Obediencia a la autoridad - Stanley Milgram - E-Book

Obediencia a la autoridad E-Book

Stanley Milgram

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Beschreibung

En la década de 1960, tres meses después de que Adolf Eichmann fuera sentenciado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la humanidad durante el régimen nazi, el psicólogo Stanley Milgram llevó a cabo una serie de experimentos que cambiaron para siempre nuestra percepción de la moral. Muy controvertidos en su momento, pero ahora fuertemente reivindicados por la comunidad científica, estos experimentos trataban de determinar si Eichmann y su millón de cómplices en el Holocausto solo estaban siguiendo órdenes, y hasta qué punto la gente obedece mandatos sin importar sus consecuencias. Obediencia a la autoridad ayuda a explicar cómo la gente común puede cometer el más horrible de los crímenes, ausentándose su sentido de la responsabilidad, si se encuentra bajo la influencia de una fuerte autoridad. Milgram resumiría su investigación de esta manera: "Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo se comporta la mayoría de la gente en situaciones concretas. Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los imperativos morales de los sujetos".

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Prólogo

Jerome S. Bruner[1]

En el momento de su aparición, hace más de cuarenta años, Obediencia a la autoridad, de Stanley Milgram, conmocionó al mundo entero. ¿Cómo era posible que hubiera personas capaces de proporcionar descargas eléctricas cada vez más devastadoras a otros seres humanos únicamente porque así se lo había requerido el profesor que estaba «a cargo» de un experimento? Desgraciadamente, la advertencia clara que el libro ofrecía sobre los estragos que podía causar aquella obediencia ciega, a día de hoy resuena todavía con más fuerza que entonces. Se han difundido imágenes de cómo soldados estadounidenses ordinarios, siguiendo las órdenes de sus oficiales, maltratan y humillan a prisioneros iraquíes encarcelados. Es un tratamiento sistemáticamente brutal, e incluso han llegado a tomar instantáneas de sus acciones ¡en las que posan sonrientes tras un trabajo bien hecho! Afirmaron estar obedeciendo órdenes de «ablandar» a los prisioneros para su posterior interrogatorio (independientemente de lo sumamente ambiguas que las investigaciones oficiales encontraran más tarde aquellas «órdenes»).

De alguna manera, ni siquiera parecía tener importancia (a pesar de la Convención de Ginebra y del reglamento del Ejército de los Estados Unidos) que la mayoría de los prisioneros fueran únicamente arrestados bajo sospecha de delito y ni siquiera hubieran sido hasta aquel momento acusados de actos criminales específicos. El libro de Milgram escandalizó porque desafiaba las arraigadas creencias sobre el modo en que se expresa la «naturaleza humana» en las rutinas de la vida cotidiana. ¿Cómo era posible que gente común —estadounidenses corrientes a la sazón, ciudadanos de a pie de la tranquila New Haven— infligiera un dolor supuestamente insoportable a otro ser humano por el simple hecho de que un profesor de Yale así se lo hubiera indicado? Sin lugar a duda, estaban allí para ayudar al profesor a llevar a cabo experimentos de laboratorio que giraban en torno a la idea de si el castigo afectaba la forma en que las personas aprendían listas de palabras. Pero ¿qué llevaba a aquellos participantes normales y corrientes a obedecer órdenes de tan buena gana que incluso llegaron a desestimar el ofrecimiento del profesor de poner fin a los alarmantes procedimientos?

¿De qué iba todo aquello? ¿Era simplemente el ambiente simulado de un experimento «psicológico» lo que conducía a semejante falta de humanidad o se había puesto en marcha algo más general acerca de nuestras relaciones sociales? El perturbador informe de Milgram nos incitó a pensar de una forma diferente con respecto a la autoridad y a la obediencia, incluso sobre la naturaleza humana, sobre cuánto de lo que había en ella procedía de adentro hacia fuera y cuánto de afuera hacia dentro.

Esto no quiere decir que semejantes preguntas fueran del todo novedosas a mediados de los 70, cuando el libro apareció por primera vez. Una década antes, Hannah Arendt había publicado Eichmann en Jerusalén, donde expuso sus entonces polémicas tesis sobre «la banalidad del mal»: que el despreciable nazi Adolf Eichmann no era un «monstruo», sino que simplemente obedecía la orden de que los judíos que se encontraban en su campo de concentración debían ser exterminados en las cámaras de gas. Eichmann no era más que un burócrata que obedecía órdenes, tal y como hacen los burócratas en todas partes.

En aquel momento, muchos pensaron que la perturbadora argumentación de Arendt no había tenido debidamente en cuenta las maldades intrínsecas del nazismo, su poder para convertir a los alemanes en bestias... Alemanes. ¿Podía pasar algo así en Estados Unidos? Preferíamos creer que existía algo profundo, algo malvado, en la cultura alemana que había dado lugar al mismo tiempo al nazismo y a los Eichmanns necesarios para desempeñar sus atroces mandatos.

En efecto, algo así no podría ocurrir en Estados Unidos. Sin embargo, en los diez años que separaban el Eichmann de Arendt y la Obediencia a la autoridad de Milgram se estaban produciendo cambios. El mundo occidental se enfrentaba a tiempos turbulentos de ira y dudas; los jóvenes mostraban cada vez una mayor desconfianza hacia la autoridad, en cualquiera de sus formas. No solo hacia la autoridad, sino hacia la obediencia irracional a ella. Era la década de los Derechos Civiles, de la concienciación del movimiento de liberación de las mujeres, de las turbulentas revueltas estudiantiles y del mayo del 68 parisino. La obediencia a la autoridad estaba siendo atacada no solo en las calles, sino también en las mentes de las personas corrientes como quizá no había sucedido desde la Revolución francesa.

A finales de aquella década tempestuosa, Obediencia a la autoridad tocó fibras sensibles a lo largo y ancho del mundo. De entrada, los estudios de Milgram mostraban que era cierto que pudiera llegar a pasar lo mismo allí, incluso en la mismísima Hillhouse Avenue de New Haven, sin importar los efectos predisponentes de la cultura autoritaria alemana. Ni siquiera hacía falta una «personalidad autoritaria» para volverte despiadadamente cruel con otros siguiendo instrucciones procedentes de arriba. Todos nosotros (o virtualmente todos nosotros), al parecer, estábamos dispuestos a hacer lo que se nos decía si considerábamos que aquellos que daban las órdenes estaban oficialmente «al mando».

