eones

Apolinar de Laodicea y el Minotauro

Joviniano, monje casamentero

Pelagio le escribe a la niña Demetria

Vigilancio/Dormitancio

Pedro Valdo, predicador itinerante

Amalrico de Bène contado por sus enemigos

Arnau de Vilanova en la cabecera del rey

Fray Dulcino de Novara se enamora de la bella Margherita

El Maestro Eckhart, inspirador de Rilke

Frater Didacus de Marchena, monachus hæreticus

Isabel de la Cruz, la costurera toledana

Menno Simons, un hombre de paz

Miguel Servet sube a la colina de Champel

Socino, apaleado

Andreas Bodenstein se hace mozo de cuerda

Jacob Böhme, manso de corazón

Antonio de Rojas, por su atajo

María Jesús de Ágreda, entre hereje y venerable

Miguel de Molinos en la oficina de la nada

Janet Horn se calentó las manos en su propia hoguera

Ilustraciones

La perspectiva actual

PRÓLOGO

Los herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven en muchos casos por inercia. Los disidentes mejoran el pensamiento del que disienten. Quizá por esa razón escribió san Pablo: «Conviene que haya herejes». Y Eugenio d’Ors añadía: «Y conviene precisamente en interés de la fe. La fe es combate, y no hay combate donde no hay enemigo». Se trata de una constatación histórica: la fe se fue perfilando a golpe de herejía. Los duros concilios medievales que condenaron a los herejes fueron como golpes de cincel que iban perfilando la estatua. Además, como advirtió Pascal, las herejías hicieron que los creyentes dejaran de creer por inercia y comprendieran mejor el objeto de su fe. Pero aquella idea —oportet haereses esse— es generalizable: es bueno que haya rebeldes, que haya contradictores, que haya disconformes, que haya discordantes, que haya insatisfechos, que haya discrepantes. Porque hacen mejorar a la sociedad entera.

En una época como la nuestra, en que hay temor de expresar lo que se salga del pensamiento único y en que la conducta se procura mantener en el cauce de lo políticamente correcto, los herejes son un modelo. Un auténtico modelo de comportamiento social. Herejía deriva del griego haíresis, que significa opinión, creencia, criterio. Todas esas cosas las tuvieron los herejes. Y además tuvieron el valor de decir lo que pensaban y de morir por sus ideas. A muchos de ellos les hubiera resultado fácil retractarse en el último momento y librarse de la cárcel o la muerte, pero no lo hicieron, porque lo que pensaban lo pensaban con honradez, y no se traicionaron a sí mismos.

Hoy, los disidentes pagan un alto precio de soledad y de vacío. Romper con el orden establecido lleva a sentirse desgarrado de la sociedad, e incluso a sentir el desgarro de sí mismo.

Ya no se habla de herejías ni de herejes. En nuestro tiempo la idea de herejía se ha desvanecido, afortunadamente. Sigue estando la definición en el Codex, pero la palabra tiene demasiados ecos lúgubres para que se siga usando en su sentido propio. Además, muchos herejes históricos estarían hoy dentro de la más absoluta ortodoxia, y se corre el riesgo de volver a cometer el mismo error. Pero la palabra sigue viva en un sentido más coloquial para referirse a los que se apartan de las reglas escritas o no escritas de los grupos humanos.

En estas páginas se esboza la vida y el pensamiento de veintidós herejes. ¿Por qué veintidós? Quizá porque veintidós fueron las vidas imaginadas por Marcel Schwob, con las que este libro está remotamente emparentado. Solo remotamente: aunque parezcan fantásticas e inverosímiles, las vidas de estos veintidós herejes son absolutamente reales. Pero de esa realidad que, como tantas veces, se aproxima a la ficción.

Las vidas y los pensamientos solo se esbozan: son dibujos de trazo grueso, que marcan los rasgos esenciales de cada personaje. Como si solo tuviéramos un rato para conocer a cada hereje, porque nos lo hubieran presentado en una reunión de amigos que terminara pronto.

