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El lujoso Ferrari despertaba miradas de curiosidad en el tranquilo pueblecito inglés de Little Molting, pero para la profesora Kelly Jenkins sólo significaba una cosa: Alekos Zagorakis había vuelto a su vida. Cuatro años antes, con el ramo de novia en la mano, Kelly supo que su guapísimo prometido griego no iba a reunirse con ella en el altar. Ahora él había vuelto para exigir lo que era suyo.
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
NUEVE MESES DESPUÉS…, N.º 2077 - mayo 2011
Título original: One Night... Nine-Month Scandal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-310-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
ME DA IGUAL que esté en medio de una conferencia, esto es urgente!
Alekos levantó la mirada cuando Dmitri, el director jurídico de la naviera Zagorakis, entró en su despacho con un montón de papeles en la mano y el rostro de color escarlata.
–Tengo que colgar –Alekos interrumpió la conferencia con su equipo en Nueva York y Londres–. Como no te he visto correr en los diez años que llevas trabajando para mí, imagino que traes malas noticias. ¿Se ha hundido un carguero?
–Rápido, conéctate a Internet –el normalmente tranquilo Dmitri recorrió el espacio que los separaba en dos zancadas, chocó contra el escritorio y tiró los papeles por el suelo.
–Ya estoy conectado –intrigado, Alekos miró la pantalla–. ¿Qué se supone que debo buscar?
–Ve a eBay –le pidió Dmitri, con voz estrangulada–. Ahora mismo. Tenemos tres minutos para pujar.
Alekos no perdió el tiempo diciendo que hacer pujas por Internet no solía formar parte de su jornada de trabajo. En lugar de eso, accedió a la página y miró a su abogado con expresión interrogante.
–Escribe «diamantes»... grandes diamantes blancos.
Alekos tuvo una premonición. Pero no, no podía ser. No podía haberlo hecho.
Pero cuando la página de eBay apareció en la pantalla masculló una maldición en griego mientras Dmitri se dejaba caer sobre una silla.
–¿Me he vuelto loco o el diamante Zagorakis está siendo vendido en eBay?
Alekos asintió con la cabeza.
Ver ese anillo lo hacía pensar en ella y pensar en ella desataba una reacción en cadena que lo sorprendió por su intensidad. Incluso después de tantos años de ausencia, Kelly podía hacerle eso, pensó.
–Es el diamante Zagorakis, sí. ¿Seguro que es ella quien lo vende?
–Eso parece. Si hubiera estado antes en el mercado nos lo habrían notificado. Tengo un equipo de gente investigando ahora mismo, pero la puja ya ha llegado al millón de dólares. ¿Por qué eBay? –inclinándose, Dmitri reunió los papeles que había dejado caer al suelo–. ¿Por qué no Christie's o Sotheby's o alguna de las famosas casas de subastas? Es una decisión muy extraña.
–No es extraña –con la mirada fija en la pantalla, Alekos sonrió–. Es justo lo que haría ella. Kelly nunca iría a Christie's o Sotheby's.
Que fuese una persona tan normal era algo que siempre le había parecido encantador. No era pretenciosa, un atributo raro en el mundo falso en el que vivía.
–Bueno, da igual –Dmitri tiró de su corbata como si lo estuviera estrangulando–. Si la puja ha llegado al millón de dólares hay muchas posibilidades de que alguien sepa que se trata del diamante Zagorakis. ¡Tenemos que detenerla! ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no lo hizo hace cuatro años? Entonces tenía razones para odiarte.
Alekos se echó hacia atrás en el sillón, considerando la pregunta. Y cuando habló, lo hizo en voz baja:
–Ha visto las fotografías.
–¿De Marianna y tú en el baile benéfico? ¿Crees que habrá oído rumores de que vuestra relación es seria?
Alekos miró la pantalla.
–Sí.
El anillo lo decía todo. Su presencia en la pantalla decía: «esto es lo que pienso de lo que hubo entre nosotros». Era el equivalente a tirar el diamante al río, pero mucho más efectivo. Estaba vendiéndolo al mejor postor de la manera más pública posible y el mensaje era claro: «este anillo no significa nada para mí».
«Nuestra relación no significa nada».
Estaba furiosa.
Alekos se levantó abruptamente, pensando que eso dejaba claro que había hecho lo que debía. Marianna Konstantin jamás haría algo tan vulgar como vender un anillo en eBay. Era demasiado discreta y educada como para eso. Siempre impecable, era una chica callada y discreta. Y, sobre todo, no quería casarse.