La acogida de su libro por parte de la profesión psicológica contó con reacciones muy diversas, como cabía esperar. En particular, los psicólogos sociales, quizá para protegerse de posibles cargas de generalización incauta, suelen mostrarse bastante inciertos a la hora de sacar conclusiones generales sobre sus estudios (y así debería ser, puesto que rara vez resulta obvio lo mucho que uno es capaz de generalizar a partir de estudios de laboratorio «artificiales», desubicados). Pero Milgram, a pesar de dejar claras muchas de las precauciones técnicas que había tenido en consideración, no se anduvo con rodeos a la hora de discutir que sus experimentos no eran, por así decirlo, simples experimentos, sino piezas de la vida misma. Se llevaron a cabo estudios de seguimiento que, por ejemplo, mostraron que si hubiera habido otros que manifestaran su desacuerdo, la obediencia no habría sido tan ciega. Aun así, algunos compañeros psicólogos siguieron alzando quejas: «¿Qué vas a poder decir sobre la naturaleza humana a partir de pequeños estudios realizados con habitantes de New Haven a quienes previamente se ha trasladado a un sofisticado laboratorio de psicología de Yale, donde un “profesor” les ha dado unas pretenciosas instrucciones sobre lo que se suponía que debían hacer? ¡Por supuesto que hacen lo que se les diga que hagan!».

Hoy, cuando han pasado más de cuatro décadas desde entonces, nos replanteamos muy seriamente tales quejas. Ahora sabemos que existen en nuestra cultura, quizá en cualquier cultura, condiciones que predisponen, que nos impulsan a «seguir órdenes», sin importar qué opinión podamos tener de ellas al analizarlas bien. No todos nosotros aceptaríamos esta clase de encargo, desde luego, puesto que siempre hay impulsos que compiten entre sí para mantenernos fieles a nuestras convicciones internas (igual que también los hubo en los experimentos de Milgram). Pero, pese a todo, seguimos órdenes.

Entonces, ¿qué debemos pensar sobre Milgram pasados más de cuarenta años, teniendo en cuenta lo que ya sabemos sobre las humillaciones y las torturas de prisioneros iraquíes sujetos de forma segura en Abu Ghraib? ¿Por qué nuestra policía militar ejecutó de inmediato (y aparentemente con tanta alegría) la orden de «ablandar» a los prisioneros antes de ser interrogados? «Así es como ha de hacerse», les dijeron. Sin embargo, no todas las piezas de este rompecabezas encajan. Eso de: «Así es como ha de hacerse», ciertamente no aparece por ningún lado en el código militar gobernante. Pocas semanas después de nuestro desembarco en Normandía, estuve brevemente a cargo de un grupo de prisioneros de guerra alemanes que habían sido recientemente capturados. En ningún momento se nos pasó por la cabeza «ablandar» a nuestros prisioneros antes de interrogarlos (aunque mi unidad estaba implicada en la guerra psicológica). Al cabo de una generación, la tarea militar de mi hijo en Vietnam fue la de interrogar a prisioneros de guerra del Viet Cong, principalmente para la inteligencia política (acababa de terminar la universidad y estaba muy verde en todo aquello). «¡Dios mío! A nosotros jamás se nos habría ocurrido», fue lo que dijo cuando trascendió la noticia de Abu Ghraib.

Atormentar a prisioneros no tiene nada de «natural», al igual que tampoco hay nada de «natural» en el hecho de adherirse a la Convención de Ginebra sobre el tratamiento de los prisioneros de guerra: lo que Stanley Milgram nos enseñó fue que en cualquier sociedad, en cualquier parte del mundo, la obediencia a la autoridad ocurre con demasiada facilidad (y ahora ya sabemos que debemos tomar precauciones contra ella). A nadie sorprenderá que en lo profundo de nuestra tradición constitucional se encuentre la doctrina de que en una democracia la autoridad nunca debe volverse singular y unívoca (la famosa doctrina de la «separación de poderes» tan enérgicamente formulada por James Madison en su ensayo político El Federalista n.º 10).

La doctrina siempre peligra en tiempos de crisis y de guerra. Cuando existe una falta de protección contra el exceso de autoridad, tal y como sucedió en Abu Ghraib y en otros centros de detención en Irak y Afganistán, no debemos culpar a la «naturaleza humana», sino a aquellos que permiten que la autoridad se ejerza de esa manera.

Milgram nos enseñó algo más, o ayudó a que volviéramos a tomar conciencia de que mucho de lo que hacemos, lo hacemos relativamente a ciegas y por la fuerza de la costumbre. A menudo dejamos de estar atentos a lo que estamos haciendo (como el pez del refrán: es el último en descubrir el agua). Poseía un talento espectacular para reconocer estas actitudes humanas semiinconscientes, como demostró en una serie de estudios en torno a los hábitos «urbanos» de los neoyorquinos realizados en los años posteriores a su trabajo sobre la obediencia.

En uno de estos estudios, por ejemplo, pidió a cada uno sus estudiantes de posgrado que preguntaran a pasajeros del metro que estuvieran en un vagón en tránsito si les cedían el asiento. Entre un cuarto y un tercio así lo hicieron, sin preguntar nada, simplemente accedían a la petición: si alguien solicita algo razonable, él o ella deberá de tener alguna razón para hacerlo. Sin embargo, es interesante señalar que cuando la petición se saldaba con éxito, la persona sentía la necesidad imperiosa de hacer que pareciera «razonable» y actuaba como si de verdad estuviera fatigada o incapacitada de alguna forma. Incluso en un contexto urbano abarrotado, tratamos de algún modo de comportarnos «como es debido»: acceder a solicitudes en el caso de que sea posible, pero permitir que el solicitante haga que parezca razonable a posteriori.