Casi todos los herejes que aparecen en estas páginas padecen un mismo mal, y un mal que en muchos casos les lleva hasta la muerte. Es ese espíritu geométrico que desfigura la visión del mundo, tanto del visible como del invisible. Ya lo advirtió Fénelon en su célebre carta al marqués de Blainville: «Sobre todo, no se deje usted hechizar por la atracción diabólica de la geometría. Nada apagaría tanto en usted la gracia, el recogimiento y la vida del espíritu». Porque una cosa es la razón y otra, esta sí que nefasta, el racionalismo.

Unamuno, al que el obispo Antonio Pildáin llamó, en una célebre carta pastoral, «hereje máximo y maestro de herejías», escribió unas palabras en su Diario íntimo que sin embargo revelan, como pocas, lo que les falta a los herejes: «Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad».

En los complejos y sinuosos procesos de herejía a los que se alude en este libro se hablaba de palabras oídas desde lejos, de gestos interpretados con suspicacia, de conductas que se salían de la regla, y a veces, también, de creencias intrépidas o extravagantes. Pero en esos procesos Dios no estaba. No existía la misericordia ni el perdón. Porque una cosa era precisar la doctrina y otra cosa era encender la pira. Lo primero no exigía lo segundo. Habría bastado con cincelar la estatua sin necesidad de clavar el cincel.

MARCIÓN DE SÍNOPE Y EL DIOS BUENO

Marción de Sínope era naúklēros, término con el que se designaba al empresario que se dedicaba al transporte naval, ya lo hiciese con barcos propios o con barcos ajenos. El naúklēros solo se dedicaba al transporte de mercancías. Al que transportaba personas, y con barcos ajenos, se le llamaba émporos, y si lo hacía con barcos propios, prēktr. Pero en todo caso ha quedado constancia de que Marción, con su negocio de transporte, se había hecho rico.

Marción llegó desde su tierra natal Sínope —a orillas del mar Negro— a Roma entre los años 135 y 140; no se sabe exactamente, pero en todo caso gobernaba la Iglesia el papa Higinio. Sí se sabe que llegó a Roma con un capital entonces abultado, que llegaría a los 200 000 sestercios, con el que favoreció a la Iglesia. Varios años después, en el año 144, rompió con la Iglesia, y la comunidad formada por sus seguidores —los marcionitas— empezó a tener una estructura y una organización tan firmes que hizo temblar a la naciente Iglesia de Roma, todavía sin institucionalizar. A ello contribuyó que numerosos obispos y sacerdotes pasaran a la Iglesia marcionita. Marción no era un gran teólogo, pero era un buen empresario, y por eso supo organizar pronto y bien su Iglesia. San Optato de Milevi dice de Marción que «de obispo pasó a ser un apóstata»; pero san Optato escribe en el siglo IV, dos siglos después de su muerte. Sigue en duda que Marción llegara a ser obispo, aunque resulta extraño que un simple laico atrajera a su Iglesia a obispos, por seductora que fuera su doctrina. Una vez organizada su Iglesia no hay ya rastro de Marción, aunque sí de sus ideas, que se extendieron hacia el oeste del Imperio, hasta llegar a Siria y Armenia varios siglos después.

No ha quedado ninguna obra de Marción. Conocemos su doctrina a través de sus detractores. Consta que su obra principal se titulaba Antítesis. Dos teólogos alemanes, Theodor Zahn a finales el siglo XIX y Ulrich Schmid a finales del XX, han logrado reconstruir muchas de esas antítesis o contradicciones advertidas por Marción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, que estarían probablemente escritas en dos columnas enfrentadas para demostrar con más claridad tales contradicciones.

Pero resulta prematuro hablar de Nuevo Testamento. En el primer siglo de nuestra era no estaba fijada la segunda parte de la Biblia cristiana. Los textos auténticos y los textos apócrifos estaban aún sin diferenciar. Marción se anticipó a la Iglesia de Roma e hizo su propio Nuevo Testamento. Agrupó el Evangelio de san Lucas —empezando, no por su comienzo, sino por el capítulo 4, versículo 31— y diez de las cartas de san Pablo. La palabra evangelio fue probablemente Marción quien la utilizó por primera vez.