Luego volvió a mirar el anillo en la pantalla, imaginando la emoción que había detrás de esa venta. No había nada contenido. La mujer que vendía el anillo entregaba libremente sus emociones.
Recordando lo «libremente» que lo hacía, Alekos tuvo que apretar los labios. Sería bueno, pensó, romper ese último lazo entre ellos. Y aquél era el momento.
–Puja por él, Dmitri.
Su abogado lo miró con cara de sorpresa.
–¿Pujar? ¿Cómo? Hace falta tener una cuenta en eBay y no hay tiempo para eso.
–Necesitamos un universitario –Alekos pulsó el botón del intercomunicador–. Dile a Eleni que venga ahora mismo. De inmediato, sin perder un minuto.
Unos segundos después, la secretaria más joven del equipo apareció en el despacho.
–¿Quería hablar conmigo, señor Zagorakis?
–¿Tienes una cuenta en eBay?
Sorprendida por la pregunta, la chica tragó saliva.
–Pues sí...
–Necesito que pujes por algo –sin dejar de mirar la pantalla, Alekos le hizo un gesto para que se acercase. Dos minutos, tenía dos minutos para pujar por el diamante, para recuperar algo que nunca debería haber dejado de ser suyo–. Entra en tu cuenta y haz lo que tengas que hacer para pujar.
–Ahora mismo –nerviosa, la chica se sentó en el sillón y escribió su contraseña. Pero le temblaban las manos de tal modo que la escribió mal y tuvo que volver a hacerlo.
–Tómate tu tiempo, tranquila –Alekos miró a Dmitri, que parecía a punto de sufrir un infarto.
Por fin, Eleni escribió la contraseña correcta y sonrió, aliviada.
–¿Por cuánto dinero debo pujar?
–Dos millones de dólares.
La chica dejó escapar un gemido.
–¿Cuánto ha dicho?
–Dos millones –Alekos observó el reloj que llevaba la cuenta atrás. Dos minutos, tenían dos minutos para pujar–. Hazlo ahora mismo.
–Pero el límite de mi tarjeta de crédito son quinientas libras. No puedo...
–Pero yo sí y soy yo quien va a comprarlo –Alekos se dio cuenta de que la chica estaba muy pálida–. No te desmayes. Si te desmayas no podrás pujar. Dmitri, como director jurídico de la empresa, será testigo de este acuerdo. No tendrás ningún problema, no te preocupes. Tenemos treinta segundos y esto es muy importante para mí. Hazlo, por favor.
–Sí, claro... lo siento –con manos temblorosas, Eleni escribió la cantidad en la casilla adecuada–. Ahora soy... o sea, usted es quien más ha pujado.
Alekos levantó una ceja.
–¿Está hecho entonces?
–Mientras nadie haga una puja más alta en el último segundo...
Alekos, que no quería arriesgarse, buscó la casilla de puja y escribió cuatro millones de dólares.
Cinco segundos después, el anillo era suyo y estaba sirviéndole un vaso de agua a la pobre Eleni.
–Estoy impresionado. Respondes bien bajo presión y has hecho lo que tenías que hacer. No lo olvidaré, Eleni. Y ahora dime dónde tengo que enviar el dinero. ¿El vendedor da su nombre y su dirección?
Tenía que decidir si hacía aquello en persona o lo ponía en manos de sus abogados.
Sus abogados, le decía el sentido común. Por la misma razón por la que no había intentado encontrarla en esos cuatro años.
–Puede enviar por e-mail las preguntas que quiera –dijo Eleni, mirando el diamante en la pantalla–. Es un anillo precioso, por cierto. Muy romántico.
Alekos no se molestó en desilusionarla.
¿Había sido él romántico alguna vez? Si ser romántico consistía en tener un impulsivo y vertiginoso romance con alguien, entonces sí lo era. Una vez. O tal vez «cegado por el deseo» sería una mejor manera de describirlo. Afortunadamente, había recuperado a tiempo el sentido común.
Y desde entonces había tratado las relaciones sentimentales como si fueran acuerdos comerciales... como su relación con Marianna. Era mucho más sensato. No sentía el menor deseo de entenderla y Marianna no había mostrado la menor intención de entenderlo a él.
Eso era mucho mejor que una chica que se te metía en la piel y te volvía loco.
Alekos miró hacia la ventana mientras Dmitri sacaba a Eleni del despacho, prometiendo lidiar con el aspecto financiero de la transacción más tarde.
Su abogado cerró la puerta y se volvió hacia él.
–Haré que transfieran el dinero y recojan el anillo.