Milgram también llevó a sus alumnos a explorar el fenómeno desconcertante del «extraño conocido», la persona, digamos, que también toma el tren suburbano de las 08:16 en dirección a la ciudad desde Bedford Hills, igual que tú, a pesar de que nunca os habéis dirigido ni una sola palabra el uno al otro. Si resulta que necesitas un mechero para encender un cigarrillo, o información sobre los trenes que han sido anunciados antes de que tú llegaras a la estación, no preguntarás al extraño conocido, sino a un «verdadero» extraño. Su último libro, The Individual in a Social World, publicado varios años antes de su trabajo sobre la obediencia, está repleto de observaciones fascinantes en busca de explicaciones. Esto era lo que lo convertía en un profesor, y compañero, cautivador.

Debo concluir con un apunte personal. Stanley Milgram era alumno de posgrado cuando yo me encontraba en Harvard, y fue profesor asistente en uno de los cursos que impartí (de hecho, uno brillante). Nos hicimos buenos amigos. Lo que siempre me intrigó de él (a mí y a muchos otros, estoy seguro) fue su deleite por rescatar lo aparentemente obvio de su aparente banalidad, su talento para hacer que lo conocido volviera a resultarnos extraño. Es el don de un poeta, y cuando esto es lo que motiva al científico a enfocar su labor profesional, produce maravillas (y a menudo también shocks). Este libro es un tributo a aquel talento para hacer de lo familiar algo extraño. Nadie en nuestro tiempo volverá a dar por sentada la obediencia a la autoridad. Y ahora sabemos de sobra que, si lo hacen, será por cuenta y riesgo propios; y quizá también a costa de la cuenta y el riesgo de su país.

[1]Fue un psicólogo estadounidense que hizo importantes contribuciones a la psicología cognitiva y a las teorías del aprendizaje dentro del campo de la psicología educativa.(N. del E.)

Introducción

Cuando se trata de buscar un tema de investigación en psicología social, la obediencia fácilmente se pasa por alto, al tratarse de un fenómeno que aparece habitualmente. Y, sin embargo, no es posible comprender todo un amplio abanico de comportamientos significantes si no se tiene en cuenta el papel que la misma desempeña en la constitución de la acción humana.

En efecto, todo acto realizado por orden de otro, tiene, desde un punto de vista psicológico, unas características sumamente diferentes de las que pueda tener la acción espontánea. La persona que siente, por convicción interna, repugnancia por el robo, o por el crimen, o por una agresión cualquiera, puede de hecho llevar a cabo todas estas acciones con una relativa facilidad, una vez que le son ordenadas por la autoridad. Un tipo de conducta inconcebible en quien obra por propia cuenta, puede no ofrecer dificultad alguna cuando se trata de algo que se lleva a cabo por orden de otro.

Es viejo como la historia de Abraham el dilema que encierra la obediencia a la autoridad. Este estudio no pretende otra cosa que presentar este dilema de una forma moderna, en tanto que queda tratado como objeto de una investigación experimental, y pretende únicamente comprender dicho dilema sin hacer juicio alguno del mismo desde un punto de vista moral.

La tarea más importante con la que nos encontramos en un estudio psicológico de la obediencia es la de poder formular concepciones de la autoridad que podamos trasladar a la experiencia cotidiana. Una cosa es hablar de manera abstracta acerca de los derechos respectivos del individuo y de la autoridad, y algo totalmente diferente es examinar una opción moral en una situación real. Todos conocemos los problemas filosóficos planteados en torno a la libertad y la autoridad. Pero de todas formas, allí donde el problema no es algo meramente académico, nos encontramos con una persona real que ha de obedecer o desobedecer a la autoridad, nos encontramos con el instante concreto en el que tiene lugar el desafío. Toda cavilación previa a ese momento no pasa de ser una mera especulación, y los actos de desobediencia quedan así definidos por un momento de acción decisiva. Los experimentos que estudiamos han sido llevados a cabo en torno a esta noción.

Cuando pasamos al laboratorio, se nos hace más manejable el problema: si dice un experimentador a un sujeto de experimentación que actúe con severidad creciente frente a otra persona, ¿bajo qué condiciones va a someterse el sujeto?, ¿bajo qué condiciones va a desobedecer? Los problemas de laboratorio son vívidos, intensos y reales, no constituyen algo separado de la vida, pero conducen hasta una conclusión extrema, plenamente lógica, determinadas tendencias implícitas en el funcionamiento ordinario del mundo social.

El problema que se plantea es el de saber si se da alguna conexión entre lo que hemos estudiado en el laboratorio y las formas de obediencia típicas de la época nazi, que tanto hemos deplorado. No cabe duda de que son muy grandes las diferencias entre ambas situaciones, mas ello no impide que la diferencia en graduación, número y contexto político, pueda carecer relativamente de importancia siempre que se mantengan determinadas características esenciales. La esencia de la obediencia consiste en el hecho de que una persona viene a considerarse a sí misma como un instrumento que ejecuta los deseos de otra persona, y que por lo mismo no se tiene a sí misma por responsable de sus actos. Una vez que ha tenido lugar en una persona este desplazamiento crítico de su punto de vista, se siguen todas las características esenciales de la obediencia. La adaptación del pensamiento, la libertad para desarrollar una conducta cruel y los tipos de justificación que experimenta dicha persona son esencialmente semejantes, bien tengan lugar en un laboratorio psicológico o en el centro de control de un ICBM.[2] El problema de la generalidad no queda, pues, resuelto, por una mera enumeración de todas las claras diferencias que se dan entre el laboratorio psicológico y otras situaciones, sino que es preciso ir elaborando cuidadosamente una situación que capte lo esencial de la obediencia, es decir, una situación en la que la persona se entrega plenamente a la autoridad y no se considera ya a sí misma causa eficaz de sus propias acciones.

En la medida en que se dé semejante actitud de complacencia y semejante ausencia de coacción externa, queda la obediencia como sellada de un talante cooperativo; en la medida, en cambio, en que se intimida a una persona con amenaza de fuerza o castigo, queda la obediencia forzada por el miedo. Los estudios que a continuación presentamos, tratan únicamente de la obediencia que ha sido asumida de manera voluntaria ante una ausencia total de cualquier tipo de intimidación, de una obediencia que se mantiene por la mera afirmación hecha por la autoridad de que tiene derecho a ejercer un control sobre la persona. La fuerza que en nuestro estudio ejerce la autoridad se basa en poderes que el sujeto atribuye de alguna manera a aquella, y no en amenaza objetiva alguna o en el hecho de que se cuente con medios físicos de controlar al sujeto.