Las ideas de Marción eran muy claras —y en algún punto contradictorias porque, como se ha dicho, no era un gran teólogo—: hay dos dioses, el Dios del Antiguo Testamento —Yahvé—, justiciero, iracundo, castigador, y el Dios del Nuevo Testamento, bueno, misericordioso, perdonador. El Dios malo (como él mismo le llama) es el creador del mundo, el que rige la materia. El Dios bueno es el que domina el mundo invisible, el mundo del espíritu. El Dios bueno envió a Cristo para enseñar al hombre a escapar del mundo corrompido de la materia, y a la vez para liberarle del Dios malo. Cristo no era el Mesías anunciado por los profetas del Antiguo Testamento, sino el creador de una religión nueva, que nada tenía que ver con el judaísmo y su religión. Con estas ideas, Marción contribuyó a que el cristianismo rompiera con el judaísmo, en una época —el siglo II— en que la relación entre judaísmo y cristianismo no estaba aún clara.

El Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo no pueden ser el mismo, dice Marción: no puede ser el mismo un Dios que destruye a la humanidad a través de un diluvio, y un Dios que acoge y abraza al hijo pródigo.

El núcleo de la doctrina de Marción es la distinción radical entre la Ley y la gracia. El mundo antiguo estaba regido por la Ley, obra del Dios malo; el mundo nuevo lo abre Cristo, elevándolo mediante la gracia. Marción parte de una frase de la epístola a los Gálatas (1,9): «La salvación no proviene de la Ley, sino de la fe en Jesucristo».

Marción hizo un esfuerzo por separar el cristianismo de las impurezas ritualistas y normativistas de la Ley veterotestamentaria. Quiso romper toda continuidad entre judaísmo y cristianismo. Cristo había revelado una religión absolutamente espiritual.

Su radical rechazo de la materia —obra del Dios malo— tenía consecuencias diversas: Cristo no pudo tener cuerpo real, tuvo solo hominis forma. Por eso Marción se ve obligado a prescindir de los tres primeros capítulos del Evangelio de san Lucas: Cristo no fue alumbrado, ni tuvo infancia, sino que fue siempre adulto. La fórmula de la consagración —hoc est enim corpus meum— la convirtió en hoc est enim figura corporis mei. Por otro lado, la resurrección de la carne, que suponía la prolongación de la materia, no tenía sentido; solo resucitaba el alma. Tampoco resultaban admisibles el matrimonio ni, en general, las relaciones sexuales, porque aumentaban el número de cuerpos y con ello multiplicaban la materia.

A Marción le preocupaba dejar claro que el Dios de los cristianos era el Dios bueno, pacífico y manso. Y que la conducta de sus seguidores debía ser igualmente buena, pacífica y mansa. Marción no llegó a conocer al emperador Constantino ni su alianza de la Iglesia con el poder, ni otras alianzas de la Iglesia con el poder que se producirían en los siglos posteriores. Ni conoció una Iglesia con territorio y con ejército. Ni conoció las cruzadas. Todo eso le hubiera resultado escandaloso.

La vitalidad y pujanza del marcionismo hizo que la Iglesia de Roma se apresurara a configurar el contenido del Nuevo Testamento, a formular el credo o Símbolo de los Apóstoles, a valorar las cartas de san Pablo y a desvincularse del judaísmo.

La crítica de Tertuliano en el Adversus Marcionem se centra, naturalmente, en combatir la dualidad de dioses y proclamar la unicidad de Dios. Pero al propio Tertuliano le cuesta conjugar la conducta severamente punitiva del Dios veterotestamentario y la conducta infinitamente misericordiosa del Dios neotestamentario. «El amor de Dios le hace violento», escribe Tertuliano con una frase que crea más confusión que claridad. También le preocupa la condición de phantasma (la expresión es de Tertuliano) que Marción atribuye a Cristo. El phantasma no es ni humano ni divino. El Cristo de Marción, escribe Tertuliano, «es carne sin ser carne, hombre sin ser hombre, dios sin ser dios». En los primeros tiempos del cristianismo era urgente cerrar el camino a esta configuración de Cristo. Tertuliano se esfuerza por demostrar que la redención del hombre implica, por necesidad, la condición también humana del Dios Hijo. Ese era, ciertamente uno de los puntos débiles de la teología de Marción: un phantasma no podía haber sufrido en la cruz.