–No –empujado por algo que prefería no analizar, Alekos metió una mano en el bolsillo de la chaqueta–. No quiero ese anillo en las manos de nadie. Iré a buscarlo yo mismo.
–¿En persona? –exclamó Dmitri–. No has visto a esa chica en cuatro años porque decidiste que era mejor no volver a verla nunca. ¿Tú crees que es buena idea?
–Yo siempre tengo buenas ideas.
Tenía que terminar con aquello para siempre, pensó mientras se dirigía a la puerta. Le daría el dinero, se llevaría el anillo y seguiría adelante con su vida como si no hubiera pasado nada.
–Respira, respira, respira. Pon la cabeza entre las rodillas... eso es. No vas a desmayarte. Muy bien, muy bien. Y ahora, intenta decirme qué ha pasado.
Kelly intentó hablar, pero ningún sonido salía de su garganta y se preguntó si sería posible quedarse muda de una sorpresa.
Su amiga la miró, exasperada.
–Kel, te doy treinta segundos para que digas algo o te tiro un cubo de agua fría por la cabeza.
Kelly respiró profundamente y lo intentó de nuevo:
–He vendido...
–¿Qué has vendido? –la animó Vivien.
–El anillo.
–Ah, por fin hacemos algún progreso. Has vendido un anillo. ¿Qué anillo? –los ojos de Viv se iluminaron de repente–. Caray, ¿no habrás vendido el anillo?
Kelly asintió con la cabeza, intentando respirar de nuevo.
–He vendido el anillo... en eBay.
Se había mareado y sabía que estaría tirada en el suelo, desmayada, si no estuviera sentada.
–Muy bien, de acuerdo. Entiendo que estés nerviosa. Llevabas cuatro años llevando ese anillo al cuello... demasiado tiempo probablemente dado que el canalla que te lo regaló no se molestó en aparecer el día de la boda –asintió Vivien–. Pero por fin has visto la luz y lo has vendido, no pasa nada. No hay razón para ponerse enferma. Estás pálida como un muerto y yo no sé nada de primeros auxilios. Cerraba los ojos en las clases porque me da asco la sangre, así que no te pongas peor.
–Vivien...
–¿Qué hago, te doy una bofetada? ¿Te levanto las piernas para que te llegue la sangre a la cabeza? Dime qué tengo que hacer. Sé que esto te ha traumatizado, pero han pasado cuatro años, por favor.
Kelly tragó saliva, apretando la mano de su amiga.
–Lo he vendido.
–Que sí, que sí, que has vendido el anillo, ya lo sé. Olvídate del asunto y sigue adelante con tu vida... sal por ahí y acuéstate con un extraño para celebrarlo. Tú no quieres creerlo, pero te aseguro que tu novio griego no es el único hombre en la Tierra.
–Por cuatro millones de dólares.
–O podríamos abrir una botella de champán y... ¿qué has dicho? –Vivien se dejó caer al suelo–. Por un momento, me había parecido escuchar cuatro millones de dólares.
–Cuatro millones –repitió Kelly–. Vivien, no me encuentro bien.
–Yo tampoco me encuentro bien, pero no podemos desmayarnos las dos. Podríamos darnos un golpe en la cabeza y encontrarían nuestros cadáveres descompuestos dentro de una semana... o no nos encontrarían nunca porque tu casa siempre está como una leonera –Viv sacudió la cabeza, incrédula–. Seguro que ni siquiera has hecho testamento. Yo sólo tengo una bolsa llena de ropa sucia y un montón de facturas y tú tienes cuatro millones de dólares. Cuatro millones. Dios mío, nunca había tenido una amiga rica. Ahora soy yo la que necesita respirar –tomando una bolsa de papel del suelo, sacó las dos manzanas que había dentro y metió la cara en ella, respirando ruidosamente...
Kelly se miró las manos, preguntándose si dejarían de temblar si se sentaba sobre ellas. Le temblaban desde que encendió el ordenador y vio la puja final.
–Tengo que... calmarme. Y tengo que revisar los exámenes de lengua antes de mañana.
Vivien se quitó la bolsa de la cara.
–No digas tonterías. No tendrás que volver a dar clases en toda tu vida. Puedes dedicarte a vivir como una reina a partir de ahora. Ve al colegio mañana, presenta la renuncia y vete a un spa. ¡Podrías estar diez años en un spa!
–Yo no haría eso, me encanta ser profesora. Cuando llegan las vacaciones estoy deseando que terminen para volver a clase.
–Ya, ya...