El problema fundamental que al sujeto se le presenta es el de volver a lograr el control de los procesos a que se ve él mismo sometido, una vez que se ha puesto en manos de un experimentador. Las dificultades que este hecho ocasiona, representan el elemento duro y en cierto sentido trágico dentro de la situación sometida a estudio, toda vez que nada hay más triste y yermo que la experiencia de una persona que se esfuerza, sin llegar a conseguirlo plenamente, por controlar su propio proceder en una situación que tiene consecuencias para ella misma.

[2]Intercontinental Ballistic Missile (misil intercontinental balístico). (N. del T.)

Agradecimientos

Los experimentos que aquí describimos son fruto de una tradición de experimentación en psicología social, con una tradición de más de setenta y cinco años. Ya en 1898 llevó a cabo Boris Sidis un experimento sobre la obediencia, y los estudios de Asch, Lewin, Sherif, Frank, Block, Cartwright, French, Raven, Luchins, Lippitt y White, entre otros muchos, han ido modelando mi obra, aun cuando no hayan sido explícitamente estudiados en el transcurso de la misma, Las contribuciones de Adorno, y de sus colaboradores, así como las de Arendt, Fromm y Weber, forman parte de ese Zeitgeist en el que va madurando la ciencia social. Me han interesado de manera especial tres obras. La primera de ellas es la tan iluminadora Authority and Delinquency in the Modern State de Alex Comfort; Robert Bierstedt escribió un lúcido análisis conceptual sobre la autoridad, y Arthur Koestler desarrolló en su The Ghost in the Machine la idea de una jerarquía social de una manera más profunda que esta obra.

La parte experimental de la investigación fue llevada a cabo y completada cuando me encontraba yo en el Departamento de Psicología de la Universidad de Yale, en los años 1960-1963.

Me siento agradecido al departamento por la ayuda que me prestó ofreciéndome toda clase de facilidades para la investigación, así como por sus buenos consejos. Muy en particular quisiera agradecer en este lugar al profesor Irving L. Janis.

El difunto James McDonough de West Haven, Connecticut, desempeñó el papel de aprendiz, y este trabajo pudo beneficiarse de su talento natural que tan raramente se equivocaba.

John Williams de Southbury, Connecticut, se prestó a hacer de experimentador y desempeñó con toda precisión un papel tan exigente. Quiero asimismo agradecer a Alan Elms, Jon Wayland, Taketo Murata, Emil Elges, James Miller y J. Michael Boss por el trabajo que llevaron a cabo en relación con este estudio.

Me hallo en deuda infinita para con muchas personas tanto de New Haven como de Bridgeport que sirvieron de sujetos de experimentación.

La reflexión en torno a estos experimentos así como la redacción de los mismos, prosiguió largo tiempo, aun después de que fueran concluidos, y no pocas personas individualmente me ofrecieron el estímulo y la ayuda de que tan necesitado me hallaba. Entre estas personas se encontraban los doctores Andre Modigliani, Aaron Hershkowitz, Rhea Mendoza Diamond y el finado Gordon W. Allport. Asimismo, los doctores Roger Brown, Harry Kaufmann, Howard Leventhal, Nijole Kudirka, David Rosenhan, Leon Mann, Paul Hollander, Jerome Bruner y Maury Silver. Eloise Segal me ayudó a redactar varios de los capítulos y Virginia Hilu, encargada de mi edición en Harper & Row, dio muestras de una extraordinaria fe en mi libro, y al final llegó a poner su despacho a mi disposición y salvó así esta obra de un autor maldispuesto.

Quiero agradecer a Mary Englander y a Eileen Lydall de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, que me ayudaron como secretarias, y a Wendy Sternberg y Katheryn Krogh, asistentes de investigación.

Judith, estudiante ya graduada y artista de talento, se encargó de los dibujos que aparecen en los capítulos 8 y 9.

Quiero agradecer al Institute of Jewish Affairs el permiso que me otorgaron de hacer amplias citas de mi artículo «Obedience to Criminal Orders: The Compulsión to Do Evil», que había aparecido por primera vez en su revista Patterns of Prejudice.

Agradezco asimismo a la American Psychological Association por su permiso de ofrecer amplias citas de los artículos míos que aparecieron por primera vez en sus publicaciones, y en concreto por «Behavioral Study of Obedience», «Issues in the Study of Obedience: A Reply to Baumrind», «Group Pressure and Action Against a Person» y «Liberating Effects of Group Pressure».

Este estudio recibió ayuda de dos subvenciones del National Science Foundation. Los estudios preliminares que fueron llevados a cabo en 1960 recibieron asimismo una pequeña subvención de la Higgins Fund de la Universidad de Yale.

Una beca de la Institución Guggenheim me hizo posible en 1972-1973 una estancia de un año en París, alejado de mis obligaciones académicas, lo cual me permitió completar esta obra.

Mi mujer, Sasha, se ha sentido cerca de estos experimentos ya desde el comienzo de los mismos. Su lucidez permanente, así como su comprensión, constituyeron para mí una gran ayuda. En los últimos meses nos fue posible trabajar solos en nuestro apartamento de la Rue de Rémusat, dedicados al unísono a una tarea, que ahora, con la ayuda agradecida de Sasha, ha llegado ya a buen término.

—Stanley Milgram,

París,

2 de abril de 1973

01

El dilema de la obediencia

La obediencia es un elemento tan básico como el que más en la estructura de la vida social. Un cierto sistema de autoridad constituye una exigencia de toda vida comunitaria, y únicamente quien viva aislado totalmente se ve libre de responder, bien sea desafiando a la autoridad o sometiéndose a la misma, cuando reciba órdenes de los demás. La obediencia, como un determinante de la conducta, es algo de importancia particular para nuestra época. Ha podido confirmarse con razones bien probadas que entre los años 1933 y 1945 fueron sistemáticamente sacrificados bajo órdenes millones de personas inocentes. Se construyeron cámaras de gas, se vigilaban campos de muerte, se presentaban cupos de cadáveres con la misma eficiencia que la de la producción de herramientas u otros utensilios. Es muy posible que semejante conducta tan bárbara haya tenido su origen en la mente de un único individuo, mas no podría haber sido llevada a cabo a escala tan amplia sin la colaboración obediente de otras muchas personas.