VALENTÍN EL GNÓSTICO EN SU PLÉROMA DE EONES

Es poco lo que se sabe de este personaje piadoso y sabio que nació en una aldea del delta del Nilo llamada Phrenobis, se educó en Alejandría, donde recibió una cultura helenística, viajó luego a Roma en el año 142, donde se dedicó a propagar su doctrina, y se retiró a Chipre, adonde viajó en el año 160 y donde murió. Esos dos años son las únicas fechas más o menos ciertas de su vida. Se ignoran las de su nacimiento y su muerte.

Las únicas fuentes de las que pueden extraerse datos fiables de su existencia son las obras de sus contemporáneos que se dedicaron a combatirle: Clemente de Alejandría, Teodoto y otros varios. Lo mismo sucede con los escritos de Valentín: solo pueden tenerse por ciertos los párrafos literales que transcriben sus oponentes y que proceden de obras que no se han conservado. Cuando en el año 1945 se descubrió la biblioteca de Nag Hammadi, formada por doce códices del siglo IV, cuatro de ellos titulados evangelios —el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Felipe, al Evangelio de María y el Evangelio de Judas—, varios de aquellos textos se atribuyeron a Valentín, pero no hay pruebas contundentes de que sean suyos.

Hay cosas que pueden darse por ciertas y auténticas del pensamiento de Valentín el Gnóstico que le hacen muy actual: la primera es su existencialismo. Valentín parece sentir la Geworfenheit heideggeriana, esa sensación que percibe el hombre moderno de haber sido arrojado desconsideradamente a un mundo hostil. «Lo que nos hace libres no es el bautismo solo —escribió Valentín—, sino también la gnosis: el saber quiénes somos, qué podemos llegar a ser, dónde estábamos, dónde hemos caído, hacia dónde nos dirigimos, de qué hemos sido liberados, qué es el nacimiento, qué es el nuevo nacimiento». Las mismas preguntas que se han hecho los filósofos existencialistas.

También resulta muy actual su clasificación de los hombres en hýlicos, psíquicos y pneumáticos. La clasificación vale para su tiempo y vale para el nuestro. Hombre hýlico es el insensible, el materialista, el indiferente a las cosas un poco elevadas. Hombre psíquico es el atormentado, al que le preocupan la muerte y la vida en función de la muerte, y el sentido del mal, y el dolor de los inocentes, y la lucha inútil por alcanzar la felicidad —ese «imposible necesario» de nuestro filósofo—. Hombre pneumático es el que consigue superar las contradicciones de la existencia y vive una vida serena y en paz.

Pero Valentín, como buen gnóstico, comete dos errores, o quizá tres: uno (que es doble), el armar una cosmogonía majestuosa que tiene que inventarse de principio a fin y el crear una mitología cristiana que nada tiene que ver con el Evangelio; y otro, el utilizar una terminología esotérica para hacerla incomprensible y que quedará reservada para los iniciados, para los elegidos. ¿Era un loco, un visionario, este Valentín el Gnóstico? En absoluto. Era un filósofo bien formado y un hombre profundamente religioso.

Los primeros gnósticos —no sus seguidores, que se limitaron a complicar hasta el infinito las ideas que habían aprendido— fueron filósofos que se encontraron en los primeros tiempos del cristianismo con este problema: Cristo había traído un extraordinario mensaje, pero era un mensaje que no tenía armazón filosófico. Y entonces, los primeros gnósticos se sintieron en la obligación de construir ese armazón. Valentín puso al servicio de la empresa sus serios conocimientos de la filosofía platónica, la pitagórica y la estoica, y de la espiritualidad egipcio-helenística.

La cosmogonía de Valentín se va desarrollando, antropológicamente, por parejas conceptuales. En un principio solo existieron el Abismo y el Silencio. De la unión del Abismo y el Silencio surgieron la Mente y la Verdad. De la unión de la Mente y la Verdad surgieron la Palabra y la Vida. Y así, sucesivamente, hasta que termina habiendo treinta eones que formaron el Pléroma. La palabra eón procede del Timeo platónico. Eón es lo que permanece frente a lo transitorio. Eugenio d’Ors, que recuperó la palabra en su sentido originario, habló de un «eón de lo clásico» y de un «eón de lo barroco», que van apareciendo —y seguirán apareciendo— en toda la historia de la cultura. Gilles Deleuze dará un sentido distinto al eón: para él se trata de la línea continua del tiempo, fraccionada en instantes.