–Me encantan los niños. Son lo más parecido a una familia que voy a tener nunca.
–Por el amor de Dios, Kel, tienes veintitrés años, no ochenta. Además, ahora eres rica, los hombres harán cola para dejarte embarazada.
Kelly hizo una mueca.
–Tú no sabes lo que es el romanticismo, ¿verdad?
–Soy realista. Ya sé que te encantan los niños y me parece muy raro. A mí me gustaría retorcerles el pescuezo... tal vez deberías darme a mí el dinero y yo presentaré la renuncia. ¡Cuatro millones de dólares! ¿Cómo es posible que no supieras que valía tanto?
–No lo pregunté. El anillo era especial porque me lo había regalado él, no por su valor material. No se me ocurrió que pudiera ser tan caro.
–Tienes que ser práctica además de romántica. Puede que él fuera un canalla, pero al menos no era un canalla tacaño –Vivien clavó los dientes en una manzana–. Cuando me dijiste que era griego pensé que sería camarero o algo así.
Kelly se puso colorada. No le gustaba hablar de ello porque le recordaba lo tonta que había sido. Y lo ingenua.
–No era camarero –murmuró, cubriéndose la cara con las manos–. No quiero ni pensar en ello. ¿Cómo pude imaginar que iba a salir bien? Él era un hombre súper inteligente, súper sofisticado, súper rico. Yo no soy súper nada.
–Sí lo eres –objetó Vivien, siempre tan leal–. Tú eres súper desordenada, súper despistada y...
–Cállate, anda. No necesito saber las razones por las que no salió bien –Kelly se preguntaba cómo podía seguir doliéndole tanto después de cuatro años–. Me gustaría encontrar una razón por la que podría haber salido bien.
Vivien dio otro mordisco a la manzana, pensativa.
–Tienes unos súper pechos.
Kelly se cubrió el pecho con los brazos.
–Gracias –murmuró, sin saber si reír o llorar.
–De nada. Bueno, ¿y de dónde saca su dinero tu súper ex novio?
–Tiene una naviera... una grande, con muchísimos barcos.
–No me lo digas, súper barcos. ¿Por qué no me lo habías contado antes? –Vivien sacudió la cabeza–. O sea, que es millonario, ¿no?
–He leído en algún sitio que es multimillonario.
–Ah, bueno, ¿qué importancia tienen unos cuantos millones entre amigos? Pero entonces, y no te lo tomes a mal, ¿cómo os conocisteis? Yo llevo viviendo los mismos años que tú y nunca he conocido a un millonario. Y mucho menos a un multimillonario. Podrías darme algún consejo.
–Cuando terminé la carrera me fui de vacaciones a Corfú, en Grecia. Sin darme cuenta entré en una playa privada, pero yo no sabía que lo fuera. Me había dejado la guía en el hotel y estaba mirando aquel paisaje maravilloso, no los carteles –Kelly dejó escapar un suspiro–. ¿Podemos hablar de otra cosa? Ése no es mi tema favorito.
–Sí, claro. Podemos hablar de qué vas a hacer con cuatro millones de dólares.
–No lo sé –Kelly se encogió de hombros–. ¿Pagar a un psiquiatra para que me cure del shock?
–¿Quién ha comprado el anillo?
–No lo sé, alguien con mucho dinero evidentemente.
Vivien la miró, exasperada.
–¿Y cuándo tienes que entregarlo?
–Una chica me ha enviado un mensaje diciendo que vendrían a buscarlo en persona mañana. Y le he dado la dirección del colegio por si acaso eran gente rara –Kelly tocó el anillo, que llevaba en una cadenita al cuello bajo la blusa, y Vivien suspiró.
–Nunca te lo quitas. Incluso duermes con él puesto.
–Porque soy muy desordenada y me da miedo perderlo.
–Déjate de excusas. Ya sé que eres desordenada, pero llevas el anillo porque sigues enamorada de él. Has seguido enamorada de él estos cuatro años. ¿Por qué decidiste vender el anillo de repente, Kel? ¿Qué ha pasado? Esta última semana has estado muy rara.
–Vi fotografías de él con otra mujer. Rubia, delgadísima, ya sabes a qué me refiero. La clase de mujer que hace que una quiera dejar de comer para siempre... hasta que te das cuenta de que incluso dejando de comer nunca tendrías ese aspecto –Kelly suspiró–. Y pensé que conservar el anillo estaba evitando que rehiciera mi vida. Es una locura, yo estoy loca.
–No, ya no. Por fin has recuperado la cordura –Vivien se apartó el pelo de los ojos con un gesto dramático–. Tú sabes lo que esto significa, ¿verdad?