La obediencia es el mecanismo psicológico que hace de eslabón entre la acción del individuo y el fin político. Es la argamasa que vincula los hombres con los sistemas de autoridad. Tanto hechos de la historia más reciente, como la experiencia de la vida de cada día, nos hacen pensar que para no pocas personas la obediencia puede ser una tendencia de comportamiento profundamente enraizada, más aún, un impulso poderosísimo que pasa por encima de la educación ética, de la simpatía y de la conducta moral. C. P. Snow (1961) apunta su importancia cuando escribe:

Cuando piensas en la larga y sombría historia del hombre, podrás encontrar que han sido cometidos crímenes más repugnantes en nombre de la obediencia que los que hayan podido ser jamás cometidos en nombre de la rebelión. Si dudas de ello, basta que leas la obra Rise and Fall of the Third Reich. (Subida y caída del Tercer Reich) de William Shirer. El cuerpo de oficiales del ejército alemán había sido educado en el más riguroso código de la obediencia [...]. En nombre de la obediencia tomaron parte, y asistieron a las más inicuas acciones realizadas a gran escala en la historia de la humanidad (p. 24).

El exterminio de los judíos europeos por parte de los nazis constituye el ejemplo extremo de acciones detestables, inmorales, llevadas a cabo por miles de personas en nombre de la obediencia. Sin embargo, aunque en menor grado, esta realidad se repite de continuo: se ordena a ciudadanos normales que maten a otras personas, y lo hacen porque consideran deber suyo el obedecer órdenes. De esta manera la obediencia a la autoridad, por tan largo tiempo exaltada como una virtud, reviste un nuevo aspecto cuando se pone al servicio de una causa injusta; lejos de aparecer como una virtud queda transformada en un pecado nefasto. ¿O no es esto así?

El problema moral de si se ha de obedecer cuando se da un conflicto entre el precepto y la conciencia fue discutido ya por Platón, llevado a las tablas en Antígona y analizado filosóficamente en todas las épocas de la historia. Los filósofos conservadores arguyen diciendo que la construcción misma de la sociedad se ve amenazada por la desobediencia, y que incluso cuando una acción prescrita por la autoridad es injusta, es mejor cumplirla que hacer tambalear las bases de la autoridad. Hobbes afirmaba ulteriormente que semejante acción no puede atribuirse en manera alguna a la persona que la ejecuta, sino únicamente a la autoridad que la ordena. Mas los humanistas razonan en favor de la primacía de la conciencia individual en semejantes materias, insistiendo en que, cuando se hallan en conflicto el juicio moral del individuo y la autoridad, ha de pasar aquel por encima de esta.

No hay duda de que los aspectos tanto legales como filosóficos de la obediencia son de un alcance inmenso, mas ello no obsta para que un científico que se apoya en la experiencia llegue con el tiempo a un punto en que desea pasar de la especulación abstracta a una observación cuidadosa de los ejemplos más concretos. A fin de poder examinar de cerca el acto de la obediencia, realicé yo un sencillo experimento en la Universidad de Yale. Con el transcurso del tiempo había de incluir este experimento a más de mil participantes, y había de ser repetido en diferentes universidades, aunque en un principio la concepción era de lo más sencilla. Una persona llega a un laboratorio psicológico, y en el mismo se le dice que ha de llevar a cabo una serie de acciones que van a hallarse de manera creciente en conflicto con su conciencia. El problema principal que se plantea es el siguiente: ¿hasta dónde va a someterse el participante a las instrucciones del experimentador antes de negarse a llevar a cabo las acciones que de él se exigen?

Es preciso, de todas formas, que el lector conozca algo más en detalle este experimento. Llegan dos personas a un laboratorio psicológico para tomar parte en una investigación de memoria y aprendizaje. A una de ellas la designamos con el nombre de «enseñante» y a la otra con el de «aprendiz». El experimentador explica que esta investigación se halla relacionada con los efectos del castigo en el aprendizaje. El aprendiz es conducido a una habitación, se le hace sentarse en una silla, se le atan con correas los brazos a fin de impedir que se mueva demasiado, y se le sujeta un electrodo a su muñeca.

Se le dice entonces que tiene que aprender una lista de parejas de palabras; siempre que cometa algún error recibirá una descarga eléctrica de intensidad creciente.

El centro real del experimento lo constituye el enseñante. Una vez que observa cómo el estudiante es atado con correas a su puesto, se le lleva a una habitación central experimental y se le hace sentarse ante un impresionante generador de descargas. Lo más importante de este generador lo constituye una línea horizontal de treinta conmutadores de entre 15 y 450 voltios, con incrementos de 15 voltios cada vez. Aparecen asimismo pequeños letreros que van desde descarga ligera a peligro-descarga violenta. Al enseñante se le dice que a él le toca administrar la prueba de aprendizaje a la persona que se halla en la habitación contigua. Cuando el aprendiz responde de manera correcta, el enseñante pasa a la pregunta siguiente; cuando, en cambio, el hombre de la habitación contigua da una respuesta errónea, el enseñante ha de proporcionarle una descarga eléctrica.

Ha de comenzar con un nivel de descarga muy bajo (15 voltios) e ir aumentando el nivel cada vez que aquella persona cometa un error, pasando por descargas de 30 voltios, de 45 voltios, y así sucesivamente.

El «enseñante» es un sujeto de experimentación auténticamente no iniciado que ha venido al laboratorio únicamente para participar en un experimento. El sujeto de aprendizaje, la víctima, es un actor que de hecho no recibe descarga alguna. Lo importante del experimento consiste en saber hasta qué punto va a seguir una persona en una situación concreta y medible, en la que se le ordena que inflija un dolor creciente a una víctima que se queja de ello. ¿En qué punto rehusará el sujeto obedecer al experimentador?