El Pléroma es la bóveda estrellada de eones. Es un ámbito luminoso en el que brillan los treinta astros. Pero hubo un momento en el que el eón Sabiduría quiso conocer al eón Abismo (¿no se daría cuenta Valentín de que era eso mismo —querer explicar la fe desde la razón— lo que le estaba pasando a él?), y entonces el Abismo expulsó a la Sabiduría al Kéroma. Y la Sabiduría pasó del cielo brillante, luminoso y estrellado a un espacio vacío, oscuro y despoblado. Pléroma y Kéroma formaron así el universo, la suma de la Región de la Verdad y la Región de la Sombra —algo que probablemente ni Platón ni Valentín el Gnóstico concibieron como tal unidad—.

La compleja mitología cristiana creada por Valentín se fue complicando aún más por sus discípulos: más de trescientos eones llegaron a identificarse sin que, evidentemente, el conocimiento de Dios hubiera avanzado, por esa vía, ni un solo milímetro. ¿No se dieron cuenta los gnósticos de que por ese camino de las construcciones filosóficas no podía desentrañarse al Inefable, al Incognoscible? Los contemporáneos de Valentín el Gnóstico, aunque menos filósofos que su adversario, le advirtieron ya que la vía del conocimiento de Dios no eran las horas de estudio, sino las horas de ascetismo y oración.

Por otra parte, Valentín y sus discípulos entendieron mal el pasaje del Evangelio de san Marcos (13, 11) «a vosotros os han sido dados a conocer los misterios del reino de los cielos». Ese «vosotros» no era una minoría privilegiada. En la humanidad no había unos pocos elegidos a quienes estuviera destinada la enseñanza evangélica.

Sin embargo, la idea de la gnosis, es decir, la idea de que existe un texto oculto que desvela todos los misterios y que solo unos privilegiados llegarían a conocerlo, ha sido una constante en la historia del cristianismo. La escuela de Valentín el Gnóstico, los valentinianos, perduró varios siglos; probablemente hasta finales del siglo VII. Los bogomilos —los «amados de Dios», en su etimología eslava—, en el siglo XI, se instruían en secreto, boca a boca, de iniciado a iniciado, sin escuelas ni iglesias. Los cátaros —los «puros», en su etimología griega—, en los siglos XII a XIV, profesaron un dualismo extremo, con odio de la materia y del cuerpo, que desarrollaron minuciosamente. Los teósofos del siglo XIX pretendieron haber descubierto la verdadera sabiduría; la fundadora de la teosofía, Helena Petrovna Blavatsky, desvela en su obra La Doctrina Secreta (The Secret Doctrine, 1888, dos volúmenes) todos los detalles de «la verdadera religión de la humanidad».

Cuando el orientalista alemán Karl Gottfried Woide descubrió en el Museo Británico un manuscrito copto al que llamó Pistis Sophia —«la fe de la sabiduría», que es la expresión que más se repite en él—, se produjo un resurgimiento del gnosticismo. Al fin se había encontrado el libro que lo explicaba todo. Woide atribuyó la autoría a Valentín el Gnóstico, por pura (y fallida) intuición. Investigadores posteriores lo han enmarcado en el gnosticismo ofita —el de los adoradores de la serpiente del Génesis, que ofreció a Adán y Eva el conocimiento de la verdadera sabiduría—.

La posibilidad de hallar un viejo manuscrito en el que se desvelen los misterios que rodean la existencia humana es algo que, probablemente, no dejará de entusiasmar a los apasionados —que siempre los ha habido y los habrá— por el esoterismo y el ocultismo. Las fraternidades rosacruces hunden sus raíces en la Alta Edad Media, y se ramifican en nuestro tiempo en multitud de sociedades que se dedican, sigilosamente, al cultivo de las ciencias esotéricas.