–¿Que tengo que olvidarme de él para siempre?
–No, que se terminó lo de comer pasta barata. Esta noche vamos a pedir una pizza que lleve de todo y vas a pagar tú. ¡Yupi! –exclamó su amiga, levantando el teléfono–. ¡Vamos a darnos la gran vida!
Alekos Zagorakis bajó del Ferrari y miró el viejo edificio de estilo victoriano: una escuela de primaria en Hampton Park.
Por supuesto, Kelly trabajaba con niños. Era lo más lógico.
Fue el día que leyó en la prensa que pensaba tener cuatro hijos cuando la dejó plantada.
Alekos miró el edificio. La verja estaba rota por varios sitios y unos plásticos cubrían parte del tejado, presumiblemente para evitar las goteras.
En ese momento sonó una campanita y, un segundo después, un montón de niños salieron al patio, empujándose unos a otros. Una joven los seguía, contestando preguntas, intentando contener discusiones y, en general, controlando el caos. Llevaba una sencilla falda negra, zapatos planos y una blusa de color claro. Alekos no la miró dos veces, demasiado ocupado buscando a Kelly.
De nuevo, estudió el viejo edificio, pensando que debía haberse equivocado. ¿Por qué iba Kelly a enterrarse en aquel sitio?
Estaba a punto de volver al coche, pensando que le habían dado una dirección errónea, cuando oyó una risa que le resultaba familiar. Y, de repente, se encontró mirando de nuevo a la joven profesora de falda negra y zapatos planos.
No se parecía a la alegre adolescente que había conocido en la playa de Corfú y estaba a punto de darse la vuelta cuando ella giró la cabeza.
Llevaba el pelo firmemente sujeto con un prendedor, pero era del mismo tono castaño...
Alekos arrugó el ceño, quitándole mentalmente esa ropa tan aburrida para ver a la mujer que había debajo.
La joven sonrió entonces y Alekos se quedó sin respiración porque era imposible no reconocer esa sonrisa. Una sonrisa amplia, generosa, auténtica. Sin pensar, bajó la mirada hasta sus piernas... sí, eran las mismas piernas, largas y preciosas. Unas piernas hechas para que un hombre perdiese la cabeza. Unas piernas que una vez se habían enredado en su cintura...
Los gritos de los niños interrumpieron sus pensamientos. Un grupo de chicos había visto el Ferrari y, de inmediato, Alekos lamentó no haber aparcado más lejos.
Los niños corrían por el patio para acercarse a la verja que separaba el colegio del resto del mundo y él los miró como otro hombre miraría a un animal peligroso.
–¡Menudo cochazo!
–¿Es un Porsche? Mi padre dice que el mejor coche del mundo es el Porsche.
–Cuando sea mayor voy a tener uno como ése.
Alekos no sabía qué decir, de modo que se quedó callado. Pero enseguida vio que Kelly giraba la cabeza. Por supuesto, ella se daría cuenta rápidamente de que alguna de sus ovejitas había escapado del rebaño, Kelly era ese tipo de persona. Era desordenada, ruidosa y cariñosa. Y no se habría quedado callada si unos niños se dirigían a ella.
Alekos vio que estaba pálida, el tono de su piel destacando el inusual azul zafiro de sus ojos.
Evidentemente no conocía a mucha gente que condujera un Ferrari, pensó. Y el hecho de que se sorprendería de verlo aumentó su furia.
¿Qué había esperado, que se quedara de brazos cruzados mientras vendía el anillo, el anillo que él había puesto en su dedo, al mejor postor?
Desde el otro lado del patio sus ojos se encontraron.
El sol apareció por detrás de una nube, dándole reflejos dorados a su pelo. Le recordaba a aquella tarde en la playa de Corfú. Entonces Kelly llevaba un minúsculo bikini de color turquesa y una sonrisa avergonzada...
Pero no quería pensar en eso, de modo que volvió al presente.
–¡Chicos! –su voz era como chocolate derretido con un poco de canela, suave con un toque de especias–. No os subáis a la verja, ya sabéis que es peligroso.
Alekos se sintió absurdamente decepcionado. Cuatro años antes, Kelly hubiera salido corriendo por el patio con el entusiasmo de un cachorro para echarse en sus brazos.
Y que estuviera mirándolo como si hubiera escapado de una reserva de tigres lo ponía aún más tenso.
Alekos miró al niño más cercano, la necesidad de información desatando su lengua.
–¿Es vuestra profesora?