El conflicto brota cuando la persona que recibe la descarga comienza a indicar que siente un cierto malestar.

Con 75 voltios, el «aprendiz» refunfuña. Con 120 voltios comienza ya a quejarse de palabra. Con 150 pide que se le libere del experimento. Sus protestas prosiguen a medida que crecen las descargas, haciéndose cada vez más vehementes y emotivas. Ya con 285 voltios su respuesta puede ser descrita únicamente como un grito desesperado.

Los que han observado este experimento están de acuerdo en que la calidad impresionante del mismo queda un tanto oscurecida al ser traducida en palabras. Para el sujeto la situación no tiene nada de juego; el conflicto es intenso y patente. Por una parte, el dolor manifiesto del aprendiz le compele a abandonar el ejercicio. Por otra, el experimentador, autoridad legítima respecto de la cual siente el sujeto cierto compromiso, le mueve a proseguir en el experimento. Cada vez que el sujeto duda en administrar la descarga, el experimentador le ordena que prosiga. Para desembarazarse de esta situación, se ve precisado el sujeto a hacer una clara ruptura con la autoridad. La finalidad de esta investigación consistía en hallar cuándo y cómo iban a desafiar a la autoridad las personas frente a un claro imperativo moral.

Por supuesto que se dan enormes diferencias entre el ejecutar órdenes de un oficial en tiempo de guerra y llevar a cabo lo que ordena un experimentador. Y sin embargo, permanece la esencia de ciertas semejanzas, toda vez que uno puede preguntar de una manera general: ¿cómo se conduce un hombre cuando le dice una autoridad legítima que actúe contra una tercera persona? A lo sumo podemos esperar que el poder del experimentador sea considerablemente inferior al del general, toda vez que no cuenta con un poder coactivo con que reforzar sus órdenes, y que la participación en un experimento psicológico está muy lejos de evocar ese sentido de urgencia y dedicación que brota por la participación en el combate. A pesar de estas limitaciones, juzgaba yo que merecía la pena comenzar con una observación cuidadosa de la obediencia incluso en situación tan modesta, con la esperanza de que habría de provocar nuevas intuiciones y hacer posibles proposiciones generales aplicables a toda una serie de circunstancias.

Es posible que la primera reacción del lector ante este experimento sea la de asombrarse de que pueda haber personas en sus cabales que administren incluso las primeras descargas.

¿No habrían de negarse más bien a hacerlo, y salir del laboratorio? Ahora bien, el hecho es que nadie lo hace jamás. Teniendo en cuenta que el sujeto ha venido al laboratorio para ayudar al experimentador, está totalmente de acuerdo en comenzar con el procedimiento que se le ha indicado. Nada de extraordinario hay en todo esto, muy en especial si se tiene en cuenta que la persona que ha de recibir las descargas se muestra, al menos en un principio, cooperativa, bien es verdad que con cierto recelo. Lo que más llama la atención es el comprobar hasta dónde llegan los individuos corrientes en su sometimiento a las instrucciones del experimentador. Y de hecho podemos decir que los resultados del experimento son sorprendentes y desalentadores a un tiempo. A pesar del hecho de que no pocos sujetos experimentan cansancio, a pesar de que muchos protestan ante el experimentador, siguen siendo muchos los que prosiguen hasta la última descarga del generador.

No pocos sujetos obedecerán al experimentador sin tener en cuenta en manera alguna la vehemencia de la reacción de la persona objeto de esas descargas, sin inmutarse por lo dolorosas que estas descargas parecen ser y sin que les importe la petición que la víctima pueda hacer de que se la libere.

Esto es algo que podía verse de continuo en nuestros estudios y que ha podido ser observado en varias universidades donde fue repetido el experimento. De manera que podemos decir que el resultado más importante de este estudio y el hecho que exige con más urgencia una explicación, es esa docilidad extrema de los adultos para seguir, hasta las últimas consecuencias, las órdenes de una autoridad.

Se ha venido ofreciendo como explicación común el que las personas que hacían llegar esas descargas a la víctima eran, en su nivel más violento, auténticos monstruos, la orla sádica de la sociedad. Mas si tiene uno en cuenta que casi dos tercios de los participantes se ven incluidos en la categoría de sujetos «obedientes», y que representaban personas corrientes tomadas de las clases obreras, profesionales y directivas, esa explicación se hace sumamente floja. Y de hecho, nos recuerda vivamente la discusión que nació con motivo de la publicación en 1963 de la obra de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Manifestaba Arendt que el esfuerzo desplegado por el fiscal por describirnos a Eichmann como un monstruo del sadismo era fundamentalmente falso, que se asemejaba muchísimo más a un pobre burócrata que no hizo otra cosa más que estar sentado ante la mesa de un despacho y cumplir con su obligación. Por el hecho de mantener semejantes ideas, llegó a convertirse a Arendt en objeto de escarnio, e incluso de calumnia. Se tenía la convicción, de una u otra manera, de que las acciones monstruosas llevadas a cabo por Eichmann exigían una personalidad brutal, torcida y sádica. Algo así como el mal encarnado. Tras haber sido testigo de cómo cientos de personas corrientes se sometían a la autoridad en los experimentos que nosotros llevábamos a cabo, me es preciso concluir que la concepción de Arendt sobre la banalidad del mal se halla mucho más cerca de la verdad de lo que pudiera uno atreverse a imaginar. La persona normal que hacía llegar una descarga sobre la víctima, lo hacía por un sentido de obligación —por una concepción de sus deberes como sujeto de experimentación— y no por tendencia peculiarmente agresiva alguna.

Es posible que sea esta la lección más fundamental de nuestro estudio: las personas más corrientes, por el mero hecho de realizar las tareas que les son encomendadas, y sin hostilidad particular alguna de su parte, pueden convertirse en agentes de un proceso terriblemente destructivo. Además, incluso cuando los efectos destructivos de su obra aparezcan patentes, y se les pida que lleven a cabo acciones incompatibles con las normas fundamentales de la moralidad, son relativamente pocas las personas que cuentan con recursos suficientes para oponerse a la autoridad. En ese momento entran en acción toda una serie de inhibiciones contra la desobediencia a la autoridad, y hacen que la persona permanezca en su puesto.

Es muy fácil condenar las acciones de sujetos obedientes, cuando está uno sentado cómodamente en un sillón. Ahora bien, quienes condenan a dichos sujetos los miden conforme al patrón de su propia capacidad de formulación de principios altamente morales. Y este patrón nada de justo tiene. No pocos sujetos, cuando se trata de exponer una opinión, se sienten tan capaces como cualquiera de nosotros en cuanto a la exigencia moral de negarse a realizar acción alguna contra una víctima indefensa.

También ellos saben, en general, qué es lo que habría de hacerse y pueden muy bien exponer sus valores cuando se presenta la ocasión. Pero muy poco tiene todo esto que ver con su comportamiento factual bajo el peso de las circunstancias.

Si pedimos a alguien que ofrezca un juicio moral sobre lo que constituye el comportamiento más apropiado en semejante situación, verá sin género alguno de duda la desobediencia como la conducta más idónea. Ahora bien, no son los valores las únicas fuerzas que actúan en una situación concreta que está teniendo lugar. No son más que una muy limitada lista de causas dentro del espectro total de fuerzas que influyen sobre una persona. No pocas personas fueron incapaces de poner en obra sus valores morales y se vieron a sí mismas prosiguiendo en el experimento, aun cuando no estaban de acuerdo en cuanto a lo que hacían.

La fuerza ejercida por el sentido moral del individuo es menos efectiva de lo que nos haya podido hacer creer el mito social. Aun cuando es verdad que preceptos como el «No matarás» ocupan un puesto preeminente en el orden moral, no ocupan, no obstante, una posición correspondientemente fuerte dentro de la estructura psíquica humana. Bastan unos pocos cambios en las rúbricas de un periódico, una llamada desde el Consejo del destacamento, órdenes que emanan de una persona con charreteras, y ahí tenemos a uno que va a ser conducido a matar con mucha menor dificultad. Incluso las fuerzas que examinamos en un experimento psicológico llegarán muy adelante en su liberar al individuo de los controles morales. Los factores morales pueden ser dejados de lado con relativa facilidad por una calculada reestructuración del campo social e informativo.

¿Qué es, pues, lo que mantiene a una persona sometida al experimentador? En primer lugar, se dan una serie de «factores obligantes» que atraen al sujeto a una situación concreta. Incluyen factores tales como el de cortesía por su parte, el deseo de mantener su inicial promesa de ayudar al experimentador y lo poco delicado de retirarse del experimento. En segundo lugar, se dan en el pensamiento del sujeto un cierto número de adaptaciones que van minando su decisión de romper con la autoridad. Estas adaptaciones ayudan al sujeto a mantener su relación con el experimentador, al mismo tiempo que reducen la tensión provocada por el conflicto experimental. Son típicas de un pensamiento que se da en personas obedientes cuando la autoridad las mueve a actuar contra individuos indefensos.

Otro de estos mecanismos lo constituye la tendencia del individuo a verse tan absorbido por los aspectos estrictamente técnicos de su tarea, que pierde la visión de las más amplias consecuencias de la misma. El film ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú es una aguda sátira de esa absorción en los miembros de la tripulación de un bombardero por el riguroso procedimiento técnico de arrojar armas nucleares sobre una región. De manera semejante en el experimento que hemos expuesto, los sujetos se ven inmersos en los procedimientos, leyendo con la más exquisita de las pronunciaciones las parejas de palabras, y apretando los conmutadores con el mayor de los cuidados. Quieren llevar a cabo una ejecución perfecta, y esto se ve acompañado de una reducción de su preocupación moral. El sujeto confía las tareas más amplias de imponer objetivos concretos y de delimitar la moralidad, a la autoridad experimental a cuyo servicio se encuentra.

La adaptación de pensamiento más corriente en el sujeto obediente es, por lo que a él se refiere, el considerarse como no responsable de sus acciones. Se libera de toda responsabilidad atribuyendo toda iniciativa al experimentador, a una autoridad legítima. No se tiene a sí mismo como una persona que actúa de una manera moralmente responsable, sino como un agente de la autoridad externa. En la entrevista posterior a este experimento, cuando se preguntaba a los sujetos por qué habían seguido actuando, nos encontrábamos con la siguiente respuesta típica: «Por mí no lo habría hecho. Yo no hacía más que lo que se me ordenaba». Incapaz de desafiar la autoridad del experimentador, le atribuyen a él toda la responsabilidad.

Nos encontramos con la vieja historia de «no hacer más que cumplir con mi deber», que una y otra vez hubo de escucharse en las afirmaciones de la defensa de quienes fueron acusados en Núremberg. Sería, no obstante, erróneo, juzgar que nos encontramos aquí con una coartada forjada para esta ocasión. Se trata, más bien, de un modo fundamental de pensar para muchas personas, una vez que han sido atraídas a una posición subordinada dentro de una estructura de autoridad.

La desaparición de todo sentido de responsabilidad es la consecuencia de más largo alcance de la sumisión a la autoridad.

Aun cuando una persona que actúa bajo una autoridad realice acciones que parecen estar en contradicción con las normas generales de la conciencia, sería falso afirmar que pierda su sentido moral. Muy al contrario, adquiere más bien un punto de concentración totalmente diferente. No responde con un sentimiento moral a las acciones que lleva a cabo. Su preocupación moral se desplaza ahora, más bien, a la consideración de lo bueno que es vivir conforme a las expectativas que la autoridad se ha forjado respecto de uno mismo. En tiempos de guerra no se pregunta un soldado si es bueno o malo el bombardear una aldea: siente más bien orgullo o vergüenza, según la medida de cómo haya llevado a cabo la misión que le ha sido asignada. Otra de las fuerzas psicológicas que actúan en esta situación puede ser designada como «antiantropomorfismo». A lo largo de décadas han estudiado los psicólogos la tendencia primitiva que se da entre los hombres de atribuir a objetos o fuerzas inanimadas las cualidades de la especie humana. Una tendencia diametralmente opuesta a la misma es la de atribuir una cualidad impersonal a fuerzas que son, tanto en su origen como en su ulterior subsistencia, esencialmente humanas. Algunas personas consideran los sistemas de origen humano cual si existieran por encima y más allá de toda causa humana, más allá de todo control del antojo o del sentimiento. Se niega el elemento individual que pueda hallarse tras determinadas instituciones y actuaciones. Así, cuando dice el experimentador: «El experimento exige que prosiga usted», siente el sujeto que se encuentra aquí con un imperativo que va más allá de todo mandamiento meramente humano. No hace la pregunta más aparentemente obvia: «¿El experimento, de quién? ¿Por qué voy a seguir sirviendo toda esta trama, cuando está sufriendo la víctima?». Los deseos de un hombre —el que ha forjado el experimento— se han convertido en parte de un esquema que ejerce sobre la mente del sujeto una fuerza que trasciende lo puramente personal. «Hay que seguir adelante. Hay que seguir adelante», repetía uno de los sujetos. No acababa de darse cuenta de que era un hombre, igual que él, quien de hecho deseaba que se siguiera adelante. Para él, el agente humano había desaparecido del cuadro, y el «experimento» había adquirido una importancia impersonal propia.

Ninguna acción posee por sí misma una calidad psicológica inmutable. Su significado puede ser alterado colocándolo en contextos diferentes. Un periódico americano citaba recientemente a un piloto que admitía que los estadounidenses estaban bombardeando a hombres, mujeres y niños vietnamitas, pero que sentía que estos bombardeos se realizaban por una «causa noble», con lo que quedaban justificados. De manera semejante, la mayor parte de los sujetos de nuestro experimento contemplan su comportamiento dentro de un amplio contexto que es benéfico y útil a la sociedad, la consecuencia de una verdad científica. El laboratorio psicológico tiene una gran pretensión de legitimidad y hace brotar seguridad y confianza en quienes vienen para llevar a cabo un experimento dentro del mismo. Una acción como la de producir descargas contra una víctima, que aislada de otros fenómenos puede aparecer como algo malo, adquiere un sentido totalmente diferente cuando es colocada dentro de este conjunto. Ahora bien, el permitir que una acción se vea dominada por su contexto, sin tener en cuenta sus consecuencias humanas, puede ser algo peligroso en extremo.

Finalmente, nos encontramos con una característica esencial propia de la situación alemana, que no hemos estudiado aquí, es decir, la devaluación del valor de la víctima, ya con anterioridad a la acción que contra la misma se realiza. A lo largo de una década y posiblemente más, una propaganda antisemita extrema fue preparando de manera sistemática a la población alemana para que aceptara la destrucción de los judíos. Paso a paso estos se vieron excluidos de la categoría de ciudadanos y connacionales, y finalmente se les negó el estatuto de seres humanos. Una devaluación sistemática de la misma nos otorga una medida de justificación psicológica del tratamiento brutal de la víctima, y ha constituido siempre el acompañamiento de matanzas, pogromos, y guerras. Con toda probabilidad, nuestros sujetos hubieran experimentado una mayor facilidad provocando descargas sobre una víctima que les hubiera sido descrita como un criminal brutal o un perverso.

Es de sumo interés, de todas formas, el hecho de que no pocos sujetos rebajen brutalmente de valor a su víctima como consecuencia de la actuación contra esta. Eran comunes los comentarios como: «Era tan estúpido y terco que merecía muy bien semejantes descargas». Una vez que habían actuado contra la víctima, juzgaban necesario estos sujetos considerarla como un individuo indeseable cuyo castigo se hacía inevitable por sus propias deficiencias de inteligencia y carácter.

No pocas de las personas que estudiamos en el experimento se mostraban contrarias en cierto sentido a lo que hacían al sujeto de aprendizaje, e incluso más de una protestaba al tiempo que obedecía. Ahora bien, entre el pensamiento, las palabras, y ese paso crítico de desobedecer a una autoridad malévola, se encuentra otro ingrediente, la capacidad de transformar creencias y valores en acción. No pocos sujetos se hallaban totalmente convencidos de la maldad de lo que estaban llevando a cabo, pero no conseguían llegar a una ruptura abierta con la autoridad.

Algunos llegaban a hallar satisfacción en sus pensamientos y sentían que —al menos dentro de sí mismos— habían luchado del lado de los ángeles. De lo que no podían darse cuenta era de que los sentimientos subjetivos no tienen relevancia por lo que a un problema moral concreto se refiere, siempre que no se vean transformados en acción. El control político queda asegurado por la acción. Las actitudes de los centinelas en un campo de concentración no tienen consecuencia alguna cuando de hecho están al mismo tiempo permitiendo la matanza de personas inocentes que tiene lugar en su misma presencia. De manera semejante, la llamada «resistencia intelectual» en la Europa ocupada —en la que determinadas personas, por juegos intelectuales, podían tener el sentimiento de haber desafiado al invasor— no pasaba de ser un mero mecanismo psicológico de consuelo. Las tiranías se perpetúan por obra y arte de personas apocadas a las que falta el valor de actuar conforme a sus convicciones. En el experimento al que nos referimos, condenaban los que tomaban parte en él una y otra vez lo que ellos mismos estaban realizando, mas no contaban con los recursos internos para traducir estos valores en acción.

Una variación del experimento base nos describe un dilema más corriente si cabe que el que hemos descrito arriba: al sujeto no se le ordenaba que apretara el gatillo que producía la descarga, sino que llevara a cabo un acto secundario (por ejemplo, controlar el test de pares de palabras) antes de que otro sujeto proporcionara de hecho la descarga. En semejante situación, de los 40 adultos de la región de New Haven, 37 prosiguieron actuando junto al generador hasta el nivel más elevado de descarga. Como puede suponerse, se excusaron dichos sujetos en cuanto a su comportamiento diciendo que, a fin de cuentas, la responsabilidad era de la incumbencia de quien movía el conmutador. Hecho este que nos puede iluminar en cuanto a una situación peligrosamente típica dentro de una sociedad compleja: es psicológicamente sencillo descargar de uno mismo la responsabilidad cuando no pasa de ser un esla